Libro de Investigación
El genio y el santo en Schopenhauer
Dos vías de liberación del teatro del mundo
The Genius and the Saint in Schopenhauer
Two Ways of Liberation from the Theatre of the World
https://doi.org/10.28970/9789585652910
(todos los que la intentan me hastían) sino una técnica;
quería hallar la charnela donde nuestra voluntad
se articula con el destino, donde la disciplina secunda
a la naturaleza en vez de frenarla.
Marguerite Yourcenar
voluntad se encuentra en un mundo sin fin ni límites,
como individuo entre innumerables individuos que
se afanan, sufren, yerran; y como en un mal sueño, se
precipita de nuevo a su antigua inconsciencia.
Schopenhauer
de marionetas.
Wilde
Prólogo | Prologue
Tuve la fortuna de conversar con Rosas –o más precisamente de escucharla– mientras escribía El genio y el santo en Schopenhauer. Dos vías de liberación del teatro del mundo. El tema me llamaba poderosamente la atención. Más allá de una exposición de El mundo como voluntad y representación, se plantea una interpretación estética de este, manifestada en la metáfora de la autora: las “marionetas”, el genio y el santo, que elige –aunque quizá no pueda ser de otra forma– para su argumentación. El genio y el santo son diferentes, muy diferentes, a la genialidad y a la santidad. El genio y el santo son personajes del “teatro del mundo”. El genio y el santo están encarnados.
El teatro del mundo es la figura que utiliza Rosas para situar el panorama de la filosofía de Schopenhauer. La voluntad y la representación se manifiestan como las dos caras, los dos extremos. Así está distribuido el escenario en el que se propone ubicar al genio y al santo y, de esa forma, revelar su particularidad, el misterio que encierran y la causa de la fascinación que han despertado a lo largo de la historia humana.
Me voy a limitar a reseñar, de manera muy general, algunos aspectos que se amplían y se argumentan críticamente en el libro, con el fin de plantear una introducción del hilo conductor del texto. Cuando escuché a Rosas hablar del tema, me sorprendió que asumiera una relación estrecha entre el genio y el santo, porque estos personajes se suelen representar de manera casi antagónica. No es fácil encontrar semejanzas entre San Francisco y Baudelaire, por ejemplo.
El punto de partida para abordar la cercanía y la distancia entre el genio y el santo es la dupla de conceptos de voluntad y representación, influenciados por la distinción kantiana entre el fenómeno y la cosa en sí. Kant, en la Crítica de la razón pura, distingue entre fenómeno y noúmeno. El fenómeno es aquello que se presenta mediado por la experiencia humana, es decir, el mundo percibido; a su vez, el noúmeno corresponde al mundo en sí, independiente de la sensibilidad. Solo los fenómenos pueden conocerse, porque el conocimiento implica la experiencia. El noúmeno, por tanto, es un misterio y excede los límites científicos.
Aunque Schopenhauer acepta el planteamiento kantiano, considera que el mundo no se agota en los fenómenos, o en la representación, para ponerlo en sus propios términos. El mundo también es su otra cara, lo misterioso, lo en sí, que Schopenhauer define como voluntad. Schopenhauer acepta el planteamiento de Kant y aborda, en primer lugar, el plano de la representación, pero considera que debe ir más allá, porque si se desconoce la voluntad, el sistema permanece incompleto.
Desde el punto de vista moral, la búsqueda de la felicidad es lo propio del mundo de la representación. Al obtenerse aquello que se desea, hay satisfacción, o felicidad; por el contrario, cuando se fracasa en ese intento, hay sufrimiento. Ese es el campo de la racionalidad. Ahora bien, es imposible controlar las circunstancias de las que depende el éxito, debido a que el azar y la incertidumbre protagonizan el ámbito de la representación. Además, el deseo es insaciable.
El mundo de la representación es la perspectiva externa, mientras que la voluntad obedece a lo interno. En cuanto a la representación, se presenta el deseo dirigido hacia un objeto particular, mientras que el mundo de la voluntad se trata de dicha fuerza en sí misma. La voluntad ni siquiera pertenece exclusivamente al humano, sino que es una fuerza universal que está más allá de la consciencia. Dicha voluntad, en sí, es libre, pero al dirigirse a los objetos corresponde al mundo de los fenómenos.
Para ilustrar este punto, la autora menciona la metáfora que utiliza Schopenhauer: la “voluntad es como el agua”. El agua toma la forma de aquello que la contiene, pero sigue siendo agua. Las diferentes formas que adquiere la voluntad son los fenómenos, mientras que la voluntad en sí misma es el agua en cuanto tal. Estrictamente, la diferencia entre la voluntad en sí (noúmeno) y la voluntad objetivada (fenómeno) es que la primera carece de finalidad, no busca ningún objeto en particular; la segunda, por su parte, se dirige hacia un objeto y, una vez lo consigue, persigue otro diferente.
El humano no puede escapar de la determinación que el mundo le impone a la voluntad. Parece que no hay liberación posible, sin embargo –y para relajar la tensión dramática que construye Rosas–, aparece el genio, la marioneta que, según Schopenhauer, es el artista. El arte es una forma de conocimiento diferente a la ciencia. Su objeto son las ideas platónicas. Estas, para Schopenhauer, están ubicadas en un nivel intermedio entre el fenómeno y el noúmeno: son las estructuras mentales, por decirlo así, que permiten captar los fenómenos a pesar de su pluralidad: los modelos permanentes que explican los objetos a partir de su semejanza.
Mientras que el sujeto cognoscente, al modo del científico, investiga los objetos a partir de sus particularidades, diferencias y similitudes, mediante mediciones, comparaciones y clasificaciones; el genio se dedica a la pura contemplación de las ideas. Este ejercicio lo libera: al suprimir el deseo, le permite escapar de las relaciones entre objetos, que son el origen del sufrimiento. El genio, por tanto, es desinteresado: no busca la utilidad en el mundo. En eso consiste su ética. Pero la liberación no es permanente, no puede ser permanente. Cuando termina la contemplación estética, el sujeto vuelve a la esclavitud de las determinaciones del mundo de la representación.
El genio es una figura extrema. No es usual, en tanto implica un distanciamiento de la individualidad, y tiene implicaciones físicas, corporales: una actividad cerebral superior que rebosa el deseo y conduce a la contemplación de las ideas y a su manifestación en la obra de arte. La mente del genio no le pertenece a él, sino al mundo, dice Schopenhauer. Es más, el genio es una marioneta de la voluntad, que ella utiliza para autoconocerse.
Las disposiciones psicológicas del genio han sido ampliamente exploradas por la literatura y, en general, por las artes, como en el caso de Balzac (2010) en Las ilusiones perdidas:
El genio es una horrible enfermedad. Todo escritor lleva en su corazón a un monstruo que, semejante a la tenía en el estómago, devora los sentimientos a medida que se forman. ¿Quién triunfará?, ¿la enfermedad sobre el hombre o el hombre sobre la enfermedad? Cierto que hay que ser un gran hombre para mantener la balanza equilibrada entre el genio y el carácter. Cuanto más crece el talento, más se seca el corazón. A menos de ser un coloso, a menos de tener las espaldas de Hércules, uno se queda o sin corazón o sin talento*
El genio se caracteriza por una extrema sensibilidad que lo lleva a tener disposición a la melancolía y a la excentricidad. Además, la comunicación con los demás se le dificulta, debido a su carácter particular y a la rigurosidad de sus juicios sobre las cosas. Esto lo convierte en un ser solitario.
Se suele prestar más atención a estas características del temperamento del genio, a su “locura”, que a la propia obra artística, quizá porque la cualidad que requiere la apreciación del arte es más escasa que el morbo. Sin embargo, dichas características psicológicas, en particular su imprudencia, tampoco son accidentales. Al contrario, parecen indispensables para la labor creativa del genio, porque implican la liberación de las convencionalidades del mundo de la representación.
El genio, por lo general, tiene una vida atormentada por dicha inestabilidad, aunque cuenta con ese momento de calma excepcional que le otorga la metamorfosis de la creación artística. Sin embargo, la liberación de la voluntad solo es momentánea e insuficiente, como se ha mencionado. En el ejemplo de Santa Cecilia, de acuerdo con Rosas, a pesar de que la santa logra la metamorfosis del genio por medio de la música, sabe que debe seguir mirando hacia arriba. Por eso el santo aparece en escena, o mejor la santa: a pesar de la reticencia de Schopenhauer para admitir que las mujeres puedan participar de la genialidad –Rosas explica esto a partir de la idiosincrasia de la época–, es una mujer la que permite el paso de la genialidad a la santidad.
Para analizar la marioneta del santo, se parte de otra semejanza con el genio: no se elige nacer con ninguna de estas dos condiciones ni es posible adquirirlas en el transcurso de la vida. No se puede enseñar la disposición artística ni la virtud ética. El santo es, al igual que el genio, una figura extrema y singular. La diferencia es que en el caso de la santidad, la liberación es permanente.
El santo comprende la esencia del mundo, por tanto, es consciente de la ilusión (el velo de Maya) de los fenómenos y del sufrimiento al que conduce el deseo. Así que el santo suspende el deseo de vivir. La voluntad llega a un pleno autoconocimiento de sí misma, a través de la marioneta del santo, que se libera definitivamente. La paradoja consiste en que la liberación de la voluntad se da por su propia eliminación, por la disolución en la nada: los hilos de las marionetas se cortan y el teatro se destruye.
Filósofo
Pontificia Universidad Javeriana
Introducción | Introduction
El presente texto se anuncia como una puesta en escena, que consta de una antesala y dos actos seguidos, inspirada en un autor que sin duda sobresale por su bella escritura, por su amable claridad estilística, pero sobre todo por un modo de proceder polémico y una aguda visión de los fenómenos de la vida, aunque esté marcado por un tinte de amargura. Reconocido por sostener una filosofía pesimista, Schopenhauer expresa, a modo de espiral y orgánicamente, un único pensamiento, preocupado en el fondo por el problema de la salud. Su obra fundamental, El mundo como voluntad y representación, escrita varias veces y presentada al público de modo diverso por su autor, es el punto de partida para nuestra reflexión. Queremos examinar aquí, a través de las descripciones del filósofo, el modo de metamorfosis y de liberación que experimentan las mejores, o las peores, y las más rebeldes marionetas del teatro del mundo: el genio y el santo.
En estas figuras podemos ver un tipo de liberación del mundo. Sin embargo, no hemos dicho de qué mundo y tampoco por qué sucede esto. Partiendo de la distinción establecida por Kant entre fenómeno y cosa en sí, distinción que Schopenhauer considera como la más importante que podemos encontrar en la obra de su maestro, nuestro autor emprende la tarea de establecer primero qué es la cosa en sí, y se propone identificarla con lo mejor conocido por la experiencia interna, a saber, la voluntad. Voluntad que se extiende, por analogía, a todo fenómeno. Esta consideración de la cosa en sí permite dar paso a la consolidación de una doble estructura del mundo, pues parece que este no solo es mi representación sino que además es mi voluntad; de hecho, es en esta última cara que las representaciones adquieren un significado. Y en tanto que la incognoscible cosa en sí kantiana es precisamente la voluntad para Schopenhauer —esencia del mundo, única e indivisible, pero presente en todos los fenómenos—, ella parece ser la fuente de un hecho innegable, a saber, que la vida en esencia es sufrimiento, pues su esencia se muestra como querer, como un deseo insaciable que no se contenta en su propio fenómeno y que se fractura en cada una de sus manifestaciones.
Así las cosas, el mundo tiene, a los ojos de Schopenhauer, una doble estructura, a saber, la representación y la voluntad. De parte a parte está constituido por estas caras. Sin embargo, a la luz de una primera consideración, el mundo de la representación está sometido al principio de razón suficiente y, por tanto, a varias formas de necesidad y de determinación además de la lógica. En el caso del mundo de la voluntad, y en especial en lo relacionado con el obrar del hombre, se advierte también como estrictamente determinado; pero además se hace necesario distinguir entre las cualidades de la voluntad como cosa en sí y aquellas que pertenecen a su objetivación, pues propiamente la voluntad nouménica es la única que en propiedad puede llamarse libre.
Desde esta perspectiva, parece que la determinación es lo que de algún modo, a la luz de una segunda consideración sobre las dos caras del mundo, se intenta romper cuando el mundo como representación resulta ser considerado desde su independencia con respecto al principio de razón suficiente, es decir, desde su independencia de la necesidad; y cuando se analiza de manera especial la afirmación y la negación de la voluntad de vivir en el fenómeno. Es en este punto, una vez presentada la estructura del mundo en su primera consideración, una vez nos hemos acercado a responder a la pregunta qué es el mundo, que de algún modo preguntamos qué hacer con él o, mejor aún, cómo comprenderlo en su totalidad desde una segunda navegación.
Es allí donde se produce el problema de nuestro trabajo investigativo pues en medio de la determinación y la necesidad, esto es en medio del sufrimiento constitutivo del mundo, surgen dos modos de liberación de estas condiciones, que no son otra cosa que dos modos en los que la voluntad nouménica actúa, o mejor aún, no actúa en unos fenómenos determinados y de una manera muy peculiar. Y esta no acción de la voluntad sucede por medio de unas formas de conocimiento que se advierten en aquellos hombres singulares que llamamos genio y santo. Estos modos de conocimiento que son intuitivos y no abstractos, nos muestran una cierta medicina para el hombre.
Así pues, sabiendo de antemano que en ambas marionetas, en aquellos hombres que llamamos genio y santo, se da un modo de metamorfosis y de liberación del mundo, nuestro problema está orientado a mirar cuál es el alcance de la liberación de ambas figuras y cómo ellas, en tanto figuras destacadas, pueden tener un papel pedagógico para la humanidad. Pero debemos tener presente que tanto la figura del genio como la del santo se nos presentan tan diáfanas como enigmáticas, pues encarnan la aporía de la voluntad. Este papel nos permite plantearnos, además, cuál podría ser la vía más transitable, más soportable para los hombres comunes, hombres que de algún modo quisieran participar en el camino de la liberación y en el reino de los valores. No obstante, además, estos modos de liberación nos permiten reconocer qué significa propiamente liberarse y superar el mundo. Al final parece que estos modos de liberación, y más aún en el caso del santo, revelan que estamos propiamente determinados por nada.
Como hemos afirmado líneas atrás, emprenderemos el trabajo de navegación en el duro mar del pensamiento schopenhaueriano, con una antesala y dos actos fundamentales. Debemos señalar que este trabajo se trata de una aproximación a la obra del filósofo en clave teatral. La antesala consiste, precisamente, en la caracterización de la doble estructura del mundo y, con ello, la comprensión de qué es propiamente el teatro en el que nos encontramos. Por su parte, los actos seguidos presentan las actuaciones de nuestras dos extremas marionetas, el genio y el santo; su papel en el mundo y el momento en el que cortan los hilos para salir de la escena, por un momento o para siempre. Advertimos la seducción que proporciona el modo de liberación que suponen las artes pero también los peligros de esta, por lo menos para nuestra época. Y llegamos a vislumbrar, en la descripción schopenhaueriana, la comprensión que se ha logrado en el santo; comprensión que, admirable y difícilmente transitable, nos abre a lo místico y nos señala por qué el hombre sabio no le teme a la muerte, como la había anotado antes de Schopenhauer, Spinoza. Quizá el modo de metamorfosis y de liberación del genio y el santo constituyan un ejercicio de asumir lo que la naturaleza les ha impuesto, “pues la sujeción perdía lo que pudiera tener de amargo o aun de indigno, si aceptaba ver en ella un ejercicio útil” (Yourcenar, 1985, 22) y de hacer algo con ello a fin de ganar liberación.
Las dos caras del teatro del mundo
The Two Faces of the World’s Theatre
Al preguntar por el genio y el santo en la obra principal de Arthur Schopenhauer1 El mundo como voluntad y representación, debemos, en primer lugar, comprender qué es el mundo y cuáles son sus dos caras, pues en ellas están impresas estas figuras y en ellas se produce la liberación del mundo. El análisis detenido de estas dos caras es el tema de la obra fundamental de nuestro filósofo, El mundo como voluntad y representación2. Qué es el mundo resulta ser la pregunta que Schopenhauer pretende desarrollar a lo largo de los cuatro libros que expresan, orgánicamente, su único pensamiento. En tanto pregunta qué sea el mundo, supone una indagación sobre su esencia. El cómo del mundo ha sido la pregunta que ha obsesionado a la Modernidad y esta ha permitido sostener que el mundo es cognoscible por un sujeto cognoscente, a través de eso que llamamos ciencia. Ahora bien, para lograr una comprensión del qué del mundo, nuestro autor parte, en primer lugar, de cómo se le presenta al sujeto, y este se le manifiesta inmediatamente como representación. Por tanto, podemos sostener que una de las caras del mundo, su manifestación externa, es la representación, es decir, aquello que se nos da como experiencia de manera inmediata. Y en tanto “la filosofía real y seria se encuentra todavía allá donde Kant la dejó” (MVR, I, 493; 480), Schopenhauer toma como punto de partida las consideraciones kantianas en torno al fenómeno, es decir, a aquello que se puede conocer y a las condiciones que hacen posible la experiencia; por tanto, toma como base la filosofía trascendental que ha desarrollado Kant en su obra inmortal la Crítica de la razón pura3
Asimismo, Schopenhauer ha aceptado la distinción kantiana entre fenómeno y cosa en sí, y ha considerado esta distinción como uno de los mayores logros del filósofo de Königsberg, lo que le permite sostener que si bien tenemos una cara del mundo que es representación, con ello no hemos agotado la pregunta en torno a qué sea el mundo. De ahí que su propuesta esté encaminada a considerar el mundo también desde su otra cara, a saber, la voluntad, “pues, así como por un lado este es [el mundo] en todo representación, por el otro es de parte a parte voluntad” (MVR, I, §1, 5; 52). En lenguaje kantiano, el en sí del mundo es aquello que Schopenhauer enmarca bajo la palabra voluntad, palabra que designa un misterio.
¿Por qué cara partiremos en aras de comprender la esencia del mundo? Por la cara externa y más inmediatamente conocida, es decir, por la representación, pues es lo primero en el orden del conocer, aunque sea segundo en el orden del ser. De todos modos para nuestro autor, comenzar por esta cara del mundo es una decisión un tanto arbitraria (MVR, I, §1, 5; 52). Sin embargo, recordando a Aristóteles, siempre partimos de lo inmediatamente conocido, la representación, pero sabemos que esto inmediato no es lo mejor conocido, pues lo mejor conocido ciertamente parece ser la voluntad. Entonces procedemos de algún modo tal como la filosofía de Platón y la Vedanta nos ha indicado, a saber, de lo aparente a lo esencial, del sueño a lo real, del velo a lo que él esconde.
Parece, a primera vista, que el proyecto schopenhaueriano implica caer una vez más en el dogmatismo que se quiere remontar al más allá, tal como la posición crítica de Kant lo denuncia de manera reiterada. Pero esto es una falsa apariencia, pues Schopenhauer no es un metafísico dogmático en sentido pre-crítico, esto es, un metafísico de vieja escuela. Muchos pensarían que sí lo es en la medida en que su lenguaje está cargado de consideraciones como esencia, fundamento y la expresión de la necesidad de despertar del sueño para llegar a comprender qué es el mundo, pregunta con vicios platónicos. Sin embargo, el autor sostiene que “est quadam prodire ternus, y mi camino se encuentra en el punto medio entre la doctrina de la omnisapiencia de los primeros dogmáticos y la desesperanza de la crítica kantiana” (MVR, I, 507; 492). Schopenhauer ha aceptado la filosofía crítica kantiana, por lo tanto, sabe que conceptos como el de causalidad no son una veritas aeterna que se extienden a un más allá de la representación y en ese sentido no es un dogmático. Por el contrario, en el caso de la causalidad, esta es realmente la condición de posibilidad para la representación misma, pero allí se queda, nada más. Lo mismo vale para el tiempo y el espacio.
El problema con la filosofía crítica kantiana resulta ser que queda en el aire la cuestión de la cosa en sí, fundamental en su sistema pero que propiamente no tiene un desarrollo. Qué sea la cosa en sí no es algo que le interese responder a Kant, aun cuando ligue a esta con el uso práctico de la razón. Con Kant tenemos algo así como una consideración trágica que nos impide saber qué son las cosas en sí mismas. Schopenhauer, por su parte, sabiendo que aquello que opera en el mundo de la representación no es aplicable a la cosa en sí, porque no es fenómeno, abre la posibilidad de acceder a ella a partir de la autoconciencia, de comprender más no de conocer cuál es la esencia del mundo, lo que supone un rescate de aquello que denomina como el sujeto que quiere. Hecha esta consideración, pasaremos a ver la moneda desde su cara inmediata, desde su exterior. Es momento de poner en escena al mundo como representación.
La cara externa de la moneda
Como hemos anunciado líneas atrás, en el desarrollo de su consideración inicial sobre el mundo como representación, Schopenhauer se monta en un gigante de la modernidad, Kant, y sobre él mira más alto, pues para nuestro autor Kant es como una palmera que se eleva por encima del suelo en el que arraiga (MVR, I, 491; 479); así que será momento de subir sobre ella, recoger sus frutos y mirar por encima de ella. Sin duda, el mundo tal y como lo conocemos es fenómeno, por tanto, representación. Esto supone que hay un sujeto que se representa el mundo y un objeto que es representado –sobre esta distinción sujeto objeto volveremos más adelante–. Pero preguntémonos: ¿cómo es representable el mundo? Primero debemos partir del lado del sujeto quien es el que conoce el mundo, en otras palabras, es quien conoce objetos.
Al estar del lado del sujeto, este se representa el mundo en tanto posee a priori unas condiciones que hacen posible dicha representación. En otras palabras, el intelecto humano –el cerebro– posee unas formas generales, unas leyes, que son condiciones de posibilidad de la experiencia, es decir, son las formas cognoscitivas del sujeto. Esas leyes a priori son la ley de causalidad, del tiempo y el espacio. Las tres son, para Schopenhauer, formas de la sensibilidad. En este punto, un recto kantiano pegaría un grito, pues la ley de la causalidad no es parte de aquella facultad que recibe las intuiciones, sino que, por el contrario, pertenece al entendimiento. Recordemos que en la Estética trascendental de Kant la sensibilidad es aquella facultad por la cual nos son dados objetos y solo ella nos suministra intuiciones (CRP, B33, §1, 87).
Para Kant, las intuiciones puras a priori son el espacio y el tiempo; por tanto, son condición de posibilidad para recibir las intuiciones empíricas. En este punto tenemos una consideración pasiva de la sensibilidad, pues ella solo recibe; de ahí que Kant se vea en la necesidad de introducir el entendimiento, es decir, aquella facultad por la cual son pensados los objetos mediante conceptos (CRP, B33, §1, 88). Uno de estos conceptos, y tal vez el fundamental, es la causalidad, concepto que es puro y a priori.
Sin embargo, Schopenhauer introduce la causalidad allí donde Kant no la vio, es decir, operando ya en la sensibilidad misma. De esta manera, nuestro autor rescata el conocimiento intuitivo al establecer en él cierta actividad y no solo una mera pasividad. Esto le permite caracterizar la intuición como intelectual, por decirlo así, en tanto esta de entrada puede establecer relaciones de causa-efecto. Entonces, para Schopenhauer, tanto la sensibilidad como el entendimiento hacen parte de una misma facultad, la inteligencia. De acuerdo con nuestro autor:
Él [Kant] considera que la intuición, tomada por sí misma, no es intelectual sino puramente sensible, o sea, totalmente pasiva, y que únicamente a través del pensamiento (categorías del entendimiento) se llega a concebir un objeto; y así introduce el pensamiento en la intuición. Pero entonces el objeto [Gegenstand] del pensamiento vuelve a ser un objeto [Objekt] individual, real; con lo que el pensamiento pierde su esencial carácter de universalidad y abstracción, y en lugar de conceptos generales recibe como objeto [Objekt] cosas particulares, con lo que Kant incluye a su vez el intuir en el pensar. (MVR, I, 520; 504)
Esta errónea consideración es la responsable de la confusión kantiana entre conocimiento abstracto e intuitivo, fundamental para la comprensión del mundo como representación, y que será abordado en las próximas líneas.
Siguiendo a Schopenhauer, podemos decir que el objeto de la representación ya está presente en la intuición, en otras palabras, el objeto ya existe para la intuición, sin que tengamos con ello que abandonar la perspectiva crítica inaugurada por Kant y hundirnos en el dogmatismo. Es la ley de causalidad introducida en la intuición la que posibilita, en primer lugar, tener ya un objeto en la intuición y, en segundo lugar, permite comprender que, por ejemplo, los animales junto con los humanos posean un conocimiento intuitivo, inmediato, es decir, que pueden establecer relaciones causales y espacio-temporales de la experiencia sin necesidad, por ello, de tener conceptos. Así pues, tenemos, por un lado, un conocimiento intuitivo que compartimos con los animales y, por el otro, un conocimiento abstracto o reflexivo, del cual se encarga la razón y que es propiamente humano.
Este último es, para Schopenhauer, el conocimiento que se da por conceptos; también es representación pero de la representación, es decir, de segundo orden. Y “al ser asumido en la reflexión, el conocimiento intuitivo sufre casi tantas transformaciones como el alimento al ser asimilado por el organismo animal, cuyas formas y mezclas están determinadas por él mismo, sin que la composición de estas permita ya conocer la índole del alimento” (MVR, I, 538; 519). En suma, dos son las facultades en Schopenhauer, la inteligencia (sensibilidad y entendimiento) y la razón; por la inteligencia tenemos conocimiento intuitivo, mientras que por la razón tenemos conocimiento abstracto: “esta conciencia nueva y altamente potenciada, ese reflejo abstracto de todo lo intuitivo en el concepto no intuitivo de la razón, es lo único que otorga al hombre aquella reflexión que tanto distingue su conciencia de la del animal y por la que todo su caminar en la tierra resulta tan diferente al de sus hermanos irracionales” (MVR, I, §8, 43; 85).
A primera vista parece que todo lo necesario para la vida, por decirlo así, está dado en la intuición, que es lo que compartimos con los otros seres vivos semejantes a nosotros; por ello, no puede evadirse la pregunta de cuál es el estatuto y el lugar de este conocimiento abstracto, pues “cuando se trata de lo práctico, de enfrentar cada día, él (Schopenhauer) sugiere que el conocimiento intuitivo es casi siempre superior al conocimiento abstracto” (Young, 2005, 42)4. Entonces como primera posible respuesta a esta cuestión, podemos señalar que el conocimiento abstracto tiene la capacidad de reunir elementos comunes de un conjunto de intuiciones, lo que permite fijarlas y conservarlas para el pensamiento con mayor facilidad (MVR, I, 525; 508). Además este conocimiento abstracto se requiere en los momentos en los que se presenta una actividad sostenida, compleja o planificada.
Luego de haber establecido esta relación, resulta indispensable ahora considerar la contundente expresión establecida en el libro primero de la obra fundamental de Schopenhauer,: “El mundo es mi representación” (MVR, I, §1, 3; 51). Pero así como nuestro autor sostiene lo anterior, tenemos que decir, junto con él, que asimismo “El mundo es mi voluntad” (MVR, I, § 1, 5; 52). Siguiendo a Julian Young, podemos anotar que la primera expresión, tomada de manera aislada, parece conducirnos inevitablemente a un idealismo radical que sostendría, a la manera de Berkeley, que el ser es el ser percibido: “La primera frase de la obra principal es "El mundo es mi representación". Esto, como podemos tomarlo, es la declaración de un idealismo radical, dice Schopenhauer, una verdad tan cierta que no necesita demostración” (2005, 25)5.
Sin embargo, podríamos sostener también junto con Schopenhauer, que en aras de evitar caer en este idealismo radical, el autor no parte ni del sujeto ni tampoco del objeto sino de la representación, en otras palabras, considera que el sujeto escapa propiamente al principio de razón suficiente, es decir, entre el sujeto y el objeto no hay una relación de causalidad, como la pensaría un empirismo ingenuo. La relación entre sujeto y objeto escapa al principio de razón suficiente. Si bien es cierto que la intuición está mediada por el conocimiento de la causalidad, no se puede sostener empero que entre objeto y sujeto haya una relación causal, pues la relación causa-efecto solo se da entre objetos y el sujeto no es un objeto. En este falso supuesto se erige la disputa realismo-idealismo respecto a la realidad del mundo externo6. Empero, Schopenhauer es contundente al momento de mostrar que no hay objeto sin sujeto; en este sentido, en el mundo de la representación parece defender un cierto idealismo pero de tipo trascendental por supuesto. De ahí que “con toda su idealidad trascendental, el mundo objetivo mantiene la realidad empírica” (MVR, II, 2, 22; 48). Así que hemos partido del lado del sujeto en esta explicación y sabemos que, desde este punto de vista, los objetos tienen idealidad trascendental, pero desde el lado del objeto, estos no dejan de tener realidad empírica. Por ello, “el espacio solo existe en mi cabeza, pero empíricamente mi cabeza está en el espacio” (MVR, II, 2, 22; 48). Así pues, si el mundo es mi representación, no hay objeto sin sujeto ni viceversa.
Ahora bien, para Schopenhauer el mundo como representación está sometido al principio de razón suficiente, fundamento de todas las ciencias. Sin embargo, es momento de ver qué significa la expresión “principio de razón suficiente”. Recordemos que el principio de razón suficiente establece que todo tiene una razón7, lo cual nos permite preguntar el porqué de las cosas. En otras palabras, podemos decir que en el mundo de la representación todo tiene una explicación, nada existe sin una razón de ser; no sucede así con el mundo como voluntad, pues la voluntad como cosa en sí no tiene fines ni límites, de ella no se puede dar razón. Solo se puede dar razón de los fenómenos como tales, esto es, de las cosas individuales (MVR, I, §29, 194; 217). De ahí que la primera consideración sobre el mundo como representación, es decir, el libro primero, esté sometida a este principio.
Para Schopenhauer, el principio de razón suficiente “es la expresión común de todas aquellas formas del objeto que nos son conocidas a priori” (MVR, I, §3, 7; 54). Podemos sostener, además, que el principio de razón suficiente es también la expresión de la conexión que establecemos entre las representaciones. Ahora bien, este principio tiene una cuádruple raíz, pues aparece de acuerdo al objeto al que se refiere8. Y en la medida en que el sujeto está ligado con el objeto, “cuando un objeto es determinado por cualquier modo, el sujeto también es determinado, como conociendo absolutamente de la misma manera. De modo que dará lo mismo que yo diga: los objetos tienen tales y tales determinaciones propias y características, o que diga: el sujeto conoce de tales y tales maneras” (PRS, §41, 204).
Sabemos que, según nuestro autor, la distinción entre sujeto y objeto es la forma general de la representación, su forma primera y esencial. En tanto condición primera de la representación, sujeto y objeto escapan al principio de razón suficiente, que establece siempre una relación de razón y consecuencia entre las representaciones. Ahora bien, las formas subordinadas a la forma general de la representación son las que se expresan como las cuatro raíces del principio de razón suficiente. Como tiempo, espacio y causalidad nos son conocidos a priori, cada uno de estos encuentra su expresión en el principio de razón. La sucesión es la forma del principio de razón en el tiempo. Por su parte, la situación es la forma del principio de razón en el espacio. La forma del principio de razón que domina el contenido del espacio y el tiempo, es decir, la materia, es la causalidad propiamente. Estas tres primeras formas expresan el mundo de la representación.
En otras palabras, para los objetos que denominamos intuiciones puras, a saber, espacio y tiempo, el principio de razón suficiente adquiere la forma del principio de razón de ser; algo así como de ser sucediendo (tiempo) y de ser en situación (espacio). Para los objetos que consideramos intuiciones empíricas, y el principio de razón suficiente se manifiesta como causalidad, denominamos entonces al principio como razón suficiente del devenir, en tanto que la causalidad es acción, “su ser es su obrar” (MVR, I, §4, 10; 56).
Resulta interesante que para Schopenhauer la causalidad es la responsable de unir el espacio y el tiempo, pues ambas intuiciones puras no se encuentran separadas; de lo contrario no podría surgir la materia. Y en tanto que todo correlativo objetivo tiene uno subjetivo, el del tiempo y el espacio es la sensibilidad pura, y el de la causalidad es el entendimiento. Pero hasta el momento hemos visto tan solo dos formas del principio de razón suficiente: por un lado, el principio de razón de ser, al que corresponde el tiempo y el espacio, y con ello tanto la matemática como la geometría; y, por el otro, el principio de razón del devenir, que está relacionado con la causalidad, es decir, con la materia, pues para Schopenhauer causalidad y materia son lo mismo; los objetos a los que se adecúa dicho principio son los propios de la física.
Me atrevo a sostener ahora que estas dos raíces corresponden al conocimiento intuitivo y a las facultades que están relacionadas con él. Pero en el ámbito del conocimiento abstracto, del privilegio del hombre, debemos abordar dos raíces del principio de razón suficiente, principio que en todo momento está expresando necesidad en lo que ocurre, en la medida en que a cada razón hay una consecuencia y viceversa “porque ser necesario y seguirse de una razón dada son conceptos intercambiables” (MVR, I, §7, 40; 82). La tercera raíz del principio de razón suficiente es el principio de razón del obrar, en otras palabras, la ley de la motivación9. El motivo es el objeto de la volición, del sujeto que quiere. Es importante aclarar que la ley de la motivación es una forma de la ley de causalidad que pertenece a los animales superiores. El punto está en que en el hombre estos motivos pueden ser abstractos, no solo inmediatos. De hecho, es como si esta tercera raíz del principio de razón suficiente fuese un intermedio entre los objetos que adquieren la forma de la intuición y los que están en el ámbito de la abstracción, pues los motivos pueden ser objetos intuitivos pero también estar acompañados de conceptos; ahí es cuando hablamos de obrar reflexivo. ¿Cuál es entonces el correlativo subjetivo de los motivos? Esta es una pregunta que nos abre, sin duda, a la consideración del mundo como voluntad.
Finalmente, la cuarta raíz del principio de razón suficiente es la razón suficiente del conocer. En tanto este se encuentra asociado con las representaciones abstractas, está en estrecha conexión con los conceptos, propios del hombre, pues solo aquellos se pueden pensar y no intuir. El efecto que los conceptos produce son propiamente el lenguaje, el obrar reflexivo y planificado, y la ciencia (MVR, I, §9, 47; 88). Por supuesto que los conceptos se hallan en relación con las representaciones intuitivas, de hecho esta referencia del concepto a las representaciones intuitivas es su razón de conocimiento propiamente. Ahora bien, al principio de razón del conocer debemos asociar la verdad, propia del juicio; este último es el intermediario entre entendimiento y razón. A la verdad se opone el error como engaño de la razón. El juicio tiene, entonces, la capacidad de transferir correcta y exactamente a la conciencia abstracta lo conocido intuitivamente (MVR, I, §7, 77; 115).
Podemos sostener entonces que al preguntarnos por qué ocurre lo que ocurre, no solo tenemos una consideración de tipo causal, físico por decirlo así, sino que de acuerdo con el modo de presentarse el objeto, podemos dar una explicación en términos lógicos, matemáticos y motivacionales. Sobre este último introducimos el “porque sí” como explicación de por qué hacemos lo que hacemos. Para Bryan Magee, el principio de razón suficiente es la pregunta en torno a qué es una explicación. Entonces la cuádruple raíz del principio de razón suficiente sería el despliegue de la pregunta por la naturaleza de la explicación. Philonenko señala que el primer libro de El mundo como voluntad y representación es el mundo de la pura teoría y de hecho, que la filosofía de Schopenhauer es comparable a una espiral10.
¿Qué es lo que necesita ser explicado? No es otra cosa más que “la estructura de nuestra experiencia en su totalidad” (Magee, 1991, 35). Una explicación, sostiene Magge, es la búsqueda de una exposición de las relaciones inteligibles entre elementos de nuestra experiencia, lo que nos permite obtener información sobre el objeto y saber cómo es dicho objeto. En este punto, surge una pregunta: ¿la explicación es para el entendimiento o la razón, en otras palabras, pertenece a la sensibilidad o a la abstracción de los conceptos? Me atrevo a sostener que la explicación es solo para el hombre, en este sentido, pertenece a aquello que lo diferencia de los animales: la razón. Claro está que el contenido propio de la explicación procede del mundo intuitivo y luego se convierte en conocimiento reflexivo. Esto de algún modo es relevante porque la necesidad solo está dada por la representación, por el sujeto cognoscente, y sobre todo, por aquel sujeto que conoce por conceptos.
Ahora bien, lo novedoso en la propuesta schopenhaueriana respecto al principio de razón suficiente radica en que las razones suficientes no son todas solo de carácter lógico (Magee, 1991, 36). Lo anterior resulta bastante interesante, puesto que en la tradición solo podemos encontrar necesidad en las explicaciones de tipo lógico, de resto lo único que tenemos es contingencia. Pero pensar lo contingente es realmente el desafío de la filosofía. El proceder de Schopenhauer nos muestra que la necesidad se extiende a todos los rincones en los cuales se quiera buscar un porqué; me atrevo a sostener, como líneas atrás había intuido, que hay razón suficiente en donde hay representación. De acuerdo con Clément Rosset, podemos señalar que bajo la expresión de necesidad los filósofos tienden a mezclar cuatro ideas diferentes. Esta confusión puede llevar a que se construya un sistema teológico o teleológico que haga derivar la existencia de un principio de necesidad, en otras palabras, a justificar el orden del mundo.
Como pudimos ver líneas atrás, a través de la explicación del principio de razón suficiente en el mundo físico las razones suficientes adoptan la forma de causas; en las matemáticas, hablamos de determinaciones que están en el marco del espacio y el tiempo; en un tercer momento, tenemos los motivos, que son “causas” experimentadas desde dentro. Finalmente, en términos lógicos hablamos de implicación, pues el que A puede ser una razón suficiente de B, es que A puede implicar la verdad de B. Sin embargo, Rosset señala que Schopenhauer niega cualquier relación entre el principio de causalidad, y el principio de motivación, porque precisamente esta relación se reduce a justificar el orden del mundo (2005, 123).
Ahora bien, “la naturaleza de la explicación es tal que cualquier explicación de cualquier cosa es siempre y necesariamente incompleta. En la práctica podemos quedar satisfechos, pero nunca en la teoría” (Magee, 1991, 39). En el caso de la ciencia, esta explica todo sin explicarse a sí misma, lo cual impide una comprensión definitiva del misterio del mundo; si bien sus explicaciones desplazan la localización de ese misterio, no lo eliminan. En el caso de las matemáticas todo el edificio de las demostraciones está construido sobre un fundamento de axiomas y reglas que no están demostradas en sí, sino que se presuponen. Respecto de las leyes de la lógica, cualquier intento de justificarlas termina en un círculo cerrado, pues ellas mismas generan los procedimientos de justificación desde el marco de su discurso. Y, finalmente, no podemos dar una definición de qué sea la voluntad, porque esta es lo más inmediato que viene a la conciencia; esto inmediato se muestra en el cuerpo.
Que haya algo sin explicar nos conduce a preguntarnos, precisamente, por la esencia del mundo, por la otra cara de este, que escapa al principio de razón suficiente, por tanto, al mundo de la representación. Según el filósofo de Danzig, “toda ciencia en sentido propio, por la cual entiendo el conocimiento sistemático al hilo del principio de razón, nunca puede alcanzar un fin último ni ofrecer una explicación íntima satisfactoria; porque no llega nunca a la esencia íntima del mundo” (MVR, I, §7, 34; 77). Pero volvamos a un punto relevante en el escrito. En el momento en que Schopenhauer sostiene que el entendimiento propiamente solo tiene la función de establecer relaciones causales sin necesidad de conceptos, y que estas relaciones causales están en el ámbito de lo intuido por el sujeto, es posible establecer una distinción esencial entre el conocimiento intuitivo, que compartimos con los animales, y el conocimiento abstracto que es lo propiamente humano. Schopenhauer rescata al mundo intuitivo, le da valor, contrario a lo que gran parte de la tradición pensó, a saber, que todo lo importante, lo humanamente relevante está en la abstracción, en la conceptualización y que el desprecio del mundo intuitivo es algo así como un distanciarse de la naturaleza animal. Creo que la consecuencia más importante del rescate de lo intuitivo está en la posibilidad de establecer una unidad biológica entre hombres y animales. Si bien líneas atrás hemos mencionado de manera frecuente la distinción entre conocimiento intuitivo y abstracto, es momento de detenernos en su consideración más amplia, pues esta distinción será relevante para este trabajo de investigación.
La representación intuitiva “abarca todo el mundo visible, o el conjunto de la experiencia junto con sus condiciones de posibilidad” MVR, I, §3, 7; 54). Cabe anotar aquí que es el entendimiento el que transforma la sensación en intuición; antes tenemos meros datos para los sentidos, pues “lo que el ojo, el oído, la mano sienten no es intuición, son meros datos” (MVR, I, §4, 14; 60). Como muy bien lo indicó Platón11, es solo con la irrupción del sol que se presenta el mundo visible (MVR, I, §4, 14; 60). Entonces, la posibilidad para conocer el mundo intuitivo está en la capacidad de que los cuerpos actúen unos sobre otros y que haya entendimiento, pues solo este hace posible la intuición. Que la intuición sea meramente sensual y no intelectual me parece un tanto problemático, pues nos lleva nuevamente al terreno del idealismo; como bien menciona Janaway “¿de dónde vienen las sensaciones corporales?, ¿y cómo aprehendemos la sensación inicial?” (2002, 21).
Esto de algún modo nos llevaría por dos caminos, el primero estaría centrado en volver a la disputa sobre el realismo, lo cual de algún modo resulta ser un camino estéril. Ya sabemos que la propuesta de nuestro autor no es partir del objeto, lo que sí haría el realismo, ni tampoco del sujeto, tal como haría un idealismo radical; se trata, más bien, de partir de la representación. La pregunta planteada por Janaway nos sugiere la necesidad de ir por otro camino, a saber, abordar una parte del mundo que escapa a la representación y es precisamente el mundo considerado como voluntad, lo cual nos permite comprender de dónde vienen las sensaciones corporales. De todos modos creo que hablar de una intuición meramente sensual resulta problemático, pues de entrada la intuición es intelectual, aunque esté mediada por lo sentidos. Preguntar por el origen de dichas sensaciones de algún modo es cuestionarse por algo sobre lo que no puede darse razón, es decir, por algo que está por fuera del principio de razón suficiente.
Ahora bien, mientras permanecemos en el mundo intuitivo no podemos hablar de verdad o falsedad, pues no hay allí duda sobre lo que se observa; pero cuando conocemos correctamente por medio del entendimiento, aquello que conocemos es la realidad, a ella se opone la ilusión. Y “como de la luz inmediata del sol al reflejo prestado de la luna, pasamos de la representación intuitiva, que se sustenta y acredita a sí misma, a la reflexión, a los conceptos discursivos y abstractos de la razón que obtienen todo su contenido de aquel conocimiento intuitivo y por referencia a él” (MVR, I, §8, 41; 83). La reflexión es pues un reflejo del mundo intuitivo, aunque lo reproduce de forma peculiar. En este sentido, podemos decir que “la razón es de naturaleza femenina, solo puede dar después de haber recibido” (MVR, I, §10, 59; 100).
Con el conocimiento abstracto, propio del hombre, entramos en el ámbito de lo teórico, la duda y el error; en lo práctico la preocupación y el arrepentimiento. Al formar conceptos tenemos saber. Saber significa la capacidad de reproducir los juicios de la razón suficiente del conocer en algo fuera de ellos (MVR, i, §10, 60; 100). Lo opuesto al saber es el sentimiento. El sentimiento es expresado negativamente, en la medida en que se entiende como aquello que no puede ser concepto o conocimiento abstracto de la razón. Pero en el concepto o palabra sentimiento caben muchas cosas, entre ellas, por ejemplo, el sentimiento del placer, el sentimiento moral, el sentimiento de repugnancia, entre otros. Si esto es así, ¿lo que no puede ser concepto hace parte del mundo intuitivo? Parece que Schopenhauer sostiene que el conocimiento intuitivo se ubica dentro de aquello que denominamos sentimiento, pero no sostiene que todo lo que sea sentimiento es ya conocimiento intuitivo. Esto me resulta interesante, pero también problemático en orden a comprender aquello que propiamente decimos que sentimos.
Ahora es necesario referirnos a los productos de la razón. El primero de ellos es el lenguaje. Schopenhauer lo considera como objeto de la experiencia externa y lo asemeja a “un telégrafo sumamente perfecto” (MVR, I, §9, 38; 47), donde se envía a distancia la información recibida en un primer momento. El segundo producto de la razón es la ciencia. La ciencia es un conocimiento completo in abstracto de cierta clase de objetos. Finalmente, el tercer producto de la razón es el obrar reflexivo. Las representaciones abstractas en muchas ocasiones pueden ser obstáculo para la acción, por ejemplo, al jugar billar, pues conocer las leyes por las cuales se producen choques entre cuerpos es inútil y esto puede afectar el juego mismo. Esto vale para el genio y el santo, pues si ambos hacen uso de la reflexión, de los conceptos, atrofian tanto la acción como la obra. El concepto en estos contextos es un tanto estéril, por ello el terreno donde el concepto sirve de abono es la ciencia.
¿Entonces cuál es la utilidad de los conceptos abstractos en el obrar, y en el obrar reflexivo específicamente? Schopenhauer lo señala con toda claridad, la función de los conceptos es: “la de preservar las resoluciones adoptadas y hacer presentes las máximas, a fin de resistir la debilidad del momento y hacer consecuente el obrar. Eso mismo hace en último término en el arte, donde no es capaz de producir nada en lo principal pero apoya la ejecución, precisamente porque el genio no está disponible a cada momento” (MVR, I, §12, 68; 107). En este primer libro de El mundo como voluntad y representación, el parágrafo 16 resulta ser fundamental puesto que establece la conexión con el libro segundo, a saber, con el problema de la voluntad. En este parágrafo Schopenhauer comienza el examen de la doctrina que explica la naturaleza de la razón en tanto dirige las acciones de los hombres, es decir, cuando la razón es práctica y por tanto, cuando tenemos obrar reflexivo. Ya habíamos visto que este es un producto de la posesión del conocimiento abstracto.
Este punto resulta interesante porque parece que si de entrada la razón no tiene un influjo determinante en la práctica ¿cómo podría entonces hablarse de una razón práctica y de una orientación adecuada de nuestra vida? Este tema parece ser el centro de los análisis emprendidos por Schopenhauer en el cuarto libro de su obra fundamental. Pero ya desde el libro primero el problema de la llamada filosofía práctica aparece en el primer plano de la consideración schopenhaueriana de la acción humana. El conocimiento abstracto le posibilita al hombre abarcar no solo su inmediato presente sino también extenderse a su pasado y futuro, lo que amplía las posibilidades de acción y reflexión. Así las cosas, Schopenhauer sostiene que lo que es el ojo para el conocimiento sensible, lo es la razón en el tiempo y para el conocimiento interno (MVR, I, §16, 61; 100).
Junto a la vida in concreto que el hombre lleva —como los animales—, lleva también otra in abstracto, que no tiene el animal. En la primera está entregado a las tempestades de la vida, del presente: sufre y muere como el animal. Pero en la segunda vida, en la de la reflexión, todo aquello que le conmovió profundamente en la primera vida, le parece aquí frío e incoloro: se vuelve así un mero espectador y observador. En la vida in concreto es como un actor en un teatro, padece, por decirlo así, pero en la vida in abstractopasa a sentarse como cualquier otro espectador a observar su propio drama12.
Una vez establecida la doble vida a la que está sometido el hombre, Schopenhauer reconoce que la razón se muestra práctica, cuando la razón dirige la acción y los motivos son conceptos abstractos. Si bien con esta caracterización podemos hablar de un obrar racional, este no puede empero equipararse a un obrar virtuoso tal como lo considera la filosofía clásica. En otras palabras, no es lo mismo un obrar racional que un obrar virtuoso; esto lo veremos más adelante pues será el tema fundamental de nuestro análisis, cuando nos detengamos a considerar al santo.
Por ahora, según nuestro autor, podemos afirmar que “el más completo desarrollo de la razón práctica en el verdadero y auténtico sentido de la palabra, la cumbre suprema a la que puede llegar el hombre con el mero uso de su razón y en la cual se muestra con la máxima claridad su diferencia con el animal, se ha planteado como ideal en la sabiduría estoica. Pues la ética estoica no fue originaria y esencialmente una doctrina de la virtud sino una mera indicación para la vida racional, cuyo fin y objetivo último es la felicidad a través de la tranquilidad de espíritu” (MVR, I, §16, 103; 137). Para la sabiduría estoica, la conducta virtuosa es un medio, no un fin. De hecho, el fin de la ética estoica es la felicidad, la cual solo puede encontrarse en la tranquilidad interior del espíritu y esto no se puede alcanzar sino a través de la virtud.
Ahora bien, si el fin es la felicidad, toda felicidad se basa en la proporción entre nuestras pretensiones y aquello que obtenemos; sin embargo, esta es prestada por el azar durante un tiempo fugaz, pues tan pronto conseguimos nuestras búsquedas y llegamos a la calma, comienza una vez más la inquietud y todo nuestro ser se perturba. Por su parte, todo sufrimiento se basa en la desproporción entre aquello que exigimos y esperamos respecto de lo que nos pasa, desproporción que según los estoicos está en el entendimiento; si está en el entendimiento puede suprimirse con una mejor comprensión de aquello que depende de nosotros y de lo que no. En este sentido, tanto la felicidad como el sufrimiento surgen de un deficiente de conocimiento, y por eso el sabio, aquel que ha alcanzado la ataraxia, permanece lejos del júbilo y el dolor. Cuando el estoicismo invita a distinguir entre lo que depende de nosotros y lo que no, pide no tomar en cuenta esto último, y en ese sentido, no tiene por qué ser fuente de sufrimiento o de alegría. Lo único que depende de nosotros, sostiene un estoico, es la voluntad.
En este punto Schopenhauer reconoce que al afirmar que lo único que depende de nosotros es la voluntad se produce un tránsito a la doctrina de la virtud, pues así como del mundo exterior depende la felicidad o infelicidad, del mundo interior, es decir, de la voluntad, depende también la satisfacción, o su ausencia, con nosotros mismos. Esto que depende de nosotros de alguna manera, sí puede controlarse mediante la razón. Por ello, nuestro autor sostiene que “la ética estoica es de hecho un estimable y respetable intento de utilizar el gran privilegio del hombre, la razón, para un fin importante y saludable, a saber: para elevarle por encima de los sufrimientos y dolores que recaen sobre toda vida” (MVR, I, §16, 64; 107). Sin embargo, resulta también contradictorio querer vivir sin sufrir, como lo proclama el estoicismo. En este orden de ideas, el sabio estoico se comporta realmente como “un rígido muñeco de madera” (MVR, I, §16, 108; 143) con el que nada se puede hacer, no sabe a dónde ir con su sabiduría, pues su perfecta tranquilidad contradice la esencia del hombre.
Este parágrafo resulta fundamental para el desarrollo de nuestro trabajo de investigación por varias razones. La primera de ellas porque a través del examen de la consideración estoica de la supuesta influencia de la razón en la vida práctica de los hombres, para la consecución de una orientación virtuosa de la vida, se introduce de una manera general el problema de la voluntad que será examinado más adelante en el segundo libro de su obra fundamental. La segunda porque reconoce que el obrar virtuoso y el obrar racional no son lo mismo, por tanto, tener representaciones abstractas no garantiza en lo más mínimo una adecuada conducta del hombre.
Por último, en tercer lugar, porque reconoce también que una vida sin sufrimiento es imposible, lo cual resulta relevante al momento de abordar su filosofía práctica. Ahora bien, al introducir este problema debemos dar paso al segundo libro de El Mundo como voluntad y representación, esto es, necesitamos ver la cara interna de la moneda. ¡Que pase entonces a escena!
La cara interna de la moneda
Hemos considerado líneas atrás el mundo desde su cara externa: la representación. Ahora es momento de indagar por la esencia del mundo, y esto podrá hacerse desde la consideración del mundo desde su cara interna: la voluntad. En el libro segundo de El mundo como voluntad y representación la reflexión gira en torno a la objetivación de la voluntad. Me parece que ya en el libro primero, y en la crítica que Schopenhauer hace de la filosofía kantiana, eso que es dado en la intuición se toma, precisamente, como dado, lo cual constituye un problema pues no se aborda sino que se asume eso dado para poder referirse a la representación intuitiva. Sin embargo, ¿cuál es el significado de eso dado?
Si no podemos explicar eso dado, por fuera de la representación, debemos empero acercarnos ahora a una comprensión del significado del contenido de las representaciones intuitivas, pues “no nos basta con saber que tenemos representaciones, que son de esta y la otra manera y se relacionan conforme a estas y aquellas leyes, cuya expresión universal es el principio de razón. Queremos saber el significado de aquellas representaciones: preguntamos si este mundo no es nada más que representación” (MVR, I, §17, 118; 151). Resulta importante que la explicación, propia del ámbito del principio de razón suficiente, y la comprensión sean dos cosas diferentes.
Ahora bien, cualquier mortal diría que la ciencia natural podría alcanzar la comprensión del significado de las representaciones intuitivas. Sin embargo, se equivoca pues con ella no alcanza a explicarse aquello que se conoce como fuerzas naturales (entre ellas la gravedad, el magnetismo, la impenetrabilidad), que se presuponen en toda explicación, pero sobre las cuales no hay explicación alguna desde la representación. En el intento de hallar la esencia del mundo, de comprender el significado de las fuerzas naturales, se está intentando a la vez completar la imagen científica del mundo, tal como lo sugiere Young (2005, 60)13.
En esta situación, afirmamos junto con Schopenhauer que desde fuera no es posible acceder a la esencia de las cosas. En este sentido, es necesario preguntarse qué es el mundo además de ser representación, pues de no hacerlo estaríamos como “aquel que diera vueltas alrededor de un castillo buscando en vano la entrada y mientras tanto dibujara las fachadas” (MVR, I, §17, 118; 151). Con la investigación puesta en la cara externa solo obtenemos nombres e imágenes, pero nada más. Así, el filósofo de Danzig introduce una reflexión muy importante respecto al cuerpo, pues desde allí aborda el mundo como voluntad, ya que cuerpo y voluntad son expresión de lo mismo. En esta consideración, el sujeto cognoscente no es ya una mera “cabeza de ángel alada” (MVR, I, §18, 118; 151), sino que todo el conocimiento está mediado por el cuerpo. Las afecciones que sufre son, precisamente, el punto de partida de las representaciones intuitivas.
Además, para el sujeto cognoscente el cuerpo le es dado como representación, pero también como aquello inmediatamente conocido, por tanto, como voluntad; palabra con la que se designa el enigma del mundo. ¿Cuál es entonces la relación entre el cuerpo y la voluntad? Por un lado, el cuerpo es, en palabras de Magee, objeto material; pero también se le presenta al hombre como algo más, como lo más inmediato. Por otro lado, aquellos llamados actos de la voluntad son al mismo tiempo movimientos del cuerpo y todo movimiento del cuerpo es también expresión de la voluntad.
Según Schopenhauer, “todo acto del cuerpo no es sino la voluntad objetivada, es decir, convertida en representación” (MVR, I, §18, 119; 152). La entrada al castillo es, por tanto, el cuerpo; castillo en el que habita la esencia del mundo y cuya entrada está dada por lo más inmediato, a saber, nuestra corporalidad. En este sentido, la objetivación de la voluntad, aquella a la que se referirá el libro segundo de El mundo como voluntad y representación, implica entrar en el propio cuerpo. Aquí debemos tener cuidado, tal como Magee nos lo advierte, de creer que los movimientos del cuerpo son causados por una voluntad que se identifica con la razón pura, pues no hay una relación de causa efecto entre el cuerpo y la voluntad; ambos son una y la misma cosa: “El hecho de que Schopenhauer utilice el sustantivo «voluntad» dentro de este contexto es desafortunado, pues puede parecer que se refiera a una entidad continua. No hay tal entidad: solo existen nuestros actos” (Magee, 1991, 139). Así pues, nuestra volición es pura actividad que tiene como escenario nuestro propio cuerpo.
El conocimiento inmediato que se tiene de la voluntad no obedece a la distinción sujeto objeto, es decir, a la forma general de la representación, puesto que aquí el objeto coincide a la vez con el sujeto, coincidencia que Schopenhauer denomina milagro. Por tanto, el conocimiento de la voluntad no obedece al principio de razón suficiente pues aquí no hay una relación entre representaciones, “sino que es la referencia de un juicio a la relación que una representación intuitiva, el cuerpo, tiene con aquello que no es representación sino algo toto genere distinto de esta: voluntad. Por eso quiero resaltar esa verdad sobre todas la demás y denominarla la verdad filosófica κατ’εξοχην” (MVR, I, §18, 122; 155). Sin embargo, cabe mencionar que la identidad entre voluntad y cuerpo solo puede demostrarse mediante el saber de la razón, es decir, mediante el conocimiento in abstracto.
Como podemos ver, el cuerpo es fenómeno de la voluntad y es, a la vez, objetivación de la misma. Sin embargo, nos dice Schopenhauer, es necesario conocer también la esencia de la voluntad a fin de distinguir lo que a ella le pertenece y lo que le pertenece a su fenómeno. Pasemos entonces a indagar la esencia de la voluntad, esto es, a preguntar por aquello que a ella le pertenece. Pero para esta tarea, es necesario antes tener presente que Schopenhauer procede por analogía, pues sólo conocemos lo más distante desde aquello que nos es más próximo. Entonces, todos los objetos que no se ofrecen a la conciencia como nuestro cuerpo “los juzgaremos en analogía con aquel cuerpo” (MVR, I, §19, 125; 157). Por tanto, consideraremos que así como son representación también, en su esencia interna, son voluntad.
Así pues, nuestro autor extiende la voluntad, tanto a lo orgánico como a lo inorgánico, lo cual resulta, a primera vista, algo paradójico. Según Young, resulta no paradójico el que aceptemos que otros seres humanos sean manifestaciones de la voluntad. Pero sí resulta paradójico extender la voluntad a todo lo no humano (Young, 2005, 69)14. Incluso puede ser aceptable que en los animales superiores haya voluntad, pues a primera vista asociamos la voluntad con motivos presentes en aquellos en los que hay intelecto. Pero no olvidemos que en la medida en que la voluntad se expresa ya en todo lo existente, puede actuar también de un modo ciego.
Esta consideración es la que nos lleva a sostener un cambio en la noción de voluntad que comúnmente es presentada, pues todos de algún modo consideran que la voluntad es algo que pertenece a los seres inteligentes, es decir, que poseen conciencia, y a los seres que de algún modo pueden considerar libre su acción. En Schopenhauer, la noción de voluntad cambia por completo con respecto a la comprensión que habitualmente tenemos de este término y que hemos heredado por tradición. Siguiendo a Magee, podemos sostener que en Schopenhauer la noción de voluntad no es unitaria. Tenemos, por un lado, la voluntad como noúmeno, y allí el término voluntad es un término técnico, pues entenderemos por ella “una fuerza universal, carente de objetivo, no individualizada, no viva, tal y como se manifiesta, por ejemplo, en el fenómeno de la gravedad” (1991, 161).
En este sentido, la voluntad como cosa en sí no tiene que ver necesariamente con la vida, sino que es el nombre que se le da a una fuerza que está encarnada en el movimiento de todo el universo. Esta consideración de la voluntad la caracteriza como una fuerza inconsciente e inaccesible a la conciencia; de hecho nunca podremos conocer directamente a la voluntad como cosa en sí, pues solo lo haremos a través de sus manifestaciones. Por otro lado, la segunda noción de voluntad es, precisamente, la voluntad en mí, la manifestación de la voluntad como cosa en sí en mi cuerpo; asociaremos esa voluntad con la volición de mi cuerpo; incluso los sentimientos, entre ellos los de placer y displacer, están imbricados con los movimientos del cuerpo, y como tales son también fenómenos de la voluntad15. Este acercamiento a la voluntad como acción es el que se extenderá a todo lo que de algún modo puede considerarse objeto material.
En el caso del hombre, los actos de la voluntad tienen una razón fuera de ellos: los motivos, que determinan lo que yo quiero en este lugar, en este momento y en estas circunstancias. Sin embargo, y este punto es fundamental, los motivos no determinan que yo quiera en general ni qué quiera en general. Por eso el querer no puede explicarse simplemente por los motivos, pues estos son la simple ocasión en la que se manifiesta la voluntad en un individuo dado. Para atender cómo actúa un motivo en un individuo determinado, es necesario remitirse al carácter empírico y, con él, al carácter inteligible. Ese carácter inteligible no nos es dado y puede denominarse como una cierta esencia metafísica que, por decirlo así, precede a la existencia.
Tanto las acciones, como también el cuerpo que las ejecuta, son el fenómeno de la voluntad, es decir, la objetivación de la misma. Para ilustrar lo anterior, Schopenhauer sostiene que, por ejemplo, “los dientes, la garganta y el conducto intestinal son el hambre objetivada; los genitales, el instinto sexual objetivado; las manos que asen, los pies veloces, corresponden al afán ya más mediato de la voluntad que representan” (MVR, I, §19, 129; 161). En este punto, debemos recordar que Schopenhauer está haciendo una distinción entre aquello que es fenómeno de la voluntad en mí, a saber, el cuerpo, sus acciones, como también aquello que los determina en tanto fenómenos: los motivos y el carácter. Pero la voluntad, independiente del fenómeno, no está sometida a nada, y ella es la que me permite comprender el hecho de que yo quiero y por qué quiero en general. Así, la voluntad como cosa en sí es distinta de su fenómeno y no es afectado por las formas del fenómeno; en este sentido, no está sometido al principio de razón suficiente y, por eso, podemos decir que la voluntad carece de razón. Por ello, “todo el mundo material es un remolino de movimiento, presiones, fuerzas, tensiones, atracciones, repulsiones y todo tipo de transformaciones –en un ámbito espacial descomunal que está más allá de cualquier facultad humana de representación, y sin un principio ni un final temporal conocidos– y todo ello, excepto el pequeño animal y el componente humano que ha aparecido tan recientemente, carece de conciencia” (Magee, 1991, 155).
La voluntad como noúmeno está además libre de toda pluralidad, pues esta solo pertenece a aquello que está determinado espacio-temporalmente, determinación que a su vez es principio de individuación. La voluntad es una en tanto que se encuentra fuera del espacio y del tiempo, pero es múltiple en sus determinaciones fenoménicas, pues cada individuo es objetivación plena de la voluntad. Así, tanto el tiempo, como el espacio y la causalidad no se aplican a la cosa en sí, sino que solamente son formas de conocer los fenómenos. La voluntad es, prima facie, un principio trascendente, pero ¿es eso cierto? De entrada, para aquellos que sospechan que sí, diremos que no, primero porque la voluntad es una cara del mundo, pertenece a él, no está por fuera. Segundo, y siguiendo a Young “en el cristianismo, así como en la teología de Platón, el ser creador del mundo es algo separado de su creación, como el fabricante de relojes de sus propios relojes. (Platón llama realmente a su creador del mundo “artesano”). Después de Spinoza, sin embargo, Schopenhauer rechaza esto. El mundo-voluntad no se separa de, sino más bien es el mundo” (2005, 78)16. En este sentido, podemos decir que la voluntad en Schopenhauer es inmanente.
Pasemos ahora a establecer una relación entre voluntad y libertad. El filósofo de Danzig recuerda que la voluntad es conocida inmediatamente en la autoconciencia y en esta se encuentra también la conciencia de la libertad. Pero la libertad es de la voluntad como noúmeno, no del fenómeno, no de la persona considerada como individuo, pues este último es fenómeno y está determinado, está sometido a la necesidad, es decir, al principio de razón. Ahora bien, surge la pregunta de si es la representación condición necesaria y esencial para la actividad de la voluntad. A lo anterior se responde negativamente, pues la voluntad puede actuar y de hecho actúa sin la necesidad de conocimiento alguno. Si esto es así, la voluntad en nosotros también actúa de manera ciega; un ejemplo de esto se encuentra en las funciones del cuerpo que conocemos como “involuntarias”; tal es el caso de los procesos de digestión o la corriente sanguínea, por ejemplo, que ocurren independiente de que seamos o no conscientes de ello.
Siguiendo con la analogía por la cual procederá Schopenhauer, a primera vista parece que hay una total diferencia entre los fenómenos de la naturaleza inorgánica y nuestro fenómeno, pues en los primeros parece percibirse mayor legalidad y necesidad, mientras que en la voluntad que percibimos dentro de nosotros parece haber mayor arbitrariedad, debido a la mayor individualidad que se manifiesta como carácter distinto, y que hace de un mismo motivo, distinto respecto a su poder en los diferentes individuos, precisamente por el mayor grado de individualidad que se presenta en la especie humana. No olvidemos que en el reino inorgánico desaparece por completo la individualidad, de ahí que dos gotas de agua, a pesar, de ser vistas como dos, no se diferencian en lo más mínimo pues en ellas no hay individualidad. (MVR, I, §26, 157; 185).
En suma, la aparente arbitrariedad que se presenta en nosotros, y con ello la aparente libertad, es producto de una mayor individuación. Pero al conocer los motivos, como motores externos de la acción, como también el carácter individual, se reconoce a la vez que en nosotros la necesidad y la determinación están siempre presentes tanto en nosotros como en el resto de fenómenos. Si esto es así, podemos sostener, con nuestro autor, que la voluntad es única e indivisible en todos sus fenómenos, aunque en cada uno de ellos lo sea de manera particular (MVR, I, §23, 141; 171)
Schopenhauer nos recuerda que, siguiendo a Kant, espacio, tiempo y causalidad existen en nuestra conciencia independiente de los fenómenos que se le presenten, son a priori. Pero si los objetos que se manifiestan en esas formas pretenden tener significado alguno –y volvemos entonces al problema del significado de las representaciones intuitivas– tienen que indicar algo, ser la expresión de algo (MVR, I, §24, 142; 172), que no es objeto, que por tanto, no depende de un sujeto; no es representación, sino cosa en sí. Esa cosa en sí es la voluntad. El fenómeno es, por tanto, objetivación de la voluntad, como bien lo habíamos visto anteriormente, pero a pesar de esta condición, con él no podemos penetrar en la esencia de las cosas, de ahí que quede siempre algo sin explicar y que solo se supone:
Las fuerzas de la naturaleza, la determinada forma de acción de las cosas, la cualidad, el carácter de cada fenómeno, lo carente de razón, lo que no depende de la forma del fenómeno –el principio de razón–, aquello a lo que esa forma es en sí ajena pero se ha introducido en ella y ahora se manifiesta conforme a su ley; si bien esa ley determina solamente el manifestarse y no lo que se manifiesta, solo el cómo, no el qué del fenómeno, solo la forma, no el contenido. (MVR, I, § 24, 145;174)
De ahí que Schopenhauer sostiene que en cada cosa de la naturaleza hay algo de lo que no puede darse razón, hay algo que no puede explicarse. Tomemos un ejemplo; para cada acto individual se puede demostrar el motivo que lo mueve, claro está, bajo el supuesto del carácter del hombre. Pero que ese hombre tenga ese carácter, que quiera en general, que ese sea el motivo que lo determine y no otro, de eso no se puede dar razón, pues eso es del orden inteligible. Y lo que es a cada hombre su carácter insondable, es a cada cuerpo orgánico su cualidad esencial (MVR, I, §24, 148; 177).
Como la voluntad como cosa en sí es una sola, no hay menos voluntad en la piedra que en el hombre, pues el más y el menos afectan solo al fenómeno, no a la voluntad como cosa en sí. Si solo afectan al fenómeno, afectan a lo que podemos llamar con Schopenhauer, la objetivación de la voluntad; por ejemplo, la voluntad se objetiva en mayor grado en la planta que en la piedra, pero ello no quiere decir que la piedra carezca de voluntad, pues la voluntad, en cuanto esencia del mundo, es en todo lo existente una y la misma, en cada uno de los grados diferenciados de su manifestación. Es la voluntad la que permite que, en sus distintos grados de objetivación, encontremos un cierto parecido de familia, pues allí subyace la unidad del mundo.
Retomemos lo que hasta ahora hemos indicado. La voluntad está presente de forma total e indivisa en cada cosa de la naturaleza. Esta se muestra en los grados inmediatos de objetivación de la voluntad; estos grados, que se expresan en los individuos, existen como formas eternas de las cosas, se mantienen fijos, no están sometidos a cambio; son, lo que de ahora en adelante llamará Schopenhauer, las ideas platónicas. Por su parte, los individuos propiamente no permanecen, pues están sometidos al cambio. Según nuestro autor: “Así pues, entiendo por idea cada grado determinado y fijo de objetivación de la voluntad en la medida en que es cosa en sí y, por tanto, ajena a la pluralidad; grados estos que son a las cosas individuales como sus formas eternas o sus modelos” (MVR, I, §25, 154; 183).
Siguiendo a Young, podemos señalar entonces que las ideas platónicas son las especies de las cosas, tanto orgánicas como inorgánicas (2005, 77). Por tanto, es una forma de explicar la multiplicidad de formas idénticas; tienen un estatuto intermedio entre el fenómeno y el noúmeno y “operan en el mundo como matrices que ponen un sello uniforme en los fenómenos innumerables, que por tanto son todos uno mismo, a pesar de que son todos diferentes”(Magee, 1991, 166). Podríamos preguntarnos cuál es el sentido de introducir las ideas platónicas en este acercamiento al mundo como voluntad. Podemos responder que Schopenhauer lo hace, entre otras cosas, porque la voluntad como noúmeno es ciertamente incognoscible y al atribuirle unidad y permanencia, por ejemplo, resultaría contradictorio adjudicarle a lo en sí la pluralidad con la que nos encontramos en lo fenoménico. Se necesita de un punto intermedio que participe de lo nouménico y al mismo tiempo de lo fenoménico. Es decir, se requiere además de algo que pueda explicar que las especies, por ejemplo, lleven un sello que las caracterice.
Ahora bien, es necesario saber cuáles son los grados de objetivación de la voluntad. En el grado inferior de objetivación de la voluntad se presentan las fuerzas universales de la naturaleza, entre ellas, la gravedad, la impenetrabilidad, la elasticidad, la fluidez, el magnetismo, entre otras. Los movimientos provocados por dichas fuerzas son fenómenos inmediatos de la voluntad, al igual que el obrar del hombre. Como fenómenos inmediatos, carecen de razón y no están sometidas a la cadena causal; solamente sus fenómenos individuales están sometidos al principio de razón, en el caso del hombre, sus acciones están sometidas a este principio de razón. Las fuerzas universales son fuerzas originales, condiciones previas en todas las causas y efectos, pero ellas mismas no pueden considerarse causas o efectos. “De ahí que sea falso decir: «La gravedad es la causa de que caiga la piedra»” (MVR, I, §26, 155; 183).
Por su parte, en los grados superiores de objetivación de la voluntad vemos el surgimiento y el crecimiento de la individualidad. En el hombre se expresa en una gran diversidad de caracteres individuales y con ello, en una fisonomía con rasgos marcados; en los animales se presenta principalmente en el carácter de la especie; en las plantas, sus particularidades individuales están dadas por influjos externos como el suelo y el clima. Finalmente, en el reino inorgánico desaparece toda individualidad, y todos sus fenómenos siguen siendo manifestaciones de las fuerzas naturales.
Esas fuerzas naturales —que son llamadas de esta manera por la etiología—, son, desde un conocimiento filosófico sobre la esencia del mundo, objetivaciones inmediatas de la voluntad; ellas mismas, en cuanto tales, no están sometidas al principio de razón; por tanto, no están sujetas a las determinaciones temporales ni espaciales y tampoco a la ley de causalidad. Por su parte, los fenómenos de la fuerza natural sí están sometidos al principio de razón. Según el filósofo de Danzig:
Por qué una piedra muestra ahora gravedad, ahora rigidez, ahora electricidad, ahora propiedades químicas, depende de causas, de influencias externas, y se ha de explicar por ellas: pero aquellas propiedades mismas, o sea, su ser completo que consiste en ellas y manifiesta de todas las formas indicadas que es en general tal como es, que existe en general, eso no tiene razón alguna sino que es el hacerse visible de la voluntad carente de razón (MVR, I, §26, 164; 191).
En este sentido, el tiempo, el espacio, la causalidad y la pluralidad no pertenecen a la voluntad como cosa en sí, pero tampoco a la idea; solo pertenecen a los fenómenos individuales. Pero la idea tiene que presentarse exactamente en todos los fenómenos; esa unidad de su esencia en todos los fenómenos y la constancia con que aparecen se llama ley natural. Y esa ley puede entenderse como la relación de la idea con la forma del fenómeno –espacio, tiempo y causalidad–. A través del tiempo y el espacio, la idea se multiplica en fenómenos diferentes y el orden según el cual aparecen está determinado por la ley de causalidad. Sin embargo, esa legalidad que se expresa claramente en los grados de objetivación de la voluntad no parece darse tan claramente en los grados superiores –en los animales y en los hombres–, porque tanto el carácter como los motivos impiden reconocer, precisamente, la esencia íntima de ambas clases de fenómenos.
En resumen, podemos señalar que es una y la misma voluntad la que se objetiva inmediatamente en distintos grados; estos grados se multiplican en los fenómenos y sólo estos últimos están sometidos al principio de razón suficiente. En el grado superior de objetivación de la voluntad, es decir, en el hombre –como análogo a las fuerzas naturales– está el carácter. El carácter es pues el fenómeno inmediato de la voluntad, su objetivación inmediata. Los motivos, que son la ley de causalidad para el obrar humano, no determinan el carácter sino el fenómeno de este, es decir, las acciones. Siguiendo a nuestro autor:
Por qué el uno es malvado y el otro bueno no depende de los motivos y la influencia externa como acaso de doctrinas y prédicas, y en este sentido es propiamente inexplicable. Mas el que un malvado muestre su maldad con pequeñas injusticias, cobardes maquinaciones y viles infamias que ejerce en el estrecho círculo de su entorno, o bien en condición de conquistador oprima a los pueblos, haga caer al mundo en la miseria y derrame la sangre de millones, eso es la forma externa de su fenómeno (MVR, I, §26, 165; 192).
En este punto Schopenhauer establece una bella analogía: la voluntad es como el agua; que tome la forma de un lago tranquilo, que se precipite sobre las rocas, que por disposición artificial se inyecte a lo alto como un chorro, eso depende de causas exteriores. Pero muéstrese como sea, de todos modos seguirá siendo agua. Así también se revelará el carácter: los fenómenos de este dependerán de las circunstancias.
A partir de lo anterior, podemos sostener que la etiología solo puede explicar las causas de todos los fenómenos de la naturaleza, o sea, las circunstancias bajo las que aparecen. Luego, reducir la multiplicidad de las formas de los fenómenos a aquello que actúa en todo fenómeno, es decir, la fuerza natural. Debe luego distinguir si una diversidad del fenómeno proviene de una diversidad de fuerzas o de una diversidad de circunstancias. En este sentido, la física exige causas, pero la voluntad no es causa.
No olvidemos que la voluntad es una sola, se objetiva en todas las ideas y aspira a la máxima objetivación posible, por lo que los grados inferiores de la misma entran en conflicto para abandonar su grado inferior y llegar a uno superior. Hay pues una lucha ilimitada e irreconciliable entre fenómenos. Siguiendo a Bacon ese conflicto se expresa así “la serpiente no se convierte en dragón si no devora a la serpiente” (MVR, I, §26, 173; 199). Los fenómenos de la voluntad se devoran entre sí: la voluntad tiene hambre y no la sacia. Entonces, ¿cómo frenar el desosiego de la voluntad? Mediante la autosupresión de la voluntad, problema que se abordará cuando trabajemos el libro cuarto.
La objetivación superior de la voluntad somete a la de las inferiores, solo así puede surgir y en esa lucha está la resistencia de los grados inferiores: “Así, por todas partes de la naturaleza vemos disputa, lucha y alternancia en la victoria, precisamente en ello conoceremos con mayor claridad la esencial escisión de la voluntad respecto de sí misma. Cada grado de la objetivación de la voluntad disputa a los demás la materia, el espacio y el tiempo” (MVR, I, §26, 175; 201). Esa lucha se evidencia, por ejemplo, en las cadenas alimenticias entre animales y plantas y finalmente en el hombre mismo, al considerar la naturaleza como un producto al mero servicio de sus fines. La voluntad se presenta de esta manera como aspiración y la lucha nos recuerda la primacía del movimiento en la naturaleza.
En los grados más bajos de objetivación de la voluntad, la voluntad se presenta como un ciego afán. En plantas y animales sigue actuando de forma inconsciente, como una oscura fuerza motriz, dice Schopenhauer. Pero en los grados superiores se da el movimiento por motivos y con ello, el conocimiento. Este aparece representado como un órgano, a saber, el cerebro —o un ganglio de considerable tamaño—. El conocimiento resulta fundamental para este grado de objetivación de la voluntad, porque está vinculado a la conservación del individuo y a la propagación de la especie. En tanto aparece el órgano como determinación de la voluntad, se da el mundo como representación y ya no solo como voluntad. Entonces, podemos sostener que el conocimiento –tanto el intuitivo como el reflexivo– nace de la voluntad y pertenece al grado de objetivación superior de esta, pero solo como medio para la conservación y propagación del individuo y de la especie. Como medio, está al servicio de la voluntad, se mantiene sumiso, pero en algunos hombres –solo en algunos– no lo hace, logra liberarse del yugo.
Recordemos nuevamente que a la voluntad como cosa en sí no le pasa nada, es decir, como las ideas platónicas, no está sometida a pluralidad ni a cambio, ni a lucha alguna, pues “así como una linterna mágica muestra muchas y variadas imágenes pero es una sola la llama que presta a todas su visibilidad, en todos los múltiples fenómenos que llenan el mundo unos junto a otros o se desbancan entre sí en forma de acontecimientos es la voluntad única lo que se manifiesta” (MVR, I, §28, 182; 207). La totalidad de los grados de objetivación de la voluntad completa la plena objetivación de la voluntad; no solo el hombre, como grado superior, lo hace. Los grados inferiores, lo inorgánico, las plantas y los animales acompañan la idea de hombre como lo hacen las graduales gradaciones de las penumbras con la luz (MVR, I, §28, 183; 208).
La necesidad interna de los grados de objetivación de la voluntad está acompañada a la vez de una necesidad externa; por ella, el hombre necesita de los animales para sobrevivir y los animales de las plantas, y las plantas de los elementos inorgánicos: “En el fondo, todo esto se debe a que la voluntad tiene que devorarse a sí misma porque fuera de ella nada existe y es una voluntad hambrienta. De ahí la caza, el miedo y el sufrimiento” (MVR, I, §28, 183; 208). Todas las producciones de la naturaleza tienen un parecido de familia en tanto son objetivaciones de la voluntad como cosa en sí, voluntad que es una e indivisible. Ese parecido de familia nos permite comprender que todas las producciones tienen una finalidad; una interna, es decir, la concordancia de todas las partes de un organismo individual, concordancia que hace posible su conservación y la de la especie. Y una finalidad externa, esto es, la relación de la naturaleza inorgánica con la orgánica o la orgánica entre sí, lo que permite la conservación de las especies.
En la naturaleza inorgánica, aunque la idea tenga solo una manifestación única y siempre igual, no se puede mostrar una finalidad interna. Por el contrario, si todos los organismos representan su idea por medio de una serie temporal de desarrollos, sí se puede entonces mostrar una cierta finalidad interna. Vemos una legalidad de lo inorgánico y una finalidad de lo orgánico; pero no podemos olvidar que esta legalidad y finalidad han sido introducidas en la naturaleza por nuestro entendimiento, pertenecen entonces al mundo como representación, no al mundo como voluntad.
En este sentido, podemos decir entonces que la finalidad externa consiste en que hay unas circunstancias externas que modifican lo accidental pero nunca lo esencial. Todas las partes de la naturaleza se apoyan porque es una la voluntad que se manifiesta. Por ejemplo, “el ave construye el nido para las crías que aún no conoce, el castor levanta una construcción cuya finalidad ignora, la hormiga, el hámster y la abeja acumulan provisiones para un invierno del que nada saben” (MRV, I, §28, 191; 215). Podemos sostener, junto con el autor, que el instinto muestra una teleología en la naturaleza. En esta teleología, lo que es medio y fin es el fenómeno de la unidad de la voluntad, única y acorde consigo misma.
Vemos a partir de la finalidad y de la lucha de la naturaleza cómo en ella hay armonía entre todo, pues expresa la voluntad una e indivisa, y a la vez el conflicto en sus determinaciones como fenómeno. La armonía muestra esa unidad de los fenómenos, por decirlo así, esa coexistencia entre las especies, pero también hay conflicto y con él destrucción, una lucha en donde el escenario y el objeto de batalla es la materia. Sin embargo, la armonía como el conflicto es de la voluntad objetivada. A partir de Philonenko, podemos subrayar que el trato que Schopenhauer le da a la noción de finalidad tiene ecos kantianos. Respecto a la finalidad interna: “en sustancia Kant decía dos cosas: la unidad recíproca de las partes de un organismo debe aparecer como determinado por una idea del todo; a continuación al darse esta idea como proyecto es de hecho un resultado del movimiento de las partes” (Philonenko, 1989, 152). Lo que hace Schopenhauer respecto a esta consideración es introducir duración en la finalidad, en tanto que “un organismo es la unidad no solamente exterior sino también temporal de los actos e ideas que lo constituyen” (Philonenko, 1989, 152). El punto en el que se distancian radicalmente Kant y Schopenhauer está en que para el primero la finalidad es una máxima subjetiva, es decir, que el juicio teleológico pertenece a la clase de juicios reflexionantes, es el como sí. Por ejemplo, como sí la naturaleza estuviera adaptada a mis sentidos para entenderlo, en este caso, en términos de la estética. Por su parte, para Schopenhauer la finalidad es una visión objetiva de la naturaleza, un retomar la idea de que tal como conozco las cosas así son. Esta finalidad, esta búsqueda de sentido es, según Philonenko “la melodía en la cual todas las cosas pueden expresarse” (1989, 154), es el éxtasis que produce la unidad perfecta de los organismos, cómo ellos están perfectamente ajustados, aunque ya no por alguien, “puesto que creador, obra y materia son una y la misma cosa” (Philonenko, 1989, 155).
¿Cuál es entonces la finalidad de la voluntad? Si toda voluntad tiene un objeto, es entonces voluntad de algo, y la pregunta que inmediatamente surge es: ¿qué quiere entonces la voluntad como cosa en sí? Si bien es cierto que esta pregunta nace de la confusión entre fenómeno y noúmeno, pues está pidiendo razones del querer y la voluntad como cosa en sí realmente carece de razón, podremos sostener, por tanto, que la voluntad como noúmeno propiamente no quiere nada, pues “cada acto particular tiene un fin; el querer total ninguno” (MVR, I, §29, 196; 219). Hay en ella una ausencia de límites, de fines, ya que se trata de una aspiración infinita. Esto último está también presente en las objetivaciones de la voluntad, pues la aspiración de la materia misma no tiene satisfacción, solo puede ser frenada en tanto “cada fin es el comienzo de una nueva carrera y así hasta el infinito” (MVR, I, §29, 195; 218).
Al terminar el libro segundo, nuestro autor reconoce que el único autoconocimiento de la voluntad en conjunto es la representación en conjunto, esto es, la totalidad del mundo intuitivo. ¿Pero cómo es posible la representación de la totalidad si precisamente lo que nos representamos son individuos, cosas particulares espacio-temporalmente ubicadas? La idea platónica, como “objeto” del arte, nos permitirá considerar el mundo como representación pero por fuera del principio de razón suficiente, en este sentido, podremos considerar una representación como totalidad. Para ello debemos pasar a considerar el libro tercero y con ello, al genio.
El genio. Una marioneta desde el palco
The Genius. A Puppet from the Theater’s Box
Una vez presentadas las caras de la moneda, en este capítulo examinaremos la forma de liberación del mundo que experimenta el genio, es decir, el proceso de transformación y de liberación encarnado en el conocimiento estético y en la delimitación de su objeto, a saber, las ideas platónicas. Este análisis se realizará en los siguientes momentos: en el primero estableceremos el paso de una Analítica de lo bello centrada en Kant a una metafísica de lo bello propuesta por Schopenhauer. En el segundo, presentaremos la figura del genio, su modo de conocimiento y las disposiciones que lo acompañan, así como consideramos su límite. En el tercero, examinaremos brevemente la gradación de las bellas artes y con ello, la gradación que se produce igualmente en el genio, además de analizar cómo en dicha gradación se muestra también un intento de encarar la pregunta sobre qué es, en esencia, la vida. Finalmente, en el cuarto momento mostraremos el carácter particular de la música y su papel de tránsito entre el espectáculo y el lado serio de la vida, que no es otra cosa que el tránsito entre el genio y el santo.
Sin duda, el tercer libro de El mundo como voluntad y representación desarrolla una serie de consideraciones que podríamos llamar, siguiendo a Philonenko, consideraciones estéticas o metafísica de lo bello17, a través de lo que Schopenhauer denomina idea platónica como objeto del arte. Este tercer libro de la obra inmortal de Schopenhauer trata nuevamente al mundo como representación; aunque ya lo había hecho en el libro primero, esta nueva consideración de la representación está ahora por fuera del principio de razón suficiente, que ha sido establecido antes como el fundamento de todas las ciencias y forma general de la representación a la que obedece la distinción sujeto-objeto. Con el primer y el segundo libro, Schopenhauer nos ha mostrado, o por lo menos ese ha sido su intento, qué es el mundo. La pregunta nos sitúa en una comprensión sobre la totalidad del mismo y sobre aquello que da unidad a todo lo existente. Este mundo es en esencia voluntad y es, además, representación. El problema está en que tanto la voluntad como la representación nos llevan a considerar el mundo como sometido a la más estricta necesidad; tal vez este sea el punto que, a mi juicio, es el más importante en la comprensión del qué del mundo, pues de algún modo nos recuerda lo trágico de la existencia, esto es, la determinación de lo fenoménico hasta en sus más pequeños detalles; e incluso, es el reflejo de aquel pesimismo que ha llevado a la fama a nuestro autor18
Ahora bien, es solo la voluntad como cosa en sí, la voluntad metafísica como la denominan muchos, que no conoce la necesidad, pues ella es enteramente libre. Y, precisamente, es en su condición de libertad que se manifiesta en el fenómeno, objetivándose a través de las ideas platónicas, formas eternas de las cosas. La pregunta que puede darse luego de haber comprendido el qué del mundo es qué hacer con dicho conocimiento, más aún, cómo vivir de acuerdo con él. Obviamente, esta pregunta tiene indicaciones prácticas.
¿Se trata de transformarlo? Dejémosle esto a los marxistas19. De lo que se trata es de suprimir aquello que resulta ser la fuente de los dolores y sufrimientos; de lo que se trata es de suprimir la voluntad y, en términos de la representación, de ser uno con el objeto, de no preguntar por la relación y el porqué de esta, sino de contemplar. Por lo pronto, necesitamos de una figura extrema para comprender cómo es eso posible. De esta manera Schopenhauer introduce la figura del genio. ¿Quién es el genio? El artista.
De la analítica a la metafísica de lo bello
Como gran parte del pensamiento de nuestro filósofo está en relación con la obra de Kant, parece útil a nuestros ojos comprender cuáles son los presupuestos fundamentales de la estética kantiana y qué novedad introduce nuestro autor. Para ello, la primera parte de nuestro capítulo está centrado en la comprensión de la Analítica de lo bello en sus rasgos generales, o por lo menos útiles para la reflexión schopenhaueriana y, a partir de lo anterior, la posibilidad de transitar a una metafísica de lo bello introducida por nuestro autor.
Como ya lo vimos en el capítulo anterior, en el libro segundo de El mundo como voluntad y representación Schopenhauer recurre a la noción de finalidad en la naturaleza, es decir, a la teleología. Este concepto es fundamental para la comprensión de lo que en la Analítica de lo bello de Kant se denomina conformidad a fin y, también, para acercarnos a la propuesta estética de Schopenhauer que aparece en el libro tercero. De acuerdo con Cubo, “el principio de la finalidad formal de la naturaleza no es un principio constitutivo de la misma, sino un principio heurístico para el ejercicio lógico de la facultad de juzgar” (2012, 101). Por lo tanto, es un principio subjetivo.
Desde esta perspectiva y siguiendo a Cubo, podemos señalar ahora que el principio de la finalidad formal de la naturaleza o de conformidad a fin, en tanto principio trascendental, garantiza a nivel subjetivo que la organización empírica de la naturaleza sea favorable a las facultades de conocer; en otras palabras, se trata entonces de un principio que supone un orden de sentido en la naturaleza; esto funda la esperanza de poder conceptualizar y clasificar los fenómenos (2012, 105).
De hecho, “por medio de la noción de una finalidad en la naturaleza no se conoce sino que se piensa la naturaleza empírica como sí contuviera en su seno una racionalidad latente” (Cubo, 2012, 103). Entonces la noción de una finalidad en la naturaleza es una idea de la razón que sirve a fines prácticos, en este caso, el de poder organizar la naturaleza y apostar por su sentido, lo que no es otra cosa que garantizar su cognoscibilidad. Así pues, la tesis central de Kant puede indicarse del siguiente modo: ¡Podemos pensar como sí la naturaleza estuviera finalizada a nuestros sentidos, a nuestro intelecto, podemos pensar como sí la naturaleza estuviera ordenada y fuera además cognoscible! Como toda la preocupación que atraviesa la obra de Kant es el juicio, en La crítica del juicio el análisis parece centrarse en la lógica del juicio estético, que es un juicio sobre lo bello, y no sobre lo agradable o sobre lo bueno (Vandenabeele, 2013, 241).
Como sabemos, en Kant el juicio estético es un juicio reflexionante, pues no determina conceptualmente un objeto sino que el sujeto vuelve sobre sí mismo20, e incluso el principio de una finalidad formal de la naturaleza enunciado líneas atrás, es un principio a priori del juicio reflexionante (Cubo, 2012, 108). Además, podemos señalar también que el principio del uso lógico del juicio reflexionante supone una cierta apuesta ontológica por el sentido, pues con él queda excluido el caos y la desorganización propia de la constitución de la naturaleza empírica. Ahora bien, el juicio estético se caracteriza además por ser desinteresado, pues como juicio no depende de la existencia del objeto; lo importante aquí es la representación que se hace el sujeto y el sentimiento de placer que esto produce. Así pues, “el desinterés es un requerimiento lógico de los juicios puros de gusto” (Vandenabeele, 2013, 241)21, ya que no depende de consideraciones morales o sensuales. En este sentido, el placer que se produce no es una respuesta psicológica de un sujeto, sino que más bien se produce debido al libre juego de facultades, sobre todo entre la imaginación y el entendimiento. Por esta razón, Kant señala lo siguiente:
En esta representación, el estado de ánimo deber ser el de un sentimiento del libre juego de las facultades de representación en una representación dada para un conocimiento. Ahora bien, para que llegue a convertirse en conocimiento una representación por medio de la cual se da un objeto, se requiere la imaginación, que combine lo diverso de la intuición, y el entendimiento, para la unidad del concepto que una las representaciones (CRJ, §9, 60).
La característica del juicio de gusto está, además, en su carácter contemplativo. Al igual que Kant, Schopenhauer asocia la belleza con el estímulo de nuestras capacidades cognitivas; de ahí que para captar una idea “el conocimiento se desprende totalmente de la voluntad” (MVR, II, 30, 419; 413). Y al igual que Kant, nuestro autor considera que la percepción estética no puede estar basada en la subsunción de las intuiciones mediante conceptos22 (Vandenabeele, 2013, 245). Incluso, podemos decir que el carácter contemplativo, en lo que se refiere a la estética, es algo que los dos filósofos comparten. Parece que en lo que respecta a los puntos centrales de la Analítica de lo bello no hay una diferencia radical entre ambos pensadores. Por esta razón, debemos entonces preguntar qué es lo novedoso en la propuesta schopenhaueriana. Si bien es cierto que el centro del análisis en Kant resulta ser el juicio, y más aún la posibilidad de universalizar el juicio de gusto, el interés schopenhaueriano apunta en otra dirección.
Siguiendo a Vandenabeele, Schopenhauer transforma la Analítica de lo bello en una actitud estética centrada en el valor ético y cognitivo de la percepción (2013, 241), y en una teoría psicológica en torno a una consciencia que es capaz de liberarse de la voluntad (2013, 245). Es como si, de algún modo, la propuesta de nuestro filósofo estuviera llena de una riqueza psicológica que no es capaz de hacernos ver la interpretación kantiana del juicio estético. Por ello, una Analítica de lo bello no basta, más aún, un análisis trascendental de lo bello es insuficiente para comprender qué está en juego cuando de contemplación y producción artística se trata, pues no podemos quedarnos solamente en la consideración del juicio. Incluso, una estética sin más, que nos lleve por las regiones excluidas del conocimiento científico, tampoco resulta satisfacer el carácter propio del artista y sus obras. Siguiendo a Magee, cuando Kant se centra en el juicio concerniente a lo hermoso, llama la atención “el hecho de que ese juicio sea obviamente la expresión de algo que ocurre en el sujeto, pero sea sin embargo tan universalmente válido como si concerniera a una cualidad del objeto. Eso es lo que le sorprendía, no lo hermoso en sí” (1991, 193). Entonces, como podemos ver, Kant está centrado sobre todo en el juicio, pero nada más. Una metafísica de lo bello será indispensable, pues allí está en juego el qué del mundo. ¿Qué metafísica es entonces?
Para nuestro autor, e incluso para muchos otros filósofos alemanes de la época, la filosofía comienza donde terminan las ciencias, donde las relaciones causales se han agotado. Y si consideramos que en Schopenhauer la filosofía es metafísica, su aspiración será responder una pregunta que a los ojos de muchos suena sencilla pero tal vez es la más difícil de todas: qué es el mundo. Así pues, la capacidad para la filosofía consistirá en “aquello en lo que la asentó Platón: en conocer lo uno en lo múltiple y lo múltiple en lo uno” (MVR, I, §15, 98; 134). Entre estas líneas podemos vislumbrar qué significa que transitemos a una metafísica de lo bello en Schopenhauer, que si bien no desconoce los elementos proporcionados por la Analítica de lo bello, le resultan empero insuficientes. Siguiendo aquí a Platón, en la contemplación estética se revela, para Schopenhauer, qué es el mundo y se reconoce además lo uno presente en las múltiples objetivaciones de la voluntad23
Lo anterior responde a una afirmación que considero es la más importante para la comprensión de nuestro asunto a desarrollar en el presente capítulo y es la siguiente: el arte es una forma de conocimiento. Y es ante todo una forma de conocimiento distinta a la forma de conocimiento que llamamos ciencia; por tanto, no está sometida al principio de razón suficiente. Si esto es así, el arte no quiere explicaciones, no desea preguntarse por qué ocurre lo que ocurre, ni cómo está relacionado la materia, sino que se interesa en el qué del mundo; su interés es contemplativo. Pero algunos dirían que quitado lo anterior no hay propiamente representación. Digamos con Schopenhauer que aún así, el arte representa.
Si el arte representa, ¿qué representa entonces? Las ideas platónicas. Ya el libro segundo anunciaba que las ideas en Schopenhauer corresponden a los grados de objetivación de la voluntad; son para las cosas individuales sus modelos eternos (MVR, I, §25, 154; 183). Pero las ideas no son cosas individuales; por tanto, no pueden ser conocidas mediante la forma general de la ciencia, es decir, mediante el principio de razón suficiente. No nos desanimemos con esto, de hecho preguntemos: ¿pueden ser conocidas? ¡Sí!. Pero “solo puede suceder operándose en el sujeto una transformación” (MVR, I, §33, 208; 230)24. ¿Cuál es el alcance de dicha transformación o metamorfosis? Dejar de ser individuo, suprimir la individualidad, aunque sea por un momento. Malas noticias para las masas: esa supresión aparece como excepción, sucede en aquel hombre que se parece al Apolo de Belvedere, a un hombre que sea capaz de vencerse a sí mismo.
No solo mencionemos qué le pasa al individuo sino en general qué sucede con el conocimiento. Este “se desprende de la servidumbre de la voluntad” (MVR, I, §34, 210; 232), pues el conocimiento ya no está en función de la conservación de la especie ni de la consecución de sus complicados fines. Ahora, si en la consideración del mundo como representación, sometido al principio de razón suficiente, el sujeto cognoscente es un individuo que conoce cosas particulares y establece relaciones entre ellas, en el mundo como representación independiente del principio de razón, aquel individuo transita hasta convertirse en un puro y desinteresado sujeto de conocimiento, a saber, en genio. Por supuesto, se oye como Kant pero no lo es. Aquello que conoce ya no es lo sometido al principio de individuación, sino que conoce mediante la pura contemplación de las ideas.
Según Schopenhauer, “sea un paisaje, un árbol, una roca, un edificio o cualquier otra cosa; se pierde completamente en ese objeto, es decir, olvida su individualidad, su voluntad, y se queda únicamente como puro sujeto, como claro espejo del objeto, de modo que es como si solo existiera el objeto sin que nadie lo percibiera” (MVR, I, §34, 210; 233). Allí el individuo se entrega y se sumerge en la intuición; al hacerlo “es un puro, involuntario, exento de dolor e intemporal sujeto de conocimiento” (MVR, I, §34, 210; 233). Varios elementos de este análisis resultan relevantes para el desarrollo de lo queremos mostrar en nuestro trabajo. El primero está en señalar que los objetos en los cuales se pierde quien contempla, son objetos que bien pueden ser de la naturaleza o no serlo. Además, parece haber una conexión entre la contemplación y la intuición, como si solo intuitivamente se lograra contemplar; allí la abstracción de la razón no tiene sentido. Por ello, no podemos comprender las ideas como abstracciones, a la manera cartesiana, sino como expresiones de una voluntad que se objetiva y cuya objetivación solo puede aprehenderse mediante la intuición.
Al perderse en el objeto, el sujeto queda exento de dolor y parece suprimir la voluntad; allí el conocimiento logra por primera vez liberarse de la servidumbre de la voluntad, pues no está interesado en las relaciones entre objetos, sino simplemente en que el mundo sea. Esta alusión al objeto de algún modo atenta contra Kant, pues para este la existencia del objeto es irrelevante para el placer estético. En la Crítica del juicio se afirma que “para decir que un objeto es bello y para demostrar que tengo gusto, lo que importa es lo que en mí mismo haga con esa representación y no la eventual dependencia mía de la existencia del objeto” (CRJ, 1961, 47). En Schopenhauer es también irrelevante la existencia del objeto en relación con otros objetos o con mi voluntad, es decir, no importa el objeto como siendo algo para el conocimiento. Sin embargo, sí importa el objeto como siendo, más aún como siendo expresión de la idea platónica.
Ahora bien, resulta curioso que solo aparece en su totalidad el mundo como representación, cuando el individuo se convierte en puro sujeto del conocer y el objeto se eleva a idea. Pero si aparece la totalidad del mundo como representación, se ha objetivado también completamente la voluntad (MVR, I, §34, 212; 234). Entonces cuando el individuo conoce cosas particulares, es decir, cuando conoce solamente fenómenos, allí puede hablar de representación pero todavía no puede sostener que ese sea el mundo como representación. Supuesto lo anterior, ¿qué clase de conocimiento considera las ideas? Líneas atrás se han establecido las pistas.
Se trata de nada más y nada menos que del arte, la obra del genio: “El arte reproduce las ideas eternas captadas en la pura contemplación, lo esencial y permanente de todos los fenómenos del mundo; y según sea la materia en la que las reproduce, será arte plástica, poesía o música. Su único origen es el conocimiento de las ideas; su único fin, la comunicación de ese conocimiento” (MVR, I, §36, 212; 234). Si el arte reproduce las ideas eternas, podemos afirmar que el arte representa no ya a la manera científica, y que incluso este último podría considerarse como un conocimiento inferior comparado con el que nos proporciona la obra del genio.
La contemplación de la obra de arte supone un dejar de ver los objetos como estando en relación con nuestra voluntad; por tanto, la percepción estética resulta desinteresada. En este sentido, el conocimiento de las ideas platónicas deja de estar al servicio de la voluntad, pues no interesan las relaciones entre objetos sino lo que estos sean en sí mismos, es decir, lo que en ellos es idea platónica, a saber, objetivación de la voluntad. El desinterés en Schopenhauer expresa algo más que una simple forma del juicio; allí está atravesada una consideración sobre la condición humana tal como Philonenko lo entrevé.
El hombre logra desinteresarse del mundo, lo que no es otra cosa que dejar de ver utilidad en él, aquella que ha impuesto el conocimiento perceptivo y científico del mundo, que expresa todo el conocer en relación con la voluntad, más exactamente con mí voluntad. Este desinterés constituye entonces una forma de lo que se puede denominar liberación metafísica25. Para Philonenko, “no es insensato ver en la metafísica de lo bello una teoría de la libertad y de la liberación que Kant, demasiado ocupado por la doctrina del juicio reflexionante estético, había podido solamente presentir” (1989, 163). Como podemos ver se trata aquí de un desinterés que de todos modos tiene valor tanto para el espectador como para el propio genio; ya no solo tiene valor aquello que produce interés. Además podemos sostener también el valor ético de la contemplación estética, puesto que el desinterés supone una forma de valorar el mundo fuera de todas las relaciones de utilidad. De hecho para Philonenko, hay una espontaneidad moral en la figura del genio.
Ahora bien, preguntemos qué sucede entonces con el sujeto. Se pierde en el objeto, ya que su individualidad se diluye completamente en el mismo, de tal manera que se convierten en uno solo. Sin embargo, “este estado mental ‘anormal’, que ofrece un escape respecto a la forma de considerar un objeto, no puede proceder de un acto consciente de la voluntad (Akt der Willkür)”26 (Vandenabeele, 2013, 248). No es pues algo que se decida, mediante un estado de la conciencia que conoce, como sí sucede en el juicio desinteresado en Kant. En otras palabras, el puro sujeto del conocimiento, el sujeto desinteresado en Kant sigue siendo aún un sujeto en contraposición con un objeto. Schopenhauer bien podría acusar a Kant de estar todavía en el sometimiento del principio de razón suficiente, pues en él la individualidad persiste todavía, aunque sea bajo la forma general del genio. Por el contrario, es claro que en Schopenhauer el sujeto, como individuo, se diluye al igual que se diluye también todo objeto, pues el verdadero objeto del arte son las ideas platónicas. En este sentido, el juicio que produce el placer estético no es ya algo que sea producido por un sujeto reflexionante, pues este se ha desvanecido gracias a contemplación estética de las ideas, tal como ocurre en el platonismo. Ese placer estético puede ser caracterizado como “la ausencia de dolor; entendámonos: la indiferencia” (Philonenko, 1989, 182). Siguiendo entonces a Philonenko podemos decir ahora que el fin del arte es la indiferencia con respecto a la existencia. El placer estético es, por tanto, el primer paso liberador del mundo. Pero no es el único ni el definitivo. Considero que esta posición de Philonenko, la de considerar al arte como indiferencia, puede ser un tanto problemática, pues en una lectura ligera podría dar pie a la formulación de una vana e inane forma de negación o desprecio del mundo y de sí mismo.
¿Se trata de un despreciar el mundo? ¿Es el liberarse de la voluntad una forma de negar el mundo? Por lo menos lo es en la medida en que se convierte en una forma de desprenderse de las determinaciones temporales, espaciales y causales. Lo es también en la medida en que la contemplación estética deja de ver la utilidad que tienen los objetos en relación con mí voluntad. Siguiendo a Magge, podemos ver que:
No sólo los pocos genios que lo crean, sino un número enormemente grande de personas, muy superior al de los artistas, consideran que el consumo del arte es la actividad más profundamente enriquecedora que puede haber en la vida, o al menos algo muy cercano a ello. ¿Por qué? La respuesta de Schopenhauer es porque nos proporciona una liberación, aunque sólo sea momentánea, de la prisión que habitamos normalmente. (1991, 187)
Por tanto, tal vez se trate de una superación temporal del mundo más que un desprecio del mismo. Sin embargo, la contemplación estética nos libera solo por un momento de la esclavitud a la que se asemeja nuestra vida, y esa liberación se da aún estando vivos, pues “sentimos que nuestra vida es un tipo de esclavitud de la que deseamos escapar de algún modo que no sea la muerte” (Magee, 1991, 185). Entonces, la experiencia estética es la encargada de no dejarnos morir y, sin embargo, de liberarnos de las determinaciones, aunque sea por un momento. El individuo, convertido en sujeto puro del conocimiento, abandona la forma habitual de considerar las cosas.
Ahora bien, en estas líneas hemos pincelado algunas de las características del genio en orden a comprender la experiencia estética. Sin embargo, resulta indispensable ahondar en él, pues se trata de la figura más relevante en la comprensión de la metafísica de lo bello en Schopenhauer. A través del genio resulta posible reconocer una forma de conocimiento que logra comprender la esencia de las cosas y posibilita además acercarnos a una forma de la conciencia distinta a la que nos proporciona el sentido común. Por esta razón, pasamos ahora a caracterizar la figura del genio.
El autómata es director de escena
Hemos llegado a uno de los puntos centrales de nuestro trabajo investigativo, a saber, la caracterización de un modo de metamorfosis y de liberación que ocurre en el mundo de la representación. Estamos hablando de la figura del genio. La genialidad corresponde a un modo de conocer, y quizá de ser, en el mundo de la representación, que se diferencia del ámbito del sentido común y de la ciencia. Cuando Schopenhauer pregunta por aquello que da unidad a los distintos pensamientos y representaciones que se hace el sujeto de los objetos, introduce el problema de la voluntad. Ella es, precisamente, la que permite la unidad de la conciencia; esta última se caracteriza ante todo por ser fragmentaria dado que su forma es la sucesión.
Así pues, cuando hablamos, por ejemplo, del yo pienso en sentido kantiano, estamos indicando con ello una estructura trascendental que “debe poder acompañar todas mis representaciones” (CRP, B132) y, a la vez, indicamos la necesidad de pensar en una unidad de la conciencia. Por otro lado, ese yo al que nos referimos no es otra cosa que, en términos schopenhauerianos, la voluntad o mí voluntad. Esta tiñe los pensamientos y las representaciones con el color de su carácter, su ánimo y su interés (MVR, II, 15, 154; 176) y al teñirlos así los hace suyos. En este sentido, vemos que, para Schopenhauer, el intelecto –que es el que propiamente constituye las representaciones de los objetos– está dentro de los límites de la voluntad, límites que son a la vez mis propios límites; así pues, todo lo que es un objeto para la representación está dentro de las rejas de mi propia individualidad. ¡Y es que para eso ha nacido! La naturaleza del intelecto es servir a la voluntad individual; ese es su origen y ese es su destino.
Pero como toda regla parece tener una excepción, hay una figura que no cumple con la penosa tarea que el destino ha escogido para el hombre vulgar; por lo menos no lo cumple por un momento determinado. Estamos hablando del genio, figura extrema del mundo de la representación, que conoce con independencia del principio de razón suficiente y que logra la supremacía del conocer sobre el querer, de tal modo que se convierte en sujeto puro de conocimiento, en claro espejo del mundo y, con ello, logra la contemplación de las ideas platónicas y su reproducción. De este modo logra suprimir, por un instante, el sufrimiento y el dolor. El genio puede ser considerado como el producto anómalo de la naturaleza, en tanto el intelecto logra desprenderse del servicio de su voluntad y así escaparse de la fortaleza que ha creado el duro acero de la individualidad. Por ello, lo llamamos extremo, en la medida en que no se presenta como algo usual.
Detengámonos ahora en estas afirmaciones que caracterizan a la figura del genio. Si partimos de la creencia según la cual “la naturaleza es altamente aristocrática respecto del intelecto” (MVR, II, 15, 161; 182), podemos reconocer también que la genialidad es algo infrecuente en la naturaleza, escasa, como la aristocracia comparada con su pueblo. En esta consideración aristocrática del genio debemos introducir el papel de lo que llamamos fisiología, y en el caso schopenhaueriano, de una fisiología trascendental como condición de posibilidad de la representación. Por ello, no podemos olvidar que el intelecto portentoso del genio es, entre otras cosas, un cerebro premiado; es pues “la máxima energía de la actividad cerebral” (MVR, II, 7, 87; 111). La genialidad es así una capacidad mental privilegiada que sobrepasa a la de los hombres vulgares y que, como hemos podido vislumbrar líneas arriba, excede la capacidad para servir a la propia voluntad. Así pues “mientras que para el hombre vulgar su facultad cognoscitiva es la linterna que alumbra su camino, para el genial la suya es el sol que le hace patente el mundo” (MVR, I, §36, 221; 242). En este sentido, la facultad cognoscitiva ya no es solo la lámpara que sirve para alumbrar los pies del caminante, es decir, ya no se trata de un mero servir a la voluntad en la satisfacción de sus deseos. Por el contrario, esta facultad cognoscitiva se convierte en el genio en una luz poderosa que lo saca de la habitualidad a la que está sometido, y que, además, lo comunica con las ideas platónicas.
Supuestas las condiciones cerebrales, como aquellas que hacen posible el modo de conocimiento genial, podemos dar paso a una mejor comprensión de aquello que caracteriza al genio y la forma como este logra liberarse, pero como durante “una breve hora de descanso” (MVR, II, 29, 415; 409), de un mundo sometido a la necesidad, al dolor y al sufrimiento. En virtud de la energía de su actividad cerebral, es decir, en virtud del intelecto que llamamos sol, hay una luminosidad en él; por tanto, la textura del pensamiento del genio está capacitada para ver relieves más profundos, tonalidades más claras y precisas en el mundo. Es como si el genio “se hubiera cambiado un anteojo defectuoso por uno bueno” (MVR, II, 15, 160; 180), en la medida en que logra captar la esencia del mundo. Por su parte, las mentes deficientes precisamente son comparables “a la visión a través de un anteojo defectuoso, en el que todos los contornos aparecen borrosos y desdibujados, y los diferentes objetos se entremezclan unos con otros” (MVR, II, 15, 159; 180).
No podemos olvidar que, desde otra perspectiva ya no estrictamente fisiológica, la esencia del genio es la capacidad para la contemplación pura; de hecho, la genialidad es la más perfecta objetividad (MVR, I, §36, 219; 240), la de la mera contemplación de las ideas. Lo anterior le permite convertirse en claro ojo del mundo y, en ese proceso, se ha diluido en el objeto, más aún, se ha diluido en la intuición, pues sujeto-objeto obedecen a una distinción que no aplica cuando de contemplación de ideas platónicas se trata. Por tanto, el genio ya no es un sujeto sino un individuo que logra perderse en la intuición. Debemos aclarar que, en tanto comportamiento puramente intuitivo, el genio no hace uso de conceptos, pues estos son abstracciones y, como tales, resultan estériles en el campo del arte, ya que atrofian toda creación auténtica.
De todos modos, la capacidad del genio está en su modo de contemplar lo universal en lo particular; universal que tampoco es abstracto sino que de algún modo resulta ser concreto en la medida en que pasa por las intuiciones y que, además, no puede ser comunicado mediante conceptos. Claro está, lo primero suena muy hegeliano y Schopenhauer no estaría tan feliz de ello. Lo que sucede con las ideas platónicas es que se expresan en las cosas y a su vez son expresión de una voluntad nouménica. Y en tanto las cosas indican algo, son expresión de algo, se requiere de una capacidad de la intuición muy poderosa en aquel que llamamos genio, precisamente para poder comunicar aquello que poderosamente ha intuido.
Lo anterior nos permite pensar en una caracterización del genio que debe ser ahora matizada, tal como los pintores hacen con los colores que usan para sus óleos. A primera vista, parece que la contemplación es sencillamente una manera de ser espectador en el teatro del mundo. Se trataría entonces aquí de un mero asistir a ver las marionetas del teatro27. Sin embargo, el punto de vista del espectador no es el único que satisface la pura contemplación de las ideas platónicas. Se hace necesario el punto de vista del actor quien es, precisamente, el que le da color a la existencia a través de la producción de su obra, es decir, de la creación artística. El genio parece tener esta doble constitución pues, por un lado, logra contemplar las ideas platónicas y, por otro, es capaz también de expresar esas ideas a través de las artes. En este sentido, es espectador de la esencia del mundo y, además, actor en el mundo de la representación.
De acuerdo con lo anterior, y sabiendo de antemano que la genialidad es una forma de conocimiento puramente objetivo, es decir, una intuición pura de las ideas platónicas, preguntémonos ahora: ¿cómo se relaciona esto con la idea según la cual la genialidad es una forma de liberación del mundo? Cuando el intelecto está bajo los pies de la voluntad, situación que es la más común entre nosotros, la afirmación del yo o la conciencia de sí mismo es cada vez más fuerte. Por tanto, cuando se da el mundo como representación desde la distinción sujeto-objeto, lo que importa finalmente es cómo esos objetos se encuentran en relación con mí voluntad o cómo se relacionan entre ellos mismos. Sin embargo, la forma de conocimiento genial implica que el intelecto se desprende de la tiranía de la voluntad; sólo así el conocimiento se convierte en claro espejo del mundo. No obstante, para ganar esta claridad, el sujeto de la voluntad de algún modo se diluye, solo queda un sujeto puro de conocimiento; por tanto, se elimina todo querer y esto no es algo que se decida, sino que “surge únicamente de una preponderancia temporal del intelecto sobre la voluntad o, considerada fisiológicamente, de una fuerte excitación de la actividad cerebral intuitiva sin que haya ninguna de las inclinaciones o los afectos” (MVR, II, 30, 419; 413).
De este modo, el puro sujeto de conocimiento deja de tener menos conciencia sobre sí mismo y más conciencia sobre las otras cosas, de ahí que por eso llamemos al modo de conocimiento genial, como líneas atrás habíamos mencionado, desinteresado, siguiendo aquí a Kant. Así pues, en el conocimiento estético “todas las cosas se nos aparecen tanto más bellas cuanto más conscientes somos de ellas y menos de nosotros mismos” (MVR, II, 30, 420; 414). Esto nos lleva a pensar que una forma de liberación del mundo consiste en una cierta disolución de la individualidad28, un cierto apagarse de esta individualidad corporalizada, aunque sea tan sólo por un momento. Así pues, el genio se asemeja al único hombre que representa un papel dentro de un teatro lleno de marionetas; él es el único que ve los hilos y puede romper los suyos por un momento: “él sería el único entre ellos que lo percibiría todo y que podría así abandonar por un momento el escenario para disfrutar el espectáculo desde el palco: eso es la reflexión genial” (MVR, II, 31, 442; 434). Sin embargo, este actor humano tiene que volver al teatro de las marionetas para seguir interpretando su papel, tiene que volver a ponerse los hilos. Por eso su liberación no parece ser completa29.
Podemos decir, junto con Schopenhauer, que el sujeto interesado, aquel que ve meras relaciones de utilidad en el conocimiento, aquel que no ha podido obtener la supremacía del conocer sobre el querer, es el sujeto que más propiamente sufre y que sigue encadenado al mundo, como lo escribe el mismo Platón en su famosa alegoría de la caverna. Así que el modo de conocimiento genial, en tanto diluye momentáneamente la preocupación por el yo, por la voluntad y, con ella, el constante agite al que estamos sometidos dado nuestro querer, posibilita la supresión de todo dolor y sufrimiento. De este modo podemos caracterizar a la contemplación y producción estéticas, es decir, a la captación de las ideas platónicas, como “un acto de autonegación” (MVR, II, 30, 419; 413). Pero esta autonegación se da como un relámpago, es decir, con una fuerza totalmente poderosa y sublime en un periodo corto de tiempo, ya que se trata de un fenómeno momentáneo.
Así pues, el genio logra captar el mundo sin referencia a su voluntad; por eso es que de algún modo el mundo le parece bello, en tanto no está mediado por los motivos, objeto del querer. Bajo estas circunstancias aparece “el descanso del corazón que no se puede alcanzar de otro modo en el mundo” (MVR, II, 30, 423; 416). En esta consideración del modo de conocimiento genial, el dolor y el sufrimiento están necesariamente relacionados con la conciencia de sí mismo, por tanto, con la afirmación de mi voluntad. No podemos sentir un dolor sin que seamos conscientes de ello. Solo con una temporal disolución de mí voluntad, por lo menos en el genio, y con una preponderancia del conocimiento aunque sea bajo la forma de la representación de la idea, es posible una supresión temporal del dolor. Así pues, es el conocimiento el que permite una eliminación del dolor, aunque también puede incrementarlo. Claro está, este conocimiento no es sin más, sino que resulta ser la captación intuitiva de las ideas platónicas, captación de la universalidad y, por tanto, de la totalidad del mundo como representación.
De ahí que “todo es bello mientras no va con nosotros. La vida no es nunca bella, solo lo son las imágenes de la vida en el espejo del arte o la poesía que la transfigura” (MVR, II, 30, 428; 421). De esta manera, nos parecen bellas y cada vez más bellas las cosas, si somos cada vez menos nosotros mismos; el arte transfigura la vida, le presenta otra cara y con ello la hace soportable. Razón tendría Nietzsche, quizá inspirado por el que alguna vez llamó su maestro, al afirmar que solo así “como fenómeno estético, la existencia todavía nos es tolerable” (CJ, §107, 26). Esto nos permite señalar ahora que la genialidad, cercana a esa figura del poseído, es algo así como un ejercicio de ser otro o más aún, de no ser, de hecho, de ser “él todas las cosas en la medida en que las intuye” (MVR, II, 30, 425; 418). Por eso, “su mente no le pertenece a él sino al mundo” (MVR, II, 31, 445; 436). Podemos sostener que tanto la contemplación como la producción estéticas son un modo de conocimiento que ha transfigurado el mundo como representación, sometido al principio de razón suficiente, más aún, que ha transfigurado la vida atravesada por el sufrimiento, dándole una nueva tonalidad; en este sentido, el genio es capaz de ver otros colores y otras formas que la utilidad pasa por alto con su ceguera. Pero el genio aún no se ha podido liberar plenamente de la materia y del tiempo.
Para muchos, la consideración del genio puede resultar un tanto extraña, principalmente en este sentido: si decimos que en el modo de conocimiento genial la preponderancia es del conocer sobre el querer, y si el genio logra desprenderse por un momento de la raíz de la voluntad, puede con ello darse, no obstante, un cierto placer estético. ¿Cuál es entonces el carácter de este placer estético? ¿No es acaso el placer algo que está necesariamente relacionado con el querer, las inclinaciones, las pasiones, en una palabra, la voluntad? ¿Cómo hay placer en el modo de conocimiento genial, si se ha suprimido, aunque sea por un momento, la voluntad? Parece que estaríamos en un placer de tipo puramente cognitivo, por decirlo así. Recordemos que la característica del placer estético es ser desinteresado y que el desinterés, como habíamos mencionado líneas atrás, es una característica del juicio de gusto, es decir, una característica del conocimiento; no está, por tanto, relacionado con cuestiones de tipo moral o sensual.
Ahora bien, hemos podido caracterizar la forma de conocimiento genial pero todavía hemos dejado de lado los rasgos que caracterizan al genio; es como si supiéramos hasta este punto el modo de conocer del genio pero no su modo de ser, por decirlo así, sus disposiciones. De ahí que sostengamos nuevamente que la genialidad es ante todo una forma de conocimiento pero también una manera de ser en el mundo. Debido a que penetra más hondo en el mundo que tiene ante sí, de algún modo debe pagar, comparado con los hombres vulgares, el precio de su constitución antinatural, es decir, de su infidelidad a ese destino que la naturaleza le ha impuesto. Por ello, en tanto su intelecto se desliga de su raíz, la voluntad, el genio no concibe sus fines personales; es inútil para la vida práctica, así que cuida mal de sus propios intereses. Cabe resaltar esta consideración schopenhaueriana, pues belleza y utilidad parecen ser enemigos acérrimos; por eso “los árboles altos y bellos no dan frutos: los árboles frutales son pequeños y feos mutilados. No da frutos la rosa de jardín sino la pequeña, silvestre y casi sin olor” (MVR, II, 31, 444; 435). De este modo, las producciones del genio y la misma contemplación genial son inútiles. Podemos decir, en espíritu platónico, que lo bello es difícil pero también que lo bello es inútil. Esto nos lleva a seguir a nuestro autor en su idea de que las obras de arte existen en razón de sí mismas y que “se las puede considerar como la flor o el rendimiento neto de la existencia” (MVR, II, 31, 444; 435). Así pues la inutilidad es la carta de nobleza del genio como bien lo menciona nuestro autor. Por eso, Oscar Wilde en el prefacio de El retrato de Dorian Gray sostiene que “todo arte es completamente inútil” y la única disculpa para crear algo inútil es “la intensa admiración que produce” (1999, XII).
En tanto el genio descuida sus propios intereses, va a oscuras en la vida práctica, es demasiado torpe para ella. Sin embargo, ¿cómo puede ir a oscuras si tiene un sol de intelecto? Esto es posible debido a que “él ve extremos y precisamente por eso su obrar cae en extremos: no sabe encontrar la justa medida, le falta la sobriedad” (MVR, I, §36, 228; 248)30. El que conozca mejor y más, comparado con un hombre vulgar, no lo hace apto para actuar mejor; así conocimiento y acción están separados, es decir, no se implican necesariamente. Desde esta mirada, la genialidad es extrema y el modo de conocimiento genial lleva a considerar el mundo desde una perspectiva única, totalmente embriagada por la locura divina; de ahí que los síntomas o expresiones del hombre de disposición genial, aun cuando no esté sumergido propiamente en la forma de conocimiento genial, también sean extremos y a los ojos del hombre ordinario rayen con la insania.
Esta inutilidad y espontaneidad condenan al genio a recorrer la mayor parte de su vida con torpeza, como ya habíamos mencionado líneas atrás. Lo anterior se ve reflejado, entre otras cosas, en su incapacidad para ser prudente. Ya en el libro primero de El mundo Schopenhauer establece que la prudencia está amarrada a la abstracción de los conceptos, por tanto, a la razón. Sin embargo, en tanto que la obra del genio se ve atrofiada cuando los conceptos intervienen, y en la medida en que dicho genio se pierde en la intuición pura, la prudencia no entra aquí en juego. Por eso, “un hombre prudente, en tanto y mientras lo sea, no será genial y un hombre genial, en tanto y mientras lo sea, no será prudente” (MVR, I, §36, 224; 244). Siguiendo la caracterización, casi psicológica, del genio, podemos decir ahora que su ánimo es sombrío (melancólico), pero su fisonomía se caracteriza por una serenidad, vivacidad y firmeza en la mirada, y por una melancolía31 en sus demás rasgos, contrario a una mirada inexpresiva e insípida del hombre vulgar. Esta melancolía de su ánimo no implica empero que el hombre con disposición genial no tenga intervalos de alegría; pero debido a la constitución de su carácter, se encuentra sometido a violentos afectos, a un exceso de sensibilidad; de ahí que viva en todo momento un tormento interior. El hombre dotado de genio se ve navegando en los extremos, pues, como un hombre melancólico, siente la proximidad de lo distante y la distancia de lo próximo. Por esta razón, esos barcos que llamamos genios no conocen la calma de los mares. Por lo menos, no la conocen cuando no están inmersos en el modo de conocimiento genial; su voluntad es impetuosa y su carácter apasionado (MVR, II, 19, 227; 241).
Adicionalmente, en tanto han creado para sí nuevos lentes para ver mejor el mundo, para esclarecerlo, cuando su fuerza cognoscitiva se dirige a los asuntos de la voluntad, es decir, a los asuntos comunes, el genio ve todo con colores muy fuertes, intensos y chillones, hasta las cosas nimias las ve de esa manera, lo que le produce ese continuo agitarse, esa tormenta constante que el hombre vulgar no padece, debido a que ve todo con colores más grisáceos y lo más insignificante no lo ve, porque está para él como en blanco y negro. El genio se caracteriza también por poseer una fantasía robusta y, por ello, se asemeja a un niño: “en realidad todo niño es en cierta medida un genio y todo genio es en cierta medida un niño” (MVR, 31, 452; 443)32.
Esta semejanza se debe precisamente a que en ambos predomina el sistema cerebral sobre el genital.
El tormento del hombre con disposición genial no implica que su modo de conocimiento sea el reflejo de una fuerte emocionalidad tal como muchos consideran al arte, a saber, como expresión de las más fuertes emociones; además porque la forma de conocimiento genial supone un desinterés respecto de la voluntad propia y, como sabemos, las pasiones están conectadas con el querer. El mismo Magee nos recuerda que “el arte es, pues, esencialmente cognoscitivo. No es, por ejemplo, la expresión de una emoción” (1991, 185). Magee sugiere también que el hecho de que el arte conmueva no significa que el autor lo haya creado para expresar sus emociones. Por eso, “al igual que Kant, Schopenhauer defiende que para que sea posible la objetividad es necesario rechazar toda emoción o pasión, perturbadoras y falseadoras del conocimiento” (López Molina, 1989, 158).
La fuerza sigue estando en el hecho de que el arte sea una forma de conocimiento y que en el propio genio haya una clara preponderancia del conocer sobre el querer (MVR, I, §36, 221; 242), pues precisamente hay una liberación o supresión momentánea de la voluntad a la que está sometido el sujeto, por tanto, hay una supresión del querer. Cabe resaltar este análisis, pues se cree comúnmente que en el artista hablan las pasiones. Si bien es cierto que se encuentra sometido a ellas, en el momento de sumergirse en el modo de conocimiento genial –porque la genialidad es propiamente una forma de conocimiento– se libera de ellas por un momento en tanto deja de estar sometido a la voluntad, ámbito del querer, y se sumerge en el conocimiento de las ideas platónicas.
En este momento nos resulta útil traer a colación una vez más la distinción entre sensibilidad y emoción, que se había presentado ya antes en el análisis del libro primero. Si bien todo lo que se intuye se dice que se siente, este sentir parece estar conectado solamente con las emociones en cuanto tales, lo cual no es del todo cierto.
Aunque todo aquello que no es conocimiento por conceptos se dice que se siente, el ámbito del conocimiento artístico se siente en tanto no procede por conceptos sino que obedece a las intuiciones y todo lo que es intuición se dice que se siente. Por eso, así como cada nación llama a las demás extranjeras, o todo inglés considera lo demás continental (MVR, I, §11, 46; 62), de la misma manera la razón llama a todo lo demás que no es ella sentimiento. Las emociones son solo una consecuencia que se produce en el espectador y tal vez algo que acompañe en la mayor parte de su vida a quien puede ser genial, pero no una condición de posibilidad para el arte mismo. Este punto nos permite considerar que la genialidad es además una forma de ver la vida, pues en tanto la fuerza cognoscitiva es excesiva en el genio, este se detiene en la consideración de la vida misma y, con ello, aspira a conocer la idea de cada cosa.
Ahora bien, el genio en tanto tiene menos conciencia de sí y más conciencia de otras cosas puede parecer un poseído, un loco, y en tanto pierde de vista todo conocimiento relacional y no encuentra las conexiones lógicas o causales de las cosas, incrementa su fama de loco. De hecho “puede parecer que toda elevación del intelecto por encima de la medida usual, en cuanto anormalidad que es, predispone ya a la locura” (MVR, I, §36, 246). Y de esta manera, el que ve con colores más fuertes, el que se percata de mayores formas se convierte en objeto de burla33. Sin embargo, el genio parece un loco, pero no lo es. Veamos por qué. Tanto el genio como el loco son figuras en las que podemos evidenciar algo así como un conflicto con su yo, hay un otro que tiene conflicto con el propio yo. En el caso del hombre con disposición genial, ese conflicto está dado en la medida en que parece haber una disputa entre el hombre propiamente y su disposición a la genialidad. Es como si el hombre con disposición genial, que de algún modo pertenece al pueblo, tuviera que pelear con una aristocracia a la que pertenece pero que todavía no acepta, y en ese proceso arma una revuelta que es propiamente el tormento de su existencia34. De este modo, el genio y el loco son un otro que tiene conflicto con su yo. Sin embargo, en la locura el primado es de la voluntad pues “el intelecto ha renunciado a la naturaleza para agradar a la voluntad: el hombre se representa lo que no es” (MVR, II, 32, 458; 448) y la voluntad liberada “se asemeja a la corriente que ha roto el dique, al caballo que ha tirado el jinete” (MVR, II, 32, 460; 449). En cambio en la genialidad el primado es del intelecto sobre la voluntad, incluso el hombre se representa lo que sí es: las ideas platónicas, la esencia del mundo. Tanto el dique como el jinete son fuertes.
Hasta este punto podemos indicar un problema. Sabemos que el intelecto tiene una relación de servidumbre con respecto a la voluntad. Sin embargo, en la genialidad se produce una “supremacía relativa de la conciencia que conoce sobre la que desea” (MVR, II, 19, 230; 244), de tal modo que la parte cognoscente se desliga de la volente y emprende “una actividad libre, es decir, no suscitada por la voluntad ni al servicio de la misma” (MVR, II, 19, 230; 244). Hasta aquí no hemos añadido nada nuevo a la explicación que hemos emprendido sobre el genio, pero podemos aún preguntar lo siguiente: ¿cómo adquiere el intelecto tal capacidad de liberación, si este se caracteriza por ser imperfecto y, sobretodo, secundario con respecto a la fuerza y el primado de la voluntad? ¿Cómo puede el intelecto obstaculizar a la voluntad y que ésta haga silencio por un periodo de tiempo? ¿Puede el siervo dar órdenes a su amo?
Si aceptamos que la voluntad se ha creado un intelecto para conocerse a sí misma y su relación con el exterior (MVR, II, 22, 314; 318) ¿cómo puede entonces el intelecto superar a la voluntad, suprimir por un momento mi voluntad? El mismo Schopenhauer sostiene que el perfeccionamiento del cerebro, es decir, su mayor capacidad intelectual se da en virtud del aumento de las necesidades, esto es, se produce para el servicio de la voluntad (MVR, II, 22, 316; 321). Entonces si la fuerza del fenómeno, si la actividad de la energía cerebral es una forma en la que se objetiva la voluntad, esto es, en la que esta se hace visible en lo fenoménico, la voluntad considerada como cosa en sí querría entonces que el intelecto tome el mando simplemente porque sí. Es la misma voluntad la que se suprime, por un tiempo, en mí, porque sí; es como si el propio querer se quedara dormido para permitir que el intelecto pueda brillar, como si la voluntad quisiera dormir un poco. En este punto podemos sostener que el conocimiento es propiamente liberador, esto es, que hay algo así como un papel salvífico del conocimiento de las ideas platónicas, objeto del arte, en el genio. Esto es así porque este conocimiento proporciona la calma y la supresión del dolor, aunque sea por un momento35 ¿Pero no es acaso la calma la muerte? Si solo el dolor es positivo dado que hace sentir, ¿por qué liberarnos del mismo?
En adición, en tanto que “las cualidades brillantes del espíritu obtienen la admiración pero no la simpatía” (MVR, II, 19, 261; 271) y en la medida en que la genialidad siempre se presenta como una excepción de la naturaleza, su tendencia a la soledad es cada vez más fuerte. Si bien su intelecto le pertenece al mundo, el hombre con disposición genial, en la medida en que es capaz de ver más, no logra comunicarse o establecer una conversación con los hombres vulgares, pues estos no ven y tampoco quieren esforzarse para hacerlo, de ahí que el genio tienda al monólogo. Por eso, la soledad acompaña la mayor parte de su tiempo al genio. Inútil y solo, el genio solo puede ser “su propia recompensa” (MVR, II, 19, 260; 270). Y en tanto el grado de conciencia determina el grado de existencia de un ser (MVR, II, 22, 318; 322), la claridad del genio, su nitidez en la intuición le permiten experimentar una liberación de la existencia sometida al mando del querer.
Nuestra anterior exposición del genio ha realizado una distinción que resulta fundamental al momento de resolver una aparente paradoja que se presenta en su consideración. Esta paradoja es la siguiente: el genio se desliga de la raíz de la voluntad para convertirse en un sujeto puro e indoloro de conocimiento, lo que le posibilita una supresión temporal del sufrimiento que se producen en virtud de ser un sujeto que quiere. Pero, al mismo tiempo, el genio se caracteriza por padecer un tormento constante en su existencia, por la ausencia de reflexividad y falta de sobriedad, por estar sometido a violentos afectos y pasiones. ¿No es acaso esto una primacía del querer sobre el conocer? Debemos responder que no pues “el genio es tanto más luminoso cuanto más desligado está de la naturaleza y de la voluntad de vivir” (Philonenko, 1989, 172), aproximándose empero al santo, pero conservando todavía una profunda diferencia con él respecto a su relación con la voluntad como cosa en sí.
La paradoja logra resolverse si realizamos la distinción, por un lado, entre el modo de conocimiento genial, esto es, el momento en que el hombre con disposición genial logra captar las ideas platónicas y reproducirlas a través de la obra de arte, y, por otro lado, si consideramos propiamente las características que acompañan al hombre que tiene una disposición genial pero que no es en todo momento genio, dado que la genialidad es temporal, de ahí su conexión con una forma de posesión. Es como si este modo de conocimiento genial tuviera una especie de implicaciones de tipo práctico, en la medida en que hay un actuar del genio, al liberarse de las convencionalidades que supone la servidumbre de la voluntad, que se muestra torpe en su actuar, imprudente, loco. En estas consideraciones de tipo práctico, podemos subrayar que si bien un hombre genial no es necesariamente virtuoso, “podríamos ir sensiblemente más lejos y decir que el artista o el hombre de genio –por oposición a la condición humana ordinaria sojuzgada bajo el peso del egoísmo y del interés– es la moralidad inmediata” (1989, 172), según Philonenko.
Se trata entonces de una moralidad inmeditada e inmediata a los ojos del hombre vulgar, una moralidad auténtica que logra desprenderse de los intereses y las relaciones de utilidad, a los ojos de una detallada consideración del genio como un ser que logra superar el mundo y sobreponerse al dolor que supone la vida. Que el genio esté más alejado de la naturaleza y de la voluntad de vivir, significa una capacidad de alejarse del vivir en el constante acecho, en la satisfacción de los deseos y en un morir al mundo de las determinaciones. Sin embargo, como bien sabemos, esta situación del genio no es algo decidido sino algo que propiamente se da porque sí, es decir, porque la voluntad como cosa en sí se ha manifestado de esa manera. Sin embargo, ¿hay algo así como una voluntad de muerte?36 Puede ser, pues se trata de un morir (Orfeo)37 a la forma de consideración vulgar del mundo, que no es otra que considerar el mundo desde el sentido común y recordemos que en el Fedón de Platón la filosofía es una preparación para la muerte; en este caso es el arte una forma de morir a las consideraciones de utilidad. Este no ver las relaciones de utilidad, de cálculo constante sobre la existencia, hace que los hombres geniales sientan, entre otras cosas, una antipatía por las matemáticas y de hecho no sean buenos para ellas.
Con base en lo anterior, podemos sostener que el genio más que ser un quién es un qué. En otras palabras, si bien es cierto que el genio se manifiesta en determinados individuos —Goethe, por ejemplo—, que hay un quién del genio, la genialidad desborda la individualidad pues el genio es una capacidad de conocer, un modo de conocimiento diferente a todo conocimiento vulgar, que pasa por la individualidad pero que no es la individualidad. Y en tanto “ninguna experiencia puede contradecir otra experiencia” (Magee, 1991, 185) afirma Hume, el arte resulta entonces ser otra forma de acceder al mundo distinta a la forma de acceder conceptual o a la que nos proporciona el sentido común, pero una forma superior de acceder a la totalidad del mundo como representación.
Recapitulemos, a continuación, las notas características del genio según Schopenhauer, antes de proceder a problematizarla. La originalidad de Schopenhauer consiste en haber considerado el arte como género supremo de conocimiento en tanto reproduce y comunica las ideas platónicas38. En otras palabras, su aporte fundamental está en haber considerado que solo accedemos a la esencia del mundo a través del arte y no a través de los conceptos (López Molina, 1989). Lo que nos permite pensar, en términos de López Molina, en la configuración de una razón estética que pinta la existencia de colores y transfigura la vida en imágenes bellas.
De algún modo esta razón estética, este modo de conocimiento genial “es el verdadero consuelo, el eficaz sedante de la voluntad” (López Molina, 1989, 159); esto nos permite entonces sostener el papel arte como una forma de medicina que, en cuanto tal, calma los dolores propios del mundo de la necesidad y de la determinación; es la calma y la cura, no definitiva, de una voluntad constantemente agitada. Es pues el triunfo de la serenidad. En este sentido, y en consonancia con la propuesta filosófica de Schopenhauer, podemos decir que la experiencia estética es medicina mentis, en tanto ella permite ver la vida desde la distancia, con la calma que supone ser espectador en el teatro del mundo y ya no actor del mismo. Esta idea de la distancia nos recuerda a Nietzsche:
De pronto, allí, como nacido de la nada, aparece frente a la puerta de este laberinto infernal, distante a solo pocas brazas –un gran velero, deslizándose hasta allí, silencioso como un fantasma. ¡Oh, esta belleza espectral! ¡Con cuanta fascinación me embarga! ¿Cómo? ¿Se ha embarcado aquí toda la calma y silencio del mundo? ¿Se asienta mi propia felicidad en este sosegado lugar, mi yo más feliz, mi segundo y eternizado sí mismo? ¿No estar muerto y tampoco viviendo ya? ¿Cómo un ser intermedio, espectral, apacible, que observa, se desliza, flota? ¡Semejante al barco que como una enorme mariposa, discurre con sus blancas velas por sobre el oscuro mar! (cj, §60, 69)
Ese gran velero que somos nosotros mismos y que al no estar mar adentro, en el tormento del mismo, nos permite vislumbrar una calma, y con ello alcanzar la objetividad del conocimiento, está según Schopenhauer en estrecha conexión con la consolidación de un sujeto desinteresado del conocimiento que en cuanto tal introduce el distanciamiento y la serenidad, que tanto se requieren para lograr la separación, momentánea, entre intelecto y voluntad; es como si el pasado, ni el presente y tampoco el futuro le afectaran, pues el puro sujeto de conocimiento y, más aún el genio, viven una especie de eternidad pero solo, paradójicamente, por aquel momento en el que se convierten en claro ojo del mundo. El genio se asemeja a Hladik, personaje principal de El milagro secreto de Borges, en el que se le concede un momento para terminar la obra, para vivir la calma, pero después debe enfrentar la muerte. La absoluta objetividad introduce pues la calma de la voluntad, su adormecimiento en la contemplación y producción estéticas. El arte se convierte en la “forma de liberación y emancipación de la rueda de Ixión, del velo de Maya” (López Molina, 1989, 160).
Ahora bien, en Las dificultades con la filosofía de la historia, Marquard establece una serie de reflexiones que están encaminadas a comprender parte de la estética de Schelling, pero que a nuestro modo de ver, pueden ser aplicables también a las consideraciones estéticas de Schopenhauer, ya que comparten el espíritu de una posición romántica frente a la naturaleza del arte. Pues aquí vemos una especie de terapéutica en el conocimiento artístico “y así, también en el siglo XIX, surge cada vez más un interés estético por lo médico y un interés médico por lo estético” (2007, 110). Es como si en el modo de conocimiento genial, en la contemplación de las ideas platónicas, esté en juego la salud, de ahí, en parte, el papel salvífico del arte, en ser una forma de medicina para quien contempla y produce la obra de arte. Medicina que vincula tanto a Schopenhauer, Schelling como a Nietzsche; pero, obviamente, hay que tener presente también sus profundas diferencias.
Hasta el momento hemos señalado varias cosas, entre ellas, que el arte es una forma de conocimiento y quien conoce en el campo del arte su objeto, las ideas platónicas, es el puro sujeto de conocimiento. ¿Qué significa puro sujeto de conocimiento? Esta expresión hace referencia a un sujeto que se ha desprendido de la voluntad, que no es otra cosa que desligarse de la conciencia de sí mismo, para darle prioridad a la conciencia de otras cosas. Desprenderse de la voluntad supone que quien toma el mando resulta ser el intelecto. En el genio ocurre esta separación entre intelecto y voluntad de manera más fuerte, pero solo durante un momento. Esto significa que en el hombre con disposición genial se da una metamorfosis, producto del predominio del conocer sobre el querer. De tal modo que este predominio posibilita la liberación, del genio, de un mundo sometido a la necesidad y a la determinación, es decir, al sufrimiento.
Como bien sabemos hasta este momento, la fuente y el origen del dolor y el sufrimiento está dado, desde el aspecto objetivo, por una clara presencia de la necesidad y de la determinación en el mundo, y desde el aspecto subjetivo, por una rotunda afirmación del yo como individuo, lo que no lleva sino a reafirmar que la esencia de la vida es sufrimiento. Por tanto, la liberación consiste en la capacidad de superar el mundo de la determinación y de la necesidad, lo que se logra a través de la contemplación de las ideas platónicas, que se conocen, precisamente, con independencia del principio de razón suficiente y a través de su reproducción en el arte. Como podemos ver, la liberación se produce a través del conocimiento, pero del conocimiento artístico no del científico. Sin embargo, la liberación del mundo de la necesidad y de la determinación solo es posible si ocurre previamente, en términos subjetivos, una transformación, o, en los términos mencionados líneas arriba, si ocurre en el sujeto una metamorfosis tal como la de los gusanos, arrastrados a la tierra y con una incapacidad para ver más allá de lo cercano. Esto sucede, cuando se convierten en mariposas, cercanas al cielo y con una capacidad de ver lo más distante. Esa metamorfosis consiste en la capacidad de diluir el yo, el egoísmo, la conciencia de sí, es decir, la voluntad. Con la liberación y la transformación es posible la calma y la supresión, momentánea, del dolor. Pero en la medida en que es solo momentánea, actúa como un embriagante, como una droga, tal vez como un sedante.
Tanto la liberación como la transformación no son procesos que se den en virtud de la decisión de un sujeto, por tanto, en virtud de su propia voluntad. Son empero procesos que se dan porque sí, es decir, porque la voluntad nouménica se manifiesta, se expresa, se objetiva de esa manera, en individuos determinados. Lo anterior parece desesperanzador y de hecho lo es, pues solo unos pocos, en aquellos en donde la naturaleza le ha dado corona a los genios, logran la liberación y la transformación que supone la captación de las ideas platónicas. Y esto es más aún desesperanzador en tanto que esta forma de liberación y de transformación es solo momentánea; por tanto, en la vida predomina mayormente el dolor y el sufrimiento, mientras que la calma es pasajera. Esta constatación de una excepcionalidad del genio con respecto a la mayoría se asemeja un poco a la tesis cristiana según la cual los salvos son unos pocos: aquellos sobre los cuales la gracia ha sido depositada y, por más obras que se realicen, la gracia predomina.
¿Qué pasa con el resto de la humanidad? ¿Con aquellos que no fueron dotados de un cerebro portentoso? Ciertamente la consideración de este trabajo de investigación solo tiene ojos para el genio, es decir, para el productor y contemplador de la obra de arte. Sin embargo, en la medida de las posibilidades del intelecto de los hombres no geniales, es posible la contemplación de la obra de arte, en ellos también es posible una elevación de su conciencia, pues “de lo contrario, no tendríamos ninguna apreciación del arte” (Young, 2005, 106). Sin embargo, no es posible que el hombre ordinario pueda producir arte. Habrá algo así como una gradación en la contemplación misma de acuerdo con quien contempla. Por esta razón, “la estación de la aventura es la única en la que los hombres más sórdidos e incluso los que son incapaces de ser pintores, músicos o poetas, tendrán fuerzas para vivir en el mundo de los valores y para hacer cosas que no sirven para nada” (Jankélévitch, 1989, 24).
Sin embargo, aunque los hombres vulgares pueden contemplar la obra de arte, esta probablemente no les comunica la idea platónica, es decir, no les dice nada más; tan solo les es posible ver lo que está ahí delante, pero no lo que eso expresa, pues para esto se requiere también de tener un intelecto privilegiado; siguiendo a nuestro autor “la idea captada y reproducida en la obra de arte no habla a cada cual más que en la medida de su valor intelectual” (MVR, I, §49, 276; 289). El producir parece ser la característica distintiva del genio, esto es, la acción, pero esta última solo se da a base de una comprensión del mundo en su totalidad. Y en este sentido el arte es una forma excelsa de conocimiento.
De todos modos, resulta un tanto particular que en el modo de conocimiento genial, si bien la preponderancia es del conocimiento y hay un adormecimiento de la voluntad, el cuerpo continúa en escena, y el cuerpo es la voluntad hecha visible. Incluso el intelecto, esto es, el cerebro es voluntad y en ese sentido, la voluntad está encarnada en el cerebro, es decir, el intelecto es expresión de la voluntad. Entonces, ¿de qué liberación estamos aquí hablando? De algún modo afirmamos que la experiencia estética logra que el sujeto tenga más conciencia sobre las cosas y, por tanto, que no esté pensando en sí mismo, en sus dolores, preocupaciones y sufrimientos. Si es espectador de dolores y sufrimientos, por ejemplo, en la poesía, lo es en tanto imágenes, que han transfigurado la vida y la han convertido en algo bello, pero no en tanto que padezca eso que ve. De ahí que Nietzsche sostenga que:
Aquí, en este peligro supremo de la voluntad, aproxímase a él el arte, como un mago que salva y que cura: únicamente él es capaz de retorcer esos pensamientos de náusea sobre lo espantoso o absurdo de la existencia convirtiéndolos en representaciones con las que se puede vivir: esas representaciones son lo sublime, sometimiento artístico de lo espantoso, y lo cómico, descarga artística de la náusea de lo absurdo (NT, 78-79).
Por esta razón, podemos decir que la experiencia estética constituye una forma en la cual todo lo horrendo de la existencia se vuelve bello; entonces, la liberación es un mirar desde una “distancia artística”39 la vida, de modo que la calma de la voluntad solo se da si estamos distanciados de nosotros mismos. Pero esa distancia solo se da por un momento. En este contexto, podemos hablar de un sedante pasajero de la voluntad; este sedante es el arte. No podemos aquí hablar aún de una supresión plena de la voluntad. Sin embargo, la pregunta que queda es: ¿queremos desembarazarnos de la voluntad? ¿Queremos salir de las rejas del cuerpo, es decir, de la voluntad hecha visible, tal como en el Fedón de Platón se anunciaba? ¿Queremos entonces la muerte? Parece que, desde una consideración schopenhaueriana del arte podemos ver que lo que estamos buscando es justamente esto; hay algo así como una voluntad de muerte que se anuncia en la consideración sobre la tragedia. De ahí que nuestro autor afirme que “la verdadera tendencia de la tragedia, el fin último de la representación intencionada de los sufrimientos de la humanidad, sigue siendo instar a la renuncia de la voluntad de vivir” (MVR, II, 37, 497, 486).
Sin embargo, podemos sostener que en el párrafo anterior hay dos preguntas distintas, pues tal vez desembarazarnos de la voluntad no sea lo mismo que querer la muerte. Cuando Young problematiza el papel de las emociones en el arte, consideradas estas como modificaciones de la voluntad, y considera que el arte proviene de las más intensas emociones y, además hace que sintamos emociones intensas (Young, 2005, 114)40 ¿Por qué eliminarlas del escenario de la producción y de la contemplación artística? Ciertamente en la experiencia estética hay un silenciamiento de la voluntad, por tanto, de las emociones —líneas atrás habíamos visto que para Schopenhauer las emociones se convierten en falseadoras del conocimiento—; pero debemos tener presente igualmente que se trata de un silenciamiento de mí voluntad, es decir, de mis emociones; de ahí que el genio se haya disociado de su propio yo; su propio yo se diluye aunque sea por un momento.
Así pues, en la experiencia estética el genio, para poder serlo, se desembaraza de su propia voluntad y, con ello, de sus propios temores y sufrimientos como individuo. Sin embargo, en el análisis sobre el sentimiento de lo sublime, es decir, aquel sentimiento que se produce cuando los objetos a contemplar tienen una relación hostil con la voluntad humana en general (MVR, I, §39, 237; 256), “somos sin voluntad ante lo sublime porque, aunque sentimos emociones, en particular humillación y miedo, se trata de una emoción disociada, emoción que, por decirlo así, sentimos por otro más que por nosotros mismos”41 (Young, 2005, 120). Esta concepción de una emoción disociada permite comprender algo así como un doble aspecto de la voluntad. Por un lado, está mí voluntad, la que se objetiva como mí cuerpo y la que se convierte en la fuente de mis dolores y sufrimientos, pero por otro lado está la voluntad, única e indivisible, verdadera esencia íntima del mundo. Cuando el genio logra convertirse en puro sujeto de conocimiento, está liberándose de su voluntad, de sus emociones, esto es, de su deseo; por eso deja de ser, por un momento, un sujeto que sufre, incluso un sujeto que quiere y que está en pro de sus afanes personales, para darle expresión directa a la voluntad como cosa en sí. Pero el genio, como contemplador y productor de la obra de arte, representa las ideas platónicas y, en el caso del hombre, representa la humanidad; tanto las alegrías como los pesares de la misma.
Por esta razón, ante el sentimiento de lo sublime, por ejemplo, no será nuestro temor sino el de la humanidad el que propiamente sentimos, pues nuestro yo se ha disociado y, con ello, sus emociones. E incluso, respecto a la poesía lírica, es la emoción universal y no personal la que allí se expresa (Young, 2005, 115). De ahí que “la persona que ha perdido el amor de su vida o está aterrado por el vasto cielo de la noche, no soy yo sino todos nosotros”42 (Young, 2005, 124), aunque sea ejemplificado en un yo particular y determinado. Lo anterior significa que si bien el arte puede de algún modo producir emociones en el espectador y, además, puede ser la fuente de la producción artística, esas emociones no son las mías sino las que propiamente siente la humanidad. En términos de Freud, se trata del “sentimiento oceánico” (Young, 2005, 124) o, en términos de Schopenhauer, de sentir que “somos uno con el mundo y por eso su inmensidad no nos aplasta sino que nos eleva” (MVR, I, §39, 242; 260). De lo contrario, no tendríamos un sujeto que le ha dado prioridad al conocimiento sobre su voluntad, como de hecho ocurre en la representación artística que acontece, justamente, con independencia del principio de razón y de individuación.
En este punto salvamos lo más característico y valioso del arte, a saber, que nos lleve a sentir fuertes emociones y que sea producto de ello, siempre y cuando sepamos que se trata de emociones disociadas, que no me pertenecen en tanto el yo se ha disuelto, para transformarse en un puro e involuntario sujeto de conocimiento: ¡no soy yo, es la humanidad la que así sufre! Esto explica en parte por qué el genio solo puede liberarse y suprimir la voluntad por un momento y no logra liberarse por completo y para siempre de la misma, pues todavía está presente la voluntad en general. Logra parar, por un momento, la rueda de Ixión, pero esta logra moverse de nuevo, en la medida en que todavía hay algo que la mueve, a saber, la voluntad.
A partir de lo anterior, podemos sostener entonces que a través de la experiencia estética deseamos desembarazarnos de la voluntad, de mí voluntad y, con ello, deseamos un calmante de nuestro sufrimiento, aunque sea por un momento. De lo que se trata es de suprimir, por un momento, los dolores y sufrimientos que padece el yo, que padecemos cuando tenemos centrada la conciencia hacia adentro, es decir, hacia nosotros mismos, y de algún modo, desde una “distancia artística”, ver la vida como si fuera bella, aun cuando en el arte también se represente lo feo de la existencia43. Así pues, la liberación del mundo que experimenta el genio supone una transformación de sí mismo, un cambio en el estado de su conciencia, pero también una transformación de las cosas individuales al elevarse en ideas platónicas.
Es la transformación de la conciencia ordinaria en conciencia estética la que se convierte en condición de posibilidad para la liberación del mundo de la necesidad y de la determinación, es decir, del sufrimiento; por esta razón, decimos que el genio sufre una metamorfosis trascendental. Y también esa conversión del sujeto que quiere y que ve relaciones de utilidad en las cosas, es condición de posibilidad para ver en estas lo que expresan, a saber, las ideas platónicas. Tanto la transformación como la liberación suponen la salvación (MVR, I, §48, 274; 287). Pero como bien sabemos por experiencia, ni lo bueno ni lo bello duran por mucho tiempo, así que tanto la transformación como la liberación se dan en un tiempo determinado, no para siempre, pues el teatro del mundo continúa y requiere que sus marionetas estén bien pegadas a sus hilos, esto es, que estén listas para representar los papeles que el director de escena pide. Es decir, la distancia que podemos tomar de un mundo determinado es simplemente aparente, pero nos da un espacio para respirar.
Ahora bien, dentro de la caracterización del genio podemos pasar a una consideración sobre la obra de arte que resulta pertinente para este trabajo. Siguiendo a Young, podemos decir que cuando Schopenhauer se refiere a las ideas platónicas como objeto del arte, esta expresión a primera vista parece bastante exótica; sin embargo, los objetos del arte son “los objetos ordinarios de la percepción, percibidos de una forma especial: concentrándose en lo que resulta ser universal”44 (Young, 2005, 130) en ellos. Se trata entonces de mirar en la particularidad aquello que es universal, pero no mediante un proceso de abstracción conceptual, sino a través de una intuición poderosa que solo tiene el genio.
Vemos cómo hay una insistencia de lo universal en el arte, de cómo este representa la vida y no las vidas particulares, pues sabemos desde Kant que solo lo universal es comunicable, en este caso a través del arte. Sin embargo, el arte pone su atención también en lo particular, como lo señala Young, pues “uno no puede tratar las cosas como intrínsecamente valiosas, como fines en sí mismos, a menos que uno sepa qué son en sí mismos”, así que “poner atención a lo que es único en las cosas, es un imperativo moral importante”45 (2005, 149).
Se trata nuevamente de algo así como el universal concreto, para decirlo en términos chirriantes a los oídos schopenhauerianos, pues la obra de arte representa una particularidad llena de matices con los cuales ha sido construida y a través de ella comunicado algo universal. En términos de Nietzsche, este proceso consiste en idealizar el objeto (Young, 2005, 132). Así pues, el conocimiento de las ideas platónicas es el conocimiento de lo universal en tanto que la idea es universal. Pero esa universalidad solo se conoce en lo concreto, que es a lo que atiende justamente el genio.
Volviendo nuevamente a la consideración de la genialidad como una forma de liberación del mundo a través de la transformación de sí mismo en sujeto puro e involuntario de conocimiento, podemos sostener ahora que este viaje de ida y de regreso que emprende el genio, es decir, ese convertirse en genio y volver a ser un hombre ordinario, ese parar y hacer mover la rueda de Ixión constantemente, debe producir algo en el hombre con disposición genial. No puede ser un ir y volver sin más. ¡Un ir y volver al mundo, tendrá que producir algo en quien contempla! ¿Qué producirá? Tal vez una mayor comprensión de qué es el mundo y de cómo hacerlo soportable, es decir, de cómo embellecerlo o, por lo menos, apartarse de él. Y a mayor comprensión, tal vez, mayor liberación. ¿Qué esperanza nos queda a nosotros, hombres y mujeres vulgares, que no poseemos las dotes del genio?
Ciertamente, el genio puede transformarse y liberarse en virtud de su capacidad cognitiva; en efecto, él es figura extrema que no conoce de los puntos medios. ¿Su genialidad tendrá algún impacto sobre los demás hombres? Sin duda alguna, el legado que le deja al mundo es inconmensurable, pero además él también ejercerá un papel pedagógico para los demás, pues nos dice cómo enfrentar la vida y nos indica además cómo el conocimiento tiene una función purificadora y aliviadora.
El genio es como un entrenador para grandes faenas. Finalmente, no podemos terminar este apartado de caracterización del genio sin antes mencionar una preocupación de género que varios comentaristas han resaltado. Schopenhauer sostiene en un paréntesis del capítulo 31, volumen 2, que “las mujeres pueden tener un talento significativo pero no genio: pues siguen siendo siempre subjetivas” (MVR, II, 31, 449; 439).
Esto puede ser cuestionable, en la medida que apela a un elemento idiosincrático y no descriptivo, tal como lo anota el propio Young (2005, 126), en tanto que las mujeres fueron y han sido excluidas por mucho tiempo de las artes y de las ciencias y esta situación de opresión ha impedido la elevación de su estado de conciencia.
La transfiguración de la vida
En la obra fundamental de Schopenhauer, y después de nuestro acercamiento a la figura del genio, hemos llegado al momento en el que nuestro autor realiza una gradación de las artes46. Esta gradación depende del grado de objetivación de la voluntad, lo que permite una conexión sistemática entre las ideas platónicas y su presentación en el arte.
En la presente investigación pasaremos brevemente por las artes correspondientes a los grados más bajos de objetivación de la voluntad y nos centraremos detenidamente en la tragedia y en la música como artes que, de algún modo, trabajan por resolver el problema de la existencia y que, además, son expresión de una genialidad absoluta. De cierta manera podemos sostener que la gradación de las artes está conectada con una cierta gradación de la genialidad, es decir, que en lo más alto de la escala artística está también la más alta genialidad. Es momento de dar paso al desarrollo de esta tesis.
La arquitectura está en el grado más bajo de las artes debido a que representa los grados de objetivación de la voluntad más bajos: la gravedad y la rigidez principalmente, además revela la esencia de la luz. En un peldaño más arriba se encuentra el arte de la conducción del agua que revela las ideas de la materia fluida pesada. A continuación, se encuentra la jardinería artística, pero la belleza que esta muestra pertenece casi en su totalidad a la naturaleza. Siguiendo con esta gradación nos encontramos con la pintura paisajística cuyo objeto es el mundo vegetal. Hasta este punto de la gradación de las artes predomina la cara subjetiva del placer estético, de ahí que la genialidad sea más baja tanto en esta producción como contemplación estética, pues no ha llegado el momento de la objetividad.
Desde este momento de la gradación, el predominio será el de la cara objetiva del placer estético. Aquí nos encontramos, en este peldaño, con la pintura y escultura animales. Sin embargo, debemos anotar aquí que a las plantas y a los animales podemos contemplarlos estéticamente, sin mediación directa del arte. Esta afirmación resulta sugestiva, puesto que la naturaleza misma puede ser considerada bella, lo que significa, entre otras cosas, que el arte no siempre es superior a la naturaleza, es decir, que la naturaleza es solo balbuceo e imperfección y el arte, mediante la captación de las ideas platónicas, viene a remediar eso imperfecto. Tenemos en otro peldaño a la pintura histórica y a la escultura; estas representan el más alto grado de objetivación de la voluntad, es decir, la belleza humana y al que ve esta “no le puede dañar ningún mal: se siente en consonancia consigo mismo y con el mundo” (MVR, I, §45, 260; 275)47. El objetivo principal de la escultura consiste en representar la belleza y la gracia. Por su parte, el objetivo de la pintura es representar la belleza, la gracia y el carácter, mediante la cara y el gesto, principalmente.
En la representación humana aparece, según nuestro autor, la dificultad de poner conjuntamente el carácter de la especie y el carácter del individuo; este último es el que propiamente se denomina carácter en el hombre y, de acuerdo con nuestro autor, debe ser captado idealmente. ¿Qué significa esto? Según nuestro autor, para representar perfectamente el carácter del individuo, el artista debe anticipar lo bello antes de la experiencia, pues ningún conocimiento de lo bello es posible estrictamente a posteriori. Y, “en el auténtico genio esa anticipación va acompañada de un grado de discernimiento tal que, al conocer en las cosas individuales su idea, por así decirlo, comprende la naturaleza a la mitad de la frase y expresa con pureza lo que ella solo balbucea” (MVR, I, §45, 262, 277). Es esa anticipación lo que se conoce como ideal de belleza; por otro lado, la genialidad está dada en parte por esa capacidad de anticipación, de discernimiento48 y de idealización del objeto, capacidad que está dada en virtud de su cerebro portentoso. En este contexto, podemos entonces sostener que una consideración de este tipo nos muestra la imperfección propia de la naturaleza, sus errores, y cómo a través del arte es posible llegar a representar el grado máximo de perfección de los objetos, de lo que ellos expresan.
Además, ese conocimiento artístico que ha captado la esencia del mundo y de la vida es un aquietador de todo querer, pues de él “nace la perfecta resignación que constituye el espíritu más íntimo del cristianismo y de la sabiduría hindú, la renuncia de todo querer, la conversión, la supresión de la voluntad y con ella de todo el ser de este mundo: es decir, la salvación” (MVR, I, §48, 275, 287)49. Vemos nuevamente aquí el papel salvífico del arte. Y si es un conocimiento que ha captado la esencia del mundo, el artista, esto es, el genio, comprende el sufrimiento del mundo y de la vida y señala a la vez la necesidad de transfigurarlo en algo completamente bello. Pero para esta transfiguración se requiere aquietar el querer, dejarlo como estando dormido, de tal modo que el arte se constituya en un salvador, por un momento.
Ahora bien, hemos visto que la pintura y escultura históricas representan la más perfecta objetivación de la voluntad: la idea de la humanidad. Sin embargo, este no es el peldaño superior en la gradación de las artes, porque “los que viven en mármol o en lienzo no conocen de la vida más que un solo instante exquisito, eterno, es cierto, en su esplendor, pero reducido a una sola nota de pasión o a un sólo aspecto de calma” (Wilde, 1986, 41). Si esto es así, ¿qué sigue en ese ascenso y qué representa? Nada más y nada menos que la poesía50. Su objeto sigue siendo el hombre pero representado mediante una cadena de acciones, con sus pensamientos y afectos acompañantes (MVR, I, §51, 288; 299), pues “los [hombres] que el poeta hace vivir tienen miles de emociones de alegría y de terror, de amor y de desesperación, de placer y de sufrimiento” (Wilde, 1986, 41). El poeta presenta, según Schopenhauer, caracteres y situaciones significativas y así representa la esencia de la humanidad en todo su esplendor. Es el reflejo pleno de la humanidad y le hace consciente a ella de todo lo que siente y de todo lo que la agita, pues “allá como acá exigimos un fiel espejo de la vida, de la humanidad y del mundo, pero esclarecido por la exposición y convertido en relevante por la composición” (MVR, I, §51, 297; 307).
De este modo, y siguiendo a Magee, podemos señalar que para Schopenhauer, cuando se trata de lo humano, es el lenguaje el que se convierte en el medio estético por excelencia, ya que permite la comprensión y la comunicación del movimiento, principalmente, del movimiento del sentimiento. Así pues, “las artes verbales, dado que son inherentemente discursivas, son en general las más aptas para la comunicación de comprensión del grado superior de objetivación de la voluntad, el individuo humano con su personalidad y destino únicos” (Magee, 1991, 195).
En la cumbre de la poesía encontramos la tragedia. Lo anterior debido a la magnitud de su efecto y a la dificultad de su resultado. La tragedia es “la representación del aspecto terrible de la vida; que lo que aquí se nos exhibe es el indecible dolor, las calamidades de la humanidad, el triunfo de la maldad, el sarcástico dominio del azar y el irremediable fracaso de lo justo y lo inocente: pues aquí se encuentra una importante advertencia sobre la índole del mundo y la existencia” (MVR, I, §51, 298; 308). Así pues, la gran desgracia es esencial a la tragedia y, con ello, se produce la renuncia a la vida y a la voluntad de vivir51. De acuerdo con Schopenhauer la tragedia nos llega de un modo tan profundo, debido a que “despierta en nosotros la conciencia de la posibilidad de enfrentarnos a nuestro propio ser. Es decir, adivinamos a través de ella la posibilidad de nuestra liberación de la esclavitud a la voluntad de vivir, fuera del reino de la respuesta estética” (Magee, 1991, 196-197). Resulta relevante esta posición de Magee porque a través de la figura del héroe trágico, principalmente, recordamos la posibilidad de enfrentarnos a nosotros mismos y a nuestro miedo a aceptar una existencia atravesada por el dolor, el azar, el miedo y el sufrimiento; y también porque es la tragedia la que de algún modo avisa el tránsito de la estética a la ética, es decir, el paso del genio al santo.
Debido a su conexión con el lado terrible de la existencia, el placer que produce la tragedia está conectado con el sentimiento de lo sublime y, precisamente esto produce un no querer la vida, pues el héroe y el espectador sienten que “es mejor arrancar su corazón de la vida, evitar quererla, no amar el mundo ni la vida; con lo cual, en su más hondo interior se suscita la conciencia de que para un querer de otro tipo ha de haber también otro tipo de existencia” (MVR, II, 37, 497; 485)52. Así pues, la tragedia nos hace más clara la convicción de que la vida “es un sueño del que tenemos que despertar” (MVR, II, 37, 496; 484). Más fuerte aún, que la vida es un mal sueño53. De este modo, el fin de la tragedia es instar a la renuncia de la voluntad de vivir y el espíritu trágico consiste en la resignación, debido a que no vale la pena sentir apego por la vida ni por el mundo, en tanto que estos no proporcionan verdadero placer. Sin embargo, me parece curiosa la idea de un “querer otro tipo de existencia”, dado que de algún modo señala la necesidad de pensarse otra vida, más aún, otra forma de vida y no solamente dirigirse a una voluntad de muerte sin más, pues, ¿qué alcance tiene la aspiración e incluso la renuncia a la voluntad de vivir? No puede ser el hundirse en el suicidio54, por lo menos no puede ser esta la regla, sino la excepción. Parece que la resignación es la respuesta, pero aun cuando se haya producido este efecto, la vida continúa y tendría que continuar, tal vez de otro modo. ¿Cómo entender entonces la resignación de la voluntad de vivir? Es algo así como un no poder morir, un tener que vivir bajo la comprensión del sufrimiento como esencia del mundo y, desde una distancia artística, embellecer eso que se ha dado como sufrimiento. Pero también puede ser un querer la muerte por completo, aunque dicho querer solo puede ser alcanzado por la comprensión del mundo desde otra perspectiva y no mediada por la sola pasión o el mero querer que el mundo sea distinto a como efectivamente es. La resignación de la voluntad de vivir por parte de los personajes reales es aquello a lo que está destinada la filosofía de Schopenhauer, de acuerdo con Magee, por lo que podemos vislumbrar cada vez más fuerte el tránsito de la estética a la ética, del genio al santo.
Sin embargo, no todo es tragedia. Contrario a ella tenemos la comedia “y con ella la exhortación a seguir afirmando la voluntad de vivir” (MVR, II, 37, 500; 488). En la comedia no hay propiamente resignación, sino que todavía prevalece la esperanza. Sin embargo, la comedia debe “bajar el telón en el momento de gozo, para que no veamos lo que viene después” (MVR, II, 37, 500; 488). En otras palabras, la comedia oculta el fatal desenlace de la existencia. Pero una dosis de comedia en medio de la tragedia puede aligerar las cargas de los actores y espectadores del mundo; es la comedia entonces una cara indispensable de la vida y de su afirmación. Quizá la risa es también un calmante de los dolores y sufrimientos55, no en vano “lo que a un bello paisaje es la vista del Sol surgiendo repentinamente de entre las nubes, eso es a un rostro hermoso la aparición de su risa. Por eso ridete, puellae, ridete!” (PP, II, §208, 449; 435).
Hasta este punto mucho preguntarán: ¿qué pasa con la música? De acuerdo con nuestro autor, la música está separada de las demás artes y, en ese sentido, está por fuera de la gradación. “Y así tenía que quedar, ya que ningún lugar era apropiado para ella dentro de la conexión sistemática de nuestra exposición”, pues “en ella no conocemos la copia, la reproducción de alguna idea del ser del mundo” (MVR, I, §52, 302; 311) ¿Por qué sucede esto así? Porque la música es objetivación e imagen inmediata de la voluntad; es copia de la voluntad como cosa en sí, no de las ideas; por eso, actúa en lo más íntimo del hombre de manera poderosa. Según Safranski, “la música es el negativo de la representación, la cámara obscura, el juego de lo fenoménico sin materia, la repetición del mundo sin cuerpo” (citado por Labrada, 1996, 103). Así que a la pregunta en torno a qué es el mundo, la respuesta bien puede ser que el mundo es voluntad hecha cuerpo o música hecha cuerpo; expresa la esencia interior, expresa la alegría, el dolor, el espanto, el júbilo y no este o aquel dolor o alegría o júbilo o espanto. La música considerada como expresión del mundo resulta ser un lenguaje universal que se toca en todos los tiempos, que no perece. En palabras de Schopenhauer, “la música es el ejercicio oculto de la metafísica por parte de un espíritu que no sabe que está filosofando” (MVR, I, §52, 313; 321). De ahí el efecto tan poderoso sobre el hombre, pues de algún modo la música narra la historia de la voluntad.
Que la música sea radicalmente diferente de las demás artes, es una idea que no es nada nueva, pues ha sido afirmada por muchos autores en distintas épocas: “Y la distinción siempre se ha asociado al hecho de que la música no describe nada del mundo de los fenómenos. Esto también dio lugar hace mucho tiempo a la idea de que la música tenía que tratar de otro mundo” (Magee, 1991, 199). Siguiendo a Magee la música parece ser algo así como una alternativa al mundo, es como si fuera el mundo mismo visto con ojos estéticos, sin negar por ello que haya sufrimiento, agitación constante; pero esto son movimientos que están alejados de los tormentos reales. Esta, además, habla de las regiones inescrutables de la voluntad, expresa la comprensión y el conocimiento de la naturaleza íntima de nuestra propia voluntad y, me atrevo a sostener, de la totalidad del mundo. Así pues, tienen mucho sentido las siguientes palabras de Oscar Wilde bajo su personaje Gilbert:
Después de haber interpretado a Chopin me siento como si hubiera llorado por unos pecados que nunca cometí y llevase el luto por unas tragedias que no me atañen. La música me produce siempre ese efecto. Nos crea un pasado que desconocíamos y nos llena del sentimiento de penas que fueron hurtadas a nuestras lágrimas. (1986, 17)
Y así como la música es movimiento, parece que la voluntad fuera, de algún modo, movimiento. Así que podemos decir que esta vida es en esencia movimiento y que el movimiento es sufrimiento. Como bien habíamos mencionado líneas atrás, la gradación de las artes también puede implicar una gradación en el genio. De acuerdo con Magee, el músico, es decir, el compositor sería “la forma más pura, más incorrupta del genio, porque es la menos contaminada por el pensamiento conceptual o por la intención consciente” (1991, 201), precisamente porque comunica una tremenda sabiduría en un lenguaje que no proviene de la razón sino de la más poderosa de las intuiciones56.
El músico es pues el gran genio, su condición de ser sujeto puro de conocimiento alcanza el punto más alto. Y dado que la invención de la melodía es la obra del genio y su producción está alejada de la reflexión o intención, en el compositor el hombre está completamente separado y diferenciado del artista. Esto no sucede en las otras artes (MVR, I, §52, 307; 316), lo que prueba en parte el hecho de que el más grande de los genios es, sin duda, el compositor. Esto sucede en el lado de la producción artística. Sin embargo, ¿qué pasa con la recepción, es decir, con quien contempla, en este caso, la música?
De acuerdo con Magee:
Los intervalos armónicos fundamentales impregnan el entorno material dentro del cual el hombre ha llegado a la existencia, y del que está formado. Lo que todo esto indica, creo, es que algunos de nuestros mecanismos de respuesta ante la música están programados en nosotros en niveles mucho más primitivos e «inferiores» que aquellos que tienen que ver con el lenguaje, niveles que son muy anteriores a la condición del ser humano. Y parece evidente que este hecho guarda relación con nuestra sensación de que la música nos llega más adentro que las palabras. (1991, 205)
Lo que significa que la contemplación estética de la música puede abarcar a la humanidad entera, con sus variaciones, de acuerdo a la capacidad cognoscitiva, pero ejerce un efecto altamente poderoso, mucho más poderoso que cualquier otro arte, mucho más poderoso que el lenguaje debido a su carácter más primitivo que el lenguaje57. Sin duda, resulta importante recordar, como bien lo hace Magee, que los intervalos básicos que conforman la música occidental están contenidos en el mundo, son inherentes a él, descubrimiento atribuido a Pitágoras (1991, 205). Por lo tanto, parece ser cierto que la música es equivalente al mundo, de modo que: “El lenguaje es puramente una creación humana; pero la música está arraigada en la naturaleza de las cosas” (Magee, 1991, 205). Con base en lo anterior es posible sostener el papel fundamental del oído en la comprensión del mundo, pues la poesía y la música están relacionadas con la escucha y no tanto con la visión; es como si el oído recibiera el mensaje secreto, la revelación del enigma del mundo58.
Para retomar una de las tesis más importantes de este apartado, podemos sostener que el más grande de los genios es sin duda el compositor, y si la contemplación estética tiene un componente de genialidad, a través de la música el espectador puede participar de esta. Nuevamente afirmamos el papel del arte como calmante pasajero en esta vida de dolor y sufrimiento, y cómo a través de la contemplación y de la producción estética, en el caso de la música, se revela la totalidad del mundo, con sus colores ardientes.
Razón tiene Schopenhauer al decir que “el hombre corriente solo ve cosas en el mundo pero no ve el mundo, el artista en cambio sí lo hace y por ello pregunta: ¿qué es todo esto y cómo se ha hecho esto? (MVR, II, 31, 437; 429). De este modo el artista parece preguntarse por la totalidad del mundo y de la vida, así que “no solo la filosofía, también las bellas artes trabajan en el fondo para resolver el problema de la existencia” (MVR, II, 34, 463; 454). Entonces esta consideración del genio y de la experiencia estética está entretejida con la vida, con la pregunta qué es la vida, y quizá no solo con ella sino también con la pregunta cómo vivir bien, aun cuando la vida sea en esencia sufrimiento. Frente a esta pregunta, las artes propiamente no responden a través de conceptos, no dicen, muestran. En otras palabras las artes hacen lo siguiente “¡Mira aquí, esto es la vida!” (MVR, II, 34, 464; 455), y así disipan la niebla.
Como la filosofía también está llamada a resolver el problema de la existencia, ella es el vino, y las artes las uvas. ¿Qué significa esto? Mientras las artes muestran, por eso de algún modo representan, son espejo, la filosofía dice qué es la vida y lo hace a través de la universalidad del concepto, esto es, a través de la reflexión in abstracto.
Sin embargo, ¿la pregunta por la vida es una pregunta que pueda responderse? Tal vez no. Es más bien una pregunta que se mantiene abierta a lo largo de la vida misma y que tal vez más que responderse solo pueda mostrarse, de ahí el poder de la visión artística del mundo. Razón tiene Wittgenstein al sostener que “lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, es lo místico” (TLP, 6.552, 183).
Así pues solo a través del arte es posible, según Wilde, que el hombre logre su perfección, pues solo este nos preserva de los peligros de la existencia real (1986, 65), debido a que “la vida nos engaña con sombras como un manipulador de marionetas” (1986, 59). En este sentido, no podemos recurrir a la vida para alcanzar los placeres, por ejemplo, sino que debemos recurrir al arte para todo, “porque el arte no nos hiere nunca. Lloramos, pero no nos sentimos heridos. Nos afligimos, pero no es amarga nuestra pena” (1986, 65), ya que el arte es de cierta manera una liberación.
Como podemos ver, el arte es un calmante para la voluntad, purifica el mundo y al sujeto que casi siempre está sometido al servicio de la voluntad; en términos de Wilde, el arte crea nuevos mundos y nos lleva a viajar por ellos. Tal vez la genialidad es una forma de liberación del mundo en la medida en que crea nuevos mundos a través de los colores, los sonidos y los materiales del arte, y por supuesto, a través de la contemplación, porque esta, según Wilde, ensancha la visión. Tal vez solo creando nuevos mundos resulta posible soportar la existencia, pues quizá es una forma de mostrar que el mundo no siempre es solo voluntad o solo representación.
Santa Cecilia se cansa del espectáculo
Ahora bien, volvamos a la música y empecemos a comprender por qué nuestro autor sostiene que esta es una copia inmediata de la voluntad, expresión del mundo y su comprensión exige que sea asumida como un capítulo aparte de las bellas artes. Para ello, nuestro autor emprende la tarea de establecer una analogía entre la música y las ideas platónicas, de tal modo que sea posible comprender la estructura de la voluntad y el hecho de que la música sea una copia de esta. Esta analogía, como bien sabemos, se encuentra en el orden del conocer pero no en el orden del ser; que lo comprendamos así para hacernos una imagen de cómo está estructurada la voluntad a la luz de las ideas platónicas no implica empero que la voluntad sea así, pues la voluntad escapa a la representación, y por ello, la música no representa ninguna idea.
Según Schopenhauer, en las notas más graves de la armonía, están representados los grados inferiores de la objetivación de la voluntad. “Así pues, el bajo fundamental es a la armonía lo que al mundo la naturaleza inorgánica” (MVR, I, §52, 305; 314). Entre el bajo y la voz cantante que lleva la melodía, está presente toda la gradación de las ideas, a saber, parte de la materia inorgánica, las plantas y los animales. ¿Y qué es aquí la melodía? Según Schopenhauer, en ella se reconoce el grado superior de objetivación de la voluntad: el hombre. La melodía es la voz cantante que dirige el conjunto; ella narra unitariamente, de principio a fin, la historia secreta de la voluntad (MVR, II, 39, 516; 503). En este sentido, la música, siguiendo a nuestro autor y a muchos otros, es el lenguaje del sentimiento y de la pasión. De algún modo la música no solo habla el lenguaje de la voluntad nouménica sino también de mi voluntad, de mis más oscuros impulsos, “pero separados de la realidad y lejos de su tormento” (MVR, I, §52, 312; 320), pues “los movimientos de la voluntad son aquí transportados al terreno de la pura representación” (MVR, II, 39, 516; 503), de ahí que no nos hieran ni atormenten.
Debemos tener cuidado en este punto porque líneas más arriba hemos sostenido que la música no representa ninguna idea y que en razón de ello está separada de la gradación de las demás artes, aunque el propio Schopenhauer sostiene que la música expresa el mundo, es su equivalente, es copia de la voluntad. Tal vez la música permite representarnos los movimientos de nuestra voluntad y los movimientos del mundo. Pero esto no significa que la música represente, porque la música es el mundo y soy yo quien me represento el mundo. Desde esta perspectiva podemos sostener que las artes que ocupan la jerarquía más baja representan, en este caso, la arquitectura, la escultura y la pintura. Pero cuando se trata del hombre y de los movimientos internos de su alma, se requiere, ya no solo la representación de su idea sino de la expresión de los estados de su alma, de ahí que la poesía sea más que representativa y se convierta en un arte de carácter expresivo. Pero la música, al ser copia inmediata de la voluntad, ya no puede representar ni tampoco expresar sin más, tal vez su papel sea el de presentar la totalidad del mundo, el de presentar al mundo estéticamente59.
Ahora bien, según nuestro autor, la melodía consta de un elemento rítmico y otro armónico, de hecho, la melodía se consigue “en una alternativa escisión y reconciliación de ambos” (MVR, II, 39, 58; 505), tal como es el movimiento de la voluntad, de mi voluntad, en la consecución de sus deseos y en el afán de conseguir estos, en una palabra, la melodía muestra la inquietud que produce la voluntad.
Siguiendo a Alperson, podemos agrupar la analogía entre la música y las ideas platónicas en tres momentos. En el primero nos encontramos con la estructura elemental y armónica de la música, que “refleja la entera gradación de las Ideas en donde la voluntad se objetiva” (1981, 157). En el segundo encontramos la estructura melódica que “refleja la vida consciente del hombre, el grado más alto de objetivación de la voluntad” (1981, 158) y finalmente la estructura rítmica que “refleja ciertas características de la lucha humana” (1981, 158)60. Esta última categoría muestra efectivamente cómo el hombre se caracteriza porque su voluntad aspira, satisface sus deseos y vuelve a ambicionar nuevas cosas. Así pues, la melodía “expresa el multiforme afán de la voluntad, pero también expresa su satisfacción mediante la recuperación final de un intervalo armónico, y en mayor medida, de la tónica” (MVR, I, §52, 307; 316). Ahora bien, no podemos olvidar que el efecto de la melodía está determinado por el acompañamiento de todas las demás voces, en otras palabras, la melodía y la armonía se requieren mutuamente. De ahí que la música no solo sea el lenguaje de las pasiones de los hombres, sino que además refleja la totalidad de los movimientos y de las luchas del mundo; la lucha por persistir en el ser o renunciar a este, de cada una de las partes y la continuidad que de algún modo refleja el mundo, su esencia íntima.
Tal vez una de las razones por las cuales decimos que la música es la copia del mundo, de la totalidad del mundo, está dada porque es pura forma; asimismo la totalidad del mundo solo puede ser representada como pura forma, esto es, con independencia de la palabra. Entonces, como la música propiamente no tiene contenido o materia, es más universal que todas las demás artes, habla de todo y solo se percibe en el tiempo, no en el espacio. Ahora bien, como hemos podido ver líneas atrás, la música es copia inmediata de la voluntad. Esta expresión puede ser un tanto compleja de entender, pues sabemos que la voluntad como cosa en sí escapa a la representación, sin embargo, podemos sostener que la música es algo así como la voz de la voluntad.
Siguiendo una vez más a Alperson, la música parece tener una función reveladora. De acuerdo con el autor, “podemos decir que la visión de Schopenhauer sobre la música contiene una teoría de la ‘revelación’. Esto significa que la música penetra o rompe a través de lo contingente, del mundo de la apariencia para referirse a una realidad que está más allá, es decir, a una realidad trascendente”61 (1981, 159). Sin embargo, el mismo Alperson sostiene que Schopenhauer falla en su intento de mostrar que la experiencia musical nos provee de una revelación única, pues su teoría musical nos lleva a una paradoja que Alperson describe del siguiente modo: si lo que se revela en la música no puede expresarse en proposiciones específicas, entonces no es posible decir qué se ha revelado, así que la música nos provee de una revelación vacía. Pero si lo que revela la música es expresable en un cuerpo de proposiciones, resulta entonces difícil aceptar y valorar la música por su función reveladora. Pero el propio Schopenhauer sostiene que aquello que es revelado en la música es inexpresable, aunque puede ser especificado. La conclusión a la que nos lleva Alperson es que esta paradoja nos lleva a afirmar que la música no puede ser valorada por tener una única función reveladora (1981, 160).
Sin embargo, ¿la música es revelación? ¿Por qué? Como bien sabemos la música es copia inmediata de la voluntad, “en la música, efectivamente, como afirma Safranski, «la cosa en sí se pone a cantar»” (citado por Labrada, 1996, 106), su orden no es el de la representación de las ideas platónicas, pero sí el de la expresión del mundo (y quizá permita la representación más sublime de los estados del alma), su esencia interior, es decir, cada movimiento de la voluntad y cada movimiento de mi corazón. Es el mundo vuelto arte sublime, si se me permite la expresión.
En Parerga y Paralipómena II Schopenhauer sostiene que “«Bello» [schön] está sin duda emparentado con el inglés to shew y por lo tanto sería shewy, ostensivo, what shews well, lo que se muestra bien, lo que hace buen efecto; es decir, lo intuitivo que resalta con claridad, y por tanto la clara expresión de ideas (platónicas) relevantes” (PP II, §211, 451; 437). Este mostrar de alguna forma nos permite comprender por qué la música, según Alperson, es revelación, en la medida en que muestra qué es el mundo y cómo son sus movimientos, como también muestra qué soy yo y cómo es mi corazón. Sin embargo, dado que la música es pura forma, “un mero espíritu del mundo sin materia” (MVR, II, 39, 515; 502), no parece importar tanto qué sea esa revelación sino cómo afecte a quien escucha una melodía con sus acompañantes, y el poder que esta tiene en el incremento de la significación de la propia vida. Esa afección es en términos formales, así que la revelación de algún modo es una puerta que abre muchos caminos de comprensión, pues es la forma la que prima y no el contenido y todo el que haya escuchado música sabe de su infinito poder al momento de hacernos comprender los distintos estados del alma y los distintos movimientos que hacen parte del mundo. Lo que compartimos, sin duda, con Alperson es su comprensión de que “nuestra percepción de la música es, en gran parte, la percepción de un patrón inteligible y estructurado, que, como Schopenhauer nos recuerda, es una características fundamental de los patrones de la conciencia”62 (1981, 163). Así pues, la música tiene un referente en el curso de la mente.
Como hemos podido ver líneas atrás, la genialidad es una forma de liberación del mundo. Pues “convertirse en puro sujeto del conocimiento significa liberarse a sí mismo” (PP, II, §205, 443; 430) de la servidumbre de una voluntad, interesada en conseguir sus propios fines, cueste lo que cueste. Pero esa conversión del individuo en puro sujeto de conocimiento solo puede darse a través de la producción y contemplación del arte, pues en este proceso el puro sujeto de conocimiento se ha disociado, ya no es él mismo, sino el claro espejo del mundo, aunque lo sea por un momento. Así pues el arte tiene un papel salvífico, es decir, se convierte en una forma de salvación de un mundo que está sometido al sufrimiento y de una voluntad hecha cuerpo que no se satisface, aunque lo ansíe. Solo así, embelleciendo la vida, transfigurando la existencia a través de las artes, la vida es tolerable. Solo como fenómeno estético la vida es bella y, como lo dice Nietzsche, justificable; el arte tiene así un papel consolador. De este modo podemos afirmar que la liberación del mundo que procura el arte supone antes una metamorfosis, la conversión del individuo en puro sujeto de conocimiento, una conversión que no se decide sino que está dada en virtud de la capacidad cognitiva del sujeto.
Podemos decir, además, que la liberación del mundo por parte del genio está gradada de acuerdo con la jerarquía de las artes, es decir, de acuerdo con las ideas. Así pues, la mayor liberación se alcanza con la escucha de la música y en ese sentido, es el compositor, el más grande de los genios; su liberación es la más auténtica en tanto logra comprender la totalidad del mundo y sus movimientos a través de los sonidos que proporciona la música, en tanto esta es “la melodía para la que el mundo es el texto” (PP, II, §219, 458; 443). El genio, y el genio musical específicamente, pueden olvidar los tormentos de la vida; de hecho la vida, reproducida en el arte, no es tormentosa, es un espectáculo cognoscible, un lado de la representación no doloroso.
En este sentido, la música no hace más que “halagar la voluntad de vivir, ya que expone su esencia, le pinta de antemano sus éxitos y al final expresa su satisfacción y placer” (MVR, II, 39, 523; 509). Hasta el momento, todo parece color de rosa, sin embargo, el problema con el que se enfrenta el genio, el problema del arte y su intento por resolver a la pregunta qué es la vida, resulta ser que el consuelo y la salvación que procura es solo pasajera. La liberación es pues momentánea. Convertirse en puro sujeto de conocimiento, producir y contemplar las obras de arte “no le redime de la vida para siempre sino solo por un instante, y para él no constituye todavía el camino para salir de ella sino un consuelo pasajero en ella” (MVR, I, §52, 316; 324). Por eso decimos que la contemplación y producción estética, y la genialidad que esto conlleva, es un calmante, una droga que pierde su efecto al poco tiempo.
La música es pues “el momento en que cae el telón de la representación. Como afirma Safranski todo sigue estando presente, como dispuesto para la despedida” (citado por Labrada, 1996, 103), es el tránsito que afirma que hay algo más que debe hacerse con la voluntad para siempre y ya no solo por un instante. Es el momento en el que Santa Cecilia de Rafael sigue con el órgano en la mano, pues sabe del papel consolador y salvífico del arte, pero esto no es suficiente, debe mirar a otro lado, debe mirar arriba. Ella es el símbolo del tránsito entre el genio y el santo (MVR, I, §52, 316; 324). Aunque la tragedia, con su instar a la renuncia y a la resignación, ya nos anunciaba este momento de transición, la necesidad de buscar en otro lado qué hacer con el sufrimiento y el dolor luego de haber comprendido que es esencia del mundo, la música es ahora el telón cayéndose, y la poesía corresponde a cada uno de los actores dando la venia. Podemos sostener en este trabajo investigativo que la tragedia es el momento de mayor comprensión de qué sea el hombre y la música es el momento de comprensión de qué es el hombre y su relación con la totalidad del mundo. Es pues un momento que implica decir no más a los consuelos pasajeros, un momento de empezar a reconocer que la genialidad no es suficiente para curarse de los males del mundo. Que se abra el telón y comience una nueva escena, la escena en la que la voluntad es el único protagonista vestido en la figura del santo.
El santo. Una marioneta movida por nada
The Saint. A Puppet Moved by Nothing
Se ha abierto el telón para dar paso a una nueva escena; tal vez la última escena. Se trata de aquella en donde el protagonista es la voluntad vestida de santo o quizá el lobo vestido de oveja. Es la escena en donde, al parecer, se cortan los hilos de las marionetas para siempre. Si en la Ciencia jovial de Nietzsche vemos la incipit parodia anunciarse, en Schopenhauer tal vez veamos la incipit tragedia y el fin de la misma, a través de la forma de metamorfosis y de liberación que experimenta el santo. Será labor de nuestro capítulo establecer qué tipo de liberación logra el santo y cuál es su diferencia con la liberación que experimenta el genio. ¿Nos decidiremos por alguno? ¿Cuál es el camino más llevadero, aquel que estamos dispuestos a transitar así no seamos genios ni santos? Antes de responder a estas preguntas, el presente capítulo se dividirá en los siguientes momentos: en el primero caracterizaremos el obrar del hombre, pues allí está en juego lo que consideramos el móvil moral de las acciones y reconoceremos que el rasgo distintivo de este obrar es la necesidad. En este sentido, solo atribuiremos, junto con Schopenhauer, libertad a la cosa en sí. En el segundo, mostraremos cómo esa necesidad está atravesada por la afirmación de la voluntad de vivir, afirmación que fortalece el egoísmo, móvil antimoral por excelencia. En el tercero, veremos cómo en el santo, hombre que no solo se caracteriza por ser virtuoso y compasivo, se produce una contradicción de la voluntad con él, que es fenómeno, lo que conduce a la negación de la voluntad de vivir y, con ello, a la liberación permanente y definitiva de este mundo. Finalmente, cuando sentimos que de algún modo ha acabado el espectáculo ofrecido por el teatro del mundo, intentaremos transitar, sin ser genios ni santos, por uno de los dos caminos de metamorfosis y de liberación descritos, con el fin de hacer la vida más llevadera en medio del sufrimiento. Emprendamos esta tarea a continuación.
Santa Cecilia se vuelca al lado serio de la vida
Santa Cecilia de Rafael ha dejado el mundo del espectáculo y botando casi todos los instrumentos al suelo mira hacia arriba. Con cara de santa, casi imperturbable, se ha volcado al lado serio de la vida. Ha terminado la parodia. De ahí que el libro cuarto de El mundo como voluntad y representación se anuncia como la parte más seria (MVR, I, §53, 319; 327) del pensamiento schopenhaueriano, en tanto que está en relación con las acciones del hombre y su significado ético, por tanto, con la virtud y el móvil moral. Pero además porque es el momento en el que la voluntad considerada en sí misma alcanza un conocimiento más claro de sí, pues se conoce en el fenómeno más perfecto, es decir, en el espejo menos encubierto por la neblina: el hombre.
¿Así que lo más serio está del lado de lo práctico, de la pregunta en torno a qué hacer con el mundo? Tal vez no porque, en opinión de Schopenhauer, esa pregunta es ya teórica. Lo más serio está entonces del lado de los asuntos humanos, y el arte es un asunto humano y la comprensión del qué del mundo también. Pero volvamos “la virtud no se enseña, no más que el genio” (MVR, I, §53, 320; 327), de modo que ningún sistema ético puede producir hombres virtuosos ni santos, así como ninguna estética artistas; en este sentido, la ética no se enseña y ser virtuoso o santo no se escoge, de modo que el sabio estoico, aquel rígido muñeco de madera se ha desintegrado. Tampoco se escogía ser genio. De modo que “nuestro empeño filosófico solo puede alcanzar a interpretar y explicar el obrar del hombre” (MVR, I, §53, 312; 328), es decir, que su propósito es estrictamente descriptivo y no puede ser prescriptivo63. ¿Cómo es entonces el obrar del hombre? Determinado. ¿Por qué? Por los motivos, objetos del querer. ¿Acaso el hombre no es libre, no tiene un liberum arbitrium? No; el hombre no es libre en ese sentido. La libertad solo es de la voluntad como cosa en sí. Veamos qué significa esto.
Según Schopenhauer, “que la voluntad en cuanto tal es libre se infiere ya de que, en nuestra opinión, es la cosa en sí, el contenido de todo fenómeno. Este, en cambio, lo conocemos como sometido sin excepción al principio de razón en sus cuatro formas” (MVR, I, §55, 338; 343). En tanto que el hombre es fenómeno, sus acciones se producen con necesidad. En este sentido, podemos considerar que la libertad consiste en la independencia del principio de razón suficiente en sus cuatro formas, es decir, es la ausencia de necesidad y solo la voluntad nouménica no conoce la necesidad. Así pues, de acuerdo con el filósofo, la libertad es un concepto negativo, pues “con él pensamos la mera ausencia de todo lo que impide y obstaculiza” (LV, 3; 39).
Si bien es cierto que la libertad no se encuentra en las acciones de los hombres, pues estas se producen con la más estricta necesidad, esto es, de acuerdo con motivos, podemos considerar junto con Schopenhauer que la libertad se encuentra en el ser, es decir, en el carácter. De ahí que “la libertad que, por consiguiente, no puede encontrarse en el operari, tiene que radicar en el esse” (LV, 97; 137); en este sentido, nuestro autor introduce un problema que Kant ya había planteado, a saber, el de la coexistencia de la libertad con la necesidad, problema que introduce la distinción entre carácter inteligible y carácter empírico, que no es otra cosa que la diferencia entre fenómeno y cosa en sí.
Recordemos que en Schopenhauer el carácter es una idea platónica; por tanto, objetivación inmediata de la voluntad y que, en el caso del hombre, se presenta no solo un carácter de la especie sino uno individual. En tanto idea, el carácter no está sometido al principio de razón suficiente, es decir, no conoce la necesidad. Pero debemos tener cuidado, pues estamos hablando en este momento del carácter inteligible. Si bien es cierto que las acciones de los hombres están acompañadas de necesidad, lo están también de una “conciencia de espontaneidad y originariedad” (FM, §10, 175; 218), que permite sentir las acciones como siendo responsables de ellas, de modo que “ahí la responsabilidad presupone de alguna manera una posibilidad de haber actuado de otra forma y, por tanto, la libertad” (FM, §10, 175; 218); libertad que pertenece empero al carácter inteligible, carácter del que no tenemos experiencia, pues es lo en sí del fenómeno. De ahí que según Schopenhauer:
En efecto, el carácter empírico, al igual que la totalidad del hombre, es, en cuanto objeto de la experiencia, un mero fenómeno, ligado por ello a las formas de todo fenómeno –tiempo, espacio y causalidad– y sometido a sus leyes; en cambio, la condición y fundamento de todo ese fenómeno, independiente de aquellas formas en tanto que cosa en sí y, por lo tanto, no sometida a ninguna distinción temporal y así persistente e inmutable, es el carácter inteligible, es decir, la voluntad como cosa en sí a la que, en calidad de tal, le corresponde también la libertad absoluta, es decir, la independencia de la ley de causalidad. (LV, 96; 136)
Así pues, la libertad es propia del carácter inteligible y no del empírico. Desde esta perspectiva, la necesidad es empírica, en tanto que estamos determinados por los motivos y el carácter (empírico), pero hay una libertad trascendental propia de lo en sí del fenómeno (carácter inteligible). Esta coexistencia entre necesidad empírica y libertad trascendental se puede resumir en lo siguiente: “el hombre hace siempre lo que quiere y lo hace, sin embargo, necesariamente. Eso se debe a que él es ya lo que quiere: pues de aquello que él es se sigue necesariamente todo lo que él hace cada vez” (LV, 98; 138). Y en tanto que la libertad es trascendental, es decir, difícilmente accesible a nuestro conocimiento, la libertad es un misterio, como lo había señalado ya antes Malebranche.
De ahí que, según Magee, “existe una incursión del noúmeno en el fenómeno que es totalmente arbitraria e inexplicable —y, por lo tanto, en el más pleno sentido de la palabra «libre». En segundo lugar, localizando un acto libre de la voluntad en ese nivel, son posibles el elogio y la condena— pero aplicados a lo que son las personas, no a lo que hacen” (1991, 225). Esto significa que los juicios morales van dirigidos a lo que la persona es y no tanto a lo que hace; así vemos una inversión de la tradición judeocristiana, pues para ella lo que está determinado es el esse y no el operari. ¿Acaso yo he elegido ser lo que soy? ¿Están realmente separados el ser y el hacer? Sin duda, como bien afirma Magee, yo no he elegido ser lo que soy, lo en sí que hay en mí lo ha hecho. Y aunque las acciones revelen el ser, están determinadas por el carácter; pero que el carácter sea así y no de otro modo se produce con la más entera libertad, la libertad del noúmeno. Se trata entonces de una libertad que determina en su origen.
Conociendo el carácter empírico y los motivos, “podríamos calcular el comportamiento del hombre en el futuro como un eclipse de sol o de luna” (MVR, I, §55, 344; 349), pues lo determinado puede, precisamente, ser predecible. Sin embargo, la gente cree ser libre no solo por las ideas judeocristianas que han permeado la cultura, sino porque el intelecto, al desplegar los motivos opuestos, y al enterarse de las resoluciones de la voluntad a posteriori, cree también tener opciones de elección. Sin embargo, la decisión ha surgido del carácter inteligible, al que no tiene acceso el intelecto; por tanto, el operari está ya determinado.
De acuerdo con la inversión schopenhaueriana de la tradición judeocristiana, el hombre “se conoce a sí mismo como resultado y en conformidad con la índole de su voluntad, en lugar de querer como resultado y en conformidad con su conocimiento” (MVR, I, §55, 345; 350). Esto significa que el conocimiento no determina el querer, sino que justifica, tardíamente, lo que quiere el hombre. De modo que la libertad no está dada por el obrar a la luz del conocimiento, sino que la libertad está dada por ser, el hombre, antes de todo conocimiento; como si el obrar fuera un síntoma del ser, síntoma que permite conocer, tardíamente, el ser, pero que aunque lo conozca, y no en su totalidad, esto es, solo empíricamente, no lo determina.
Las anteriores consideraciones permiten sostener que en el hombre, fenómeno, y por tanto sometido a la necesidad, puede aparecer la libertad en tanto que hay algo en sí en el hombre. Así que es posible la libertad en el fenómeno “y entonces se presenta necesariamente como una contradicción del fenómeno consigo mismo” (MVR, I, §55, 340; 345); contradicción que, precisamente, produce la santidad y, en términos schopenhauerianos, esto constituye la negación de la voluntad de vivir64. Antes de adentrarnos en los rasgos de la santidad, debemos preguntar si, con el panorama anterior que nos muestra una determinación de nuestras acciones en virtud del carácter y los motivos, el conocimiento no influye en el obrar y si lo hace, en qué sentido lo hace, pues anteriormente hemos afirmado que no determina ni el querer ni el hacer, tal vez solo los ilumina. Dado que los motivos permiten el cambio en la dirección del afán de la voluntad, afirma Schopenhauer, para que estos sean eficaces deben ser conocidos, pues el conocimiento esclarece la capacidad de elección entre motivos opuestos.
En este sentido, el conocimiento, que en el hombre no es solo intuitivo sino abstracto, de algún modo posibilita el cambio de la conducta, pero no del carácter. Y aunque no cambie este último, permite que el carácter se desarrolle, algo así como que se muestre tal como es, y posibilita además que sus rasgos se destaquen. Así pues, el conocimiento es el medio de los motivos, y aunque no cambie el querer ni el hacer, tal vez sí modifica el modo de hacer y el modo de querer; permite así la comprensión de las acciones; ilumina y esclarece el carácter empírico y los motivos. De esta manera, el conocimiento nos reconcilia con nosotros mismos, pues “no existe para nosotros consuelo más eficaz que la total certeza de la inevitable necesidad” (MVR, I, §55, 361; 363). Este amargo autoconocimiento nos libera, en parte, de la insatisfacción con nosotros mismos.
El punto de incandescencia de la voluntad
¿Entonces podemos estar satisfechos con nosotros mismos?65 Propiamente el conocimiento que hemos mencionado líneas atrás nos despierta de ciertos sueños o creencias falsas respecto a cómo obramos; ilumina el actuar, pero esto no significa que la voluntad se satisfaga con ese conocimiento, pues ella en todos sus fenómenos “carece totalmente de objetivo y de fin último; siempre ansía porque el ansia es su única esencia” (MVR, I, §56, 364; 366). Como el hombre no es la excepción, quiere, desea, y su deseo en él no se satisface. Siempre quiere más. Y en tanto que la base de todo querer es la necesidad, esto es, la carencia, prima el dolor; de tal modo que el sufrimiento es producto de aquellos deseos insatisfechos. Sin embargo, si llega a satisfacerse la voluntad, estamos hablando de bienestar o felicidad, pero el peligro de esta satisfacción puede ser el aburrimiento. Así pues, la vida es como un péndulo que “oscila entre el dolor y el aburrimiento” (MVR, I, §56, 368; 369), es decir, se mueve como entre los días de la semana y el domingo (MVR, I, §57, 370; 371).
Este oscilar nos recuerda que el sufrimiento es esencial a la vida, que “los incesantes esfuerzos por desterrar el sufrimiento solo consiguen que cambie de forma” (MVR, I, §57, 371; 372). Y no olvidemos que ese conocimiento de la esencia del mundo y de la existencia es empero liberador. Pero de acuerdo con nuestro autor “que el deseo y la satisfacción no se sucedan en un intervalo demasiado corto ni demasiado largo disminuye al grado mínimo el sufrimiento que ambos producen y constituye el curso vital más feliz” (MVR, I, §57, 370; 371), o tal vez menos infeliz dado que la felicidad no es el fin de la vida, pues ella solo puede entenderse en sentido negativo, esto es, como satisfacción momentánea o pasajera de un dolor o una carencia. Por eso hablamos de una eudaimonía negativa, pues una felicidad permanente es imposible. Solo el sufrimiento es positivo en tanto que es lo esencial, lo inmediato, y en la medida en que la voluntad no tiene finalidad ni se satisface con nada.
En nuestra experiencia de los asuntos del mundo es posible ver la presencia del sufrimiento en todas partes, así como la manifestación del error y el azar; de ahí que “lo absurdo e invertido afirma su dominio en el reino del pensamiento, lo vulgar y de mal gusto en el reino del arte, y lo malvado y pérfido en el reino de los hechos, perturbado solamente por breves interrupciones” (MVR, I, §59, 382; 382). Si esto es así, si la vida en esencia es sufrimiento, ¿es igual en todo eso que llamamos mundo? ¿Cómo medir el sufrimiento? ¿Cuál es la medida del sufrimiento? En un sentido, el sufrimiento es uno solo en tanto que la esencia del mundo es una. Sin embargo, a la luz del principio de razón suficiente, el sufrimiento tiene una medida subjetiva, de algún modo me atrevo a sostener que depende de la intensidad, o sea de la cercanía o lejanía con respecto al sujeto, y del grado de conciencia del mismo, pues a más conciencia, mayor dolor; por ello, en el hombre los dolores son más fuertes que en los demás seres y se exprasa según parámetros culturales66.
Hasta este punto el panorama no parece esperanzador, por lo menos no es optimista. ¡Pero es que el optimismo es perverso pues niega lo que sucede en el mundo! (MVR, I, §59, 385; 385). Por un lado tenemos la determinación y la necesidad en el actuar y, por otro, la afirmación de la esencia del mundo como sufrimiento, por lo tanto, la imposibilidad de la felicidad duradera. Así que la escena final de la marionetería no termina como los cuentos tradicionales. Pero esto no significa que no sea posible la liberación del mundo. Según Schopenhauer, la libertad del noúmeno que se manifiesta en el mundo puede manifestarse en el hombre también como conocimiento adecuado de su propia esencia, y esto de dos formas, como motivo o como aquietador de la voluntad: “eso es la afirmación y la negación de la voluntad de vivir” (MVR, I, §56, 363; 365). Así pues, la afirmación de la voluntad “es el continuo querer no perturbado por conocimiento alguno y tal como llena la vida del hombre en general” (MVR, I, §60, 385; 385). Esta afirmación es también afirmación del cuerpo en tanto que objetivación de la voluntad. Pero hay un tipo de afirmación más fuerte que la del propio cuerpo, a saber, aquella que se da a través de la satisfacción del impulso sexual, pues no solo afirma la propia existencia sino la de la especie, de modo que “el impulso sexual se confirma como la más decidida afirmación de la vida” (MVR, I, §60, 389; 388), en la medida en que busca su perduración o conservación.
Este impulso, que sin duda parece ser el más fuerte de todos los instintos67, “es el deseo que constituye la naturaleza misma del hombre. En conflicto con él, ningún motivo es tan poderoso como para poder estar seguro de una victoria” (Magee, 1991, 136); incluso puede afirmarse que está entretejido con el instinto de supervivencia, pero por supuesto en términos de conservación de la especie, no tanto del individuo. Y es que con este impulso se juega algo muy importante, a saber, “la composición de la próxima generación. Con ese frívolo comercio amoroso se determina aquí la existencia y naturaleza de los personajes del drama que entrarán en escena cuando nosotros salgamos de ella” (MVR, II, 44, 611; 587). Y siempre se espera que los actores del teatro sean los mejores, los más bellos, los más saludables, los que mejor interpreten su papel. Por ello, podemos vislumbrar que tanto el genio como el santo, en tanto anomalías de la naturaleza, parecen interrumpir ese instinto de conservación de la especie, instinto que refleja el querer la vida, pero que el santo muestra precisamente no quererla. De esta manera, tanto el genio y más aún el santo, son los peores actores o tal vez los mejores, porque saben de su condición de marionetas, y se rebelan de esa condición, por un momento o para siempre.
Volviendo al impulso sexual, lo que llamamos enamoramiento, por ejemplo, no es otra cosa que el instinto sexual orientado a la generación de otros individuos. Pero esta generación de nuevos individuos tiene, en realidad, su afán en la conservación, propagación y perfeccionamiento de la especie, no en la simple satisfacción de los amantes; de hecho, es la forma como los amantes pueden seguir existiendo a través de aquello que producen. Sin embargo, nuestro autor afirma que resulta inexplicable no solo la individualidad de cada hombre sino también la individual pasión de dos amantes (MVR, II, 44, 614; 590), en otras palabras, es imposible explicar la copulación de una pareja como también la llegada al mundo de cualquier individuo (Magee, 1991, 237) y esto se debe en parte a que “el amor sexual es el acto mediante el cual lo noumenal entra en el mundo del fenómeno y esta incursión, como ya se ha demostrado es intrínsecamente inexplicable; es decir, no está sujeta al principio de razón suficiente y no puede estarlo” (Magee, 1991, 237). Podemos afirmar nuevamente que el amor sexual es la afirmación más decidida de la voluntad de vivir y que esta afirmación, si bien pasa por el individuo, pone su mirada en la conservación de la especie, conservación que produce, por supuesto, el incremento del sufrimiento. bre los dolores son más fuertes que en los demás seres y se expresan según parámetros culturales68.
Así pues, “conforme a todo ello, los genitales son el verdadero foco de la voluntad69 y, por lo tanto, el polo opuesto al cerebro, que es el representante del conocimiento, es decir, de la otra cara del mundo” (MVR, I, §60, 389; 389), de ahí que el amor sexual afirme la vida y la conserve, precisamente al afirmar la voluntad; mientras que el cerebro, es decir, el conocimiento, posibilita la negación de la vida a través de la supresión del querer. Entonces, así como afirmamos que el mundo es voluntad y representación, en términos corporales podemos decir que el mundo es genitales y cerebro, claro está para el caso de los animales superiores. Sin duda, estas ideas schopenhauerianas resultan relevantes para nuestra investigación, pues podemos afirmar que la liberación del mundo está dada por el conocimiento, ya que tanto el arte, para el caso del genio, como la comprensión de la esencia del mundo, en el caso del santo, son formas de conocimiento, claro está, intuitivas y no abstractas. De esta manera, liberarse del mundo consiste en aquietar, por un momento o para siempre, la voluntad a través de su autoconocimiento. Si bien hemos reconocido que el arte es una forma de conocimiento (de las ideas platónicas), no hemos logrado todavía caracterizar en definitiva la forma de conocimiento del santo, cosa que haremos más adelante.
Por el momento, no podemos olvidar que el acto de procreación es la expresión más fuerte de la afirmación de la voluntad de vivir, es el punto de incandescencia de la misma. De hecho, a través del acto generativo se revela la esencia del mundo. El acto sexual es, según Schopenhauer, la clave del enigma de la afirmación del mundo. De modo que la voluntad, a través del placer y la alegría del acto sexual, “se seduce y alienta ella misma a introducirse en la vida. Es el tema de Anacreonte”. Pero una vez esté dentro de la vida, “el tormento lleva consigo el crimen y el crimen, el tormento: el horror y la devastación llenan el escenario. Es el tema de Esquilo” (MVR, II, 45, 653; 624). Este tormento nos recuerda que de algún modo entrar en la vida produce culpa y vergüenza, culpa respecto a la separación de la unidad, culpa que se convierte en una deuda contraída por el que nos ha engendrado, deuda que debe pagarse con la vida misma. Aunque, según nuestro autor, la afirmación de la voluntad de vivir en el animal resulta ser inevitable; no así en el hombre, pues en él la voluntad empieza a preguntarse el por qué y el para qué de la existencia, si vale la pena soportar tanto sufrimiento, y en este sentido “a la luz de un claro conocimiento, se decide la afirmación o la negación de la voluntad de vivir; si bien de esta última por lo regular solo podernos tener conciencia en un ropaje místico” (MVR, II, 45, 656; 626). Es momento de comprender el otro lado de la voluntad de vivir, esto es su negación a través de la figura del santo, que justamente se aparta de cualquier forma posible de afirmación de la vida.
La destrucción del teatro y el final del carnaval
“Despertada a la vida de la noche de la inconsciencia, la voluntad se encuentra en un mundo sin fin ni límites” pero “se precipita de nuevo a su antigua inconsciencia” (MVR, II, 46, 656; 627) y no solo con la muerte y la enfermedad, sino también, quizá, con la negación de la voluntad de vivir. Con estas palabras, podemos sostener que Schopenhauer empieza a develar de forma más contundente lo que podemos llamar el paso de la diástole a la sístole de la voluntad vivir70, es decir, el tránsito de la afirmación a la negación de la misma y, con ello, la caracterización del santo. Como todo tránsito requiere de un intermedio, este lo constituye el ejercicio de las virtudes morales. Es momento de ver cuáles son y en qué consisten, pues ellas anuncian la negación de la voluntad de vivir, aunque no son todavía esa negación, pues según nuestro autor “la acción virtuosa es un tránsito momentáneo al punto al que retorna de forma permanente la negación de la voluntad de vivir” (MVR, II, 48, 700; 666).
De alguna manera la afirmación de la voluntad de vivir está atravesada por el egoísmo; esto es, la lucha de cada individuo por persistir en el ser y conseguir bienestar. En otras palabras, por la capacidad de afirmar el propio cuerpo. Ese es el móvil principal de todo hombre y animal, en tanto que cada uno se considera a sí mismo el centro del mundo y sin él no hay ningún mundo, es decir, no resulta posible la afirmación de la voluntad de vivir; por el contrario, solo es posible su total destrucción. Por supuesto, lo anterior es lo que se cree a la luz del principium individuationis o del velo de Maya en expresión Vedanta, que hace ver fracturada a la voluntad. De este modo, “el egoísmo es, pues, la potencia primera y principalísima, aunque no la única, que el móvil moral tiene que combatir” (FM, §14, 199; 242). Y dado que afirmar el propio yo es una lucha, esta lucha puede producir la negación de otras voluntades, en tanto que la voluntad de un yo desea extenderse al dominio de otras voluntades. Esto se conoce como injusticia, que en el fondo no es otra cosa que el conflicto de la voluntad de vivir consigo misma, puesto que es siempre la misma voluntad la que se afirma y se niega. La injusticia, en tanto está en relación con el obrar humano y con su significado interno, tiene un carácter moral y ella es la que produce lo que denominamos como maldad.
Ahora bien, la justicia, en tanto concepto negativo y derivado de la injusticia, es aquella que permite salirse, acompañado de la razón, del punto de vista parcial del egoísmo, y reconocer que cometer injusticia “era siempre superado por un dolor proporcionalmente mayor en el que la sufría” (MVR, I, §62, 405; 402). Y como es el azar el que decide si alguien tendrá beneficios o no al momento de cometer injusticia, es mejor ahorrarse el riesgo, esto es, repartir igualitariamente el sufrimiento y reducirlo “haciendo que todos renunciaran al placer obtenido al cometerla” (MVR, I, §62, 405; 403). Renuncia que se da a través de principios abstractos, nacidos de la reflexión, y que impiden hacer sufrir al otro; o por medio de la instauración de la ley, del contrato social y del Estado, pues con ellos “un animal de presa con un bozal es tan inofensivo como un animal herbívoro” (MVR, I, §62, 408; 405). De modo que la justicia se convierte en el contendiente del egoísmo y, por ello, Schopenhauer la considera como la primera y verdadera virtud cardinal (FM, §14, 199; 242). Desde esta perspectiva, el ejercicio de la misma puede conducir a la negación de la voluntad de vivir y, por tanto, a la santidad. De hecho, como bien lo menciona nuestro autor, es un medio de fomentar esa negación (MVR, II, 48, 696; 663). Sin embargo, en esta consideración de la justicia todavía hay un tinte que no la hace completamente moral, debido a que supone una cierta obligación y reactividad, no una espontaneidad que, cuando sucede, la convierte en virtud auténtica.
Sucede algo similar con la otra virtud cardinal, a saber, la caridad. Esta debe enfrentarse a la malevolencia u hostilidad que sale a la luz como calumnia, ira, envidia y sadismo, formas que también afirman la voluntad de vivir y la individualidad. De hecho “en su mayor parte, la malevolencia surge de las colisiones del egoísmo, inevitables y producidas a cada paso. Después es excitada también por la visión de los vicios, faltas, debilidades, necedades, carencias e imperfecciones de todo tipo que, en mayor o menor grado, ofrece cada uno a los demás” (FM, §14, 199; 242). Pero la caridad, al permitir que el hombre asuma y se apropie del sufrimiento ajeno, conduce con mayor rapidez a la negación de la voluntad de vivir en comparación con la justicia (MVR, II, 48, 696; 663). Además porque puede llegar a ser mucho más espontánea que la justicia misma; es como si no requiriera de una mediación tan fuerte de la razón o de alguna institución. De este modo podemos sostener junto con Schopenhauer que las virtudes morales de la justicia, la caridad y todas las que de ellas surgen, son como una lámpara que alumbra el camino de la afirmación a la negación de la voluntad de vivir, pues de algún modo están negado el principium individuationis.
Sin embargo, todavía queda la pregunta en torno a cuál es la fuente de estas virtudes morales, en otras palabras, por qué se dan estas acciones con valor moral y por qué es insuficiente la justicia, en los términos arriba mencionados, pues puede resultar insegura y falible debido a que se asienta en las bases inestables de la imperfección humana. Podemos preguntar junto con Magee: “¿qué puede ser lo que hace que un ser humano haga algo sabiendo que no le reportará ningún beneficio y que tal vez puede ponerle en peligro o causarle algún daño, incluso arriesgar su vida?” (1991, 214). Sin duda, se trata de la compasión que posibilita estas acciones, es decir, aquellas que están revestidas de justicia voluntaria y caridad desinteresada, por tanto, las únicas que tienen valor moral. Ella es la fuente de las virtudes morales y, según nuestro autor, el fundamento de la moral. La compasión permite que el beneficio de la acción u omisión sea para otro. “Pero eso supone necesariamente que yo compadezca [mit leide] directamente en su dolor como tal, que sienta su dolor como en otro caso siento el mío y que, por lo tanto, quiera inmediatamente su placer como en otro caso solo el mío. Más eso requiere que de alguna manera esté identificado con él, es decir, que aquella total diferencia entre mí y todos los demás, en la que precisamente se basa el egoísmo, sea suprimida al menos en cierto grado” (FM, §16, 208; 251).
De este modo, según nuestro autor, la compasión se convierte en la base de toda justicia libre y caridad auténtica, pues rompe la pared que separa a cada individuo y permite la identificación de un yo con todo lo viviente. Nos recuerda así la expresión Vedanta tat twam asi “«eso eres tú»” (MVR, I, §63, 420; 416). Y ¿cómo es posible que exista la compasión? “por el hecho de que cada uno de nosotros somos, en nuestra naturaleza íntima, un todo con lo noumenal, y lo noumenal es uno e indiferenciado” (Magee, 1991, 217). De modo que hay un fundamento metafísico para la compasión y, para usar los términos de Magee, la moral es metafísica llevada a la práctica.
Sin embargo, la compasión parece ser un tanto problemática71 entendida tal y como Schopenhauer lo hace. Si bien este inmediato participar en el padecer ajeno, que no depende de raciocinios, resulta ser una de las cualidades más sobresalientes del compadecer, participación que, además, supone una unidad esencial de la vida, parece que al disolver el yo, esto es, al no diferenciar entre yo y el otro, la compasión perdería todo valor moral. Por esta razón, Scheler afirma que “no habría manera de concebir cómo existiendo tal unidad e identidad del ser y el mero carácter aparente del padecer individual, podría alcanzar un valor moral especial justamente padecer con otro” (2004, 79). Así que podríamos arriesgarnos a afirmar que reconocer la unidad de la vida no tiene por qué implicar necesariamente la disolución del yo y, solo hay valor moral en términos de Scheler si hay una diferenciación entre el yo y el otro, aún cuando esta diferenciación esté atravesada por el reconocimiento de la única esencia que acompaña a todo fenómeno. La compasión no solo reconocería la unidad de la vida sino que permitiría “partir por la mitad” (Scheler, 2004, 75) el padecer y aligerar la vida de otros.
Ahora bien, en vista de que “el mundo mismo es el tribunal del mundo” (MVR, I, §63, 416; 412), quien logre romper la pared que individualiza, quien traspase el velo de Maya, se da cuenta que al producir dolor y sufrimiento a otros a costa de su propio placer, no está haciendo más que “clavar los dientes en su propia carne” (MVR, I, §63, 418; 415), pues al traspasar el principium individuationis y conocer las ideas platónicas, reconoce que “el tormento infligido a los demás y el sufrido por uno mismo, la maldad y el mal, afectan siempre a uno y el mismo ser” (MVR, I, §63, 418; 414). De modo que el mártir y la víctima, el atormentador y el atormentado, el asesino y el torturador son el mismo, pues todos los sufrimientos del mundo son los suyos propios; y esto es así porque la voluntad es lo en sí de todo fenómeno. Lo anterior es lo que Schopenhauer denomina justicia eterna. Es algo así como una balanza universal que de algún modo compensa, tarde que temprano, los sufrimientos particulares, pues le es indiferente la individualidad; solo concibe la unidad del mundo y la identidad de los fenómenos. Sin embargo, esta comprensión que traspasa el velo de Maya es de pocos; este conocimiento pertenece sólo a unos.
Así pues, la virtud surge de un modo de conocimiento, no abstracto sino intuitivo, y no comunicable, pues “no encuentra su adecuada expresión en palabras sino únicamente en hechos, en la conducta, en el curso vital del hombre” (MVR, I, §66, 437; 431), conocimiento que, traspasando el principium individuationis, o sea el egoísmo, y contemplando las ideas platónicas reconoce la unidad de la vida y posibilita que el sufrimiento ajeno sea visto como propio, es decir, ponernos por un instante en los zapatos de los otros, aunque no seamos ellos. Esta posibilidad sólo se da bajo la condición de una intuición especial o de la propia experiencia72. Y “cuando alcanza su perfección, equipara plenamente el individuo ajeno y su destino al propio” de modo que el conocimiento del sufrimiento ajeno y su identificación con él, se convierte en el amor puro y desinteresado, es decir, en compasión. Esta surge, precisamente, de la más perfecta bondad y nobleza. Desde esta mirada, “todo amor verdadero y puro es compasión, y todo amor que no sea compasión es egoísmo” (MVR, I, §67, 444; 437), pues con él participamos en el placer y en el dolor ajenos, nos sacrificamos desinteresadamente, porque reconocemos que ese otro somos nosotros mismos. El modo de conocimiento virtuoso lo tiene el santo, en otras palabras, la santidad está caracterizada por la capacidad de padecer con el otro, de tomar los dolores y sufrimientos ajenos como los suyos propios, en otras palabras, de disociar el yo e identificarse con los otros seres vivientes, en particular, los animales y los hombres. Sin embargo, este modo de conocimiento virtuoso no parece ser suficiente para convertirse en santo, aunque sí constituye el camino de la santidad.
Preguntamos entonces ¿qué caracteriza al santo? A primera vista podemos afirmar que, al igual que el genio, en el santo se da una metamorfosis que posibilita su liberación permanente del mundo. Esta transformación viene dada por el conocimiento de la esencia del mundo y de la virtud que, precisamente, nace de la comprensión de que los sufrimientos de los demás también son los suyos. En otras palabras, la metamorfosis del santo sucede por el conocimiento, intuitivo, de que el velo de Maya es una ilusión que en todo momento quiere fracturar una única voluntad. Me atrevo a sostener que ese conocimiento resulta fundamental en la transformación del santo, pero todavía no garantiza su liberación del mundo, pues todavía falta el siguiente paso, a saber, el aquietar todo querer, es decir, negar o suprimir la voluntad de vivir, en una palabra, destruir el teatro y acabar con el carnaval.
Y cuando se produce la negación de la voluntad de vivir, “tal cosa solo puede ocurrir a base de una dolorosa violencia que el individuo ejerce sobre sí mismo” (MVR, II, 45, 652; 622), pues al santo “ya no le basta con amar a los demás como a sí mismo y hacer por ellos tanto como por sí, sino que en él nace un horror hacia el ser del que su propio fenómeno es expresión: la voluntad de vivir, el núcleo y esencia de aquel mundo que ha visto lleno de miseria” (MVR, I, §68, 449; 441). En otras palabras, el santo no le basta con ser compasivo, con disociar su yo para identificarse con el otro sino que, al ver todos los horrores desparramados en la existencia del mundo, se da en él la negación de aquello que los produce; a saber, la voluntad. Esta negación constituye, según Schopenhauer, una superación de sí mismo y del mundo, pues se trata de un no querer la vida, se trata entonces de la resignación73. Y es que “la verdadera salvación, la liberación de la vida y el sufrimiento, no son pensables sin una negación total de la voluntad” (MVR, I, §68, 470; 460).
Así hemos llegado al momento cumbre de la caracterización del santo. Hemos descubierto que la santidad requiere no solo el ejercicio de las virtudes, sino algo mucho más violento y doloroso para el individuo, a saber, soportar la auto supresión de la voluntad de vivir, el aquietar todo querer que nace, precisamente, del conocimiento de que en esencia toda vida es sufrimiento, por un lado, y, por otro, de que no hay ninguna diferencia entre el yo y los demás individuos; de modo que aquello que constituye la unidad de la vida es la voluntad; pero ella nunca se sacia, siempre ansía e invitando a probar los placeres del mundo, se convierte en la fuente de todos los tormentos y de la miseria del hombre. De modo que habrá que suprimirla y así el santo puede “cortar los mil hilos del querer que nos mantienen atados al mundo” (MVR, I, §68, 462; 452). Pero ¿acaso es él el que decide cortarlos? Y en este sentido, ¿qué significa que la negación de la voluntad de vivir se produzca, cuando entra en contradicción el fenómeno consigo mismo, como bien habíamos vislumbrado líneas atrás?
Debemos recordar que el mundo es el autoconocimiento de la voluntad (MVR, I, §70, 485; 473), en otras palabras, que la voluntad nouménica crea espejos para verse reflejada, es decir, se crea un intelecto para conocerse a sí misma. En este caso crea el intelecto humano, pues es ahí donde mejor se conoce. Allí en el hombre, “la voluntad puede alcanzar la plena autoconciencia, el claro y exhaustivo conocimiento de su propia esencia” (MVR, I, §55, 339; 344). Ahora bien, este mismo conocimiento de su propia esencia resulta empero ser aquel que posibilita su autosupresión en el fenómeno. De modo que la santidad, en cierto sentido, no se da por una elección del individuo que llamamos santo (tampoco se elegía ser genio), sino que esa negación de la voluntad de vivir se produce en el santo, en otras palabras, es lo en sí negándose en mí y esto es lo que Schopenhauer denomina libertad en el fenómeno, dado que la negación es algo así como un acto de libertad de la voluntad nouménica que se produce en el fenómeno. Por tanto, el fenómeno participa de esa supresión y, claro está, de esa libertad.
Así pues, “la voluntad que se manifiesta en ese fenómeno entra entonces en contradicción con él, ya que niega lo que él expresa. En tal caso, por ejemplo, los genitales, en cuanto visibilidad del impulso sexual, están ahí y son sanos; y sin embargo no se quiere que la satisfacción sexual ni en el más íntimo del propio ser” (MVR, I, §70, 476; 465). En el caso de los motivos y el carácter, determinaciones del obrar del hombre, esta contradicción solo puede conciliarse, cuando esa transformación del santo es producto de un modo de conocimiento que vuelve ineficaces todos los motivos para el carácter y por una forma de conocimiento que además suprime o supera el carácter. Por ello, en el santo se da una total conversión que nace, de algún modo, de la gracia, dado que la santidad “no puede conseguirse a la fuerza a base de propósitos sino que nace de la íntima relación del conocer con el querer en el hombre, por lo que llega de repente y como caída del cielo” (MVR, I, §70, 478; 467).
En tanto el fenómeno participa de esa supresión, es cierto que el santo, al conocer su esencia interna, no quiere la vida y produce la abnegación; se encamina así por los senderos del ascetismo. Esta explicación refleja, de algún modo, lo que considero un doble movimiento de la negación, pues lo en sí se niega en el santo pero éste al conocer su propia esencia, la niega. De modo que la libertad de la voluntad hace que el santo actúe completamente diferente a como actúa habitualmente el fenómeno; en otras palabras, su obrar contradice el fenómeno, contradicción que produce empero la liberación permanente de este mundo, por lo menos para este individuo. De modo que el santo corta los hilos para siempre (el genio lo había hecho por un momento), pero porque la voluntad ha alcanzado en él su pleno autoconocimiento. Así que es esta última la que cancela las funciones del teatro y la marioneta que llamamos santo, al comprender que es eso, marioneta, corta sus hilos, cierra el telón y cree ser libre, de hecho lo es, ¡pero es que ya no están vendiendo más tiquetes en la entrada!
El santo, con la tranquilidad que le proporciona la negación de todo querer, de todo placer, ya no se conmueve con aquello que antes atormentaba su ánimo; así que le resultan indiferentes “los disfraces tirados cuyas figuras nos gastaron bromas y nos inquietaron en la noche de carnaval” (MVR, I, §68, 462: 452). Ya no le atormentan, porque sabe que estaba representando un papel en el teatro y que ha podido cortar radicalmente los hilos que lo ataban a la historia; ha encontrado la cura definitiva a la enfermedad y no solo un mero calmante. Y la forma de negar la voluntad de vivir es la castidad, pues ella representa la cura contra el impulso que mantiene la voluntad de vivir a flote, ella ahoga el impulso sexual. Pero también la pobreza voluntaria, la privación del alimento y el sufrimiento continuo como purificador de la vida es fundamental en el ascetismo, hasta que finalmente llega la muerte como “la anhelada liberación” (MVR, I, §68, 453; 444), pues ella constituye la disolución del cuerpo y, por tanto, de la voluntad. Cae finalmente el telón y lo único que queda es, entonces, la pura nada.
Este punto me parece significativo, porque si bien hemos afirmado que la voluntad es la que se niega en el fenómeno y, que el santo, al ser expresión de lo en sí suprime la fuente de sus tormentos a través de le negación del impulso sexual, principalmente, quien ha llegado a ese punto tiene que esforzarse, mientras aún viva, por reprimir intencionadamente su disposición a todo querer, pues “sigue todavía sintiendo, en cuanto cuerpo vivo y fenómeno de la voluntad que es, la disposición al querer de cualquier clase” (MVR, I, §68, 451; 443). De alguna manera tiene que forzarse a no caer en la tentación y a no reavivar el punto de incandescencia. Lo que significa entonces que la marioneta que llamamos santo no es solo un personaje pasivo en el teatro, pues siente el llamado del escenario pero sabe que no debe hacerlo porque volverá a amarrarse a los designios del director de escena, así que evitará prender la llama a través de su propia mortificación y privación, pues sólo así logra extinguirla de manera definitiva. De modo que tiene que matar a la voluntad que aún está viva en él, pues ella es “la fuente de su desgraciada existencia y la del mundo” (MVR, I, §68, 451; 444).
Volvamos nuevamente. El santo es otra figura extrema del mundo, en este caso del mundo de la voluntad que a través de un conocimiento intuitivo de su propia esencia y de la totalidad del mundo reconoce que la fuente de todos los tormentos de su existencia y de la de los demás se halla en la voluntad, de la cual es fenómeno; voluntad que tiene como característica fundamental un ansiar constante y un no saciarse con nada. Y debido a la comprensión de esta horrorosa característica, el santo niega la voluntad, la aquieta, torna ineficaces todos los motivos, suprime el carácter, no quiere aquello de lo que es expresión y, por ello, apaga el punto de incandescencia. Si afirma la voluntad de vivir seguirá presa de los horrores de la existencia que surgen de aquellos deseos insaciables. Solo así, a través de la supresión, encuentra una cura definitiva a sus propios tormentos y solo esta supresión constituye la liberación definitiva del mundo, la libertad del fenómeno y la paz más profunda. Pero debemos tener cuidado, porque si bien esto hace el santo, pues participa de la libertad del noúmeno, es la voluntad misma negándose en él, pues ella al crearse el intelecto humano se conoce y al reconocerse como algo que no se sacia, y que por eso mismo produce tantos horrores, prefiere ya no querer la vida; solo espera su propia destrucción en el fenómeno y, con ello, la calma definitiva, que es precisamente nada.
A partir de lo anterior, podemos sostener que el santo realiza una violencia contra sí mismo, al procurar su conversión, debido a que actúa de forma completamente opuesta a cómo actúa todo fenómeno en pro de una negación de su propia voluntad y, con ello, en una superación de sí mismo y del mundo. Razón tiene Schopenhauer al sostener que resulta más significativo aquel que supera el mundo y no aquel que lo conquista (MVR, I, §68, 456; 447), pues conquistarlo es estar atrapado en las mieles del querer; superarlo es negar empero la propagación del horror. Y el santo, al luchar contra su propia naturaleza y vencer la batalla definitiva, la batalla salvadora, “no se mantiene ya más que como puro ser cognoscente, como inalterable espejo del mundo” (MVR, I, §68, 462; 452), pues su voluntad está adormecida para siempre, se ha pinchado con la rueca del conocimiento. Y aunque ha ganado la batalla definitiva, el santo debe mantener su victoria, de hecho debe mantener una continua lucha, pues “mientras el cuerpo vive a la voluntad de vivir le sigue siendo posible la existencia” (MVR, I, §68, 463; 453). En este sentido, el ascetismo es un modo de ejercitarse, de prepararse para la batalla a través de la mortificación de la voluntad, es decir, a través de la castidad, la pobreza y el sufrimiento premeditados. Así, el sufrimiento resulta ser purificador.
Si bien este es el camino que caracteriza al santo, esto es, el camino del conocimiento de la propia esencia y de la del mundo y, con ello, el ejercicio del ascetismo, parece haber otra vía que conduce a la negación de la voluntad de vivir. Se trata de aquel sufrimiento que impone el destino mismo, de modo que es una vía que la mayoría transita, “y es que es el sufrimiento sentido y no simplemente conocido lo que con más frecuencia genera la total resignación, a menudo solo al aproximarse la muerte” (MVR, I, §68, 463-464; 454) en cada fenómeno particular. Desde esta mirada, no es la negación de la voluntad sin más, producto de una gran desgracia, sino la negación producida por el conocimiento la que posibilita la figura del santo, conocimiento que traspasa el principium individuationis y no ve el sufrimiento del individuo sino el del mundo. En este sentido, la liberación permanente, a través de la negación de la voluntad de vivir, y la metamorfosis radical, producto del conocimiento de la contradicción y nihilidad de la voluntad, son la marca distintiva de la santidad. Por ello, afirma Schopenhauer que “solo cuando el sufrimiento adopta la forma de un mero conocimiento puro que, actuando como aquietador de la voluntad, da lugar a la resignación, constituye esa vía de salvación y es así respetable” (MVR, I, §68, 469; 450).
Así pues afirmar la vida es afirmar el horror de toda existencia. ¿Pero acaso no es el sufrimiento lo positivo? ¿Negar la voluntad de vivir no se convierte en una forma de negar que en esencia toda vida es sufrimiento, es decir, que el sufrimiento es lo constitutivo del mundo? El santo comprende que en esencia toda vida es sufrimiento y que toda vida es la marca de la voluntad. Pero negar la voluntad de vivir no es simplemente aceptar esta sentencia que acompaña a todo lo viviente, sino que supone además abrir la posibilidad de aquietar todo deseo insaciable de la voluntad. Es una comprensión que se vuelve acción, pues dado que el sufrimiento es inherente al mundo, lo único que queda es superar este mundo, es decir, liberarse de él a condición de liberarse de uno mismo. Me atrevo a sostener entonces que el sufrimiento es un medio para la consolidación de la negación de la voluntad de vivir, ya que sirve como mortificador, como camino de salvación; pero se huye de su fuente, de una fuente que promete esperanzas, que satisface pero que cada vez que lo hace agarra más fuerte a su presa, y acaso: ¿huir de su fuente no es huir también de lo que ella emana? Parece haber una doble consideración del sufrimiento, uno que es ocasión de ascetismo y otro del que se quiere huir con el ascetismo. La misma Barbara Hannan pregunta: “¿cómo es posible extinguir el sufrimiento haciendo que uno mismo sufra más?”74 (2009, 139).
Así que el santo “haciéndose genial en sentido ético” (MVR, I, §68, 468; 458), al elevar la mirada de lo individual a lo universal, comprende que la totalidad de la vida sufre, no solo él, y esto es lo que propiamente lo lleva a la resignación. Pero el mismo sufrimiento, la mortificación de su propia carne, se convierte a la vez en una “fuerza salvadora” (MVR, I, §68, 468; 458). Así el individuo “se declara una guerra a sí mismo” (MVR, I, §69, 472; 462) que debe ganar, sino no es santo. Ahora bien, ¿qué rasgos acompañan al santo? Su carácter noble, una cierta toque de tristeza, pues ha renunciado a los placeres ficticios de la carne, pero ante todo una serenidad y tranquilidad “que sobrepasa todo entendimiento” (Filipenses 4:7), esto es, una alegría imperturbable que lo cobija en todo momento. Esto se parece a los cuadros de Rafael, como bien menciona Schopenhauer. La santidad no es de muchos, solo de unos pocos, aunque todos la podamos ver en esos pocos. Por ello, el camino que conduce a la negación de la voluntad de vivir “por medio del puro conocimiento y la apropiación de los sufrimientos de todo un mundo, es la angosta vía de los elegidos, de los santos, y hay que considerarla como una extraña excepción” (MVR, II, 49, 734; 696). Con este camino se produce lo que Schopenhauer denomina la “eutanasia de la voluntad” (MVR, II, 49, 734; 696), pues con la vía de la mayoría, la del sufrimiento provocado por el destino, la voluntad agoniza. El camino de la santidad, que no puede ser descrito en su totalidad, que escapa a toda palabra, es pues lo místico.
Debemos recordar nuevamente que la santidad “no tiene su origen primario en la voluntad deliberada (las obras) sino en el conocimiento (la fe)” (MVR, I, §70, 482; 470), conocimiento que se da porque sí, por una gracia que posibilita la salvación, esto es, la liberación y supresión de la voluntad y, con ello, del mundo. Sin embargo, se advierte aquí un problema, a saber, la destrucción del teatro, pues lo que queda detrás de la negación de la voluntad de vivir, cuando se alcanza el verdadero autoconocimiento, es justamente nada. Detrás de las máscaras y las marionetas no hay absolutamente nada, ya no hay algo que mueva los hilos, y la marioneta que llamamos santo ya no tiene posibilidad de mover sus propios hilos, porque los ha cortado violentamente. Se han acabado todas las funciones en el teatro y, por ello, decimos finalmente que “ninguna voluntad: ninguna representación, ningún mundo” (MVR, I, 71, 486; 474)75. Pero, ¿qué significa esto? ¿No quedaba el conocimiento a flote? Parece que el conocimiento, intuitivo, es el gran superador del mundo.
Para seguir a Young en este punto, debemos sostener que cuando Schopenhauer señala que detrás de la negación de la voluntad de vivir no hay nada “es una epistemológica y no una ontológica nada”76 (Young, 2005, 200), en tanto que el estado al cual ha llegado el santo es un estado que no puede ser descrito; por ello, es el camino de lo místico, de lo que no está sujeto ni al principio de razón suficiente, ni a ninguna representación ni a ninguna voluntad. Sin embargo, este acercamiento a la nada es de algún modo una manera de mostrar por qué no temer a la muerte. Así que, de acuerdo con Young, creemos que “la característica real de la doctrina schopenhaueriana de la salvación y, de hecho, de toda su filosofía, es una ‘consolación’ de cara a la muerte”77 (2005, 201), y tal vez una preparación para la misma, al estilo del Fedón; un volver a dormir en la noche de la inconsciencia sin miedo a ella, por ello, el camino de la santidad es de algún modo un morir tranquilamente, un aceptarla sin miedo, lo cual supone un modo de sabiduría.
Sin embargo, preguntamos con Young: “¿Realmente es la vida tan terrible como nos la presenta él? ¿Realmente necesitamos ser ‘salvados’ de ella?”78 (2005, 206). Si bien es cierto que en la existencia hay miseria, horror y sufrimiento, es cierto también que en la vida hay momentos de benevolencia, alegría, amistad y satisfacción, aunque sean pasajeros. Esto no significa que estamos aceptando una visión positiva del mundo, pero tal vez tampoco una negativa, puesto que, al parecer, estas valoraciones se aplican a un mundo que más bien podría ser neutro, como bien lo menciona Barbara Hannan (2009, 127), tal vez todo depende de “cómo está acostumbrado uno a condimentar su vida” (CJ, §13, 37) y de cómo la tiñe con las tonalidades de las emociones79. En este sentido, “creo que la salvación viene (al ser liberado de la desesperación) cuando uno decide ir a vivir de todos modos y hacer lo que se pueda, a pesar del hecho de que la vida es terrible y no hay una última esperanza”80 (Hannan, 2009, 143), una salvación para humanos y no sólo para esos seres extraños que llamamos santos; salvación que viene del auxilio de los propios talentos y de la comprensión como de la aceptación de uno mismo, quizá es esta la resignación. Solo ahí puede venir la gracia.
Aun así, en la negación de la voluntad de vivir que sucede en el santo queda el conocimiento o por lo menos un modo de experiencia que resulta indescifrable en su totalidad y que, para nosotros, se muestra como el silencio total de la voluntad. Ya no es un entrar y salir del mundo a la manera musical, como bien lo expresaba Sloterdijk, sino un salir del mundo y un no entrar en él nunca más. Y aunque para muchos la negación de la vida sea algo chocante y hasta ofensivo, como bien nos lo hace saber Young, la necesidad y la posibilidad de la salvación “es la esencia no solo de su filosofía sino del cristianismo, el hinduismo y el budismo –en otras palabras, de todas las grandes religiones del mundo81 (Young, 2005, 191). De modo que lo planteado en la negación de la voluntad de vivir que experimenta el santo no es una cuestión trivial sino fundamental para la existencia, la posibilidad de salvarse de sí mismo y del mundo, esto es, la posibilidad de liberarse de todos los hilos que nos mantienen atados. Pero, ¿preferimos el silencio momentáneo o absoluto de la voluntad? ¿Qué camino es más llevadero? Veamos cuál es el desenlace de este particular teatro.
Estética y ascética: dos caminos transitables
¿Nos quedamos con la estética de la contemplación o con la ética de la renuncia? ¿Qué tipo de metamorfosis y de liberación nos parece más llevadera, más soportable, la del genio o la del santo? Antes de responder a esta pregunta, debemos reconocer que entre ambas marionetas hay un parecido de familia. Por ello, resulta pertinente señalar cuáles son sus conexiones internas, qué hilos se entretejen en ellas y cómo los cortan. Emprendamos esta tarea pues queremos saber si, como bien menciona Schopenhauer, el genio solo le da limosnas a su voluntad y el santo se ha ganado la anhelada hacienda hereditaria (MVR, I, §68, 461; 452).
En un primer momento, veamos por qué tanto el genio como el santo tienen un parecido de familia. Ambos constituyen las marionetas más extremas del mundo; el genio es el extremo del mundo de la representación y el santo el del mundo de la voluntad. Una doble cara del mundo que está sometida a la determinación radical y, por ello, ambas figuras emprenden la tarea de la liberación; ambos dicen no a la determinación, aunque lo hagan por caminos distintos. Como no conocen las medianías de la existencia, su modo de obrar, de ser y de conocer resulta anómalo para un espectador distante. Tanto en el genio como en el santo se da un modo de conocimiento intuitivo que les permite una comprensión particular del mundo y, con ello, una metamorfosis trascendental, es decir, una conversión que resulta fundamental para dar paso a la liberación. En el caso del genio, el modo de conocimiento es el arte y su objeto, la idea platónica. Para el santo, por su parte, la forma de conocimiento que le permite andar por el camino de la liberación es la comprensión no solo del sufrimiento constitutivo del mundo sino también la de la identidad de todo fenómeno en tanto expresión de una única esencia, la voluntad.
Para el caso del genio, la metamorfosis que se produce a raíz del modo de conocimiento artístico, le permite liberar al intelecto de la servidumbre de la voluntad y, con ello, no solo contemplar y presentar las ideas platónicas, sino también disolver el yo y así convertirse en un puro y desinteresado sujeto de conocimiento. De modo que esta marioneta puede cortar los hilos y contemplar el mundo desde la distancia de su propia individualidad, esto es, de su propia voluntad. Sin embargo, todo esto solo se da por un momento. El carácter temporal atraviesa la liberación producida en la genialidad y la convierte solo en un sedante pasajero de la voluntad. Dejar dormir a la voluntad, por un momento, es la característica que acompaña al genio y que le permite el modo de conocimiento tan robusto que ha logrado y que ha presentado a través de las artes. Aunque este camino es ejecutado por el genio su sendero está disponible para todos gracias a la contemplación de las obras de arte. Esta es la razón para darle una cierta primacía a la vía estética, pues su enseñanza es más soportable para la mayoría. Al liberarse, por un momento, del servicio de la voluntad, el genio se convierte en claro espejo del mundo, se pierde en él y con ello logra desaparecer, por un momento, el sufrimiento que produce el hecho de estar encadenado a una voluntad que no se sacia.
Por otra parte, el modo de conocimiento que logra tener el santo le posibilita algo todavía más radical; a saber, la negación de la voluntad de vivir, es decir, la liberación definitiva y para siempre de una voluntad que produce sufrimiento y que nunca se satisface. Es dejar dormir a la voluntad en la noche de la inconsciencia, ya no por un momento sino para siempre. Es pues, según Schopenhauer, la cura radical a la enfermedad. El santo, al liberarse de esta manera, también se convierte, como el genio, en un claro espejo del mundo. Sin embargo, preguntamos junto con Young lo siguiente: ¿si ambos se convierten en claro espejo del mundo, por qué reflejan dos cosas distintas? (2005, 204). Pues, por un lado, parece que el genio refleja qué sea el mundo, o sea la totalidad del mismo, pero por otro lado, el santo rompe completamente el velo de Maya y refleja, según Young, “una visión extática de la santidad trascendente” (Young, 2005, 204), que al mismo tiempo refleja, quizá, la nihilidad del mundo; por eso emprende su destrucción que solo se da a condición de destruir su voluntad. Y es allí donde se produce la liberación en el fenómeno, liberación que no conoce el genio.
Así pues, mientras que el genio y, junto con él las artes, intentan responder a la pregunta qué es el mundo, el santo y el ejercicio de las virtudes intentan responder a la pregunta qué hacer, tal vez qué no hacer con el mundo. Pero estas respuestas solo son posibles cuando ambas marionetas se han distanciado de sí mismas y han silenciado, por un momento o para siempre, la voluntad, pues en ambas se da una cierta disolución del yo, una menor conciencia de sí mismos; en el caso del genio que, al perderse completamente en la intuición, es uno con el objeto que contempla y en el caso del santo, que al perderse también en la intuición, es uno con todos los otros y por ello puede ser, por ejemplo, compasivo. Esta idea de un distanciamiento de sí mismo de algún modo muestra cómo el proyecto schopenhaueriano es un intento de combatir el egoísmo, que está presente incluso ya en el aparato cognoscitivo. Y así, afirmamos junto con Spierling, que “la filosofía pesimista de Schopenhauer puede interpretarse como una mera ética” (1989, 50). Aunque no por ello, sea prescriptiva.
Ahora bien, las características que acompañan la genialidad y la santidad parecen similares. Una serenidad en su mirada y una melancolía en su expresión corporal los acompañan. Sin embargo, el genio o el hombre con disposición genial están sometidos a violentos afectos, el santo no y por ello debe mortificar su carne para evitar caer en esta dinámica de la voluntad. De modo que en el hombre con disposición genial hay una cierta tendencia a afirmar la vida, aunque la contemplación estética sea un intento de negarla, mientras que en el santo habita en él la voluntad de muerte, él es ya un muerto en vida, y por eso morirse le es indiferente. Tanto el genio como el santo son poco usuales, poco comunes. Son la excepción del mundo de la representación y del mundo de la voluntad, no la regla. Por eso, mismo su modo de ser y de hacer se advierten como extraños a los ojos de lo común.
Vemos entonces que ambas marionetas, en su intento por liberarse del teatro mundo, cortan los hilos que los mantienen atados a la voluntad, por un momento o para siempre; el hilo más grueso que los mantiene atados al escenario es la voluntad. Pero el corte de ese hilo solo puede darse si ocurre en ellos una transformación que produce, precisamente, el modo de conocimiento al que acceden. Sin embargo, solo en el santo se da una transformación radical; en el genio una transformación pasajera, así sus obras sean inmortales. Estética y ascética parecen conectarse fuertemente, por ello tal vez Wittgenstein tenga razón al decir que “ética y estética son una y la misma cosa” (TLP, 6.421). Además porque el propio Schopenhauer sostiene que el santo es un genio en sentido ético, lo que significa que hay un parecido de familia. Parece entonces que sus diferencias son de grado y no de naturaleza, son también el anverso y el reverso del mundo, aunque parece también que la santidad sea superior en tanto está relacionada con el obrar moral del hombre y con el auténtico camino de salvación. Pero no podemos olvidar que esta vía es demasiado exigente y, por ello desafiante, para la mayoría, que prefiere un camino más llevadero, como puede ser la presentada en la excepción estética.
Debemos tener presente que el hecho de que se produzca la genialidad o la santidad en individuos particulares no es algo que ellos mismos decidan, es algo que se da en ellos y a pesar de ellos, incluso se produce con una violencia hacia esos individuos. Por esta razón, cortar los hilos no es una tarea pacífica, sino que constituye la verdadera batalla. La genialidad y la santidad suceden porque sí, por la gracia, garante de la salvación, parcial en el caso del genio y completa para el santo. Y aunque sean más evidentes las obras de los genios a lo largo de la historia, de ahí la fortaleza de su legado en las obras de arte, las biografías de los santos narran lo que alguna vez fue una existencia virtuosa y abnegada, pero estos últimos hombres parecen ser más escasos, más extraños, más sombríos. Del algún creemos firmemente en el papel pedagógico de estas figuras, en su aporte a la cultura y al desarrollo de la especie, en su intento por exhortar a un público que solo sabe de vivencias comunes; aunque sabemos que con una lectura de sus obras no nos haremos geniales ni virtuosos.
Ahora bien, en dado caso que consideremos que un modo de metamorfosis y de liberación resulta ser más llevadero, más soportable para la vida y más transitable para la mayoría, ¿cuál marioneta preferimos? ¿El genio o el santo? ¿O es que acaso ambos son actores de lujo y tal vez no prefiramos ninguno, es decir, no podamos pagar sus costes? A primera vista parece más seductor ganar la calma completa de los mares; por tanto, la liberación del mundo que logra el santo parece ser, a primera vista, la opción. Sin embargo, estamos de acuerdo con Spierling en este punto, al afirmar que “la negación de la voluntad de vivir se incluye entre los aspectos más cuestionables del pensamiento pesimista de Schopenhauer. Podría denominársela el «talón de Aquiles» de su pesimismo, puesto que descansa en una disyuntiva completamente abstracta: o afirmación o negación de la vida” (1989, 55). Abstracta quizá en tanto que la negación de la voluntad de vivir parece ser una muerte en vida; sin embargo, dado que el cuerpo continúa funcionando y este es objetivación inmediata de la voluntad, todavía hay una cierta afirmación de la vida; podríamos afirmar que mientras haya vida hay voluntad, por eso ambas son una y la misma cosa. Además, el propio ejercicio de las virtudes parece que solo puede darse en vida. Y no solo eso, mantenerse en la santidad es un ejercicio bastante complejo, supone una batalla permanente contra uno mismo, lo que significa que la salvación y la liberación completa no se ha producido. Tal vez sea la muerte la única negación de la voluntad de vivir posible, negación que sí es concreta y que se produce en individuos finitos, porque mientras tanto “la visión de una negación de la vida –y del mundo– como el mayor bien, podría encontrarse como algo chocante e incluso ofensivo”82 (Young, 2005, 191).
Por eso, podemos afirmar junto con Nietzsche que el abnegado, es decir, el santo, “quiere mantener oculto ante nosotros su apetito, su orgullo, su intención, para alejarse volando por encima de nosotros. ¡Sí! Es más hábil de lo que pensamos, y tan amable ante nosotros –¡este afirmador! Pues en eso él es igual a nosotros, en tanto también renuncia” (CJ, §27, 50). En una palabra, el santo quiere elevarse por encima de los llamados hombres comunes, quiere que todos vean que ha logrado combatir el egoísmo y, con ello, silenciar la voluntad. Sin embargo, siguiendo al profesor Cardona, la ascesis y la resignación parecen ser una forma como el egoísmo se incrementa de manera renovada. En el caso de la ascesis, cuando se ha penetrado el velo de Maya “y toda individualidad vale aún tan sólo como apariencia, los otros ya no tienen aquí ciertamente ningún papel, y el asceta se piensa a sí mismo como solo y emprende la mortificación de su propio cuerpo, buscando siempre su salvación privada” (Cardona, 2012, 230). En este sentido, la salvación es también egoísta como lo es, a su manera, la afirmación de la vida83.
En adición, el santo afirma el egoísmo, es decir, la voluntad, cuando emprende la mortificación de su propia carne como reflejo de una angustia por mantener su propia salvación, como bien lo afirma Cardona. De modo que el egoísmo y el ascetismo son dos caras de una misma moneda; entre ellos también hay un parecido de familia, porque son gemelos. ”En este sentido, el asceta que cree que la muerte de su cuerpo individual implicaría el hundimiento del mundo entero, se comporta de la misma manera que el egoísta que está persuadido de que el mundo es tan sólo un mero accidente, pues sin él no podría existir” (Cardona, 2012, 233). Y si al principio de El mundo, el mundo es mi representación y es mi voluntad, y al final de libro ninguna representación, ninguna voluntad, ningún mundo, se atestigua entonces que el mundo solo es por una representación y una voluntad que se hace el yo. Y es a él, al parecer, al que se debe combatir si se quiere lograr la calma, para superar el mundo; a ese yo que es voluntad hecha cuerpo.
Sin embargo, quizá la negación de la voluntad de vivir no solo es una preparación para la muerte, al estilo del Fedón, sino que incluso es una forma renovada de aquel exceso que supone al cuerpo como la cárcel del alma y cómo el conocimiento y, con él, la comprensión, emprenden la tarea de volverse liberadores. Parece que la propuesta schopenhaueriana de la negación de la voluntad de vivir encarnada en el santo es un ensayo de la muerte, a través de la liberación que proporciona un modo de conocimiento intuitivo. Y el genio quizá también ensaye la muerte, pero no se arriesga tanto como el santo.
Y es que la ascesis del santo se parece a aquella ascesis teórica que Sloterdijk describe, pues “si la ciencia –o, por hablar con mayor cuidado, la «actitud» teórica como tal, de la que puede surgir una ciencia específica– ha de ser un asunto de ejercicio, entonces el ejercicio cardinal (del latín, cardo, gozne) habría de consistir en un ejercicio de retirada” (2013, 34). Pero esto vale también para el genio, pues él se aparta de sí mismo por un momento y, con ello, de un mundo que produce tormentos constantes. Es, siguiendo a Sloterdijk y con él a Platón, como si la vida y la teoría, en el caso del genio la contemplación y en el santo la comprensión de la esencia del mundo, pertenecieran a campos separados, dado que la ascesis constituye un ejercicio de retirada del mundo.
Pero tal vez tenga razón Husserl al decir que “todas las enfermedades de la razón son lesiones al mundo de la vida” (citado por Sloterdijk, 2013, 44), enfermedades que son, precisamente, estos ejercicios excesivos de retirada que procura en su mayor medida el santo y, en menor, el genio. Incluso me parece que el ejercicio de retirada del santo puede ser más enfermizo dado que no retorna al mundo, solo sale de él, es en términos de Sloterdijk, una suerte de “autismo artificial” (2013, 46) que le permite negar el mundo y lo que lo produce. Podemos sostener además que es como si en el genio también se diera una suerte de ascesis, pero en ella no solo se da un ejercicio de retirada sino también de venida al mundo. El punto está en que aunque haya una suerte de huida del genio, una huida de sí mismo y del mundo, en él parece haber una afirmación de la vida cuando él es capaz de transfigurar la vida y hacerla bella a través del arte; lo que en cierto sentido puede considerarse un querer la vida. Esto en materia de valores parece ser superior a un no querer la vida, propio del santo.
Parece entonces que a nuestros ojos, el modo de transformación y de liberación que experimenta el genio parecer ser más aceptable para la mayoría y esto en varios sentidos. Si dejamos de considerar, por un momento al genio propiamente, y tenemos a la vista los hombres comunes que aprecian el arte, podemos evidenciar un papel liberador de la contemplación artística, es decir, un salir, un acallar la voluntad por un momento, al ser menos conscientes de sí mismos y más conscientes de las cosas y, a menor consciencia, menor dolor. De algún modo, reconocemos el papel calmante que procuran las artes y, por qué no, un papel liberador en términos sociales y culturales; todos aquellos que de algún modo han sido excluidos pueden, a través de las artes, ganar una forma de expresión y, con ello, de liberación de un mundo sometido a la opresión. En el caso del genio, esto parecer ser más radical, pues en él no solo hay una contemplación y una producción artística sin más, dado que el arte que producen indica algo, es expresión de algo, a saber, de las ideas platónicas. Significa que están entretejidos en todo momento con las artes, con una forma de hacer bella la vida y con un ejercicio de ir y venir al mundo que resulta, sin duda alguna, ser liberador, dado que el mundo produce mucho ruido, es tormentoso, pero uno mismo también, así que el genio no puede quedarse en la retirada.
Quizá sea cierto lo que Wilde sostiene, que
La Estética es más elevada que la Ética, pertenece a una esfera más espiritual. En realidad, la Estética es a la Ética, en la esfera de la civilización consciente, lo que es, en la esfera del mundo exterior, la selección sexual a la selección natural. La Ética, lo mismo que la selección natural, hace posible la existencia. La Estética, al igual que la selección sexual, hace la vida seductora y maravillosa, la llena de nuevas formas de progreso, de variedad y renovación. Y cuando alcanzamos la verdadera cultura que es nuestra finalidad, alcanzamos esa perfección con que soñaban los santos, la perfección de aquellos a quienes es imposible pecar no por las renunciaciones del asceta, sino porque pueden hacer todo cuanto desean sin herir el alma ya que no pueden querer nada que la dañe. (1986, 99)
Y es que tal vez negar la voluntad de vivir es matar todo lo que puede haber de bueno en ella. Es matar el corazón que une o puede unir lo que el intelecto, aristocráticamente, separa (MVR, II, 15, 162; 183). De modo que la mayoría preferimos el modo de metamorfosis y de liberación que experimenta el genio, pues en él hay una afirmación de la voluntad de vivir que aunque con “trances trágicos”84, aunque tendiendo a no quererla, le dice sí a la vida pero solo a condición de transfigurarla a través de las artes y, con ello, proporcionarle un calmante a la voluntad. Ahora bien, esto no significa que estemos negando radicalmente el modo de metamorfosis y de liberación del santo, puesto que sabemos que hay hombres en los que se dan las condiciones de supresión del deseo sexual, por ejemplo, y de lo que, en general, Schopenhauer ha expresado como negación de la voluntad de vivir, aunque el precio que pagan por ello es demasiado alto. El santo, y sobretodo él, mucho más que el genio, se convierte en una forma de hacer un llamado a transitar por el camino de las virtudes, la compasión y la renuncia a aquellos deseos que banalizan y atormentan la existencia. Y quizá este camino tenga mucho rendimiento para la humanidad, aunque sea igualmente un verdadero desafío para el individuo.
Ahora bien, si consideramos al genio y el santo no solo como las peores –o tal vez las mejores– marionetas del teatro del mundo, dado que subvierten el teatro; sino que además las consideramos como dos buenos referentes pedagógicos, casi como héroes de la existencia, y los llevamos por los rincones de la vida cotidiana, me atrevo a sostener que si bien la aspiración de la humanidad está cercana al referente de santidad, al modo ético de vivir, el camino preferible y más accesible para lograrlo, por lo menos para los términos planteados en este trabajo de grado, sería a través de la apreciación y expresión que procuran las artes, pues son ellas las que pueden refinar la existencia, “dar estilo al carácter” (CJ, §290, 167), liberar a los hombres de muchas de las formas de opresión que caracterizan al mundo. Y así, aunque la vida no sea bella, el hombre viéndola transfigurada a través de las artes, ya no querrá nada perjudicial para sí mismo, como bien lo menciona Wilde, y comprenderá la importancia de las artes como calmantes y como purificadores de su existencia. Este camino podría ser transitado por muchos hombres, dado que es más ancho, podría ir conduciendo al angosto camino de la salvación.
Así pues, consideramos que el camino de metamorfosis y de liberación que emprende el genio parece más soportable y más llevadero para la vida, aunque no solucione definitivamente el problema que la voluntad misma ha planteado para la existencia. Con ello no estamos negando la liberación del santo, pues reconocemos que esta es otra vía, distinta, aunque como lo hemos indicado anteriormente con un parecido de familia con respecto al genio. Sin embargo, parece que es un camino difícilmente transitable, excesivamente duro, dado que la mayoría no estaría dispuesta a pagar los costes que implican la negación de la voluntad de vivir. Se parece al ejercicio de escalar una montaña muy alta, llena de escollos, condiciones climáticas extremas y peligros constantes. Pero no podemos pasar por alto los otros peligros que se asoman en el camino más plano y menos intrincado de la genialidad, pues parece que al escoger como criterio el papel pedagógico de ambas figuras del mundo y la mayor transitabilidad en su camino de metamorfosis y de liberación por parte de los hombres comunes, podemos caer en el peligro del arte ya no como calmante, como liberación del mundo, sino como una forma de simple entretenimiento, tal como se ha presente hoy en la sociedad postindustrial.
Y es que muchos hombres comunes pueden creer que el entretenimiento es esa cura parcial, ese aquietar a la voluntad del que hablaba Schopenhauer. Pero no advierten que se trata de otro encendedor del punto de incandescencia; de otro mecanismo que nos hace cada vez más presos de la voluntad y, con ello, de la intranquilidad; de otro mecanismo que afirma radicalmente el egoísmo y que vuelve nada la vida con sus ideales culturales. Y así, el camino de metamorfosis y de liberación del genio trae consigo una trampa, por lo menos para nuestro tiempo. De modo que no podemos poner, optimistamente, nuestras esperanzas en el papel salvífico del arte. Tal vez lo que deba hacerse con las artes de nuestro tiempo sea someterlas a crítica y descubrir otros modos de liberación del mundo. Lo que sí creemos es que, a pesar de que efectivamente hay santos, liberarse definitiva y permanentemente de este mundo es un sueño que solo se consigue con la muerte. Las otras formas de liberación posibles están atravesadas por el tiempo, por una humanidad finita que solo sabe de contingencias.
Conclusiones | Conclusions
Este trabajo se ha propuesto describir las dos caras que componen la moneda que llamamos “mundo” en la obra fundamental de Arthur Schopenhauer. Pero no solo eso: ambas caras tienen impresos dos sellos que se corresponden con lo que hemos denominado las marionetas, quizá como las máscaras que sobresalen en cada una de las escenas del teatro. Estas dos caras, estas dos escenas en acción, se muestran como mi representación y mi voluntad; las de un sujeto, las de un yo que ve las escenas y que también participa en ellas. Por su parte, estas marionetas excepcionales, estas máscaras puestas en escena, son la genialidad y la santidad, pero también somos nosotros mismos. El genio actúa en el mundo de la representación y el santo en el mundo de la voluntad. Sin embargo, como en toda puesta en escena, ya hay un guión descrito. El director de escena, el dueño de la marionetería, ha determinado los roles de cada una de sus marionetas y también ha escogido el escenario sobre el cual se llevará a cabo la obra. En una palabra, el mundo de la representación y de la voluntad que ve ese yo se anuncian como completamente determinados, como sometidos a la más estricta necesidad, incluso en el momento que emprende la liberación. Además, se hallan atravesados por el sufrimiento, constitutivo y esencial del mundo; y es que montar un teatro no es tarea sencilla.
Lo único libre, el director de escena si se quiere, es la voluntad nouménica que, al final del recorrido se revela como propiamente nada, así que las marionetas están movidas por nada, son pues autómatas. La voluntad, que se advierte primero en el fenómeno que llamamos hombres, es decir, en los actores que más hablan en la puesta en escena; ella, que por analogía se extiende a todo lo viviente y no viviente; ella, que está dormida en la noche de la inconsciencia, da unidad al montaje, unifica y sostiene los hilos de las marionetas pero se apresura de nuevo a esa noche, pues realmente es pura nada. Sin embargo, como todo director, como todo jefe, la voluntad en sí que se manifiesta en mí se encarga de producir todos los tormentos de la existencia, pues su rasgo distintivo consiste en desear continuamente y en no saciarse nunca. Es pues la fuente del sufrimiento y solo así se afirma, a saber, en la persistencia de la existencia, en las temporadas de la obra de teatro. Y al emprender el movimiento de auto-conocimiento, usa su fenómeno más perfecto, se sirve del hombre y de su conciencia. Solo así despierta. Pero para esto escoge a sus mejores actores, a sus marionetas más excelsas: el genio y el santo.
Cuando la voluntad nouménica pone sus pies en el mundo de la representación, el sello que llamamos genio es el protagonista. Sin embargo, sucede algo curioso y algo que de algún modo permite la voluntad. Se produce una liberación del mundo en el genio; este logra cortar los hilos de la voluntad, responsables de su pesada y tormentosa vida o, mejor aún, los hilos se cortan en él. Lo anterior solo es posible si se da en él una metamorfosis, una transformación producida por un modo de conocimiento que le permite al intelecto del genio liberarse de la servidumbre de la voluntad, del ansia de la misma. Y este modo de conocimiento es el arte y su objeto, la idea platónica, objetivación inmediata de la voluntad. Este modo de conocimiento le permite al genio distanciarse por un momento de su yo, lo que se convierte en un calmante pasajero de su voluntad, en un sedante para la misma y así se produce la liberación del mundo. Por ello, el genio puede ver la vida bella desde la distancia de su yo, de su voluntad, y transfigurada a través del modo de conocimiento artístico. Pero no todo es felicidad, pues esta liberación solo es pasajera, se da por un momento. Una vez termina, vuelven los tormentos que le procura su voluntad y, con ello, el mundo. Esta vía de liberación se asoma como un mero contentillo. Así que la voluntad, sigue su camino por otra escena.
Es momento de la escena del mundo de la voluntad, pero esta se muestra como la última. Allí el protagonista es el santo. En él se produce algo todavía más curioso, pues la voluntad se auto suprime en él, se niega en él, lo que significa que se da la liberación permanente y definitiva del mundo; la salvación que permite la gracia. De modo que el santo corta radicalmente los hilos que lo mantenían atado al teatro y por eso puede cerrar el telón o, más bien, los hilos son los que se cortan en él. Esto sucede si se da en el santo una metamorfosis radical producida por un modo de conocimiento, a saber, el de la comprensión del sufrimiento constitutivo del mundo y el de la identidad de todo fenómeno que se expresa con la sentencia Vedanta, “ese otro eres tú”; identidad que entra en contradicción con el fenómeno mismo. Este modo de conocimiento da paso a la liberación, lo que supone una disolución del yo, esto es, de la voluntad y, con ello, de la representación y del mundo. Y esta liberación, que constituye una muerte en vida, es la calma completa, la cura radical a la enfermedad que llamamos voluntad. Es parar la rueda de Ixión para siempre. Es el cierre del teatro, el final de los finales del carnaval. Es la voluntad nouménica revelándose como nada.
Como podemos ver, son dos los modos o caminos de transformación y de liberación del mundo. Transformación y liberación que se dan sólo en las mejores marionetas, porque sí, por la voluntad nouménica que es enteramente libre. La liberación supone un modo de conocimiento; de hecho es el conocimiento aquel que queda a flote y aquel que se desprende del servicio de la voluntad. Lo anterior permite la transformación en ellos, garante de la liberación. Sin embargo, al ver en el teatro mismo a los hombres comunes, a las marionetas de segundo orden, y al considerar que las mejores marionetas pueden enseñarles a las otras cómo actuar, lanzamos la moneda del mundo al aire. Se ha superpuesto una cara, un camino, aunque no se halla borrado el otro. Se trata del camino del genio, del camino que supone a las artes como liberadoras y como calmantes de la voluntad. Parece que este camino, en tanto aligera la vida, resulta ser más llevadero y más transitable por la mayoría, pues se trata de un ir y venir al mundo. El camino del santo parece mucho más pesado; tal vez los hombres lo admiren pero no estén dispuestos a pagar sus costes, pues se muestra como un irse y superar el mundo. Sin embargo, ambas máscaras pueden ponerse y quitarse, una no niega a la otra, solo se tratan, quizá, de bifurcaciones de un mismo sendero. Pero en esa mayoría la afirmación de la voluntad de vivir no parece apagarse, de modo que la voluntad en el fenómeno no permitirá una cura radical a la enfermedad. Ahora bien, al final de todo esto, se muestra no solo el mayor peligro que trae transitar por el camino de la genialidad, por lo menos para nuestro tiempo, a saber, el entretenimiento; se muestra además algo todavía más radical: se trata de la idea según la cual liberación del mundo, para el caso del genio y del santo, y si es posible en cierto grado en los hombres comunes, tal vez consista en un asumir, como héroes, aquello que el destino ha impuesto, es decir, aquello que la voluntad nouménica ha escogido previamente para todos. No se trataría entonces de transitar el camino más seductor. Tal vez la vía que nos lleva a lo místico sea reconocer simplemente que así se dan las cosas y que no se deciden por uno mismo.
Notas
* Balzac, H. d. (2010). Las ilusiones perdidas. Barcelona: DEBOLSILLO.
1 Resulta curioso que emprendamos una investigación orientada a analizar cómo es posible la disolución del yo y la superación del egoísmo a través de la contemplación estética del genio y de la vía mística del santo, pues Schopenhauer en su propia vida “era un consumado egoísta, solo atento a sus humores y sus asuntos; la contemplación y la mística que tanto le gustaban no iban en realidad con él, eran absolutamente contrarias a su naturaleza violenta y orgullosa” (Moreno, 2005, 286). Sin embargo, todo el que lo conocía salía encantado al conocer a semejante sabio hombre. Quizá la vida del autor no tiene que corresponderse con su propia obra.
2 El mundo como voluntad y representación fue presentado por primera vez por Schopenhauer para su publicación en 1818. Sin embargo, apareció publicado con fecha de 1819. En el prólogo a la primera edición, nuestro autor considera que su obra es un nuevo sistema filosófico en el que se expone un único pensamiento que, en cuanto tal, guarda una completa unidad y exige además leerla orgánicamente. Ahora bien, el editor Brockhaus de Leipzig se arrepintió de haberlo publicado, pues fue una obra que fracasó en ventas. Para 1844 apareció la segunda edición con unos Complementos a los cuatro libros originales, que desde entonces se conocerá como el segundo tomo de la obra. El tono que emplea Schopenhauer para el prólogo a esta segunda edición lleva consigo una arremetida contra sus contemporáneos, en especial contra la filosofía de Hegel y contra la instrumentalización de la filosofía al servicio del Estado o de los intereses personales. De ahí que nuestro filósofo considere que su obra no es ni para sus contemporáneos ni compatriotas, sino para la humanidad por venir. Para 1859 aparece la tercera edición, y en su prólogo Schopenhauer empieza a ver, al término de su vida, el comienzo de su influencia; de esta manera se empieza a cumplir su profecía, a saber: su obra será una fuente para la producción de otros libros.
3 Schopenhauer considera a Kant como su maestro y gran parte de su obra se encuentra bajo su influencia. Sin embargo, como todo gran hombre, cometió –según nuestro autor– graves fallas, de ahí que deba emprender una batalla destructiva contra la obra de Kant mediante un proceder polémico (MVR, I, 493; 481). Con esta guerra, quedará en pie la propuesta schopenhaueriana en torno al mundo como representación para el caso de este capítulo.
4 La traducción es mía. El texto original en inglés dice lo siguiente: “When it comes to practical, everyday coping, he suggests, intuitive knowledge is virtually always superior to conceptual knowledge”.
5 La traducción es mía. El texto original en inglés dice lo siguiente: “The first sentence of the main work is: ‘The world is my representation’. This, as we may take it, statement of radical idealism is, says Schopenhauer, a truth so certain that it needs no proof (WR I: 3)”.
6 Según Schopenhauer, el realismo pone en el objeto su causa y coloca su efecto en el sujeto. El idealismo, por su parte, convierte el objeto en efecto del sujeto (MVR, I, §5, 15-16; 62). Del algún modo, la disputa en torno al realismo e idealismo es consecuencia de extender inadecuadamente la ley de la causalidad a la forma general de la representación. El propio autor nos recuerda que si el idealismo sostiene que hay una realidad del mundo externo independiente del sujeto, entonces es necesario negar este idealismo. “Todo el mundo de los objetos es y sigue siendo representación, y justamente por eso está condicionada por el sujeto absoluta y eternamente: es decir, tiene idealidad trascendental (MVR, I, §5, 17; 63). Ahora bien, si procedemos del objeto, es decir, si aceptamos un realismo, tenemos como ejemplo de este tipo de consideración al materialismo. Para este, la materia, el tiempo y el espacio son lo que propiamente existe; sin embargo, pasa por alto la relación con el sujeto, y usa la ley de causalidad como una veritas aeterna. Por su parte, partir del sujeto “adolece en general del mismo defecto que el punto de partida objetivo antes expuesto: el suponer de antemano lo que antes se pretende deducir, a saber, el correlativo necesario de su punto de partida” (MVR, I, §7, 40; 83). Tanto el realismo como al idealismo se les olvida que “ningún objeto sin sujeto” (MVR, I, §7, 35; 78).
7 Como es por todos conocido, Leibniz ha introducido para la filosofía moderna la expresión “el principio de razón suficiente” (Magee, 1991, 35). Según Heidegger, con Leibniz tenemos, por primera vez, expresada la proposición del fundamento precisamente como proposición. Nihil est sine ratione es la expresión más conocida, lo que de algún modo nos muestra que la búsqueda de fundamentos atraviesa todo representar humano. Ahora bien, considerada la proposición desde su lado positivo, esto significa que “todo ente tiene algún fundamento del hecho de ser, y de ser tal como es” (Heidegger, 1991, 29); en este sentido, la proposición está poniendo lo que afirma como algo necesario. Heidegger señala además que la proposición del fundamento es la proposición fundamental de todas las proposiciones fundamentales; dentro de estas últimas podemos encontrar el principio de identidad, de contradicción y de tercero excluido, por ejemplo. Y a partir de Leibniz, la razón suficiente se integra como principio dentro de todos estos principios. El representar, regido por el principio de razón suficiente, se convierte ahora en un representar declaradamente racional, esto es, administrado por la razón. Siempre que buscamos fundamentos, sostiene Heidegger, preguntamos por qué ocurre lo que ocurre. Esta interrogación lanza al representar de un fundamento a otro. El porqué no da descanso ni ofrece tregua, no brinda ningún punto de apoyo, pues el porqué es sin porqué, carece de fundamento; es, él mismo, el fundamento.
8 Esta consideración de la cuádruple raíz fue desarrollada por Schopenhauer en su tesis doctoral titulada Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente (1813). Según Clément Rosset, este texto es una crítica a la extensión ilegítima de la noción de causalidad hasta la necesidad. De hecho, pretende refutar, siguiendo a Kant, toda interpretación filosófica de la experiencia física de la causalidad.
9 La ley de la motivación es la propuesta novedosa de Schopenhauer y la que refuerza la consideración del principio de razón suficiente introducido por Leibniz. El tercer capítulo de nuestro trabajo tomará en consideración esta forma del principio de razón suficiente.
10 En Schopenhauer. Una filosofía de la tragedia, Philonenko señala que la espiral, imagen que representa su filosofía, tiene cuatro momentos. El momento de la pura teoría, dianoiología; el momento de la aparición de la voluntad, metafísica de la naturaleza; el momento de la representación superior, es decir, la metafísica de lo bello; y, por último, el momento en que la voluntad se comprende ella misma, es decir, la fenomenología de la vida ética (1989, 43). Esta imagen de la espiral da a conocer el pensamiento trágico de su filosofía. Debemos tener en cuenta que la espiral es una figura de movimiento abierta, que como en el Bolero de Ravel se despliega concéntricamente, abriéndose en cada uno de sus giros.
11 Sin duda alguna, Schopenhauer reconoce la influencia en su pensamiento no solo de Kant y de la Vedanta sino también de Platón. En el libro VI de La República tenemos una consideración similar a la establecida por Schopenhauer.
12 En Naufragio con espectador, Hans Blumenberg, a través de un análisis sobre la metáfora del naufragio en Schopenhauer, señala cómo la identidad del sujeto se descifra en la posición del que naufraga y del que contempla. Sin duda, esta alusión nos remite a la doble vida que posee el hombre y que lo diferencia de los animales, a saber, la vida concreta y la abstracta. En esta última, y por medio de la razón, el hombre logra distanciarse de la inmediatez del vivir para convertirse en espectador de aquello que experimenta; en otras palabras, en y por la reflexión, el espectador puede superarse a sí mismo y convertirse en lo que Blumenberg denomina espectador trascendental. Sin embargo, el espectador puede naufragar en razón de su voluntad, puede sucumbir en medio de ese mar lleno de escollos y remolinos que llamamos vida. Respecto al genio, que será abordado en el capítulo dos de esta investigación, aquello que lo caracteriza es precisamente no formar parte de la vida de inquietud y de tribulación que supone la navegación por el mar de la existencia, y esto debido a que está lleno del conocimiento puro, conocimiento que es una forma de distanciamiento frente a la vida y observa cómo la vida misma envuelve al genio. Sin que Blumenberg haga una mención explícita a la figura del santo, muestra cómo Schopenhauer convierte en estoico al navegante en medio de la tempestad (1995, 81).
13 El mismo Young sugiere que la objeción de Schopenhauer radica no tanto en que la ciencia no pueda explicar las fuerzas fundamentales, tal como ya lo había notado antes Kant, sino más bien que no puede alcanzar el significado (meaning) de las mismas (2005, 57).
14 The non-paradoxical part is the acceptance that the actions of other human beings are, like my own, manifestations of a will. The paradoxical, audacious, part is the extension of ‘will’ to explain the behavior of non-human beings.
15 Según Magee, la introducción del término voluntad para referirse al noúmeno ha resultado ser catastrófica para la comprensión de la filosofía schopenhaueriana, incluso hace inevitable los errores de interpretación que él mismo quiso evitar. De hecho, advierte Magee, Schopenhauer podría haber usado tan solo el término fuerza o energía. El mismo Schopenhauer parece haber errado al sostener que el concepto de voluntad es el único que no se deriva de una representación intuitiva, cuando se supone que todo concepto lo hace. Además, como el concepto de voluntad se deriva de la experiencia personal, parece que se hace con ello referencia en todo momento a la personalidad de alguna manera. Y las otras criaturas de las cuales se deriva el concepto de voluntad, todas ellas tienen conciencia, por lo que proceder por analogía puede resultar problemático, cuando se trata del mundo inorgánico, por ejemplo, pues el modo tradicional de comprensión de la voluntad implica sostener que se trata de un modo de la conciencia. Finalmente, en la tradición encontramos que la voluntad tiene un objetivo, meta, mientras que el noúmeno no puede tener ninguna meta ni objetivo. Sin embargo, su idea fundamental ha sido confirmada por los avances de las ciencias naturales, por Darwin, Freud y Einstein (Magee, 1991, 160).
16 Young afirma lo siguiente “In Christianity, as in Plato ́s theology, the world-creating being is as separate from its creation as is the watchmaker from the watch. (Plato actually calls his world-creator a ‘craftsman’.) Following Spinoza, however, Schopenhauer rejects this. The world-will is not separate from but rather is the world.”
17 Dentro de la espiral que es, sin duda, la imagen más bella para representar el pensamiento schopenhaueriano, Philonenko nos recuerda que el propio Schopenhauer se prohibió a sí mismo enseñar la estética en cuanto teoría general de las artes bellas. Aunque no la descuidó, el alcance esencial está dirigido, más bien, a desarrollar una metafísica de lo bello en sentido platónico, esto es, de la idea de la belleza en general y del examen de sus manifestaciones reales en las diferentes formas de arte (1989, 163).
18 En Senilia Schopenhauer ataca duramente el optimismo ingenuo de muchos pensadores, entre ellos Leibniz, y de un sinnúmero de hombres comunes. De hecho, se refiere al mundo de la siguiente manera: “este mundo no es sólo un infierno, sino que sobrepasa al de Dante por el hecho de que uno tiene que ser el demonio del otro” (s, 67,4; 172). Además nos recuerda, siguiendo a Aristóteles, algo sobre la naturaleza “qué espantosa naturaleza es ésta a la que pertenecemos” (s, 142,1; 142). El pesimismo es, sin duda, el espíritu de la filosofía schopenhaueriana. Este nos libera de aquellas concepciones ingenuas del mundo. Pero debemos, igualmente, tener presente aquí que el pesimismo parece ser una forma de comprensión que nos obliga a pensar el mal en el mundo y su justificación dentro de la vida misma.
19 En el libro Las dificultades con la filosofía de la historia Odo Marquard realiza, entre otras cosas, una crítica a la filosofía de la historia. Para Marquard, “el filósofo de la historia se ha limitado a transformar el mundo de diversas maneras; ahora conviene cuidarlo” (2007, 19). ¿Cuidarlo de qué? ¿De quiénes? Precisamente de los filósofos de la historia que proclaman una existencia de la historia universal única, con un designio y fin únicos, que subrayan la libertad de todos, que quieren el progreso y someten a crítica la realidad. “Filosofía de la historia: he ahí el mito de la ilustración” (Maquard, 2007, 20). La pregunta que queda todavía abierta es la siguiente: si el mundo debe ser cuidado y no tanto transformado, ¿cabe interpretarlo? Tal vez a los ojos de Schopenhauer sí, pero antes de interpretarlo, debe ser comprendido.
20 En la primera introducción a la Crítica del juicio, Kant establece la distinción entre el juicio determinante y el reflexionante. El propio filósofo considera a la facultad de juzgar como “la facultad de concebir lo particular como contenido en lo universal” (CRJ, 1961, 22). Ahora bien, el juicio es determinante si lo dado es lo universal y la facultad de juzgar subsume lo particular en lo universal. Por su parte, el juicio reflexionante se da cuando “lo dado es sólo lo particular y para ello hay que encontrar lo universal” (CRJ, 1961, 22). Siguiendo lo anterior, podemos sostener junto con Kant que la facultad de juzgar determinante se limita a subsumir, a subordinar en la naturaleza lo particular a lo universal. Por otro lado, la facultad de juzgar reflexionante necesita darse a sí misma un principio trascendental como ley, no puede tomarlo de otra parte ni tampoco prescribirlo a la naturaleza. Ese principio es la finalidad o conformidad a fin. Con el concepto de finalidad “la naturaleza se representa como si un entendimiento contuviera el motivo de la unidad de lo diverso de las leyes empíricas de la naturaleza” (crj, 1961, 24). El propio Kant señala que la finalidad no es un concepto que pueda atribuirse a los productos de la naturaleza, sino que se usa para reflexionar sobre ellos respecto al enlace de los fenómenos que se dan en la naturaleza. Esta es una idea que el mismo Schopenhauer, si bien retoma de Kant, la reformula en un sentido esencial. Esto lo veremos con más detalle a continuación.
21 Vandenabeele escribe lo siguiente: “two things must be specially noted here: first, disinterestedness is an aspect of the pleasure on which a pure judgment of taste is based, and secondly, the disinterested quality of the pleasure is logical (and not merely psychological) requirement of pure judgments of taste, which arguably enables us to distinguish them from judgments of the agreeable and the good”.
22 Vandenabeele señala que “Schopenhauer too associates beauty with the quickening of our cognitive capacities, and (again like Kant) contends that pure aesthetic perception cannot be based on a subsumption of intuitions under determinate concepts”.
23 En su artículo El pesimismo de Schopenhauer como jeroglífico Spierling nos recuerda que el ser más íntimo del mundo, según Schopenhauer, es voluntad de vivir. De alguna manera, el mundo para nuestro autor ha sido concebido como “una escritura cifrada que ha de ser descodificada” (1989, 56). Según Spierling, a través de la palabra voluntad (wille) se descifra el mundo y se descodifica, al mismo tiempo, afirmando que el mundo es voluntad y representación. Esto es lo que Spierling denomina la primera metafísica en Schopenhauer. Pero hay una segunda metafísica que consiste en volver a cifrar eso descifrado a través de la negación de la esencia del mundo, es decir, a través de la negación de la voluntad de vivir. Por esta razón, el mismo Schopenhauer recomienda que su obra sea leída dos veces, pues sólo así se podrá comprender a cabalidad su pensamiento único. Esta concepción jeroglífica del pensamiento de Schopenhauer adquiere, en parte sentido, pues al preguntarse por cuál es la meta y el fin de la voluntad de vivir, el filósofo se encuentra con ciertas paradojas, afirma Spierling. Así pues, si hablamos desde el punto de vista particular, la voluntad de vivir está orientada a la conservación del individuo, es decir, a la afirmación del egoísmo, pues el individuo visto desde dentro es todo en todo. Pero desde el punto de vista general, visto desde fuera, el individuo no es nada. En este sentido, podemos señalar ahora que el individuo es “por una parte centro del mundo, por otra, fenómeno marginal” (Spierling, 1989, 48); es decir, el individuo es todo y nada. Y suponiendo que la especie lo es todo, ¿cuál es entonces su fin? “Schopenhauer no puede descubrir, pese a todos sus esfuerzos, ningún sentido en el incesante tráfago de la naturaleza, en el impetuoso impulso hacia la existencia, en esta angustiosa solicitud por la conservación de las especies” (Spierling, 1989, 50). Así pues, parece que todo se repite siempre de nuevo, hay un eterno retorno de las cosas. Pero, “¿para qué toda la cruel escena?” Porque “así se objetiva la Voluntad de vivir” (Spierling, 1989, 51). Y es como si en este juego de todo y nada se produjera el sufrimiento. Es como si en medio de esta imposibilidad de descifrar el jeroglífico del mundo o en este juego de cifrarlo-descifrarlo encontráramos también el misterio del sufrimiento.
24 En el parágrafo 68 Schopenhauer se refiere a una “metamorfosis trascendental”, según la traducción de El mundo como voluntad y como representación realizada por Ovejero y Maury (MVR, §68, 426). El ejemplo más diáfano del alcance de esta metamorfosis es justamente la conversión del santo, tema que abordaremos en nuestro próximo capítulo.
25 La tesis central que queremos mostrar en el presente trabajo apunta a señalar cómo el genio y el santo resultan ser dos vías posibles de liberación del mundo. Esta liberación está estrechamente ligada con una metamorfosis que ocurre en aquellos individuos. Comprender, por tanto, el alcance de dicha metamorfosis es el objetivo que nos proponemos aquí.
26 En inglés “This ‘abnormal aesthetic state of mind, which offers and ‘escape’ from ordinary way of estimating an object, cannot, however, proceed from a conscious act of will (Akt der Willkür).”
27 En la comedia Leonce und Lena, del inclasificable y original estilo de Büchner, se revelan algunas de los temas que impulsaron al autor a escribir y que, curiosamente, guardan una estrecha relación con la visión schopenhaueriana del mundo. Entre estos temas se encuentra la consideración del hombre como una marioneta, en un mundo sin sentido. Tanto Büchner como Schopenhauer comparten una visión melancólica, pesimista y fatalista del mundo: “Soy un autómata, me han despojado de mi alma” (citado por García, 2009, 135), señala Büchner, al considerar que los seres humanos son actores, más aún, marionetas que se limitan a interpretar los papeles de una fuerza superior, bien sea el destino o Dios. No olvidemos que esta metáfora se encuentra también desarrollada por Schopenhauer en el tomo dos de su obra fundamental. En La muerte de Danton, otra de las obras de Büchner, uno de los personajes afirma que “marionetas es lo que somos; y fuerzas desconocidas mueven nuestros hilos; nada, nada somos por nosotros mismos” (citado por García, 2009, 135). Pero si el mundo resulta ser una comedia de mal gusto, si los hombres están abocados a ser “juguetes del destino” entonces “el mejor papel que se puede asumir es el de ‘director de escena’” (2009, 144), tal como Valerio, bufón de la comedia, lo es. Como bufón, hace reír, está por fuera del orden social establecido, anda embriagado, parece loco, pero es el único que ha comprendido y asumido ser una marioneta, y a partir de esto “intenta extraer el máximo partido al Carnaval y así, al menos, no quedarse nunca quieto ni callado” (2009, 143). Esta visión se asemeja a la que nos presenta Schopenhauer en la consideración del genio. En un mundo sometido al sufrimiento, en el que todos los hombres se asemejan a las marionetas, cuyos hilos son los motivos, objetos de la voluntad, solo el genio logra romper esos hilos, por un momento. Se asemeja pues a Valerio, bufón de Leonce und Lena; es pues el director de la comedia, en tanto se convierte en un espectador especial de la misma, que sabe además lo que significa ser actor, como lo sugiere el mismo Schopenhauer en el parágrafo 16 del tomo primero de El mundo como voluntad y representación. Tal como Valerio, el genio intenta aprovechar al máximo el Carnaval, que no es otra cosa que el estado de sujeto puro de conocimiento; ¡esa es la fiesta del genio! Y tal como Valerio, el genio anda embriagado por la locura divina, parece loco. Lo que no sabe Valerio pero sí el genio, es que ese estado carnavalesco, ese rol de director de escena, solo es efímero y se da por un momento. En este sentido, los hilos no fueron bien cortados y, por ello, se regresa siempre a escena para ser de nuevo marioneta.
28 Esta aparente disolución de la individualidad o, en términos del profesor Cardona, desindividualización del sujeto, es precisamente aparente, pues el aparecer bello no es algo que se presente de forma duradera en el tiempo. De ahí que Cardona sostenga que “el mundo estético no es una alternativa real, es decir, no es una solución convincente al enigma del mundo, ni un camino genuino para alcanzar nuestra desindividualización como sujetos y superar con ello el egoísmo teórico y práctico que sirve de fundamento ontológico al incremento de nuestro dolor. Es, más bien, sólo una repetición de aquella fantasía omnipotente de alcanzar un mundo en cada momento mío” (2012, 242). La desindividualización del sujeto es entonces una utopía desde la perspectiva estética, dado que para la contemplación y producción estética se requiere del cuerpo y este no es más que la objetivación de la voluntad; por tanto, esta no ha desaparecido en el modo de conocimiento genial.
29 Comparemos la servidumbre del intelecto respecto a la voluntad y la liberación de esta relación con la alegoría de la caverna de Platón. La mayoría de los hombres no logran desprenderse de la voluntad, ni siquiera por un momento. En este sentido, se parecen a los prisioneros que habitan en una morada subterránea con las piernas y cuellos encadenados y que, por tanto, no pueden girar la cabeza, pero que tienen la entrada abierta a la luz: “Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biombo, los muñecos” (RE, 514b). Ahora bien, del otro lado del tabique pasan sombras que llevan utensilios y figurillas de hombres y otros animales. Los prisioneros se parecen a los hombres, puesto que solo ven las sombras proyectadas por el fuego; ellos no tendrían por real otra cosa que las sombras de los objetos artificiales (RE, 515c). Del mismo modo, los hombres creen estar libres de todos los hilos pero no ven más que sombras; no son más que títeres que están en pleno teatro. Así pues toman por real lo que propiamente es sombra, no saben que están sometidos a la determinación y a la necesidad, no se han dado cuenta de que la voluntad es la mayor de las cadenas y que los mantiene atados a su condición de miseria y sufrimiento, en suma, no reconocen su ignorancia puesto que no tienen un intelecto portentoso. Sin embargo, así como el genio, Sócrates pide imaginar respecto a los prisioneros “que uno de ellos fuera liberado y forzado a levantarse de repente, volver el cuello y marchar mirando a la luz y, al hacer todo esto, sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz de percibir aquellas cosas cuyas sombras había visto antes” (RE, 515c). Esta liberación, que finalmente llevará al prisionero a percibir el sol y contemplarlo como es en sí y por sí, se asemeja pues a la liberación del genio respecto de la servidumbre de la voluntad, genio que ya no ve sombras sino que accede a lo real, a la idea platónica como objeto del arte, pero que en medio de esta liberación, ha tenido que sufrir los tormentos de su existencia y aceptar el destino que la naturaleza le ha impuesto para lograr contemplar el juego de las marionetas desde el palco. Y así como el hombre liberado de la prisión, el genio “si se acordara de su primera morada, del tipo de sabiduría existente allí y de sus entonces compañeros de cautiverio, ¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los compadecería? –Por cierto” (RE, 516c). Sin embargo, tanto el prisionero liberado como el genio deben descender nuevamente a la caverna, pues su liberación se da solo por un momento; pero cada una de estos personajes, “¿no tendría ofuscados los ojos por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol? –Sin duda” (RE, 516e). Empero, sus obras son para la humanidad; ese es su destino, por más rabia que cause.
30 Vladimir Jankélévitch en su libro La aventura, el aburrimiento, lo serio nos recuerda que todo lo que empieza por extra o ex “está fuera de encuadre y es fuera de serie” (1989, 30). Por eso el genio, que solo conoce extremos, es excepcional, excéntrico, extraordinario. Y estas características que atribuimos al genio, con los ojos schopenhauerianos que nos hemos puesto en esta investigación, pertenecen también a lo que Jankélévitch denomina aventura; como si el proceso de producir una obra de arte y de contemplarla fuera ya una aventura en la que se ha embarcado el genio y, por qué no, los demás hombres en la medida de la fuerza de su intelecto para captar las ideas platónicas. Dentro de las posibles aventuras hay una que Jankélévitch denomina aventura estética. A nuestro juicio, esta mantiene una curiosa relación con las consideraciones estéticas de Schopenhauer. En la aventura estética, el hombre está dentro y fuera de sí mismo, de hecho más afuera pues, en términos de Schopenhauer, se ha tornado el objeto mismo, se ha desindividualizado. Incluso, “las aventuras de los demás o las mías, en tanto que me he convertido en otro o en una tercera persona ante mí mismo, tiene por definición un carácter estético. Vuestras aventuras para mí son obras de arte con las que simpatizo más o menos, pero de las que estoy esencialmente distanciado, puesto que no soy quién las corre” (Jankélévitch, 1989, 24). Lo anterior subraya la idea del genio como un otro que puede ver el mundo, la vida, desde la distancia de sí mismo, de su yo, es decir, de su voluntad, y por tanto contempla la existencia como algo bello, incluso en medio de las más grandes dificultades y conmociones internas. Es esa distancia la que le procura la calma de su voluntad y la deja como adormecida. Incluso el solo espectador de la obra de arte, en tanto contemplador, puede vivir esa aventura estética, pues elmundo y la vida, se han transfigurado y ahora se le presentan como imágenes bellas. De ahí que esta es la única aventura “en la que los hombres más sórdidos e incluso los que son incapaces de ser pintores, músicos o poetas, tendrán fuerzas para vivir en el mundo de los valores y para hacer cosas que no sirven para nada” (Jankélévitch, 1989, 24). Sin embargo, hay un tipo de aventura muy particular que ya no es extravital sino intravital: se trata de la aventura amorosa. Esta “desata las más íntimas relaciones con el conjunto de la vida, porque desata las pasiones más ardientes y vehementes, porque es capaz de desbordar y alterar la existencia hasta sus raíces” (Jankélévitch, 1989, 30). La aventura amorosa se parece, pues, a los duros tormentos que atraviesa el hombre con disposición genial, en los momentos en los cuales no está siendo genio, y pertenece a lo que Jankélévitch denomina la destinée, aquella libertad por la cual el hombre modifica su destino. Por ejemplo: “no formaba parte del destino de un pintor vivir en Tahití, casarse con una mujer mahorí y acabar muriendo en una miserable choza de Oceanía. El destino de un pintor es vivir en París, frecuentar las galerías, vender o no sus lienzos y tener, como todo el mundo, una masía en Provenza. Lo que no formaba parte del destino de Gaugin, sin duda, formaba parte, en un sentido más profundo, de su destinée” (Jankélévitch, 1989, 31). Si bien la aventura amorosa se parece a la aventura que recorre día tras día el hombre con disposición genial, cuando no está precisamente poseído, Schopenhauer le respondería a Jankélévitch, así ambos estén muertos, que lo que él denomina como destinée, no es otra cosa que el destino mismo, pues todo lo que ocurre, ocurre necesariamente ¡Así le tocaba vivir a Gaugin!, aunque él mismo no lo hiciera de manera consciente o plenamente racional. Y ese destino de Jankélévitch no es sino la construcción de falsos ideales sobre cómo debería ser el mundo, pero no una descripción de lo que el mundo es.
31 Siguiendo el libro de Jackson Historia de la melancolía y la depresión, la teoría de los humores fue fundamental por mucho tiempo para la comprensión de las enfermedades. Asociada a la bilis negra, el término “melancolía” o “temperamento melancólico”, se usaba para denominar precisamente aquel carácter de rasgos lúgubres, taciturnos, solitarios y pensativos, además para caracterizar un hombre lleno de miedo y tristeza. Aunque fue considerada por muchos como una enfermedad, con unos síntomas determinados y con unos modos de tratamiento propios, “sentirse melancólico o deprimido no supone necesariamente una enfermedad mental o un estado patológico. Sólo cuando estos sentimientos se prolongan o se agravan pueden empezar a verse como patológicos, e incluso entonces estos estados afectivos tendrán que ir acompañados de otros síntomas para que sean calificados como tales” (1989, 15). Tanto para Aristóteles en sus Problemata como para el renacimiento, la melancolía se asoció a un tipo de hombre genial o dotado para algo más y no como una enfermedad propiamente (Jackson, 1989, 17). De ahí que Jackson afirme que “por atípicos que fueran no todos los estados mentales insólitos se han considerado como enfermedades o como síntomas de enfermedad” y más adelante sostenga “algunos han sido considerados pecadores” y “otros fueron considerados ascetas, profetas, santos o místicos y fueron honrados como tales en lugar de recibir un tratamiento” (1989, 25). En clave aristotélica podemos considerar que el genio se caracteriza por ser melancólico, pero no en tanto enfermo o loco, sino en tanto que está destinado a algo supremo, a saber, el conocimiento de las ideas platónicas; puede así ser honrado como los ascetas y santos. En este sentido, ciertos rasgos del carácter no implican necesariamente locura, como la entendemos de manera ordinaria, aunque supongan una independencia del principio de razón. Precisamente en los Problemata XXX Aristóteles pregunta por qué aquellos que se han vuelto eminentes en filosofía, política o artes tienen un temperamento melancólico y muchos de ellos se ven afectados por enfermedades causadas por la bilis negra (P, 953a10). Para aclarar este punto, el Estagirita utiliza el ejemplo del vino pues tomado en grandes cantidades produce las cualidades que atribuimos al melancólico, pero por un periodo de tiempo corto; por ejemplo, induce a los hombres a la irritabilidad, la benevolencia, la compasión o la ira (P, 953a32). Por su parte, la naturaleza produce estas características pero de manera permanente. Las características del melancólico están dadas por una mezcla entre el calor y el frío y por la presencia del aire; y tanto la mezcla de estas como la presencia circunstancias adecuadas posibilitan la genialidad. En este punto, nos parece sugestivo el hecho de que ejemplifique los efectos de la bilis negra y el carácter melancólico con la bebida de vino, y sobre todo de vino negro, pues la genialidad puede considerarse como una cierta embriaguez, un salir de sí mismo y no controlar esa fuerza que tiene el artista al contemplar y producir la obra de arte.
32 Kierkegaard en su Diario íntimo afirma que la desdicha fundamental de su vida consistía en que desde niño se creyera que era un viejo; esto era visible, entre otras cosas, en su modo de vestir. Luego se hizo estudiante, pero nunca fue joven, nunca tuvo esa impresión juvenil. Así pues “en medio de mi melancólica tristeza y de la exuberante ironía, comprendí a mi naturaleza involucrada en el sufrimiento de haber sido viejo cuando contaba con ocho años y de no haber sido nunca joven: dotado de eminentes dotes espirituales, me erguía irónicamente por encima de todo lo que se refiriera al lado animal de la vida” (1993, 270). De algún modo, esta idea de nunca haber sido joven se asocia con la característica del genio según la cual presenta una primacía del sistema cerebral sobre el genital, pues como bien sabemos, en la juventud la primacía es de lo segundo sobre lo primero. En cierto sentido podríamos afirmar que la vejez está asociada con la genialidad, con la capacidad que tienen los viejos de ver más cosas en comparación con los niños, con haber adormecido las pasiones, es decir, la voluntad y con erguirse por encima del lado servil del intelecto. Además esta vejez insertada en la infancia y esta infancia perdurable en la vejez nos recuerda, precisamente, que todo genio es como un niño y que todo niño es, en cierta medida, genio.
33 En La risa de la muchacha tracia, Blumenberg nos recuerda una de las fábulas de Esopo que narra la caída de un astrónomo (astrólogo) a un pozo, pues se puso a observar las estrellas de noche. Al gritar de dolor y pedir socorro, alguien se acercó y le dijo: “¿Así que eres uno de esos que quiere ver qué hay en el cielo pero hace caso omiso de lo que hay en la tierra?” (2000, 21). Blumenberg afirma que en el Teeteto, Platón hace que Sócrates atribuya esa historia a Tales de Mileto: “Se cuenta de Tales que, mientras se ocupaba de la bóveda celeste, mirando hacia arriba, cayó en un pozo. Por lo que se rió de él una sirvienta tracia, jocosa, bonita, diciéndole que mientras deseaba con toda pasión llegar a conocer las cosas del cielo le quedaba oculto aquello que estaba de hecho ante su nariz y ante sus pies”. Ante esta situación Platón añade: “la misma burla vale para todos aquellos que se introducen en la filosofía” (2000, 22). Como podemos ver, en la narración del Teeteto se introduce la actitud de la risa. La muchacha tracia se burla del comportamiento del filósofo y este último, como bien menciona Blumenberg, ofrece su imagen de ridículo tanto por su ocupación infructuosa como por su comportamiento práctico. Así pues, “la risotada le confirma que hace tiempo ha abandonado el punto de vista del hombre corriente” (Blumenberg, 2000, 23). Esa burla de la muchacha tracia también vale para el genio que, habiendo abandonado el punto de vista del hombre corriente, se convierte en puro sujeto de conocimiento y esto le impide ver los pozos a sus pies, en tanto que se ha volcado a contemplar las estrellas, esto es, las ideas platónicas. Su vida práctica, vuelta un ocho, lo convierte en un personaje cómico. Pero así como en Sócrates, se percata en el genio un rasgo trágico, a saber, su soledad, su anormalidad. Y, como sabemos, Sócrates termina muerto.
34 Esa revuelta que constituye el tormento de la existencia del hombre con disposición genial se asemeja a la vida de Áyax, personaje de una de las tragedias de Sófocles. Áyax, en un momento de ira “a causa de que, caído Aquiles, fueron confiados los ejércitos no a Áyax, sino al menos heroico, pero más astuto Odiseo” (Motta, 1958, 27), arremetió contra los ganados y sus pastores, hasta hacerlos morir, creyendo que había matado a los jefes griegos, empezando por los atridas. Se había vuelto loco, estaba poseído de un mal incurable, a saber, por la locura divina. Áyax mismo se lamenta y dice: “¡Ay infortunado de mí, que con mi mano solté los genios vengadores y, cayendo sobre cornudos bueyes y lustrosas cabras, derramé negra sangre!” (Áyax, 371-375; 40). Este creer que hay guerreros cuando solo hay animales, este ver otras cosas, esta idea de estar poseído, son características que no solo describen a Áyax, sino también maneras por las cuales podemos explicar al hombre con disposición genial y al genio. Que Áyax haya arremetido violentamente contra inocentes animales se asemeja al hombre con disposición genial, que no conoce la calma de los mares y ve todo con tonalidades muy fuertes. Se asemeja además al hombre con predominio de bilis negra. Que Áyax haya visto otras cosas, se asemeja también al genio que ve con otros ojos, porque ha creado para sí nuevos lentes, por supuesto; el genio ve bien, de hecho, ve mejor, en cambio Áyax vio mal, bastante mal, sus gafas estaban totalmente empañadas por su delirio. Que Áyax estuviera poseído por la locura divina, se asemeja al genio que en cuanto tal parece un loco, pues ha salido de sí mismo. Sin embargo, el destino de Áyax es causar su propia muerte, ¿será así en el genio? Sí, por lo menos en la medida en que muere su yo, por un momento, al producirse la desindividualización del sujeto, pero después resucita.
35 Ana Isabel Rábade, en su libro Conciencia y dolor, sigue expresamente a Schopenhauer al sostener que el conocimiento está promovido por la voluntad individual, por sus intereses, “de modo que las limitaciones inherentes al conocimiento obedecen a que éste cumple cabalmente su cometido con la mera consecución de tales intereses y no puede ofrecer nada más” (1995, 233). Así pues, el conocimiento se subordina a los motores y fines de la voluntad individual “y es que el egoísmo es la tendencia básica de la vida” (1995, 234). Pero, siguiendo a Schopenhauer en el parágrafo 41 de su obra fundamental, Rábade nos recuerda que “lograr un mundo mejor sólo sería posible si se produjera «una transformación radical» en el propio sujeto, esto es, si el sujeto «dejara de ser lo que es y se convirtiera, en cambio, en lo que no es»” (1995, 235). Esta transformación radical es la que propiamente experimental el genio y el santo, pero es una transformación que no se decide, esto es, no está a nuestra mano realizarla o no.
36 Recordemos aquí a Schopenhauer, cuando anota de manera enfática: “La muerte es el verdadero genio inspirador o el musageta de la filosofía, razón por la que Sócrates la definió como preparación para la muerte. Sin la muerte sería difícil que se hiciera filosofía” (MVR, II, 41, 529; 515). Mientras que en el animal no hay un conocimiento propiamente de la muerte, en el hombre, debido a su razón, apareció su certeza. El siguiente fragmento de la Octava elegía de Duino de Rilke, expresa la diferencia entre el hombre y el animal respecto a la muerte: “Con todos los ojos ve la criatura/ lo abierto. Solo nuestros ojos están/ como invertidos y la rodean completamente/ como cepos circundado su libre salida./ Lo que es afuera, lo sabemos apenas/ por el semblante del animal; pues ya al temprano niño/ le volvemos la cabeza y le forzamos a que vea,/ hacia atrás, la conformación, no lo abierto, que/ en el rostro del animal es tan hondo. Libre de muerte./ A ella la vemos solo nosotros; el libre animal/ tiene su ocaso siempre tras de sí/ y ante sí al dios, y en su andar va por/ la eternidad, tal como las fuentes (2010, 55-56). Según nuestro filósofo, muerte significa negación en el lenguaje de la naturaleza, negación de la voluntad de vivir. Querer la muerte, negar la voluntad de vivir, es algo que se da en razón del conocimiento, pues le revela al hombre la falta de sentido de la vida. Por su parte, el apego a la vida es irracional y ciego; por tanto, el miedo a la muerte es tan solo la otra cara de la voluntad de vivir. Así pues, cuando el genio muere a la consideración vulgar de las cosas, de algún modo lo hace por el conocimiento de las ideas platónicas, que le revela cómo la vida, vista desde la utilidad y la servidumbre de la voluntad, no tiene sentido vivirla, aunque nos empeñemos de lo contrario. Pero tampoco podemos suprimirla por nuestra voluntad, pues esto sería tanto sólo remediar el asunto en su aspecto fenoménico. Sin embargo, esta comprensión solo se da por un momento, no para siempre.
37 Recordemos a Orfeo, personaje de la mitología griega, a quien describen en El banquete de la siguiente manera: “el hijo de Eagro, lo despidieron del Hades sin lograr nada, tras haberle mostrado un fantasma a su mujer, en cuya búsqueda había llegado, pero sin entregársela, ya que lo consideraban un pusilánime, como citaredo que era, y no se atrevió a morir por amor como Alcestis, sino que se las arregló para entrar vivo en el Hades” (BA, 179d). Con su cítara lograba que los hombres, al escucharlo, hicieran descansar su alma. Con ella, además enamoró a Eurídice e hizo que Cerbero durmiera para poder rescatarla del Hades. De algún modo, la historia de Orfeo nos recuerda cómo hay una relación entre las artes y el dormir, y este último, no es más que un trozo de la muerte. Así que entre el arte y la muerte también se da una conexión, en tanto que Orfeo trató de vencer la muerte bajando al Hades y tratando de rescatar a su amada Eurídice. En el genio el arte hace dormir la voluntad de algún modo, para que pueda rescatar al intelecto de la muerte, es decir, de su servidumbre con respecto a la voluntad.
38 Según Rosset, Schopenhauer hizo de la música, por primera vez en la historia “la más importante de las artes y una de las actividades esenciales del hombre” (2005, 181). Sin embargo, los planteamientos de su teoría musical no dejan de ser bastante oscuros aunque hayan pasado a la inmortalidad y a la fama. Sabemos, de acuerdo con Schopenhauer, que la música no repite nada del mundo, es decir, no reproduce nada de lo que en él se manifiesta; en otras palabras, la música no es reflejo de la voluntad ni expresión de la misma. En ese orden de ideas, Rosset afirma que “un examen cuidadoso permite presentir una anterioridad de la música, lejos de la prioridad que en general se concede a la voluntad” (2005, 184). Así pues, hay algo como un sombrío precursor, un antecedente desconocido que ha precedido la voluntad, y la música nos revela esa anterioridad. En otras palabras, la música revela una anterioridad a partir de la cual pudo la voluntad comenzar a repetir. De ahí que “la música no implica repetición, sino reaparición de un tema original cuya voluntad (la vida) es ella misma repetición” (Rosset, 2005, 194). La música designa pues una anterioridad referida al tiempo y una exterioridad referida al mundo, de ahí que sintamos que cuando escuchamos música vamos a otro mundo.
39 Expresión que aparece en La ciencia jovial en el parágrafo §107.
40 Young señala al respecto lo siguiente “If genuine art demands the ‘silence of he will’, and if, as Schopenhauer seems to claim, all emotions are modification[s] of the will (WR, II: 202), is not his theory committed to the complete exclusion of emotion from art –from the both proper effect of art and from the state from which it properly arises? Yes, it is not, in fact, quite certain both art, good and great art, often arises out of intense emotion and that it causes us to feel intense emotion?”
41 La traducción es mía. En inglés: “we are will-less in the face of the sublime because, though we feel emotion, in particular humiliation and fear, it is a ‘disassociated’ emotion, emotion we, as it were, feel for another rather than for ourselves.”
42 La traducción es mía. En inglés: “The person who has lost his love or is terrified by the vastness of the night sky is not me but all of us.”
43 En el prólogo de 1853 de la Estética de lo feo, Rosenkranz inicia así: “¿una estética de lo feo? ¿por qué no?” (1992, 43). Para el autor, lo feo es lo bello negativo, por tanto, es un concepto que pertenece a la estética y que ha sido tratado con poca atención; su elaboración ha quedado atrasada. Según el autor, así como la biología trata la enfermedad, la ética el mal, la jurisprudencia la injusticia y la religión el pecado, la estética debe tratar lo feo. Sin embargo, en la introducción a la obra, Rosenkranz reconoce que la idea de una estética de lo feo puede sonar a algo así como a un hierro de madera “más lo feo es inseparable del concepto de lo bello, pues este último lo contiene constantemente en el extravío en el que puede caer con frecuencia por un pequeño exceso o por un gran defecto” (1992, 55). Y aún cuando sea más formativo para el artista representar lo bello, no siempre puede evitar lo feo. Así pues, lo feo solo existe por lo bello, es su condición necesaria; lo bello es como el bien absoluto mientras que lo feo es lo malo relativo, es el peligro para lo bello y, por tanto, es inseparable de su análisis. Además, lo feo se convierte en el límite entre lo bello y lo cómico. De este modo, respecto a lo feo “lo bello es la condición necesaria de su existencia y lo cómico es la forma como él, frente a lo bello, se libera de su carácter exclusivamente negativo” (Rosenkranz, 1992, 57). Schopenhauer bien podría estar de acuerdo con la necesidad de tratar lo feo en el arte, pues el arte representa también lo feo de la existencia. En lo único en que no estaría de acuerdo con Rosenkranz sería que para serlo tendría que convertirse en un hegeliano, como de cierto modo lo es Rosenkranz.
44 La traducción es mía. En inglés se afirma lo siguiente: “objects or aesthetic attention just are ordinary perceptual objects, perceived in a special way: focused on what is universal.”
45 La traducción es mía. En inglés: “one cannot treat things as intrinsically valuable, as ends in themselves, unless one knows what they are in themselves” so “pay attention to the unique individuality of things is an important moral imperative.”
46 De acuerdo con Magee, la fuerza de las artes en la configuración del pensamiento schopenhaueriano y sus agudas reflexiones estéticas se deben, en parte, a que “el arte estuvo tan integrado en su vida cotidiana como no lo había estado en la de ningún otro filósofo. Y esto se refleja en toda su obra” (1991, 196). Schopenhauer leía todos los días, tocaba la flauta, asistía constantemente al teatro y visitaba muchas ciudades europeas consideradas bellas. Todo esto alimentó su filosofía.
47 Este es una cita de Goethe que Schopenhauer toma de Las afinidades electivas.
48 En Parerga y Paralipómena Schopenhauer sostiene que “en virtud de aquella objetividad, el genio percibe con discernimiento (Besonnenheit) todo lo que los demás no ven. Eso le da la capacidad de describir la naturaleza tan intuitiva y vivamente en cuanto poeta, o representarla en cuanto pintor” (PP, II, §206, 446; 432).
49 Este tema será examinado por nosotros con más detalle en la parte tres del presente trabajo, cuando nos concentremos en las diversas representaciones del santo.
50 Debemos aclarar que cuando Schopenhauer se refiere a la poesía está abordando el drama. De hecho, Magee nos recuerda que casi todo el drama clásico escrito hasta la época de nuestro autor se había escrito en verso. Así que el término poesía se refiere, principalmente, al drama (Magee, 1991, 196).
51 Sin embargo, otras posiciones advierten que no solo se produce esa renuncia a la vida y a la voluntad de vivir. Por ejemplo, en el Crítico artista Oscar Wilde sostiene que “el espectáculo imitado de la vida que ofrece la tragedia preserva al corazón de muchos «gérmenes peligrosos», y presentando móviles elevados y nobles en el juego de las emociones, purifica al hombre y lo espiritualiza; y no solo lo espiritualiza, sino que lo inicia en nobles sentimientos que hubiera él podido ignorar siempre” (1986, 30). Como vemos, esta visión es mucho más positiva que la de Schopenhauer, en tanto que no incita a la renuncia sino a la posibilidad de la conversión y de la experimentación de nuevas emociones que purifiquen al espectador; pero también es una visión, como también la de Schopenhauer, que tiene tintes éticos y ya no puramente estéticos. Nos topamos aquí pues con el despertar del tránsito hacia el santo.
52 Aristóteles en la Poética sostiene que la tragedia es “imitación de una acción esforzada y completa, de cierta amplitud, en lenguaje sazonado, separada de cada una de las especies [de aderezos] en las distintas partes, actuando los personajes y no mediante relato, y que mediante compasión y temor lleva a cabo la purgación de tales afecciones” (PO, 1449b, 27). Como imitación de una acción y de una vida, la tragedia narra eventos de felicidad o infelicidad de sus personajes y, precisamente, esta felicidad o infelicidad depende de sus acciones (PO, 1450a, 15). Esta idea de la tragedia como purgadora de ciertas afecciones (y no solo de la compasión y del temor), nos recuerda su papel catártico, es decir, su papel liberador. ¿Y de qué liberación estamos hablando? La catarsis en tanto liberación es desahogo, alivio, según Valgimigli, “alivio de aquel terror que atenazaba y mordía el corazón en la temblorosa espera de la catástrofe; desahogo de aquella compasión que, retenida antes y como congelada entre las sombras del oscuro destino, rompe ahora y rebosa frente a la catástrofe irreparable” (citador por García Yebra, 1974, 375). En este sentido, la tragedia cura las perturbaciones del ánimo, su violencia y su exceso a través de la compasión y el miedo; además modera estas mismas emociones. Tanto la compasión como el miedo se convierten en los medios para que se produzca la catarsis en el espectador. Sin embargo, de acuerdo con Pigna “[la tragedia] no purga porque nos hagamos más cautos y aquellas emociones nos enseñen la calamidad de la vida humana y repriman la soberbia de la nuestra, sino porque, mientras nos atrae aquel espectáculo, nuestra mente enferma se repone y abandona sus duros pensamientos, de suerte que el ánimo se despoja de toda inquietud y así se purga” (citado por García Yebra, 1974, 355). Esta última cita parece ser muy cercana a Schopenhauer, en tanto que podemos sostener el papel liberador de la tragedia, es decir, su papel catártico y, en general, el papel liberador de la contemplación y producción estéticas, dada su facultad para que el intelecto deje de servir a la voluntad y esta se despoje de toda inquietud, por un momento. Solo así se purga.
53 Según Schopenhauer hay una muy estrecha afinidad entre la vida y el sueño, pues son hojas de un mismo libro (MVR, I, §5, 66; 21). Uno de los dramas que muestra esta conexión es, precisamente, La vida es sueño de Calderón de la Barca. Segismundo, personaje del drama, pregunta: “¿qué quizá soñando estoy, aunque despierto me veo? No sueño, pues toco y creo lo que he sido y lo que soy” (1997, 61). Pero más adelante el príncipe Segismundo afirma: “sueña el rico en su riqueza, que más cuidados le ofrece; sueña el pobre que padece su miseria y pobreza; sueña el que a medrar empieza, sueña el que afana y pretende, sueña el que agravia y ofende, y en el mundo, en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende” (1997, 81). Así pues, “¿qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son” (1997, 82). Creemos estar despiertos, creemos ser lo que somos pero la vida es sueño; un mal sueño.
54 Consideremos aquí el suicidio como una excepción y no como la regla. Sin embargo, ¿podemos condenar esa excepción? Según Schopenhauer, solo las religiones monoteístas consideran el suicidio un crimen; pero las razones para afirmar lo anterior son débiles y fácilmente refutadas. De hecho, ni en el Antiguo Testamento ni en el Nuevo Testamento se puede encontrar una prohibición del mismo. Aun así “tenemos que oír que el suicidio es el mayor de las cobardías, que sólo es posible en la locura, y otras insulseces semejantes” (PP, II, §157, 325; 321). Según Plinio, de todos los bienes que la naturaleza ha otorgado al hombre, ninguno es mejor que la muerte oportuna, dentro de lo que cabe procurarse la muerte a sí mismo. Así pues, cada cual tiene derecho a su propia persona y a su propia vida y, en ese sentido, el suicidio no podría considerarse como malo e injusto. Para Schopenhauer, la única razón moral contra el suicidio consiste en que este “se opone a la consecución del supremo fin moral, ya que sustituye la liberación real de este mundo de miseria por una sólo aparente” (PP, II, §157, 328; 324). Sin embargo, si los horrores de la vida superan a los de la muerte, el hombre acaba con su vida, pues ya “los vigilantes ante la puerta de salida”, es decir, los miedos a la muerte, se han descuidado por un momento.
55 Así como el ser humano, comparado con los demás animales, tiene la prerrogativa de reír, el perro tiene como característica mover la cola (s. 75, 1, 187; 75). Como podemos ver, la risa es característica y privilegio del hombre en tanto posee razón y conocimiento abstracto, pues este fenómeno “designa siempre la repentina percepción de una incongruencia entre tal concepto y el objeto real pensado con él, es decir, entre lo abstracto y lo intuitivo” (MVR, II, 8, 123; 100); y lo contrario de la risa es la seriedad. En esta incongruencia entre lo abstracto y lo intuitivo nos resulta comprensible por qué las anotaciones schopenhauerianas sobre la risa sirven como complemento al libro primero del mundo, es decir, al mundo como representación desde la perspectiva del principio de razón suficiente. Sin embargo, podríamos sostener que la risa también está entretejida con el mundo como representación independiente del principio de razón suficiente, ya no por una incongruencia entre los conceptos y el objeto, sino entre la perfección de la idea platónica y la naturaleza, de ahí que desde el punto de vista artístico la vida sea un fracaso (Wilde, 1986) y que este fracaso produzca risa en algunas ocasiones, porque en la mayoría nos recuerda lo trágico de la existencia.
56 Con mayor razón Schopenhauer afirma que “el carácter no premeditado, no intencionado y hasta en parte inconsciente e instintivo que se ha observado desde siempre en las obras del genio es precisamente la consecuencia de que el primigenio conocimiento artístico mantenga una total separación e independencia de la voluntad, esté depurado y liberado de ella” (PP, II, §206, 446; 432). Estas afirmaciones deben ser tratadas con sumo cuidado para evitar caer en contradicciones al momento de exponer la obra de Schopenhauer. Hemos supuesto que el arte es una forma de conocimiento, una forma de representación pero independiente del principio de razón suficiente. Sabemos además que el conocimiento por excelencia, en el caso del arte, es el intuitivo y no el reflexivo, de ahí su carácter no premeditado ni intencionado, pues estas cualidades pertenecen al pensamiento abstracto y puramente teórico, tal como se expone en el libro primero, donde se examina la representación de acuerdo con el principio de razón. Sin embargo, asociamos lo inconsciente e instintivo a la voluntad; pero esto es una característica de la obra del genio; genio que se ha separado de la voluntad, por un momento.
Aunque debemos saber que la voluntad, el querer es siempre querer algo, por tanto, tiene dirección y sentido, no es tan irracional como creeríamos que es en un primer momento. Pero, ¿qué está tratando de señalar Schopenhauer? Tal vez, que a pesar de la separación momentánea que experimental el genio de su voluntad, de su querer, los mismos hilos que permiten que haya genio son los que posibilitan esa locura divina, totalmente espontánea, en la contemplación y en la producción artística. Así pues, la voluntad nouménica, aquella que rige al mundo actúa, si bien el genio se ha separado de su voluntad, no lo ha hecho de la voluntad como cosa en sí, de ahí que siga vivo y de ahí que puede ser propiamente artista. Entonces, eso inconsciente e instintivo es producto de la voluntad nouménica que actúa así en el genio.
57 ¿Dónde estamos cuando escuchamos música? Según Sloterdijk, la especificación del lugar sigue siendo vaga; sin embargo, es seguro que durante la audiencia musical no se puede estar del todo en el mundo. De acuerdo con el autor, al escuchar música estamos experimentando un ensimismamiento; el pensador se abisma a otro mundo de voces y sonidos interiores. Ese ensimismamiento posibilita que dejemos caer el telón del teatro del mundo, por un momento, y así podamos construir sistemas de inmunidad y defensa contra este entorno infeccioso y exigente. Visto así, la música es una retirada del mundo. De acuerdo con Sloterdijk, “desde el antiguo culto de Orfeo hasta la alabanza de Schubert del arte benévolo, se ha descrito el poder de la música de deshacer el encantamiento de la realidad y trasladar a los oyentes a algo que ellos –inconsiderablemente o no– llamaron mundo mejor” (2000, 296). Sin embargo, no es solo eso, dado que “los hombres son seres que figuran en ritmos de salida y puesta del mundo” (Sloterdijk, 2000, 289). Por tanto, podemos considerarnos como seres que venimos y nos vamos del mundo; hay algo así como una música de venir-al-mundo y otra de retirada del mundo que está relacionado con aquello que es previo a la individuación, por un lado, y a la formación del yo, por otro. Respecto a lo primero “la audición fetal anticipa el mundo como una totalidad de ruido y sonido” (2000, 291) y en relación con lo segundo “el oído quiere deshacer el mundo como totalidad de ruido” (2000, 291). De tal modo que la música occidental, cuando ha dado lo mejor de sí “ha equiparado felizmente la nostalgia de disolución de los sujetos con la labor de formación del Yo en un cuerpo tonal” (Sloterdijk, 2000, 292). Siguiendo al autor del Extrañamiento del mundo podemos sostener que somos un “cogito sonoro”; de esta manera yo pienso, yo existo significa un “yo-escucho-algo-en-mí-hablar-de-mí-y-demás” (Sloterdijk, 2000, 301), entonces escuchar precede a pensar. De algún modo esta postura concuerda con el pensamiento de Schopenhauer, con el efecto tan poderoso que tiene la música en comparación con el lenguaje y cómo la música, al presentar la totalidad del mundo, nos saca del mundo de la utilidad, de los dolores y sufrimientos individuales. Pero además, al revelar la unidad del mundo, la música del algún modo produce nostalgia, la nostalgia de la unidad, porque la individuación es siempre dolorosa.
58 Agustín en Las Confesiones resalta el papel del oído en la comprensión del misterio de las palabras puestas por Moisés al momento de escribir el Génesis, y más propiamente, las primeras frases correspondientes al momento de la creación del cielo y de la tierra. Es el oído el que comprende el lenguaje. Siguiendo al santo “esa razón es tu Verbo, que es también el principio, porque también nos habla. Así lo dijo en el Evangelio por su ser de carne y lo ha hecho resonar exteriormente en los oídos de los hombres, para ser creído y buscado interiormente y encontrado en la verdad eterna, donde, maestro bueno y único, instruye a todos sus discípulos” (11, 8, 10). En este contexto Ricoeur afirma que nuestra primera relación con el lenguaje no es el que hablemos sino el que escuchemos la palabra interior (1995, 80). Y dado que la música es un lenguaje universal y la poesía un arte discursivo, se requiere de un oído que comprenda la historia secreta de la voluntad. Así pues, es por el oído que se comprende la esencia del mundo y los misterios de la voluntad.
59 Recordemos que Schopenhauer utiliza la discusión en torno al Laocoonte para darnos luces sobre la distinción entre las artes representativas, sin más, y las expresivas. Según nuestro autor es evidente que el Laocoonte no grita y la razón de ello, lejos de las consideraciones psicológicas y fisiológicas, radica en que en la escultura no se puede representar el grito, pues su representación se encuentra por fuera de la naturaleza de las artes plásticas. De ahí que “en mármol no se podía crear un Laocoonte gritando sino solo abriendo la boca y esforzándose inútilmente por gritar; un Laocoonte en el que la voz quedaría prendida en la garganta” (MVR, I, §46, 268; 282). Así pues, “la esencia del grito, y por consiguiente también su efecto en el espectador, se encuentra exclusivamente en el sonido y no en abrir la boca” (MVR, I, §46, 268; 282). Por eso, “un grito mudo pintado o esculpido sería todavía más ridículo que la música pintada” (MVR, I, §46, 269; 283). Pero la representación del grito es admisible en las artes expresivas, en tanto que contribuye a la representación de la idea platónica; este es el caso de la poesía y del drama “por eso en Virgilio Laocoonte grita como un toro que se desata después de que le ha alcanzado el hacha” (MVR, I, §46, 269; 283).
60 La traducción es mía. En inglés es lo siguiente: “The properties of sound and the harmonic structure of music in general reflect the entire gradation of Ideas in which the will is seen to objectify itself.” (1981, 157). “Melodic structure in general reflects man ́s conscious life, the highest grade of the will ́s objectification” And “The rhythmic structure of music in general reflects certain features of human striving.” (1981, 158)
61 En inglés: “On this basis we may say that Schopenhauer ́s view of music contains within a “revelation” theory of the meaning of music. That is, music is thought to be able to penetrate or break through the contingent, mundane world of appearance and refer to a reality which lies beyond or behind it, i.e., to a transcendental reality”.
62 La traducción es mía. En inglés: “Our perception of music is, in large part, a perception of an intelligible structure of pattern, which, as Schopenhauer reminds us, is a prime characteristic of patterns of consciousness.” (Alperson, 1981,163)
63 Aunque reiteradamente Schopenhauer afirma que su proceder filosófico es descriptivo y no prescriptivo, muchos autores consideran que esto no es cierto. Martha Nussbaum sostiene, por ejemplo, que hay un “pesimismo normativo” (2006, 345) que considera que “desear es, por lo menos para las criaturas superiores, la fuente de un sufrimiento sin fin” (2006, 350). Por otra parte, el mismo Young señala que en Schopenhauer encontramos, por un lado, un pesimismo descriptivo bajo la afirmación “toda vida en esencia es sufrimiento”; y, por otro, un pesimismo evaluativo que se expresa en la conclusión schopenhaueriana de que la existencia es un error y, por ello, que es preferible no haber nacido (2005, 206). Me atrevo a sostener que el proceder descriptivo de Schopenhauer es una forma de afirmar su distanciamiento frente a las prescripciones de tipo imperativo de su maestro Kant y, además, una forma de atender agudamente a los hechos de la vida y, en particular, de la conducta humana. Sin embargo, creo que cuando se trata de mostrar cómo es el mundo, los ojos de quién lo ve presuponen ya algo del mundo, o sea prescriben. De modo que la descripción schopenhaueriana no es tan pura como prima facie puede parecer; recordemos que un médico no solo describe los síntomas de su paciente sino que además receta una medicina para su cura. Y en tanto Schopenhauer propone una medicina mentis en su obra, la genialidad y la santidad presuponen un remedio, es decir, una prescripción para sobreponerse a qué es y cómo es el mundo. No obstante, dicha prescripción tiene un carácter fuerte, una dimensión exhortativa.
64 Según Schopenhauer, solo es posible la libertad en el fenómeno cuando se produce la negación de la voluntad de vivir. Sin embargo, el profesor Cardona afirma que la libertad no solo aparece en el fenómeno ascético sino que se encuentra ya presente en la afirmación del fenómeno. Veamos por qué. El cuerpo es fenómeno inmediato de la cosa en sí, por tanto, de la afirmación de la voluntad de vivir y en cuanto tal está “señalado como presencia directa de una libertad en el fenómeno” (2012, 223); de modo que se trata de un cuerpo que de algún modo es insondable y no causalmente determinado. En el caso del deseo sexual en su dimensión erótica no hay una explicación de este desde el principio de razón suficiente: “Desde esta perspectiva, la necesidad vital del cuerpo es igualmente un momento de nuestra libertad, así como lo es la capacidad para poder distanciarnos ascéticamente de la corporalidad propia” (Cardona, 2012, 224). Pero esta libertad no es absoluta, como la que pretende la auto-supresión de la voluntad, sino que se trata de una libertad condicionada y, por tanto, vivible para individuos finitos, como bien lo menciona Cardona. Siguiendo en este punto a Schiller, esta libertad que se da en la afirmación del cuerpo y por ende, de la voluntad, se expresa “como un excedente de impulso que se sustrae juguetonamente a toda funcionalidad o causalidad” (Cardona, 2012, 225). El juego pretende convertirse en una mediación entre la naturaleza determinada causalmente y la indeterminabilidad de la cosa en sí. Además, “el prototipo de esta libertad no sería entonces el asceta que se niega a sí mismo en el fenómeno, sino el alma bella (schöne Seele) que armoniza la sensibilidad y la razón, el deber y la inclinación” (Cardona, 2012, 226). De modo que podríamos sostener que la pregunta y el experimento fundamental es examinar qué puede un cuerpo en su afirmación y no solo en su mera negación.
65 Sabemos por Schopenhauer, y por experiencia directa, que la felicidad permanente es imposible; que esta no es el fin de la vida y que solo se presenta como satisfacción momentánea de alguna carencia. En este sentido, la felicidad humana es siempre felicidad en la infelicidad, “porque para los hombres no existe la felicidad sin sombras” (Marquard, 2006, 11). En otras palabras, el hombre no puede considerar la existencia de una felicidad absoluta, pues siempre está presente lo perjudicial; de hecho, el sufrimiento es lo constitutivo del mundo. Razón tenía Nietzsche al sostener que “la felicidad y la infelicidad son dos hermanas y, además, gemelas que crecen juntas” (CJ, §338, 196). A ellas les pasa lo mismo que a las conocidas siamesas placer-dolor: no pueden separarse y el incremento o disminución de sus cabezas es directamente proporcional. Son, en términos de Marquard, binomios trascendentales. Así pues, el autor de Felicidad en la infelicidad se pone a la tarea de mostrar cómo se conectan la felicidad y la infelicidad a través de un caso particular, a saber, la teodicea y su sucesora, la filosofía de la historia. Para Marquard, con la teodicea clásica de Leibniz se intenta relativizar la infelicidad en este mundo -es decir, no considerarla como una condición absoluta que sin duda nos llevaría al máximo desconsuelo-, mediante lo que él denomina su teologización. Esta consiste en concebir la infelicidad como un medio para obtener un fin, a saber, la óptima felicidad, pues sin malum no hay optimum y el fin justifica los medios. Pero “en mi opinión, la infelicidad teologizada y el principio de que el fin justifica los medios (con lo que Dios queda justificado como bueno) despiertan dudas acerca de su bondad” (Marquard, 2006, 17). En este punto de duda viene la filosofía de la historia que, para salvar la bondad de Dios, hace del hombre el creador. De este modo, los hombres pasan a ser actores de la teologización de la infelicidad en la historia pero, en los pasos del anhelado progreso, cargan ahora con una doble infelicidad: “por un lado la infelicidad que esos pasos conllevan en tanto no son aún la plenitud, y por otro lado la infelicidad que los hombres sufren en el camino que los lleva a la plenitud” (2006, 19). Ambas teologizaciones fracasan en su intento por relativizar la infelicidad. No queda más que el intento de plantear dos alternativas: por un lado, neutralizar el problema de la infelicidad con el de la felicidad y, por el otro, balancear el estado de la infelicidad con el de la felicidad. En el primer caso, para liberarse del problema no solucionado de la infelicidad, se requiere renunciar al de la felicidad. Sin duda, el máximo representante de esta postura es la ética kantiana. Respecto a la segunda alternativa, la infelicidad es balanceada por la felicidad, en la medida en que esta compensa a aquella y la aligera; esto se expresa a través de la jocosa afirmación (de Wilhelm Busch) según la cual “quien tiene preocupaciones, también tiene licor” (2006, 35). Sin embargo, respecto a la vida del hombre, si bien es cierto que “no es posible vivir sin compensaciones, es dudoso que funcione con compensaciones” (2006, 41). Schopenhauer de algún modo estaría cercano a esta alternativa de la compensación, tanto en los términos de la llamada justicia temporal como en los de la justicia eterna, dado que el mundo mismo es su tribunal y lo que hace o deja de hacer el hombre repercute en el todo, en tanto la esencia del mundo es una sola. Aún así, la felicidad no puede ser el fin de la vida virtuosa, puesto que es una forma de negar que la esencia de toda vida es sufrimiento y es una manera de aceptar un perverso optimismo. De modo que “una vida feliz es imposible: lo máximo que el hombre puede alcanzar es una vida heroica” (PP, II, §172a, 341; 336), que lo compense de sus sufrimientos.
66 Al parecer la medida del sufrimiento es una cuestión problemática. Líneas arriba se ha afirmado que esta medida depende de la intensidad del dolor pero también puede depender de la duración que experimenta un sujeto. Sin embargo, con ello no ha quedado agotada la pregunta respecto a cómo medir el dolor intersubjetiva u objetivamente. La ciencia se pregunta si “es posible, y cómo, una metrización fundamental del dolor y, más genéricamente, de la experiencia subjetiva consciente” (Moscoso, 2011, 154). Se requiere, utilizando la expresión de Moscoso, un termómetro de las pasiones, es decir, un instrumento que sirva de registro en relación con la medida del dolor, dado que la ciencia consiste en la capacidad de medir y dado que podemos representar, comprender, simpatizar con el dolor ajeno, pero en ocasiones queremos asignar valores numéricos a esa experiencia de dolor. Esta medición, según Moscoso, resulta fundamental en aquellos casos en los que se involucran niños y animales, pues con ellos no tenemos la mediación del lenguaje que posibilita expresar qué grado de dolor se padece. También es vital en la adecuada administración de fármacos, en tanto esta debe ser proporcional a la lesión e intensidad del daño (2011, 160). Ahora bien, “había que tomar en consideración fenómenos psicológicos y culturales que no dependían de la naturaleza o de la cantidad del estímulo” (2011, 159). En este sentido, la medida del dolor y la capacidad de padecimiento del mismo depende, en gran parte, de fenómenos psicológicos. De ahí que el ejemplo del cirujano Beecher, durante la Segunda Guerra Mundial, sean tan revelador “al comprobar que cuando se preguntaba a los heridos que se admitía en el hospital si sentían dolor, más de un setenta por ciento respondía que no. Beecher concluyó que parte de la respuesta se debía al incremento de las posibilidades de sobrevivencia y, más concretamente, a la expectativa de ser evacuado” (2011, 159). Pero, además, su medida y la capacidad de padecimiento depende también de una estimulación social “y, por extensión, una forma de expresión ligada a pautas y expectativas culturales” (2011, 86). En este sentido, como lo anota también Schopenhauer en el teatro del mundo podemos ser actores y espectadores del sufrimiento. Actores que modulan su comportamiento en virtud de las reacciones del público y espectadores que sienten conjuntamente con los actores. Y “puesto que la simpatía y la teatralidad se implican mutuamente, la experiencia se configura una vez más de acuerdo con los principios de la representación performativa. Por un lado, el espectador puede, contra toda lógica, experimentar las sensaciones de otro y ser de alguna manera una sola persona con él. Por el otro, la víctima también modula su experiencia de acuerdo con valoraciones y expectativas ajenas. Su forma de sentir no sólo es natural, sino también aprendida” (Moscoso, 2011, 90). De modo que la experiencia del sufrimiento y su medida están atravesados por muchos factores que, sin duda alguna, involucran la intersubjetividad. Este tema es sugerido por Schopenhauer, sobre todo en el libro cuarto de El mundo como voluntad y representación.
67 Esta idea del impulso sexual como el más poderoso de los requerimientos de la voluntad, es sin duda una anticipación de gran parte de los aportes de Freud a la fundación y el desarrollo del psicoanálisis. Razón tiene Magee al afirmar que “Schopenhauer se anticipó a Freud tanto en su exposición de la omnipresencia de la motivación sexual como en su afirmación de la existencia del inconsciente” (1991, 236).
68 Al parecer la medida del sufrimiento es una cuestión problemática. Líneas arriba se ha afirmado que esta medida depende de la intensidad del dolor pero también puede depender de la duración que experimenta un sujeto. Sin embargo, con ello no ha quedado agotada la pregunta respecto a cómo medir el dolor intersubjetiva u objetivamente. La ciencia se pregunta si “es posible, y cómo, una metrización fundamental del dolor y, más genéricamente, de la experiencia subjetiva consciente” (Moscoso, 2011, 154). Se requiere, utilizando la expresión de Moscoso, un termómetro de las pasiones, es decir, un instrumento que sirva de registro en relación con la medida del dolor, dado que la ciencia consiste en la capacidad de medir y dado que podemos representar, comprender, simpatizar con el dolor ajeno, pero en ocasiones queremos asignar valores numéricos a esa experiencia de dolor. Esta medición, según Moscoso, resulta fundamental en aquellos casos en los que se involucran niños y animales, pues con ellos no tenemos la mediación del lenguaje que posibilita expresar qué grado de dolor se padece. También es vital en la adecuada administración de fármacos, en tanto esta debe ser proporcional a la lesión e intensidad del daño (2011, 160). Ahora bien, “había que tomar en consideración fenómenos psicológicos y culturales que no dependían de la naturaleza o de la cantidad del estímulo” (2011, 159). En este sentido, la medida del dolor y la capacidad de padecimiento del mismo depende, en gran parte, de fenómenos psicológicos. De ahí que el ejemplo del cirujano Beecher, durante la Segunda Guerra Mundial, sean tan revelador “al comprobar que cuando se preguntaba a los heridos que se admitía en el hospital si sentían dolor, más de un setenta por ciento respondía que no. Beecher concluyó que parte de la respuesta se debía al incremento de las posibilidades de sobrevivencia y, más concretamente, a la expectativa de ser evacuado” (2011, 159). Pero, además, su medida y la capacidad de padecimiento depende también de un estimulación social “y, por extensión, una forma de expresión ligada a pautas y expectativas culturales” (2011, 86). En este sentido, como lo anota también Schopenhauer en el teatro del mundo podemos ser actores y espectadores del sufrimiento. Actores que modulan su comportamiento en virtud de las reacciones del público y espectadores que sienten conjuntamente con los actores. Y “puesto que la simpatía y la teatralidad se implican mutuamente, la experiencia se configura una vez más de acuerdo con los principios de la representación performativa. Por un lado, el espectador puede, contra toda lógica, experimentar las sensaciones de otro y ser de alguna manera una sola persona con él. Por el otro, la víctima también modula su experiencia de acuerdo con valoraciones y expectativas ajenas. Su forma de sentir no sólo es natural, sino también aprendida” (Moscoso, 2011, 90). De modo que la experiencia del sufrimiento y su medida están atravesados por muchos factores que, sin duda alguna, involucran la intersubjetividad. Este tema es sugerido por Schopenhauer, sobre todo en el libro cuarto de El mundo como voluntad y representación.
69 Nos queremos apartar aquí de la traducción realizada por Pilar López de Santamaría de la expresión alemana “brenktpunkt” utilizada por Schopenhauer, que literalmente significa “punto de incandescencia”, pues queremos seguir la traducción clásica de este apartado realizada por Eduardo Ovejero, ya que consideramos es más fiel al espíritu de lo que aquí quiere indicar nuestro autor. El pasaje traducido por Ovejero dice: “De aquí se infiere que las partes genitales son el punto de incandescencia de la voluntad, y el polo opuesto del cerebro, que representa la inteligencia, es decir, la otra faz del mundo, el mundo como representación”. (MVR, §60, 362)
70 Expresión utilizada en el parágrafo 161 de Parérga y Paralipómena II.
71 Nussbaum ha sido una de las autoras contemporáneas en reconocer el valor de la compasión en la consolidación de las sociedades liberales. Al emprender su estudio sobre las emociones, entendidas como reconocimientos cargados de valor, propone acercarse a una de las emociones más controvertidas, a saber, la compasión. La tradición anticompasiva, inaugurada por la autosuficiencia socrática y representada en su máximo esplendor por el estoicismo según la filósofa, sostiene que la compasión insulta la dignidad humana y tiene una estructura cognitivo-evaluativa falsa, lo que significa que es una emoción poco fiable y parcializada que, además, parte de un juicio falso. Para los anticompasivos lo más importante en el florecimiento humano sería la propia razón, la propia voluntad y, de algún modo, el control de estas, de algo así como de los bienes internos. Así pues, aceptar los bienes externos como determinantes para el florecimiento humano implicaría aceptar la fortuna, lo cual puede ser peligroso, pues puede engendrar miedo, ira, resentimiento y venganza. Por ello, “la compasión es prima hermana de la crueldad; la diferencia entre ellas depende de la fortuna” (Nussbaum, 2008, 404). Sin embargo, Nussbaum pregunta: ¿Cuál sería entonces la actitud de una persona buena y autosuficiente hacia los infortunios de los demás? ¿La indiferencia? Parece que el reconocimiento de que el sufrimiento del otro es grave y no trivial, como también la creencia de que esa persona no merece ese sufrimiento y no es responsable del mismo y, finalmente, la visión de que el sufrimiento de la otra persona constituye una parte significativa del propio florecimiento, es necesario para sentir la emoción. Pero esto no es suficiente. Tal vez el reconocimiento de la vulnerabilidad humana resulta fundamental para aceptar, en cierto grado, la compasión, pero también un ejercicio de la imaginación que solo puede fortalecerse a través de la literatura, las artes y las humanidades, resulta vital al momento de compadecer, más aún, al momento de refinar las emociones y, con ello, a fortalecer el sentimiento de humanidad y de no indiferencia frente a los demás. Estas distinciones resultan alimentar la concepción de una compasión schopenhaueriana que es ciega a toda particularidad del sufrimiento y el dolor ajeno, particularidades que de algún modo también contribuyen a que haya valor moral. Cegarse a esto y considerar, sin más, que toda vida en esencia es sufrimiento, podría efectivamente producir la crueldad de la que tanto se quiere huir y generar, además, un “impulso enfermizo de vida decadente” (Scheler, 2004, 78). Lo cierto es que, junto con Schopenhauer, no estamos interesados en señalar simplemente que la apelación al sentido de la compasión sería una condición para el fortalecimiento de las sociedades liberales.
72 Varios autores han criticado la compasión como una identificación plena del yo con todo lo viviente. Y en esta línea se inscribe, por ejemplo, Richard Rorty, para quien, sin duda, el progreso moral se orienta a la consecución de una mayor solidaridad humana, solidaridad que de algún modo puede ser sinónimo de la compasión: “Pero no considera que esa solidaridad consista en el reconocimiento de un yo nuclear –la esencia humana– en todos los seres humanos. En lugar de eso, se la concibe como la capacidad de percibir cada vez con mayor claridad que las diferencias tradicionales (de tribu, de religión, de raza, de costumbres, y las demás de la misma especie) carecen de importancia cuando se las compara con las similitudes referentes al dolor y la humillación” (Rorty, 1991, 210). Así pues, si bien Rorty no estaría de acuerdo con Schopenhauer en el reconocimiento de algo así como una única esencia que entreteje a todo lo que llamamos mundo, sí comparte la idea de que ser compañeros en el dolor y el sufrimiento convierte a los otros en nosotros, es decir, fortalece los lazos que contribuyen a la construcción de la solidaridad humana, solidaridad que precisamente se crea y que no se descubre de modo esencialista, como en el caso de la intuición schopenhaueriana de la compasión. Desde esta perspectiva, Rorty señala que las descripciones detalladas de historias de dolor y humillación son la contribución del intelectual moderno al progreso moral. Ellas fortalecen la imaginación, pues solo con una capacidad imaginativa fortalecida creemos que los otros también participan en un sufrimiento que, de algún modo, puede reducirse a través de los lazos sociales y las instituciones. Esto parece ser muy cercano a la propuesta de Nussbaum. Así que las tragedias, que tanto amaba Schopenhauer, o las descripciones del periódico Times que usaba nuestro filósofo, pueden contribuir al aumento de la solidaridad, pues dado que el dolor no es algo lingüístico, el trabajo de llevarlo al lenguaje es hecho por el novelista, el periodista o el poeta. En este sentido, Rorty afirma que es necesario distinguir entre la solidaridad humana como identificación con la humanidad, de la solidaridad humana como la duda respecto de sí mismo, esto es, “la duda acerca de la sensibilidad que se tiene al dolor y a la humillación de los otros, la duda acerca de si los ordenamientos institucionales actuales son aptos para hacer frente a ese dolor y a esa humillación, y curiosidad por las alternativas posibles” (Rorty, 1991, 216). Y esa duda respecto de sí mismo solo puede ser ironista, en el sentido anotado por Rorty, es decir, en la capacidad de ciertos hombres de no tomarse en serio a sí mismos, porque saben siempre que los términos mediante los cuales se describen están sujetos a cambio; saben de la fragilidad de su léxico, de su yo y en ese sentido, puede redescribir su yo, lo que permite mover los límites que encierran las posibilidades de la compasión con los otros seres humanos y los animales superiores.
73 Querer o no querer vivir, esa es la cuestión. Cabada nos recuerda que Schopenhauer afirma la posibilidad de la supresión de la voluntad solamente a través del conocimiento. De modo que el camino de salvación consiste en una manifestación libre de la voluntad que permita conocer, en esta manifestación, su esencia. “Sólo como consecuencia de este conocimiento puede la voluntad suprimirse a sí misma y con ella acabar el dolor, que es inseparable de su manifestación” (Cabada, 1994, 44). Esta negación de la voluntad de vivir se opone al egoísmo y, con ello, al interés; supone además un traspasar el velo de Maya que se manifiesta en el hombre como desengaño. Como podemos ver es la voluntad negándose en el santo, no el santo queriendo destruir, a través de la violencia física o el suicidio, la voluntad.
74 En inglés: “How does one extinguish suffering by making oneself suffer more?”
75 Resulta relevante señalar cómo termina el cuarto libro de El mundo como voluntad y representación, pues es la otra cara de una misma moneda. En otras palabras, es el reverso de lo que se anunciaba en el libro primero, a saber, que “el mundo es mi representación” (MVR, I, §1, 3; 51) como también que “el mundo es mi voluntad” (MVR, I, §1, 5; 52). De modo que mi voluntad y mi representación son los delgados hilos de los que pende mi mundo. ¿Acaso es esto contradictorio? No lo es; de lo que se trata es de una autodestrucción de un mundo atravesado por la afirmación del yo, yo que al final se revela como nada. Así que la lucha que se emprende en El mundo es realmente una lucha contra el egoísmo, un egoísmo que crea una bola de nieve que, sin duda, debe ser detenida.
76 La traducción es mía. En inglés: “To put the point in philosopher's jargon, that which transcends empirical reality is an epistemological but not a ontological nothing.”
77 En inglés: “This conclusion makes clear, I believe, the real character of Schopenhauer's doctrine of salvation and, in fact, of his entire philosophy; it's a ‘consolation’ in the face of death.”
78En inglés: “Is life really as terrible as he makes out? Do we really need ‘saving’ from it?”
79 Aunque parece que el predominio del mal en el mundo es evidente. Dos personajes de los famosos Diálogos sobre la religión natural de Hume, Filón y Demea, concuerdan con el predominio de la miseria, la infelicidad y la corrupción humana. El vulgo lo atestigua, los sabios y las autoridades también. El tema del sentimiento de la miseria humana es evidente en sí mismo y no necesita, ni de argumentos ni de razonamientos, en una palabra, de prueba alguna: “Las miserias de la vida, la infelicidad del hombre, la general corrupción de nuestra naturaleza, el insatisfactorio disfrute de placeres, riquezas, honores: estas frases se han hecho proverbiales en casi todos los idiomas. ¿Y quién puede dudar de lo que todos los hombres afirman por propio e inmediato sentimiento y experiencia?” (Hume, 2004, 150). Sin embargo, de ahí no se sigue un no querer la vida.
80 En inglés: “Salvation comes, I believe (one is delivered from despair), when one decides to go and live anyway and do what one can, despite the fact that life is terrible and there is no ultimate hope.”
81 En inglés: “Schopenhauer points out that the idea that life is something we need ‘salvation’ from is the essence not just of his philosophy but of Christianity, Hinduism and Buddhism –in other words, of all the world ́s great religions.”
82 En inglés: “the view of life -and world- denial as the highest good, might well be found shocking, even offensive.”
83 Y no solo la salvación que logra el santo sigue una lógica egoísta. El profesor Cardona afirma que toda la obra de Schopenhauer es un intento sistemático de afirmar en cada momento que el mundo debe ser algo mío. En el caso de la compasión, que constituye el tránsito a la negación de la voluntad de vivir, también hay una lógica egoísta, pues “el hombre compasivo que quiere acabar con el sufrimiento de los demás, permanece unido a la ilusión egoísta de querer determinar con su acto al mundo entero” (Cardona, 2012, 227). Más aún, la afirmación de la esencia común que encontramos internamente y extendemos, por analogía, a todo lo viviente “presupone que nosotros sólo podemos comprender la esencia del mundo en y a través de nosotros mismos” (2012, 230). Así que desde el principio de El mundo como voluntad y representación está presente el egoísmo y, por lo tanto, la afirmación de la voluntad de vivir.
84 Expresión de Martha Nussbaum en Paisajes del pensamiento.
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