Capítulo de Investigación
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Pax aeterna: la teología agustiniana de la paz en sus perspectivas filosóficas
Pax aeterna: an agustinian theology of peace from philosophical perspectives
https://doi.org/10.28970/9789585498228.4
Et hoc canticum pacis est, canticum hoc caritatis est... Pax, uinculum sanctae societatis, compago spiritalis, aedificium de lapidibus uiuis.1 San Agustín (en. Ps., 149, 2)
El concepto de pax agustiniano se encuentra íntimamente relacionado con la existencia de las dos ciudades: la celeste y la terrenal. La idea de una pax aeterna, a su vez, se encuentra asociada de forma más específica a la realidad de una ciudad celestial. Me propongo, entonces, examinar las características propias de una paz eterna como el fin último de la ciudad de Dios. En otras palabras, examinar el significado de una pax aeterna que se manifiesta como el fin supremo de esta ciudad. Esta paz es el summum bonum de la ciudad celeste. Los filósofos de la gentilidad, por su parte, argumentaron con resultados semejantes pero inconclusos acerca del bien superior del hombre, y consideraban este el objetivo último de la vida humana, puesto que, en la adquisición de ese bien supremo, la humanidad se juega su propia felicidad. Esta certeza de la razón la comparten la filosofía y la fe, aunque algunos de sus contenidos sean diferentes.
Ahora bien, en los libros 1 a 18 de La ciudad de Dios, san Agustín examina de manera extensa cuál ha sido el “desenvolvimiento mortal de las dos ciudades, la celeste y la terrena, entremezcladas desde el inicio hasta su fin” (civ., 18, 54, 2). Luego, en el libro 19 de La ciudad de Dios, señala: “Los fines de nuestros bienes consisten en la paz, así como dijimos que consistían en una vida eterna” (civ., 19, 11).2 Así, podemos decir que esta paz —además de ser una expresión sinónima de la vida eterna— adquiere su plena realidad en la consumación escatológica de la ciudad de Dios en el cielo. La paz se manifiesta, en primer lugar, en la historia peregrina de la raza humana (civ., Praef.).3
Sin embargo, al cesar propiamente el tiempo y la historia, queda solo el espacio del Dios de la Revelación para sus elegidos, el cual se ofrece a la humanidad salvada como “premio de victoria” en un lugar de paz. Es decir, “allí donde es plenísima la paz”.4 Es preciso entender, entonces, que la paz y su relación con las dos ciudades tiene un desarrollo histórico y una consumación, y cómo la paz eterna señala la realización plena de la paz como pax Dei.
Ahora bien, deseo mostrar, en primer término, cómo, al ser la ciudad de Dios una societas en la que los ciudadanos perviven unidos por el vínculo del amor, la paz es el resultado de esa unión, en la cual los objetivos últimos conducen a Dios y en él se realizan. Una societas, en efecto, expresa, de acuerdo con Glare (1778), “the fact or condition of being associated for a common purpose”. Deseo, entonces, hacer manifiesto de qué manera, a partir de los datos de la Revelación y de la concepción romana, el pensamiento agustiniano elabora una idea cristiana original de paz. Esta le permite desarrollar un elaborado y extenso plan teórico de argumentación frente al mundo pagano, el cual va más allá del solo concepto de paz, ya que se descubre que existe en la misma concepción de ciudad de Dios. Para decirlo en todo su alcance, se trata de una paz que ha de subsistir, finalmente, en la paz del Dios que vive en su propia paz. Por consiguiente, la paz de esta sociedad se hace manifiesta al interior del amor/caritas/agapē que la constituye (amor Dei). Así, entonces, el núcleo del asunto planteado por este estudio es examinar la coherencia del pensamiento agustiniano sobre la paz, lo cual se presenta en la trilogía pax, beatitudo, summum bonum. En fin, la paz se concibe integrada a la idea fundante de civitas Dei y, a modo de conclusión, esta paz se manifiesta en el seno de la paz de Dios.
La razón del surgimiento de la paz eterna en el advenimiento de la consumación de la ciudad de Dios se encuentra en el hecho de que esta ciudad se transforma solo allí, en su eterna morada, en una plena comunidad de amor (amor Dei). La razón profunda de esta transformación se basa en el hecho de que ese amor Dei es un amor usque ad contemptum sui (civ., 14, 28). Ese desprecio de sí mismo establece la medida de ese amor, el cual, por supuesto, no es perfecto en esta vida. De modo semejante, en el amor de la ciudad terrena (amor sui), se revelan los alcances de su propia pax, y las limitaciones a las que está sujeta desde el principio, debido, precisamente, a que es un amor usque ad contemptum Dei (civ., 14, 28).
De esta manera, esa “paz perfecta” adviene como acontecimiento final en la “victoria última” de la ciudad de Dios (civ., Praef.). El hecho de una paz perfecta señala la perspectiva de un proceso final de realización que tiene en cuenta un desarrollo previo, el cual en este caso tiene lugar en “el devenir presente de los tiempos” (civ., Praef).5 Uno es entonces el estado de la ciudad de Dios “en la estabilidad de su eterna morada”, y otro el de la ciudad “que peregrina entre los impíos viviendo de la fe” (civ., Praef.). En esas circunstancias, la pax perfecta es propia de la ciudad en su estabilidad final.
En esta visión de paz en desarrollo, la cual se desenvuelve, a su vez, en un contexto dinámico de carácter histórico, se manifiesta un aspecto relevante de la originalidad de la concepción agustiniana de la paz. Unido a esto, y de no menor importancia, se encuentra el hecho de que la concepción agustiniana de las dos ciudades, tal como la vemos desarrollada de forma extensa en el De civitate Dei, se aparece como una idea profundamente original. Si bien las fuentes bíblicas le dan el sustento, el Obispo de Hipona logra crear un concepto incomparable a toda otra elaboración conceptual anterior sobre el tema. Es, entonces, digno de destacar que la pax aeterna que deseo examinar en este estudio es parte fundamental del desarrollo discursivo agustiniano sobre las dos ciudades, pero de forma singular de la ciudad de Dios. De este modo, la idea agustiniana de ciudad de Dios y la de ciudad terrena, según general aceptación, son creaciones en verdad originales, ya que el hecho de que el Obispo haga de la paz eterna y de la paz de Dios el bien supremo de la ciudad de Dios manifiesta la novedad y la fortaleza teórica de todo su edificio conceptual.
Esta paz eterna se constituye, en efecto, en la piedra angular de La ciudad de Dios. Solo hasta el libro 19 —cuando examina los fines de las dos ciudades—la discusión entra de lleno en el tema de quid efficiat hominem beatum (civ., 19, 1, 1). Ese es un punto central que encamina la obra a su conclusión, puesto que, como afirma san Agustín: “Los cuatro últimos libros
Y esto será allí eterno en todos y en cada uno, y estaremos ciertos que será eterno, y por eso que la paz
de esta felicidad, en otras palabras, la felicidad de esta paz, será el sumo bien.
“Esto” (hoc) señala el estado de paz final; “allí” (illic), es decir, en el cielo; el “estaremos ciertos que será eterno”, es aquello señalado por el hoc; la “paz de esta felicidad” y la “felicidad de esta paz” están unidos por un vel; y “en otras palabras”, indica una opción abierta (“if you wish”) entre ambas expresiones (Glare 2021). Queda al parecer abierta la posibilidad de que, o bien la paz sea la razón de ser de esa felicidad, o bien la felicidad la razón de ser de esa paz.
San Agustín examina estos fundamentales asuntos mediante diversos análisis, previos a estas conclusiones. A la manera platónica, el Obispo avanza en su examen del asunto como en líneas paralelas que podríamos considerar solo probables, pero que finalmente convergen, hasta donde ello es posible, en una certeza.
De ahí que, si nos retrotraemos del libro 19 al prólogo, vemos que san Agustín explica estos asuntos fundamentales en medio de una frase compleja de su prefacio a De civitate Dei. En las líneas 3-4, de acuerdo con Dombart y Kalb, (1955, 1) se debería leer: nunc, “ahora”, en relación con deinceps, “en el futuro”, lo cual implica una continuación en el tiempo. El nunc expresa el tiempo de la espera por la paciencia (expectat per patientiam); el deinceps, lo que viene a continuación, es decir, lo que está por alcanzarse por excelencia (adeptura per excelentiam). Los ablativos victoria ultima et pace perfecta, los cuales podemos considerar de tiempo, expresan su carácter general de relación adverbial. Es como si dijera “cuando acaecerá la victoria última y la paz sea perfecta”. Espero mostrar con esto el lugar que ocupa la paz al interior de la concepción de ciudad de Dios. La ciudad de Dios es lo substantivo, y se presenta en dos niveles: el ahora inestable del siglo, y la estabilidad futura de la eternidad. En el ahora, la paciencia; en el futuro, la victoria.
El hecho de una victoria última sugiere que hay victorias relativas en el tiempo presente (nunc); la existencia de una paz perfecta insinúa en el ahora la presencia de una paz incompleta, pero real. En lo que respecta a la paz en el siglo de la ciudad de Dios, esta existe de un modo que podríamos denominar “platónico”, por participación de aquella paz eterna entendida como un bien (en. Ps., 127, 16).6 Es también una paz concreta y en el devenir de los acontecimientos. Puesto que la ciudad de Dios vive del y en amor (la idea de societas está aquí subentendida), el obispo, dirigiéndose a los fieles de su comunidad católica (en. Ps. 127, 13), afirma: “Sine caritate nulla pax est; et manifestum est quia qui diuiserunt pacem, non habebant caritatem”.
Es preciso, sin embargo, examinar en mayor detalle cómo se desarrolla en el pensamiento agustiniano una teoría de la paz, así como definir con mayor exactitud las relaciones que se crean entre los conceptos de paz y ciudad. De igual modo, que la ciudad se manifiesta en dos niveles, así como la paz. Ahora bien, con respecto a esta última, convendrá comenzar por analizar la definición que san Agustín proporciona en La ciudad de Dios (civ., 19, 13), de la paz de la ciudad celeste. Es la novena de diez definiciones, en este párrafo justamente famoso. En este contexto, deseo hacer de todas maneras algunos breves comentarios sobre la octava y la décima, y buscar en estas descripciones de la paz algún esclarecimiento adicional. Estas forman parte de las cinco que, al decir de Bardy y Combès (740), “conciernen al aspecto social, dominio propio de la paz”. La primera que me interesa observar es la siguiente: “La paz de la ciudad celeste es el estado de asociación [societas] más ordenado y armonioso en el gozar de Dios y el mutuo gozo en Dios” (civ., 19, 13).7
Resalta de inmediato que todas las definiciones de paz incluyen la idea de orden, pero solo en la definición de paz de la ciudad celeste está presente la palabra societas. Esta, además, se constituye en el centro de la explicación. No se trata de la paz en general, sino de la paz de la ciudad celeste, el sujeto de esta descripción. Una sociedad se define, en buena medida, por los objetivos y fines, y en esta, el objeto y el fin es Dios. Los fines y los objetivos son el bien de esa sociedad. Toda sociedad está constituida por un cuerpo de personas, las cuales aquí son los ciudadanos fieles. Ellos se agrupan con el objetivo de gozar de aquel bien como individuos y como comunidad. En eso consiste su paz: “El gozar de Dios y el mutuo gozo en Dios”. Por otra parte, es el objeto el que transforma esa societas en la “más ordenada y la más concorde”. Dado que no es “la paz de todas las cosas”, la descripción del concepto no se centra en la tranquilidad que produce el orden (“pax omnium rerum tranquillitas ordinis”), sino en el gozo que deviene de su participación del bien. De ahí que no habrá de sorprender cuando más adelante concluya, refiriéndose a lo que sucederá “realmente en aquella paz final”. Pues así lo afirma: “Y esto será eterno allí en todos y en cada cual, y será manifiestamente eterno, y por esto el bien supremo será la paz de esta felicidad, o la felicidad de esta paz” (civ., 19,27).
De este modo, san Agustín elabora una idea original de paz cristiana en estrecha relación con la ciudad celeste y su constitución comunitaria. Lo original se encuentra precisamente allí, porque trasciende la idea de la denominada “paz civil”. Demuestra, asimismo, poseer una idea original de la paz del siglo, en estrecha relación con la ciudad terrena y su propio amor. Esto porque el concepto de paz terrena también se modifica al sujetarse a una nueva dimensión del tiempo y de la historia. Esta es una dimensión modificada por el peso conceptual de la idea de eternidad. Visto desde la perspectiva central de las dos ciudades, el entrelazamiento de una y otra en el devenir del hombre es una idea que se elabora desde los inicios de La ciudad de Dios. Del mismo modo, en las Enarrationes in Psalmos de diciembre del 412 [cf. Anoz (2002) 304], afirma lo siguiente:
Ved los nombres de estas dos ciudades, Babilonia y Jerusalén... Están entremezcladas, y desde el mismo inicio del género humano avanzan rápido hasta el final del siglo... Dos amores hacen a estas dos ciudades: el amor de Dios hace a Jerusalén, el amor del siglo hace a Babilonia. (en. Ps. 64, 2)
Este devenir de las ciudades en el siglo lo examina con cuidado en los libros 11 a 14 y 15 a 18, en los que se trata no solo del origen de una y otra ciudad, sino del “excursum earum siue procursum” (retract., 2, 43, 2). Ambas ciudades las constituyen sus respectivos ciudadanos, en un mundo en que avanzan entremezcladas hasta el final del siglo. En eso consiste el “desarrollo” (excursus) y “avance” (procursus) de cada ciudad. De aquí surge, nítida, esta perspectiva de eternidad, abierta para los ciudadanos de la celestial; y por aquí se encamina su visión de la historia del hombre, la cual ha de culminar en la consumación de la ciudad de Dios y la obtención final de una paz eterna. Es una ciudad, por supuesto, constituida por ciudadanos en camino, unidos por los fuertes vínculos de un amor común. Una razón más para que en este mismo pasaje de Enarrationes (64, 2) san Agustín concluya el párrafo de la siguiente forma: “Que cada cual se interrogue, por tanto, qué es lo que ama y encontrará de dónde es ciudadano”. Desde los inicios de la concepción de su idea, el Obispo concibe la ciudad de Dios en un horizonte de espiritualización de tipo platónico que, de acuerdo con Mandouze (265), “pouvait aider à faire de l’Idée de Cité bien mieux qu’une idée force: un pole d’attraction mystique pour la communauté des hommes attendant le salut”.
El estudio de este origen, del progreso y del desarrollo de ambas ciudades le permite a san Agustín exponer en La ciudad de Dios un extenso plan teórico en su debate con la gentilidad. En efecto, el paganismo culpa a los cristianos del progresivo derrumbe del Imperio; en otras palabras, del desmoronamiento del orden y la paz, debido a la debilidad creciente del poder imperial frente a las invasiones, sobre todo en Occidente. Eso significaba que la pax romana, un concepto en general políticamente exitoso por cerca de cuatrocientos años, termina por perder su credibilidad en los tiempos cristianos. Además, para muchos, la razón de este estado de decadencia del Imperio era evidente: los cristianos, por diferentes razones, eran los culpables.8
Bien puede parecer un contrasentido, ante un mundo convulsionado por todo tipo de conflictos armados o semejantes a ellos, hablar de una paz eterna. Más todavía si se piensa que esta idea forma parte de una defensa ante un hecho que se desencadenó con las calamidades producidas en Roma por el saqueo de Alarico. Sin embargo, san Agustín no reacciona tan solo ante un hecho como este, por muy grave que fuera. En las Revisiones (retract.) hallamos en todo caso parte de la respuesta a estos interrogantes, cuando a los ojos de san Agustín esta obra se dirige, en primer lugar, contra los que defienden el culto de los dioses. Su intención es refutar, en los cinco primeros libros, a los que creen necesario el culto de los dioses para la prosperidad de los asuntos humanos, y que el aumento de los males está en su prohibición. Argumenta el obispo:
Los siguientes cinco están dirigidos contra los que reconocen que dichos males ni han faltado ni han de faltar jamás entre los mortales... sin embargo declaran que el culto de la multitud de dioses, mediante el que se les ofrecen sacrificios, es útil para una vida futura después de la muerte. (retract., 2, 43)
Las referencias al culto, y sobre todo la expresión “propter vitam post mortem futuram”, esclarece, al menos de manera parcial, el punto que se ha suscitado más arriba. Es claro, en efecto, que las creencias en una vida futura después de la muerte —por muchas que sean las diferencias de opinión— las comparten cristianos y paganos. Era factible, por tanto, discurrir sobre una vida imperecedera, una sede futura inconmovible, o una paz eterna. Se abría así, además, un espacio de diálogo fecundo (entre las asperezas de la controversia) entre el paganismo y el cristianismo.
Ahora bien, si meditamos sobre nuestro mundo de hoy, creo que no será difícil concluir en las muchas semejanzas con el siglo en que vivió san Agustín. Devastaciones, invasiones y guerras de diverso tipo. El Imperio romano se derrumbaba en Occidente y los vándalos, que habían cruzado el estrecho de Gibraltar en el 429, conquistaron luego Hipona, su ciudad episcopal. Este dramático hecho tuvo lugar poco después de su muerte, acaecida en el 430. En el 425 o 426 san Agustín habrá finalizado su gran obra, La ciudad de Dios (Anoz 236). Luego de un breve lapso de tiempo, Cartago, la capital del África Proconsular, caerá a su vez en el 439, lo cual produjo el colapso final de la presencia romana en toda el África de cultura latina. Siglos de dominio imperial terminaban así, justo cuando el Obispo de Hipona fallecía en la ciudad asediada. Se trataba de una extensa —y en ese tiempo fértil— franja de tierra que se prolongaba hacia el interior. Brown (2000) señala, justamente, los valles y las extensas llanuras cultivadas de la Numidia en la que nació (7).9 Solo permanecerá el Imperio romano del oriente, el cual se extendía en esa región desde la Cirenaica hacia el oriente, incluido Egipto. Más de quinientos años de civilización romana en el África parecían haberse desvanecido; poco más de doscientos años después, la invasión musulmana aniquilará por completo y en pocos decenios —a excepción, principalmente, de Egipto— la presencia de un cristianismo antaño floreciente.
Ahora bien, los años posteriores a la muerte de Teodosio (395), los cuales coinciden con la ordenación episcopal de Agustín, revelan una sociedad básicamente cristianizada. La cultura y la civilización greco-romanas prevalecían en toda la cuenca del Mediterráneo. Sin embargo, como sabemos, la cohesión del Imperio estaba cada vez más debilitada, y la vigencia de la paz era cada vez más difícil de mantener. Son tiempos difíciles, pero de los cuales también el Obispo obtiene una lección para sus contemporáneos que compartió en un sermón fechado hacia el 410: “Nosotros somos los tiempos”, dice, “y los tiempos son semejantes a nosotros” (s., 80).10 Estas palabras expresan, sin duda, una preocupación no solo general sobre los tiempos, sino específicamente sobre lo que de verdad más se echa de menos cuando la destrucción y la muerte prevalecen, esto es, la paz. En esas circunstancias, La ciudad de Dios asume la tarea de defender el cristianismo ante el evidente desplome del orden y la paz en Occidente. Es una defensa, primero, ante los paganos.
¿Había paganos suficientes como para dedicar minuciosos comentarios, y a veces apasionadas críticas, a estos adversarios? Ahora bien, san Agustín declara de forma consistente que los dioses son demonios, una clara evidencia de la complejidad de su postura frente al paganismo. En efecto, los dioses “existen” en su condición de espíritus malignos. En la epístola 102 declara que el culto a los dioses nunca se hubiese exigido si no fuera por que los dioses son demonios, quienes sabían que los sacrificios solo se debían al verdadero Dios.11 Sin querer apartarnos de nuestro tema central, conviene recordar aquí las explicaciones de Mandouze (301), en un estudio sutil y equilibrado (2013): “Dans la mesure où ces démons existent et trompent les hommes, il est necessaire de se battre contre eux afin que les hommes soient sauvés”.12
San Agustín organiza, por consiguiente, de una manera integral esta tarea, y se demora alrededor de trece años en escribir esta defensa que, “... finalement est avant tout une apologie du christianisme”.13 El concepto de pax se encuentra inserto, para él, en la concepción misma de ciudad de Dios. De esta manera, en su larga meditación sobre el destino humano integra todo el saber que poseía o estaba a su alcance sobre la religión cristiana y los escritos de los sabios entre los gentiles. Si la paz eterna, en consecuencia, es parte integrante de la civitas caelestis, es preciso examinar previamente los aspectos esenciales que caracterizan la concepción agustiniana de las dos ciudades. De un modo semejante, es preciso revisar la función clave que el amor tiene en esta concepción. Porque si el amor/caritas/agapē tiene tal importancia que sin este amor es imposible definir ambas ciudades, la idea de paz, a su vez, y en específico la de paz eterna, no podría manifestarse del modo que lo exige este estudio. El paralelismo de los dos amores también se encuentra en el tema de la paz, de un modo a veces todavía más contrastante. Dos amores, dos ciudades; y dos tipos de desprecio (contemptum) contrastantes.14
Esto es así, sobre todo, en sus opiniones acerca del binomio guerra-paz. Ahora bien, al quedar en evidencia que tanto la ciudad de Dios como la ciudad terrena se fundamentan en el amor, el carácter de estos amores se señala en este famoso pasaje de la obra: “Dos amores hicieron dos ciudades: el amor de sí mismos (amor sui) hasta el desprecio de Dios a la terrena, y el amor de Dios (amor Dei) hasta el desprecio de sí mismos a la celeste (civ. 14, 28).15
El verbo fecerunt, al indicar la creación de cada una de las dos ciudades, señala el origen, de qué manera cada una de ellas llegó a la existencia. El amor sui pone en evidencia una característica esencial de la ciudad terrena, de modo que es, por el contrario, el amor Dei la principal característica de la celeste. Tanto el amor Dei de la ciudad celeste, como el amor sui de la ciudad terrena son el fundamento en cada caso de una y otra ciudad. En otras palabras, ambas se originan en el amor, y al mismo tiempo, ambas se diferencian en el amor. Del mismo modo, como se ha mencionado, el “hasta el desprecio de sí misma” señala el límite extremo de ese amor celeste, y “hasta el desprecio de Dios” el límite extremo del amor al que puede llegar la terrenal. La razón de esta divergencia se fundamenta en la cualidad de ese amor. Es una discrepancia que se da en cada civitas y, en consecuencia, en cada cives que la compone. A pesar de la aparente ambigüedad del sui (que sin duda no lo era para el lector latino), era un hecho a mi juicio lingüísticamente claro que se señalaba, respectivamente, un amor sui y un amor Dei de cada ciudad y de cada individuo. Esto significa entonces que cada ciudad la origina el amor, y la especifica, a su vez, un objeto de ese amor que la diferencia de la otra. Estos objetos diferenciadores son precisamente el hombre y Dios.
Después de estas afirmaciones sobre los dos amores en de civitate Dei 14, 28, el examen agustiniano del decurso de las dos ciudades en la historia humana permite reconocer fuertes indicios que nos muestran, de forma más precisa, los nexos que existen entre ambas ciudades y el concepto de paz. A propósito de la esterilidad de Sara, san Agustín afirma:
Por eso Isaac, vástago de la promesa, simboliza con razón los hijos de la gracia, los ciudadanos de la ciudad libre, los partícipes de la paz eterna, donde no exista el amor de una propia y en cierto modo privada voluntad, sino el amor que se goza de un mismo bien común e inmutable, y que hace de muchos un solo corazón, es decir, la obediencia perfecta y concorde del amor. (civ., 15, 3)16
El texto es rico en significados. Se une aquí la historia sacra del Antiguo Testamento con el cumplimiento, en el Nuevo, de la promesa. Un pueblo de ciudadanos se constituye por la gracia divina en una ciudad que él denomina “libre”, en contraposición de la otra que supone esclava. La expresión socios pacis aeternae lleva implícita la idea de una comunidad que participa de un bien común, es decir, esa misma paz eterna. La no existencia en esa ciudad del amor sui de la ciudad terrena, la explica en la frase siguiente. Allí se señala, de manera implícita, cómo este amor terrestre proviene cada vez de la voluntad (voluntas) exclusiva de las personas (propriae ac privatae). La ciudad celeste es la que goza sola del amor “de un mismo bien común e inmutable”, de manera que se refrenda con esto el significado que tiene el amor Dei para sus ciudadanos.
Al expresar, por otra parte, que este amor en común hace de una multitud un solo corazón, y cómo esto significa que esta ciudad vive en concordia perfecta de amor (caritatis) y en obediencia concorde de caridad, hace manifiesta la función clave de un término central en la definición de la paz. En efecto, en una casi perfecta prolepsis, pues anticipa la función de concordia en la concepción de la paz. En el célebre pasaje de las diez definiciones de la paz (civ., 19 13), esta concordia señala, en primer lugar, el elemento esencial de la paz del hombre, de la paz de la casa y de la paz de la ciudad. Lo había afirmado el Obispo en el 420, en otro contexto: “No puede haber paz verdadera donde no hay verdadera concordia, porque los corazones permanecen separados” (Io. ev. tr., 77, 5). Señalaré, a continuación, otros aspectos relevantes de civ. 15, 3, con el objeto de proseguir más de cerca el análisis del tema presente. Sin embargo, deseo advertir que el concepto de societas se nos muestra, en el contexto, como un concepto capital que luego ha de adquirir mayor relevancia.
Esa “plena obediencia concorde del amor” (civ., 15, 3),17 a la que hice referencia, se manifiesta en una vida conforme a las exigencias del Evangelio por parte de aquellos ciudadanos de la ciudad de Dios. Ellos son “los que peregrinan en esta tierra y suspiran por la paz de la patria suprema” (civ. 15, 6). Esos ciudadanos se esfuerzan en medio de la paciencia y se encaminan, de esa manera, hacia una paz futura. Es un modo, sin duda, de vivir en este ciclo mortal hasta el tiempo en que “habiendo adquirido la salud perfecta y la inmortalidad, el hombre reinará sin pecado en la paz eterna” (civ., 15, 6). Porque muy a tono justamente con la perpetuidad de esta paz, san Agustín describe esta “gloriosísima ciudad” con el calificativo de “eterna” (civ., 2, 18). Se advierte, ahora, que esa paz sobrevendrá para los elegidos una vez finalizado el decurso de la vida mortal (Io. ev. tr., 107, 8).18
La idea de una paz eterna penetra de forma paulatina en el tema de las dos ciudades y produce, de forma creciente, un efecto semejante al de una forma platónica; esto se puede comprobar al mediar el libro 19. En este sentido, la cualificación de aeterna es sugerente, pues esta es una cualidad esencial de la teoría de las formas ideales. Así, desempeña aquí una función similar a la de un paradigma y le permite a san Agustín, por eso mismo, modelar desde el principio el concepto de paz al proporcionarle así una orientación que favorece, en especial, su extenso relato de los doce últimos libros. Detalla en estos justamente el origen (exortum), el desarrollo o progreso en la historia (procursum o excursum), y los fines debidos (debitos fines) de ambas ciudades (Divjak 56, Ep. 1 A* 1). Al decir orientación, entonces, quiero decir que se le proporciona a la obra una direccionalidad temática manifiesta, y se provee de una cierta unidad al diseño de este magnum opus et arduum (civi>., Praef).
Las comparaciones, a su vez, entre paz secular y celeste, se enmarcan en un esquema contrastante que, de igual forma, devela un cierto punto de fuga platónico. En el concepto de paz que aquí estudiamos, sobre todo en sus aspectos sociales y políticos, tiene especial relevancia, precisamente, la dispar calidad de una y otra paz, de la terrenal y la celestial. Esto supone una jerarquía de participación diferente en una y otra, con vistas a un modelo. Porque en este caso, aparte de estas consideraciones, la doctrina platónica de la participación está presente en el concepto de paz al actuar como por vasos comunicantes.19 Existe, además, una progresión en el esquema total del concepto, en la que este alcanza —a la manera de una dialéctica ascensional— la consumación final “en una eternidad cierta y una paz perfecta” (civ. 19, 20).20
Estas características, sin embargo, no deben aminorar la presencia de aspectos que son, asimismo, de verdadera relevancia. Platón no tiene una teoría específica de la paz —aunque existan elementos sobre todo en República y Leyes—, ni los contenidos de la paz agustiniana son platónicos. Lo que he calificado de platónico es la verbalización y la conceptualización racional, el despliegue del pensamiento y la búsqueda dialéctica de una idea. En este despliegue se hace presente el método, que nada tiene de escolástico en el sentido tradicional, sino que es dialéctico, en el sentido platónico. En otras palabras, mediante el platonismo, san Agustín proporciona a su concepción de paz un sustento de coherencia teórica que favorece el diálogo entre la fe y la razón. El platonismo le entrega un caudal lingüístico que lo relaciona mejor con el mundo intelectual en que vive. En sus aspectos —sobre todo políticos—, no hay duda, a su vez, de una influencia de Cicerón, que proviene en especial de su República; y en el caso del libro 19, es notable la influencia del De finibus bonorum et malorum. Salustio es relevante sobre todo en La ciudad de Dios 5, y en diversos otros pasajes de motivación histórica. Varrón, por su parte, está presente en diversos pasajes de la obra con su impresionante erudición. El respetado erudito tiene además una influencia muy especial en La ciudad de Dios 19. No obstante, eso que denomino aquí “contenido”, es el tema que fundamenta la urdimbre de una determinada concepción. Esa urdimbre es bíblica, y forma parte de la Revelación.
Si bien esto no es el objetivo principal de este estudio, incide en el tema de la paz. Me referiré de forma breve a este asunto con el comento de un solo teólogo, quien argumenta que esa paz bíblica no es la paz del alma, tampoco la paz individual. He aquí que, al profundizar en el tema de la paz, Comblin añade: “Mais la Bible ne connaît pas de destin individuelle. La paix qu’elle connaît, c’est celle du peuple” (48).21 San Agustín es plenamente consciente de este punto, pues para él, como lo es para Comblin, “la paix sera coextensive au règne de Dieu” (85).22 De ahí que, al seguir un poco más adelante su línea de pensamiento, señala: “L’attitude première de l’homme qui veut la paix sera donc la foi dans la paix de Dieu. C’est la foi qui est la vérité de l’homme ... La foi prendra aussi le nom de patience” (85).23
Estos breves comentarios sobre el platonismo y la Biblia, en lo que respecta a nuestro tema, permiten recordar la complejidad de la area de descifrar un pensamiento en el que fe y razón coexisten imbricados, a la manera misma de cómo interactúan en la historia las dos ciudades. Son dos mundos —el de la razón y la Revelación— llamados en La ciudad de Dios al diálogo y la complementación. Una de mis propuestas en este estudio es que, precisamente, en de civitate Dei 19 se produce la síntesis del encuentro entre ambos universos. Es el momento más significativo, pues la razón y la fe no solo entran en profunda relación, sino que se enriquecen de forma mutua. De este giro decisivo ha de surgir fortalecido el largo proceso de la obra, la cual concluye con un final que manifiesta reminiscencias de las “Repúblicas” de Platón y de Cicerón.24
De vuelta a los temas más propios de este estudio, nos hallamos con una ciudad terrena que “a menudo se divide contra sí misma con litigios, guerras, y conflictos, buscando obtener victorias o bien mortíferas o en todo caso perecederas” (civ., 15, 4). Añade aquí san Agustín un dato de realismo político cuando afirma: Porque no puede tener siempre sometidos a los que ha subyugado con tal victoria”. Se trata aquí de un amor por vencer a quien se considera enemigo, y por esta razón los que buscan tal victoria la consideran un bien. Porque allí donde hay amor es que hay un bien, y el amor es deseo de un bien, el cual, por ser deseado, se ama. Desea la ciudad terrena imponer su paz mediante la guerra. Es una paz siempre difícil y perecedera, que requiere penosas guerras para imponerse (civ., 15, 4).25 Ahora bien, el concepto de victoria se encuentra en estrecha relación con la paz, de modo que desde el inicio mismo de la obra se presenta en paralelo con la terminología secular. Sin embargo, existe también una victoria y una paz de carácter escatológico. En el horizonte de la comparación dialéctica entre ambas ciudades, surgen con nitidez —desde el libro 2— los temas fundamentales que se expresan de forma sintética así: “Incomparablemente más ilustre es la ciudad de la altura, donde la victoria es la verdad; donde la santidad, dignidad; donde la paz, felicidad; donde la vida, eternidad” (civ., 2, 29, 2).
San Agustín se propone desde el inicio defender la ciudad de Dios, la cual, mientras “permanece en viaje (peregrinatur) entre los impíos viviendo de la fe”, se apresta a conseguir la estabilidad de la sede eterna, “de un modo supremo en una victoria definitiva y una paz perfecta” (civ., Praef.). Es como un pueblo en exilio que se encamina hacia la patria. La ciudad celeste entera es peregrina en cuanto es una civitas que vive como extranjera en el tiempo secular.26 Así, en contraposición con las victorias de las naciones en el devenir del tiempo, la ciudad celeste se encamina a esa victoria última, la cual tendrá por efecto la obtención de aquella pax perfecta venidera.
Para la ciudad terrena, en cambio, las victorias, “aut mortiferas aut certe mortales” (civ., 15, 4), tienen precisamente ese carácter de perecederas. No es menor, en consecuencia, esta suerte de apropiación por parte de san Agustín del término victoria, aunque los pasajes que lo atestigüen no sean muy abundantes (civ., 2, 29; 15, 4; 19, 10; 22, 2, 32). No faltan, por otra parte, las inscripciones y monedas en las que se les atribuye a los emperadores la “victoria Augusta”, expresión que proviene de la personificación de la victoria. Es, por consiguiente, un epíteto de la ciudad temporal, una imagen de hecho que la civitas terrena adopta para sí. En la civitas caelestis, por su parte, la victoria precede justamente al acontecimiento final en el que la ciudad de Dios alcanza con sus ciudadanos su morada eterna (civ., 19, 19).
Esto en razón a que para él, pax es una derivación de la ciudad celeste como societas.27 La fuerza de esta idea la refuerza también la participación común en el bien de ángeles y hombres en la ciudad de Dios:
Los que participan en común de este bien, constituyen entre ellos y con quien están unidos una sociedad santa (societatem sanctam) y son la única ciudad de Dios (una civitas Dei), ella misma su sacrificio vivo y su templo viviente (civ., 12, 9).
Por algo esta ciudad de Dios es una civitas, es decir, una comunidad organizada. Es una palabra expresamente elegida por la relación que tiene con su sentido y uso general más evidente en latín. Se añade a este uso el de Estado, en especial, el de los miembros de un Estado, es decir, la ciudadanía. Lo que une a una civitas es la común adherencia de los ciudadanos a un derecho común, lo que hace manifiesta la comunidad de objetivos; lo que vincula a los ciudadanos de la ciudad celeste entre sí es la adherencia que proviene de ese bien común, es decir, de ese Dios que concita un amor compartido por quienes la componen (amor Dei). Esa societas, por tanto, revela la presencia de un cuerpo de personas asociadas por un propósito común.28 Ese propósito compartido por la comunidad se señala, en síntesis, en la expresión amor Dei, así como en la ciudad terrena en el amor sui. Un propósito común, que es justamente el summum bonum, desde el que se suscita el origen de las convergencias, y hacia el que se encaminan las voluntades que aspiran a él. Este bien supremo de la ciudad de Dios es la “paz eterna y perfecta”.29
Nos encontramos, por tanto, ante un horizonte social, el cual más que moral es político, así como más que individual. Porque civitas y civis son vocablos que señalan una cierta asociación con otros, en los que se destaca el hecho de ser, como lo señalan Ernout y Meillet, “miembro libre de una ciudad, a la que se pertenece por su origen o por adopción” (124). Todos estos sentidos están explícita o implícitamente presentes en la mente de san Agustín, y los lleva él con cierta audacia al terreno de una teología de la paz. Esta societas Dei, digámoslo así, sugiere un cuerpo libre de personas asociadas por un propósito común. El aspecto de adopción, de algún modo, está presente quizá en esa gracia que predestina, punto sobre el cual parece ahora más prudente callar. En esas circunstancias, el concepto cristiano agustiniano surge de esa idea de asociación, en que las personas se unen por un vínculo común en una civitas; y ese vínculo surge libremente del amor Dei, el bien que la congrega. Por tanto, podemos sintetizar al máximo el asunto y afirmar que esta societas, que corresponde a la ciudad de Dios, es una comunidad de amor: “la sociedad de los que viven en el agapē”, es decir, en el amor cristiano (Velásquez 159).
He aquí, por consiguiente, una paz que es expresión de una comunidad viviente: “La paz, vínculo de una sociedad santa, estructura espiritual, edificio de piedras vivas” (en. Ps. 149, 2).30 El concepto de societas se manifiesta así como un elemento determinante para discernir el de pax. Con el propósito de afirmar con mayor claridad lo que en parte se ha señalado, es preciso constatar en la misma La ciudad de Dios (civ., 19), un giro de sentido importante. En este libro, la gran controversia con el paganismo, desarrollada en los anteriores dieciocho fascículos o libros, alcanza su cristalización. Queda atrás tanto la historia profana como la sacra. La exégesis bíblica, en la que se muestra el extenso recorrido de las dos ciudades, principalmente, a la luz de la Revelación y la Escritura, cede en los primeros y significativos capítulos del libro 19 a la filosofía, representada sobre todo por Varrón y Cicerón.
Ha llegado el momento para Agustín de poner frente a frente la filosofía y la teología, la razón y la fe. No es mera confrontación: es un encuentro con lo semejante, un discernimiento con lo distinto. Porque con puros y a veces sutiles análisis de carácter exegético se podía edificar más la piedad del creyente, pero con mayor dificultad convencer al gentil. Esto, además de sus extensos análisis de autores como Varrón, Cicerón y Salustio, presentes en los primeros dieciocho libros. Porque su conexión con la filosofía permite transformar su concepto de paz en una idea que puede abrirse camino hacia la ciudad terrenal.
Sin embargo, en esta extensa primera sección del fascículo 19 se tiene más en cuenta a los gentiles y a aquellos que, como Firmo, son catecúmenos, o que, como el pagano Volusiano, demuestran interés por el cristianismo.31 De civitate Dei es una obra polémica, es cierto, pero bien afirma O’Daly (37): “La extensión y detalle de su presentación de los puntos de vista cristianos no pueden ser explicados en solo términos apologéticos”. Es evidente cómo aquello que entre ellos representa la razón, es decir, la filosofía, es también apreciada por los cristianos como un medio indiscutible para iluminar el contenido de la Revelación. Hay una paz eterna, pero también hay una “paz cívica” (civ. 19, 16), muy en relación con los ideales de la ciudad en el mundo.
Al recordar las famosas definiciones de paz, vemos que la paz celestial consiste en una societas supremamente ordenada y concorde en el mandar y obedecer.32 Poco más adelante nos encontramos con un texto clave sobre la paz y la discordia entre ambas ciudades (civ. 19, 17). En este pasaje se ven reflejados los fines y los bienes diversos de cada ciudad, así como el grado de concordia que puede darse entre ambas. Se refiere al uso común por ambas ciudades de los bienes necesarios para la vida, pero cómo “el fin del uso de cada una es peculiar y diverso”. Señala también el hecho de que la ciudad terrena “fundamenta la concordia de los ciudadanos en el mandar y el obedecer”, de manera que se crea entre ellas “un cierto entendimiento de voluntades humanas” (civ. 19, 17). En el propósito de concluir un capítulo de una grande y compleja riqueza, me permito enfatizar lo siguiente: “De modo que, dice, puesto que la condición mortal les es común, se preserve la concordia entre ambas ciudades en los asuntos que conciernen a la terrena” (civ. 19, 17). Así, entonces, con una extraordinaria expresión sintetiza su pensamiento: “Por tanto, se sirve también de la paz terrena la ciudad celeste en su peregrinación” (“utitur ergo etiam caelestis ciuitas in hac sua peregrinatione pace terrena”, civ. 19, 17).
Esto demuestra que la paz de la ciudad de Dios no queda como suspendida en una escatología indiferente a la paz del siglo y su apego a la razón. Es lo que Agustín había sentido desde el momento de su conversión al catolicismo, precedida por su famoso descubrimiento de los libros de los platónicos. Los libri platonicorum fueron la antesala de su conversión,33 y Agustín nunca abandonará su respeto por la filosofía como expresión superior de la naturaleza de la razón.
Ahora bien, si los paganos no comparten el respeto o interés por las Escrituras, los cristianos sí comparten con ellos su respeto e interés por la filosofía. He aquí el vínculo privilegiado de encuentro, mediante el cual la razón y la fe entran en contacto. De ahí que, de lo que ahora se trata, es el paso del Bonum al Deus. En otras palabras, de qué manera el “bien del hombre”,34 en el que, según el testimonio de la gentilidad, se fundamenta su propia felicidad, termina siendo el Dios de la cristiandad. Ese “bien del hombre” es un descubrimiento de la ética griega, cuyos orígenes se remontan, de algún modo, a Sócrates y Platón, y el cual Aristóteles examina en sus dos éticas. Este es el paso fundamental, es decir, el bien supremo del hombre por el que este alcanza la felicidad es el Dios de la Revelación. Es una idea compartida por todos, pues todos desean ser felices. Es una común convicción de que no hay hombre que no quiera ser feliz. Aquí se encuentran los que él denomina —en lo que respecta al hombre sobre la tierra— “los fines de los bienes y de los males”.
De ahí comienza a tender san Agustín, como por vasos comunicantes, una vía de acceso a la gentilidad. La Revelación y la cultura pagana se encuentran de muchos modos en la filosofía, la expresión suprema de la razón.35 Busca crear un puente de acceso con la fe, lo que por supuesto no es nuevo, pero es un paso relevante en esta obra de diseño colosal, la cual, por lo general, avanzaba por otras vías. Él ya había reconocido con palabras favorables a Platón: “Platón dice que Dios es el verdadero y sumo bien, por lo que sostiene que el filósofo ama a Dios (philosophum amatorem Dei)”. He aquí el punto quizá principal: “De modo que puesto que la filosofía tiende a la vida feliz, gozando de Dios será feliz quien ame a Dios” (civ., 8, 8).36 Esta afirmación es de forma manifiesta concordante con lo que aquí tratamos. Es preciso suponer, sin embargo, que los hallazgos de la razón se mantienen en una esfera diferente de la Revelación y la fe. En efecto, los principios epistemológicos que las constituyen como ciencias, es decir, como teología y como filosofía, son respectivamente distintos.
Porque, si el sumo bien del hombre consiste en la vida feliz (beata vita), esta alcanza su plenitud en cuanto es una vita aeterna, cosa que la filosofía de los gentiles por lo general no considera (civ., 11, 11). De ahí se origina un giro en la orientación del discurso del libro, ya que traslada el asunto hacia los contenidos de la Revelación:
Si se nos pregunta qué ha de responder la ciudad de Dios al ser interrogada de estas cuestiones específicas, y en primer lugar, qué piensa de los fines de los bienes y de los males, responderá que el sumo bien es la vida eterna, y que el mal sumo es la muerte eterna; por consiguiente, para alcanzar aquella vida y evitar esta, debemos vivir rectamente. (civ., 19, 4)37
Ahora bien, si el summum bonum de la ciudad de Dios consiste en la vida eterna, es manifiesto que se trata aquí del bien supremo del hombre. Toda ciudad, en cuanto comunidad de ciudadanos, se orienta en dirección a aquel bien. Sin embargo, habíamos señalado al comienzo de nuestro estudio que el concepto agustiniano de paz está íntimamente ligado a la idea de ciudad de Dios. La explicación de esta relación entre pax y civitas se manifiesta en el hecho de que ese bien al que todos aspiran en ella, es asimismo el fin último de la ciudad. Porque el summum bonum, garante de la felicidad de los individuos y de la sociedad, es al mismo tiempo, en el lenguaje de Cicerón, aquello que se denomina en una expresión plural, “los fines de
Por consiguiente [quapropter] podemos decir de la paz, como lo hemos dicho de la vida eterna, que ella se constituye en los bienes supremos a los que aspiramos [fines bonorum nostrorum]... Y por esto fines [los límites de Jerusalén] debemos entenderlo aquí esta paz, que queremos demostrar que es la paz final. Pues incluso su nombre místico, es decir, Jerusalén, citado más arriba, significa visión de paz. (civ., 19, 11)
San Agustín afirma, en consecuencia, que el bien supremo de esta sociedad es la paz. Nos hallamos en estas circunstancias ante una transposition capitale,39 en la cual la gran discusión de la filosofía sobre los fines y los bienes supremos del hombre experimenta un giro decisivo. Esto, porque con el tema de los bienes y de los males supremos se buscaba esclarecer los fines que aseguraban la felicidad del hombre, es decir, aquellos que garantizaban una vita beata. La paz celeste es el summum bonum con cuya adquisición es solo posible una vita beata, ya que esta es solo posible en su grado supremo como vita aeterna. De ahí que Agustín concluye, casi al finalizar su fascículo (civ., 19, 27): “Et ideo pax beatitudinis huius vel beatitudo pacis huius, summum bonum erit”.40 De ese modo, la armonización de pax, beatitudo y summum bonum, forma la trilogía que hace de este libro 19 el núcleo en torno del cual gira el diseño de la obra, y su razón de ser como defensa de la ciudad de Dios queda en definitiva manifiesta.
En estas últimas páginas del libro 19 se establecen también otros aspectos de este importante asunto, puesto que se plantean ciertas precisiones que se consideraba conveniente manifestar una vez más. Es decir, si bien esta pax nostra propia es el bien supremo que consolida la felicidad eterna, ella se posee en esta vida solo per fidem (civ., 19, 27). Por tanto, existe en nosotros por la creencia, mediante la que el hombre manifiesta su fidelidad a las promesas divinas. Se supera, por así decirlo, los alcances de la razón, para entrar en el ámbito de la Revelación. Ese otro pueblo que forma parte de la ciudad terrenal “también en todo caso ama una cierta paz que es suya, que no hay que despreciar” (civ., 19, 26). Ella es, en efecto, una paz que también interesa a los ciudadanos de la ciudad celeste (nostra etiam interest), y con la cual comparte la vida del siglo: “Porque mientras ambas ciudades permanecen mezcladas, nos servimos también nosotros de la paz de Babilonia. El pueblo de Dios se libera de ella por la fe, por mucho que prosiga entretanto su peregrinación junto a ella” (civ., 19, 26).
Así, entonces, la paz de Dios no es una paz indiferente a la paz terrena, puesto que los ciudadanos de esta comparten aquí su vida con la terrenal. Se ha establecido con todo un paradigma que, a la manera platónica, crea un parámetro de medida y conciliación con la búsqueda de la paz en las naciones de la Tierra. Es decir, se establece una conexión cierta con la paz terrena, en especial con la paz cívica.41 Aquella propia de la ciudad de Dios es la eterna, la paz de los que esperan “aquellas realidades eternas que han sido prometidas para el futuro” (civ., 19, 17). Sin embargo, ante la importancia que le asigna a estas conclusiones “tan dificultosas” a las que ha llegado, ya había insistido al afirmar, en busca de claridad: “Es indudable que el fin de esta ciudad, donde ella poseerá el sumo bien, debe llamarse ya sea paz en la vida eterna o vida eterna en la paz, para que todos puedan entenderlo más fácilmente” (civ., 19, 11).
Nos hallamos, entonces, ante una clarificación muy significativa. Si cada ciudad (bien sea la celeste o bien la terrestre) se identifica por el objeto que consideran como su bien supremo, entonces, se reconoce a la ciudad de Dios en la Tierra por su esperanza en la obtención futura de una paz eterna. Puesto que esa paz se ha de vivir de una manera sempiterna, se denomina “vel pax in vita aeterna vel vita aeterna in pace”. Resulta, además, que quedan así más claros los objetivos de De civitate Dei, inmenso tratado al que él mismo Agustín denomina en su prólogo “una obra extensa y dificultosa” (magnum opus et arduum). Porque la mayor dificultad que experimenta el hombre sobre la tierra es entender por qué existe el mal. Así, una ardua pregunta por resolver, cuando de sociedades y naciones se trata, es por qué existen en ellas del conflicto y la guerra.
Esta es una pregunta que, en especial, resulta relevante en los tiempos que precedieron de forma inmediata al quiebre del Imperio romano en Occidente. De ahí que san Agustín, en el año duodécimo de su gran obra, entiende que en esto se encuentra el núcleo central de su doctrina cívica. La vida feliz y la paz de esa societas forman un conjunto semántico indisoluble. Ambas se relacionan con la búsqueda central del hombre, quien intenta la elucidación de la pregunta esencial de la filosofía sobre cuál es la vida feliz. Esta, de acuerdo con san Agustín y los sabios de la Antigüedad, es una vida que se alcanza mediante aquellos bienes supremos que constituyen el denominado “bien del hombre”. Este bien es un asunto que concierne sobre todo al hombre en cuanto realidad social, es decir, como ciudadano que comparte una organización cívica. Así, se constituye como pueblo, a saber, mediante su orientación hacia un bien común que, por eso mismo, es el supremo. Ahora bien, esos bienes se distinguen en temporales y eternos, y la beatitudo que se considera aquí o bien es de carácter eterno, o bien perecedero. Afirma san Agustín, en consecuencia:
Porque tan grande es el bien de la paz, que incluso en los asuntos terrenos y perecibles nada parece más grato ni más apropiado de escuchar, nada que más se desee cuando falta, nada, finalmente, mejor de encontrar. (civ., 19, 11)
Se puede, en consecuencia, establecer una doctrina agustiniana de la paz, la cual abarca tanto el orden sobrenatural como el orden temporal. Esta doctrina transformó, de hecho, a san Agustín (su creador) en el clásico Doctor pacis christianae. Porque, si bien este estudio busca contribuir al esclarecimiento de la concepción agustiniana de pax aeterna, es precisamente en esa búsqueda que el concepto de pax terrena aparece como una realidad que debe considerarse. Si la pax aeterna es la culminación del acontecer histórico de la ciudad de Dios, la pax terrena forma parte de la aspiración de ambas ciudades. Los vínculos de ambos conceptos de paz provienen de los vínculos que san Agustín procura establecer a lo largo de La ciudad de Dios entre fe revelada y razón filosófica. Se deja en evidencia que ambas ciudades buscan la paz, y ambas ciudades participan con provecho en este mundo de la paz terrena. Esto es así, aunque para san Agustín la paz de la ciudad superna se establece como la suprema aspiración posible para el hombre sobre la tierra. De ahí que, al volver sobre el tema central del libro 19 (y podríamos decir de toda la obra), el mismo Agustín afirma: “Y por esto la paz de esta suprema felicidad [beatitudinis] o la felicidad suprema de esta paz, será el sumo bien” (civ., 19, 27).
Cuando el tema de la paz, dentro de su riqueza, ya parecía haberse agotado, hallamos en los dos últimos capítulos del libro 22 una expresión que Agustín no había utilizado en toda la obra. Me temo, además, que es preciso decir que en estos dos capítulos finales se revela —muy platónicamente, pues se encuentra al final y no al principio— la clave última de la pax aeterna agustiniana.42 Allí, en el horizonte de la paz eterna, el bien supremo final de los llamados por la gracia se ve superado por la pax Dei. Es esa paz que, según el Apóstol, “supera todo entendimiento” (Phil 4, 7; civ. 22, 29). Esta paz de Dios se constituye en la cima de la paz, “ya que, por cierto, no hay duda de que supera el
Solo doce veces en todos sus escritos menciona este texto de Filipenses en conexión con la paz, y en ninguno con esta profundidad.44 Porque la pregunta que se plantea ahora es acerca de “cuál ha de ser la naturaleza de esta actividad, o mejor dicho, de este reposo y tranquilidad” (civ., 22, 29).45 El asunto que se inquiere es el estado final de un proceso por el que los ciudadanos de la ciudad celeste culminan su peregrinaje en la “estabilidad de su eterna morada” (Praef.). Se trata, entonces, nada menos que del desenlace último de la trayectoria del hombre sobre la tierra como historia de salvación.
Quizá se puede entender mejor por qué se dice en civ., 19, 27, que la pax beatitudinis y la beatitudo pacis, las cuales reinarán en la eternidad, son equivalentes. Al referirse Agustín a una “paz de felicidad” y una “felicidad de paz”, se refiere de forma implícita a que la verdad, como objeto supremo de contemplación del entendimiento, se ve superada por el bien último, que es Dios. Se trata de una felicidad cuyo objeto último es el bien supremo. Si supera todo entendimiento es que sobrepasa toda verdad; es, entonces, un bien superior, y por eso capaz de suprema felicidad.
La mente en aquel estado de visión celeste se encuentra ante una realidad que la sobrepasa, es decir, en el que la paz “supera todo entendimiento”, aunque “no supera en todo caso el de Dios”. La cuestión tiene que ver, en consecuencia, con ese vivir cabe el Dios de la ciudad superna, en presencia de esa paz de Dios inaccesible a nuestro entendimiento. De la paz, sin duda, en la concepción agustiniana, se participa pro modo nostro a la manera de una idea inteligible. Ella adquiere una dimensión que se expresa en tres niveles, los cuales se engloban como en un conjunto de esferas: “Mas, puesto que también nosotros según nuestra propia medida somos partícipes de su paz, conocemos la paz suprema en nosotros y entre nosotros y con Él mismo en el grado más alto posible en nosotros” (civ., 22, 29).
De ahí que la paz eterna consiste en un estado de visión de Dios, personal y compartido entre los ciudadanos de la ciudad celeste.46 Un estado de visión que supera todo entendimiento porque se nos ofrece no al nivel de la verdad, sino al de la bondad divina.
Solo resta decir, entonces, que la paz eterna, en cuanto realidad individual y comunitaria en la ciudad celeste, tiene a Dios por objeto de eterna contemplación. Dios se contempla de forma participada y, en la medida de lo posible, como una “paz que supera todo entendimiento”. Esa es la pax Dei en que Dios vive, la cual, en la morada eterna, infunde felicidad a un entendimiento humano que se ve superado por el objeto,
Secundum hoc dictum esse debemus accipere, quia pacem Dei, qua Deus ipse pacatus est, sicut Deus novit, non eam nos sic possumus nosse nec ulli angeli. (civ., 22, 29)47
Lo que supera el entendimiento del hombre y del ángel es “la paz de Dios por la que Dios mismo permanece en paz”; no es la paz de Dios en general, sino esa paz propia de la divinidad que Agustín denomina aquí “pax Dei”. Sin embargo, la paz de todos modos es eternamente compartida por los ciudadanos de la ciudad celeste del porvenir, que él llama “santos”. De ahí que, “por tanto, si los santos han de vivir en la paz de Dios, ciertamente vivirán en aquella paz que supera todo entendimiento” (civ., 22, 29). Esa es la “paz de Dios”, la cual se establece en la cúspide en la que toda otra paz adquiere su significado; en otras palabras, se manifiesta desde un paradigma viviente. La paz eterna, por tanto, es la paz suprema de la societas que conforman los ciudadanos de la ciudad de Dios. Pero esta no es la “paz de Dios”, aunque sí es su “paz eterna” participada en la vida futura.
Notas
1. “Este es un cántico de paz, este es un cántico de amor [caritatis]... la paz, vínculo de una sociedad santa, estructura espiritual, edificio de piedras vivas”.
2. La expresión: “fines de nuestros bienes” corresponde a “fines bonorum nostrorum”, lo que equivale a —como señala Glare (704)— “The supreme good (or evil) to be sought (avoided) in life”.
3. Civ., “Praefatio”: “Sive in hoc temporum cursu, cum inter impios peregrinatur ex fide vivens”. Véase Dombart y Kalb.
4. Civ. 19, 10: “Sed habentes victoriae praemium aeternam pacem quam nullus adversarius inquietet”.
5. “In hoc temporum cursu”.
6. Enarraciones in psalmos fue escrita en el 407, y en ella se lee: “Bonum nostrum cui suspiramus pax erit”.
7. “Pax caelestis civitatis, ordinatissima et concordissima societas fruendi Deo et invicem in Deo.” Dejo, de cierta manera, en penumbra la famosa descripción décima final: “Pax omnium rerum, tranquillitas ordinis”.
8. Los problemas no comenzaron con el saqueo de Roma en el 410. Las quejas y la resistencia venían de más atrás, de modo que, al momento de escribir La ciudad de Dios, ya tenía visualizados los verdaderos enemigos. De acuerdo con Momigliano (99), esos eran los estudiosos de la antigüedades romanas, los poetas y los comentadores de los poetas: “He saw in them the roots of the new resistance against Christianity which became evident towards the end of the century”.
9. De acuerdo con Brown (7), “by the third century A. D., the high plains and the valleys of the plateau —the old Numidia— where Augustine was born, had been planted with grain, criss-cossed with roads, settled with towns”. Tagaste mismo, un municipium romano, se encontraba a unos 97 kilómetros al sur de Hipona.
10. “Nos sumus tempora: quales sumus talia sunt tempora”.
11. Sobre la epístola 102, 18, escrita alrededor del 408 o el 409, se refiere en retract. 2, 31, como “sex quaestiones contra paganos expositae”. Allí menciona los “dii falsi, hoc est daemones, qui sunt prevaricatores angeli”. En ese sentido los demonios son “falsos”, pero existen.
12. “En la medida en que esos demonios existen y engañan a los hombres, es necesario combatirlos a fin de que los hombres se salven”.
13. “...Que finalmente es antes que nada una apología del cristianismo”. Véase civ., Praef.
14. La idea de desprecio la vemos bien presente en Plotino. En Enn. I 4, 14, 4, como un desprecio (καταφρόνησις) de los bienes del cuerpo. Es un tipo de menosprecio (kata-), como en Enn. I 6, 7, 19, (καταφρονεῖν). Aparece en otro texto relacionando, de manera significativa, el desprecio a los dioses con la maldad en el alma (II 9, 16, 1; 3; 4; 13); se lee allí: “Porque además todo hombre malvado incluso antes de serlo pudo haber despreciado a los dioses (καταφρονήσειεν ἂν θεῶν), y si no fue aún totalmente malo antes, por el hecho de despreciarlos llegaría por eso mismo a serlo”.
15. “Fecerunt itaque civitates duas amores duo, terrenam scilicet amor sui usque ad contemptum Dei, caelestem vero amor Dei usque ad contemptum sui’. El sui es aquí el pronombre reflexivo de tercera persona (no un posesivo) y carece de nominativo. Como tal, contiene los dos números y los tres géneros en su significado de “de sí”. Bastaba traducir “el amor de sí”, pero con la intención de hacer más explícita la expresión, he añadido el amor “de sí mismos”. Los “sí mismos ” son los ciudadanos.
16. “Recte igitur significat Isaac, per promissionem natus, filios gratiae, cives civitatis liberae, socios pacis aeternae, ubi sit non amor propriae ac privatae quodam modo voluntatis, sed communi eodemque inmutabili bono gaudens atque ex multis unum cor faciens, id est perfecte concors oboedientia caritatis”.
17. “Perfecte concors oboedientia caritatis”.
18. “Haec est pax illa et beatitudo in futuro saeculo, propter quam consequendam temperanter et iuste et pie vivendum est in hoc saeculo”.
19. Este principio filosófico de la participación lo compendia de forma conveniente Thonard (317-327).
20. Véase civ., Praef.
21. “Pero la Biblia no conoce destino individual. La paz que ella conoce es la del pueblo”.
22. “La paz será coexistente con el reino de Dios”.
23. “La actitud primera del hombre que quiere la paz será entonces la fe en la paz de Dios. Esa fe que es la verdad del hombre [...] La fe tomará también el nombre de paciencia”.
24. Me refiero a los grandiosos mitos de Er y del Sueño de Escipión, con los que culminan ambos diálogos.
25. “Hanc pacem requirunt laboriosa bella”.
26. Si bien la idea de peregrinación es un punto importante, es preciso, sin embargo, limitarse a señalar ciertos aspectos generales. De acuerdo con Clausen (1991), “peregrinari is a real movement corresponding in the spiritual realm to the physical ambulare... Yet contrary to classical ideas about peregrinatio as a journey, for Augustine the goal lies outside the self, and indeed outside time and space, and has both an existence and a desiderability independent of the individual peregrinatio as a journey” (44).
27. En un contexto eucarístico, san Agustín se refiere a la sociedad de los santos que es alimentada con la carne y la sangre de Cristo: “... id est, societas ipsa sanctorum, ubi pax erit et unitas plena atque perfecta” (Io. ev. tr., 26, 17).
28. De acuerdo con Glare: “2 (meton.) A body of persons associated for a common purpose” (1778).
29. Véase civ. 19, 20: “Quam ob rem summum bonum civitatis Dei cum sit pax aeterna atque perfecta...”.
30. “Pax, vinculum sanctae societatis, compago spiritalis, aedificium de lapidibus vivis”.
31. San Agustín se queja ante Firmo, que ya ha leído diez de los primeros libros del De civitate Dei, y se excusa de no haber recibido aún el bautismo: “Nam quod in alia tua epistola te ab accipiendo sacramentum regenerationis excusas, totum tot librorum quos amas fructum recusas” (Divjak 63-64, Ep. 2*, 3).
32. Véase civ., 19, 13: “Pax caelestis civitatis, ordinatissima et concordissima societas fruendi Deo et invicem in Deo”.
33. Véase conf. VII, 20: “Sed tunc lectis platonicorum illis libris...”; véase también VII 8, 9.
34. Al analizar el libro de Varrón, san Agustín dice lo siguiente: “Proinde summum bonum hominis quo fit beatus, ex utriusque rei bonis constare dicit, et animae scilicet et corporis” (civ., 19, 3, 1).
35. Hagendahl declara en sus conclusiones lo siguiente: “Among the profane Latin authors in Augustine’s works Cicero takes first place, far ahead of Virgil and Varro” (569).
36. “Ipsum autem verum ac summum bonum Plato dicit Deum, unde vult esse philosophum amatorem Dei, ut, quoniam philosophia ad beatam vitam tendit, fruens Deo sit beatus qui Deum amaverit”.
37. “Si ergo quaeratur a nobis, quid civitas Dei de his singulis interrogata respondeat ac primum de finibus bonorum malorumque quid sentiat: respondebit aeternam vitam esse summum bonum, aeternam vero mortem summum malum; propter illam proinde adispiscendam istamque vitandam recte nobis esse vivendum”.
38. De acuerdo con Glare (705): “finis (No 15): An extreme of degree, zenit, culmina ting point. b (phil.) finis bonorum (malorum) the supreme good (evil) to be sought (avoided) in life”.
39. Comentan, justamente, Bardy y Combès (96): “La paix substitué à la vie éternelle, devient pour saint Augustin le bien suprême: cette transposition est capitale”.
40. “De modo que la paz de esta felicidad o la felicidad de esta paz será el bien supremo”.
41. Véase civ., 19, 16: “Ut ad pacem civicam pax domestica referatur”.
42. La expresión pax Dei es rara en san Agustín. En La ciudad de Dios (fuera de una mención de pasada en 19, 12) aparece tres veces, y solo en 22, 29.
43. Aparte de la cita que mencioné, la cual dice escuetamente: “Odit ergo iustam pacem Dei et amat iniquam pacem suam” (civ., 19,12), un locus classicus de la aparición final e inopinada de la clave última de un proceso dialéctico discursivo se encuentra en el Banquete de Platón (210e): ἐξαίφνης κατόψεταί τι θαυμαστὸν τὴν φύσιν καλόν.
44. Véase ep. 130, 14; 147, 14, 18; 238, 2; en. Ps. 131, 10; s. 77A; ench. 16, 3 .
45. “Et illa quidem actio vel potius quies atque otium quale futurum sit”.
46. Ahora se nos revela con claridad que esa participación de la paz tiene lugar, en su culminación, en “la misma común ciudad de Dios” (civ., 19, 27).
47. “De acuerdo con esto debemos entender este texto en el sentido que ni nosotros, ni ningún ángel, podemos conocer la paz de Dios por la que Dios mismo permanece en paz, como Dios la conoce”.
Referencias
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