Capítulo de Investigación
1
Transformar la práctica educativa mediante la modificación de las creencias de los docentes
El lugar de las creencias en la formación de docentes
Transforming Educational Practices through Modifying Teachers’ Beliefs The Place of Beliefs in Teacher Education
https://doi.org/10.28970/9789585498273.01
Introducción
Los docentes son uno de los elementos centrales del proceso educativo, pues se trata de los encargados de guiar, de una u otra manera, los espacios formales de enseñanza. En esta medida, todo proceso de formación de docentes (tanto antes como después del ejercicio) busca producir algún tipo de cambio que se refleje en la práctica profesional de quienes ya ejercen esta labor o de quienes la ejercerán en el futuro, en especial en su ejercicio de enseñanza al interior de las aulas de clase. Ahora bien, la manera en la que los docentes cumplen su rol profesional parece estar fuertemente influida por sus creencias, sus concepciones y sus formas de pensar: su forma de organizar y dirigir sus clases parece depender de las metas que persiguen y de sus interpretaciones subjetivas de los procesos en el aula, entre otras (Farrel e Ives, 2014). Así, la hipótesis central de este texto es que la búsqueda de cualquier cambio significativo en el ejercicio profesional de los docentes debe incluir la búsqueda explícita de un cambio en su modo de pensar, en la medida que dicha práctica está crucialmente influida por las creencias de los docentes acerca del proceso educativo.1
Este planteamiento se alinea con un enfoque investigativo cuyos conceptos centrales son precisamente “creencias” y “conocimientos” (y, algunas veces, “cogniciones”) educacionales de los docentes (Crahay, Wanlin, Issaieva y Laduron, 2010; Kagan, 1992; Nespor, 1987; Pajares, 1992; Woolfolk, Davis y Pape, 2006). Numerosas investigaciones enmarcadas en dicho enfoque han señalado que los docentes desarrollan prácticas y sostienen creencias que no parecen contribuir al aprendizaje en los estudiantes –e incluso podrían impedirlo– (Crahay et al., 2010; Elbaz, 1983; Richardson y Placier, 2001; Schommer, 1990; Woolfolk, Davis y Pape, 2006). En este sentido, parece legítimo inferir que modificar estas creencias educacionales es incluso una necesidad, y que este debería ser el objetivo explícito de los procesos de formación de docentes. Sin embargo, no son pocas las dificultades que enfrenta esta postura. Como se verá a continuación, algunas veces se pone en duda la posibilidad de ofrecer una definición adecuada de conceptos como creencia y, otras veces, se cuestionan la posibilidad de modificar deliberadamente las creencias educacionales de los docentes.
El primer objetivo de este texto es delinear una manera de concebir las creencias educacionales de los docentes, que tenga en cuenta tanto los debates teóricos como las dificultades prácticas señaladas en la literatura. Nuestro interés será identificar los aspectos clave de los conceptos de creencia y conocimiento educacionales, con miras a bosquejar una definición que permita operacionalizarlos. En la segunda parte, nos ocupamos del asunto de la modificabilidad de las estas creencias. Luego de presentar un par de teorías sobre el tema, así como sobre las características del proceso que podría conducir a tal modificación, tratamos de ilustrar la manera en que las creencias educacionales interactúan con el ámbito de la práctica docente. Enseguida, nos concentramos en el asunto de la efectividad de los procesos de formación de docentes, teniendo en cuenta investigaciones de las últimas décadas. Cerramos con una breve discusión sobre la orientación de tales procesos de formación, dado el contexto y las necesidades tanto de los docentes como de sus estudiantes.
Las creencias educacionales de los docentes
Tradicionalmente se asume que, aunque sean diferentes, al abordar el concepto de creencia es necesario aludir al concepto de conocimiento (véase Schwitzgebel, 2015). No obstante, la definición de estos dos conceptos (y, por tanto, la distinción entre ambos) no es un asunto sobre el que haya consenso; de hecho, en la literatura investigativa sobre el tema, abundan términos diferentes a los que se les atribuyen significados semejantes a los de “creencia” y “conocimiento” (“actitudes”, “concepciones”, “cogniciones”; véase, Ashton, 2015). Sobre algunos aspectos de las creencias y de los conocimientos, sin embargo, no parece haber mayor desacuerdo. Por ejemplo, tanto en la psicología como en la epistemología creencias y conocimientos hacen referencia a contenidos mentales. Y, si bien es cierto que a veces las fronteras entre conocimientos y creencias son difíciles de identificar (Fives y Buehl, 2012), generalmente se ha subrayado una diferencia de estatus epistémico entre ambos: mientras que se suele caracterizar a los conocimientos como soportados en pruebas empíricas y argumentos lógicos, las creencias pueden incluir suposiciones o elementos idiosincráticos (véase Steup, 2017). En este sentido, las creencias no presuponen el tipo de acuerdo intersubjetivo basado en un sistema de validación riguroso que gobierna lo que consideramos conocimiento. Adicionalmente, a diferencia de los conocimientos, ciertos componentes afectivos y evaluativos parecen intrínsecos a las creencias. Como expondremos a continuación, estos y otros rasgos de las creencias y los conocimientos podrían abrir el camino para una diferenciación aceptable y suficientemente rigurosa, que permita además ver la manera en que los dos conceptos se relacionan con otros términos encontrados en la literatura.
Características de las creencias
Nespor (1987) es probablemente uno de los precursores de la definición sistemática de las creencias educacionales de los docentes. Este autor propone seis rasgos para distinguirlas de otros fenómenos mentales y para identificar su estructura y funciones o usos:
- Las creencias suelen contener presuposiciones acerca de la existencia o no existencia de entidades y propiedades.
- Algunas creencias tienen asociadas representaciones de escenarios ideales, que generalmente difieren significativamente de la realidad. El carácter ideal de estos escenarios muchas veces impide falsear o cuestionar las creencias vinculadas, independientemente de los fracasos para llevarlos a la realidad.
- Las creencias parecen tener una dimensión afectiva y evaluativa mucho mayor que los conocimientos. Así, las creencias pueden, por ejemplo, influir en los sentimientos de los docentes hacia los estudiantes, en la valoración subjetiva que los docentes dan a ciertos contenidos, en la cantidad de esfuerzo que pondrá el docente en alguna actividad, en cómo invertirá este esfuerzo, etc.
- Este rasgo también hace que las creencias influyan en los procesos de memoria. Las valoraciones subjetivas y las emociones asociadas a las creencias sobre ciertas situaciones imprimen un matiz a ciertos recuerdos, facilitan recordar, proporcionan cohesión a los recuerdos y contribuyen a filtrar e interpretar la información que se retiene.
- Según los modelos de procesamiento de la información, las creencias se almacenen episódicamente, mientras que los conocimientos se almacenan según características semánticas.
- Pese a que las creencias pueden ser discutibles, no parecen estar abiertas a la evaluación externa o al examen crítico al que están sometidos los conocimientos. En este sentido, no es claro cómo han de evaluarse. Por esto mismo, las creencias pueden resultar poco maleables o dinámicas y, cuando cambian, frecuentemente no es como resultado de argumentos racionales o evidencia indiscutible.
- Las conexiones entre una creencias y eventos y situaciones muchas veces son inciertas, de manera que se pueden extender de formas inesperadas a tipos de fenómenos muy diferentes de aquellos a los que inicialmente se aplican.
Nespor (1987, p. 318) también observa que, más que proposiciones o afirmaciones atómicas, las creencias están organizadas en “sistemas” útiles para explicar cierto dominio de actividad.
A lo anterior, Crahay, Wanlin, Issaieva y Laduron (2010) y Pajares (1992) añaden que, al tiempo que implican una aceptación individual, buena parte de nuestras creencias tienen un origen sociocultural. En este sentido, son una característica psicológica del individuo y a la vez están arraigadas en un sustrato cultural. De acuerdo con Pajares (p. 316), el proceso de culturización y construcción social en el que surgen las creencias tiene tres componentes: culturización, educación y escolarización.
Tanto Nespor (1987) como Pajares (1992) y Crahay et al. (2010) parecen compartir la idea de que las creencias no se ajustan cabalmente a ciertos estándares de racionalidad. Junto a la quinta característica que les atribuye a las creencias, Nespor (1987, p. 321) observa que cuando estas cambian no es la argumentación racional o la evidencia lo que las altera. Por su parte, Pajares (1992, p. 317) señala que la fuerza de las creencias fácilmente puede superar la evidencia contraria más clara y convincente; además, añade que los individuos tienen la tendencia a distorsionar la información conflictiva para convertirla en evidencia a favor de sus creencias previas, y así lograr que estas sigan siendo consistentes. En todo caso, según este autor, las creencias ni siquiera parecen requerir consistencia interna, a lo que Crahay et al. (2010, p. 116) añaden que, de hecho, las contradicciones parecen ser una de las características más importantes de las creencias basadas en la experiencia.
Para estos autores, las creencias son verdades profundamente personales que todo el mundo tiene. Sus rasgos definitorios las hacen contenidos mentales más influyentes que los conocimientos a la hora de determinar la manera en que se conciben, se asumen y se llevan a la práctica diferentes partes del proceso educativo; en consecuencia, son los mejores indicadores de las decisiones que toman los individuos (véase Pajares, 1992, p. 307; Farrel e Ives, 2014; sin embargo, véase también Fives y Buehl, 2012; Skott, 2015).2
Racionalismo e irracionalismo acerca de las creencias
La caracterización de las creencias que acabamos de esbozar diverge profundamente de la que encontramos en algunas áreas de la epistemología (Schwitzgebel, 2015). Allí, una creencia es concebida como la actitud que se tiene cuando se considera algo como verdadero o falso (generalmente una proposición, de allí la denominación de “actitudes proposicionales”; véase Richard, 1997). Las creencias, en este sentido, no se definen por cierto grado de incertidumbre en la medida en que están ligadas con lo que se considera verdadero o falso acerca del mundo: que estamos en el siglo XXI, que respiramos aire, que tenemos pies, etc. En esta concepción, la tarea de la epistemología involucra determinar cuándo una creencia está justificada y, por tanto, cuenta como conocimiento.
Por otro lado, un importante principio metodológico de dicha tradición epistemológica indica que la posibilidad de comunicarse con otros depende crucialmente de atribuirles racionalidad. Sin dicha atribución, no se le podría dar sentido a lo que un interlocutor expresa. Según este principio, denominado “principio de caridad”, la mejor interpretación de lo que dice un hablante es la que optimiza la coherencia y verdad de sus declaraciones, creencias y acciones (véase Davidson, 2001). Entender las creencias como actitudes proposicionales y aceptar el principio de caridad, junto con la idea de que las creencias están interconectadas y organizadas en sistemas, conduce a concluir que los sistemas de creencias deben ser internamente coherentes (Quine, 1951, 1960).
Sin embargo, en la caracterización de las creencias educacionales de los docentes que presentamos en el apartado anterior, los sistemas de creencias pueden (e incluso suelen) no ser internamente consistentes y no se modifican a la luz de elementos racionales. Habría que examinar si la concepción que podríamos llamar “racionalista” acerca de las creencias reconoce que algunas de las que tenemos manifiestan los rasgos señalados por Nespor y, de ser así, cómo acomoda estas características en su visión de las creencias. Del mismo modo, si renunciamos drásticamente a las virtudes epistemológicas de la racionalidad y la coherencia, la concepción “irracionalista” tendría que explicar cómo es posible comunicarse con otros sujetos si lo que dicen no es coherente y carece de sentido.
Determinar cuál de las dos concepciones tiene mayores ventajas explicativas va más allá del alcance del presente texto. Con todo, vale la pena hacer la siguiente observación sobre los escenarios ideales a los que se refiere la segunda característica de las creencias advertida por Nespor. Dichas idealizaciones parecen proceder de enunciados que se consideran verdaderos y que poseen un cierto elemento normativo: por ejemplo, “la mejor clase posible es de tal y tal manera”, “el papel del docente es tal y tal”, etc. Sin embargo, difícilmente podría decirse que el hecho de que algunas de nuestras creencias no se ajusten a cánones de racionalidad se debe a la presencia de este elemento normativo: toda práctica educativa implica una dimensión normativa, esto es, de todo enfoque pedagógico (teórico, empírico, implícito o explícito) se derivan “enunciados normativos” y esto no los hace irracionales. La clave parece ser nuestra actitud hacia los enunciados normativos que justifican la idealización; pero si logra mos hacernos conscientes de ellos y estamos dispuestos a cuestionarlos, se abriría la posibilidad de abandonarlos (junto con las idealizaciones respectivas). Así, quizás no estaríamos obligados a hacer una lectura irracionalista fuerte de esta característica. Lo anterior, además, quizás tenga efectos sobre la tercera y la quinta características que Nespor encuentra en las creencias.
Funciones de las creencias
A la luz de lo encontrado en la literatura, Crahay et al. (2010) han propuesto diferenciar cuatro funciones de las creencias educacionales de los docentes, a saber:
- La primera función es dotar de sentido a las experiencias, es decir, proporcionarles a los sujetos un marco que les permita interpretar situaciones, así como seleccionar y adquirir nuevos conocimientos de una manera que permita integrarlos coherentemente a los previos. En este sentido, las creencias operan como una especie de “filtro” para analizar y abordar las situaciones educativas (véase también Richardson y Placier, 2001; Schommer, 1990).
Esta función se relaciona directamente con dos “usos” de las creencias mencionados por Nespor (1987): por un lado, la definición de tareas y la selección de estrategias cognitivas y, por otro lado, la estructuración de los procesos de memoria. Las creencias, afirma Nespor, son “determinantes de cómo los individuos organizan el mundo en ambientes de tareas y definen tareas y problemas” (1987, p. 322). - La segunda función es identitaria. Como también señala Pajares (1992, p. 317), compartir creencias ayuda a los individuos a identificarse unos con otros y a formar grupos, del mismo modo que permite que los grupos de individuos se sitúen en el campo social. Tanto entre individuos como entre grupos, las creencias comunes reducen la disonancia, independientemente de si esta proviene de alguna inconsistencia lógica entre las creencias aceptadas.
- La tercera función es prescriptiva o normativa: las creencias orientan acciones y prácticas, indicando la conducta que está permitida y lo que debe pensarse acerca de un objeto dado en cierto contexto social.
- Por último, la cuarta función es denominada “justificadora” o “autodefensiva”. Los docentes desarrollan una serie de creencias, convicciones y discursos con los que enfrentan la diferencia entre las situaciones educacionales ideales y las reales (véase también Abric, 1994). Estas creencias generalmente tienen que ver con el grado de responsabilidad del docente en las situaciones mencionadas.
Los conocimientos educacionales
Ahora bien, con respecto a los conocimientos educacionales de los docentes, en la literatura se han propuesto diversas clasificaciones para dar cuenta de ellos. Por ejemplo, Shulman (1987) propone una clasificación en siete tipos de conocimiento: (1) de contenido, (2) pedagógico general, (3) curricular, (4) pedagógico de contenido, (5) de los aprendices y sus características, (6) del contexto educativos y (7) de los fines educativos. Por su parte, Borko y Putnam (1996) plantean tres tipos de conocimientos: (1) pedagógicos generales, (2) del tema o disciplinares y (3) del contenido pedagógico. Woolfolk, Davis y Pape (2006) dividen los conocimientos educacionales de los docentes en cuatro categorías: (1) sobre la infancia y la adolescencia, (2) sobre el contexto político de la educación, (3) sobre el contexto inmediato de la clase y (4) la autoeficacia. Leuchter (2009) propone analizar estos conocimientos en un espacio de cuatro dimensiones continuas: (1) sistemático-situado, (2) explícito-implícito, (3) declarativo- procedimental y (4) fundado científicamente-basado en la experiencia.
Como puede verse, estas taxonomías no son necesariamente conmensurables; por ejemplo, si bien la segunda categoría de Shulman (1987) corresponde a la primera de Borko y Putnam (1996), no es claro cómo se relacionarían las demás categorías de la primera clasificación (en especial las tres últimas) con las de la segunda. Del mismo modo, la primera categoría de Woolfolk, Davis y Pape (2006) parece coincidir con la quinta de Shulman; pero ahí termina la convergencia: la segunda categoría parece a la vez más general y más específica que las demás de Shulman, mientras que la tercera categoría parece incluso demasiado específica. Esto último también oscurece cualquier intento de relacionar la taxonomía de Woolfolk, Davis y Pape (que parece más orientada a la dimensión social de los conocimientos de los profesores) con la de Borko y Putnam (que parece mucho tener un énfasis más teórico). Todo lo anterior sin mencionar que, a diferencia de las demás clasificaciones mencionadas, la de Leuchter (2009) no contiene categorías discretas.
No obstante, de nuevo, en lo que parece haber un relativo consenso es con respecto a características esenciales de los conocimientos (que, a su vez, marcan la diferencian con las creencias): son vistos como abiertos a la evaluación externa y al examen crítico, lo cual permite modificarlos de acuerdo con cánones públicos e intersubjetivos bien establecidos. Además, están integrados en sistemas cuyo rango de acción está estrictamente delimitado.
La relación entre creencias y conocimientos
Una vez bosquejadas las nociones de creencias y conocimientos y esbozada la diferencia entre unas y otras, habría que aclarar la relación que existe entre ellas. La afirmación de Nespor de que entre creencias y conocimientos “claramente hay una gran cantidad de interacción” (1987, p. 319) recoge la postura general en la literatura sobre el tema; sin embargo, más allá de esta afirmación tan general, el consenso es más bien escaso con respecto a la manera en que se da dicha interacción.
La relación entre creencias y conocimientos podría entenderse como una relación de determinación o una relación de contenencia. Intuitivamente, podría pensarse que nuestro conocimiento del mundo determina las creencias que llegamos a formar (creemos, por ejemplo, que una persona con un fuerte dolor debe tomar un analgésico, porque conocemos los efectos de los analgésicos en el organismo); esta parece ser, de hecho, la suposición detrás de cualquier dispositivo educativo, a saber, lograr que las creencias de los sujetos sean determinadas por los conocimientos que adquieren. Sin embargo, autores como Nespor (1987) consideran que nuestras creencias influyen ampliamente en los conocimientos que adquirimos y que, de esta manera, nuestros conocimientos estarían determinados por nuestras creencias. La postura de Pajares es más fuerte aún, pues afirma que las creencias son condición para todas las formas de conocimiento (no solo el declarativo, sino incluso el procedural; 1992, p. 312).
Podría decirse que, a pesar de todo, estas dos posturas no son necesariamente excluyentes, y que parte de la complejidad que caracteriza la relación entre creencias y conocimientos es precisamente algún tipo de co-determinación que parece darse entre ambas: aunque nuestras creencias pueden verse determinadas por los conocimientos que adquirimos, nuestras creencias previas pueden también determinar qué conocimientos aceptamos y cuáles no.
Con todo, la co-determinación entre creencias y conocimientos no es suficiente para definir otro aspecto de la relación entre ambos: podría decirse que conocimientos y creencias se co-determinan porque estas son un subconjunto de aquellos, o viceversa. La primera lectura se vincularía con una distinción entre conocimientos “personales” y conocimientos públicos (Kagan, 1992); las creencias podrían verse como un tipo de conocimiento que no procede de teorías científicas, sino que tienen un origen inductivo basado en nuestra propia experiencia (como parece ser, por ejemplo, nuestro conocimiento sobre la distinción entre contextos de uso del lenguaje). Investigadores como Rokeach (1976) representan la lectura inversa, según la cual el conocimiento es una parte de la creencia; la definición clásica de conocimiento que encontramos en el diálogo platónico Teeteto constituye un ejemplo clásico de esta lectura: el conocimiento es un tipo de creencia (una creencia verdadera justificada).
Suponer que las creencias son una subclase inductiva de conocimientos pasa por alto que este sub-conjunto no comparte una característica que parece definitoria de los conocimientos: su evaluabilidad según cánones públicos bien establecidos. Del mismo modo, afirmar que los conocimientos son un tipo de creencia desestima dicho rasgo definitorio. Por último, una tercera posibilidad igualmente compatible con que haya relaciones de co-determinación, es que creencias y conocimientos sean conjuntos disyuntos. Decimos disyuntos y no independientes, precisamente porque existe una estrecha relación entre ambos. En esta opción quedaría por explicar, pues, la naturaleza de la relación entre los dos conjuntos. Crahay et al. afirman que existe un conjunto de saberes educacionales de carácter “relativamente estable y consensual” (2010, p. 114) en el cual descansan tanto creencias como conocimientos. Este trasfondo común podría ser parte de tal explicación, y su naturaleza estaría por establecer.
Es bien sabido que muchos docentes desconocen los resultados de la investigación reciente en educación, la cual es una de las razones por las que sus creencias surgen y se consolidan con independencia de dichos resultados. En este sentido, una estrategia para aclarar la relación entre creencias y conocimientos podría consistir en observar la manera en que estos profesionales integran sus creencias con conocimientos empíricamente validados.
Investigar empíricamente conocimientos y creencias
Cualquier estudio empírico sobre creencias contiene una limitación metodológica fundamental, proveniente del hecho de que no son objetos de estudio directamente observables; todas nuestras afirmaciones sobre creencias son hipotéticas y se confirman solo parcialmente y de manera indirecta a través de sus efectos en la conducta observable de los sujetos. Como señala Pajares (1992, p. 308), las creencias son un constructo cuya investigación empírica muchas veces no es fácil, y su estudio depende de que reciban definiciones operacionales cuidadosamente construidas. Buena parte de las dificultades en las investigaciones sobre creencias educacionales de los docentes se relacionan con la manera en la que los investigadores eligen operacionalizar creencias específicas (Schraw y Olafson, 2015).
En la medida en que el estudio empírico de creencias requiere hacer inferencias sobre los individuos a partir de lo que estos dicen y hacen, las evidencias de una creencia incluirán tanto afirmaciones sobre ciertos temas como comportamientos relacionados. En todo caso, como señalan Crahay et al. (2010, p. 87), es sobre todo en sus de actos de enseñanza donde se manifiestan realmente los conocimientos y creencias educacionales de los docentes. Los instrumentos de auto-reporte (como inventarios de creencias o declaraciones explícitas de un sujeto sobre sus creencias) pueden ser inadecuados para capturar realmente las creencias educacionales de los docentes o para abarcar la multiplicidad de contextos en los que ciertas creencias dan lugar a ciertas prácticas (Schraw y Olafson, 2015; Bullough, 2015). Desde luego, esto no significa que este tipo de instrumentos no deba usarse, pues los resultados que arrojen pueden ayudar a detectar inconsistencias con los datos recogidos a través de otros tipos de instrumento. No obstante, como anotan Olafson, Salinas Grandy y Owens (2015), Bullough (2015) y Pajares (1992), si lo que se busca es lograr inferencias más robustas es necesario incluir técnicas como observación, respuestas a dilemas, etc.
De manera semejante, aunque muchos estudios sobre creencias educacionales de los docentes han usado métodos cuantitativos, los métodos cualitativos son pertinentes para ampliar la comprensión alcanzada. Los estudios de caso, por ejemplo, pueden ayudarnos a entender en qué momento de la vida de un individuo se configura la imagen de docente con la que los futuros maestros llegan a su formación de pregrado, así como el papel que juega esta imagen en las prácticas educativas futuras (véase Olafson et al., 2015; Farrel e Ives, 2014; Pajares, 1992).
La modificabilidad de las creencias
Durante años ha habido un largo debate en la literatura con respecto a si las creencias educacionales de los docentes son modificables o no; mientras que algunos estudios registran dichos cambios (Richardson y Placier, 2001), otros concluyen que las creencias sobre la forma tradicional de enseñar son inmunes al cambio (Cuban, 1988; 1984). Otros estudios observan que, al parecer, ciertas creencias son más difíciles de modificar que otras, y algunos más observan que el hecho de si ha habido cambio puede llegar a ser cuestión de perspectiva. Sin embargo, la proporción de investigaciones que concluyen que una gran cantidad de creencias educacionales de los docentes son altamente resistentes al cambio parece ser notablemente mayor (véase Crahay et al. 2010).
Una explicación de dicha resistencia es lo que podríamos llamar “efecto de primacía” (Nisbett y Ross, 1980): creencias adquiridas tempranamente se arraigan profundamente en los sujetos, influyendo en la interpretación de información posterior e impidiendo que dichas creencias sean suficientemente revisadas. Este efecto permite explicar varias de las características y funciones que encontramos anteriormente en las creencias (su evaluación, su afectividad y su carácter de filtro, entre otras). Así, cuanto más temprano se forme una creencia, más difícil podría ser modificarla; de manera análoga, las creencias adquiridas recientemente serían más susceptibles de ser modificadas. Por ejemplo, la imagen del docente que haya tenido un impacto temprano en la escolaridad de los sujetos será probablemente la más influyentes en la construcción de su imagen de sí mismos como profesor, mientras que los conocimientos pedagógicos sobre el rol docente adquiridos durante la formación estarán subordinados a tales modelos.
El efecto de primacía parece permitir una lectura de la distinción mencionada por Crahay et al. (2010, p. 93) entre modificaciones de superficie y modificaciones de estructura en las creencias y prácticas educacionales de los docentes (las primeras serían sobre creencias recientes, las segundas sobre creencias tempranas). Sin embargo, la modificación de creencias podría ser interpretada a la luz de otro modelo. Autores como Richardson (1996) y Pajares (1992) asumen un modelo reticular de los sistemas de creencias (propuesto por Rokeach, 1976), en el que las creencias particulares ocupan distintas posiciones en términos de centro-periferia. Algunas creencias tempranas, así como las que tienen que ver con la identidad del individuo y las creencias que uno comparte con otros se encontrarían en el centro de la red, por lo que tendrían más conexiones inferenciales con otras creencias y serían las más resistentes al cambio. La modificabilidad de una creencia estaría ligada a su centralidad: cuanto más central es una creencia, más se resistirá al cambio.
Ciertas creencias educacionales parecen ser mucho más centrales que otras (por ejemplo, creencias acerca de la naturaleza del conocimiento o de los objetivos sociales de la educación), por lo que será mucho más difícil modificarlas. Además, vale la pena anotar que las explicaciones de la modificabilidad de las creencias en términos del efecto de primacía y según el modelo reticular de los sistemas de creencias no son excluyentes. La posición central de muchas de nuestras creencias parece producirse de manera genética: cuanto más temprano se forma una creencia, más central podrá resultar dentro del sistema.
Ahora bien, cuando se presenta modificación de creencias ¿cuáles son las características de este proceso de cambio? Pajares (1992) y Crahay et al. (2010) advierten sobre falencias potenciales en la forma típica de concebir dicho proceso. Por un lado, está la suposición de que modificar creencias significa reemplazar unas por otras “mejores”; no obstante, esta suposición es problemática en la medida que no parece que dispongamos de criterios universalmente aceptados que permitan determinar cuándo una creencia es mejor que otra. Por otro lado, se suelen plantear pasos o etapas en el proceso de modificación, que terminan con los docentes felizmente dotados de mejores creencias y prácticas (por ejemplo, Nault, 1999). Sin embargo, la alta incidencia entre los docentes de fenómenos como la depresión y el “burn out” ponen en duda que todos los docentes lleguen a este final feliz o tan siquiera que todos atraviesen por las mismas etapas.
Pajares (1992) considera que la sustitución o reemplazo de unas creencias por otras probablemente no sea el modelo que mejor describe el proceso de modificación de creencias que se encuentra en los docentes. Según su investigación, los procesos de “asimilación” y “acomodación” resultan más adecuados para este fin (pp. 320-321). El primero se refiere al proceso por el cual la nueva información es incorporada en el sistema de creencias. El segundo se refiere al proceso de reorganización de las creencias existentes, que se produce cuando la nueva información no puede ser asimilada. Para que este segundo proceso se produzca, los individuos deben estar insatisfechos con sus creencias previas y las nuevas creencias deben parecerles altamente plausibles. A su vez, para que se dé la primera condición, los sujetos deben encontrar anomalías suficientemente incómodas como para que desarrollen insatisfacción hacia sus creencias previas.
Queda, por último, la cuestión de la relación entre modificación de creencias y modificación de las prácticas (véase Buehl y Beck, 2015). Guskey (1986) señala que el cambio en las creencias no antecede al cambio en las prácticas, sino que el primero es consecuencia del segundo: cuando se logra que un docente desarrolle una cierta práctica que resulta exitosa, generalmente se produce un cambio de actitud significativo. Esta postura, evidentemente, se contrapone a la lectura de la naturaleza y características de las creencias que hemos estado proponiendo (en nuestra interpretación, el cambio en las creencias deba anteceder los cambios en las prácticas). Sin embargo, queda abierta la pregunta de si la disposición misma que se requiere para que un docente desarrolle una práctica innovadora no supone de alguna manera algunas creencias (aunque sea implícitas) que expliquen esta apertura. Esta es una posibilidad que Guskey no descarta y que, probablemente, no pueda hacerse a un lado.3
Las creencias educacionales y el ámbito de la práctica docente
La profesión docente es un ámbito en el que difícilmente podemos encontrar verdades incuestionables, ya sea en la forma de teorías incontrovertibles sobre los contenidos que deben ser enseñados o en la forma de métodos universales que dictan cuál es la mejor manera de realizar el proceso de enseñanza. En medio de esta incertidumbre, las creencias personales de los docentes vienen a suplir el vacío que no logran llenar los conocimientos teóricos, proporcionando seguridad a su práctica en la forma de una “pedagogía personal” más o menos coherente que “mezcla de elementos tomados de la experiencia propia del docente, otros tomados del sentido común […] y aún otros provenientes de teorías” (Crahay et al., 2010, p. 87).
De manera semejante, Pajares (1992) y Nespor (1987) señalan que el oficio docente y la naturaleza de la enseñanza están muy vagamente definidos y que, por ello, los docentes utilizan sus creencias “con todos sus problemas e inconsistencias” (Pajares, 1992, p. 312) para orientar su práctica. En este sentido, Pajares (p. 313) retoma las palabras de Dewey (1933, p. 6) cuando dice que la creencia “cubre todos los asuntos de los que no tenemos conocimiento seguro y sobre los cuales aun así somos suficientemente confiados para actuar”.
Nespor (1987), por su parte, desarrolla en detalle la idea de que la práctica docente está vaga o insuficientemente definida. Para empezar, señala que los problemas en este campo varían según la naturaleza de las metas y que no hay un conjunto de procedimientos bien definido para alcanzar dichas metas. Los distintos cursos de acción posibles en cada momento del proceso, añade, también están vagamente definidos. De igual manera, si se utilizan ciertos criterios, algunos problemas relacionados con la práctica docente parecen caer en un dominio, pero no todos los problemas parecen cumplir cabalmente ningún conjunto de criterios; de este modo, no hay certeza con respecto a la comprensión necesaria para abordarlos. Así, los problemas en este campo les exigen a los individuos ir más allá de la información proporcionada en la descripción del problema, lo cual los lleva a usar su conocimiento previo o hacer suposiciones.
Así, de acuerdo con Nespor (1987), no es difícil ver por qué las creencias juegan un papel especialmente protagónico en el intento de los docentes de asimilar y abordar su práctica educativa. Para empezar, como reseñamos anteriormente, Nespor considera característico de las creencias que usualmente se extiendan a dominios distintos de aquellos a los que inicialmente se aplican; un ámbito lleno de incertidumbre parecería ideal para extender creencias cualesquiera. En segundo lugar, otra característica de las creencias de un individuo es que no estén abiertas a evaluación pública; de este modo, la sensación de seguridad que pueden producir alivia la incertidumbre percibida. En tercer lugar, también parece ser característico de las creencias presuponer la existencia de entidades y propiedades, lo cual permitiría atribuir estabilidad y predictibilidad a un escenario tan vago y ambiguo como la práctica educativa.
Un ejemplo interesante de cómo intervienen las creencias de los docentes para darle sentido a sus prácticas es la concepción de las capacidades cognitivas de los estudiantes que parece predominante entre muchos docentes en ejercicio. De acuerdo con los hallazgos de Doudin, Pfulg, Martin y Moreau (2001), en muchos docentes prima una concepción innatista de dichas capacidades. Como resultado de esta concepción, estos docentes tienden a involucrarse de manera moderada en el abordaje de las dificultades de sus estudiantes y en las situaciones de fracaso escolar. El innatismo, señalan estos investigadores, funcionaría como un refugio que le permitiría a los docentes atribuir a factores externos y fuera de su alcance la responsabilidad sobre las dificultades o el fracaso escolar de los estudiantes.
Incluso antes de iniciar su ejercicio profesional, podemos advertir en los futuros docentes la presencia de creencias que luego interactuarán de manera decisiva con la realidad de su práctica docente. En primer lugar, según Weinstein (1988; 1989) y Pajares (1992), los docentes en formación se caracterizan por la excesiva confianza que sienten en su capacidad de enseñar. Este rasgo estaría directamente relacionado con su tendencia a subestimar la complejidad de la práctica docente; como es de suponer, en sus primeros contactos con el entorno se presenta un enorme choque. En segundo lugar, si bien reconocen que los docentes en formación no son un grupo homogéneo, los investigadores mencionados subrayan que desde el comienzo de su formación los estudiantes parecen concebir el proceso de enseñanza-aprendizaje como un proceso pasivo. Desde esta etapa, consideran que no se aprende a enseñar, sino que el docente se va nutriendo se sus experiencias y su intuición. En este aspecto, Pajares llama la atención sobre el hecho de que buena parte de los estudiantes que eligieron la docencia como carrera se han identificado positivamente con la enseñanza, y que muy probablemente esta fue una enseñanza con todas las características tradicionales. Este hecho conduciría a la continuidad y reafirmación de prácticas educativas tradicionales.
La efectividad de los procesos de formación de docentes
Muchos estudios sobre la efectividad de los programas de formación dirigidos a los docentes en ejercicio (programas de formación permanente, capacitaciones, cursos de actualización, etc.) llegan a conclusiones predominantemente pesimistas. En este sentido, se ha propuesto una distinción entre una aproximación ‘tradicional’ y aproximaciones ‘innovadoras’ a los programas de desarrollo docente (véase Avalos, 2011; Borko, Jacobs, y Koellner, 2010; Richardson y Placier, 2001). En la aproximación tradicional, la formación de docentes en ejercicio consiste en una serie de cursos y capacitaciones, realizadas por “especialistas”. Se ha criticado que esta aproximación tiene efectos bastante limitados y poco duraderos, pues contiene una visión de corto plazo y que tiende a desconocer el contexto y necesidades percibidas por los docentes.
Sin embargo, aproximaciones más recientes al desarrollo profesional de los docentes buscan establecer programas de largo plazo, ligados a la realidad de los docentes y de su práctica educativa. Estos modelos se caracterizan por una concepción situada del conocimiento, una concepción reflexiva de la práctica docente, una metodología de trabajo colaborativa y una concepción del desarrollo docente como un proceso continuo. Si bien la investigación sobre estas aproximaciones es germinal, parecen tener efectos positivos tanto en la modificación de las creencias y prácticas de los docentes como en los procesos de aprendizaje de los estudiantes (véase Avalos, 2011; Borko et al., 2010; Richardson y Placier, 2001).
Por otro lado, durante años se ha acumulado abundante evidencia acerca de las dificultades que tienen los programas universitarios de formación de maestros para producir cambios profundos y duraderos en las creencias educacionales de sus estudiantes. Por ejemplo, con respecto a las creencias acerca de lo que es buena enseñanza, Olson (1993) encontró que los estudiantes no cambiaban sus creencias preexistentes al respecto durante el tiempo que cursaban programas universitarios de formación de maestros; Bolin (1988), Tickle (1991), y Munro (1993) obtuvieron resultados semejantes. Más aún, investigaciones como la de Zeichner, Tabachnick y Densmore (1987) y la de Leavy, McSorley y Boté (2007) encontraron que, durante el curso de su formación inicial, las creencias preexistentes de los futuros docentes tendían a consolidarse más que a cambiar (véase también Saban, Kocbeker, y Saban, 2007). También vale la pena destacar la experiencia de Wilcox, Schram, Lappan y Lanier (1991), quienes diseñaron un seminario dirigido a establecer una comunidad de aprendices. A pesar de la naturaleza colaborativa y reflexiva de la actividad, no se reportaron cambios en las creencias de los estudiantes.
A la luz de lo anterior, investigadores como Weber y Mitchell (1996) llegan a la conclusión pesimista de que las creencias preexistentes profundamente arraigadas probablemente no puedan ser modificadas por la formación inicial. De ser así, y si autores como Tillema y Knol (1997) están en lo correcto cuando dicen que los cambios en la práctica siempre serán superficiales sin cambios en las creencias, las dificultades mencionadas resultan preocupantes para los programas universitarios de formación de maestros.4
Sin embargo, hay estudios menos pesimistas sobre la efectividad de los programas universitarios en las creencias de los docentes, como el conducido por Feiman-Nemser, McDiarmid, Melnick y Parker (1989), quienes reportan algunos cambios de creencias en los estudiantes –pese a que añaden que a menudo no se producen–. De manera semejante, Elbaz (1983) observa que no todos los futuros docentes que participaron en su proyecto ampliaron su conocimiento práctico, si bien no concluye que no se haya presentado cambio de creencias alguno. En el marco de una investigación que buscaba desarrollar una forma innovadora de enseñar matemáticas con estudiantes de pregrado en educación, Civil (1996) reporta que la queja principal de los estudiantes era que esa no era la manera en que ellos habían aprendido matemáticas, aunque con el tiempo empezaron a adoptar la estrategia propuesta. Podemos mencionar también el trabajo de McDiarmid (1992), el cual parece evidenciar algunos cambios en las creencias preexistentes de estudiantes de educación. Por supuesto, existen estudios que podríamos llamar “optimistas”. Por ejemplo, Winitzky (1992) y Winitzky y Kaufchak (1997) documentaron cambios significativos en los estudiantes después de haber cursado sus estudios. Sin embargo, es claro que este tipo de resultado está lejos de ser la norma.
Si bien Crahay et al. (2010) recomiendan ser más prudentes y menos fatalistas ante estos resultados, parece haber buenas razones para concluir que a los programas de formación inicial de docentes se les dificulta tener una influencia significativa sobre las creencias de los docentes en formación. Los limitados efectos de los programas universitarios de este tipo en las creencias preexistentes de los futuros maestros pueden deberse a varios factores, desde aspectos de los diseños curriculares hasta el tipo de actividades formativas planteadas por los docentes de dichos programas. Sin embargo, estos factores parecen poderse subsumir en el problema de no haber tenido en cuenta la existencia y fuerza de las creencias preexistentes de los docentes en formación, que inevitablemente terminan jugando un papel central en su proceso formativo.
Si tenemos en cuenta la caracterización que hemos venido ofreciendo de las creencias, los resultados mencionados en esta sección no son en absoluto sorprendentes. Como hemos anotado, para el momento en que los docentes inician sus procesos de formación, ya están dotados de todo un conjunto de creencias educacionales firmemente arraigadas, que influirán en sus decisiones y prácticas profesionales tanto o más que los conocimientos adquiridos en su formación universitaria. Además, en la medida en que los individuos utilizan estas creencias para interpretar la información nueva, cuando un proceso de formación produce un efecto, este puede ser distinto al buscado o esperado por los formadores.
Recordemos que, según las explicaciones de la modificabilidad de las creencias discutidas previamente, los efectos de procesos de formación que solo apunten a cambios superficiales en los sistemas de creencias (es decir, dirigidos a modificar creencias recientes o periféricas) tenderán a desaparecer con relativa facilidad. Por su parte, los procesos de formación dirigidos a producir cambios estructurales en los sistemas de creencias (es decir, dirigidos a modificar creencias centrales o tempranas) deberían encontrar mucha más resistencia; no obstante, una vez producidas estas modificaciones, sus efectos se mantendrían de manera duradera. Quizás esto ayude a explicar los efímeros y pálidos efectos de los programas de formación tanto de docentes en ejercicio como de futuros docentes. Los diseños curriculares de los programas universitarios de formación de docentes (licenciaturas, especializaciones, maestrías, etc.) y los programas de desarrollo profesional de docentes deben tener en cuenta estos resultados.
Cambiar las creencias educacionales de los docentes
Hemos argumentado que las explicaciones “genética” y “reticular” de la modificabilidad de las creencias son descripciones compatibles de la dificultad (o facilidad) con la que una creencia educacional puede modificarse. Igualmente adherimos al cuestionamiento que hace Pajares (1992) a la suposición de que la modificación de creencias educacionales equivale a sustituir unas creencias por otras, y señalamos cómo el ámbito de la práctica docente parece propicio para que las creencias educacionales resulten orientando dicha práctica.
Finalmente, en el apartado anterior nos concentramos en el asunto de la efectividad de los procesos de formación de docentes, tanto en ejercicio como futuros docentes. Nuestra conclusión es que aquellos programas que parecen tener efectos positivos son los que reconocen el peso que tienen las creencias educacionales de los docentes en formación. De manera correspondiente, las dificultades para producir estos efectos serían resultado de no tener en cuenta la fuerza de las creencias educacionales preexistentes.
Lo anterior permite afirmar que la efectividad de los programas de formación de docentes depende de si se proponen explícitamente modificar las creencias educacionales de los docentes que forman. En otras palabras, en la medida en que la práctica docente requiera modificaciones, las creencias educacionales de los maestros requieren ser modificadas. Prestar atención a las creencias de los docentes resulta imprescindible, y modificarlas sería una de las condiciones necesarias para mejorar la práctica educativa –incluso aunque esta modificación parezca requerir circunstancias que investigadores como Crahay et al. califican de excepcionales (2010, p. 106)–.
De nuevo, el objetivo de modificar las creencias de los docentes en formación podría plantearse en términos de “asimilación” o “acomodación” de creencias, más que como sustitución o reemplazo. Sin embargo, incluso así planteada, la modificación de creencias podría enfrentar una dificultad que ya encontramos en la idea de que modificar creencias educacionales es reemplazarlas: la suposición de que la sustitución de creencias es un proceso de “mejora”. Como anotan Crahay et al. (2010, p. 112), esta suposición solo tendría sentido si tuviéramos certeza de que ciertos conjuntos de creencias son mejores que otros; sin embargo, es claro que en el ámbito educativo este no es necesariamente el caso. ¿Qué creencias educacionales podrían proponer los programas de formación de docentes a los docentes en formación? La propuesta de Crahay et al. es que, en la medida que no se puede decir que cualquier creencia vale, ni que hay que ajustarse a un único conjunto de creencias educacionales, la mejor opción parece ser orientar a los docentes a que tengan claras sus creencias y sean consecuentes con ellas.
En este sentido, es necesario tener en cuenta que –cuando hacen parte de su proceso de formación– los conocimientos teóricos pedagógicos y didácticos le son dados a los docentes en formación de manera explícita, mientras que gran parte de sus creencias centrales o iniciales se formaron mediante procesos implícitos. Así, la modificación de creencias centrales involucraría un ejercicio que permita volverlas explícitas. Kagan (1992, p. 29) ha recomendado un proceso de intervención en tres momentos: (1) llevar a los sujetos a explicitar sus creencias implícitas, (2) confrontar dichas creencias con elementos que las pongan en cuestión y (3) permitirles a los sujetos integrar nuevos conocimientos. Al respecto, es clave tener en cuenta que una intervención inadecuada podría dar lugar a interferencias de diversa índole, como aumentar la resistencia de los sujetos a cuestionar sus creencias e impedir el proceso de modificación de las mismas.
Además, no olvidemos que cambiar ciertas creencias requeriría haber cambiado antes las creencias estructurales o centrales relacionadas. Esto implica, a su vez, identificar adecuadamente las creencias centrales con las que una creencia específica está conectada; es decir, elaborar una especie de “cartografía de creencias”, que permita comprender sus conexiones y su centralidad.
El concepto de creencia
Con respecto al concepto de creencia educacional, el cual elaboramos en relación con el concepto de conocimiento educacional, argumentamos que estas creencias no parecen requerir mecanismos intersubjetivos de validación y que la mayoría de las veces contienen elementos afectivos y evaluativos. Del mismo modo, contrastamos la postura que denominamos “irracionalista” (según la cual las características de las creencias hacen que no se ajusten a estándares de racionalidad) y la “racionalista” (que postula que debemos asumir que nuestras creencias deben ajustarse a cánones de racionalidad para que la comunicación sea posible). Consideramos que ambas posturas hacen lecturas innecesariamente fuertes de la manera en que nuestras creencias se ajustan a cánones de racionalidad, por lo que una posición intermedia parece más saludable. De acuerdo con lo anterior, procedimos a identificar algunas funciones que parecen cumplir las creencias educacionales y a caracterizar la relación entre creencias y conocimientos educacionales. Así, tendríamos una definición mínima, operacional, de la noción de creencia educacional.
Ahora bien, algunos aspectos de nuestra concepción de creencia ameritan ser profundizados en futuras investigaciones. Uno de ellos es la relación entre creencias y conocimientos educacionales en tanto conjuntos disyuntos vinculados quizás a través de un conjunto común de saberes educacionales. Este tal vez no sea un asunto que pueda resolverse únicamente a priori. Probablemente requiera contrastar información sobre procesos reales de modificación de creencias educacionales de docentes procedente de técnicas de naturaleza muy diversa (desde la observación de la manera en que estos docentes se desenvuelven en el aula e interactúan con sus estudiantes, hasta entrevistas sobre asuntos específicos de la práctica docente, pasando por cuestionarios, el establecimiento de correlaciones entre variables encontradas en información sobre resultados de los estudiantes, evaluaciones de desempeño docente, etc.). Investigaciones de este tipo permitirán fortalecer nuestra comprensión de las creencias educacionales de los docentes y de la manera en que estas pueden ser modificadas por procesos de formación.
Notas
1 En lo que sigue, llamaremos a estas (las creencias que los docentes tienen acerca de su rol profesional, sus estudiantes, la naturaleza y objetivos del proceso de enseñanza, la clase, los contenidos que enseñan y de las instituciones en las que trabajan, entre otras) “creencias educacionales”.
2 De acuerdo con Farrel e Ives (2014), las creencias de los docentes acerca de la buena enseñanza constituyen el núcleo de su práctica profesional. Sin embargo, estos autores insisten en que las creencias declaradas probablemente no son una guía confiable para inferir el tipo de práctica que llevan a cabo los docentes, pues puede haber inconsistencias entre las creencias declaradas y la práctica o dificultades para explicitar las razones de una decisión instruccional particular. En el estudio de caso que llevaron a cabo, encontraron que algunas prácticas observadas en el aula no eran profesadas como creencias y que el docente tenía algunas dificultades para verbalizar las razones por las que usaba esas prácticas en particular (que se derivaban de su experiencia como estudiante). Farrel e Ives infieren que lo anterior se debe a que los docentes pueden no ser completamente conscientes de sus creencias o del impacto que estas tienen en su práctica profesional. A partir de allí, proponen una definición general de las creencias de los docentes como “suposiciones mantenidas inconscientemente” (Farrel e Ives, 2014, p. 595). Sin embargo, esta definición pasa por alto el hecho de que las creencias declaradas de un maestro son probablemente un subconjunto de las creencias que este es consciente de tener. Así, los docentes pueden tener creencias de las que son conscientes, pese a no ser declaradas abiertamente. Adicionalmente, como revela su propio estudio de caso, la práctica de los docentes coincide la mayor parte del tiempo con sus creencias conscientes declaradas (véase Farrel e Ives, p. 607). Por supuesto, los docentes no necesitan ser sujetos perfectamente autoconscientes, de modo que algunas de las creencias que influyen en su práctica pueden ser inconscientes.
3 Buehl y Beck (2015) consideran otras dos opciones a propósito de la relación entre creencias y prácticas: una es de co-determinación y la otra es la desconexión (e incluso incongruencia) entre unas y otras. Mientras que la primera de estas dos opciones podría articular la posición de Guskey y la nuestra, la segunda resulta una explicación altamente implausible de la conducta general de los sujetos. En línea con la primera opción, Farrel e Ives (2014) también describen la relación entre creencias y prácticas como “interactiva” (p. 605).
4 Algo semejante sucede con relación al efecto de las prácticas pedagógicas (primeras incursiones en el terreno) en el desarrollo de las creencias educacionales de los docentes en formación (Crahay y Ory, 2006; Richardson, 1996).
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