Capítulo de Investigación
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El valor de la paz en la escuela desde la pedagogía agustiniana
The value of peace in school from Augustinian pedagogy
https://doi.org/10.28970/9789585498228.9
Introducción
Entre las cualidades que un maestro debe tener, según la pedagogía agustiniana (fundamentalmente en Confessionum, De catechizandis rudibus, De Magistro y De doctrina christiana), se destacan el diálogo, el cultivo de la interioridad y la humildad como impulsoras del valor de la paz en los alumnos. En este capítulo se analizará la necesaria vinculación entre las tres cualidades que debe desarrollar y evidenciar un maestro en su pedagogía de aula en relación con el concepto de paz, el cual se extrae de las diferentes obras agustinianas estudiadas en este sentido.
Esta selección de cualidades se justifica, en parte, por la cercanía que mantienen con el valor de la paz, así como por ser las voces que más veces aparecen citadas en las obras educativas de san Agustín de Hipona, según el Corpus Augustinianum Gissense. A lo largo del capítulo se busca explicar y comprender la fundamentación teórica de estas cualidades a través de las principales obras pedagógicas agustinianas y su aplicación práctica en la escuela del siglo XXI, al establecer paralelismos contextuales en el plano educativo y en la metodología pedagógica entre la época de san Agustín y la actual. El objetivo principal del capítulo es reflexionar sobre el perfil del maestro agustiniano como Doctor de la Paz y su proyección en la formación del maestro y el alumno en este valor en la escuela del siglo XXI.
El valor de la paz en la educación desde la pedagogía agustiniana
Aunque en los diferentes capítulos de este libro se analiza el concepto de paz, es necesario recuperarlo aquí en el propósito de contextualizar la relación entre las cualidades seleccionadas del maestro y su base para el desarrollo de la paz en sí mismo, así como en los alumnos, desde la pedagogía agustiniana. La Real Academia Española de la Lengua la define en su primera acepción como “situación en la que no existe lucha armada en un país o entre países”; en la segunda la define como “relación de armonía entre las personas, sin enfrentamientos ni conflictos”; en su quinta lo describe como “estado de quien no está perturbado por ningún conflicto o inquietud”, mas es en la sexta en la que más se acerca, junto con esta última, a nuestro estudio e interés: “Sentimiento de armonía interior que reciben de Dios los fieles”.
A fin de lograr una mayor aproximación al concepto agustiniano en complementariedad con la conceptualización léxica anterior, de acuerdo con Burt (1009), la paz,
Es la ausencia de disensiones y conflictos. Como tal, la paz se realiza perfectísimamente en un mundo en absoluta unidad. La paz es uno de los conceptos centrales del pensamiento de Agustín. El término pax en una de sus variadas aparece más de 2500 veces en los escritos de Agustín. Para que una persona tenga paz perfecta, tiene que haber armonía interna y externa.
El equilibrio entre la paz interna de uno mismo y la paz externa (la que se consigue con otras personas), al que el autor hace referencia, puede alcanzarse con ciertas garantías mediante el desarrollo y la potenciación de las cualidades de la humildad, el diálogo y el cultivo de la interioridad en el maestro, puestas al servicio del aprendizaje del alumno. La consecuencia inmediata es la proyección de esta misma paz en la sociedad como miembro que es y será de una comunidad determinada. Así, se comprobó que el equilibrio social se debe a la suma de los equilibrios de paz interior y externa que una misma persona establece consigo mismo y los demás. Esta es la clave explicativa de la relación entre la paz agustiniana y su integración en la perspectiva educativa. Contribuir a este equilibrio es hacerlo con una sociedad mejor y más humanizada. Quizás debamos plantearnos que Agustín nos ofrece con esta visión pedagógica una luz para educar o humanizar la educación, premisas que pueden hacer frente a la actual emergencia educativa impregnada de los postulados del relativismo, el nihilismo y el hedonismo. En este sentido, Burt advierte:
Agustín creía que la unidad de corazón (concordia), que es la esencia de la amistad y la fuente de la verdadera paz, es posible en cualquier nivel de la sociedad humana. La concordia constituye la raíz de la paz de toda sociedad humana, ya se trate del Estado o de la familia o de las asociaciones voluntarias como son las comunidades religiosas. (1012)
El maestro, según la tradición agustiniana, necesariamente tiene la función primordial de convertirse en uno de los garantes para revertir el proceso de deshumanización que actualmente padece gran parte de nuestras sociedades. La mejor forma es hacerlo desde la escuela, la familia y la educación. Maestro es el que enseña y el que guía la mirada del educando hacia su interior, por lo cual, si el maestro cultiva la paz, el alumno también lo hará desde la reflexión. El alumno aprende con la ayuda del maestro. El maestro no enseña solo los beneficios de la paz en el mundo, sino el modo de cultivarla a través del diálogo y la comunicación, de la sencillez, de la cercanía con el otro y de la humildad particular como el equilibrio entre la paz interior y la paz exterior. Estas cualidades y desarrollos personales, necesariamente —tal como Agustín lo aborda en sus obras pedagógicas—, primero han de estar presentes en el maestro, a fin de que después, por medio de la enseñanza, las recoja el alumno.
Di Berardino (47) afirma que “el maestro es la guía que hace emerger la verdad, que es Dios, que vive en el interior de la persona humana”. El maestro se convierte en una persona clave que ayudará al alumno a establecer ese diálogo consigo mismo, de modo que desde su misma interioridad hará aflorar valores y actitudes como, por ejemplo, la humildad, tan necesaria en nuestras sociedades. El Obispo de Hipona, en el diálogo que establece con su hijo Adeodato en mag., XIV, 45, afirma: “Christus intus docet, homo verbis foris admonet”; es decir, “Cristo enseña adentro, afuera el hombre advierte con palabras”. Es un claro mensaje que puede también dirigirse hacia la consecución de la paz, de la manera en que Cristo pretendía en sus enseñanzas.
San Agustín, en cat. rud., 10, 14, afirma: “Cuanto más amamos a las personas a las que hablamos, tanto más deseamos que a ellas agrade lo que les exponemos para su salvación”. Una afirmación que ayuda a contemplar la necesaria relación de amor y equilibrio con los demás hasta alcanzar la paz externa. Se entiende, desde este posicionamiento, cómo si el maestro explica con amor y con la luz de su paz interior logrará guiar al alumno hacia el mismo amor que él cultivará, el cual concederá a los que le rodean y, por ende, llevará a la sociedad. De esta forma, Agustín nos indica en civ., XIX, 13, 1: “La paz de la ciudad es la ordenada concordia entre los ciudadanos que gobiernan y los gobernados”, es decir, es la paz externa que proviene previamente de la paz interna individual de los ciudadanos.
Las enseñanzas del maestro deben incorporar la promoción de la capacidad de comprensión del educando, y tener para esto como base y modelo fundamental el magisterio de Jesucristo. San Agustín, en cat. rud., 10, 14, sostiene que el amor del maestro hacia el alumno permitirá a este acceder al conocimiento de la verdad y a su luz interior, y será guía de su educación y fuente de su conocimiento: “Teniendo presente que la caridad [amor] debe ser el fin de todo cuanto digas, explica cuanto expliques de modo que la persona a la que te diriges, al escucharte crea, creyendo espere y esperando ame” (Agustín 460). Galino concluye que san Agustín consideraba imprescindible que “para impartir la verdad necesita el maestro serenidad, entusiasmo y alegría” (407), es decir, la paz interior.
Cuando el maestro comparte lo que entiende con su alumno tras la lectura de un tema, no lo hace de modo memorístico ni fotográfico, sino que incluye sus emociones, sentimientos y vivencias. Esto provoca en el interior del alumno un diálogo reflexivo. El mismo Agustín dialogó con numerosísimas personas, consigo mismo y, fundamentalmente, con Dios, desde su interior, de modo que consiguió elaborar una reflexión hacia la paz, ya que la concibe como un signo de caridad y comprensión hacia el otro.
Desde la cualidad de la humildad en el maestro comprobamos que Agustín, en tr., IV, 2, 4, advierte: “La sangre del Justo y la humildad de Dios es la única tisana purificativa para los hombres malvados y soberbios”. Una clara alusión a la necesidad de la humildad para promover interiormente la paz y así evitar la maldad y la soberbia, enemigas justamente de esa paz, puesto que “cuanto más inmunizados estemos contra la hinchazón del orgullo, más llenos estaremos de amor. Y el que está lleno de amor, ¿de qué está henchido sino de Dios?” (tr., VIII, 7, 11).
Estas cualidades se presentan como aspectos fundamentales para desarrollar el valor de la paz en los alumnos desde la escuela, aunque no son las únicas, pues potencian el desarrollo de otras también necesarias para alcanzar este mismo objetivo de la paz.
La humildad y la paz agustiniana
En el apartado anterior hemos reflexionado sobre el lugar que ocupa el valor de la paz en la escuela por medio de las enseñanzas del maestro. De acuerdo con esta premisa, es necesario partir del análisis que san Agustín plantea sobre las cualidades que debe poseer un maestro de escuela. Entre estas determina la humildad como base para la consecución de un clima de aprendizaje en el aula equitativo, respetuoso y cercano, lo que proporcionará un espacio de paz para desarrollar una educación integral en el alumno. San Agustín plantea la cualidad de la humildad como de esencial presencia en el maestro al afirmar: “Si quieres llegar a ser grande, comienza por ser pequeño; si planeas la construcción de un edificio elevado, piensa primero en darle hondos cimientos” (s., 69, 2). Más concreto aún, cuando concluye con firmeza: “... la sangre del Justo y la humildad de Dios es la única tisana purificativa para los hombres malvados y soberbios ...” (tr., IV, 2, 4). Lo contrario a esta humildad que lleva a la paz, es la soberbia que lleva al enfrentamiento y la confrontación personal, a la aparición y la promoción del conflicto. De forma categórica, san Agustín advierte a los maestros que tienden hacia esta soberbia en c., Faust., 16, 13: “Aunque hayáis nacido en este mundo después de la pasión y resurrección de Cristo, sois ladrones y salteadores porque, antes de que él os iluminara para predicar su verdad, quisisteis anticiparos a él, para proclamar vuestro engaño”. En este sentido, en conf., I, 4, 4, plantea cómo Dios “renueva todas las cosas y conduce a la vejez a los soberbios sin ellos saberlo.” El hombre se encuentra inflado por la soberbia. Sentirse superior al otro es una característica que forma parte cada vez más de una sociedad integrada en el concepto de la competitividad y del individualismo excluyente. Este tipo de comportamiento elimina valores humanos tales como la comprensión, la empatía, la solidaridad y el servicio a los demás, es decir, aquellos que nutren una educación en la escuela y en la familia dirigida al desarrollo del valor de la paz, entre otros.
La humildad que permite alcanzar la paz resalta y destaca la importancia en la educación y en el aprendizaje significativo de la actitud que pueda mostrar el maestro hacia el alumno, así como su relación con Dios. Define como esencial la humildad de este en cuanto una característica inherente a su profesión como educador. Esta característica permite acercar al alumno al aprendizaje y afianzar su compromiso en este proceso en un ambiente de paz y armonía. No es sinónimo de inferioridad, más bien un sentimiento de no sentirse superior al otro, tan solo como un igual ante Dios como lo es el mismo alumno, con quien comparte lo que Él le ha permitido adquirir. La educación, los conocimientos y, en definitiva, la sabiduría, son dones recibidos para ofrecerlos y compartirlos. Así lo afirma san Agustín en conf., I, 19, 30: “Luego cuando tú, Rey nuestro, dijiste: De tales es el reino de los cielos, quisiste, sin duda, darnos en la pequeñez de su estatura un símbolo de humildad”. El maestro no solo enseña, sino que también aprende, de modo que sea aún alumno. Mostrar una actitud de agradecimiento por lo recibido, al considerar que no somos los autores reales de esta concesión, es la vía para alcanzar la humildad. Los bienes conseguidos son bienes ofrecidos por Dios en nuestro camino de encuentro con Él, necesarios para dotar de solidez nuestros pasos. Si buscamos el origen de estos en nosotros mismos o en los demás, no solo no hallaremos la grandeza y la verdad, sino el dolor y la confusión por la mundanidad de nuestros motivos. San Agustín enfatiza la participación directa de Dios en lo que somos y tenemos desde nuestro nacimiento. Fruto de nuestra relación e interacción con Él, alcanzaremos mayor conocimiento de los dones que nos ha concedido y posibilitaremos que otros consigan acceder a ellos. No somos dueños de lo recibido porque tampoco somos creadores de lo conseguido. Podemos constatar esta afirmación cuando señala:
Bueno es el que me hizo y aún él es mi bien; a él quiero ensalzar por todos estos bienes que integraban mi ser de niño. En lo que pecaba yo entonces era en buscar en mí mismo y en las demás criaturas, no en él, los deleites, grandezas y verdades, por lo que caía luego en dolores, confusiones y errores. Gracias a ti por tus dones. (conf., I, 20, 31)
La presencia de la humildad en las explicaciones y en la actitud del maestro es esencial en la pedagogía agustiniana, pues se debe buscar “tu misericordia para que sea reparada mi indigencia y llevada a la perfección de aquella paz que ignora el ojo del arrogante” (conf., X, 38, 63). No hay una convivencia armónica entre la paz y la soberbia, sino entre la humildad y la paz. Este debe ser uno de los focos de atención del maestro a fin de que el alumno, por medio de esta cualidad, alcance el equilibrio interior y exterior que lo llevará a desarrollar una visión pacífica de su realidad. San Agustín ofrece el consejo a los maestros al decir:
Asid la enseñanza y regocijaos, pero con temblor, guardando siempre con humildad lo que habéis recibido. No sea que se eno- je alguna vez el Señor, contra los soberbios, desde luego, que se atribuyen a sí mismos lo que tienen y no dan las debidas gracias al autor de quien lo tienen... (s., 131, 5)
Asimismo, afirma de forma rotunda y clara en tr., VIII, 7, 11: “Más poderosa y más segura es la solidísima humildad que las cimas barridas por los vientos”. Establece también la soberbia como la peor enemiga de la humanidad y, por ende, de la educación para la paz:
Nada se opone más a la caridad que la envidia, y la madre de la envidia es la soberbia. Jesucristo, Dios y hombre, es al mismo tiempo una prueba del amor divino hacia nosotros y un ejemplo entre nosotros de humildad humana. ...Gran miseria es, en efecto, el hombre soberbio, pero más grande misericordia es un Dios humilde. (cat. rud., 2,8)
La soberbia ciega al maestro y lo aleja del alumno, y rompe así la posibilidad de establecer en el aula un clima de aprendizaje que impulse el valor de la paz en el alumno, ya que “es un vicio del alma que ama perversamente, desordenadamente, su misma capacidad o valía, despreciando las posibilidades más justas de los demás” (Domínguez 204). No obstante, es importante considerar también que el maestro podría caer en una falsa humildad que lo llevaría a actuar de una forma interesada por un beneficio personal, pero el cual —al final— en algún momento se descubriría. La esperanza es una de las cualidades que san Agustín incorpora con el fin de hacer sólida la humildad en el maestro. La humildad se muestra como la virtud que se nutre de la esperanza, pues la esperanza ilumina la humildad (Costa, 1987).
Desde la pedagogía agustiniana se establece la humildad como una cualidad extensible a todos los maestros, ya que “el signo de los seguidores de Cristo es la humildad: si este signo lo llevamos en el corazón, y se nota en nuestro modo de proceder, ciertamente en toda la realidad de la vida nos asemejaremos de verdad al mismo Cristo como Ideal” (Domínguez 189), quien en todo momento planteó escenarios que llevaran a la paz entre los hombres.
En relación con la cualidad de la humildad que se nutre de la esperanza, el valor de la paz en la escuela no sería explícito si esta misma humildad no llevara a la caridad. Por este motivo anima al maestro cuando le dice, en s... 69, 4, “cava en ti mismo este cimiento de la humildad y llegarán a lo cimero de caridad [los que han de recibir la enseñanza]”. Aspecto en el que insiste cuando afirma:
Ante todo se nos debía convencer del gran amor que Dios nos tiene, para no dejarnos prender en la desesperación sin atrevernos a subir hasta él. Convenía fuera puesto en evidencia cuáles éramos cuando nos amó, a fin de no sentir el tumor de la soberbia por nuestros méritos, puesto que nos apartaría aún más de Dios y nos haría desfallecer en nuestra pretendida fortaleza. Actúa Dios en nosotros para que su fortaleza sea causa de nuestro progreso y en la pequeñez de nuestra humildad se perfeccione la virtud de la caridad. (tr., IV, 1, 2)
La caridad que emana de la humildad y está presente en las explicaciones del maestro entusiasmará a su alumno de forma tal que, de acuerdo con Domínguez, san Agustín defendía la idea según la cual:
Teniendo en cuenta la condición imprescindible de la fe, la esperanza y el amor, componentes básicos que van unidos a la gracia santificante, la humildad nos proporciona el fundamento de la actitud santificante que debemos adoptar en todo tiempo y lugar los cristianos sinceros para someternos en todo a la voluntad de Dios con santa piedad filial [ya que] si a todo cuanto hacemos bien no precede la humildad, acompaña la humildad y le sigue la humildad para moderarnos, la soberbia nos arrebatará de las manos cualquier obra cuya ejecución nos alegraba. (187)
La misma caridad que surge del cultivo de la humildad en el maestro potenciará su vínculo con el alumno, lo cual origina el compromiso mutuo por alcanzar una educación que despierte el valor de la paz. Desde este punto de vista, la caridad y la humildad, como edificadoras de la paz, harán que el alumno se sienta motivado a escuchar con atención y entusiasmo lo que transmite el maestro, haga lo propio con lo que escucha y se despierte así en él el impulso interior hacia la paz y el amor a los demás. San Agustín orienta al maestro, en este mismo sentido, al decirle en su cat. rud., 4, 8: “Teniendo presente que la caridad debe ser el fin de todo cuanto digas, explica cuanto expliques de modo que la persona a la que te diriges, al escucharte crea, creyendo espere y esperando ame”.
Como se ha planteado en este apartado, la humildad —desde la pedagogía agustiniana— establece un vínculo fuerte entre el maestro y el discípulo (alumno), de modo que propicia el diálogo, la atención y el cultivo de su interioridad, cualidades que analizaremos a continuación y que potenciarán la fundamentación del valor de la paz en la escuela.
El diálogo y la paz agustiniana
La humildad es una cualidad preferente en el maestro para la pedagogía agustiniana, aunque esta humildad se hace más explícita a través del mecanismo del diálogo. Un claro ejemplo lo observamos en De Magistro, obra en la que san Agustín utiliza el diálogo como método de enseñanza con su hijo Adeodato, a fin de que este encuentre las respuestas a sus preguntas, es decir, para reflexionar a través del diálogo y así alcanzar el desarrollo de un aprendizaje significativo. Asimismo, en el propósito de tratar el diálogo podríamos traer a colación la obra inacabada que casi todos los códices atribuyen a san Agustín y lleva por título De dialéctica, u otras obras dialógicas suyas como, por ejemplo, Contra académicos, De beata vita, De ordine, Soliloquios, De quantitate animae o De libero albitrio.
La importancia que concede al diálogo es tal que la obra que cambió su visión filosófica y produjo en él un cambio de perspectiva destacable en este ámbito fue el diálogo Hortensio, de Cicerón. Este texto produjo en san Agustín una clara influencia en sus posteriores reflexiones, junto con las Sagradas Escrituras, una vez inició o, incluso podríamos afirmar, reinició su conversión cristiana, puesto que a pesar de todas las influencias que tuvo en su camino previo a la conversión, siempre tuvo a Jesucristo presente en sus pensamientos y reflexiones. Sin embargo, aunque resulta atractivo, no es objeto de este capítulo profundizar en estas obras, sino más bien analizar los resultados del uso del diálogo en el aula con el fin de desarrollar el valor de la paz. Cuando el aprendizaje significativo se produce en el alumno, su comprensión y aplicación efectiva de lo aprendido se incrementa de forma exponencial.
Es por este motivo que el diálogo entre personas implementa los mecanismos de comprensión del otro, empatiza con la situación de su homólogo y plantea llegar a acuerdos por el bien común. Asociar el diálogo con el valor de paz es clave para que en el proceso de enseñanza-aprendizaje se convierta en la metodología docente más utilizada, a fin de conseguir el consenso y un clima estable y de respeto en el aula. Es necesario no olvidar que el diálogo precisa antes de la cualidad de la humildad en la persona, en el maestro y en el alumno, porque de lo contrario estará condicionado y, en algún momento, el acuerdo, el equilibrio y la paz dejarán de ser su horizonte inmediato.
La pedagogía agustiniana no solo relaciona la humildad con el diálogo, sino también con la caridad, y establece esta última como la predisposición de una persona a escuchar al otro, a iniciar un diálogo que les permita acercar posturas y llegar a acuerdos desde un proceso pacífico. Campelo asegura:
Sí es verdad que Agustín usa el diálogo al estilo platónico, lo es sólo en el método dialógico, porque el contenido agustiniano va más al fondo. Para él no es ya la simple investigación, sino una conversación entre personas que tratan de buscar el reino de la sabiduría-verdad. (161)
En su obra De magistro, san Agustín trata de hacer ver, por medio del diálogo que sostiene con su hijo Adeodato, cómo las mejores respuestas a los enigmas no se hallan de forma explícita en diálogo con el exterior, con los elementos y las situaciones que lo componen, sino más bien con el interior de cada persona, porque es allí donde entraremos en nuevo diálogo con Jesucristo, ejemplo de paz y sabiduría (enseñar al alumno el cultivo de su interioridad —de su diálogo interior, en definitiva— es un tema que se trata en el siguiente apartado). De esta forma:
Comprendemos la multitud de cosas que penetran en nuestra inteligencia, no consultando la voz exterior que nos habla, sino consultando interiormente la verdad que reina en el espíritu; las palabras tal vez nos muevan a consultar.... Y esta verdad... es Cristo, que, según la Escritura, habita en el hombre... la inconmutable Virtud de Dios y su eterna sabiduría (Ef., 3, 16-17). Toda alma racional consulta a esta Sabiduría. (mag., XI, 38)
El verdadero diálogo desde la pedagogía agustiniana se produce en el momento en el que,
Uno da —el que habla— y otro recibe —el que escucha—; pero, al mismo tiempo, el que escucha también da: se da a sí mismo en la escucha y el que habla también recibe, de tal manera que en los dos, haya una ofrenda de comprensión y de unidad. (Campelo 157)
Esto, en la medida en que lleve a un encuentro y un compromiso por un clima de paz y armonía en el aula.
La pedagogía agustiniana nos indica que el maestro y el alumno comparten el proceso de aprendizaje, y es en este camino en el que los dos se comprenden mutuamente desde de un diálogo basado en la caridad del uno con el otro:
Cuando aquéllos se dejan impresionar por nosotros que hablamos, y nosotros por los que están aprendiendo, habitamos los unos con los otros: es como si los que nos escuchan hablaran por nosotros, y nosotros, en cierto modo, aprendiéramos en ellos lo que les estamos enseñando. (cat. rud., 12, 17)
Esta armonía pedagógica suscita el desarrollo de un clima de aula en el que la significatividad del aprendizaje se desarrolla en plena coordinación con el valor de la paz desde la caridad maestro-alumno, la cual se alcanza por medio de un proceso dialógico. Esta combinación de cualidades y el valor de la paz se reforzará y consolidará a través de otra cualidad pedagógica agustiniana: el cultivo de la interioridad en el alumno.
El cultivo de la interioridad y la paz agustiniana
El diálogo, como hemos visto, es el mejor camino para el cultivo de la interioridad de una persona. No se trata de un diálogo cotidiano entre personas, externo en definitiva, sino —en esta ocasión— de un diálogo interior, con uno mismo. El maestro que lo inicia debe hacer el esfuerzo, en relación con la cualidad que san Agustín le otorga, para que el alumno también sea capaz de desarrollar su interioridad por medio del diálogo, la humildad y la caridad del día a día. Llevar a la reflexión al alumno le permitirá observar, desde la perspectiva de su interioridad, lo que le rodea, y buscar así el equilibrio interior con el exterior, es decir, la paz interior con la paz exterior. La educación que resulta es la ya manida expresión “educación integral” de la persona en todas sus dimensiones (física, cognitiva y espiritual).
San Agustín experimentó algo muy similar al dejarse llevar únicamente por el mundo externo, lo que, a su entender, empobrecía y empequeñecía cada vez más su interior y lo conducía a una ceguera espiritual con sus dolorosas consecuencias. En Confessionum manifestaba que la educación que recibió lo apartaba de la compañía de Dios y lo sometía a alcanzar el mero éxito social como meta de una vida mundana. La educación que él mismo plantea se orienta a conseguir el equilibrio y el compromiso entre su vida exterior y su vida interior, a fin de dotar de claridad a su corazón y de pureza a su alma. En conf., II, 2, 4, señala: “Yo, miserable, pospuesto tú, me convertí en un hervidero, siguiendo el ímpetu de mi pasión, y traspasé todos tus preceptos”.
San Agustín nos adelanta el resultado de esa educación, la cual termina por conseguir un poder deshumanizado en el que se instala la soberbia: “Ya había llegado a ser el “mayor” de la escuela de retórica, y gozábame de ello soberbiamente y me hinchaba de orgullo” (conf., III, 3, 6). Situación que lo distancia de forma notable de su interior, y lo sitúa en lo efímero de la vida, en aquello que lo aleja de su paz interior. Esta una realidad educativa que presenta hace varios siglos y, lamentablemente, hoy persiste. Barrio la describe de la siguiente forma:
Sin un fundamento antropológico y filosófico de serio alcance teórico, el discurso de la Pedagogía acaba en un discurso esclavo de la mentalidad dominante que no se preocupa por cultivar en cada persona su originalidad, sino por reproducir mecánicamente copias fieles a los prototipos diseñados por mercaderes o ideólogos. Aunque lo hagan con gran eficacia técnica, en el fondo sólo promueven lo que Nietzsche llamaba bestias hábiles.(15)
La pedagogía agustiniana nos indica cómo los maestros que promueven solo una enseñanza desde los estímulos exteriores y dejan de lado la reflexión —el cultivo de la interioridad, en definitiva impiden al alumno desarrollar un aprendizaje significativo y la activación de valores humanos como, por ejemplo, el valor de la paz, el cual tratamos en este apartado. Si se impulsa una mera enseñanza de lo externo y se obstaculiza una interiorización de lo que se escucha, las respuestas a los enigmas bien pueden ser falsas, o bien verdades incompletas, dependiendo de su parcialidad. En este sentido, san Agustín señala: “Los errores y falsas opiniones contaminan la vida si la mente racional está viciada” (conf., IV, 15, 25).
Los maestros que reprimen la reflexión dificultan la voz interior del alumno, la cual lo conduce hacia la verdad que Dios ha sembrado en su corazón (Prats, 2012). La alternativa que san Agustín plantea —en gran parte de sus obras— es una pedagogía del maestro que implementa la iluminación de Dios al interior del mismo maestro y del alumno. El objetivo principal del maestro será, por tanto, ayudar al alumno a reparar su interior al acercarlo a Dios desde lo íntimo del corazón. El corazón lo considera san Agustín el epicentro de su interioridad, en el cual se concentran todos sus poderes y desde donde emanan todas sus actividades (Madec, 1990). El encuentro con Dios solo se producirá en nuestro interior a través del corazón, y no por medio de los sentidos externos del cuerpo. Es por esto que san Agustín se lamenta de su error por buscar a Dios “no con la inteligencia sino con los sentidos de la carne” (conf., III, 6, 11), y llega a la conclusión de que allí no lo hallaremos porque no habita más que en nuestro espíritu, en nuestra interioridad. Insiste también en que,
Nuestra Vida verdadera bajó acá y tomó nuestra muerte, y la mató con la abundancia de su vida [y] si partió de nuestra vista fue para que entremos en nuestro corazón y allí le hallemos; porque si partió, aún está con nosotros. (conf., IV, 12, 19)
Cuando esta verdad despertada y equiparable a la paz interior no reside en el corazón del alumno, la confusión y el sufrimiento pueden asentarse en su interior y acabar con esta paz. San Agustín lo advierte al decir que le sucedió cuando era él alumno y refiriéndose a sus maestros:
A dar con unos hombres que deliraban soberbiamente, carnales y habladores en demasía, en cuya boca hay lazos diabólicos y una liga viscosa hecha con las sílabas de tu nombre, del de nuestro Señor Jesucristo y del de nuestro Paráclito y Consolador, el Espíritu Santo. Estos nombres no se apartaban de sus bocas, pero sólo en el sonido y ruido de la boca, pues en lo demás, su corazón estaba vacío de toda verdad. Mas como las tomaba por ti, comía de ellas, no ciertamente con avidez, porque no me sabían a ti ni me nutría con ellas, antes me sentía cada vez más extenuado. (conf., III, 6, 10)
Concluye al afirmar e insistir cómo este tipo de maestros “que mienten y engañan no sólo no abren su alma con las palabras, sino que hasta la encubren” (mag., XIII, 42). Desde su pedagogía plantea de forma reiterada la necesidad de que el alumno aprenda el sentido de la paz a través del desarrollo conjunto impulsado por el maestro que enseña desde afuera y el Maestro interior que ilumina desde adentro:
Pues el que escucha, si las sintió (imágenes) y presenció, mis palabras no le enseñan nada, sino que él reconoce la verdad por las imágenes que lleva consigo mismo... [ya que]... ni a éste, que ve cosas verdaderas, le enseño algo diciéndole verdad, pues aprende, y no por mis palabras, sino por las mismas cosas que Dios le muestra interiormente. (mag., XII, 39-40)
De esta forma, “es llevado no por palabras que enseñan, sino por palabras que indagan en relación con su aptitud para comprender la luz interior” (XII, 39-40).
San Agustín describe el corazón como el espacio interior donde el alumno hallará el consuelo de la verdad, es decir, de la paz. Un gran número de preguntas son las que se encuentra en su etapa educativa y, muy probablemente, la paz de hallar las respuestas a estas preguntas no la desarrollará por buscarlas de manera desenfocada y fuera de él de modo exclusivo. Es preciso, “saber con certeza que el hombre (alumno) puede pensar en la naturaleza de su alma y encontrar la verdad, pero en sí mismo, no en otra parte. Encontrará, no lo que ignoraba, sino aquello en lo que él no reflexionaba” (tr., XIV, 6, 8).
Galindo, al describir los valores de la enseñanza agustiniana, afirma que san Agustín concluía que “a esta verdad se llega ineludiblemente por la misma vía de la interioridad. Ya que, allá, dentro de uno mismo, está la Verdad, está Cristo, el que nos enseña sin palabras, como Maestro interior” (51). Una escuela que no ayuda en sus objetivos pedagógicos a desarrollar la verdad sembrada en el corazón del alumno y se centra de manera exclusiva en el conocimiento externo o en la mera instrucción, provocará que el alma del alumno no encuentre paz en sus acciones, sino sufrimiento y desorientación, lo que lo llevará a la oscuridad de lo mundano y caduco. Prats (2012) distingue entre educación e instrucción en este mismo sentido:
Con la palabra instrucción designamos, sobre todo, la adquisición de una habilidad. Ser hábil quiere decir tener la capacitación técnica suficiente para el desempeño de una determinada actividad o para el manejo de un instrumento. Pero eso no significa —como confirma nuestra experiencia— que sea, por ello, una persona más educada. Dicho de otra forma, poseer habilidades no implica necesariamente ser mejor persona. Por educación entendemos un proceso perfectivo más amplio, que atañe a la persona completa. Todo ello debe traducirse en actos buenos. (17-18)
En esta misma línea, Pascual nos indica en referencia a san Agustín:
Nuestro Santo tiene muy en cuenta que lo que enseña, no sólo va dirigido a la inteligencia del oyente, sino también a su corazón, de modo que suscite en él un gozo íntimo y un deseo de convertir en proyecto de vida lo que ha escuchado y aprendido (39).
El Doctor de Hipona concede al maestro la función especial y necesaria en su magisterio de responsabilizarse, en la medida en que es la ayuda y orientación que necesita el alumno hacia el descubrimiento de su paz interior a través de la verdad sembrada en su corazón por Dios:
Cuando dirigimos la palabra a otros, añadimos a nuestro verbo interior el ministerio de la voz o algún otro signo sensible, a fin de producir en el alma del que escucha, mediante un recuerdo material, algo muy semejante a lo que en el alma del locutor permanece. Nadie queriendo hace algo sin antes hablarlo en su corazón. (tr., IX, 7, 12)
Al explicar, el maestro otorga significatividad y paz interior al alumno, siempre que esta explicación nazca de la verdad que habita en el corazón del maestro. Este proceso de enseñanza-aprendizaje facultará al alumno a filtrar cada contenido que escucha desde su intuición interior. El camino recorrido sumará más paz en su interior cuanta más significatividad, reflexión y conexión con la verdad sembrada en su corazón tenga este aprendizaje. En este sentido, san Agustín advierte:
Si mi alma se interroga a sí misma sobre sus fuerzas, no se da crédito fácilmente a sí, porque muchas veces le es oculto lo que hay en ella, hasta que se lo da a conocer la experiencia. Nuestra única esperanza, nuestra única confianza, nuestra firme promesa, es tu misericordia.
La misericordia es paz y equilibrio entre lo externo y lo interno en la vida del maestro y del alumno. Incorporar en el proceso educativo del alumno la educación de su interioridad es clave, ya que es la única manera en la que el maestro acercará y motivará al alumno hacia sus enseñanzas. La paz interior que consigue desde este proceso le ayudará a asimilar y comprender con mayor significatividad lo aprendido, ya que —como Agustín concluye en tr., X, 1, 2, “cuanto más se conoce, sin llegar al conocimiento pleno, con tanto mayor empeño anhela el alma saber lo que resta”.
Conclusiones
Si bien el valor de la paz en las escuelas se trabaja desde diferentes áreas competenciales, todas confluyen en la necesidad de un desarrollo interior de la persona en consonancia con un equilibro con el contexto del que esta forma parte. Esta tarea no se alcanza si el maestro no es capaz de provocar en el alumno una reflexión profunda sobre lo que aprende, con el fin de ir más allá del mero conocimiento. El objetivo pedagógico que se extrae de este propósito es la búsqueda de la paz interior en el alumno, lo que le permita analizar con minuciosidad las situaciones vitales a las que se ve sometido en la experiencia. Hemos comprobado en este capítulo que la pedagogía agustiniana ofrece la clave para alcanzar este objetivo desde el desarrollo y activación de las cualidades más personales del alumno en relación consigo mismo y con los demás; estas son: la humildad, el diálogo y el cultivo de la interioridad. El desarrollo conjunto de estas tres cualidades, desde la escuela, le proporcionan su entorno interior, necesario para que se sienta en paz y se proponga como meta personal proyectar esta misma paz hacia su entorno inmediato. Asociar la paz con la humildad, con el diálogo y con el cultivo de la interioridad es el camino que nos plantea san Agustín en sus obras, a fin de transformar la educación y alcanzar mediante ella la necesaria caridad que otorgue una mayor esperanza de un mundo en paz.
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