Capítulo de Investigación
3
El amor ascendente como acceso a la verdadera paz”
Ascending love as an access to true peace”
https://doi.org/10.28970/9789585498228.3
Introducción
Dado que el amor es el centro de todo el pensamiento de Agustín de Hipona, en esta investigación se propone su abordaje sistemático, de manera que permita dilucidar la paz verdadera (no la mundana pax romana) como uno de sus frutos más elevados. Para esto, en primer lugar se busca reflejar la centralidad del amor en toda la filosofía de Agustín, a fin de luego presentar un recorrido ascendente en el progresivo perfeccionamiento del hombre por medio de él, el cual vincula y ordena los distintos objetos amables: Dios, el prójimo y el mundo. Así, como principal objetivo de esta investigación se plantea encontrar en el amor un hilo conductor de todo el vasto sistema de pensamiento agustiniano, entendiéndolo como aquello que se constituye en el núcleo de todos los temas y las áreas de su filosofía, en busca también de contribuir con este estudio a la manifestación de la centralidad del amor y su importancia para interpretar de forma correcta cualquier pensamiento de Agustín.
La clave de interpretación de este ascenso por el amor hacia sus frutos más altos, entre los cuales se ubica la mencionada paz, es sin duda la doctrina ética del ordo amoris, la cual ocupará una parte importante de nuestra investigación y será aludida en su debido momento. Por tanto, y en esta línea, como segundo momento se intentará dejar en evidencia la importancia del concepto de orden, no solo para el amor, sino también en la consecución de los bienes más altos para el hombre. En tercer lugar, se lleva a cabo una conceptualización de la paz e intentaremos presentarla como fruto del amor ascendente. Por último, conformará el cuarto momento de nuestra investigación la exposición de la relación entre el amor ordenado y la paz como un resultado derivado de este.
Con relación al enfoque de este estudio, cabe decir que se aborda, fundamentalmente, desde una perspectiva filosófica, con alguna breve y explícita mención a la teología. Como limitaciones de este trabajo se reconocen, por un lado, la profundidad y la complejidad de la conceptualización del amor, dado que en la obra del hiponense se encuentran muchas formas de aludir a él, según las perspectivas, los contextos y los ámbitos; por otro, en razón a que la consecución de la paz verdadera no es posible en sentido pleno en esta vida, sino que se reserva para la vida futura y la visión de Dios, es también limitado lo que la filosofía puede decir al respecto, de manera que se llega a un punto en el que necesariamente la reflexión se vuelve teológica y, por tanto, escapa a nuestro estudio por ser netamente filosófico.
Por último, en lo que se refiere a la bibliografía, se trabajan como texto fuente las obras completas de Agustín de Hipona publicadas en formato bilingüe por la Biblioteca de Autores Cristianos. Asi mismo, las citas de la obra de Agustín se complementan con los aportes de estudiosos de su pensamiento como, por ejemplo, Pío de Luís, Hannah Arendt, Domingo Natal Álvarez, Salvador Cuesta, Silvia Magnavacca, Allan D. Fitzgerald, Ramiro Flórez, Donald X. Burt, Victorino Capánaga, Juan Pegueroles y otros.
La centralidad del amor en Agustín de Hipona
La aguda y poderosa intuición de Agustín de Hipona ha captado numerosas verdades y ha iluminado de manera magistral a centenares de generaciones pensantes en la búsqueda del sentido último de las cuestiones más profundas, la cuales interpelan de forma ininterrumpida en la historia a todo hombre que pregunta. Dios, el hombre y el mundo pueden —quizá injustamente— resumir los grandes enigmas del pensamiento humano en todas sus formas a lo largo de los siglos. Tal vez la intuición más sublime y genial del obispo de Hipona sea la convicción de que existe un trasfondo común a estos tres objetos de estudio, los cuales no solo se explican por medio de él, sino que también en él se fundamentan: el amor. De hecho, no es errado afirmar que cualquier sección del gigantesco pensamiento agustiniano tiene su explicación última en el amor.
Si bien esta es una interpretación del concepto de amor en Agustín altamente consensuada, podríamos citar dos ejemplos bien concretos entre sus estudiosos. Señala Salvador Cuesta (“El equilibrio” 229): “Para Agustín el amor es todo. Perder o ganar el amor es perderlo o ganarlo todo... Para Agustín, lo que hace igual a Dios es el amor santo: la caridad”. Por su parte, Domingo Natal Álvarez se muestra en conformidad al reconocer:
La mirada de Agustín es siempre la mirada de amor. Así que, el amor es todo en la vida, y la mayor desgracia de esta vida es la falta amor, y lo peor de la otra vida es la privación eterna del amor. (531)
Sin extendernos demasiado en este punto, es posible realizar un rápido recorrido por los grandes campos de la filosofía agustiniana a fin de constatar que son plenamente comprendidos a partir del amor. Así, al comenzar con el ámbito metafísico, no cabe duda de que para el hiponense, como buen cristiano creacionista,1 la razón última del ser creado no puede ser otra que el amor. Desde su infinita bondad y libertad, en la cosmovisión de Agustín Dios crea porque quiere, de modo tal que el constante sostén sobre el cual la totalidad de los seres creados se mantienen en el ser es el amor divino. En palabras de Agustín de Hipona:
Es evidente, pues, que ni por un solo día dejó Dios de gobernar las obras que hizo, para que no perdiesen en un solo instante sus movimiento naturales, por los cuales obran y crecen conforme a la naturaleza que tienen, y permanecen cada una en su género en aquello que son, pues si se retirase de ellas aquel movimiento de la sabiduría de Dios por el que ordena todas las cosas con suavidad dejarían en absoluto de ser. (Gen. litt., IV, 13, 24)2
Por otra parte, acerca del acto libre, bueno y amoroso de la creación por parte de Dios, con mucho tino expresa Vericat Núñez (24):
Dios creó el mundo porque quiso. Nada le obligaba a ello. No lo hizo ni por necesidad, ni por felicidad, sino simplemente, dice Agustín, porque pudiendo existir, era bueno que una cosa buena existiera. Estrictamente no necesita de nada ni de nadie, pero por ello mismo haciendo el mundo manifiesta su independencia respecto a él (cf. Conf. XIII, 2, 2; XII, 4, 5; De civ. Dei XI, 21; De Genesi ad litt. IV, 15, 26; IV, 16, 27).
Apoyado en numerosos textos del propio obispo de Hipona, es evidente para Vericat Núñez que la razón de ser de las creaturas es un acto de amor. Pero aún hay más, pues las creaturas no solo manifiestan el amor que las constituye en el mero hecho de ser, sino también en su ordenación jerárquica. Para nuestro autor, como veremos en detalle más adelante, el ordo es un concepto muy cercano al bonum y, por esto, al amor. Así, “para Agustín, lo mismo que para el neoplatonismo, hay una jerarquía y un orden de los seres, hay un «ordo rerum». El principio originario causativo, de este «ordo» es el amor” (Flórez 142-143).
Naturalmente, el hecho de que la creación se explique por medio del amor tiene como razón fundamental el reconocimiento de Dios mismo, el Creador, como amor. El tinte cristiano de esta afirmación es harto evidente, bastaría con recordar la exclamación de Juan en su epístola: “Dios es amor” (Jn. 1, 4, 8). Pero resulta aún más iluminador para nuestra investigación aludir al comentario que el doctor de Hipona realiza sobre este texto de las Sagradas Escrituras, a propósito del cual expresa: “Ved ya que obrar contra el amor es obrar contra Dios. ... ¿Cómo que no pecas contra Dios, si pecas contra el amor? Dios es amor” (ep Io. 7, 5). Por tanto, la creación es fruto del amor porque Dios es amor. Esta idea, muy presente en Agustín, la comparte otro reconocido estudioso de su pensamiento, Salvador Cuesta:
El fondo [la de Agustín] es una visión del mundo y de su dinamicidad, es decir, de su existencia y de su actividad, bajo la luz de una realidad que para Agustín tiene un alcance y una amplitud universales. Esta realidad es el amor. Por eso se puede legítimamente hablar de una concepción agustiniana del mundo a través del amor. (“La concepción” 348)
Por tanto, para el hiponense es claro que Dios es amor y, gracias a esto, la creación producida de sus manos ex nihilo también se comprende plenamente por medio del prisma del amor. En lo que respecta al ser humano, al echar raíces en el legado de San Pablo (Co 1, 13) y dejarse influir profundamente por él, Agustín de Hipona también ha vislumbrado que el hombre no solo se mueve por su amor,3 sino que además —y aquí está la profundidad de su pensamiento— se define por su amor hasta lo más profundo de su ser, al punto que, como sostiene Hannah Arendt en su estudio acerca del amor en Agustín: “Uno es como sea su amor. Quien no ama ni desea en absoluto, es en rigor nadie” (36). No podemos menos que estar completamente de acuerdo con la autora alemana en este punto, pues Agustín, al momento de hablar del hombre, también expresa con toda claridad que el ser humano puede comprenderse perfectamente en clave amorosa, ya que “cada uno es lo que ama” (div qu., 83, 35).
En este punto podemos aventurarnos a decir que toda la antropología agustiniana está atravesada por el amor. Según Salvador Cuesta, por ejemplo, a partir de las luchas interiores previas a su conversión, Agustín “hizo un nuevo descubrimiento o, al menos, lo perfeccionó y determinó con más exactitud: el del valor del amor como elemento trascendental de las pasiones” (“El equilibrio” 227). Sin embargo, esto no es más que el punto de partida, pues el hombre no solo es amor, sino que también conoce de forma verdadera por medio del amor. Así, según el hiponense, “no se entra a la verdad sino por la caridad” (c. Faust., 41, 32, 18).
De hecho, la plenitud del hombre, su fin último y su razón de ser también se comprenden amorosamente. Compartimos aquí, una vez más, la opinión de Salvador cuesta, para quién hay una estrecha relación entre el deseo de felicidad y el amor en el ser humano, ambos dones otorgados por Dios para alcanzar la plenitud:
El amor y el deseo de felicidad son la fuerza motriz de nuestras obras. Ahora bien, según la doctrina del propio Agustín, ese amor y deseo de felicidad es un don del que Dios ha dotado a la naturaleza humana para que el hombre camine a su destino. (“El equilibrio” 268)
Así todo, resulta iluminador acudir en este punto a los textos del propio Agustín, en los cuales la visión beatífica, la vida plena en compañía de Dios, se describe como una relación de amor: “Será meta en nuestros deseos Él mismo, a quien veremos sin fin, amaremos sin hastío, alabaremos sin cansancio”. Más adelante se lee: “Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al fin, más sin fin” (civ., 22, 30, 1, 5).
Asi mismo, debemos señalar que Ramiro Flórez, otro comentador del pensamiento agustiniano, también considera que el amor según Agustín es el motor del hombre, es aquel peso que lo centra, lo moviliza y lo define en su actuar: “El amor es una gravitación. Por él se define el hombre como «pondus» por el que es llevado o mantenido donde quiera que es mantenido o llevado” (155). Finalmente, resulta oportuno señalar que Allan D. Fitzgerald también está de acuerdo con esta comprensión del hombre: “El amor es lo más profundo que podemos decir del ser humano. La ciencia y el conocimiento pueden ser de gran importancia, pero como tales no pueden hacer que una persona sea buena. Tan sólo el amor es capaz de hacerlo” (39).
El orden como clave del amor ascendente
Según lo dicho, en el panorama amplio del pensamiento agustiniano nos encontramos con todos los grandes ámbitos atravesados por el amor. Dios es amor, el mundo lo crea y sostiene de forma constitutiva el amor, y el hombre es, conoce y se mueve hacia su fin por el amor. La cuestión que apremia indagar ahora es la relación entre este amor trasversal y la noción de orden. Es evidente que si para Agustín la creación es jerárquica y el hombre posee un peso interior que lo conduce, no hacia cualquier lado, sino hacia su fin natural, el amor que rige y se encuentra presente en todo no es anárquico sino ordenado.
De esta relación amor-orden depende, entre tantas otras cosas, la correcta comprensión de la ética agustiniana, sintetizada en la expresión ordo amoris y empapada de frases que ameritan explicitaciones, como, por ejemplo, la famosa sentencia del Comentario a la Carta de Juan: “Ama y haz lo que quieras.” (ep. Io., 7, 8). Por tanto, el amor que plenifica y perfecciona al hombre, pues se mueve por su peso, no es anárquico sino ordenado y, de este modo, se vuelve ascendente. Esta idea la expresa muy bien Victorino Capánaga: “El hombre agustiniano no es un vulgar anárquico que en nombre del amor viola el orden y hace cuanto se le antoja, sino que sigue el orden del amor, allí donde se respeta la jerarquía de los valores” (“Introducción” 164).
Naturalmente, esta jerarquía está dada en la realidad, no en la voluntad del sujeto, por tanto podemos decir que es ontológica. Dicho de otra forma, el ordo amoris no consiste en jerarquizar la realidad según el antojo del hombre, sino en adecuarse el orden ya dado en las cosas, el cual sigue un esquema ascendente básico: el mundo inferior creado, el hombre, Dios. Dado que todo es bueno y se encuentra atravesado por el amor, la ética agustiniana del ordo amoris no se trata de amar lo bueno y no amar lo malo, sino de amar todo en su justa medida, pues todo es bueno y amable:
Para Agustín la vida cristiana se reduce a poner orden en el amor. ... El problema para el hombre no se pone tanto, aunque también, entre el amar y el no amar como entre el amar de una forma o de otra, o entre el amar más y el amar menos. (Pío de Luís 786)
Tal como señala Pio de Luis, precisamente por esto es que no basta con amar, sino que debe amarse de forma ordenada, es decir, de acuerdo con la jerarquía ontológica. Tal opinión la comparte Juan Pegueroles:
Esta ley natural impone orden al amor personal, impera amar ordenadamente. Por un lado, la ley manda amar a Dios como fin último, porque Dios es el fin natural del hombre. Por otro lado, la ley manda amar según el valor ontológico del objeto del amor: amar más lo que es más, amar menos lo que es y vale menos. ...Esta misma exigencia de orden en el amor la expresa san Agustín de otro modo, al decir que hay que usar (uti) de los medios y gozar (frui) de los fines. ...El orden está en «usar» de lo que es medio y «gozar» sólo de lo que es fin. (224)
Escapa a nuestra investigación la forma en que se articulan los amores al mundo, al prójimo y a Dios a partir de esta lógica del “uso y el gozo”, tematizada por Agustín en el primer libro del De Doctrina Christiana. Sin ahondar demasiado en esta última distinción de amores (uti et frui), lo cierto es que el amor, que encuentra corresponsal en el mundo, en el prójimo y en Dios, asciende y se perfecciona en la medida en que se ordena a los valores constitutivos de cada objeto amado. Mosto (195) también adhiere a esta comprensión jerárquica de los bienes y los amores en el pensamiento de Agustín:
La jerarquía del ser, debe reproducirse en los amores del alma. El hombre debe amar más lo que es más, lo que tiene mayor consistencia ontológica. La multiplicidad y el cambio son un escándalo metafísico a los ojos de San Agustín. El alma debe admitir la jerarquía y orientarse al Bien inmutable que le señala la sabiduría. “Non sumus Deus tuus” advierten las criaturas y nos incitan a buscar lo eterno, “quaere super nos”. (Confessiones, X, 6, 9)
Dicho de otro modo, el punto que nos interesa resaltar aquí es cómo, al cada cosa ser amada en su justa medida, todo se vuelve más armónico, ordenado e integrado. Desde aquí también Agustín comprende al virtuoso como aquella persona dotada de un amor recto: “Verdad es que también en esta vida la virtud no es otra cosa que amar aquello que se debe amar. Elegirlo es prudencia; no separarse de ello a pesar de las molestias es fortaleza; a pesar de los incentivos, es templanza; a pesar de la soberbia, es justicia” (ep., 155, IV, 13). Para el hiponense, por tanto, fuera del amor no podemos hacer nada, pero tampoco basta el amor por sí solo, sino que debe estar acompañado de un orden virtuoso: “Fuerte cosa es el amor. Él es nuestra virtud, porque si no lo tenemos, de nada nos sirve lo que tengamos fuera de él” (s., 121, 10).
Si bien en esta última referencia podría entender “virtud” en sentido de fuerza (vir) o, más agustinianamente y en clave antropológica, de peso (pondus), es evidente en la primera referencia al texto de Agustín una asociación directa de la virtud en sentido clásico, como “hábito bueno adquirido”,4 con el amor ordenado. La asociación entre “orden” y “amor”, por tanto, aquí se despliega en clave ético-moral, en cuanto camino de perfección humana. De todos modos, no caben dudas de que la referencia más contundente en lo que hace al amor como raíz de la ética agustiniana se encuentra en su comentario a la primera carta de Juan, el cual ya anticipamos y citamos ahora en toda su extensión:
En efecto, pueden realizarse muchas acciones que poseen una apariencia de bondad, pero no proceden de la raíz de la caridad; también las zarzas tienen flores. Otras acciones, por el contrario, parecen duras y crueles, pero se llevan a cabo para imponer la disciplina bajo el dictado de la caridad. Así, pues, de una vez se te da este breve precepto: Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti la raíz de la caridad; de dicha raíz no puede brotar sino el bien. (ep. Io., 7, 8)5
El matiz de la lengua latina, relegado al olvido en la traducción, que proporciona el verbo diligere es aquí vital. La caridad, amor superior, purificado, incluso divino para el hiponense, depende radicalmente del ordo y se define constitutivamente a partir de él. Sin orden no hay caridad, no hay amor superior. A continuación, en la tercera sección se presentan los frutos producidos por el amor ordenado, concentrándonos fundamentalmente en la paz como uno de los grandes resultados extrínsecos del hombre virtuoso que sabe poner orden a su amor.
La paz como fruto del amor ascendente y ordenado
Consecuentemente con lo ya dicho, un amor integrado, ordenado y armónico, además de perfeccionar al hombre virtuoso que así ama, produce una gran cantidad de frutos tanto interiores como exteriores. Al propio sujeto, interiormente, le permite enriquecerse de todos y cada uno de los bienes que ama según su justa medida, de modo que así obtiene el máximo de beneficio sin padecer las consecuencias del desorden amoroso, tanto por exceso como por defecto. Sin embargo, exteriormente —y he aquí la parte que más interesa a esta investigación— el amor ordenado produce frutos vinculares y sociales: uno de ellos es precisamente la paz. Antes de avanzar en el desarrollo de la vinculación entre la paz y el amor ordenado, es menester realizar una caracterización de la paz como tal, es decir, qué entiende Agustín por ella y en qué se diferencia de la famosa pax romana contemporánea a él.
Así, como primera aproximación al concepto debemos decir con Burt: “En su sentido más general, la paz (pax) es la ausencia de disensiones y conflictos. Como tal, la paz se realiza perfectísimamente en un mundo de absoluta unidad, en un mundo en el que hay una sola cosa y no muchas” (1009). Asimismo, si examinamos las palabras de Agustín acerca de la paz, notamos que dejan en evidencia otro aspecto de vital importancia para su comprensión: la paz es don de Dios y solo se halla en sentido pleno en Él:
La voz de Cristo, sin duda, como la voz de Dios, es paz e invita a la paz. ¡Adelante, pues!, dice; los que todavía no estáis en paz, amad la paz. ¿Qué cosa mejor podréis hallan en mí, que la paz? ¿Y qué es la paz? La ausencia total de la guerra. ¿Y qué se entiende por esto? Una vida donde no hay contradicción alguna, donde no hay resistencia, donde nada es adverso. (en. Ps., 84, 10)
Como decíamos, es evidente que esta paz anunciada aquí solo puede realizarse en la posesión de Dios en la otra vida, pues requiere para su plenitud la ausencia de toda adversidad: “Nuestro gozo, nuestra paz, nuestro descanso, el cese de todas nuestras molestias es Dios, sólo Dios” (en. Ps., 84, 10). Por otra parte, en un sentido más propiamente humano tenemos dos sentidos para la paz. En su sentido más comunitario, la paz según Agustín echa sus raíces en la concordia, la cual, naturalmente, se basa en el amor de amistad. Por otro, tomado en sí mismo, en sintonía con lo que venimos diciendo, “la paz de un hombre es perfecta únicamente cuando el amor de la persona está bien ordenado y posee todo cuanto desea” (Burt, 1009). En este sentido se pregunta Agustín:
¿Qué es gozar, sino tener la presencia de lo que amas? Nadie sin gozar del sumo bien del hombre es dichoso; y el que disfruta de él, ¿puede no serlo? Es preciso, pues, si queremos ser felices, la presencia en nosotros del sumo bien. (mor. Eccl., 1, 3, 4)
En la medida en que nuestro amor se purifica y asciende hacia las cosas superiores, más intensos son sus frutos. Por esto, tanto la plenitud individual como la social —pues Agustín no entiende al hombre pleno y feliz sino en clave comunitaria— dependen directamente de la intensidad y la calidad con la cual ordenemos los amores. La idea que está de fondo aquí se encuentra sintetizada en el célebre pasaje de la La ciudad de Dios, obra madura del obispo de Hipona, en la cual se evidencia que la comunidad perfecta se sostiene gracias a un amor a Dios absolutamente prioritario y rector de todos los demás amores:
Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor. Aquélla solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia. Aquélla se engríe en su gloria; ésta dice a su Dios: Gloria mía, Tú mantienes alta mi cabeza (Sal 3, 4) (civ., 14, 28).
Este célebre pasaje, el cual sintetiza de algún modo la relación entre orden, paz y amor que intentamos explayar aquí, será la guía de estas últimas dos secciones de nuestra investigación. Dicho esto, y de nuevo frente a la caracterización de la paz, más allá de sus clasificaciones debemos decir que es claramente un concepto central en el pensamiento de Agustín de Hipona, fundamentalmente, por ser uno de los frutos más elevados del recto amar. Si tanto en la realización personal del hombre como en la vida comunitaria la paz no solo es un bien necesario sino el más preciado de todos,6 y el camino de perfección se recorre a través del ordo amoris, la directa relación entre la paz y el amor es evidente. De hecho, “la paz depende de una voluntad buena, una voluntad que esté impulsada por un amor ordenado” (Burt 1009). Una aclaración de sustanciosa importancia en este punto es la progresiva conciencia que adquirió Agustín de cómo la voluntad solo se rectifica a este nivel con la ayuda de la gracia de Dios, de manera tal que la paz verdadera es un don de Dios.
Cabe decir también en este punto que la paz social es un resultado de la paz individual, de modo tal que primero debe haber orden interior en cada ciudadano para que se haga visible y posible la concordia del orden social. Dada la paz personal de cada ciudadano por la conquista del recto orden entre el cuerpo y el alma, a partir de allí es posible una paz más social, civil y política, pues es necesario ir de lo individual a lo universal. Dicho de otro modo, si bien la paz entre personas que viven en una comunidad política se basa en una armonía entre los gobernantes y los gobernados, también es cierto que esto solo es posible si existe una armonía individual previa:
El esfuerzo por lograr la paz ha de comenzar dentro de uno mismo. No podemos esperar atraer a otros a la paz, a menos que la poseamos nosotros internamente. ... Después de haber alcanzado una módica cantidad de paz interna, entonces la persona podrá buscar la paz con otras personas. (Burt 1010)
En esto se explaya Agustín en La ciudad de Dios:
La paz del cuerpo es el orden armonioso de sus partes. La paz del alma irracional es la ordenada quietud de sus apetencias. La paz del alma racional es el acuerdo ordenado entre pensamiento y acción. La paz entre el alma y el cuerpo es el orden de la vida y la salud en el ser viviente. La paz del hombre mortal con Dios es la obediencia bien ordenada según la fe bajo la ley eterna. La paz entre los hombres es la concordia bien ordenada. La paz doméstica es la concordia bien ordenada en el mandar y en el obedecer de los que conviven juntos. La paz de una ciudad es la concordia bien ordenada en el gobierno y en la obediencia de sus ciudadanos. La paz de la ciudad celeste es la sociedad perfectamente ordenada y perfectamente armoniosa en el gozar de Dios y en el mutuo gozo en Dios. La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden. Y el orden es la distribución de los seres iguales y diversos, asignándoles a cada uno su lugar. (civ., 19, 13, 1)
Nótese cómo la unidad y la armonía, necesarias para la paz, deben darse en todos los ámbitos, de modo que son los más comunitarios y universales dependientes de los más individuales y personales. Una vez se conquista el orden en la propia vida, el siguiente paso para alcanzar la paz fuera de sí mismo es la concordia, fuente de la verdadera paz. Dicha actitud fraterna puede y debe reproducirse para Agustín en todos los niveles vinculares: la amistad, la familia, las pequeñas comunidades y las grandes naciones. Naturalmente, si el orden universal depende de la armonía de los individuales, la paz de todo un imperio dependerá no solo de cada persona en particular, sino también de la concordia en todas y cada una de sus relaciones. Dicho de otro modo, una nación en paz requiere familias, amistades y personas en paz, consigo mismas y entre ellas.
Precisamente, en razón a esta necesidad de muchas armonías en simultáneo, producto del amor ordenado, es que la paz se vuelve un fruto tan elevado y preciado. Por otra parte, Agustín también es consciente de que la paz en toda su grandeza no puede realizarse plenamente en este mundo, a diferencia de las pretensiones romanas de su tiempo. No solo porque la paz para él es mucho más grande que la ausencia de guerras y conflictos, pues implica hacer el bien a partir de un cierto nivel de armonía individual de todos y cada uno de los ciudadanos, sino también porque, por definición, la paz supone una estabilidad impropia de la vida terrena y temporal: el alma se encuentra constantemente asediada por tentaciones y la paz política está siempre bajo potenciales amenazas. En este sentido, es absolutamente cierto que,
La perfección de la paz llega cuando la paz es permanente, pero tal cosa no está asegurada hasta que la persona disfrute de aquella visión directa y de aquel amor perfecto de Dios que elimina incluso la posibilidad de pecar. Tal visión no podrá llegar sino después de la muerte. (...) aun en el caso de que tengamos todo lo que alguien pueda desear en esta vida, lo mejor que podemos lograr es una especie de paz “de segunda mano”. (Burt 1010)
Por tanto, para Agustín toda paz temporal y carente de trascendencia está destinada, en algún momento, a perecer, pues se vincula con cuestiones materiales y transitorias: “¿Consiste la felicidad en tener ... paz, abundantes provisiones en las casas y en las ciudades? ... ¿No es ésta una felicidad? Concedamos que sí, pero fugaz, temporal, mortal, terrena” (en Ps. 143, 18). Desde aquí se comprende un poco mejor cómo, a pesar de estar conmocionado por el suceso, la caída de Roma y las invasiones bárbaras que experimenta Agustín en el ocaso del Imperio y de su vida no logran sorprenderlo del todo. Así, sacar las últimas consecuencias del reconocimiento de la paz como un don divino implica también asumir que su realización plena no es en esta vida sino en la eterna, en lo que Agustín llama “la ciudad celestial”.
Lo dicho no niega que el hiponense reconozca la paz terrena como un bien importante, buscado y amado por todos, pues, al hablar de la paz temporal no teme exclamar: “¡Qué gran bien es amar la paz! Es decir, el poseerla. ¿Quién no quiere que aumente lo que ama? Si quieres estar en paz con unos pocos, pequeña será tu paz” (s., 357, 2). No obstante, por otra parte, también tiene muy claro que todo lo incluido en la pax romana está lejos de ser la máxima expresión de este preciado don, por lo cual, pese a reconocer el valor de la paz terrena, no por ello deja el hiponense de preguntarse:
¿Qué paz es esta que tienen los hombres aquí en esta vida, haciendo frente a tantas molestias, codicias, miserias y fatigas? No, no es esta una paz verdadera, no es una paz perfecta. ¿Cuál será la paz perfecta? ... donde aún impera la mortalidad, ¿cómo va a haber una paz total? ... Pero cuando la muerte sea anulada en la victoria, esto no sucederá; habrá una paz total y eterna. (en. Ps. 84, 10)
Nótese que Agustín no niega ni el valor ni la posibilidad de una paz mundana, pero sí la reconoce como dificultosa e inestable. Por otra parte, mientras el hombre es peregrino en este mundo, la lucha por la paz aquí es constante y difícil para quienes aman y buscan los bienes de la ciudad eterna. Pero mucho más complicado es para quienes pertenecen a este mundo y aman sus bienes terrenales, pues la pretenden en perpetuidad, y eso, para el obispo de Hipona, es imposible. Estos últimos están vinculados por medio del amor a ciertos bienes finitos, pero como no van más allá de ellos, la paz que buscan comunitariamente para conservarlos es limitada y frágil, pues no logra su completitud en la ausencia de un horizonte de trascendencia, es decir, la vida futura en la ciudad de Dios:
En la ciudad terrena los hombres buscan la felicidad, pero es una felicidad mezclada con temor, porque la comunidad en que existe está desgarrada constantemente por opiniones y deseos en conflicto ... Todas las sociedades tratan de enseñorearse del mundo. Quieren la paz, pero sólo según sus propias condiciones. (Burt 1011)
Dicho de otro modo, todos quieren vivir en paz, tal como lo reconoce el propio Agustín al afirmar: “Cualquiera que observe un poco las realidades humanas y nuestra común naturaleza reconocerá conmigo que no existe quien no ame la alegría, así como tampoco quien se niegue a vivir en paz” (civ., 19, 12), pero esto se vuelve más complicado para quienes carecen de la concepción plena de lo que esto significa, es decir, una realización plena y eterna de la paz en la vida beatífica y comunitaria junto a Dios.
Así todo, aunque sea una concepción inferior e imperfecta, la paz temporal, la pax romana, está lejos de ser un bien despreciable, pues no deja de ser fruto de un amor ordenado y trae consigo infinidad de bienes, los cuales, si bien son transitorios, no solo permiten una vida terrena más estable, placentera y humana, sino también muchas veces son condición de posibilidad para acceder a bienes más sublimes. En sintonía con esto, el hiponense considera que, pase a ser peregrino en este mundo y buscar por ello una paz de otro orden, el ordenamiento y la armonía temporal no dejan de ser un objetivo noble para los ciudadanos de la Jerusalén celestial.
De esta forma,
La diferencia entre los ciudadanos de la ciudad terrena y los ciudadanos de la ciudad celestial no consiste en que un grupo busque la paz y el otro no. La diferencia reside en la calidad de la paz que cada grupo busca y en la manera en que utilizan la paz de este mundo. (Burt 1012)
Por tanto, la visión de Agustín de Hipona no se opone a la paz romana temporal, al considerarla mala en sí misma, sino que más bien advierte su carácter limitado y parcial: la paz perfecta, considerada en toda su plenitud y como don divino, es mucho más que orden cívico-político-temporal, tanto más que su realización última no es de este mundo.
Ahora bien, el hecho de que la paz buscada por el cristiano peregrino sea más que el mencionado orden temporal no implica negarlo, sino suponerlo y utilizarlo para un fin mayor. Por esto, Agustín no se muestra a favor de una desobediencia del orden temporal en nombre de una patria celestial de otro orden, sino que defiende una actitud cívica responsable y comprometida, siempre y cuando esto no impida seguir caminando hacia Dios. En este sentido, “los miembros de la ciudad celestial hacen uso de esa paz terrena ... No son reacios a observar las leyes y costumbres que garantizan una vida ordenada en la tierra” (Burt 1012). En adhesión a esta idea, basta con leer los primeros libros apologéticos de La ciudad de Dios para familiarizarnos con esta postura agustiniana, en la cual el autor se esfuerza por demostrar que el ideal cristiano no es enemigo del orden temporal, y que el Imperio romano no ha decaído a causa de la nueva religión, sino por una dejadez en las costumbres y la moral, propias de los tiempos de gloria.
Al recapitular lo dicho acerca de la paz, es evidente que, para Agustín, en esta vida no se alcanza más que una paz imperfecta e inestable, aunque no por ello despreciable. Por tanto, es absolutamente noble y bueno perseguir la paz terrena, la pax romana, tanto por aquellos ciudadanos de la ciudad terrenal como por aquellos que peregrinan hacia la Jerusalén celestial. La paz perfecta, por su parte, la anhelan solo los miembros de la ciudad celestial y es irrealizable en esta vida, de modo tal que “la mejor paz que puede lograrse en esta vida es por medio de la esperanza basada en las promesas de Cristo y en la obediencia fiel a la ley eterna. La paz del cielo comenzará con la visión cara a cara de Dios” (Burt 1013).
Por otra parte, si la paz, como habíamos dicho, es fruto del amor, la paz perfecta, como la concordia que se da en la comunidad celestial, está fundada en la máxima expresión de amor que solo se alcanza en la visión beatífica. Así,
Cuando en el cielo las personas vean a Dios y se unan a Él en amor, entonces experimentarán un gozo tan indecible que en cierto modo «perderán su mente humana en cuanto se divinicen y se sientan embriagados por la dulzura de la casa de Dios» (en. Ps. 35, 14). ... Entonces se experimentará la paz final de descansar en Dios. (Burt 1013-1014)
Por tanto, la completa ausencia de adversidades y el amor más elevado y pleno que otorgan completitud al hombre, de los cuales deriva la paz perfecta, solo puede darse en la Jerusalén celestial, en la común posesión de Dios. Solo allí se cumplen todas las condiciones necesarias para la felicidad plena del hombre y para la paz perfecta, al punto que nadie querría quedarse fuera de dicha comunidad, es decir, de la ciudad celestial. Todo esto lo resume de forma magnífica Agustín al comentar el Salmo 84:
¿Quién no va a desear aquella ciudad, donde el amigo no se ausenta, donde no entra el enemigo, ni hay tentador alguno, ni existe ningún revolucionario, ni alborotador, que cause divisiones en el pueblo de Dios? ... Habrá, por lo tanto una paz auténtica entre los hijos de Dios, amándose mutuamente, viéndose llenos de Dios, cuando Dios será todo en todos. Tendremos una común visión, Dios; nuestra común posesión será Dios; una paz común tendremos: Dios; todo lo que ahora se nos da, será sustituido por él mismo. Él será la absoluta y perfecta paz. (en. Ps. 84, 10)
Finalmente, así como el amor más sublime perfecciona y ordena los amores inferiores, lo mismo sucede con la paz. La unión en el amor más elevado con Dios da como fruto la paz perfecta, lo cual trae consigo la paz con todo lo inferior: la perfecta concordia con el prójimo, la perfecta armonía con uno mismo, incluso en la relación constitutiva del alma y el cuerpo, según la cual seremos “amigos de nuestro cuerpo” (s. 155, 14, 15). Por último, cabe decir que esta paz también será perfecta por el hecho de no acabar nunca. El amor sublime de caridad, únicamente posible en la visión beatífica, suprime todo posible atentado contra dicho estado pacífico: la muerte, el pecado, la discordia o la corrupción se excluyen de la Jerusalén celestial por el amor de caridad.
Amor, paz y orden: conclusiones generales
Al aproximarnos al final de nuestra investigación, es menester recordar el itinerario filosófico que hemos desplegado y recopilar las grandes conclusiones a las cuales hemos arribado a fin de intentar exponer una armónica articulación entre los principales conceptos que tematizamos: el amor, el orden y la paz. Para esto, tal vez resulte oportuno recordar el texto agustiniano de La ciudad de Dios, en el cual nuestro autor vincula de forma sintética el amor ordenado con el correcto funcionamiento de la ciudad, pese a que, vale decir, la idea de “la ciudad de Dios” es más teológica que política. Así se expresaba Agustín de Hipona (civ., XIV, 28) en su obra de madurez:
Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor. Aquélla solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia. Aquélla se engríe en su gloria; ésta dice a su Dios: Gloria mía, Tú mantienes alta mi cabeza (Sal 3, 4).
Con respecto a lo importante de este texto, cabe destacar un primer punto y es, una vez más, el amor como telón de fondo del pensamiento agustiniano. Para nuestro autor, la política, la vida social y los vínculos comunitarios, tanto los buenos como los malos, encuentran también su explicación en el amor, ordenado o desordenado. En la referencia concreta al texto de Agustín, la ciudad se define por sus ciudadanos, y los ciudadanos son lo que aman y son como aman, de modo tal que se definen por su amor. Por tanto, tal como veíamos más arriba a propósito de la caracterización de la paz, un amor ordenado produce buenos ciudadanos, y estos una buena ciudad. Así, la clave del buen funcionamiento cívico y político, una vez más, es el amor.
Quizá Agustín no haya desarrollado más su pensamiento político por la centralidad y el peso que le concede a aquella sentencia que se citó: si al amar ordenadamente (diligere o caritas, según el contexto) no puede brotar sino el bien, podría parecer que cualquier reflexión ulterior sobre cómo gobernar sea en cierto punto superflua. Dicho de otro modo, no importa cómo se gobierne siempre y cuando sea a través de un ordo amoris, del cual no puede brotar sino el bien. Sea como fuere, lo interesante para nuestra investigación son los frutos comunitarios y el impacto en la organización civil que produce, para Agustín, el cultivo de un recto amor a todas las cosas: Dios como fin último, el resto como medios.7
En este punto es en el que coinciden los conceptos de orden, amor y paz, unión que se aprecia al contemplar integralmente la filosofía agustiniana, desde su metafísica hasta su política. En primer lugar, recordemos que, originada, querida y pensada por Dios, la totalidad de la realidad es en sí misma buena y procede de la pura voluntad divina. Sin embargo, Dios no ha creado de forma azarosa, sino que ha designado a cada ente su lugar, de manera que toda la creación es para Agustín un verdadero cosmos. En palabras del conocido agustinólogo, Victorino Capánaga:
El mundo, en virtud de sus leyes matemáticas y estéticas, no es un caos, sino un cosmos, un conjunto ordenado y teleológico, donde cada cosa ocupa su lugar y tiene su quehacer, sirviendo a la glorificación del Ser supremo que lo ha creado. (41)
Este autor da en el punto clave cuando menciona dos características esenciales a la cosmología agustiniana: el orden y la teleología, dos elementos fundamentales para comprender la noción de amor como peso. En otras palabras, el amor en este sentido no es solo dinámico, aquello que mueve las cosas, sino que además es ordenado y teleológico, es decir, tiene un sentido y una orientación. La misma idea de peso mencionada incluye esta caracterización: si un cuerpo es ligero le corresponde subir; si es pesado le corresponde bajar. Eso es lo propio, su lugar ordenado y teleológico, hacia donde cada realidad tiende. Ahora bien, ¿cómo va cada cosa hacia el lugar propio? En esto entra el amor para Agustín, pues produce la paz cuando se encuentra con el orden pautado por los designios divinos:
Nuestra paz está en tu buena voluntad. El cuerpo, por su peso, tiende a su lugar. ... Las cosas menos ordenadas se hallan inquietas: ordénanse y descansan. Mi peso es mi amor; él me lleva doquiera soy llevado. Tu Don nos enciende y por él somos llevados hacia arriba: enardecémonos y caminamos. (conf. XIII, IX, 10)
¿Cuál es el don divino mencionado por el hiponense por el cual somos llevados? Recordemos, una vez más, la influencia paulina en el pensamiento de Agustín: el don por excelencia es la caridad, derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Rm. 5, 5). En este célebre pasaje de las Confesiones encontramos nuestros tres conceptos vinculados armoniosamente: el amor mueve al hombre y busca su realización según el orden natural. En la medida en que alcanza el lugar propio, determinado únicamente por la voluntad divina, allí se produce el descanso y la paz.
En las Confesiones tenemos, por tanto, el núcleo del amor-pondus: cada cosa tiende a su lugar por su peso, es decir, por el amor divino que la mueve, según su voluntad, a lo propio, único lugar en el que descansa y se ordena. Como bien decíamos más arriba, Dios no crea de forma azarosa sino que dispone sobre todas y cada una de sus creaturas un orden y un peso, designado amorosamente. Esto es lo que le otorga a cada realidad un sentido, un lugar, una bondad y una belleza propia, pues fue colocada allí voluntariamente por el Creador. Esta reflexión, antimaniquea en sus raíces, la desarrolla Magnavacca (157), quien sostiene:
El hiponense invita a remitirse al Creador, al que caracteriza entonces como suma medida, sumo número y sumo orden, al ser Él quien (...) dispuso todas las cosas en medida, número y peso (Cfr. De Gen. contra Man. I, 16, 26). De manera, pues, que Agustín responde a los maniqueos afirmando la bondad de cada ser individual fundada en esos tres trascendentales que hacen de él una unidad armónica y, por tanto, en cierto grado, bella.
Esta disposición divina sobre las creaturas es netamente metafísica, “trascendental”, según las palabras de la investigadora argentina. Como hicimos notar con anterioridad, estamos en el plano constitutivo de la realidad, en la que el peso propio y el amor que lo dirige responden al ser mismo de cada ente y están lejos de ser una mera fuerza externa que los condiciona o los arrastra contra su naturaleza propia. Cabe señalar aquí que el hombre también se encuentra inserto en este orden. De hecho, si evocamos aquí el llamado divino a la cooperación en la custodia y realización de la creación realizado al hombre, y recordamos esta idea según la cual el hombre percibe y respeta el orden ontológico de los seres a través del amor, podemos vislumbrar que, para el doctor de Hipona, el ordo amoris está lejos de ser únicamente una normativa ética y abstracta, sino que es también práctica: por medio de un amor ordenado del hombre contribuye a la plenitud integral del cosmos, y ocupa el lugar propio que lo perfecciona y, a su vez, consiste en el acompañamiento del resto de las creaturas terrenales a su completitud. Muy bien percibe esto en sus reflexiones Ramiro Flórez (148) cuando confirma:
Así, el «ordo rerum» como «ordo amoris», es una realidad y a la vez un quehacer, una tarea que tiene como herencia el hombre y que ha de realizarla realizándose a sí mismo, cooperando con ello a la plenitud integral del universo.
Es evidente, por tanto, que si bien esta última reflexión se encuentra ubicada en un plano metafísico, en el que el descanso de cada realidad creada es su lugar propio dentro del cosmos dispuesto por Dios, también podemos vislumbrar que la matriz filosófica de fondo es la misma en los demás ámbitos del pensamiento agustiniano, tal como hicimos notar en las primeras secciones de esta investigación. Esto no hace más que manifestar la coherencia de todo el pensamiento de Agustín, al punto que el diligere moral y antropológico, propio del ordo amoris, no es más que un reflejo del amor-pondus cosmológico en el microcosmos que es el ser humano.
Así, lo que aquí se denomina metafísicamente “descanso” o “lugar cosmológico propio”, encuentra su paralelo analógico en las reflexiones cívico-políticas en la paz. Dicho de otro modo, la paz es para Agustín el fruto de una comunidad de hombres que vive según la disposición ordenada del amor ascendente y más puro, la cual coloca a Dios como fin y a las creaturas como medios, respetando en ese amor a todas las cosas la jerarquía ontológica dada en la realidad.
Notas
1 “El tema de la creación constituye una parte central de la teología filosófica. Su objeto, el origen del mundo, plantea expresis verbis el problema de las relaciones entre el creador y la creatura, entre lo eterno y lo temporal, entre la naturaleza de Dios y la del mundo y, en último caso, entre el saber del hombre sobre lo uno y lo otro, sobre el mundo y sobre Dios” (Núñez 19).
2 Todas las obras de Agustín de Hipona se toman de la colección “Obras completas de San Agustín”, editadas por la BAC, Madrid, y detalladas en la sección bibliográfica según los tomos correspondientes.
3 Véase conf. XIII, IX, 10: “Mi peso es mi amor; él me lleva doquiera soy llevado. Tu Don nos enciende y por él somos llevados hacia arriba: enardecémonos y caminamos”.
4 Señala Aristóteles: “Amigo, afirmo que el hábito es práctica duradera, y que acaba por ser naturaleza en los hombres” (Aristóteles 1152a. 30). Más adelante se lee: “Practicando la justicia nos hacemos justos” (1103a. 30).
5 Es menester aquí citar el texto latino de las últimas oraciones: “Dilige, et quod vis fac: sive taceas, dilectione taceas; sive clames, dilectione clames; sive emendes, dilectione emendes; sive parcas, dilectione parcas: radix sit intus dilectionis, non potest de ista radice nisi bonum existere”. La relevancia del texto en idioma original se encuentra, fundamentalmente, en la carga semántica de la palabra dilige, la cual se distingue precisamente del verbo amare en cuanto implica en sí misma un amor ordenado. Por esto, el sentido de la expresión no es la anarquía en nombre del amor, sino el respeto por la jerarquía de valores a partir del orden presente en la realidad, como ya se señaló.
6 “Tan estimable es la paz, que incluso en las realidades terrenas y transitorias normalmente nada suena con un nombre más deleitoso, nada atrae con fuerza más irresistible; nada, en fin, mejor se puede descubrir” (civ., 19, 11).
7 Cabe aclarar en este punto que la clasificación fines-medios o amor de gozo (frui) y amor y de uso (uti) es más compleja de lo que aquí se presenta. El prójimo y la propia persona no son meramente medios para Agustín, aunque sí deben ser amados en vistas a Dios con último fin. Este es un tema recurrente en toda la obra de Agustín, pero puede consultarse para una primera aproximación la obra De Doctrina Christiana (por ejemplo, los libros I, II, III, VII, X y XVI).
Referencias
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