Capítulo de Investigación
6
Contra la mentira: la veracidad como camino de paz en san Agustín
Against lying: truthfulness as a path to peace in Saint Augustine
https://doi.org/10.28970/9789585498228.6
Presentación
Nadie ha dudado nunca que verdad y política más bien no congenian y nadie, que yo sepa, ha incluido nunca a la verdad entre las virtudes de la política. Se ha considerado siempre la mentira como instrumento necesario y justificable, no sólo del político y del demagogo, sino también del hombre de Estado. ¿Por qué? (...) ¿Es de la esencia de la verdad el ser impotente, y de la esencia del poder el ser fraudulento? (Arendt 22).
Con estas palabras, la filósofa Hannah Arendt inicia sus “Reflexiones sobre verdad y política” en 1970. Estas nos sitúan en el centro de la problemática sobre cuál es la relación entre la veracidad, la mentira y la vida social y política. ¿Qué lugar cumple la veracidad en la realización del anhelo político que denominamos “paz”? Nos proponemos reflexionar esto de la mano del pensador de la Antigüedad tardía Agustín de Hipona. Abordaremos esta cuestión en dos pasos. Primero, se busca caracterizar la mentira a partir de su estructura como acción comunicativa y de su práctica en las sociedades contemporáneas, esto último siguiendo especialmente al filósofo Jacques Derrida. Luego, se describe la mentira como problemática moral en san Agustín y sus consecuencias sociales y políticas. La conclusión busca reunir estos aspectos, y propone en este sentido la vigencia del pensar agustiniano sobre la disposición de veracidad como pilar de la paz del alma racional y de la concordia entre los pueblos.
La práctica de la mentira en la sociedad contemporánea. A propósito de una reflexión de Jacques Derrida
Para una caracterización de la mentira resultan de interés los derroteros abiertos en la filosofía contemporánea por la pragmática lingüística. Esta ha tenido el gran mérito de visibilizar que el lenguaje no es solo el vehículo de la verdad-falsedad del enunciado y su ajustamiento o no a lo real, sino que constituye un medio de relación entre sujetos. En la comunicación de un enunciado “s es p”, no solo se juega la verdad de la proposición, sino también la relación entre el sujeto (S) que dice “s es p” a otro sujeto (S’). Es la fecunda perspectiva abierta por John Searle (13-79), según la cual realizamos actos de habla, que son la forma básica de la comunicación lingüística. Un acto de habla completo o acto ilocucionario tiene la forma de “S propone ‘p’ a S’”, de modo que muestra una relación no solo representativa —lo representado en la proposición ‘p’ a través de palabras emitidas—, sino “presentativa” —el presentarse de S ante S’, al poner algo (‘p’) ante sus ojos (Giannini 130). Un acto de comunicación lingüística —como, por ejemplo, prometer, afirmar, preguntar, agradecer, aconsejar, negar, jurar, dar una orden, pedir perdón— instaura una relación intersubjetiva a la que subyacen, además de las convenciones propias de cada idioma, reglas implícitas que permiten su comprensión. A modo de ejemplo, cuando alguien afirma algo a otro, previo a entender el contenido de la afirmación, comprende qué significa afirmar en cuanto tal. Dos reglas básicas de un acto de habla es el realizarse este entre sujetos capaces de comprensión lingüística y la veracidad.
A partir de esto, podemos decir que la mentira es un tipo de acción comunicativa defectiva. Sandra Laugier nos recuerda que John Austin, en How to do Things with Words (1962), distingue dos formas de no realización de una acción comunicativa: el fracaso (misfire) y el abuso (abuse). Un acto comunicativo fracasa cuando no se realiza por razones procedimentales (p. ej., no entender el idioma), de manera que permanece incompleto o nulo. En cambio, el abuso de un acto comunicativo consiste en la falta deliberada por parte de los participantes a las reglas de la acción comunicativa, tales como la insinceridad o el engaño. Por ejemplo, decir a alguien “lo felicito”, pero en el interior no alegrarse sino dolerse con su éxito; o decir a alguien “prometo” sin la intención de cumplir. Estos actos tienen un paralelo con la mentira. Laugier (1046) aclara: “La insinceridad es el elemento determinante de la mentira, y la distingue del ‘simple decir lo falso’”. La mentira forma parte de los abusos del lenguaje, no como enunciado falso ni como acción no realizada, sino como acción verbal carente. De este modo, el fracaso de una proposición depende del “acto de discurso total en la situación de discurso total” (Austin, como se cita en Laugier 1047) y la mentira constituye una forma de no realización de la comunicación por abuso de insinceridad.
Este abuso del lenguaje, y de la relación intersubjetiva de comunicación, ha constituido una parte de la condición humana desde el inicio de la historia (Koyré 117). No obstante, es posible pensar que las diversas culturas y épocas expresen tal defección de formas nuevas y específicas; si es así, es de interés desentrañar dicha especificidad con el fin de enfrentar la mentira como problemática humana y social. Para esto, nos centraremos en las orientaciones ofrecidas por el filósofo francés Jacques Derrida en la conferencia “Historia de la mentira”, la cual pronunció en Buenos Aires en 1995.
En dicha conferencia, Derrida abordaba las implicancias de la mentira en la actividad política de las sociedades actuales, e intentaba trazar una genealogía del concepto. En primer lugar, el autor constata que la preocupación por la cuestión de la mentira no es nueva en el análisis filosófico, y cómo está presente desde la antigüedad. Derrida recuerda, por ejemplo, el diálogo Hipias menor de Platón, el texto Sobre un pretendido derecho a mentir por filantropía de Kant (1797), o en la filosofía contemporánea el texto Verdad y política de Hannah Arendt; en este camino, ocupa un lugar central el pensamiento de Agustín de Hipona.
Comienza Derrida con la aclaración agustiniana: mentir es un acto intencional, por el cual se dirige a otro un enunciado del que se tiene conciencia explícita de que es falso con la intención de hacerle creer. Se relaciona, entonces, con el acto de decir y, en especial, con el querer decir; el mentiroso sabe la verdad de lo que piensa y lo que dice, sabe que miente (47 y 52). Lo contrario de la mentira no es la verdad ni la realidad, sino la veracidad o veridicidad, el decir-verdadero, el querer-decir-verdadero. Mentira es, entonces, distinto que error accidental, ignorancia, prejuicio, incorrección en el razonamiento, falta en el orden del saber-actuar-hacer, incompetencia, falta de lucidez o agudeza analítica; tampoco es autosugestión o mentira hacia sí mismo. Derrida nos recuerda que “para mentir, en el sentido estricto y clásico del concepto, hay que saber la verdad y deformarla intencionalmente” (Derrida 69-70). El mentiroso es “alguien que dice que él dice la verdad” (77), por tanto, se relaciona con males radicales como el falso testimonio o el perjurio.
Ahora bien, la historia, y en especial la historia política, dice Derrida (51 y 53), rebosa de mentiras. Tal como lo ha sacado a la luz Hannah Arendt, no solo existe la mentira política tradicional, en la que se trata con habilidad y diplomacia secretos o intenciones con fines políticos. El sentido de la mentira moderna —expone Arendt— es que no solo simula o esconde la verdad, sino que destruye la realidad original y la convierte en otra. Se trata de la “reescritura moderna de la historia” (29), que tratando de cosas no secretas sino conocidas por todos, fabrica imágenes para sustituir lo original, especialmente a través de la técnica mediática y su uso por parte de los poderes políticos o económicos. También en este campo —el del decir y el querer decir— la técnica transforma de forma radical la acción humana; se agrega la novedad de la “mentira de Estado” en relación con los “crímenes a la humanidad”, figura jurídica que no existía antes.
Arendt aclara que la mentira en política se refiere, de acuerdo con la distinción de Leibniz, no a las verdades de razón —como un teorema matemático— sino a las verdades de hecho, las cuales versan sobre acontecimientos y circunstancias que, precisamente, importan en la política; por tanto, el propósito de esta no parece ser el dominio de la verdad, sino el de la opinión de muchos, pues en esta se sustenta en gran medida la autoridad de un poder político (Arendt 23). La mentira como esfuerzo de reescribir la historia es una acción social y política, pues busca una transformación histórica; el mentiroso quiere que las cosas sean diferentes de como son, para lo cual usa su libertad y crea una nueva historia con la negación o distorsión de los hechos; en realidad, lo que lleva a cabo es un abuso de su libertad. Dado el sistema actual de comunicaciones —el cual Arendt describía ya en 1970—, es característico de la mentira moderna (como manipulación de hechos y fabricación de imágenes) que no afecte solo a alguien en particular, sino que pretende defraudar a muchos o a todo el mundo; incluso, puede constituirse en autoengaño, en el que el sujeto ya no sabe distinguir entre lo verdadero y la imagen de lo real que ha construido. El mayor peligro de la sustitución de la verdad por la mentira es que redunda en una pérdida de todo sentido por el cual se pueda afirmar una posición en el mundo; en este momento, la acción de quien habla con veracidad es especialmente significativa y necesaria (Arendt 28). Cabe destacar que la reflexión de Arendt sobre la mentira en política, como ella misma señala, no puede dejar de ver que lo político no se define sin más como el campo de batalla de intereses particulares y partidistas, así como de ambición de poder. En este sentido, Arendt (31) destaca la dignidad de lo auténticamente político, el ámbito en el que estamos con otros y actuamos junto con ellos en el espacio público, participamos del mundo mediante la palabra y la acción, en fin, somos nosotros mismos y nos mostramos capaces de iniciar algo nuevo en el mundo. Ahora bien, la acción con otros en el espacio público requiere de la intención de veracidad como estructura comunicativa básica.
En la línea de esta reescritura, Derrida se refiere a la reflexión de Alexandre Koyré (como se cita en Derrida 74) sobre la utilización de la cuestión de verdad-mentira por los regímenes totalitarios. Estos niegan la concepción de la verdad objetiva, del valor universal de la verdad; la función de este pensamiento no es revelar lo que es, sino transformar lo que es al guiarnos hacia lo que no es; cuando este es el fin, se prefiere el mito a la episteme, la retórica que apela a las pasiones a las demostraciones que apelan a la inteligencia. No obstante, a modo de complementación de la reflexión de Koyré, cabe señalar que el recurso a la mentira no es privativo de los regímenes totalitarios y pueden usarlo las democracias de distinta orientación partidista; esto ocurre, por ejemplo, cuando mediante actitudes totalitarias de sus miembros o grupos, intentan imponer formas de hegemonía.
Koyré aclara que la mentira, existente desde el comienzo de la sociedad humana, nace como “placer de ejercer la sorprendente facultad de ‘decir lo que no es’ y crear, gracias a sus palabras, un mundo del que es el único responsable y autor” (Koyré 117), o bien como mecanismo de defensa de quienes se encuentran en una situación de inferioridad o debilidad y buscan reafirmarse, confundir o vengarse de su adversario. Al reflexionar sobre la mentira política moderna y las innovaciones de los gobiernos totalitarios, Koyré sostiene que “nunca se ha mentido tanto como ahora. Ni se ha mentido de una manera tan descarada, sistemática y constante” (Koyré 117). La mentira política de los regímenes o grupos totalitarios se caracteriza por dirigirse a las masas, a quienes a menudo desprecia; pese a que la sigue ejerciendo una sociedad con secretos, se transforma con frecuencia en una conspiración “a la luz del día”, de un grupo que no esconde sus objetivos y planes. En este caso, la mentira se afianza en el poder del grupo dominante de explotar la credulidad, la obediencia, las pasiones, los resentimientos, los miedos, las inseguridades, los anhelos y la capacidad de autoengaño de las masas (125). Por último, Koyré (120) observa que, si bien en tiempos de paz existe cierta tolerancia a la mentira en las relaciones sociales, en general la mentira se presenta como un arma en situaciones de hostilidad, amenaza o guerra. Esto nos conduce a pensar que la paz social ha de construirse más bien mediante actitudes de veracidad y confianza.
Por medio del análisis de Derrida en torno a Koyré y Arendt, llegamos a una constatación: la práctica del mentir está muy presente en los Estados modernos después de la Segunda Guerra Mundial. La mentira es un instrumento de la política moderna y se presenta de variadas formas: como ocultamiento, ejercida como arma estratégica del Estado, la diplomacia o los partidos; como simulación, característica de las sectas, las sociedades secretas, los grupos conspiradores o los terroristas; como medio en la técnica publicitaria de creación masiva de imagen y opinión pública; como reescritura del sentido de la historia presente o pasada y, por último, como odiosidad a la idea de verdad. Cabe señalar que el carácter propiamente contemporáneo de la mentira no es tanto el ocultamiento o la simulación, sino el problema de la ausencia de la verdad y su reemplazo mediante la reescritura de la historia, con la especificidad de la ampliación de su alcance en el espacio y en el tiempo que brinda la técnica mediática. Esto atenta de un nuevo modo contra las esperanzas de sociabilidad y de paz.
El análisis de Agustín de Hipona sobre la mentira y su relevancia para la actualidad
Quince siglos antes, Agustín de Hipona reflexionó sobre el significado metafísico y ético de la mentira en De mendacio (395) y Contra mendacium (421), con el objetivo de refutarla (retrac., I, 27).1 La condición y vocación originaria del ser humano es el anhelo de verdad; algunas pruebas que aduce Agustín son el gozo que provoca entender, el deseo universal de no ser engañado o la búsqueda de la verdad como itinerario de la vida feliz.2 Teológicamente, la mentira es consecuencia del pecado original; con este comienza el “camino hacia abajo”, de acuerdo con Heidegger (73), lo cual involucra odio a la verdad, engaño o autoengaño, desesperación de hallar la verdad. La caída del hombre comienza con una mentira: “Serán como dioses” (Gn. 3,4); por eso puede decirse que el demonio es “el padre de la mentira” (civ., XIV, 3, 2) y de allí la gravedad de tal experiencia y sus efectos. La mentira provoca una ruptura relacional; se quiebra dramáticamente la amistad del hombre con Dios y con sus semejantes, e inicia así su inestabilidad y precariedad existencial, lo cual se manifiesta en miedo, inquietud y búsqueda de seguridad.
A partir de este significado metafísico y antropológico, Agustín hace algunas distinciones para no confundir la mentira con lo que no lo es, pues “no se debe pensar que miente el que no miente” (mend., II, 2). Mentir no es decir algo sin seriedad como ocurre en el humor, ni la forma del decir usada en la ficción o virtualidad del teatro o de la literatura, ni decir algo falso creyendo u opinando que es verdadero (mend., III, 3). Quien expresa lo que cree u opina interiormente —aunque sea errado— no miente. Miente quien tiene una cosa en la mente y expresa otra distinta con palabras u otros signos. Se dice que el mentiroso tiene un pensamiento disociado: por una parte, el que sabe u opina que es verdadero y se calla; por otra, el que dice a pesar de que sabe o piensa que es falso. Al veraz y al mentiroso no hay que juzgarlos por la verdad o falsedad de las cosas, sino por la intención:
Todo el que miente habla con voluntad de engañar, pues dice lo que no siente. Y ciertamente, las palabras han sido formadas para que, por medio de ellas, nuestros pensamientos puedan llegar a conocimiento de los demás, no para engañarnos mutuamente. (ench., VII, 22)
Mendacium consiste en decir algo mediante palabras u otros signos con intención de engañar, es decir, en “querer decir falsedad”, y es la primera de las faltas contra la verdad. Dado que la mentira es una corrupción o vicio en sí mismo —contraria a la antropología humana originaria orientada hacia la verdad que se produjo como consecuencia del pecado original— toda mentira es mala y se debe huir de ella. No obstante, Agustín es consciente del problema que constituyen en la vida cotidiana diversas situaciones desconcertantes (mend., I, 1), con base en las cuales a menudo se piensa que se puede mentir de forma honesta. El principio: “No quieras mentir” (mend., XVII), ¿cómo entenderlo? ¿Como “nunca se puede mentir” o como “sin desear mentir permitirse hacerlo para evitar un mal mayor”? ¿Alguna vez puede ser útil o provechoso mentir? (mend., V, 5). San Agustín advierte que el tema es oscuro, zigzagueante y debe ser tratado con sumo cuidado, buscando con los que buscan, no afirmando nada temerariamente, confiando en la certera investigación y con una disposición afectiva de amor total a la verdad y de rechazo total a la falsedad.
Al reflexionar en torno a esta cuestión, Agustín trae a la memoria algunos hechos bíblicos, entre los cuales nos detendremos en dos. El primer caso es el de las parteras egipcias que mintieron para salvar de la muerte a los recién nacidos.3 Dios las benefició porque tuvieron misericordia de los hombres, compensó su generosidad y humanidad, su bien, por eso les perdonó el mal (c. mend., XV, 32). Nadie se atrevería a condenar la conducta de ellas, lo que no constituye una justificación de la mentira. El segundo caso es el de Raab, la prostituta de Jericó;4 Agustín entiende el valor de no delatar a quien recurre a otro para que con una mentira lo libre de la muerte, pero tampoco esto puede entenderse como una justificación del mentir (mend., XIII, 22-23; c. mend., XVII, 34), sino como un paso de quien no ha llegado aún a la meta sino que peregrina hacia ella.
En definitiva, Agustín se enfrenta a la difícil cuestión de si alguna vez es aceptable mentir y si puede mentirse en bien del prójimo (c. mend., XV, 33). La primera consideración es una precaución hermenéutica, es decir, el adecuado entendimiento del sentido de los textos bíblicos (mend., V, 6; XIV, 29). Puesto que ninguna mentira es justa (c. mend., XV, 32), se ha de juzgar su significado verdadero no al entenderlo en sentido moral como algo a imitar, y sin olvidar que “en la doctrina de la religión, nunca se debe mentir” (c. mend., XII, 26).
Enseguida, Agustín distingue diversos tipos de mentira en gravedad decreciente, según materia, objeto e intención. La primera es la mentira sobre la doctrina; no es legítimo mentir para descubrir una falsedad5 y existen otros medios, como el debate veraz: “Las mentiras hay que evitarlas con la verdad, desenmascararlas con la verdad y aniquilarlas con la verdad” (c. mend., VI, 12). El fin no justifica los medios y no se puede hacer el mal para conseguir el bien. No se puede “perseguir la mentira con mentiras, los robos con otros robos, los sacrilegios con otros sacrilegios” (c. mend., I, 1). Admitir que en las acciones humanas malas no se ha de mirar lo que se hace, sino por qué se hace, y que las obras hechas por causas buenas no se han de tener por malas, pues sería esto trastornar toda la sociedad humana. Un robo continúa siéndolo, aunque el ladrón dijese que había robado bienes superfluos al rico para suministrar lo necesario al pobre (c. mend., VI, 10-16; VII, 18; IX, 20-22). Aunque robar por hurto sea peor que robar por misericordia, esto no hace bueno el robar; si se abre paso a cometer pecados menores para que otros no cometan mayores, “se abrirá una frontera amplia e indefinida de modo que, destruidas y removidas todas las barreras, una avalancha de pecados entrará en el mundo y reinará, sin límite, a campo abierto” (c. mend., IX, 20). Toda mentira atenta contra la verdad, es hablar contra Dios y, por tanto, un mal profundo. Sobre todo, no es admisible la mentira en materia religiosa, pues perjudica la vida eterna; mentir contra la doctrina de Cristo es la mentira capital (mend., X, 17; XIII, 21; XIV, 25; c. mend., III, 4; IV, 7). No se debe renegar de la fe ni intentar captar adeptos mediante mentira: “Esta astucia del embaucador termina por matar el alma del creyente, o, si ya la tenía muerta, sumergirla y enterrarla en el pozo más profundo de la muerte” (c. mend., III, 5). Enseñar la verdad por medio de la mentira es una especie de autocontradicción; la mentira destruye la confianza en el hermano y en la doctrina que se pretende enseñar; de nada sirve lograr adhesión sin sincera conversión interior (c. mend., I, 1; III, 6; IV, 7). Tampoco se debe mentir sobre la propia fe para no quedar al descubierto ante los extraños ni “negar a Cristo para no aparecer como cristiano ante sus enemigos” (c. mend., XI, 25). Por tanto, los mártires constituyen un modelo paradigmático de veracidad, al resistirse a separar la verdad interior de la confesión exterior (c. mend., II, 3).
En segundo lugar, se encuentra la mentira “dañosa”, la cual no sirve a nadie y perjudica a alguien (por ejemplo, al inventar algo), lo que se debe rechazar. El tercer tipo es la mentira “estratégica” que perjudica a uno y beneficia a otro; aprovecharse de una mentira es ilegítimo, pues en el momento en que se conceda una, nos arrastrará a otras hasta llegar incluso a mentir sin barrera alguna, lo que es detestable. En este tipo de mentira estratégica podríamos situar la mentira que a lo largo de la historia se ha usado como arma en política. En cuarto lugar, se encuentra la mentira “placentera” o pura, realizada por el solo gozo interior de engañar y que caracteriza al mendaz; en quinto, la mentira “seductora”, motivada por el deseo de agradar y seducir, la cual debe evitarse (mend., XI, 18; 33; XII, 19; XIV, 25).
El sexto tipo, el cual provoca más perplejidad, es la mentira “beneficiente”, aquella que —sin dañar a nadie— beneficia a alguien, bien sea porque salva su vida o bien sus bienes. Agustín dice:
Hay que reconocer que se acerca mucho a la justicia el que nunca miente si no es con la intención de beneficiar a otro, sin dañar a nadie, y es de alabar su conducta no en sí misma, sino por la esperanza que ofrece su inclinación de ánimo. (c. mend. XVI, 33)
Agustín identifica los posibles “beneficios” anexos a una mentira. En primer lugar, mentir por librar de la muerte, bien sea a uno mismo o a otro, como Raab. Asimismo, Agustín pone en la discusión la distinción entre la muerte del cuerpo y la muerte del alma. Si alguien pudiera ser librado de la muerte por nuestro hurto o adulterio, ¿tendríamos que robar o cometer adulterio? Mentir es una iniquidad y, como tal, un riesgo para la vida eterna. La salud de nuestra alma no puede conservarse más que por la justicia y hay que anteponerla a la vida del prójimo y la propia. Lo más grande y amado entre los bienes temporales es la vida y la salud corporal, pero ni siquiera estas se anteponen a la verdad. Una segunda posibilidad sería mentir para evitar padecer un mal moral; Agustín recuerda el valor de la integridad del alma y su pureza en la verdad, por tanto, es preferible que los buenos nunca mientan. Un tercer ejemplo es mentir a fin de evitar un sufrimiento. ¿Se ha de mentir al enfermo grave o se le debe comunicar que su hijo queridísimo ha muerto? Agustín manifiesta la conmoción que le causan estos extremos; ello enciende en él el amor de la belleza de la verdad: “La hermosura transparente de aquel de cuya boca nada falso procede” (c. mend., 18, 36). Pero este sentimiento se encuentra con la realidad de la fragilidad: “Como somos hombres, también a nosotros nos supera y fatiga muchas veces, en estos problemas y contradicciones, el sentido humano. Por eso añadió también el Apóstol:” Mas para este ministerio, ¿quién será idóneo? (2 Cor 2, 16)” (c. mend. 18, 36). También hay que considerar que tras una mentira vendrá otra y otra, en una cadena interminable y progresiva. Pese a la fragilidad humana, Agustín exhorta: “Que, al menos cuando entre de por medio el nombre de Dios o el misterio divino, nadie enseñe ni recomiende que la mentira sea justa” (c. mend. 18, 37).
Estos dilemas llevan a reconocer un orden objetivo: mentir y matar son cosas malas en sí mismas. Pero, al mismo tiempo, traen a la luz el nudo más problemático de la argumentación de Agustín y él es consciente de ello. Salvar la vida eterna es sin duda para un cristiano el bien mayor, pero cuidar la vida temporal es también un gran bien. La mentira no es justa y Dios ama la verdad, es la Suma Verdad. La tensión y perplejidad tal vez sean irresolubles, pero está la certeza de las disposiciones interiores: amor total a la verdad y rechazo total de la falsedad; sobre Dios nunca mentir; contemplar la extrema veracidad de los mártires; ejercitarse en una humilde veracidad, es decir, afirmar con sencillez en conciencia lo que sabemos, opinamos o creemos que es verdadero y procurar persuadir solo de esto;6 tener conciencia de que la mentira no es justa; investigar con cuidado; amar la belleza de la verdad; ante la fragilidad, poner misericordia y discernimiento interior (mend., IV, 4).
Veracidad como camino de paz del alma racional y de concordia entre los pueblos
La reflexión de san Agustín sobre la mentira como problemática moral se proyecta a sus implicancias sociales y políticas. Nos proponemos mostrar de qué modo, según san Agustín, la veracidad es un pilar imprescindible de la paz social y, en cierta medida, de qué modo su reflexión puede iluminar la cuestión de la mentira moderna.
Sin duda, su concepción de la paz se encuentra sintetizada de forma magistral en La ciudad de Dios:
La paz del cuerpo es el orden armonioso de sus partes. La paz del alma irracional es la ordenada quietud de sus apetencias. La paz del alma racional es el acuerdo ordenado entre pensamiento y acción. La paz entre el alma y el cuerpo es el orden de la vida y la salud en el ser viviente. La paz del hombre mortal con Dios es la obediencia bien ordenada según la fe bajo la ley eterna. La paz entre los hombres es la concordia bien ordenada. La paz doméstica es la concordia bien ordenada en el mandar y en el obedecer de los que conviven juntos. La paz de una ciudad es la concordia bien ordenada en el gobierno y en la obediencia de sus ciudadanos. La paz de la ciudad celeste es la sociedad perfectamente ordenada y perfectamente armoniosa en el gozar de Dios y en el mutuo gozo en Dios. La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden (tranquillitas ordinis). Y el orden es la distribución de los seres iguales y diversos, asignándole a cada uno su lugar. (civ., XIX, 13, 1)
El concepto de pax en Agustín es, ante todo, metafísico, pues expresa el orden ontológico con que todo fue creado. Más que la visión antigua de lo opuesto a la guerra o de la serenidad interior estoica alcanzable por el ánimo, la paz es el estado de cada cosa en su lugar establecido por la ley eterna divina (Magnavacca 492). La paz temporal o paz de la ciudad o sociedad terrena se describe como tranquillitas ordinis; la paz de la ciudad celeste es la paz eterna (civ., XIX, 14). Sin pretender hacer una hermenéutica exhaustiva de este riquísimo texto, proponemos destacar tres pasajes que se relacionan especialmente con la cuestión de la verdad.
Dice Agustín: “La paz del alma irracional es la ordenada quietud de sus apetencias”7 (civ., XIX, 13, 1). En este texto podemos observar el admirable entrelazamiento del hombre interior y exterior; las afecciones o apetitos del alma humana encuentran su paz en la unión y adhesión de su dimensión más profunda —lo que ama— al ordo amoris: amar a Dios como solo él debe ser amado, luego a sí mismo y al prójimo, a las restantes criaturas y a las cosas en su justa medida y, en todo caso, amadas no por sí mismas sino por Dios (civ., XV, 22; doctr. chr., I, 27, 28). Por el contrario, cupiditas consiste en “el amor desordenado de aquellas cosas que podemos perder contra nuestra propia voluntad” (lib. arb., I, 11, 22). En el ámbito social, la mayor fuente de inquietud es libido dominandi o apetito desordenado de poder, ambición soberbia que persigue dominar a sus semejantes, causa la guerra y destruye a la humanidad (civ., III, 14, 2; doctr. chr., I, 23, 22-23). Ahora bien, ¿qué forma de libido o cupiditas representa la mentira? ¿Qué teme perder aquel que miente? Podemos interpretar la mentira, en cuanto deseo de engañar, como un apetito desordenado de poder a través del control de la verdad, del conocimiento o pensamiento del otro; implica un temor de quedar expuesto tal como se es, de que se devele ante otro la realidad que el mentiroso conoce. A partir de esto podríamos interpretar que tras la mentira como reescritura moderna de la historia y simulación, se oculta un apetito desordenado de dominio o de poder. Esto es coherente con el origen metafísico de la mentira en la lectura agustiniana de la historia: el anhelo desmedido de la criatura humana de “ser como dioses” coincide con la acogida interior de la primera mentira. La “apetencia de experimentar su propio poder” y la “culpable ambición de ser como Dios” (tr., XII, 11, 16), se expresan en la mentira moderna como deseo de dominio sobre la palabra y el pensamiento humano, sobre la escritura de la historia, sobre lo tenido por realidad verdadera, en definitiva, sobre la opinión pública.
El segundo pasaje versa: “La paz del alma racional es el acuerdo ordenado entre pensamiento y acción”8 (civ., XIX, 13, 1). Cognitio puede designar tanto el acto como el efecto de conocer, efectos que constituyen las nociones guardadas por la memoria (Magnavacca 127). Actio puede designar tanto una operación interior —pensar o querer— como su manifestación externa. La primera es conocida por la propia conciencia y por Dios; la segunda, puede hacerse visible también ante otra mirada humana. Consensio tiene aquí el sentido individual de armonía o unanimidad entre dos dimensiones: lo que el hombre piensa y quiere interiormente, y lo que el hombre exterioriza mediante palabras o acciones. En el ámbito de las palabras, mendacium es un desorden que disocia el pensamiento o verbo interior y la acción comunicativa o verbo exterior. La mentira aparece, así, como rompimiento del orden racional y, por tanto, como fractura del hombre consigo mismo.
Finalmente, expresa Agustín: “La paz entre los hombres es la concordia bien ordenada” (civ., XIX, 13, 1). De esta manera, nos sitúa en el aspecto social propio de la vida humana (civ., XIX, 1, 2). La unidad de origen del género humano a partir de un solo hombre fundamenta su sociabilidad natural; no obstante, se encuentra con la inquietante paradoja de que el ser más sociable por naturaleza es el más antisocial en su devenir histórico: “Jamás los leones ni los dragones han desencadenado entre sí mismos guerras semejantes a las humanas” (civ., XII, 22). La sociedad humana lucha entre socialis dilectio y libido dominandi; es la lucha entre las dos ciudades que peregrinan juntas en la historia, en la concepción agustiniana. Si un pueblo es definido como un “conjunto multitudinario de seres racionales asociados en virtud de una participación concorde en unos intereses comunes”9 (civ., XIX, 24), la concordia o unión de las voluntades en algo común es el genuino vínculo social. Ahora bien, Agustín distingue tres niveles de la sociedad humana: el hogar o familia (domus), la urbe (urbs, civitas) y el orbe o mundo entero (orbis) (civ., XIX, 7). En todos ellos es necesaria la concordia, pero particularmente en la civitas. Pax hominum y la paz de la ciudad o de un Estado, requieren un vínculo social. Mendacium destruye la forma de la relación social que es la confianza entre unos y otros, fundamento de ese vínculo.
Conclusiones
Además de ser un problema lingüístico y relacional, y sea cual sea la forma que toma en cada periodo histórico, la mentira afecta a la persona y la sociedad en dimensiones esenciales.
Los pasos seguidos junto con san Agustín confirman el bien irrestricto de la verdad y la veracidad, que no obsta para mirar de frente las perplejidades que se suscitan en la vida temporal, concreta e histórica. Es la perspectiva siempre presente en el pensador de Hipona: la contemplación de la verdad eterna e inmutable y, a la vez, la experiencia de los vaivenes de lo temporal de quien aún está en camino hacia la meta (Florez). Sin lugar a dudas, “nunca se debe mentir” (Mend., XXI, 42) y la mentira es un vicio en sí mismo. Una vez establecido esto, es preciso detallar: en materia de Dios y de la fe nunca se debe mentir; nunca se debe perjudicar a otro, ni siquiera para favorecerse a sí o a otro; no se debe mentir por agradar a los seres humanos; no se debe corromper el testimonio de la verdad por un bien temporal; no se debe evangelizar o conducir a nadie a la vida eterna mediante engaño o mentira; la perfección de la fe es un bien preferible al bienestar temporal; es inmenso bien la pureza y rectitud del alma. La mentira es una ceguera del alma humana opuesta a la fidelidad de Dios (mend., XX, 43); por tanto, Agustín resuelve siempre por la verdad.
Un caso singular es la cuestión de la mentira para salvar la vida mortal del prójimo, como en el caso de las nodrizas egipcias o de Raab. Más que constituir una regla de excepción, estos casos dramáticos permiten a Agustín evidenciar tanto el bien de la verdad como el bien de la vida, así como las dos disposiciones cristianas esenciales: fidelidad y misericordia. Al mismo tiempo, expresa la admirable existencia humana, anhelante de la verdad eterna hacia la cual se aproxima al subir pequeños peldaños (mend., XVII, 35). Como expresa Koyré (117), “el hombre se define por la palabra, que es la que soporta la posibilidad de la mentira”. Gracias a la distinción entre verbo interior y palabra exterior (Io. ev. tr., I, 8.), es posible comprender que en la palabra intencional dicha en el fondo del alma y conocida por Dios radica la intención de engañar, o su contrario, la opción fundamental de veracidad. La disposición interior de amor a la verdad es garante de no errar del todo, promesa de liberación del error y de enmienda.
Para san Agustín, la mentira tiene consecuencias a nivel personal y social. En cuanto consiste en un decir con intención de engañar —lo cual involucra la conciencia, el deseo, el libre albedrío y el orden del afecto a los bienes eternos y temporales—la mentira destruye la integridad del hombre interior. Al mismo tiempo, la mentira destruye la sociedad al derrumbar la confianza imprescindible de unos en otros y, así, la fraternidad, la justicia y la paz terrena; en definitiva, distorsiona la verdad del hombre respecto a sí mismo, a Dios y a los otros.
La mentira moderna, entendida por Arendt y Derrida como reescritura de la historia y negación de la verdad, también encuentra su raíz en la interioridad humana, en su deseo desordenado de dominio a través del control de lo que tiene por verdadero y de su deseo de ser creador o autor de la realidad; de esta manera, la reflexión agustiniana sobre el amor y el deseo desordenado pueden iluminar eficazmente esta problemática actual.
Finalmente, ante la pregunta inicial: “¿Es de la esencia de la verdad el ser impotente, y de la esencia del poder el ser fraudulento?” (Arendt 22), podemos decir que san Agustín nos conduce a pensar que más bien es de la esencia de la civitas la justicia, la veracidad y la concordia; además, que es de la esencia de la verdad no querer imponerse con fraude sino en un sencillo develarse. La verdad tiene su fuerza en sí misma; así, podemos afirmar con Hannah Arendt: “Conceptualmente, podríamos llamar verdad a lo que no podemos cambiar; metafóricamente, es el suelo que pisamos y el cielo que se extiende sobre nosotros” (Arendt 31).
Dada la complejidad del tema tratado, cerramos con las sinceras palabras de san Agustín: “Esto es, por lo menos, lo que a mí me parece y a esta conclusión me conduce todo lo que hemos discutido” (c. mend., XVII, 35).
Notas
1. Agustín refiere cómo, dado que el segundo libro le pareció más claro y el primero difícil y confuso, quiso destruir este, pero decidió conservarlo revisado —cuando vio que aún circulaba— porque contenía algunas cuestiones que no aparecían en el segundo y era un buen ejercicio para la inteligencia y provechoso a fin de amar la veracidad. Contra la mentira fue escrito con el propósito de prohibir que algunos católicos simularan ser priscilianistas y penetraran así en las guaridas de estos, con el fin de desenmascararlos pero por medio de negar, mentir y perjurar (retr., II, 86).
2. Véase al respecto las obras de Agustín acad. (I, 9, 24); conf. (X, 23, 33); y civ. (XI, 27, 2).
3. “El rey de Egipto dio también orden a las parteras de las hebreas, una de las cuales se llamaba Sifrá, y la otra Puá, diciéndoles: ‘Cuando asistáis a las hebreas, observad bien las dos piedras: si es niño, hacedle morir; si es niña dejadla con vida’. Pero las parteras temían a Dios, y no hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños. Llamó el rey de Egipto a las parteras y les dijo: ‘¿Por qué habéis hecho esto y dejáis con vida a los niños?’. Respondieron las parteras al Faraón: ‘Es que las hebreas no son como las egipcias. Son más robustas, y antes que llegue la partera, ya han dado a luz’. Y Dios favoreció a las parteras. El pueblo se multiplicó y se hizo muy poderoso” (Ex. 1, 17-20).
4. “Entonces el rey de Jericó mandó decir a Raab: “Haz salir a los hombres que han entrado a tu casa, porque han venido para explorar todo el país”. Pero la mujer tomó a los dos hombres y los escondió. Luego respondió: ‘Es verdad que esos hombres han venido a mi casa, pero yo no sabía de dónde eran. Cuando se iba a cerrar la puerta por la noche, esos hombres salieron y no sé adónde han ido. Perseguidlos aprisa, que los alcanzaréis’. Pero ella los había hecho subir al terrado y los había escondido entre unos haces de lino que tenía amontonados en el terrado” (Jos. 2, 6-25).
5. En Contra la mentira analiza si se puede o no —por medio de mentiras— desenmascarar a herejes ocultos (c. mend., I, 1).
6. Esta sencilla actitud interior de veracidad salvaguarda la cuestión de que nuestro acceso a la realidad esté mediada por una interpretación.
7. Pax animae irrationalis, ordinata requies appetitionum.
8. Pax animae rationalis, ordinata cognitionis actionisque consensio.
9. Populus est coetus multitudinis rationalis, rerum quas diligit concordi communione sociatus.
Referencias
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- -------------------------. (2009). El libre albedrío. PL 32, OC III, Madrid, B. A. C., 2009.
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- -------------------------. Manual de fe, esperanza y caridad (Enchiridion). PL 40, OC IV, Madrid, B. A. C., 1956.
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