Capítulo de Investigación
1
Desde Peterson hasta Ratzinger. “Agustín y la crítica de la teología política”
From Peterson to Ratzinger“Augustine and the critique of political theology”
https://doi.org/10.28970/9789585498228.1
¿Teocracia o dualismo? Relecturas de Agustín en el siglo xx
Las ciudades son dos, permixtae hasta el fin del mundo, no pueden identificarse en un reductio ad unum ideal. La reactualización del modelo agustiniano de las dos civitates, la ciudad de Dios y la ciudad mundana, desarrollada por muchos estudiosos distinguidos de la segunda mitad del siglo XX, presupone el abandono definitivo del agustinismo político medieval, es decir, de la posición que, con la contribución del modelo dionisiano, constituyó la legitimidad teórica de la supremacía del poder eclesiástico sobre el temporal en el latín medieval1. El rechazo de tal posición llevó a los intérpretes a subrayar la alteridad del modelo agustino, marcado por un claro dualismo, con respecto a sus lecturas posteriores. La hermenéutica de los textos debe registrar, sin embargo, una especie de “ambigüedad” agustiniana, una diferencia entre el modelo teórico expresado en el De civitate Dei —un modelo manifiestamente no teocrático— y las elecciones de tipo “teodosiano” que, al seguir la controversia donatista, llevaron a Agustín a modificar su posición original favorable a la tolerancia y a la no intervención del Estado en asuntos religiosos. Para esto, nos enfrentamos a dos paradigmas de los cuales uno viene, de alguna manera, a contradecir al otro.
En el primer modelo, el cual encuentra su adecuada reflexión en el De civitate Dei, la unidad político-religiosa del Mundo Antiguo se encuentra separada a partir de la dualidad de las civitates determinadas por dos tipos de amor: l’amor Dei y l’amor sui, la caritas y la cupiditas. De acuerdo con Agustín, el pueblo se forma a partir de lo que sobre todo ama: “Profecto ut videatur qualis quisque populus sit, illa sunt intuenda que diligit” (civ., XIX, 24). Por tanto, la oposición entre Jerusalén (ciudad de la paz y la unidad) y Babilonia (lugar de la confusión y la discordia). Son ciudades místicas que no pueden ser totalmente asimiladas al binomio Iglesia-Estado. La civitas Dei también es la Iglesia, pero no todos los miembros de la Iglesia son miembros de la ciudad de Dios. Del mismo modo, la ivitas terrena es Babilonia, pero no coincide por completo con el Estado:
Señalando fundamentalmente a dos comunidades de amor divididas por la aceptación o por el rechazo de la verdad de Cristo, las dos ciudades también se expresan a través de instituciones históricas visibles, pero sin coincidir plenamente con ellas; por lo tanto, no se puede crear una ecuación perfecta, como se ha hecho a menudo, entre la ciudad de Dios y la Iglesia, por un lado, y entre la ciudad terrenal y el Estado, por el otro. (Alici 33)
La Iglesia es, por supuesto, el reino de Cristo en el tiempo. Sin embargo, esta no coincide con la ciudad de Dios por, al menos, dos razones (Alici “Introducción” 39):
En un sentido, en efecto, la Iglesia es solo una parte de la ciudad de Dios, la cual abraza a los ángeles y a la comunidad celestial de los santos, que de hecho constituyen la magna pars; en otro sentido, la Iglesia, como pueblo de los creyentes que espera en la fe, en la esperanza y en el amor, la purificación final, en la cual, por tanto, el grano todavía se mezcla con la maleza, delinea un ámbito más amplio respecto a la parte de la ciudad de Dios que todavía es peregrina; todos los ciudadanos de la ciudad de Dios peregrina pertenecen a la Iglesia, pero no a la inversa.
Con respecto a la ciudad peregrina de Cristo debe recordarse, según Agustín, cómo,
Seguramente entre los mismos adversarios se esconden unos de sus futuros ciudadanos y no se siente capaz de soportar de ellos la hostilidad, hasta que no los alcance como creyentes; del mismo modo, entre los que lleva consigo la ciudad de Dios, atados a ella en la comunión sacramental, hasta que sea peregrina en el mundo, y algunos no los tendrá consigo en la condición eterna de los santos [...] porque cerca a quienes se nos oponen abiertamente, se ocultan futuros compañeros, incluso si ellos no son conscientes de ello. (Agustín de Hipona 125; I, 35)
Es desde esta concepción que surge la noción, claramente no maniquea y no teocrática, para la cual, en la actualidad, las “dos ciudades ciertamente son confusas (perplexae) y unidas (permixtae) en este mundo, hasta que no las separe el último juicio” (Agustín de Hipona “La città” 125; I, 35).2
La no perfecta coincidencia entre Iglesia y ciudad de Dios tiene su recompensa, como se ha dicho, en la no identificación entre Estado y ciudad terrenal. Tres cosas la impiden:
En primer lugar, el hecho de que el Estado surge de un evento de orden material (el desarrollo natural de las familias), mientras la ciudad terrenal de un hecho de orden espiritual (el pecado de Caín); en segundo lugar, el Estado, a diferencia de la civitas terrena, también incluye a los buenos; en tercer lugar, indica una estructura ambivalente, que los buenos pueden utilizar de buena manera como un medio (uti), y los malos de mala manera como un fin (frui), mientras que la civitas siempre es entendida en un mal sentido como un fin a sí misma. (Alici “Introducción” 34)
Esta imagen ambivalente del Estado permite a Agustín valorizar, además de la propia paz de la civitas Dei, la paz terrenal establecida por los regímenes políticos.
Por tanto, es infeliz el pueblo que es ajeno a este Dios. Aquel ama siempre una propia paz, no a fin de ser despreciada —la cual incluso no poseerá al final— después de que no la use bien antes del final. Este disfrute de la paz durante la vida presente es un problema que involucra también a los cristianos, pues hasta que las dos ciudades se mezclen, también nosotros nos servimos de la paz de Babilonia. Por esta razón, el Apóstol también invitó a la Iglesia a orar por los reyes y los hombres que se encuentran en el poder en Babilonia, y agregó: “Para qué puedan pasar una vida tranquila y calmada con toda piedad y dignidad” (Agustín de Hipona “La città” 986; XIX, 26).3
A diferencia del Estado, Babilonia, la civitas terrenal, siempre se mueve en antítesis hacia la ciudad de Dios. Lo que las distingue es el amor por la verdad y la unidad en esta última, y por la mentira y el egoísmo en la primera. Babilonia representa la multiplicidad de idiomas, una confusión de la cual el Estado también participa, en la medida en que permanece indiferente ante la pluralidad de filosofías y de visiones del mundo. Agustín se enfrenta a la Roma pagana imperial que, a diferencia de su contemporánea posteodosiana, domina en la tranquila indiferencia de su Panteón. A esa Roma se opone la unidad dogmática de la Iglesia, condición de su concordia, signo de su verdad.4 Sin embargo, de este modo también el Estado formalmente diverso de Babilonia se encuentra asociado con ella, en la medida en que no expresa una visión unitaria. Esto lleva a Agustín a ver en Roma una encarnación de la civitas terrena, incluso hasta definirla como una segunda Babilonia (“La città” 22; XVIII), y a Babilonia como una primera Roma (“La città” 2; XVIII, 2). La identificación surge del modelo monista que contrasta con el sistema “dualístico” de De civitate Dei, en el cual la única excepción es el elogio de Teodosio (V, 26), en el cual se evalúa de forma positiva la orden de “que en cualquier lugar se demolieran las estatuas de los paganos” (Agustín de Hipona “La città” 307; V, 26). Una excepción que encuentra confirmación en la epístola agustiniana es la que el teólogo y pastor de la Iglesia, al alterar su concepción original, atribuye al Estado —gobernado por los emperadores cristianos— una función ministerial, al afirmar la “única” verdad religiosa. Resulta en gran medida redimensionada la perspectiva dualística, plenamente válida solo en el contexto de un cristianismo inmerso en un contexto pagano, incluso si, en Agustín, la civitas Dei nunca puede encontrar una completa realización al interior de la civitas terrena. Por tanto, como señala Gilson (“Le metamorfosi” 103), “el origen de innumerables dificultades, algunas de las cuales se han impuesto a la atención del propio Agustín, pero muchas y más graves habrían surgido más adelante en la historia”. Entre estas, se destacan dos en particular: una concerniente al Estado y la otra a la Iglesia.
La primera se refiere a la forma en que históricamente puede asumir el Estado poscristiano una forma totalitaria que impone una única filosofía oficial, cuya posibilidad se aparta de la comprensión agustiniana inmóvil para la identificación de la ciudad terrenal con la Babilonia de los múltiples idiomas. Gilson escribió en 1952 frente al poder de la Unión Soviética:
Aunque Agustín no parece haberlo pronosticado nunca, ya no es imposible imaginar la ciudad terrenal que se une a su vez a imagen de la ciudad celestial y como una contra-Iglesia, bajo una verdad doctrinal impuesta esta vez por la fuerza, intolerante a cualquier disidencia y a cualquier contradicción. (“Le metamorfosi” 103-104)
Así, la ciudad terrenal poscristiana que,
Aspira a la universalidad que se ha atribuido como primera la Ciudad de Dios, debe a su vez promulgar un único dogma, asignar a todos los hombres un único y solo bien terrenal, cuyo amor hará de ellos un solo pueblo, una sola ciudad. Entre el Estado pagano de la antigüedad y el Estado pagano de nuestros días, está la Iglesia Católica, de lo cual el Estado pagano de hoy reclama y usurpa la autoridad espiritual. Y en cuanto al ateo, el Estado moderno es completo derecho totalitario. (“Le metamorfosi” Gilson 100)
Junto con el imprevisto totalitarismo poscristiano, Gilson señala un segundo límite de la posición agustiniana, un límite compartido y aceptado que conduce en dirección de un absolutismo eclesiástico. Esto, a pesar de la conciencia de que el marco agustiniano, basado en la dualidad entre las dos civitates, es manifiestamente no teocrático. Como observa Gilson:
Por lo tanto, no se puede considerar a Agustín ni como aquel que definió la idea medieval de una sociedad civil bajo la primacía de la Iglesia, ni como aquel que condenó dicha concepción por adelantado. Lo que sigue siendo cierto de la manera más rígida y absoluta, es que en ningún caso la ciudad terrenal, e incluso menos la Ciudad de Dios, pueden confundirse con una forma de Estado cualquiera; pero que el Estado pueda o deba incluso ser utilizado eventualmente para los propios propósitos de la Iglesia, y a través de ella para los de la Ciudad de Dios, es un asunto completamente diferente y un punto en el cual Agustín ciertamente no tendría objeciones. Aunque él nunca haya formulado el principio, la idea de un gobierno teocrático no es inconciliable con su doctrina, porque si el ideal de la Ciudad de Dios no implica esta idea, no la excluye ni siquiera. (“Introduzione” 209-2010)5
Esta relación de exclusión-inclusión es el corazón problemático de la teoría agustiniana, es la causa del conflicto hermenéutico que divide, en su interior, una perspectiva tolerante de una intolerante. Aclara Gilson:
En san Agustín todo está claro. La Ciudad de Dios y la ciudad terrenal son dos ciudades místicas [...] Por lo tanto, no es posible estar lejos de cualquier consideración política en el sentido temporal de la palabra. En sus sucesores, se ha ido estableciendo progresivamente una tendencia dual y complementaria. Por una parte, olvidando la gran visión apocalíptica de la Jerusalén celestial, reduciendo la Ciudad de Dios a la Iglesia que, en la perspectiva agustiniana auténtica, no era de la parte “peregrina”, trabajando en el tiempo para reclutar ciudadanos para la eternidad. Por otra parte, se ha afirmado cada vez más la tendencia a confundir la ciudad terrena de Agustín —ciudad mística de la perdición— con la ciudad temporal y política. A partir de este momento, el problema de las dos ciudades se ha convertido en uno de los dos poderes, el espiritual de los papas y el temporal de los Estados o de los príncipes. Pero dado que mediante la Iglesia también lo espiritual está presente en lo temporal, el conflicto entre las dos ciudades ha caído desde la eternidad en el tiempo. En consecuencia, la sociedad universal de los hombres descendió del cielo sobre la tierra, y dado que una misma sociedad no puede tener dos líderes, surgió el problema de saber cuál de los dos poderes habría ejercido la jurisdicción suprema. La historia de este problema es la del conflicto, permanente en la Edad Media, entre el sacerdocio y el imperio. (“Le metamorfosi” 111)
El marco problemático esbozado por Gilson es un documento elocuente de las dificultades que el pensamiento contemporáneo encuentra en la reactualización de la teología de la historia agustiniana. Este pensamiento, de acuerdo con Figgis (79), en “Agustín (en todo caso se lo interprete) nunca identificó la Civitas Dei con cualquier Estado terrenal”. Por su parte, Arquillière (“L’augustinisme” 21) plantea que el augustinismo político medieval nace de una interpretación unilateral de Agustín. Por tales razones, considera que la concepción instrumental del Estado para afirmar de forma obligatoria la verdad, es por completo coherente con la perspectiva más auténtica de la reflexión de Agustín. Como señala Sergio Cotta (94-95) en La ciudad política de San Agustín:
Esto es sin duda el aspecto del pensamiento agustiniano que sentimos más lejos de nosotros. En verdad, esta lamentable reivindicación de la legitimidad de la intervención de la autoridad mundana externa en asuntos religiosos e internos, nos parece una violación de los derechos de la conciencia que ya habían sido defendidos, y lo serán nuevamente, desde el pensamiento cristiano. Basta recordar, antes de Agustín, la posición de Tertuliano o de Lactancio, y después de Agustín, la muy precisa de Santo Tomás, mucho más significativa, ya que funda teóricamente los derechos de la conciencia errante y entonces no puede ser considerada más una interesada reivindicación de la libertad para solo los cristianos a causa de las persecuciones, cómo podría pensarse en la toma de posición de los apologistas de los primeros siglos.6
En páginas iluminadoras, Cotta (107) muestra cómo “las razones adoptadas por Agustín para justificar la intervención estatal están lejos de ser satisfactorias”. Se puede notar en él una actitud aristocrática e iluminista que concede la caritas a los meliores y el timor a los inferiores. Escribe Agustín, en la carta 185,
¿Quién podría dudar que es mejor llevar a los hombres a amar a Dios con la educación y la persuasión en lugar de forzarlos con el temor o con el dolor del castigo? Pero debido a que unos son mejores, no sigue a eso que los otros deban abandonarse a sí mismos, porque la experiencia nos ha demostrado y nos demuestra que es útil ser sacudidos primero por el temor y por el dolor, y luego estar preparados a ser instruidos o a practicar lo que aprendieron con palabras. Alguien nos objetó la siguiente máxima de un autor pagano: Es mejor, en mi opinión, mantener a los niños en reposo con el sentimiento del amor y con la bondad, y no con el miedo. Esto es sin duda cierto; pero como son mejores los que se dejan regir por el amor, así entonces son más numerosos los que pueden ser corregidos por el miedo. (Agustín de Hipona “Le lettere vol. III” 39)7
En la óptica pedagógica agustiniana, “muchos deben antes ser rastreados hasta su Señor con la vara de las penas temporales similar a siervos malos y a esclavos fugitivos” (“Le lettere vol. III” 41; 185).8 El ejemplo de Pablo, con quien Dios incluso utilizó la fuerza para arrojarlo a la tierra y obligarlo a desear la luz interior, demuestra que la protesta de los donatistas (“cada uno es libre de creer o de no creer. ¿Quién fue por Cristo obligado o forzado a creer?”) está fuera de lugar (“Le lettere vol. III” 41; 185). Nosotros, escribe Agustín, “probamos que, como Pablo fue forzado por Cristo, la Iglesia no hace sino imitar a su Señor al forzar a unos, incluso si en los primeros tiempos no obligó a ninguno” (“Le lettere vol. III” 43; 185).9
La atracción mediante el temor es una paradoja que supera y contradice toda la teología agustiniana de la gracia, y se afirma como criterio de acción pastoral, así como de acción civil. La legislación represiva practicada contra los donatistas ha demostrado toda su eficacia al evitar la difusión del error y al traer a muchos al seno de la Iglesia católica. De esta manera, se abole en el marco teórico agustiniano,
La división y la interrupción entre el ámbito terrenal de competencia del poder político terrenal y el pertinente al reino escatológico divino. Agustín no separa más los dos, terrenal y escatológico; y asigna al poder político un fin y una diaconía al reino salvífico escatológico que primero excluía. (Pirola 17)
Esto corresponde a la óptica médico-pedagógica, para la cual el fármaco es veneno y remedio a la vez, por lo que la cura la proporciona la severidad y el adiestramiento: “Si en efecto, nos limitaramos a asustarlos sin enseñarles, eso tendría la apariencia de un despotismo despiadado” (“Le lettere vol. I” 811; 93).10 Así, el pedagogo se alterna aquí con el médico:
Quiero decir: al verdugo no le importa el modo con el cual destroza, al médico, al contrario, le importa el modo con el cual sutura: de hecho, este trata de obtener la salud, el otro, al contrario, la gangrena. Los malvados mataron a los profetas, pero los profetas también mataron a los malvados. Los judíos azotaron a Cristo, pero Cristo también azotó a los judíos. (“Le lettere vol. I” 817; 93)
Por tanto, al unir cirugía y adiestramiento, “los reyes de la tierra sirven a Cristo también haciendo leyes a su favor” (“Le lettere vol. I” 833; 93).
En esta obra conjunta, Agustín también tiene en cuenta la posibilidad de la hipocresía, de la duplicidad. En el caso de los donatistas, él confesará cómo “muchos de ellos, sin embargo, regresaron a la Iglesia Católica pero simulando convertirse” (“Le lettere vol. III” 51; car. 185). Asimismo, toma en cuenta el hecho de que “algunos desesperados e incomparablemente menos numerosos que esa inmensa multitud de convertidos, se provocaran la muerte arrojándose a las llamas” (“Le lettere vol. III” 55; 185). Simulación y suicidio, como resultado de leyes coercitivas, no bloquean la persuasión agustiniana, la cual se basa en una distinción despótica e injustificada entre dos épocas de la Iglesia: la primitiva de Jesús y de los Apóstoles, marcada por la Roma pagana; y la siguiente, caracterizada por los emperadores cristianos. El “historicismo teológico” de Agustín reconoce el comportamiento diferente de la Iglesia primitiva en comparación con el poder, en el momento mismo en el cual lo considera superado formalmente por las circunstancias históricas.
Tanto en el Evangelio como en los escritos de los apóstoles, no se encuentra ningún caso en el cual se pida a los reyes de la tierra la intervención en defensa de la Iglesia contra sus enemigos. ¿Quién lo niega?. (“Le lettere vol. I” 817; 93)
En este sentido, para el teólogo africano,
Cuando los herejes, oponentes de las leyes justas promulgadas contra su maldad, nos llevan a argumentar que los apóstoles no pidieron tal intervención por parte de las autoridades civiles, ellos no consideran que los tiempos fueran diferentes y cada cosa se debe implementar en el momento correcto. ¿Dónde estaban los emperadores que habían creído en Cristo y que le servían al promulgar leyes a favor de la verdadera religión contra la irreligiosidad? (“Le lettere vol. III” 37; 185)11
El tiempo de los emperadores cristianos no es el tiempo de Cristo; ahora la idolatría ya no puede tolerarse:
¿Por qué, desde el momento que Dios le ha dado al hombre el libre albedrío, la ley debería castigar el adulterio y permitir la idolatría? ¿O tal vez peca menos severamente el alma infiel a Dios que la esposa infiel al marido? Admitiendo incluso que las culpas cometidas más por ignorancia que por desprecio a la religión, se deberían castigar con castigos más suaves, tal vez por esto deben quedar del todo impunes. (“Le lettere vol. III” 39; 185)12
En este punto, Agustín se pronuncia con claridad “a favor de la teocracia” (Cotta 92). El agustinismo político medieval, con sus extensiones modernas, nace desde aquí. Nace de una hermenéutica que hace violencia al hecho, reconocida por el mismo Agustín, de cómo la espada de Pedro fue hecha para ser cubierta por Cristo, con el fin de hacernos entender que no debería haber sido desenvainada ni siquiera para defender a Cristo (“Le lettere vol. I” 815; 93). Nace de esa singular heterogénesis, de modo que del temor a la pena debería surgir el amor a Cristo y a su Iglesia. Una especie de “gracia coactiva”.
La imagen aparece clara. Sin embargo, con el “problema agustino” está lejos de agotarse. La declinación política de la civitas Dei, el uso del Estado como medio de salvación de las almas, de hecho no afecta el modelo de las dos civitates que, en sí mismo, es esencialmente no teocrático. Al respecto señala Cotta: “La solución teocrática no es parte necesaria del sistema, pero nunca un momento particular de la vida” (Cotta 104).13 Esto porque, en Agustín,
El dualismo dialéctico existente en el nivel de las ciudades místicas no se reproduce políticamente. Es decir, no hay un Estado de los buenos y un Estado de los malvados, en radical y en completa contraposición entre sí, ya que en contra de la ciudad política de Caín no fue fundada otra ni de Abel ni de Seth. (Cotta 104)
Es decir, la civitas Dei vive dentro de la civitas terrenal sin poderla nunca reemplazar.
Agustín no parece aceptar en términos teoréticos la posibilidad de un Estado libre de esta mezcla de buenos y malos. Ahora bien, si esto no es para negar la existencia empírica de Estados teocráticos, es suficiente negar la plena realización del objetivo, el cual, por definición, tiende al mismo sistema teocrático: la perfección interna de los ciudadanos a través de medios políticos, de modo que pueda existir un Estado de los buenos (Cotta 74-75).
Este final no se puede alcanzar porque Agustín, opuesto a cada milenarismo, no admite, como Joaquín de Fiore y el joaquinismo moderno, una “edad del Espíritu”, una era de completa realización histórica del ideal cristiano.14 La civitas Dei, peregrina sobre la tierra hasta su objetivo (la Jerusalén celestial), no puede realizarse nunca como civitas terrena. El modelo agustiniano, más allá de los arreglos teocráticos propios del contexto posteodosiano, mantiene la tensión escatológica propia del cristianismo de los inicios. Esto le permite conservar su actualidad, incluso después de la general débâcle del agustinismo político, medieval y moderno.
Comenzando desde Peterson: escatología e historia
Si hay un autor que ha disociado a Agustín de todo posible uso teocrático, y lo ha relanzado en el debate teológico-político del siglo XX, este es Erik Peterson. Toda reconsideración no integrista de Agustín pasa por él. De hecho, el pensamiento del autor del Der Monotheismus als politischer Problem (“Il monoteismo come problema político”) constituye la encrucijada de muchas de las interpretaciones destinadas a resaltar la irreductibilidad de la ciudad de Dios a la ciudad terrenal. Esto, como la mayoría de los críticos reconocen, a pesar de los motivos de Peterson para fundar tal irreductibilidad, no se encuentra por completo justificado.15
Publicado en 1935, el texto Der Monotheismus recogió dos estudios previos de Peterson, uno sobre la monarquía divina de 1931 (“Göttliche”), y otro sobre el emperador Augusto en el juicio del cristianismo antiguo de 1933 (“Kaiser Augstus”), con lo cual se demostró una cierta diferencia. Sin embargo, su carácter polémico era claro. El objetivo crítico era la adhesión de los “Deutsche Christen” de la Iglesia Evangélica al Nacional Socialismo en 1933, así como por la Politische Theologie de Carl Schmitt, mencionada en la nota al final de la obra. Al enfrentar el cortocircuito entre el cristianismo y el nacionalsocialismo, Peterson señala: “¡San Agustín, que se encuentra con cada encrucijada espiritual y política de Occidente, ayude con sus oraciones a los lectores y al autor de este libro!” (Peterson “Il monoteismo”). Realizaba así la deslegitimación de toda posible teología política. Esta, dependiente de la concepción helénica de la monarquía divina, pasó a través de Filón, además por la antigua apologética cristiana, y desarrolla una justificación teológica del poder mundano al consagrarlo en su total absoluto. Su expresión más clara, en el seno cristiano, viene dada por Eusebio de Cesarea, cercano al arrianismo, en quien el universalismo cristiano y el universalismo romano, la Iglesia y el Imperio, Cristo y el emperador se consolidan sin residuos (“Il monoteismo” 72).16 A diferencia del cristianismo, como lo expone Gregorio de Nazianzo, en el que la monarquía divina es una monarquía trinitaria (concepto que no encuentra analogía en la forma terrenal). De esta manera, se sanciona la imposibilidad de cualquier teología política.
Solo en el terreno del judaísmo y del paganismo puede haber algo así como una “teología política”. No obstante, la proclamación cristiana del Dios uno y trino se sitúa más allá del judaísmo y del paganismo, ya que el misterio de la Trinidad existe solo en la divinidad misma, no en la criatura humana.17
Peterson pensaba, en este sentido, cerrar la puerta a cualquier justificación teológica del nacionalsocialismo, así como a uno de sus apologetas más recientes, el propio Carl Schmitt, a quien personalmente conocía, autor de Politische Theologie. Vier Kapitel zu der der Lehre der Souveränität, obra editada en 1922.18 De hecho, como observa Giuseppe Ruggieri,
Si se lee cuidadosamente el ensayo sobre el monoteísmo, aquello sobre lo que él puede fundar razonablemente un cierta nexo de interdependencia entre una efectiva aquiescencia sobre la situación política existente y una modificación correspondiente de la enseñanza cristiana, no está tanto en el campo de la ortodoxia trinitaria, sino en el de la escatología de Eusebio. La notación de que Eusebio usa el concepto de monarquía divina para atribuir a Constantino un papel privilegiado en la economía cristiana aún no significa que esto esté relacionado con una heterodoxia trinitaria. (Ruggieri 15)
Según Ruggieri, no es la teología trinitaria la que, estrictamente hablando, se protege de la reducción ideológica. En sí misma,
Incluso una fe monoteísta puede ser una garantía de una relación que no instrumentalice la religión al poder. Negarlo significaría ignorar la historia del profetismo bíblico. Opuestamente, existen los teólogos de corte también entre los ortodoxos padres de la Iglesia. (21)
Este es el punto débil del argumento de Peterson, no por casualidad revelado por el propio Schmitt en su respuesta (tardía) al Der Monotheismus, contenida en Politische Theologie II. Para Ruggieri,
¿Qué “prueba” entonces el ensayo de Peterson? ¿De hecho, como sugiere el título, es un análisis del vínculo entre dogma trinitario y posibilidad o imposibilidad de una teología política, o, no obstante incluya un estudio de la evolución del concepto de “monarquía” divina, documenta el nexo solo a nivel de concepción de la historia en su relación con la escatología cristiana? Nos inclinaríamos a considerar esta segunda alternativa más precisa. (15)19
La distancia que separa al cristianismo de sus posibles traducciones políticas no depende tanto del dogma trinitario como de la diferencia escatológica entre reino e historia. Es en este punto que, en el centro de la posición de Peterson, Agustín entra:
Lo que los padres griegos lograron en cuanto al concepto de Dios, lo hizo San Agustín en Occidente en cuanto al concepto de “paz”. La paz de Augusto, con la cual se había luchado en la Iglesia una teología política muy dudosa, aparece a los ojos de San Agustín problemática. (Peterson “Il monoteísmo” 70-71)
Esa paz, comenta Peterson, al citar De civitate Dei (III, 30), fue precedida por muchas guerras civiles. Su versión providencial, respaldada por Eusebio, Ambrosio y Orosio, da paso a una visión más realista para la cual la civitas terrena es lugar de conflicto hasta el fin del mundo. De esta manera,
La doctrina de la monarquía divina debía fracasar frente al dogma trinitario y la interpretación de la pax augusta frente a la escatología cristiana. [...] Así como la paz, que el cristiano busca, no está garantizada por ningún emperador, pero es solo un regalo de él que es más alto que cualquier otra razón. (Peterson “Il monoteísmo” 70-71)
Si la primera tesis es cuestionable, la validez relativa de la segunda —relativa porque, para Agustín, Dios puede usarse para implementar la pax terrena, siempre mutando, incluso unos poderes del mundo— se encuentra en la exigencia al modelo agustiniano. Schmitt (“Politische” 18) lo entiende muy bien: “Para el problema de la teología política, es crucial que Peterson se adhiera firmemente a la doctrina agustiniana de los dos reinos, de las dos diferentes ‘ciudades’ (de Dios y del mundo).
Esto es decisivo en el sentido de que en “Peterson se exige de su liquidación de la teología política a la doctrina de San Agustín” (“Politische” 21). Lo puede hacer porque, más allá de las referencias a la Trinidad, es la escatología el verdadero pivote de su argumento. Por esta razón,
Después de los teólogos griegos del concepto de Trinidad al final del tratado, hace aparecer rápidamente el gran padre latino de la Iglesia, Agustín como el teólogo del concepto escatológico de la paz, al que él ha dedicado su tratado, y que invocó en la forma de una oración. De esta manera, el tratado encuentra una conclusión edificante, no importa cuánto apresurada, que hace desaparecer y oculta la verdadera problemática —la mezcla de espiritual y de temporal, más allá y más acá, teología y política que solo puede distinguirse mediante precisas institucionalizaciones, ya que no como ario sospechoso de su imprecisa dogmática-trinitaria, sino como falso escatólogo por su excesiva evaluación del Imperio romano en la historia de la salvación, Eusebio se convierte en el prototipo de una teología política imposible. (“Politische” 60)20
Schmitt capta aquí la verdadera alma —liquidada como “edificante”— detrás del argumento petersoniano.21 Peterson puede oponerse a la sacralización de los órdenes políticos porque la tensión escatológica, presente en la civitas Dei agustiniana, lo preserva de toda idolatría del poder. En el contexto alemán de 1935, la referencia a Agustín se convierte en una referencia “liberal”, una defensa de la libertad religiosa y civil frente al poder del totalitarismo político. Esto, a pesar de los límites del argumento de Peterson, límites que también afectan la misma recepción agustiniana.22 Más allá de estos, es un hecho que la lectura de Peterson, con el coraje de su provocación, contribuye a “liberar” a Agustín de sus posibles declinaciones teocráticas, haciéndolo accesible hacia una perspectiva que valoriza plenamente el sistema teórico del De civitate Dei, sistema en el cual no entra la figura del “imperio cristiano”. Como observa Lettieri, en un ensayo que gira en gran parte en torno a Peterson:
Aunque Agustín considere originalmente la conversión del saeculum al cristianismo como un providencial logro alegórico del milenio apocalíptico, solo lo contextualiza en el contexto eclesiástico, y nada en absoluto de lo político-imperial. No se da en absoluto, para Agustín, una res publica o un imperium christianum del tipo de Eusebio o de Orosio, como afirma Peterson y como el mismo Schmitt conoce muy bien y reconoce abiertamente, siendo forzado, en el Nomos de la tierra, a excluir a Agustín —dada la máxima importancia— desde la traditio de la ideología sagrada patrística-medieval de la respublica christiana. Para Agustín, al subyugar a los demonios al poder triunfante de Cristo, el imperio, el Estado se convierte ahora en una realidad secular y neutralizada. (Lettieri “Riflessioni sulla” 236)
Esto no lo contradice el hecho de que la alabanza de Constantino y de Teodosio, así como está presente en el De civitate Dei, parece ser el preludio de una concepción para la cual “la civitas terrena liberada de los demonios, convertida al culto del verdadero Dios, parece volverse realmente el imperio cristiano medieval” (Lettieri “Riflessioni sulla” 237). En realidad, para Agustín,
Es más exacto hablar de emperadores cristianos (particulares fieles virtuosos), más que de imperio cristiano. El reconocimiento de la irreductibilidad de lo sagrado a cualquier estructura político-estatal continua clarísimo. Si hay una realidad radicalmente secular y para nada teológica-política, esa es paradójicamente [...] precisamente el imperio romano cristianizado, dirigido a mantener el orden mundano, es decir, de un bien del todo secular y transitorio. (Lettieri “Riflessioni sulla” 238)23
Este beneficium —“magnum” lo define Agustín— es la paz. La paz terrenal es el bien más grande que, dentro de su alcance, puede garantizar el Estado; de ella también se beneficia la civitas Dei peregrina. Es un bien derramado en todos, buenos y malos, que debe perseguir tanto el imperio pagano como el que está impregnado por el cristianismo.
Ratzinger: la crítica (agustiniana) a la teología política
La lectura de Lettieri, sensible a la lección de Peterson, se encuentra aquí con la de Ratzinger al afrontar a Agustín. Una lectura que demuestra cómo, después de Peterson, el interés por Agustín se centra precisamente en el sentido escatológico de la ciudad de Dios, junto con una concepción no teocrática de la ciudad terrenal.24 No contradice lo dicho el hecho de que Ratzinger, en su primera obra dedicada a Agustín, Volk und Haus Gottes en Augustins Lehre von der Kirche, de 1954, no cite, de hecho, a Peterson.25 Sin embargo, en las pocas páginas dedicadas a la relación entre la Iglesia y el Estado se da una evidente coincidencia con la perspectiva petersoniana.
Del todo en antítesis con el punto de partida de Optato —escribe Ratzinger—, Agustín prácticamente ha tomado como base la situación de la Iglesia de las catacumbas cuando diseñó su determinación de la relación entre Iglesia y Estado. La Iglesia aún no parece ser un elemento activo en esta relación, la idea de una cristianización del Estado y del mundo no pertenece de manera decisiva a los puntos programáticos de San Agustín (Ratzinger “Popolo” 313).
Ante la lectura de von Harnack, por la cual la pax terrena, en Agustín, solo puede surgir de la justicia en posesión de la Iglesia, Ratzinger argumenta que “de subordinación del Estado a la Iglesia no se puede hablar en ningún momento de Agustín” (Ratzinger “Popolo” 314). El texto aclara:
Agustín no ajustó ningún pacto íntimo con el estado, sino que se opuso a él asumiendo esa conducta que era herencia cristiana de los orígenes: para soportarlo pacientemente tal como es, no intentar cambiarlo, ya que está fuera de las posibilidades cristianas. (Ratzinger “Popolo” 314)26
Si en la obra de 1954 Ratzinger no cita a Peterson, su nombre, por el contrario, está bien presente en Il nuovo popolo di Dio de 1969 (233 y 275), y sobre todo en L’unità delle nazioni. Una visione dei Padri della Chiesa, de 1971. Aquí el trabajo de Peterson no se limita a Der Monotheismus, se muestra, en cambio, en varias ocasiones y en contextos esenciales. El texto, que gira en torno “a dos grandes figuras, Orígenes y Agustín” (Ratzinger “L’unità” 15), se mueve por el interés en la “teología política”, la cual, en el contexto de las décadas de los sesenta y de los setenta del siglo XX, tuvo como punto de referencia el trabajo de Johann Baptist Metz Zur Theologie der Welt, publicado en 1968.27 Esta, aunque Ratzinger no lo establece de forma explícita, encuentra una analogía con la posición de Orígenes, para la cual “el elemento cristiano aquí está totalmente concebido en función de la radicalidad del factor escatológico, que revoluciona el mundo y ni siquiera es castigado para disfrazar o desmentir este carácter revolucionario” (“L’unità” 65). Para esto, el cristiano se niega a los cargos políticos, al servicio militar, también a ciertas condiciones, puede conspirar contra el tirano y desviarlo de sus leyes. Por tanto, a pesar de ser un cristiano eclesiástico, “Orígenes, sin duda en la radicalidad de su ethos revolucionario se empujó hasta llegar al estrecho contacto con los límites de la concepción gnóstica, con su negación por principio de los regímenes naturales” (Ratzinger “L’unità” 65-66). La posición agustiniana es diferente. Desacraliza los regímenes políticos, pero sin destituirlos de su propio significado: la custodia del orden del mundo. De acuerdo con Ratzinger, para Agustín,
Todos los Estados de esta tierra son “estados terrenales”, incluso cuando están regidos por emperadores cristianos y habitados más o menos completamente por ciudadanos cristianos. Han estado en esta tierra y, por lo tanto, “terrenales”, y no pueden convertirse en otra cosa. Como tales, son formas de orden necesarias en esta época del mundo y es correcto preocuparse por su bien; el mismo Agustín ha amado al Estado romano como su patria y se ha preocupado amorosamente por su continuo perdurar. (“L’unità” 102-103)
Sin embargo, este amor no llega, como en Eusebio, a la identificación entre cristianismo e Imperio romano. Por su parte, “duda del universalismo cristiano con el romano, reduciendo así el primero al nivel político y eliminando así su verdadera y propia grandeza” (“L’unità” 110). Asi mismo, Ratzinger menciona Der Monotheismus, e integra a Peterson con Endre von Ivanka, quien “se refiere en particular a los componentes del Antiguo Testamento de la idea bizantina de imperio, que no podría entenderse simplemente como una continuación cristiana de la concepción del imperio divino de los paganos” (“L’unità” 111)28. Al contrario de Eusebio,
En Agustín se mantiene el elemento de novedad cristiana: su doctrina de las dos civitates no apunta ni a una “eclesialización” (Verchirchlichung) del Estado ni a una “estatización” (Verstaatlichung) de la Iglesia, sino en medio de los regímenes de este mundo, que permanecen y deben seguir siendo regímenes mundanos, aspira a presentar la nueva fuerza de la fe en la unidad de los hombres en el cuerpo de Cristo, como elemento de transformación cuya forma completa será creada por Dios mismo, una vez que esta historia haya llegado a su fin. (“L’unità” 111)
Esto lleva a concluir que,
Agustín no intentó elaborar algo para ser entendido como la constitución de un mundo que se hizo cristiano. Su civitas Dei no es una comunidad puramente ideal de todos los hombres que creen en Dios, pero ni siquiera tiene la más mínima comunión con una teocracia terrenal, con un mundo constituido cristianamente, sino más bien es una entidad sacramental-escatológica que vive en este mundo como un signo del mundo futuro. (“L’unità” 113)
Esta distinción permite a Agustín escapar de la doble limitación que surge de las “teologías políticas” de Orígenes y de Eusebio. Para él, el Estado —incluso en toda la real y aparente cristianización— permaneció “Estado terrenal”, y la Iglesia una comunidad de extranjeros que acepta y usa las realidades terrenales, pero que no está en la propia casa (“L’unità” 114).
La escatología agustiniana permanece revolucionaria y legal en un tiempo. De esta manera, mientras en Orígenes no se ve bien cómo este mundo puede continuar, aunque se percibe solo el mandato de intentar la salida escatológica, Agustín toma en cuenta una permanencia de la situación actual, la cual considera tan adecuada para esta época del mundo como para desear una renovación del Imperio romano. Sin embargo, permanece fiel al pensamiento escatológico, ya que considera todo este mundo una entidad provisional y, por tanto, no busca conferirle una constitución cristiana; por el contrario, deja que eso sea un mundo que debe esforzarse por lograr su propio relativo orden. En tal medida, incluso su cristianismo, llevado a cabo legalmente, permanece en un sentido último “revolucionario”, ya que no puede considerarse idéntico a algún Estado; es, por el contrario, una fuerza que relativiza todas las realidades inmanentes en el mundo (“L’unità” 114-115).
Ratzinger disocia de este modo el modelo del De civitate Dei del agustinismo político medieval.29 El Dios que guía el destino de la Roma pagana es el mismo que guía, según diseños que no coinciden con la lógica del “Dios de los ejércitos”, la Roma de los emperadores cristianos. La “tesis directiva de la teología política de Agustín Ipse (= Deus) dat regna terrena” (“L’unità” 90). Por tanto, está en abierto contraste con la “teocracia política” (110) de Eusebio de Cesarea. Es la única vez que Ratzinger usa en el ensayo de 1971, refiriéndose a Agustín, el término de “teología política”. Luego de esto se abandonará definitivamente. En el ensayo de 1984, Christliche Orietierung in der pluralischen Demokratie? afirma:
El cristianismo, en contraste con sus deformaciones, no ha establecido el mesianismo en la política. Sin embargo, siempre se ha comprometido desde el inicio a dejar lo político en el ámbito de la racionalidad y de la ética. Enseñó la aceptación de lo imperfecto y lo hizo posible. En otras palabras, el Nuevo Testamento conoce un ethos político, pero ninguna teología política. [Cursivas añadidas] (Ratzinger “Chiesa” 201)
La afirmación muestra la profunda consonancia de la posición de Ratzinger con la de Peterson. El cristianismo se opone a la identificación entre “reino de Dios” y agenda política. En suma, esto reafirma que,
La política no es la esfera de la teología, sino del ethos, que en última instancia solo puede fundarse teológicamente. De esta manera, el Nuevo Testamento permanece fiel a su negación de la justicia que proviene de las obras, ya que la teología política en el sentido estricto de la palabra afirma que la conducida justicia del mundo debe ser producida por nuestro trabajo, que la justicia nace como trabajo y solo así es factible y está hecha. Donde, por el contrario, el Estado se basa en el ethos, el hombre está completamente capturado por el deber, pero lo que Dios es, permanece de Dios. La derivación de la justicia estatal del ethos y no de las estructuras, significa la aceptación de la imperfección del hombre. Esa es humanamente realista, es decir, razonable y teológicamente verdadera. La negación de las obras no está dirigida contra la moral, sino que solo la perseverancia en la moral permanece fiel a este punto fundamental del Nuevo Testamento. El coraje de la racionalidad, que es coraje de la imperfección, necesita la promesa cristiana para poder mantenerse en su lugar. Esta promesa protege desde el mito, protege desde el entusiasmo y desde sus promesas ilusoriamente racionales. (Ratzinger “Chiesa” 202)30
Notas
1 Sobre el agustinismo político de la Edad Media las referencias clásicas son Arquillière (L’Augustinisme) politique. Essai sur la formation des theories politiques au moyen âge. Vrin, 1956; Arquillière, “Réflexions sur l’essence de l’augustinisme politique, eb Augustinus Magister”. Etudes augustiniennes. 1954, pp. 991-1002; de Lubac, “Augustisme politique?”. Theologies d’occasion. París: Desclée de Brouwer, 1984, pp.255- 308; y Mariani, Chiesa e Stato nei teologi agostiniani del secolo XIV. Roma: Edizioni Storia e Letteratura, 1957. Con respecto a la influencia de Dionisio, véase Ancona, Reductio ad unum. Il modello gerarchico di ordinamento e le sue rappresentazioni medievali. CUSL Nuova Vita, 1999.
2 Compárese con de Agustín de Hipona (“La città” 513; X, 32,4) y (“La città” 516; XI, 1).
3 El apóstol es Pablo (Tm.1, 2-2).
4 Subraya este aspecto el estudio de Giuseppe Fidelibus Ragione, religione, città. Una rilettura filosofica del libro viii del “De civitate Dei” di Sant’Agostin.
5 En una nota Gilson agrega: “Aquí no se trata de la doctrina de Agustín, ni de lo que debía convertirse en la Edad Media. A lo que se puede revelar: la doctrina que confunde la ciudad de Dios con un Imperio teocrático aunque sea una auténtica contradicción, era inevitable no solo que las circunstancias políticas y sociales hubiesen favorecido el nacimiento; Agustín mismo se había comprometido en esta dirección: a) admitiendo la legitimidad del recurrir al brazo secular contra los herejes; b) imponiendo al Estado como su deber de subordinarse a los propósitos de la Iglesia, que son esos mismos los propósitos de la ciudad de Dios; subordinación cuyas modalidades y cuyos límites no pueden ser determinados a priori”.
6 Santo Tomás niega de manera resuelta la coacción a la fe para los infieles. La postula, sin embargo, para los herejes (Summa theol., II-II q. 10, art. 8, q. 11, art. 3). Los textos sobre los cuales se basa Tomás para justificar tal coacción son los agustinianos contra los donatistas.
7 La carta, del 417, encontrará una indirecta confirmación en la constitución del 8 de junio del 423, de Teodosio II, en la cual la pena contra los herejes es la proscripción, de manera que “si no pueden ser recuperados por la razón, que lo sean por el miedo” (como se cita en Gaudemet 34).
8 La óptica pedagógica modelada sobre la severidad antigua encuentra justificación, como Agustín no se cansa de repetir, en los éxitos de muchos que regresaron a la fe católica. Compárese la carta 93 (Agustín de Hipona “Le lettere vol. I” 831-833); y la carta185 (“Le lettere vol. III” 51): “Desde cuando esas leyes llegaron a África, quienes esperaban la ocasión, o fueron retenidos por el temor a las represalias de aquellos aturdidos, inmediatamente entraron en la comunión de la Iglesia católica”.
9 Sobre la coacción de Pablo, compárese también con la carta 93: “Pablo fue incitado a conocer y abrazar la verdad mediante un acto de fortaleza realizado por Cristo, que lo obligó” (Agustín de Hipona “Le lettere vol. I” 813). Siempre en la misma carta dirigida al obispo Vincenzo, jefe de los rogatistas, Agustín afirma: “Y tú piensas que no deben ser usados los medios coercitivos con las personas, para que se liberen de la calamidad del error, mientras que, a partir de los ejemplos incontestables referidos anteriormente, ves actuar de esta manera a Dios, de quien nadie nos ama más ventajosamente para nosotros. Nadie viene a mí a menos que el Padre lo atraiga. Ahora esta atracción está en el corazón de todos aquellos que se convierten a Él por el temor a la ira divina (divinae iracundiae timore convertunt)” (813).
10 En el original se lee: Si enim terrerentur, et non docerentur, improba quasi dominatio videretur.
11 La actitud diferente está teológicamente justificada con una resistente exégesis de Daniel (3, 1-21; 91-96): “Por otro lado, sin embargo, si los hechos informados por los Libros proféticos eran figuras de lo que habría sucedido en el futuro, en el monarca llamado Nabucodonosor, también eran descritos dos periodos de la historia: el periodo transcurrido por la Iglesia bajo los apóstoles y el representado en el periodo en el que el rey antes mencionado, forzó a los buenos y a los justos a adorar su estatua y arrojar al fuego a quienes la rechazaban. Ahora, por el contrario, lo que sucedió en el periodo siguiente, prefigurado en el mismo rey, cuando él, se convirtió al culto del verdadero Dios, decretó que si alguien en su reino blasfemaba contra el dios de Sidrac, Midrac y Abdenago, sería castigado con sanciones merecidas. El primer periodo de ese rey, por lo tanto, indica la primera actitud de los reyes paganos, en la que los cristianos fueron perseguidos en lugar de los infieles; el siguiente periodo de ese rey, contrariamente, prefiguró los tiempos de los reyes posteriores, ya fieles, en los que, en lugar de cristianos, los infieles son perseguidos (quos patiuntur impii pro Christianis)” (“Le lettere vol. I” 819; 93).
12 En la carta 93, Agustín observa: “Hacia los cristianos que se equivocan porque fueron seducidos por los herejes, se usa una severidad moderada y de preferencia la mansedumbre [...] mediante las penas del exilio y las multas”. Diferente es la legislación emitida por los emperadores contra los sacrificios de los paganos: “Sin duda se estableció un castigo mucho más severo a este respecto, ya que esta impiedad se castiga con la pena de muerte” (“Le lettere vol. I” 819; 93).
13 O contradice esta posición la conclusión de Pirola (35): “Si dejamos de lado la cuestión de si Agustín es o no el padre del agustinismo político medieval y nos preguntamos cuál es el pensamiento de Agustín, si apoya el dualismo, la teocracia o la representación, podemos aceptar la tesis común a todos y explícita de Gilson que el pensamiento de Agustín en materia, es ambiguo y dividido, como existía entre una autonomía del político por el hecho religioso y la no irreconciliabilidad de esa tesis con el uso posible e incluso obligatorio de las situaciones del procedimiento de la Iglesia al poder coactivo del soberano cristiano. Los intentos de varios intérpretes en descartar completamente la teocracia para salvar la autonomía de la institución política son muchos y diferentes; así que demuestran que el problema está y que no tiene una solución unívoca”.
14 Véase al respecto Antonio Crocco (141-161); y Massimo Borghesi (49-71).
15 Sobre la figura de Erik Peterson véase Barbara Nichtweiß, Erich Peterson. Neue Sicht auf Leben und Werk, Herder, 1992. Sobre la obra petersoniana, véase: Franco Bolgiani. “Dalla teologia liberale alla escatologia apocalittica: il pensiero e l’opera di Erik Peterson”. Rivista di Storia e letteratura religiosa, 1, 1965, pp. 1-58; Alfred Schindler, editor. Monotheismus als politische Problem? Erik Peterson und die Kritik der politischen Theologie. Gütersloh, 1978; Giuseppe Ruggieri. Resistenza e dogma. Il rifiuto di qualsiasi teologia politica in Erik Peterson. Editoriale Alla; Erik Peterson. Il monoteismo come problema politico, Queriniana, 1983, pp. 5-26; Barbara Nichtweiß. “Apokalyptische Verfassungslehren. Carl Schmitt im Horizont der Theologie Erik Petersons”. Die eigentlich katholische Verschärfung ...Konfession, Theologie und Politik im Werk Carl Schmitts, editado por B. Wacker, W. Fink, 1994, pp. 37-65; Hans Maier. “Erik Peterson und das Problem der politischen Theologie”. Nachdenken über das Christentum. Reden und Aufsätze, Wewel, 1992, pp. 189-204; Lorenzo Cappelletti. “Teologo senza patria”. 30 Giorni, 7/8, 1995, pp. 62-67; Marco Rizzi. “Erik Peterson e la teologia politica: attualità e verità di una legenda”. Rivista di Storia e Letteratura Religiosa, 32, 1996, pp. 95-122; Barbara Nichtweiß, editor. Vom Ende der Zeit. Geschichtstheologie bei Erik Peterson. Lit Verlag, 2001; Franco Bolgiani. Erik Peterson e il giudeocristianesimo. Verus Israel, Giovanni Filoramo y Claudia Gianotta, editores, 2001, pp. 339-374; Riccardo Panattoni. Appartenenza ed eschaton. La Lettera ai Romani di San Paolo e la questione ‘teologico-politica<, 2001, pp. 19-69; Giancarlo Caronello. “Perché un concetto così ambiguo ?”. La critica al monoteismo nel primo Peterson (1916-1930). Il Dio mortale. Teologie politiche tra antico e contemporaneo, editafo por Paolo Bettiolo y Giovanni Filoramo, Morcelliana, 2002, pp. 349-396; Marco Rizzi. “Nel frattempo...”: osservazioni su genesi e vicenda del “Monotheismus als politischer Problem” di Erik Peterson. Il Dio mortale, pp. 397-423; AA. VV., Giancarlo Caronello, editor. Erik Peterson. La presenza teologica di un outsider. Libreria Editrice Vaticana, 2012. De este último volumen, que recoge los actos del congreso celebrado en Roma (“Augustinianum”, 25-26 de octubre del 2010), y marca un nuevo interés en la figura de Peterson en Italia, señalamos las contribuciones pertenecientes a nuestra investigación: Michele Nicoletti. Erik Peterson e Carl Schmitt. Ripensare un dibattito (pp. 517- 537); L. L. Field. Erik Peterson e Gerhart B. Ladner-“teologia politica” e “riforma” (pp. 538-550); Philippe Chenaux. Erik Peterson e Jacques Maritain-un’amicizia discorde (pp. 551-561); Carl Schmidt, Il ritorno del Katechon. Giorgio Agamben contro Erik Peterson (pp. 562-582). Una bibliografía de y sobre Peterson, elaborada por Barbara Nichtweiß, puede consultarse en el sitio web https://www.bistummainz.de/sonderseiten/epeter/Bibliographie/index.html. Con respecto al archivo de Peterson, el cual se conserva en la Università di Torino, véase Adele Monaci Castagno, editor. L’Archivio “Erik Peterson” all’Università di Torino. Saggi critici e inventario. Edizioni dell’Orso, 2010.
16 Sobre la teología política de Eusebio, véase L’impero e l’imperatore cristiano in Eusebio di Cesarea. La prima teologia politica del cristianesimo de Raffaele Farina.
17 “Se entiende, por lo tanto, como si fuera un urgente interés político, obligar en un primer momento a los emperadores por parte de los arios, y por otro lado, los arios deben convertirse en los teólogos de la corte bizantina. La doctrina ortodoxa de la Trinidad amenazaba seriamente a la teología política del Imperio Romano” (Peterson “Il monoteismo” 70).
18 Sobre la concepción de la “teología política” de Carl Schmitt, entre numerosos estudios cabe mencionar los de Michele Nicoletti. Trascendenza e potere. La teologia politica di Carl Schmitt.
19 Las mismas notas en la mayoría de los ensayos contenidos en el volumen de Alfred Schindler. Monotheismus als politischer Problem?
20 En este sentido, Schmitt compara los dos ensayos de Peterson que constituyen Der Monotheismus, y aborda con agudeza cómo, “esencialmente y decisivamente en 1935 una vez más se agrega una confrontación del obispo Eusebio de Cesarea con San Agustín como pasaje a la tesis final con una anotación final. Con su concepto cristiano de ‘paz’, Agustín debe haber proporcionado lo que los padres griegos de la Iglesia, en particular Gregorio de Nacianzo, que habían provisto con su concepto de Dios y la doctrina de la Trinidad: la liberación de la fe cristiana ‘de la concatenación con el Imperium Romanum’” (“Politische” 37-38).
21 La atrapa en el mismo momento en que la malinterpreta: “Peterson llama ‘discutible’ una dicha paz y se opone a la paz de Augusto, la paz verdaderamente cristiana de Agustín, que solo traerá a Cristo de regreso al fin de los tiempos. Ni César ni Augusto< ni Constantino el Grande pudieron poner fin a las guerras y a las guerras civiles. ¿La paz de Agustín de la Civitas Dei fue capaz de hacer eso? El milenio de los papas y emperadores cristianos y de una teología de la paz agustiniana reconocida por ambos fue también un milenio de guerras civiles” (Politische” Schmitt 73-74). Así, como observa Lettieri (248; nota 72), es desconocido el hecho de que “propiamente la traducibilidad de la paz cristiana en el orden histórico-político es lo que Peterson denuncia como del todo engañoso” (Lettieri “Riflessioni sulla” 248; nota 72).
22 Lettieri señala: “Incluso desde el punto de vista de la definición de la auténtica escatología, las esenciales referencias petersonianas a Agustín parecen no ser del todo suficientes, y aquí está el límite más profundo del agustinismo de Peterson: una vez más, el problema es que, en términos agustinianos, la auténtica escatología es la gracia” (“Riflessioni sulla” 254). Es a partir de la “gracia”, y no simplemente de la forma trinitaria del dogma, que la civitas Dei parece ser irreductible a la civitas terrenal.
23 En Il senso della storia in Agostino d’Ippona, Lettieri consideraba “legítimo hablar de un imperio cristiano” en Agustín, “al tiempo que reiteraba la imposibilidad de hablar, en términos de Eusebio, de un imperio cristiano que coincidiría con la misma civitas Dei” (199). Aquí se invoca el texto de Peterson en contra de la “concepción sacralizante del estado posconstantiniano” (204).
24 Para esto, “la civitas peregrina es llamada a permanecer fiel a su vocación profética y libre de tentaciones teocráticas, mientras que la civitas terrena es llamada a construir un orden temporal que no se establezca como valor absoluto y no busque ambiguas legitimaciones ideológicas para su propia libido dominante” (Alici “Fede” 46).
25 De hecho, Ratzinger ya conocía el trabajo de Peterson: “Descubrí por primera vez la figura de Erik Peterson en 1951. En ese entonces era capellán en Bogenhausen (un suburbio de Múnich) y el director de la editorial local Kösel, el señor Wild, me dio el volumen, recién publicado, Theologische Traktate. Lo leí con creciente curiosidad y realmente disfruté este libro porque allí estaba la teología que estaba buscando: una teología que utiliza toda la realidad de la investigación histórica para comprender y estudiar los textos, analizándolos con toda la seriedad de la investigación histórica, y que no los deja en el pasado, sino que, en su investigación, participa en la autosuperación de la carta, entra en esta autosuperación y se deja conducir por ella, y así entra en contacto con Aquel de quien la teología misma proviene: con el Dios viviente. Y así, la interrupción entre el pasado que la filología analiza, y hoy se supera por sí mismo, porque la palabra conduce al encuentro con la realidad. Y la actualidad entera de lo que está escrito, que trasciende hacia la realidad, se vuelve viva y funcional. Así que aprendí de él, de manera más profunda y esencial lo que es realmente la teología e incluso sentí admiración, porque aquí no se dice solo lo que se piensa, pues este libro es la expresión de un camino que fue la pasión de su vida” (Benedicto XVI 18-19).
26 “Se puede decir que frente al gran poder del paganismo en la época de Agustín, esta conducta de desapego era la correcta, y quizás uno incluso podría preguntarse si a veces no sería mejor que los intentos de cristianización, los cuales les falta el terreno de los hechos (Ratzinger 314).
27 En la premisa de su trabajo de 1973, Ratzinger aclara el contexto en el que se basa su reflexión sobre Orígenes y Agustín: “Mientras tanto, la cuestión, especialmente para la discusión, siempre en constante expansión sobre la “teología política”, ha adquirido todavía mayor importancia» (Ratzinger “L’unità” 15).
28 Véase al respecto Endre von Ivanka, Rhomäerreich und Gottesvolk. K. Alber, 1968.
29 “Por lo tanto, evidentemente es un error declarar a Agustín el padre de la concepción teocrática de la Iglesia, propia de la Edad Media, basándose en el compelle intrare de la controversia antidonatista, incluso si el llamado agustinismo medieval le atrajo por tal concepción. La ayuda imperial, aceptada con vacilación por Agustín contra los partidistas donatistas, los circumcelliones, y en última instancia contra el movimiento donatista en general, no ha eliminado aquí su actitud de principio frente a la civitas terrena, ni al considerar el complejo de la situación, realmente lo ha contradicho” (“L’unità” 115; nota 3).
30 Sobre la relación entre teología-ética-política en Ratzinger, véase Giacomo Coccolini. Alla ricerca dell’ethos politico. La relazione tra teologia e politica in Joseph Ratzinger.
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