Capítulo de Investigación
1
La concepción socrática de la filosofía y de su enseñanza en la educación media
The Socratic Conception of Philosophy and its Teaching in High School
https://doi.org/10.28970/9789585498020.01
Introducción
Para sorpresa de muchos, la filosofía continúa haciendo parte del currículo en educación media en nuestro país. Este hecho ha mantenido en circulación dos preguntas que deberían plantearse con respecto a cualquier parte del currículo escolar: ¿qué se enseña? y ¿cómo se enseña? En el caso de la enseñanza de la filosofía, responder estas dos preguntas ha revelado ser particularmente difícil, y las respuestas ofrecidas han resultado siempre objeto de controversia. En este texto respondo la primera pregunta argumentando que no se puede enseñar filosofía en el sentido de enseñar un contenido. El primer paso para alcanzar esta conclusión es lo que llamo el “argumento socrático”. Luego de presentarlo, analizo algunas de sus consecuencias inmediatas. Enseguida examino y evalúo una objeción a la concepción de la enseñanza de la filosofía vinculada con el argumento socrático. A continuación, muestro que estas consideraciones conducen a una respuesta a la segunda pregunta: no puede haber una didáctica de la filosofía (sino, a lo sumo, una serie de ideas reguladoras básicas). Finalizo señalando una serie de condiciones mínimas para que la clase de filosofía sea posible.
El argumento socrático
La filosofía griega juega un papel fundamental en nuestra imagen de lo que es la filosofía en general. En especial, se considera que la concepción de la filosofía asociada con la figura de Sócrates y el método que usualmente se vincula con esta concepción (la “mayéutica”) están estrechamente relacionados con la educación. No obstante, algunos aspectos de esta concepción de la filosofía y la educación rara vez reciben la atención que ameritan, pese a que resultan cruciales para abordar las dos preguntas con las que iniciamos.
Más allá de la analogía con la partera, repetida una y otra vez, ad nauseam, quiero empezar considerando algunos pasajes de dos diálogos socráticos en los que aparecen planteamientos explícitos sobre la naturaleza de la enseñanza. Estos pasajes nos permiten identificar rasgos intrínsecos de la enseñanza de la filosofía, que no pueden ser ignorados en la primera aproximación que suele hacerse al pensamiento filosófico en la educación media.
Empecemos con el Menón (Platón, 1983). El tema de la enseñabilidad parece ser el tema de este diálogo desde sus primeras líneas. En efecto, la obra empieza con una pregunta explícita de Menón al respecto y un breve intercambio con Sócrates sobre la misma:
Menón. —Me puedes decir, Sócrates: ¿es enseñable la virtud?, ¿o no es enseñable, sino que sólo se alcanza con la práctica?, ¿o ni se alcanza con la práctica ni puede aprenderse, sino que se da en los hombres naturalmente o de algún otro modo?
Sócrates. —(...) Sólo sé, en fin, que si quieres hacer una pregunta semejante a alguno de los de aquí, no habrá nadie que no se ría y te conteste: “Forastero, por lo visto me consideras un ser dichoso –que conoce, en efecto, que la virtud es enseñable o que se da de alguna otra manera–; en cambio, yo tan lejos estoy de conocer si es enseñable o no, que ni siquiera conozco qué es en sí la virtud”.
También yo, Menón, me encuentro en ese caso: comparto la pobreza de mis conciudadanos en este asunto y me reprocho el no tener por completo ningún conocimiento sobre la virtud. Y, de lo que ignoro qué es, ¿de qué manera podría conocer precisamente cómo es? ¿O te parece que pueda haber alguien que no conozca por completo quién es Menón y sea capaz de conocer si es bello, rico y también noble o lo contrario de estas cosas? ¿Te parece que es posible?
Men. —A mí no, por cierto. Pero tú, Sócrates, ¿no conoces en verdad qué es la virtud? ¿Es esto lo que tendremos que referir de ti también en mi patria?
Sóc. —Y no sólo eso, amigo, sino que aún no creo haber encontrado tampoco alguien que la conozca. (70a-71c)
El Menón empieza abruptamente con la pregunta de si la virtud se puede enseñar. La respuesta de Sócrates es que él no sabe si es enseñable pues no sabe qué es la virtud, ni conoce a alguien que lo sepa. Así, en cierto modo la pregunta de Menón se responde negativamente de inmediato: nadie puede saber si la virtud es enseñable, pues nadie sabe qué es la virtud.
Es típico de los Diálogos que el tipo de respuesta que se busca a preguntas como esta sea una noción general (de virtud, en este caso, distinta de las virtudes particulares). Una vez alcanzada una concepción general, habría que realizar un esfuerzo posterior para resolver la pregunta por la enseñabilidad de la virtud. La posición de Menón en este respecto es poco ventajosa, pues su definición de virtud como “desear las cosas bellas y ser capaz de procurárselas” (77b) es tomada de un poeta, lo cual revela un dejo sofístico al mismo tiempo que muestra la incapacidad del sofista para capturar una noción general.
A la idea de que para saber si algo es enseñable hay que poder dar cuenta de qué es, se suma el planteamiento según el cual solo se puede enseñar lo que se sabe. Así lo encontramos en el siguiente pasaje del Alcibíades (Platón, 1992):
Sóc. — ¿No sabes que los que tienen que enseñar cualquier cosa primero tienen que saberla ellos? ¿O no?
Alc. — Sin ninguna duda.
Sóc. — ¿Y no es cierto que los que saben deben estar de acuerdo entre sí y no ser discrepantes?
Alc. — Sí.
Sóc. — Y si discrepan en alguna materia, ¿dirás que la saben?
Alc. — Desde luego que no.
Sóc. — ¿Cómo podrían entonces enseñarla?
Alc. — De ninguna manera. (111b y ss.)
En este apartado del Alcibíades encontramos un planteamiento que parecía ser ampliamente aceptado en la cultura griega de la época, y que constituiría un criterio para determinar cuándo hay o no conocimiento (episteme) de algo. Haciendo uso de este criterio, podríamos aseverar que el disenso entre los expertos sería una señal inequívoca de la ausencia de conocimiento sobre su objeto de estudio. Si conjugamos lo expresado en los dos pasajes del Menón, llegamos a la conclusión de que solo es posible enseñar aquello sobre lo que no existe disenso.
¿De qué manera se aplican a la enseñanza de la filosofía estás consideraciones? El primer pasaje hace referencia a la enseñanza de la virtud, pero podría hacerse extensivo para la enseñanza de cualquier conocimiento. De este modo, si interpretamos las anteriores consideraciones socráticas como aplicadas a la enseñanza de la filosofía, obtenemos el siguiente resultado:
1. Hay que saber qué es una cosa para saber si es enseñable [Menón]
2. Sólo se puede enseñar lo que se sabe [Alcibíades]
3. El disenso entre los expertos es señal de ausencia de conocimiento [Alcibíades]
4. Sólo es posible enseñar aquello sobre lo cual no existe disenso [por 1, 2 y3]
5. Existe disenso acerca de lo que es la filosofía. Por lo tanto, la filosofía no es enseñable
La quinta premisa del argumento socrático no parece difícil de justificar: los expertos tienen opiniones encontradas sobre la naturaleza de la filosofía (como anota Cerletti, 2008, dar cuenta de qué es la filosofía es un problema filosófico en sí mismo). Las concepciones de lo que es la filosofía son de una increíble diversidad, dentro de la cual el estudioso decide cuál adoptar.
El argumento socrático muestra que, más allá del lugar común sobre la mayéutica como método de enseñanza, la concepción de la enseñanza atribuida a Sócrates nos lleva a concluir que la filosofía no es un tipo de saber (episteme) que se puede enseñar.
Ahora bien, vale la pena aclarar que el argumento socrático vale para las formas de conocimiento que llamaríamos teórico o científico (la expresión correspondiente en griego, como señalamos, sería episteme). Se trata de formas de conocimiento que consisten en un conjunto de proposiciones aceptadas como verdaderas por los teóricos de un dominio; las ciencias naturales, las ciencias exactas y algunas ciencias sociales (por ejemplo, la economía y la lingüística) ejemplificarían estas formas de conocimiento. Su enseñanza consistiría básicamente en familiarizar a los alumnos con dicho conjunto de proposiciones.
Si en la concepción socrática la filosofía no es un conocimiento científico, una interpretación natural es que la filosofía sería entonces este ejercicio, esta actividad de hacer y hacerse preguntas filosóficas, intentar responderlas y poner a prueba las respuestas ofrecidas. En esta interpretación de la concepción socrática, la filosofía sería un hacer más que un saber, y lo que se aprendería no es filosofía sino a filosofar.
Enseñar y aprender a filosofar
La idea según la cual lo que ha de enseñar el maestro de filosofía es un conjunto de habilidades argumentativas, se ha vuelto un lugar común. Esta idea parece tener su origen en el auge de la ‘educación por competencias’ (Corcelles y Castelló, 2013; Ministerio de Educación Nacional, 2010), combinada con un rechazo de métodos anticuados de enseñar filosofía (que consisten, en el mejor de los casos, en una especie de lectio o, en la mayoría de los casos, en un anecdotario inerte con citas a memorizar). La idea, pues, seguramente no procede de un razonamiento filosófico sobre concepciones como las que expusimos en el apartado anterior. A pesar de ello, podría pensarse que coincide con el espíritu general de la concepción socrática que acabamos de exponer: no se trata de transmitir contenidos, sino de realizar un ejercicio (con el fin, quizás, de desarrollar ciertas destrezas).
No obstante, hay razones para dudar que tal coincidencia sea el caso. Concebir que el fin último de la formación filosófica es el desarrollo de destrezas argumentativas nos deja cerca de una concepción sofística que ve la filosofía como una especie de técnica, en la que el aprendiz adquiere cierta pericia argumentativa. Esta pericia, sin embargo, no parece estar ligada al tipo de reflexión que caracteriza la actividad filosófica, por lo que podría resultar vacía. Así, en este enfoque de habilidades y destrezas, la enseñanza de la filosofía caería presa de las segundas acusaciones hechas contra Sócrates en la Apología (Platón, 1981): la filosofía consistiría en aprender a “hacer más fuerte el argumento más débil y [...] enseñar estas mismas cosas a otros”.
La concepción socrática es precisamente una alternativa a enseñar o bien una pericia sofística vacía de reflexión, o bien convertir la enseñanza de la filosofía en una catequesis doctrinaria. Si a la raíz de la filosofía está el hacer y hacerse preguntas filosóficas, intentar responderlas y poner las respuestas a prueba, el motor de la clase no debería ser un “tema” y el objetivo de la misma no debería ser el desarrollo de competencias. Al contrario, si la filosofía es inseparable del filosofar, aprender filosofía sería aprender a filosofar.
De acuerdo con la concepción socrática, lo que impulsa el diálogo en la clase son las preguntas. Se trata de preguntas filosóficas con las que el maestro ha logrado suscitar en sus estudiantes el deseo de comprender —es esto lo que garantiza el paso del preguntar al preguntarse—; es la pregunta la que incita a buscar las condiciones para elaborar posibles respuestas y a poner a prueba la solidez de las mismas.
Aprender filosofía versus aprender a filosofar
En el apartado anterior se ofrecieron una serie de razones para pensar que no se puede enseñar filosofía en el sentido de enseñar un contenido, una episteme. Nuestra sugerencia fue que lo que se podría enseñar y aprender en la clase de filosofía es a filosofar, es decir, a hacer y hacerse preguntas filosóficas, intentar responderlas y poner a prueba las respuestas. Recientemente, Pascal Engel ha argumentado en contra de este tipo de concepción de la filosofía y de su enseñanza (Engel, 2017). Según este autor, la concepción según la cual la filosofía es una práctica y según la cual se enseña y aprende a filosofar y no filosofía, es errónea. De acuerdo con Engel, la filosofía no es una actividad, ni una práctica, ni un método, ni una técnica: es un conocimiento de verdades, de doctrinas y de argumentos, y este conocimiento es enseñable.
La filosofía, para Engel, es un conocimiento teórico de verdades proposicionales acerca de ciertos objetos —que vendrían a ser los objetos de estudio del conocimiento filosófico—. Tales verdades se articulan en argumentos y pueden versar también acerca de argumentos. En este sentido, la filosofía sería el conocimiento y el examen crítico de un conjunto de formas argumentativas canónicas y de las doctrinas que les son asociadas, así como de los conceptos filosóficos y no filosóficos que implican (véase Engel, 2017).
Lo anterior, desde luego, no es suficientemente informativo. ¿Qué hace filosófica a una proposición o a un argumento (incluso a una doctrina)? La respuesta de Engel (2017) es que la filosofía es un conocimiento reflexivo del sentido común. La filosofía, sostiene, es el resultado de reflexionar, articular sistemáticamente y exponer el sentido común. Los argumentos filosóficos serían, así, aquellos que examinan los conceptos centrales de nuestro pensamiento común.
Engel observa que parte de este conocimiento filosófico versa sobre las estructuras lógicas de nuestro pensamiento y sobre los razonamientos que formamos. La lógica, continúa, en tanto conjunto de reglas del razonamiento y del argumento válido, tiene la forma de un conjunto de verdades. Este sería, entonces, un claro ejemplo de una parte de la filosofía que puede aprenderse y enseñarse. Sin embargo, Engel es enfático en que el saber filosófico no es idéntico ni al de la lógica, ni al de la historia de la filosofía, ni al de la semántica o el de la retórica.
De este modo, si bien Engel concede la afirmación de origen kantiano según la cual la filosofía no es una ciencia (como las ciencias naturales, que ofrecen conocimientos verificables), ni un arte (como la poesía o la novela), ni una disciplina especulativa sobre la existencia de entidades (como la metafísica o la teología), su conclusión es que la filosofía es un saber teórico enseñable. Su propuesta es adoptar una concepción “aristotélica” en la que la filosofía se ocupa de las aporías y e intenta resolverlas (véase Engel, 2017).
Más allá de exponer lo que podría simplemente considerarse una concepción de la filosofía alternativa a la que expusimos, Engel argumenta en contra de la concepción según la cual la filosofía es una práctica. Señala que, por más que la filosofía fuera en parte un saber práctico, no se aprende como a montar bicicleta: es implausible suponer que se trate del tipo de saber-hacer que no está de algún modo basado en un saber teórico (es decir, en un saber consistente en verdades expresables en la forma de proposiciones). Engel añade que esto es verdad incluso en la concepción socrática según la cual la filosofía es esencialmente un arte del diálogo y de la conversación que no exigiría lectura ni escritura. Así, filosofar supone el aprendizaje de la filosofía; se aprende a filosofar sólo si se ha aprendido filosofía.
Con respecto a la manera en que se enseña este saber teórico que sería la filosofía, Engel señala que básicamente consiste en el tratamiento cuidadoso de un conjunto de las formas argumentativas objeto del conocimiento filosófico. Engel subraya que la filosofía, así concebida, no se enseña de manera dogmática, sino que se trata de una enseñanza crítica y dialéctica. Del mismo modo, conjetura que ciertos argumentos clásicos en filosofía (entre los que se cuentan los que él llama “argumentos estables”, esto es, argumentos que no están ligados intrínsecamente a una posición filosófica particular) pueden prestarse a una enseñanza en la que se explore tanto su estructura interna como sus implicaciones problemáticas. Finalmente, resalta la importancia de diferenciar esta aproximación a la filosofía de la concepción según la cual la enseñanza de la filosofía se basa en problemas: se trata más bien de una enseñanza “orientada por preguntas y argumentos”, que implica un trabajo arduo trabajo sobre las doctrinas, preguntas y textos filosóficos.
Verdades, preguntas y el valor de la filosofía
Que la filosofía no sea una ciencia no se debe únicamente a que no produzca ni se base en conocimientos verificables. A diferencia de la química, la biología y las matemáticas, los sistemas vigentes al interior de este “conocimiento filosófico” riñen con respecto a los aspectos más básicos de la filosofía. Huelga decir que si todas estas doctrinas filosóficas fueran verdad al mismo tiempo, el “conocimiento filosófico” sería un conocimiento inconsistente, contradictorio y, por ello, trivial y sin ningún valor.
Por lo anterior, no son claros los criterios de Engel para que algo cuente como conocimiento (o, en el caso del conocimiento filosófico, como una teoría reflexiva y sistemática del sentido común); sin duda, no son los mismos que se aplican a todas las demás formas de conocimiento teórico: no sólo adecuación empírica sino también consistencia interna. ¿Cómo podrían hacer parte de un mismo conocimiento teórico el argumento ontológico de Anselmo y la paradoja de la omnipotencia?
Parece que enfrentamos un dilema: si hemos de enseñar filosofía manteniendo la consistencia y la coherencia, no se pueden enseñar como verdaderas todas estas doctrinas; pero si hemos de evitar una clase dogmática, no se puede enseñar ninguna de estas doctrinas como verdadera en detrimento de las demás. La única forma de sortear el dilema sería no enseñar los enunciados de los que se componen estas doctrinas como verdades categóricas sino como verdades condicionales. Habría que presentarlos, pues, en la clase de filosofía como una serie de candidatos a respuestas a las preguntas filosóficas, una serie de teorías y no una teoría, una serie de pretendidos conocimientos y no un conocimiento.
Volvemos a la afirmación central de la concepción socrática con la que empezamos: no se puede enseñar filosofía como un contenido, como un conjunto armónico de enunciados categóricos verdaderos, sino a lo sumo como conjuntos de verdades condicionales, de conclusiones tentativas. Lo único que no es tentativo son las preguntas filosóficas; estas siguen siendo el punto de partida de este tipo de reflexión, es decir, lo que motiva el surgimiento de las doctrinas en cuestión. Hacer y hacerse preguntas filosóficas, intentar responderlas y cuestionar cualquier respuesta a dichas preguntas no solo es algo que se puede enseñar y aprender, sino que es la condición de posibilidad de la filosofía.
No obstante, podría replicarse que sigue habiendo un conjunto de conocimientos filosóficos consistente con todas las doctrinas y que constituye un conjunto armónico de enunciados categóricos verdaderos. La lógica, diría esta objeción, es una teoría reflexiva y sistemática sobre las estructuras del razonamiento correcto, y la verdad de las leyes que la componen no es condicional. En tanto conjunto de reglas del argumento válido, esta parte de la filosofía no puede enseñarse sino como un contenido.
No es claro que la lógica sea consistente con todas las doctrinas filosóficas; si suponemos, por ejemplo, que el principio de no-contradicción cumple un papel esencial en la lógica, seguramente encontraremos puntos de vista relativamente canónicos en los que este principio sea incluso rechazado. Además, es dudoso afirmar que la lógica es un conjunto armónico de enunciados; estrictamente hablando, no hay tal cosa como la lógica, sino más bien lógicas (en plural). La denominación en singular generalmente supone que se trata de la lógica clásica, pese a la existencia de otras lógicas que asumen principios distintos e incluso rechazan elementos de la lógica clásica (las denominadas lógicas no-clásicas, precisamente).
Por lo demás, Lipman (1992) anota que enseñar lógica no es una forma de adoctrinamiento pues, más que una doctrina o un contenido, la lógica es un instrumento para evaluar inferencias. La coherencia y consistencia a los que conduce la lógica posibilitan la comunicación y el intercambio de ideas, resultando “pertinentes para el modo en que una persona debe pensar y no para lo que deba pensar” (1992, p. 173; énfasis original). La lógica sería más bien una serie de condiciones de procedimiento y no de contenido.
Por otro lado, ateniéndonos a la disanalogía entre aprender filosofía y aprender a montar bicicleta, podría objetarse que el aprendizaje de la filosofía necesita basarse en algún saber teórico. ¿Cuál podría ser ese saber? Como argumentamos hace un momento, no puede ser alguna doctrina filosófica particular ni tampoco todas ellas. A lo sumo, se trataría de las consideraciones de procedimiento a las que invita la lógica. Sin embargo, habría que preguntarse si la lógica que debe saber un estudiante para aprender filosofía es realmente un saber teórico distinto de las capacidades de razonamiento con las que la naturaleza nos ha dotado. Al menos en una fase inicial, el aprendizaje de la filosofía no parecería exigir conocimientos estrictamente teóricos como los de la lógica formal. El conocimiento teórico no sería anterior al ejercicio práctico.
Incluso Engel reconoce que inevitablemente hay una dimensión práctica en la enseñanza de la filosofía. Menciona que esta dimensión se refiere al aprendizaje de la capacidad de criticar racionalmente argumentos, es decir, la capacidad de evaluarlos, examinar sus pretensiones probatorias, sustituirlos por mejores argumentos, refutarlos, mostrar que no son concluyentes, etc. En este sentido, afirma que “la filosofía no consiste en aceptar estos argumentos, sino en ponerlos a prueba” (Engel, 2017).
Y, si bien no lo menciona explícitamente como parte de la dimensión práctica de la enseñanza de la filosofía, recordemos que Engel se refiere a la enseñanza de la filosofía como una enseñanza “orientada por preguntas y argumentos”. Buena parte de sus ejemplos de aquello alrededor de lo cual podría girar la clase de filosofía son preguntas filosóficas: ¿qué es justificar?, ¿cuál es la naturaleza de la razón y de la explicación?, ¿por qué se pasa de una proposición verdadera a una proposición falsa?, ¿cuál es el principio falaz (si lo es)?, ¿lo vago está en el lenguaje o en las cosas?, ¿puede eliminarse?, ¿los colores y las cualidades sensibles son vagos? (Engel, 2017). Algo semejante sucede con Lipman: ¿en qué basamos nuestra creencia en la existencia de algo?, ¿en qué consisten los hechos? (1992, 186-187).1
Lo anterior permite incluso sugerir una especie de proceso para la clase de filosofía, que tomaría como punto de partida la pregunta de la cual los estudiantes se han apropiado. Conversando y reflexionando sobre ella, los estudiantes llegarían a comprenderla más e incluso, como señala Lipman (1992, p. 168), pueden llegar así a descubrir por sí mismos puntos de vista filosóficos alternativos. Es en el intento de responderla donde podrían aparecer algunas doctrinas filosóficas.2
Sería aquí —ante la presencia de cualesquiera respuestas doctrinarias o espontáneas— donde se desarrollaría la capacidad mencionada por Engel de criticar racionalmente argumentos.
¿Debe alcanzarse en la clase de filosofía una respuesta a la pregunta que motivó el diálogo? La concepción socrática puede asistirnos una vez más para atender este interrogante. A diferencia de otros diálogos platónicos, la mayoría de los diálogos socráticos no buscan llegar a una ‘conclusión oficial’, definitiva, que zanje de una vez por todas el asunto en discusión. Un claro ejemplo de esto es el Menón mismo, en el que al final del diálogo no se llega a ninguna conclusión. Ejemplos semejantes son, por mencionar algunos, el Protágoras y el Eutidemo. En el Protágoras se llega más bien a una especie de conclusión hipotética, no una conclusión categórica: si la virtud es conocimiento, entonces puede enseñarse. Por su parte, en el Eutidemo, Sócrates mismo ofrece un ejemplo de la manera en la que el verdadero maestro puede extraer cosas de la mente del aprendiz, lo cual constituía un contraste con el modo de enseñar de los sofistas; pero, de nuevo, un ejemplo no equivale a la formulación categórica de una conclusión que resuelva el problema de manera definitiva.
El diálogo con los estudiantes, es decir, la clase, podría proceder tal como estos diálogos platónicos en los que no hay conclusión, en los que la discusión queda abierta. Si la conclusión ha de ser resultado de la reflexión del estudiante y si se trata de que el filosofar vaya más allá del momento de la clase, no es necesario alcanzar en la clase respuestas definitivas a las preguntas de las que se partió (véase igualmente Lipman, 1992, p. 187).
Ahora bien, hace un momento dijimos que las doctrinas filosóficas deberían enseñarse como una serie de enunciados cuya verdad sería condicional y no como enunciados categóricos verdaderos. No obstante, aunque no parece difícil justificar la necesidad de aprender cosas que —dado nuestro conocimiento actual del mundo— resultan verdades, no es claro cuál sería el punto de aprender doctrinas cuya verdad no podemos afirmar.
Se podría responder “aristotélicamente” que informarse sobre estas doctrinas es algo que se aprecia por sí mismo y no por su utilidad, de manera que aprenderlas no requeriría más justificación. Sin embargo, el tipo de bienes que Aristóteles observa que se desean por sí mismos son el conocimiento y la felicidad, e identificar el conocimiento de las doctrinas en cuestión con cualquiera de esos dos bienes parece difícilmente defendible. Así, pues, enterarse de estas doctrinas debe tener alguna utilidad. ¿Cuál?
Al comienzo de este texto mencionábamos la perplejidad que a muchos les produce que se enseñe filosofía en educación media. Esta perplejidad generalmente no viene de la dificultad para responder preguntas como qué se enseña ni cómo se enseña, sino de una pregunta diferente: ¿para qué se enseña? Tanto Engel como Lipman reconocen de un modo u otro la importancia de la dimensión utilitaria de la filosofía cuando preguntan “qué interés hay en saber...” (Engel, 2017), “¿de qué sirve?”, “¿qué bien se logra?” (Lipman, 1992, p. 182).
Es aquí donde encontramos una de las principales divergencias —implícita, pero quizás la central— entre la postura que hemos estado defendiendo y la postura de Engel. Hace un momento admitíamos que en la concepción socrática de la enseñanza de filosofía podría haber espacio para las doctrinas filosóficas, así que alguien podría haberse preguntado ¿hay realmente una oposición entre ambas concepciones?, ¿no podría tratarse más bien de una cuestión de énfasis? La diferencia con Engel no es desestimable, pues depende de si lo que él considera contenidos teóricos son un fin en sí mismo o si el fin último de estos procesos de enseñanza-aprendizaje es otro. En la concepción que venimos defendiendo, si bien podría haber espacio para las doctrinas filosóficas, estas siempre estarán subordinadas a responder una pregunta de la que los estudiantes se han apropiado; las doctrinas son un medio (y no el privilegiado), no un fin. A su vez, la apropiación de preguntas filosóficas, el intento de responderlas y la puesta a prueba de las respuestas, sirve a un fin distinto —no es un fin en sí mismo.
No es claro si en la concepción de Engel la enseñanza de contenidos en la clase de filosofía es o no un fin en sí mismo. Por nuestra parte, compartimos la convicción lipmaniana según la cual la filosofía cobra sentido cuando los estudiantes comienzan a mostrar la capacidad de pensar por sí mismos, de criticar racionalmente argumentos, de defender reflexivamente lo que piensan y de buscar respuestas a los asuntos importantes de la vida de los que se ocupa la filosofía. Una vez que demuestran que pueden aplicar estas capacidades en sus discusiones y en sus acciones, no importa si los estudiantes tienen diferentes modos de ver las cosas, o si están en desacuerdo entre sí o con el profesor. Estamos convencidos de que el desarrollo de estas capacidades les permite a los individuos tener vidas más ricas y significativas; más aún, dado que la viabilidad de una sociedad democrática razonablemente depende de la capacidad de sus integrantes para cuestionar y pensar por sí mismos, la filosofía puede incluso resultar vital para el ejercicio de la ciudadanía.3
Intentando enseñar filosofía
En el apartado anterior sugerimos una especie de secuencia que podía seguir la clase de filosofía, en la que, tomando siempre la pregunta como punto de partida, se pasaría luego a buscar y poner a prueba formas de responderla; este segundo momento incluiría desde respuestas ofrecidas por los estudiantes mismos hasta respuestas encontradas en doctrinas filosóficas. La descripción de este proceso podría dar la impresión de que estamos sentando las bases para una didáctica de la filosofía, es decir, los fundamentos de un conjunto de técnicas para su enseñanza-aprendizaje.
Una didáctica presupone un alumno “medio”, el cual —como señala Cerletti (2008, p. 75)— no es más que una ficción que omite las particularidades de los estudiantes (sus características cognitivas, afectivas, origen socioeconómico, cultural, género, etc.). Es a causa de esta ficción que tradicionalmente se han utilizado ciertas técnicas para el proceso de enseñanza-aprendizaje de cualquier disciplina, incluida la filosofía (exposiciones, resúmenes, talleres, etc.). Sin embargo, las particularidades de los estudiantes impiden fácticamente cualquier repetición. En consecuencia, es también una ficción que un grupo de técnicas puede utilizarse para enseñar cualquier tema (o, incluso, cualquier asunto filosófico) a cualquier estudiante en cualquier contexto; “cada circunstancia de enseñar filosofía es una singularidad” (Cerletti, 2008, p. 73).
En otras palabras, no es posible una didáctica de la filosofía, una receta repetible exitosamente por cualquiera en cualquier contexto, independientemente de las decisiones filosóficas que el profesor adopte sobre cómo llevar a cabo su labor a la luz de las condiciones reales en las que lo hace. Los elementos de la ‘secuencia’ o ‘proceso’ que se sugirió, son más bien principios orientadores para la enseñanza de la filosofía: tomar como punto de partida la pregunta filosófica asumida como propia, buscarle respuestas y asumir dichas respuestas como verdades condicionales, someterlas a juicio, promover ante todo el desarrollo de la capacidad de pensar por sí mismo, entre otras.
Junto con estos principios filosóficos orientadores que proponemos, ¿podemos identificar algunas condiciones mínimas necesarias para la enseñanza de la filosofía, aceptables por igual para concepciones como la de Engel, la de Limpan, la de Cerletti y la nuestra?
En la aproximación de Engel encontramos que una condición para enseñar filosofía es la manera en la que se enseña: no se enseña dogmáticamente, sino de manera crítica y dialéctica. La razón por la que no se puede enseñar el conocimiento filosófico de manera dogmática vendría del hecho de que, anota Engel, se trata de un conocimiento reflexivo y porque adquirirlo implica la capacidad de criticar sus partes componentes (los argumentos “canónicos”). De este modo, Engel coincide con Lipman (1992, p. 171) y Cerletti (2008, p. 20) en que el adoctrinamiento dogmático es incompatible con la enseñanza de la filosofía.
Evidentemente, los profesores que eligen una enseñanza dogmática son incapaces de contribuir en la formación de estudiantes capaces de reflexionar y de poner en tela de juicio los conocimientos con los que entran en contacto; en lugar de ello, transmiten a sus estudiantes una imagen del conocimiento como algo que simplemente se acepta. Además, a menos que las doctrinas que enseñe no sean de su elección, es razonable suponer que un docente que elige enseñar filosofía dogmáticamente se enfocará en las posturas filosóficas con las que se identifica (y es poco probable que alguien se sienta verdaderamente identificado con todas las posturas filosóficas). Así, la clase resultará tratando sobre los puntos de vista con los que el profesor se identifica. Si bien todo profesor de filosofía tiene siempre una concepción de la filosofía (la explicite o no), una vez elige una enseñanza dogmática potencialmente creará una serie de inhibiciones en los estudiantes, que impedirán el intercambio dialéctico de ideas en la clase. Este tipo de docente promoverá, voluntaria o involuntariamente, que los estudiantes adopten puntos de vista acrítica e irreflexivamente.
No puede alentarse a los estudiantes a reflexionar y pensar críticamente sobre ideas filosóficas sin valorar su pensamiento, sus poderes creativos y su capacidad de descubrimiento. Si el docente cree que ya conoce todas las respuestas, que tiene acceso privilegiado a la verdad, no verá en los estudiantes sino receptáculos pasivos y difícilmente valorará lo que los estudiantes puedan aportar. Pero si el docente valora estos aportes y anima a los estudiantes a expresar de la forma más clara posible sus opiniones y preguntas, podrá orientarlos para que ellos mismos aprendan a apreciar la complejidad que subyace a lo que dicen. Esto requiere igualmente que los estudiantes sientan la confianza suficiente en la clase para expresar sus ideas, e incluso para arriesgarse a criticar los puntos de vista con los que el profesor se identifica. Los estudiantes suelen temer expresarse ante el profesor, por timidez e inseguridad, o por evitar decir algo que pueda ir en contra de los puntos de vista que creen que este tiene; por eso está en manos del profesor crear un ambiente en el aula que promueva las contribuciones de los estudiantes. Como señala Cerletti (2008), el profesor debe promover que su clase sea un espacio para el pensamiento, un espacio donde pueden surgir preguntas filosóficas y no un lugar en el que el profesor únicamente habla de respuestas a preguntas que sus estudiantes no se han hecho. En otras palabras, apreciar lo que aportan los estudiantes significa no partir de la suposición de que el estudiante no sabe nada.
La creación de este ambiente de participación exige que el docente esté en la capacidad de encaminar las intervenciones de los estudiantes hacia temas filosóficos, evitando que la conversación se desvíe a temas personales o puramente anecdóticos. El profesor debe ser capaz de determinar si los comentarios de sus estudiantes tienen implicaciones filosóficas y cuáles son los temas filosóficos implícitos, para luego buscar que los estudiantes expliciten los criterios que están suponiendo en sus afirmaciones y profundicen en ellos. De esta manera, los estudiantes se habituarán al tipo de diálogo y reflexión que caracteriza la clase de filosofía.
Lipman le atribuye una enorme importancia al tipo de docente que requiere una clase de filosofía, refiriéndose a él como su “ingrediente más importante” (1992, p. 170). Considera que debería tratarse de docentes que manifiesten en sus acciones cotidianas una pasión constante por lo filosófico y por la búsqueda de respuestas. El profesor de filosofía debería mostrarse como una persona “intelectualmente abierta, curiosa, autocrítica y capaz de admitir ignorancia o indecisión” (1992, p. 184), en lugar de transmitir la idea de una persona educada como alguien que lo sabe todo. La primera evidencia que tendrían los estudiantes de la influencia e importancia que la filosofía tiene para la vida de las personas sería la forma de actuar del maestro y su forma de concebir el conocimiento.
Cerletti (2008) comparte esta inquietud sobre el contacto que tiene con la filosofía quien está a cargo de enseñarla (pp. 20-22). Sostiene que, aunque es imposible enseñar filosofía “desde ningún lado”, un profesor dogmático no filosofa pues no se hace preguntas; no desea saber, sino que asume que ya tiene todas las respuestas. Este tipo de docente tenderá a subestimar o ignorar las opiniones de sus estudiantes, incluso a mostrarse intolerante ante aquellas opiniones que sean contrarias a las suyas. Como anota Lipman (1992, p. 176), así habrá comunicado que los estudiantes no deben oponerse a sus puntos de vista si quieren permanecer congraciados con él. Este tipo de docente será, por tanto, incapaz de alentar a los estudiantes a reflexionar y pensar críticamente sobre ideas filosóficas.
Otro pasaje de los diálogos socráticos nos asiste en la idea según la cual no cualquier persona está en condiciones de enseñar. En la Apología (Platón, 1981), durante la defensa que hace de sí mismo ante las segundas acusaciones, Sócrates dirige nuestra atención hacia la manera en que su acusador piensa que ha delinquido. Como es su costumbre, lo interroga al respecto:
—Ven aquí, Meleto, y dime: ¿No es cierto que consideras de la mayor importancia que los jóvenes sean lo mejor posible?
—Yo sí.
—Di entonces a éstos quién los hace mejores. (...)
—Las leyes.
—Pero no te pregunto eso, excelente Meleto, sino qué hombre, el cual ante todo debe conocer esto mismo, las leyes.
—Estos, Sócrates, los jueces.
—¿Qué dices, Meleto, éstos son capaces de educar a los jóvenes y de hacerlos mejores?
—Sí, especialmente.
—¿Todos, o unos sí y otros no?
—Todos.
—Hablas bien, por Hera, y presentas una gran abundancia de bienhechores. ¿Qué, pues? ¿Los que nos escuchan los hacen también mejores, o no?
—También éstos.
—¿Y los miembros del Consejo?
—También los miembros del Consejo.
—Pero, entonces, Meleto, ¿acaso los que asisten a la Asamblea, los asambleístas corrompen a los jóvenes? ¿O también aquéllos, en su totalidad, los hacen mejores?
—También aquéllos.
—Luego, según parece, todos los atenienses los hacen buenos y honrados excepto yo, y sólo yo los corrompo. ¿Es eso lo que dices?
—Muy firmemente digo eso.
—Me atribuyes, sin duda, un gran desacierto. Contéstame. ¿Te parece a ti que es también así respecto a los caballos? ¿Son todos los hombres los que los hacen mejores y uno sólo el que los resabia? ¿O, todo lo contrario, alguien solo o muy pocos, los cuidadores de caballos, son capaces de hacerlos mejores, y la mayoría, si tratan con los caballos y los utilizan, los echan a perder? ¿No es así, Meleto, con respecto a los caballos y a todos los otros animales? Sin ninguna duda, digáis que sí o digáis que no tú y Ánito. Sería, en efecto, una gran suerte para los jóvenes si uno solo los corrompe y los demás les ayudan. (24a-25c)
Lo que acabamos de exponer coindice con el espíritu de este pasaje, a saber, que no cualquiera está en condiciones de enseñar algo (la virtud o la filosofía, por ejemplo). Necesariamente existen un conjunto de características que determinan si alguien es o no capaz de realizar una labor docente. Partiendo del relativo consenso con respecto a que la manera de enseñar es una de las condiciones mínimas necesaria para que la enseñanza de la filosofía sea posible, encontramos que esta condición depende en buena medida de características del profesor. Vimos que una enseñanza dogmática es incompatible con el aprendizaje de la filosofía, y que una enseñanza no-dogmática requiere que el docente valore lo que aportan los estudiantes. Para que los estudiantes puedan hacer estos aportes, el docente necesita lograr que sientan confianza para participar, al tiempo que direcciona esta participación hacia temas filosóficos. Por último, mencionamos la preocupación de Lipman y Cerletti con respecto a que el profesor debería reflejar la importancia que la filosofía y una concepción no-dogmática del conocimiento tienen para la vida cotidiana de las personas.
Conclusiones
Debería ser motivo de preocupación para cualquier docente de educación media la ausencia de una actitud reflexiva en sus estudiantes, la escasez de posiciones argumentadas, la poca disposición para cuestionar la información que reciben, etc. Para que no quepa duda, basta con proponerles el ejercicio de tomar las declaraciones de alguien y tratar de aclarar qué afirmaciones se están haciendo y qué razones se ofrecen en apoyo de esas afirmaciones. La clase de filosofía parece el espacio privilegiado para abordar esta situación, para permitir que los estudiantes piensen por sí mismos, y para fomentar que lo hagan razonablemente, de manera coherente, sin presupuestos y sin dogmas que les impidan cuestionarse y reflexionar.
Empezamos presentando un argumento en el que se concluye que la filosofía no es un tipo de saber que se puede enseñar, es decir, un saber sobre el cual se puede realizar un ejercicio instruccional ordinario. Al contrario, en la concepción de la que procede dicho argumento la filosofía parece ser más bien una actividad o una práctica en la que cuestionar y cuestionarse juegan un papel central. Luego examinamos la postura de Engel (2017) con respecto a la filosofía y su enseñanza, así como sus objeciones a la idea de que la filosofía es una práctica. Encontramos que es difícil defender la idea de que la filosofía es un conocimiento teórico constituido por verdades categóricas, o que el filosofar requiere algún conocimiento de este tipo. También advertimos que la diferencia fundamental entre nuestra postura y la de Engel parece venir de las visiones respectivas sobre la función que cumple el aprendizaje de la filosofía; a nuestro juicio, el sentido de dicho aprendizaje es el desarrollo de la capacidad de los estudiantes de pensar por sí mismos.
Igualmente sugerimos una manera general en la que la clase de filosofía podía replicar el ejercicio mismo del filosofar. Dicha sugerencia, sin embargo, no pretende constituirse en el esbozo de una didáctica de la filosofía, pues reconoce que cada proceso de enseñanza-aprendizaje está ligado a la singularidad de los estudiantes y de las condiciones concretas en las que la clase se lleva a cabo. De la mano de esta sugerencia, identificamos algunas condiciones mínimas que deben reunirse para que la clase de filosofía sea posible: debe tratarse de una enseñanza no-dogmática, en la que sea valorado lo que aportan los estudiantes, donde se promueva y direccione su participación.
Solo si se abandona cualquier concepción de la filosofía como instrucción, cualquier aspiración a una receta didáctica mágica para enseñarla, solo si se acepta que aprender filosofía es aprender a filosofar y se comprende la función vital del filosofar, la clase de filosofía será un espacio cuya existencia tiene sentido.
Quedan, no obstante, preguntas por responder y retos por abordar para nuestra concepción “socrática” de la enseñanza de la filosofía. En particular, dado que estamos hablando de la enseñanza de la filosofía en un contexto educativo formal, normativizado y estandarizado, habría que describir con detalle cómo es posible incorporar la concepción socrática en dicho contexto. Habría que mostrar que en medio de la estandarización y la norma es posible renunciar a los contenidos y las recetas didácticas. De manera semejante, parece necesario aclarar cómo es posible la evaluación si se enseña la filosofía “socráticamente”, cómo medir que un estudiante piensa por sí mismo, que reflexiona, que es crítico. La manera en que respondamos estos dos interrogantes determinará si la concepción socrática es o no realizable en el medio para el que ha sido concebida.
Referencias
- Cerletti, A. (2008). La enseñanza de la filosofía como problema filosófico. Buenos Aires: Libros del Zorzal.
- Corcelles, M. y Castelló, M. (2013). El aprendizaje de la Filosofía mediante la escritura y el trabajo en equipo: percepciones de los estudiantes de Bachillerato. Revista de Investigación en Educación, 11(1), 150-169.
- Engel, P. (2017). Peut-on enseigner un savoir philosophique? Recuperado el 4 de Julio de 2017 de https://www.implications-philosophiques.org/actualite/une/peut-on-enseigner-un-savoir-philosophique/
- Lipman, M., Sharp, M. y Oscanyan, F. (1992). La filosofía en el aula. Madrid: Ediciones de Latorre.
- Ministerio de Educación Nacional. (2010). Orientaciones Pedagógicas para la Filosofía en la Educación Media. Bogotá: MEN
- Platón. (1981). Apología de Sócrates. En: Diálogos I. J. Calonge Ruiz, E. Lledó Íñigo y C. García Gual (Trads.). Madrid: Gredos.
- Platón. (1983). Menón. En Diálogos II. J. Calonge, E. Acosta, F. J. Olivieri y J. L. Calvo (Trads.). Madrid: Gredos.
- Platón. (1992). Alcibíades I. En Diálogos VII. J. Zaragoza y P. Gómez C. (Trads.). Madrid: Gredos.
Notas
1 Cerletti, por su parte, partiendo de la caracterización de la filosofía como amor por el saber, afirma que este amor significa aspiración o deseo más que posesión de un saber determinado. La filosofía –en tanto actividad de aspirar a alcanzar el saber– se hace a través de preguntas.
2 De la mano de las doctrinas, los textos filosóficos serían una herramienta para el filosofar pero no un fin en sí mismos. Como observa Cerletti (2008), comprender un texto es un paso en el camino de la filosofía, pero no es el primero, ni el último. De hecho, para que los estudiantes aprendan a fijarse en las ideas y no en autores o etiquetas, Lipman propone que no se haga mención de nombres de filósofos en la clase. Únicamente después de una extensa interacción con las ideas, los estudiantes podrán saber de quién eran esas ideas originalmente. Esta estrategia parece altamente pertinente para superar la concepción dominante del conocimiento como información ligada a una figura de autoridad.
3 Podría objetarse que el objetivo de desarrollar en los estudiantes la capacidad de pensar por sí mismos acerca de los asuntos de los que se ocupa la filosofía no requiere una clase de filosofía. Sin embargo, ¿no podría realizarse cualquier aprendizaje sin una clase?