Libro de Investigación
Jesucristo nos llama
La resurrección como acto de fe
Jesus Christ is Calling
The Resurrection as an Act of Faith
https://doi.org/10.28970/9789585498358
Prólogo / Prologue
La resurrección es un acontecimiento que se ve con los ojos interiores o espirituales y, por tanto, se vive desde la fe. Esta es la convicción del autor de la obra que ahora se está presentando al públiCo Así, en el Nuevo Testamento, la fe en la resurrección de Jesucristo no se expresa como detallando históricamente diversos sucesos, en cuanto este no se interesa por reconstruir históricamente cómo surgió la fe en la resurrección. Lo que sí interesa es el significado existencial de la muerte de Cristo como causa de salvación para la humanidad, sin olvidar jamás que de ella brota la vida nueva, como lo testimonia la primitiva comunidad cristiana. De esta manera, en la resurrección de Jesucristo, Dios ha arrebatado del dominio de la muerte al que murió en la Cruz y ‘‘fue sepultado’’, y lo ha levantado al poder y a la gloria de la vida conferida por Dios, que es la vida por excelencia. La resurrección de Jesucristo es la subida al poder de la Vida de Dios, para ser convertido en fuente de vida nueva para la humanidad. Esta proclamación será la propuesta que el autor de la obra ofrecerá para afrontar la grave crisis de fe que se está dando en este mundo posmoderno.
No se puede ignorar la crisis, si es que se puede hablar así, por la cual está pasando la Iglesia Católica en todos sus niveles, desde la óptica de la fe: hay desencanto, deserción y apostasía, tanto en el clero como en muchos laicos. Sólo basta señalar no muy pocos sacerdotes, religiosos y religiosas que se han retirado del ejercicio de su ministerio y votos voluntariamente, otros que han sido expulsados por sus escándalos públicos, y ni pensar de la gran cantidad de creyentes que se han retirado de la Iglesia para engrosar las filas de otras corrientes y distintos movimientos religiosos. Mirando la realidad nacional y mundial, los que detentan el poder aparecen señalados como corruptos inescrupulosos y sin ningún compromiso social con el pueblo, a pesar de confesar su fe católica; sus incoherencias son motivo de escándalo y de desánimo para muchos débiles en la fe.
Esta realidad social y religiosa ha llevado al autor del presente trabajo a orar, reflexionar y meditar e investigar, buscando la raíz profunda de tal situación, con el ánimo de contribuir con su granito de arena para direccionar cualquier acción que pretenda brindar un aporte a la solución de la crisis de fe tan aguda que se está dando en el seno de nuestra Madre, la Santa Iglesia Católica.
De manera sencilla e inteligible, presenta un marco doctrinal, entresacado de la Sagrada Escritura, la Sagrada Tradición y las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, que lleva al lector a replantear su fe y decidirse por la propuesta que le hace el autor de la obra, porque le ofrece elementos que sí le permiten fundamentar con solidez su experiencia religiosa, si quiere lanzarse a vivir su existencia auténticamente, al lado de sus hermanos en la misma fe.
Sin mucha dificultad, el autor, a partir de los argumentos doctrinales y también con la ayuda del pensamiento de algunos teólogos actuales católicos y no católicos, llega al punto de partida desde el cual todos los creyentes podrán construir su edificio espiritual. Este sería el encuentro personal con Jesucristo muerto y resucitado. Verdad que nos ha recordado la Iglesia, de manera particular el Papa Juan Pablo II, y que los Papas Benedicto XVI y Francisco nos han urgido llevar a cabo por medio del ejemplo y de un anuncio claro del núcleo de la fe católica: nuestro Padre Dios ha entregado a su único hijo al mundo para que todos los hombres y mujeres, sin excepción alguna, encontremos en Él la vida eterna (Jn 10, 10).
Llegado a este punto, el autor hace ver la necesidad que tiene Cristo de fundar su Iglesia para presentarla como instrumento de salvación –como lo enseña el Concilio Vaticano II–, quien por obra del Espíritu Santo y por medio de los sacramentos, anuncia, celebra y ofrece a los hombres, y en nombre de su Salvador y Señor, la vida divina, cuya fuente es precisamente el misterio Pascual de Jesucristo, como nos enseña el Magisterio de la Iglesia.
Finalmente, el autor desemboca en cuestiones prácticas que guiarán la vida del creyente por el hecho de haber dado el paso, con la opción fundamental que él debe hacer por la persona de Jesucristo y su Iglesia. A partir de acá, el lector podrá tomar aquellos elementos que el autor ofrece para ser asumidos personalmente, haciendo suyo el Misterio Pascual que debe tener en cuenta a la hora de llevar a la práctica su fe.
Se presenta de esta manera una obra de carácter teológico-pastoral que amerita ser conocida en este momento histórico para que ayude a direccionar la práctica cristiana desde Cristo y para Cristo, como lo pide el Evangelio.
OAR
Introducción / Introduction
Profundizando en la reflexión teológica, continuamente me han inquietado aquellas palabras del evangelio de Lucas: ‘‘¡Es verdad! Ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón’’ (Lc 24, 34, Biblia de Jerusalén). Al pasar el tiempo, beneficiarme de diferentes artículos de teología, escuchar, en una predicación, sobre el acontecimiento de la resurrección de Jesucristo, quedé motivado y cuestionado sobre las palabras y explicaciones que el predicador transfería. Al final, el padre mismo recomendó leer la obra del jesuita Gerald O’Collins, Jesús resucitado, para que profundizara más sobre la resurrección de Jesucristo.
La lectura de este texto aguijoneó mi expectación sobre la resurrección de Jesucristo y surgió prontamente la pregunta “¿cómo lograr que la resurrección de Jesucristo sea el fundamento de la vida nueva que nos comunica el Espíritu Santo?”.
El objetivo en este texto es presentar la experiencia de la resurrección, el hecho o el acontecimiento, suponiendo los datos de los evangelios y las reflexiones de varios teólogos; se busca, con base en estos elementos, realizar una pastoral catequética que ayude a los cristianos a hacer de la resurrección el fundamento de sus vidas. Son muchos los interrogantes que se presentan en el momento de afrontar la realidad misma de la resurrección y de los que los fieles deben ir tomando consciencia cada vez más plena, sabiendo que la resurrección se hace presente en la vida sacramental que el señor Jesús instituyó en la Iglesia y para comunicar su vida mediante el Espíritu Santo.
¿Cómo anunciar y vivir hoy la fe en la resurrección de Jesucristo de acuerdo con nuestra forma de entender la existencia? Si la resurrección es la verdad fundamental del cristianismo y el motivo de nuestra esperanza, ¿dónde podemos situarla dentro de nuestro horizonte? ¿Cómo la resurrección puede ser luz y orientación para las problemáticas de nuestro mundo?
Apoyados por la investigación de grandes teólogos católicos y no católicos que han contribuido con sus escritos a explicar la resurrección, se buscará contribuir en la formulación de las bases de los procesos de fe de nuestras personas que tocan a nuestros templos, comunidades de evangelización y centros religiosos para ser formados bajo los principios esenciales de la resurrección.
La pregunta principal de este trabajo ha sido objeto de estudio a lo largo de los siglos, y, como todo, continuamente descubriremos elementos nuevos que ayudan a alcanzar cada vez mejor el hecho mismo de ella. Por eso, obtendré como base esencial para investigar las fuentes primordiales de la sagrada escritura, la tradición, el magisterio y algunos de los autores que han tratado estos temas.
De la resurrección de Jesucristo, tal como se presenta en el Nuevo Testamento, se pude hablar de distintas maneras; se puede penetrar en la multiplicidad de sus aspectos y, en consecuencia, también en la variedad y diferencia de sus tradiciones. Se puede quizás atender a la localización temporal y local de estas tradiciones y sus eventuales conexiones, así como su probable sucesión, y, prestando atención a su inquebrantable proceso de transmisión, exponer algo así como una ‘‘evolución’’ de la fe en la resurrección, dentro del Nuevo Testamento.
Tal proceder obtiene sin duda ricos conocimientos, pero permanece dentro de la pregunta histórica y del conjunto históriCo Pero teniéndolo en cuenta este trabajo, se puede intentar reflexionar en conjunto para comprender de forma unitaria qué es lo que se quiere decir con resurrección de Jesucristo, y qué es lo que se plantea en tan múltiples maneras, en tan variados aspectos, desde tan distintas situaciones y con tan diferente lógica.
Tal es el propósito de las siguientes propuestas que pretenden aproximarse con el pensamiento al fenómeno de la resurrección de “Jesucristo de entre los muertos”, tal como aparece en los escritos neotestamentarios. Estas no están guiadas, pues, debidamente por un interés histórico, sino por uno teológico pastoral.
De nosotros depende que nuestros creyentes descubran en la resurrección de Jesucristo motivos suficientes para poner toda la confianza en Dios en su caminar hacia el Padre, quien les invita a vivir desde ya su comunión trinitaria; también, a poder responder a los grandes interrogantes que se tienen entre manos y ayudar comprometidamente en la construcción de una verdadera fraternidad con sus hermanos.
Aunque el tema de la resurrección es suficiente extenso, lo presentaremos mediante tres capítulos: una valoración teológica, una reflexión pastoral y unas conclusiones. Estos capítulos facilitan de un modo pastoral catequético ese gran acontecimiento de la resurrección de Jesucristo.
En el primer capítulo, ‘‘La resurrección de Jesucristo de entre los muertos’’, se presenta el mismo hecho de la resurrección y su acontecimiento histórico, su fundamento para el creyente, su salvación sobre la necesidad que tiene el hombre de ser salvado. Con los creyentes la resurrección es la verdad a la que de ningún modo hemos de renunciar. La resurrección es una verdad imprescindible del cristianismo. Cristo realmente resucitó por la soberanía de Dios. Seguidamente se expone un aspecto pastoral: “¿cómo anunciar la resurrección de Jesús?”. La Iglesia enseña que la resurrección de Jesús es la esencia misma de la proclamación del evangelio y, por tanto, el núcleo mismo y esencial de la fe cristiana.
En el segundo capítulo, “El sepulcro vacío: victoria sobre la muerte”, el misterio de la “resurrección de entre los muertos”, guarda ya, en su primer avance en la historia, esto es, en las apariciones y en el “sepulcro vacío”, su carácter. Las apariciones del Señor, que fueron el culmen verdadero de la vaguedad del sepulcro vacío y que originaron a la exclamación de fe de los apóstoles: “¡En verdad, Él ha resucitado!” El relato de Emaús está intervenido por forma de los relatos de teofanías, cuya estructura de verdad se rompe por los hechos relatados. En la resurrección de Jesucristo, Dios ha arrebatado del dominio de la muerte a quien murió en la cruz y fue ‘sepultado’, y lo ha levantado al poder y a la gloria de la vida conferida por Dios, que es la vida por excelencia.
En el tercer capítulo, “Fe en Jesucristo Resucitado: Experiencia pascual”, se expone lo siguiente. Los discípulos de Jesús fueron los que comenzaron su predicación anunciando este hecho innegable: Jesús de Nazaret, quien fue clavado en una Cruz y sepultado, resucitó. Su mensaje giró en torno a esta noticia. Después la experiencia de la Iglesia centra todo su mensaje apostólico en el Resucitado. En seguida viene el significado de la experiencia pascual y el mensaje bíblico: “Él vive: ¡ha resucitado!”.
Se presenta allí una valoración teológica, con unas reflexiones que pretenden acercarse al fenómeno de la ‘‘resurrección de Jesucristo de entre los muertos’’; estas no están guiadas, pues, adecuadamente por un interés histórico, sino por uno teológico pastoral. Seguidamente se da una reflexión pastoral, dándole valor a la palabra de aquellos que ven al resucitado.
Por último, se presenta una serie de conclusiones de carácter pastoral catequético, que facilitan los testimonios históricos y científicos; conquistan todos los aspectos de ser indicadores empíricos de que Jesús verdaderamente ‘‘resucitó de entre los muertos’’.
Para lograr los objetivos de la investigación, será necesario analizar que la resurrección es un hecho de fe, pero no en el sentido de que se descarte un suceso, un hecho histórico, pues estos, como ya se ha dicho, se encuentran en el evangelio a partir del ‘sepulcro vacío’ y las apariciones. Su verdadero contenido, que es lo que debemos mantener, nos permite testimoniar que Jesús está vivo y se hace presente de una manera siempre nueva en la Iglesia y en el mundo, cada vez que vivimos de su palabra y de sus acciones sacramentales.
Esto se hace con la finalidad de dar una mejor explicación pastoral que tenga incidencia en cada una las temáticas propuestas y, a su vez, suscitar un nuevo significado que permita presentar una opción de solución al suceso de la resurrección como centro del mensaje cristiano. Para esto se conoce la realidad y se intenta con esto adquirir una mayor comprensión de la resurrección de Jesucristo, que es presentada como una novedad, como un nuevo ser, como una nueva creación, y no una simple revivificación, partiendo de hechos concretos que tengan que ver con la cotidianidad y que muestren la necesidad que tiene el hombre de ser salvado por la misma exigencia de su dignidad y grandeza.
Con la esperanza de lograr especificar la resurrección de Jesús en la pastoral de los fieles, espero que este trabajo de investigación ayude y los acerque a la experiencia que vivieron los primeros creyentes para descubrir su fe, en la cual estaban convencidos de la resurrección de Jesús, y comprender mejor qué significa para nosotros, los cristianos, creer en el crucificado resucitado, quien sigue llamando.
La resurrección de Jesucristo de entre los muertos
The Resurrection of Jesus Christ from the Dead
La resurrección de Jesucristo de entre los muertos
Al hablar del crucificado resucitado, quien sigue llamando, y de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, descubrimos el siguiente mensaje:
“Resucitó al tercer día de entre los muertos”; y significa que Dios no se humilló en vano en su Hijo; antes bien, obrando así, lo hizo también para su propia gloria y para confirmación de su gloria. Al triunfar su misericordia, justamente, en su humillación, se cumple la exaltación de Jesucristo. Si antes señalamos que en la humillación se trataba del Hijo de Dios y por lo tanto de Dios mismo, ahora hemos de acentuar que se trata de la exaltación del hombre (Baena, 2011, p. 835).
El hombre es glorificado en Jesucristo y destinado a una vida para la cual Dios le ha hecho libre en la muerte de Jesucristo. Dios ha abandonado, por así expresarlo, el espacio de su gloria, y el hombre puede ahora pasar a ocuparlo. Este es el anuncio de resurrección, el fin y objeto de la reconciliación, la redención del hombre. Es la meta que ya se hacía evidente el Viernes Santo. En cuanto Dios interviene por el hombre (los escritores del Nuevo Testamento no han temido emplear el término ‘pagado’), este es un rescatado.
El concepto “resurrección” se encuentra en varias religiones, aunque se le asocia exclusivamente al cristianismo debido a su creencia central en la resurrección de Jesucristo. Este enunciado pudo haberse asociado al judaísmo desde fuentes persas, aunque la idea adquiere raíces más profundas en el yavismo del Antiguo Testamento y en el concepto de la alianza de Dios con Israel. Es el caso lo de Judas Macabeo, quien “[…] reuniendo entre sus hombres cerca de dos mil dracmas, las mandó a Jerusalén para ofrecer un sacrificio por el pecado (de los que habían sucumbido en la guerra), obrando muy hermosa […], pensando en la resurrección” (2 M 12, 43; Cf 2 M 7, 9. 14, Biblia de Jerusalén).
Jürgen Becker (2007) muestra que el término “resurrección” no tiene el mismo significado que aparece en el Nuevo Testamento, que hace referencia a lo acontecido a Jesús de Nazaret, quien venciendo la muerte en la cruz, pasó al estado de glorificación en la dimensión divina (“[fue] constituido hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro”, p. 208), para nunca más morir y ser fuente de vida divina para la humanidad: “Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís” (Act 2, 33, Biblia de Jerusalén). Esta es la firme convicción de la primitiva Iglesia: “Mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, ha reengendrado a una esperanza viva” (1 Pe 1, 3, Biblia de Jerusalén). Esta es una de las razones para que, en la Iglesia, la resurrección sea el fundamento de su fe (Klaus, 2009, p. 621).
El Catecismo de la Iglesia enseña que la resurrección de Jesús es la esencia misma de la proclamación del evangelio y el núcleo mismo y primordial de la fe cristiana:
Esto es lo que anunciamos y esto es lo que creéis [...]. Si Cristo no ha resucitado, no tiene sentido nuestra predicación y no tiene sentido vuestra fe [...]. Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de eficacia y aún estáis en vuestros pecados, porque todavía no se ha realizado la redención. Pero no es así: “El Señor ha resucitado verdaderamente”, y “si con tus labios confiesas que Jesús es Señor y con tu corazón crees que Dios le ha resucitado de entre los muertos, te salvarás” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1992).
La resurrección de Jesús para la Iglesia es el fundamento y el centro de la fe cristiana, porque es la plena revelación de Jesús como hijo del Padre en quien el hombre y el mundo tiene acceso a la vida misma de Dios: ‘‘Mi Padre quiere que todos los que vean al Hijo y crean en Él, tengan la vida eterna, y yo los resucitaré en el último día’’ (Jn 6, 40, Biblia de Jerusalén). La vida eterna es la que da Jesús por medio del Espíritu Santo, como Él mismo lo había anunciado: ‘‘Pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en Él en fuente de agua que brota para la vida Eterna’’ (Jn 4, 14, Biblia de Jerusalén).
Protegiendo esta convicción en toda su fuerza y anunciando con fidelidad esta buena noticia a las otras generaciones, la Iglesia profesa su fe en la resurrección en breves fórmulas a manera de síntesis desde el principio, desde el inicio de su misión, como enviada a todas las naciones, por su señor, y la expresa en los símbolos que ya conocemos (González de Cardenal, 2006).
Asimismo, la Iglesia comienza a profundizar en lo que significa la resurrección para el hombre y sus implicaciones. Así, tras la muerte de Jesús y su resurrección, se establece el origen y principio de un nuevo orden de cosas que se encamina a “la plena personalización y espiritualización” de todo el orden material. Un nuevo orden de cosas que se centralizan en Jesús resucitado:
Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es Señor del cosmos y también Señor de la historia, de la que es “el Alfa y la Omega” (Ap 1, 8; 21, 6), “el Principio y el Fin” (Ap 21, 6) […]. Jesucristo es el nuevo comienzo de todo: todo en Él converge, es protegido y restablecido al Creador de quien proviene. De este modo, Cristo es el cumplimiento del anhelo de todas las religiones del mundo y, por ello mismo, es su única y definitiva culminación (Juan Pablo II, 2000, 5-6).
Adolphe Gesché (2002) manifiesta que Jesucristo es el señor de la historia, en la cual se ha operado la soberanía de Dios, superando así la muerte y dando comienzo a un nuevo ser, a un nuevo futuro, a una nueva esperanza, para dar el nuevo rumbo a la historia que confluirá en la comunión trinitaria a todo aquel que lo acoja con fe, esperanza y amor.
Respecto a Jesús resucitado, ‘‘hecho Señor y Mesías’’ (Act 2, 36, Biblia de Jerusalén), ‘‘constituido Hijo de Dios con poder1’’ (Rm 1, 4, Biblia de Jerusalén), Bernard Sesboüé (1993) revela que en su persona el estatuto ejemplar del hombre plenamente salvado realiza y manifiesta al mismo tiempo lo que es nuestra salvación. Según la frase de Ireneo, es ‘‘la salvación en resumen’’. La resurrección es el cumplimiento perfecto de la salvación en Jesús por nosotros; es igualmente su última revelación. Abre la puerta al don del espíritu, que viene a hacerla eficaz, en todos los que la acogen en la fe (p. 203).
En fin, la resurrección es el fundamento seguro de nuestra fe y esperanza. Si creemos que Jesús murió y resucitó, también hemos de esperar que Dios llevará a cabo con Jesús nuestra resurrección. Una garantía de esta esperanza es que el espíritu de aquel que resucitó a “Jesús de entre los muertos” está también dentro de nosotros: “El cual dará vida a nuestros cuerpos mortales en virtud de ese mismo Espíritu que habita en vosotros” (1 Ts 4, 14, Biblia de Jerusalén)2
El creyente que defienda la buena noticia de la resurrección de Jesús podrá vivir con alegría su unión con Cristo y sus hermanos, logrará indistintamente convertirse en testigo de la vida eterna que Dios ofrece al hombre en su Hijo y dar razón de su fe y de su esperanza a los demás hombres, sus hermanos3.
El acontecimiento histórico de la resurrección
La resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico. El Catecismo de la Iglesia, n.º 639, escribe:
El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: “Porque os trasmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce’’ (1 Co 15, 3-4, Biblia de Jerusalén). El apóstol habla aquí de la tradición viva de la resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco (Cf Act 9, 3-18, Biblia de Jerusalén).
Con la palabra “histórico” expresamos que un hecho es real, que realmente sucedió, pero, en un sentido más preciso, ¿qué intentamos decir cuando indicamos que un acontecimiento del pasado es histórico? Si un hecho ha sucedido ante nuestros ojos no tenemos necesidad de nada más para asegurarnos de que es real, de que ciertamente ha sucedido. Pero si un acontecimiento ocurrió, por ejemplo, cuando nosotros aún no existíamos, ¿cómo sabremos que evidentemente fue así? Tal vez la creencia en esto se debe a pruebas fiables de personas que lo vieron. Así un hecho histórico es aquél del que existen testimonios orales (May, 1998).
Jürgen Moltmann manifiesta que la resurrección de Cristo permite un hecho histórico y es un acontecimiento para la fe. Entendemos por “histórico” aquel hecho del que se alcanza un conocimiento cierto por los métodos de la historia. Lo real abarca todo lo que ha sucedido y tiene más extensión que lo históriCo ¿Qué hay de histórico en la resurrección? (Moltmann, 2000, p. 232).
En un primer momento, es histórico el testimonio de los apóstoles por el que proclaman que, después de su muerte, han visto vivo al Jesús con quien habían convivido. El contenido del testimonio es la experiencia de un Jesús resucitado y es considerada real por los apóstoles. ¿Hay ahí algo que pueda ser tenido por estrictamente histórico o se trata de una realidad solo perceptible por la fe?
Benedicto XVI (2012), explicando a los fieles las lecturas del domingo de Pascua que trataban sobre la enseñanza tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento en torno a la resurrección, testificó que la creencia en esta y “en la vida eterna va conducida no raramente de muchas dudas y de tanta confusión, porque se trata de una realidad que sobrepasa los límites de nuestra razón y requiere un acto de fe’’.
Subrayemos brevemente los siguientes puntos de la reflexión de Benedicto XVI:
- La resurrección como acto de pasar de la muerte a la vida no es histórica y no puede ser comprobada; es desaparición: el cuerpo del resucitado no pertenece ya al universo fenoméniCo No se trata, pues, de la reanimación de un cadáver como en el caso de Lázaro.
- Consideramos histórico aquello que fue objeto de una prueba sensorial, es decir, el sepulcro vacío y las apariciones, dos elementos que se deben tratar mediante los métodos de la exégesis y de la historia.
- Los testigos de la resurrección han visto unos signos y, a través de estos, han reconocido a Jesús como quien los originaba. Hay, pues, dos tiempos bien grabados: la percepción de los signos y el acto de fe.
De los relatos evangélicos se infiere que, previamente, los apóstoles revelan un signo sin escuchar a Jesús; a continuación, caminan de este discernimiento a la fe por intermedio de una meditación sobre su experiencia primera con Jesús, iluminada ahora por las escrituras que Él les interpreta. Como objeto de fe la resurrección esboza tres dificultades: a) el origen de la fe de los testigos en la resurrección experimentada a partir de los datos de la crítica literaria e histórica; b) una reflexión sobre la resurrección en sus dos aspectos: el fenoménico, y el que trasciende la historia y solicita la fe. Si la reflexión sobre el primer aspecto no supone la fe, la consideración del segundo designa el objeto mismo de la fe y presenta al no creyente la cuestión que plantea el testimonio evangélico, junto con la respuesta que el mismo testimonio evangélico propone; c) la relación entre el acceso subjetivo al hecho y las estructuras objetivas del mismo (Benedicto XVI, 2012).
Esta relación presentada por el anterior papa es evidente, y se funda en el vínculo que hay entre Cristo y la naturaleza e historia. Habrá que delinear una filosofía del cuerpo que permita formular la relación entre Cristo resucitado y la naturaleza, y una teología de la libertad en la historia que exprese la relación entre Cristo resucitado y esta historia.
El impedimento hecho histórico-acontecimiento trascendente es superado por el acto de fe, pero el cimiento de esta superación no queda de manifiesto en la primera descripción del origen de la fe ni en el análisis de las estructuras objetivas de la resurrección como hecho histórico y acontecimiento para la fe. El fundamento del acto de fe es el mismo misterio de Cristo. Este fundamento no puede ser desvelado más que en la fe, pues no es genuino confundir las razones para creer con el último fundamento de la fe. Estos argumentos surgen al presentar las fuentes de la fe en los primeros testigos, pero descansan en un último fundamento que no puede ser alcanzado más que cuando aquellas razones promueven el acto de fe (Romano, 1996)4.
Wolfhart Pannenberg habla en tono resuelto de la resurrección como un acontecimiento histórico y declara que no son los que afirman que la resurrección es un acontecimiento histórico los que cargan con el peso de la demostración, sino los que lo niegan. Las objeciones contra el hecho de la resurrección no parten tanto de los relatos sobre esta como del supuesto de que un historiador no puede aceptar un acontecimiento tan extraordinario como un hecho. Pero eso es un argumento antihistórico, un argumento que descansa sobre una concepción del mundo para siempre (Pannenberg, 1977).
El mismo Pannenberg cierra sus reflexiones con estas palabras:
“Si el origen del cristianismo primitivo, que, prescindiendo de otras tradiciones, también en Pablo se remonta a unas apariciones del resucitado, pese a todos los exámenes críticos del dato tradicional solo se comprende, si lo consideramos a la luz de la resurrección escatológica de los muertos y de la resurrección de Jesús de entre los muertos allí, certificada, entonces lo designado como tal es un acontecimiento histórico, aunque no sepamos nada más preciso al respecto. Pero sin esa base histórica la fe cristiana perdería su fundamento. Hay, pues, que afirmar como histórico un suceso, que solo puede proclamarse en la expectación escatológica” (p. 114).
Las vivencias y experiencias de los discípulos al ser testigos del resucitado y, por tanto, testigos de la resurrección son los autotestimonios del resucitado. ¿Cómo se reflejaron esas experiencias en los discípulos? Se reflejan fácilmente en su conversión radical, equivalente a una creación nueva; los que renegaban se convierten en confesores; los dubitantes en creyentes; los perseguidores pasan a seguidores y perseguidos; los que huían se hacen emisarios, y los que se resistían son llamados. Ellos son la respuesta de lo que ha ocurrido en y con Jesús: el rechazado pasa a ser el aceptado; el humillado, a exaltado; el difunto, a viviente; del que pertenecía al pasado surge el ser futuro, y el ausente se convierte en el presente para siempre.
Edward Schillebeeckx es más sosegado al decir que la resurrección de Jesús es un acontecimiento en Él y en los discípulos. Para ellos, la resurrección del Maestro es un proceso interno: la incredulidad de los discípulos es superada por una vivencia de conversión y de gracia. Esa conversión se realiza gracias a una iluminación interior. Los discípulos han vivido una conversión, pasando de la desilusión con Jesús al gozo de experimentarlo vivo que les lleva a un cambio de vida y al reconocimiento de que Él es el profeta escatológico, el que ha de venir, el redentor del mundo, el hijo del hombre, el hijo de Dios. Por eso, este autor indica precisamente que a partir de la “resurrección de Jesús de entre los muertos el Reino de Dios tiene el rostro de Jesucristo” (Schillebeeckx, 1983, p. 90).
La percepción del acontecimiento de la resurrección de Cristo es, pues, un conocimiento esperanzado y expectante de este. Ese conocimiento percibe lo latente de vida eterna, que invita a la alabanza y gratitud a Dios, por mostrar la supresión de lo negativo que el hombre percibe, al ser rescatado todo en su hijo, crucificado y resucitado, abandonado y exaltado. Aquí se manifiesta el amor de Dios y la misión del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo, según san Pablo, resucitó a Cristo dentro de los muertos y lo transformó en principio de vida (1 Co 15, 45, Biblia de Jerusalén) de la cual brota la vida nueva para el hombre como cumplimiento de las promesas hechas por Dios5. El Espíritu habita también en el hombre (Rm 8, 11, Biblia de Jerusalén), para resucitar nuestros cuerpos mortales como el de Cristo. Así, Jesús es el cumplimiento perfecto de la salvación. Dios por medio de Jesucristo salva al hombre.
Aspectos esenciales de la resurrección
Son numerosos los aspectos pastorales catequéticos de la resurrección de Jesús de entre los muertos, formulados en muchos testimonios que se encuentran en el Nuevo Testamento, al testificar que es unánime la resurrección de Jesús después de su muerte como un acontecimiento plenamente nuevo. No se trata de hacer una exposición científica de esto, pero sí mostrarlo, a través de hechos contundentes, como el sepulcro vacío y las apariciones del Señor, que señalan el hecho de la resurrección, afirmando que el que antes estaba muerto ha resucitado.
La transformación fundamental del grupo de discípulos que seguían a Jesús:
[…] proporciona como cierto del que antes había compartido con ellos y que fue crucificado, dan pruebas evidentes de sus apariciones, que confirman lo que antes Él mismo les había anunciado, sobre su necesidad de padecer, morir y después al tercer día resucitar (Jn 12, 19, Biblia de Jerusalén)6.
William Lane Craig (1985) discurre de este modo:
Existe un hecho obvio para todos los testigos, la tumba vacía. Claramente, entonces, para los testigos, el que había resucitado es el mismo que fue crucificado. El que tiene marcas, cuyo cuerpo es real, con cualidades muy específicas, por ejemplo, atravesar las paredes para estar presente entre ellos y mostrarles lo que escucharon anteriormente, ahora es una realidad. Esta realidad está más allá de lo empírico y las historias no saben cómo expresarla (p. 67).
La fe en la resurrección de Jesús dio lugar a distintas esperanzas y programas de acción en algunos testigos: solo unos discípulos vieron en esta la reivindicación divina de la persona y el ideal de Jesús, y quisieron extenderlo. Otros vieron la primicia de la resurrección normal que debía anteceder al juicio final, en el que Jesús procedería como juez o como mediador ante Dios para la protección de los creyentes, e iniciaron el quehacer de convertir el mundo entero a que creyeran esta esperanza. Los inmediatos creyentes asimismo fueron testigos de algún modo de la evidencia sobre la resurrección de Jesús, que los llevó a adherirse al testimonio de los apóstoles para convertirse también en sus anunciadores. Este es un convencimiento que los convierte, pues, el punto central de su fe tiene que ser ese hecho, para poder dar explicación también a lo que los toca verdaderamente a ellos, su propia muerte y la esperanza de resucitar como Cristo.
El apóstol Pablo lo manifiesta de la siguiente forma:
Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó (1 Co 15, 16, Biblia de Jerusalén). No sabemos el cómo ni en qué consiste el cuerpo espiritual del que habla el apóstol (15, 44), el cuerpo resucitado. Creemos que es a imagen y semejanza de Jesús, el primogénito de entre los muertos (Col 1, 18, Biblia de Jerusalén). Creemos también que seremos los mismos y en plenitud, una plenitud que no podemos imaginar (1 Co 2, 9; 1 Ts 4, 14b, Biblia de Jerusalén).
Bernard Sesboüé (1997), citando a Walter Kasper, señala que, con la fórmula de la resurrección, se hace una afirmación cristológica inmediata y una afirmación indirecta en la fórmula de la suscitación o levantamiento: Jesús vive o, respectivamente, Dios lo ha vivificado o lo ha exaltado, y lo ha hecho el mediador definitivo de la salvación (Sesboüé, 1997, p. 151). Más claro surge en las fórmulas de la resurrección con varios segmentos, en las cuales la resurrección de Jesús se pone en relación con su muerte y su relevancia salvífica (1 Ts 4, 14; Rm 4, 25; 8, 34; 2 Co 5, 15; Ap 22, 20, Biblia de Jerusalén); con la reciente posición de poder y salvación que tiene el crucificado y resucita; con la conversión y el bautismo, y con la vida presente y futura del bautizado. Tiene un valor específico la relación con las apariciones como encuentros del resucitado con los discípulos a quienes se mostró y reveló, y que, según el testimonio neotestamentario, desencadenaron la fe pascual (1 Co 15, 3-5; Lc 24, 34; Act 13, 30; 1 Co 15, 8; Ga 1, 1.12.15, Biblia de Jerusalén).
Otro aspecto esencial se encuentra en 1 Co 15, 3-8, descubriendo una fórmula confesional, que pasa por ser un testimonio antiquísimo de la resurrección de Jesús: se remite al primer judeocristianismo de lengua grieGa y Pablo la ha recogido pocos años (aproximadamente de tres a seis) después de la muerte de Jesús en Damasco o en Jerusalén (Ga 1, 18, Biblia de Jerusalén)7.
La muerte y resurrección de Jesús se presentan como un acontecimiento salvífico conforme a la Escritura: la oración “Cristo murió por nuestros pecados; fue resucitado al tercer día” no es un dato histórico, sino una expresión teológica del giro salvífico dispuesto por Dios. Las referencias a la sepultura y las apariciones se agregan al acontecimiento salvífico de la muerte y resurrección como confirmaciones o aprobaciones.
Las apariciones son el lugar en que ese obrar salvífico y escatológico de Dios se hace patente en la historia a unas personas concretas. Queda aclarado, en primer lugar, que el único acceso a la resurrección de Jesús es el testimonio de los testigos a los que el propio Señor se manifestó, y, en segundo lugar, que la experiencia pascual (de los testigos) y la realidad pascual (del resucitado) no pueden identificarse sin más. El griego ὤφθη con dativo (Lc 24, 34; Act 13, 30, Biblia de Jerusalén) no suele traducirse ni como pasivo (fue visto) ni tampoco como un pasivo teológico (Dios le hizo visible), sino más bien como deponente: “se dejó ver”, “se hizo visible”, “se apareció”.
Dunn-James (2009) expresa que el recuerdo de las apariciones aflora por primera vez en las cartas de Pablo, en las cuales no se alude el sepulcro vacío. Las tradiciones acerca del sepulcro vacío solo se localizan en los evangelios. La confesión de fe más antigua que asentamos está en la Primera Carta a los Corintios (1 Co 15, 3-5, Biblia de Jerusalén), en la cual se lee:
Porque yo os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras; que se apareció a Pedro y luego a los doce.
Pablo escribió esta carta a mediados de los años 50, y en este pasaje es consciente de estar enumerando una tradición recibida precedentemente (Dunn-James, 2009). Es muy posible que recibiera esta tradición durante su estancia en la comunidad de Antioquía. Si los cálculos son acertados, esta confesión de fe en la resurrección pudo haber sido formulada en los diez años siguientes a la muerte de Jesús (Dunn-James, 2009)8.
San Pablo es el único seguidor del siglo I que nos cuenta su experiencia de la resurrección en primera persona. No se trata de un relato metódico, sino de recuerdos ocasionales en sus cartas, a la luz de los problemas que afronta. Por eso mismo tienen un valor mayor. Son referencias de pasada a una experiencia que tiene que describir apelando a los patrones culturales de su tiempo.
En todo caso es claro que esa experiencia fue concluyente en su vida, y es la clave para entender su acción como predicador del evangelio y la teología de sus cartas.
Albert Schweitzer (2005) apunta a que el símbolo “resurrección de entre los muertos” prescinde igualmente de la idea de una “vida después de la muerte”, la inmortalidad del alma, la trasmigración de las almas o una continuación de “la causa de Jesús” en su Espíritu. Estas opiniones pueden coexistir con la muerte: la aceptan al tiempo que la trascienden. Pero si la “resurrección de los muertos” significa la aniquilación de la muerte, la esperanza en la resurrección será una esperanza contra la muerte y una negación, en nombre del Dios vivo, del enemigo más implacable de la vida. La expresión resurrección de entre los muertos no niega el poder de la muerte ni su totalidad: “Jesús no murió solo en apariencia sino en realidad, y no solo físicamente sino totalmente, y no solo para los hombres sino también para Dios” (Schweitzer, 2005, p. 298).
La “resurrección de los muertos” simboliza una nueva acción creadora de Dios con la que empieza la novedosa creación de todo ser mortal y perecedera. Este símbolo escatológico se ajusta a las experiencias contradictorias hechas con Jesús, porque no niega la realidad de su muerte ni su realidad viva en las apariciones. Pero al ser aplicado a las experiencias de Jesús, el símbolo escatológico de la “resurrección de los muertos” perduró innovado esencialmente.
La fórmula “Cristo fue resucitado de entre los muertos” dice que solo Él fue resucitado, y no, los otros muertos, y que fue resucitado antes que todos los otros muertos.
Wolfhart Pannenberg (1977) está de acuerdo con Albert Schweitzer, cuando sugiere que la transformación del símbolo escatológico universal “resurrección de los muertos” en el símbolo cristológico resurrección de entre los muertos solo se justifica si esa esperanza universal va unida a la percepción de la resurrección de Cristo. Pero, a estas palabras añade Albert Schweitzer que “si no hay resurrección general de los muertos, el testimonio sobre la resurrección de Cristo ‘de entre los muertos’, se debilita y pierde al fin su relevancia” (2005, p. 325).
Jürgen Moltmann (2010) explica que la fe cristiana en la resurrección necesita de su verificación por la resurrección escatológica de todos los muertos: mientras esta no se realice, aquella fe cristiana permanece a la espera. Pero en este contexto escatológico la resurrección de Jesús habla su propio lenguaje. Este es el lenguaje de la promesa y de la esperanza fundada, pero no es aún el de los hechos consumados. Mientras este mundo esté regido por los hechos de la violencia y del sufrimiento, los hombres no serán capaces de demostrar la resurrección de la vida y el desastre de la muerte (Moltmann, 2010).
En este mundo tan ahuyentado, la resurrección de Cristo queda solicitada de la verificación escatológica mediante la nueva creación del mundo.
El hecho de la resurrección
Jürgen Moltmann (2010) escribe:
La resurrección de Jesús es el hecho más importante de toda la historia de la salvación. Es, por eso, el hecho central de esa historia. Porque es el hecho decisivo en la presencia de Jesús; y en la vida y en la fe de los cristianos. Tan decisivo, que sin resurrección ni la existencia de Jesús tendría sentido ni la fe de los cristianos su más elemental consistencia (p. 235).
Al preguntarnos el por qué expresar estas cosas o hechos, revelamos que Jesús se presentó como enviado de Dios para anunciar la salvación de todos los hombres. Pero, en contra de lo que se podía esperar de Él (Lc 2, 21, Biblia de Jerusalén), murió en una cruz, abandonado por todos y con este grito en la boca: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34, Biblia de Jerusalén). De este modo, la muerte de Jesús vino a sepultar todas las esperanzas que se habían puesto en Él. La fuga de los apóstoles (Mc 15:50), la decepción de los discípulos de Emaús (Lc 24, 21, Biblia de Jerusalén) y el miedo a los judíos (Jn 20, 19, Biblia de Jerusalén) nos explican con claridad la sensación de fracaso que penetró a los primeros creyentes. Sin duda alguna, aquellos hombres se sintieron decepcionados, porque pensaban que Jesús había fracasado completamente.
Nos muestra esto, precisamente, que, si no llega a acontecer la resurrección, el fracaso de Jesús se habría confirmado completamente. Con el fracaso de Jesús no se habría cumplido tampoco su plan y el naciente movimiento que Él originó. Como dice el apóstol Pablo, ‘‘si Cristo no ha resucitado, entonces nuestra predicación no tiene contenido ni vuestra fe tampoco’’ (1 Co 15, 14, Biblia de Jerusalén). Es más, si no hay resurrección, ‘‘somos los más desgraciados de los hombres’’ (1 Co 15, 19, Biblia de Jerusalén), ya que habríamos puesto nuestras esperanzas en un menesteroso fracasado, que terminó en la muerte como todos los mortales y además de la peor condición.
Es evidente que el hecho de la resurrección es decisivo para la causa de Jesús y para la de todos los que hemos puesto nuestra fe y nuestras esperanzas en Él. Hablar, por tanto, de la resurrección es hacerlo de la razón decisiva para nosotros porque es la razón decisiva que afecta al mismo Jesús. Pero resulta que la fe en la resurrección ha sido discutida desde los tiempos de los apóstoles hasta nuestros días (Moltmann, 2010)9.
La certeza de la Iglesia es de fe. Hay una constante en los relatos sobre la resurrección: El sepulcro vacío y las apariciones no son de tal naturaleza que excluyan la duda. Por eso, en los últimos años se ha levantado toda una polémica, tanto en la teología protestante como en la católica, acerca del sentido, la significación y hasta la certeza que podemos y debemos tener en cuanto se refiere a la resurrección de Jesús. Por esto interesa fuertemente analizar los diversos argumentos y las cuestiones que se han proyectado acerca del hecho de la resurrección.
Después de este acontecimiento los apóstoles comenzaron su predicación anunciando este ‘hecho’ indiscutible. Benedicto XVI (2011) lo presenta así:
Jesús de Nazaret, quien fue clavado en una cruz y sepultado, resucitó. Todo su mensaje giró en torno de esta noticia; hoy la Iglesia también centra todo su trabajo apostólico en Jesús resucitado. Sin resurrección sería absurda, y no tendría razón de ser nuestra fe. Si Cristo no hubiera resucitado, la Iglesia no podría anunciar ninguna buena noticia de esperanza de vida eterna. “Si Cristo no fue resucitado, nuestra predicación ya no contiene nada ni queda nada de lo que creen ustedes. Y ustedes no pueden esperar nada de su fe…. Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos […]” (p. 285).
Con los creyentes la resurrección es la verdad, a la que de ningún modo hemos de renunciar. La resurrección es una verdad imprescindible del cristianismo. Cristo verdaderamente resucitó por la soberanía de Dios. No se trata de un fantasma, ni una mera fuerza de energía, ni de un cuerpo revivido como el de Lázaro que volvió a morir. La presencia de Jesús resucitado no se trata de alucinaciones por parte de los apóstoles.
Cuando expresamos “Cristo vive” no estamos cultivando una forma de hablar, como piensan algunos, para decir que vive solo en nuestro recuerdo. La cruz, muerte y resurrección de Cristo son hechos históricos que movieron el mundo de su época y transformaron la historia de todos los siglos. Cristo vive para siempre con el mismo cuerpo con que murió, pero este ha sido transformado y glorificado (1 Co 15, 20. 35-45, Biblia de Jerusalén), de manera que goza de un nuevo orden de vida como jamás vivió un ser humano10.
Klaus Berger (2009) se interroga qué se entiende por “resurrección de Jesús”. La resurrección es un hecho real, palpable en la experiencia que tuvieron los discípulos, que les permitió atestiguar, que el que había sido crucificado está vivo y ha resucitado. Por ser una experiencia se puede aludir que es una invención de ellos, pero no es el caso. Es la experiencia de un encuentro personal, en el cual Jesús resucitado toma la iniciativa y se presenta mostrando los signos de su muerte (Jn 20, 19, Biblia de Jerusalén), les comunica los bienes adquiridos en su misterio pascual y les proporciona el Espíritu Santo para que, a su vez, comuniquen a los demás estos bienes (Berger, 2009).
Se explica que la resurrección de Cristo es un hecho metahistórico, en cuanto que va más allá; se da en la historia y la transciende, pues Jesús entra de una manera definitiva en Dios. Puede facilitar un poco la comprensión del hecho de la resurrección en los siguientes argumentos: la resurrección de Jesús no es una vuelta a su vida anterior, para volver a morir de nuevo. Jesús entra en la vida decisiva de Dios; es ‘exaltado’ por Dios (Act 2, 23, Biblia de Jerusalén); es una vida diferente a la nuestra (Rm 6, 9-10, Biblia de Jerusalén).
Jesús resucitado no es un alma inmortal ni un fantasma: es un hombre perfecto, con cuerpo, vivo, concreto, que ha sido liberado de la muerte, del dolor, de las limitaciones materiales, con todo lo que compone su personalidad. Dios interviene en el cadáver de Jesús, para que no pase por la corrupción y no quede sorprendido por la muerte y transformarlo en principio de vida (1 Co 15, 45, Biblia de Jerusalén).
Gerald O’Collins (1988, p. 193) sugiere que no se trata de que Jesús resucitó “en la fe” de sus discípulos o “en su recuerdo”. Es algo que sucedió realmente en el muerto Jesús, y no, en la mente o en la imaginación. Jesús efectivamente ha sido liberado de la muerte y ha alcanzado la vida definitiva de Dios.
Ciertamente, la resurrección de Jesús es, al mismo tiempo, la insondable dimensión divina de la Cruz, puesto que Dios encuentra acogida definitivamente en el hombre; este la halla en Dios: esto se vio en que algunos días después de la muerte de Jesús resonó en Jerusalén una noticia extraordinaria: Dios ha resucitado al que fue crucificado (Act 2, 23; 3, 15; 4, 10; 10, 39-40, Biblia de Jerusalén), y lo reveló a sus discípulos. No resucitó como quien vuelve a la vida biológica que tenía antes, igual que Lázaro o el joven de Naín, sino como quien guardando su coincidencia con Jesús de Nazaret se reveló íntegramente transfigurado y plenamente realizado en sus posibilidades humanas y divinas. Lo que aconteció no fue la revivificación de un cadáver, sino la radical transformación y transfiguración de la realidad terrestre de Jesús, llamada “resurrección”, la cual es el milagro sin más en la vida de Jesús, en el que se centra su específica significación de sentido con una unidad radical y se nos aparece a nosotros.
Karl Rahner (1989) enseña que la resurrección de Jesús nos llama de un modo aún más esencial que los distintos milagros de su vida, pues la resurrección posee la suprema identidad del signo y de la realidad salvíficos (más que cualquier otro milagro imaginable), e interpela nuestra esperanza de salvación y resurrección dada con necesidad trascendental.
No obstante, Leonardo Boff (1992) indica que:
En esta perspectiva es donde todo se revelaba: Dios no había abandonado a Jesús de Nazaret. Siempre estuvo a su lado, al lado de aquel que, según la ley, era perverso. Y, queda demostrado que la predicación de Jesús era verdadera p.197.
En otras palabras, escribe Boff (1992):
No dejó que la hierba creciera sobre la sepultura de Jesús, sino que hizo que todas las cadenas se rompieran y Él surgiera a una vida no amenazada nunca más por la muerte, sino sellada para la eternidad (p. 418).
Seguimos diciendo que la resurrección de Jesús es la revelación del reinado de Dios en la cruz. Es la ratificación por parte de Dios que lo que hizo, dijo y enseñó Jesús pertenece al plan que se había propuesto realizar para llevarnos a nosotros a su comunión. Ahora sabemos que la vida y el sinsentido de la muerte tienen un verdadero sentido, que llegó con la resurrección de Jesús a la plena luz del día. Pensando en esto, se podría afirmar lo mismo que dijo el apóstol Pablo en su carta a los Corintios en tono de triunfo: “Se aniquiló la muerte para siempre ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?” (1 Co 15, 55, Biblia de Jerusalén).
Jesús ha resucitado y su resurrección es el cumplimiento perfecto de la salvación que Dios promete a la humanidad; es igualmente su última revelación y será contundente en su segunda venida, ya que no podríamos afiliarnos al grupo de los que dicen “comamos y bebamos, que mañana moriremos”, porque huiríamos de la realidad, en un mito de supervivencia y resurrección, y mentiríamos a los otros. Por la resurrección de Cristo todos asumimos la posibilidad de vivir con una esperanza de vida eterna, gracias a que somos llamados a participar de la misma gloria de Jesús (1 Co 15, 32, Biblia de Jerusalén).
En esta perspectiva se ha abierto para nosotros una puerta hacia el futuro absoluto, y una esperanza inquebrantable se ha instituido en el corazón del hombre. He ahí el núcleo central de la esperanza cristiana. Sin este núcleo, la fe carece de fundamento. En este aspecto poco pueden ayudarnos los historiadores. La resurrección no es un hecho histórico, susceptible de ser captado por el historiador. Es un hecho solo captable por la fe.
Cómo será la resurrección
Jürgen Becker (2007) expresa que estas son las preguntas de los creyentes: “¿cómo será la resurrección?”, “¿cómo resucitan los muertos?”, “¿qué clase de cuerpo traerán?” (1 Co 15, 35, Biblia de Jerusalén). Asumamos las siguientes respuestas: ‘‘Se resucita con un cuerpo espiritual’’ (1 Co 15, 44, Biblia de Jerusalén). El misterio sería otro: ¿qué quiere decir cuerpo espiritual? Tomando como base lo que el apóstol Pablo ha comunicado en sus cartas, vemos que en la teología de san Pablo cuerpo designa al hombre entero, interior y exterior, cuerpo y alma (2 Co 4, 16; Rm 7, 22-23; 1 Co 9, 27; 13, 13; Flp 1, 20, Biblia de Jerusalén)11.
Por su parte, la carne designa lo débil, mortal, transitorio, lo humano con sus limitaciones (1 Co 5, 5; 7, 28-29, Biblia de Jerusalén)12. Por eso expresa también la debilidad moral, el estrato del ser donde arraiga el pecado y, en definitiva, la situación humana rebelde contra Dios (Rm 7, 25; 2, 28-29, Biblia de Jerusalén).
Finalmente, espiritual se opone, no al cuerpo, sino a la carne: las tendencias de la carne son la muerte, pero las del espíritu son vida y paz (Rm 8, 6, Biblia de Jerusalén)13.
Joseph Gevaert manifestó que el hombre, según el pensamiento bíblico, no se compone de cuerpo y alma, como dos realidades separables. El hombre ahonda básicamente la corporalidad. Por tanto, la auténtica libertad del hombre no reside en la desidia del cuerpo, sino en la orientación total de toda la persona hacia Dios. Por consiguiente, con la expresión “cuerpo espiritual” el apóstol Pablo quiere decir que, por la resurrección, el hombre entero queda radicalmente lleno de la realidad divina y así es liberado de todas sus alienaciones y limitaciones, como la debilidad, el dolor, la incapacidad de amar y comunicarse, el pecado y la muerte (Gevaert, 2003, p. 125).
Como consecuencia, el hombre resucita, no a la vida biológica, sino la vida eterna, ya nunca amenazada por la muerte ni aun siquiera por cualquier tipo de limitación. Esta certeza acaba con el carácter dramático de la muerte. La muerte no es la última palabra sobre el destiño humano. La última palabra sobre el destino del hombre es la vida. Por cierto, es la vida sin ningún tipo de limitación.
Cuándo tendrá lugar la resurrección
Seguidamente encontramos otro tema, según la concepción de la teología tradicional, la resurrección tendrá lugar al final de los tiempos, cuando venga el fin del mundo y se consume la historia. Esta concepción tiene su base central en tres enunciaciones primordiales:
- La muerte no es total: afecta solo al cuerpo del hombre;
- La resurrección tampoco es total: afecta simplemente al cuerpo;
- El hombre es esencialmente un compuesto de dos sustancias incompletas, cuerpo y alma.
Carlo Rocchetta aclara que esta concepción de la teología tradicional no tiene su base en la Biblia, sino en la filosofía grieGa específicamente en el pensamiento platóniCo Como ya hemos dicho, según el pensamiento bíblico, el hombre entraña básicamente corporalidad. Por lo tanto, la idea de un hombre sin cuerpo es completamente ajena a la revelación bíblica ¿Qué quiere decir esto? Pretende decir que el pensamiento de un hombre al lado de Dios en el cielo, pero sin cuerpo (no obstante, exclusivamente sea por cierto tiempo, inclusive el fin del mundo), es un símbolo que tiene su cimiento más en la filosofía platónica que en la manifestación bíblica. Mejor dicho, tiene su fundamento simplemente en la filosofía platónica, pero no en la revelación de la Biblia (Rocchetta, 2002).
Entonces, ¿qué nos dice la Biblia sobre este asunto? Según el pensamiento del apóstol Pablo, el bautismo nos hace participar de la muerte y la resurrección de Cristo (Rm 6, 1-11; Col 2, 12, Biblia de Jerusalén). Esta intervención en la resurrección se muestra como un suceso futuro en los primeros escritos de Pablo (1 Ts 4, 15-17; Rm 6, 5, Biblia de Jerusalén). Pero en los trazados ulteriores se alcanza a mostrar como un suceso ya ejecutado (Col 2, 12; Ef 2, 6, Biblia de Jerusalén). Por consiguiente, según la inclinación del apóstol Pablo, la resurrección (que encierra igualmente corporalidad) se ha realizado ya. Lo que nombramos como muerte es el paso a la resurrección decisiva.
En consecuencia, se puede decir, con todo derecho, que la resurrección acontece en el mismo momento de la muerte. Este símbolo está aún más despejado en la instrucción del evangelio de Juan. Es verdad que en ese evangelio se afirma la resurrección para el último día, como creían los judíos (Cf Jn 6, 39-40.44.54; 11, 24, Biblia de Jerusalén). Pero también es cierto que quien cree en Jesús tiene ya la vida eterna (Jn 5, 24; 6, 40.47, Biblia de Jerusalén), “ha pasado de la muerte a la vida y ya no muere más” (Jn 5, 24-25; 11, 26). De ahí, la lapidaria afirmación de Jesús: ‘‘Quien haga caso de mi mensaje no sabrá nunca lo que es morir’’ (Jn 8, 51, Biblia de Jerusalén).
Siguiendo a Joseph Gevaert, lo que llamamos la “muerte” no es propiamente una muerte, sino una transformación o, mejor dicho, una resurrección. Por eso el cuerpo no es ya el cuerpo de la persona:
Es el cuerpo, el último despojo que queda de lo que fue esa persona en su condición carnal. La materialidad biológica no es lo igual que la corporalidad. Nuestro cuerpo renueva casi todas las células cada siete años, o sea, cambia su realidad biológica. Pero sigue siendo el mismo cuerpo. Por eso cabe hacer la distinción, que hemos hecho, entre materialidad y corporalidad (Gevaert, 2003, p. 128).
Dios resucitó a Jesús de entre los muertos
Xavier Léon-Dufour (1992) explica que, a pesar del fracaso humano, desde su primordial, brutal soledad, Jesús clamó la más impresionante fórmula de fe desnuda: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46, Biblia de Jerusalén). Expiraba, pues, esperando en Dios, confiado más allá de cualquier viable esperanza y desesperanza. Fue entonces cuando el Padre dijo la última palabra, la definitiva: un sí rotundo y absoluto a la vida y a la predicación de Jesús (Léon-Dufour, 1992, p. 203).
Jesús siempre tenía su revelación en Dios; poseía el conocimiento de que, pasara lo que pasara, estaba en manos de su Padre. Acontezca lo que acontezca, el tercer día está en manos de Dios. Jesús contaba con que, antes de su muerte, durante esta o después, su vida sería renovada: ‘‘al tercer día’’, o sea, al final de todo, el Dios de la defensa poseería el último mensaje. Así concurrió. La muerte había puesto fin a la comunión de vida entre los discípulos y el Jesús históriCo Los discípulos se desmoralizaron en extremo y en cierto modo abandonaron al maestro. Pero unos días detrás, ellos mismos comunicaron con toda frescura, sin miedo, que Jesús había resucitado de entre los muertos: ‘‘Ustedes, por manos de paganos, lo mataron en una cruz. Pero Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte’’ (Act 2, 23-24, Biblia de Jerusalén). “Mataron al autor de la vida, pero Dios lo resucitó” (Act 3, 15, Biblia de Jerusalén).
Los mismos apóstoles, antes temerosos, se ofrecen a sí mismos como testigos de este hecho inaudito:
Lo mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó al “tercer día”, e hizo que se dejara ver, no de todo el pueblo, sino de los testigos que Él había designado, de nosotros, que hemos comido y bebido con Él después que resucitó de la muerte (Act 10, 40-41, Biblia de Jerusalén).
Incluso forjan curaciones en nombre del resucitado y lo argumentan con toda iluminación: “Quede bien claro [...] que ha sido por obra de Jesús el Mesías, el Flagelado, a quien ustedes sacrificaron y a quien Dios resucitó de la muerte” (Act 4, 10, Biblia de Jerusalén).
La situación de que Jesús está vivo llena a plenitud la vida de los primeros cristianos. Son numerosas las revelaciones de esta fe. Las encontramos con frecuencia a lo largo de todo el Nuevo Testamento. Algunos de estos actos de fe son anteriores a la misma redacción del Nuevo Testamento. Conozcamos algunos de ellos. Los mensajes que dicen los discípulos a los que vuelven de Emaús, seguramente son sacados por Lucas de una fórmula tradicional conocida por todos: “¡Es verdad!: Ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón” (Lc 24, 34, Biblia de Jerusalén)14. Aproximadamente, unos diez años después de la ejecución de Jesús, circulaba ya por los grupos cristianos un “credo” oficial en el que revelaban la resurrección. Esto lo descubrimos en el apóstol Pablo: ‘‘Lo que les transmití fue, ante todo, lo que yo había recibido: que el Mesías murió por nuestros pecados, como lo anunciaban las Escrituras [...]’’ (1 Co 15, 3-5, Biblia de Jerusalén).
Jeremías Joachim (1997) subraya que el ritmo de la fórmula expresa que se trataba de un canto o un rezo tradicional, ya antiguo, pues el apóstol Pablo escribe hacia el año 55 haciendo alusión a su visita anterior, que fue en el 51. La fórmula podría ser del 40 o quizás del 35. El apóstol no trata de expresar que Jesús ha resucitado; solo les recuerda esta buena nueva en la que han creído y les razona a partir de esta fe.
La fórmula más antigua del mensaje pascual se podría abreviar así: ‘‘Dios resucitó a Jesús de entre los muertos’’. Tal vez esta es la voz de la fe pascual en estado naciente. Se piensa que de esta manera enunciaban los cristianos su fe desde los orígenes y de forma conforme. Veamos unos pasajes más: ‘‘Cristo fue resucitado de la muerte por el poder del Padre [...]’’ (Rm 6, 4, Biblia de Jerusalén). ‘‘Tenemos fe en el que resucitó de la muerte a Jesús Señor nuestro [...]’’ (Rm 4, 25, Biblia de Jerusalén). ‘‘Si tus labios profesan que Jesús es Señor y crees de corazón que Dios lo resucitó de la muerte, te salvarás’’ (Rm 10, 9, Biblia de Jerusalén).
En otro texto para decir en qué consiste la conversión cristiana, el apóstol Pablo utiliza una antigua confesión de fe, que recoge la misma fórmula que la anterior: ‘‘Servir al Dios vivo y verdadero, y aguardar la vuelta desde el cielo de su Hijo Jesús, al que resucitó de la muerte [...]’’ (1 Ts 1, 10, Biblia de Jerusalén). Indistintamente, las fórmulas de fe existen en los textos neotestamentarios; allí hay diversos himnos en los que se aclama en Jesús al Señor glorificado por Dios. Resaltemos el más significativo:
Por eso Dios lo encumbró sobre todo y le concedió el título que sobrepasa todo título; de manera que a ese título de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda boca proclame que Jesús, el Mesías, es Señor, para gloria de Dios Padre (Flp 2, 9-11, Biblia de Jerusalén).
Jesucristo fue sepultado
Klaus Bergen (2009) manifiesta que para la Iglesia Católica, desde sus comienzos (Act 4, 2-14; 4, 2-42, Biblia de Jerusalén), la resurrección es un acontecimiento contemplado en el plan salvífico de Dios (Bergen, 2009), expresado en el Catecismo de la Iglesia Católica (n.º 624) de la siguiente manera:
Por la gracia de Dios, gustó la muerte para bien de todos (Hb 2, 9, Biblia de Jerusalén). En su designio de salvación, Dios dispuso que su Hijo no solamente ‘muriese por nuestros pecados’ (1 Co 15, 3, Biblia de Jerusalén), sino también que “gustase la muerte”, es decir, que conociera el estado de muerte, el estado de ausencia entre su alma y su cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el momento en que Él expiró en la cruz y el momento en que resucitó. Este estado de Cristo muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos. Es el misterio del Sábado Santo en el que Cristo depositado en la tumba (Cf Jn 19, 42, Biblia de Jerusalén) manifiesta el gran reposo sabático de Dios (Cf Hb 4, 4-9, Biblia de Jerusalén) después de realizar (Cf Jn 19, 30, Biblia de Jerusalén) la salvación de los hombres, que se establece en la paz del universo entero (Cf Col 1, 18-20, Biblia de Jerusalén).
Tras sufrir y morir, el cuerpo de Cristo fue sepultado en un sepulcro nuevo, no lejano del lugar donde le habían crucificado. Su alma, en cambio, descendió a los infiernos: “La sepultura de Cristo revela que realmente murió. Dios instaló que Cristo tolerara el momento de muerte, es decir, de separación entre el alma y el cuerpo” (CEC 624). “Durante el tiempo que Cristo permaneció en el sepulcro tanto su alma como su cuerpo, separados entre sí por causa de la muerte, continuaron unidos a su Persona divina” (CEC 626).
La glorificación de Cristo reside en su resurrección y su exaltación a los cielos, en donde Cristo está sentado a la derecha del Padre. El sentido general de la glorificación de Cristo está en relación con su muerte en la cruz. Como por la pasión y muerte de Cristo Dios excluyó el pecado y reconcilió consigo el mundo, de modo semejante, por la resurrección de Cristo, Dios principió la vida del mundo futuro y la puso a disposición de los hombres.
La resurrección se convierte con esto en una legitimación divina de quien ha sido condenado de forma injuriosa y ajusticiado entre los tormentos. Dios le hace justicia. En este sentido el apóstol Pablo habla de la justificación de Jesús (quien fue justificado por el Espíritu Santo, ya que es este quien lo resucita (1 Tm 3, 16, Biblia de Jerusalén). El hecho es que quien siga a Jesús tendrá parte también en su destino, tanto en su pasión y muerte como en su resurrección, como lo afirma los evangelios.
El Catecismo de la Iglesia expone también que Jesús no abolió la ley dada por Dios a Moisés en el Sinaí, sino que la perfeccionó, dándole su interpretación definitiva. Él es el legislador divino que ejecuta íntegramente esta ley. Aún más, es el siervo fiel que, con su muerte expiatoria, ofrece el único sacrificio capaz de redimir todas ‘‘las transgresiones cometidas por los hombres contra la Primera Alianza’’ (Hb 9, 15, Biblia de Jerusalén).
Jesús fue acusado de oposición hacia el templo. Sin embargo, lo reverenció como ‘‘la casa de su padre’’ (Jn 2, 16, Biblia de Jerusalén), y allí impartió gran parte de sus sabidurías. También predijo la destrucción del templo en relación con su propia muerte, y se presentó a sí mismo como la morada definitiva de Dios en medio de los hombres (Bergen, 2009)15.
Jesús jamás objetó la fe en un Dios único, aun cuando efectuaba la misión divina por excelencia, las promesas mesiánicas, y lo revelaba como igual a Dios: “el perdón de los pecados”. La exigencia de Jesús de creer en Él y de convertirse permite entender la trágica desavenencia del Sanedrín, que juzgó que Jesús merecía la muerte como blasfemo. La pasión y muerte de Jesús no logran ser inculpadas equitativamente al conjunto de los judíos que vivían entonces ni a los restantes judíos venidos después. Todo pecador, o sea todo hombre, es verdaderamente causa e instrumento de las angustias del redentor; aún más intensamente son culpables aquellos que más asiduamente caen en pecado y se entusiasman en los vicios, sobre todo si son cristianos. A fin de reconciliar consigo a todos los hombres, destinados a la muerte a causa del pecado, Dios tomó la amorosa decisión de enviar a su hijo para que se concediera a la muerte por los pecadores. Anunciada ya en el Antiguo Testamento exclusivamente como sacrificio del siervo doliente, la muerte de Jesús tuvo lugar según las escrituras.
Toda la vida de Jesús es una ofrenda libre al Padre para dar obediencia a su designio de salvación. Él proporciona ‘‘su vida como rescate por muchos’’ (Mc 10, 45, Biblia de Jerusalén); asimismo, intercede a toda la humanidad con Dios. Su sufrimiento y su muerte revelan cómo su humanidad fue el instrumento independiente y admirable del amor eterno que pretende la salvación de todos los hombres.
Jesús, en la última cena con los apóstoles, la víspera de su pasión, anticipa, es decir, significa y realiza previamente la entrega libre de sí mismo: ‘‘Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros’’, ‘‘esta es mi sangre que será derramada […]’’ (Lc 22, 19-20, Biblia de Jerusalén). De este modo, Jesús instituye, al mismo tiempo, la eucaristía como “memorial” (1 Co 11, 25, Biblia de Jerusalén) de su sacrificio y a sus apóstoles como sacerdotes de la nueva alianza.
En el huerto de Getsemaní, a pesar del espanto que suponía la muerte para la humanidad de aquel que es ‘‘el autor de la vida’’ (Act 3, 15, Biblia de Jerusalén), la voluntad humana del hijo de Dios se adhiere a la voluntad del Padre; para salvarnos acepta soportar nuestros pecados, “haciéndose obediente hasta la muerte” (Flp 2, 8, Biblia de Jerusalén)16
Jesús ofreció libre su vida en sacrificio expiatorio, es decir, ha remediado nuestras culpas con la plena obediencia de su amor hasta la muerte. Este amor hasta el extremo del hijo de Dios intercede por la humanidad íntegra con el Padre (Jn 13, 1, Biblia de Jerusalén). El sacrificio de Jesús redime, por tanto, a los hombres de modo único, perfecto y final, y les abre la posibilidad de la común unión con Dios. Al convocar a sus discípulos a despojar su cruz y seguirle (Mt 16, 24, Biblia de Jerusalén), Jesús quiere asociar a su sacrificio salvador a aquellos mismos que somos los primeros favorecidos. Jesús soportó una verdadera muerte y ciertamente “fue sepultado”. No obstante, la virtud divina salvaguardó su cuerpo de la corrupción.
Jesucristo vence al mundo
Ante todo, se desvela y se cumple en la resurrección de Jesús su muerte en la cruz, hacia la cual corre su vida entera y por la cual esta es ya secretamente determinada y llevada. Vimos ya que, en la aparición del resucitado, el crucificado aparece como resucitado o como el exaltado. Pero esto quiere decir también que la cruz se desvela y se cumple como la del resucitado.
Jürgen Moltmann (1983) sostiene que la cruz de Jesucristo es ahora el camino siempre abierto hacia el don de la vida concebido en Jesucristo. Cada uno sufre su muerte. Jesucristo lo hizo “por nosotros”; lo realizó por las culpas de los hombres, las que Él les quitó en la cruz en muerte y extinción. Esta muerte se desveló ahora en la resurrección de Jesucristo de entre los muertos como vida. La muerte coronó en vida (Moltmann, 1983).
La muerte en la cruz se abrió como vida de Dios y para Él. El crucificado ‘‘está vivo por la fuerza de Dios’’ (2 Co 13, 4, Biblia de Jerusalén). ‘‘Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida es un vivir para Dios’’ (Rm 6, 10, Biblia de Jerusalén).
En la resurrección se cumple y se desvela el oculto poder de vida de la cruz de Jesucristo, el poder del amor que, en obediencia de Dios, sufre los pecados de los otros y muere por estos. Su muerte se manifiesta como entrada en la vida.
Pero ahora quien murió por nosotros y para nosotros, quien fue resucitado a la vida de Dios es también el que por nosotros ha entrado en la eternidad. Ahora se ha abierto paso en la muerte para una intercesión eterna. ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, quien murió y, más aún, resucitó, está a la diestra de Dios e intercede por nosotros? (Rm 8, 33, Biblia de Jerusalén). La Carta a los Hebreos responde: “De ahí que logre asimismo proteger cabalmente a los que por Él se alcanzan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor” (Hb 7, 25; 9, 24, Biblia de Jerusalén). Por eso, Él —como quien ha apurado hasta la muerte los pecados de los hombres en el sufrimiento— ha sido resucitado en las ocultas profundidades de su muerte, es Él el señor, de quien penden nuestra vida o muerte. Nos acordamos de las frases que el apóstol Pablo ha construido casi como un pequeño himno:
Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que ya vivimos, ya muramos, del Señor somos […]. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos (Rm 14, 7ss. Biblia de Jerusalén).
Pero —de esta cita resulta esto aún más claro— con la resurrección de Jesús de entre los muertos no se trata solamente de que Él es el mismo que en su manera de ser oculta se ha vuelto visible, sino que ha cambiado también la situación fundamental del mundo y del hombre. Con la resurrección de Jesucristo, según los textos consultados, han perdido su dominio los poderes del cosmos en el cual el mundo se experimenta poderoso y es poderoso. La Cruz, que sufre también el asalto de los poderes políticos y espirituales, los ha ‘despojado’ como dice el apóstol Pablo (Col 2, 15, Biblia de Jerusalén).
En el crucificado, al que Dios ha exaltado a su poder, se ha despejado toda la facultad de Dios. Esta fuerza divina ha resucitado de entre los muertos al crucificado y lo ha colocado a su derecha ‘‘por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación y de todo cuanto tiene nombre […]’’ (Ef 1, 21, Biblia de Jerusalén). Así, en el crucificado y resucitado de entre los muertos, cada nombre que venga en nombre propio o en nombre del mundo se quiebra inexpresablemente; nosotros no tenemos ya que temblar ante ningún nombre más ni dejarnos doblegar por ningún nombre, y ningún nombre es nuestra esperanza fuera del nombre del kyrios (Act 4, 12, Biblia de Jerusalén).
También han sido suprimidos justamente los poderes anónimos, y no tenemos que temer ante ninguna corriente intelectual, ante ningún espíritu del tiempo, incluso si Él hace aún estragos. La razón es que ahora en Jesucristo está roto el poder interior de estos poderes, del que ellos viven y el cual ejercitan: la muerte. ‘‘El último enemigo’’ está vencido, y la Bασιλεια de Cristo ha comenzado (1 Co 15, 25 ss.; Col 1, 13; 2 Tm 2, 12, Biblia de Jerusalén).
Su advenimiento —¡en el camino de la cruz!— ha tenido lugar. La fórmula empleada a menudo: “sentado a la diestra de Dios” (Ps 110, 1, Biblia de Jerusalén), y con Él dominando sobre el cosmos y sobre la Iglesia (Rm 8, 34; Ef 1, 20; Col 3, 1; Hb 1, 3; 8, 1; 10, 12; 12, 2; 1 Pe 3, 22, Biblia de Jerusalén). La crisis del mundo, interior y exterior al mundo, ha estallado ya, y todas las otras crisis históricas son solo signos lejanos, que remiten a aquella única crisis, como nos enseña el Apocalipsis de Juan. Con la destrucción de la muerte el poder de los poderes es una vacuidad. El Jesús que se apresura hacia la Cruz, hacia su exaltación. El Jesús del evangelio de Juan dice: ‘‘Ahora este mundo está en crisIs Ahora el Príncipe de este mundo será echado abajo’’ (Jn 12, 31, Biblia de Jerusalén). “¡Ánimo! Yo he vencido al mundo’’ (Jn 16, 33, Biblia de Jerusalén).
El poder del resucitado
Jon Sobrino (1999) indica que, con la victoria sobre el mundo y sus poderes a través del triunfo sobre la muerte, Cristo se reivindica sobre el mundo. El mundo tiene derecho a estar enterado de que su poder está sin poder, y la gracia no se resiste a hacer que tomen parte en el poder del resucitado, los que ahora no tienen ya solamente la ilusión de poder.
Este hecho tiene distintos aspectos y se expresará de una manera muy diferenciada. Pero en resumidas cuentas Él quiere expresar la realidad de que el resucitado de entre los muertos va a tomar consigo el mundo, a través de la Iglesia, hacia su ‘‘resurrección de entre los muertos’’ y hacia su gloria. Él no lo deja solo como al desposeído de poderes, que sueña con el poder. Él prolonga su donación al mundo. Él está de nuevo allí para este. Él no cesa de entrar en la historia, en el mundo. Tampoco se detiene en su entrada en el kerigma. Él persigue al mundo, que huye ciegamente de los horrores de su impotencia; Él rompe su defensa. La fortaleza de la afirmación de sí mismo reforzada ahora (2 Co 10, 3 ss., Biblia de Jerusalén). Él le abre por todas partes y en todos los modos de su poder el poder de la cruz, un espacio vital en el ámbito de su dominio, que se concretiza en la Iglesia, a través de los enviados apostólicos a quienes por Él les fue dado el poder.
Justamente para mostrar cómo se ejecuta la edificación de la Iglesia y del mundo en esta, por el resucitado, en la fuerza de su nombre y de su espíritu, está en los Hechos de los apóstoles aquel estar cerca. Tal obra del resucitado en la Iglesia fundada y creciente es para Lucas justamente una prueba de resurrección del crucificado. Pero se puede remitir también en este contexto:
Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 18 ss., Biblia de Jerusalén).
Gerald O’Collins (1988) establece que el Resucitado sabe en su aparición ante los once discípulos que Él hace de esta última propiedad suya, y de Dios, y del Espíritu. La razón es que Él es el soberano sobre todo mundo, el soberano en el cielo y en la tierra, y en cuanto tal está allí no solo por ellos, sino también entre ellos.
De distinta manera se vuelve a expresar el hecho (Ef 4, 10 ss., Biblia de Jerusalén):
Este que bajó (a la tierra) es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo. Él mismo ‘dio’ a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros […] para la edificación del Cuerpo de Cristo […].
Walter Kasper (1994) dice que el resucitado ha pasado por encima de ‘‘todos los cielos’’, esto es, de todos los cielos de los anhelos y de las pretensiones humanas, y está presente en su trascendencia a todo por derecho propio, lo toma en su derecho como el soberano infinito. Esto sucede por la donación de apóstoles, profetas, evangelizadores, pastores y maestros. Pero la meta es que el mundo en su propio presente alcanza el cuerpo de Cristo, el pleroma de Cristo (Ef 1; así mismo 2, 21- s., 23, Biblia de Jerusalén) y, por este medio, Él se construya. Sin embargo, la resurrección de Jesucristo ha transformado también desde sus cimientos la existencia humana.
La redención de Jesucristo
Alfonso Ortiz (1979) considera que la resurrección de Jesucristo ha transformado también desde sus cimientos la existencia humana. El perdón es otorgado a los hombres en aquel que los tomó a su cargo en la cruz por amor. “A este le ha resucitado Dios con su diestra como jefe y salvador, para conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados” (Act 5, 31; 2, 38; 3, 19; 10, 43, Biblia de Jerusalén). A su modo manifiestan esto también los relatos de las apariciones del resucitado en los evangelios. Él vuelve a entrar con sus discípulos en una comida fraternal y les concede sobre todo la proximidad, la palabra y los signos de aquel que hizo parecer también los pecados de ellos en su muerte, pero que con su proximidad les concede ahora nuevo comienzo y salvación (Ortiz, 1979).
El apóstol Pablo puede decir: ‘‘Si Cristo no resucitó […] estáis todavía en vuestros pecados’’ (1 Co 15, 17, Biblia de Jerusalén). No obstante, ahora Él ha sido resucitado de entre los muertos y le ha traído con su cruz a la existencia humana la ‘‘reconciliación’’ (Rm 5, 10; 2 Co 5, 18 ss., Biblia de Jerusalén), la ‘‘justificación’’ (Act 13, 39; 26, 18; Rm 4, 25; 5, 9, Biblia de Jerusalén) y la ‘‘santificación’’ (1 Co 1, 30; Col 1, 21; Ef 5, 25 ss.; Tt 2, 14, Biblia de Jerusalén). En Él, en el crucificado y resucitado Jesucristo, sobre el que están todos los pecados humanos, pueden los hombres abrazar y vivir una vida reconciliada, justificada y santa. Ahora bien, con esto está también absolutamente abierta para ellos la vida. Ellos están el Él de una manera misteriosa, por la fe y el bautismo:
Pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo […] y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús […] (Ef 2, 4 ss., Biblia de Jerusalén).17
Sin embargo, con el don actual de la vida ha sido dado por adelantado —aunque de manera oculta y provisional— el del futuro, que será manifiesta y definitiva ‘‘vida’’.
Por su resurrección de entre los muertos está ya también todo futuro dignamente explícito, de tal manera que esta es solo la inauguración de la general resurrección de los muertos y sobre todo el comienzo del dominio de la vida. Esto vale para cada hombre, que, en Cristo, vive en su ámbito de dominio personal. ‘‘Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, asimismo todos revivirán en Cristo’’ (1 Co 15, 22; Rm 5, 9; 5, 21, Biblia de Jerusalén). Esto vale también para el total de la creación.
Desde la resurrección de Jesucristo puede el apóstol Pablo decir ‘‘la creación fue sometida a la vanidad […] en la esperanza’’ (Rm 8, 20 ss., Biblia de Jerusalén).
Jon Sobrino (1991) advierte que el comienzo de la libertad de la gloria, en la que resultaremos ‘‘los hijos de Dios’’, admitirá también a la creación en esta libertad y liberará de su aparición de poder propio. Así, el Resucitado es ‘‘el primogénito de entre los muertos’’ (Col 1, 18; Act 3, 15, Biblia de Jerusalén). En la Revelación de Juan, el vidente le oye decir: “Soy yo, el primero y el último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Sobrino, 1991, p. 89).
Mas, lo que ofrece el hecho de la resurrección de Jesucristo, es aún otra cosa. En la aparición del Resucitado y a través del kerigma, en el que este se hace presente, se abre también el camino hacia la vida, la santificación, la justificación, la redención, el perdón, esto es, la fe.
La resurrección confirma la verdad del Dios de Jesús
Karl Rahner (1989) sostiene que el secreto pascual pone al manifiesto la elección de las divinidades. Los dioses de la dominación dan muerte a Jesús y el verdadero Dios lo resucita, lo devuelve a la vida, a la vida en totalidad. El ruido de la cruz ha surgido del descubrimiento de lo imposible. Los discípulos entendieron la absoluta primicia que tenía para ellos el hecho de que Dios hubiera ‘‘resucitado a Jesús de entre los muertos’’. Esa imperiosa novedad percibida en ellos hace que se formule en la Iglesia primitiva la fe en Dios, su aprobación de Jesús y su esperanza en el reino de Dios. Lo que hay de imposible en esta primicia hace que desde la resurrección de Jesús admitan la sobresaliente e irrevocable revelación de lo que es Dios, lo que es Jesús, y lo que son ellos mismos.
Los discípulos testifican que la cruz no fue lo último de Jesús: Él “vive” y ha sido “exaltado” a la gloria del Padre. De esta forma, testifican que la vida y la causa de Jesús fueron verdaderas, y que aquello sobre lo que Jesús platicaba, el reino de Dios y el Dios del reino, no pueden ser concebidos sin Jesús. Puesto que Cristo derrotó, ha de triunfar también el proyecto por el que entregó su vida. La resurrección habla de la verdad del ‘camino’ de Jesús, de la del amor sufriente, del amor servicio. Valida la Cruz. Perpetra el triunfo del amor.
Con la resurrección Dios se muestra fiel a Jesús. Es realmente el padre que no abandona definitivamente al hijo, sino que lo acoge en absoluta proximidad. Dios triunfa sobre la injusticia, pues resucita a quien ‘‘ustedes asesinaron’’ (Act 2, 23, Biblia de Jerusalén); por una vez y plenamente, la víctima triunfa sobre el impío. Dios muestra su poder no ya solo sobre la nada, como en la creación, sino también sobre la muerte. Desde aquel instante Dios adquiere una nueva definición: Dios es ‘‘el que resucitó de la muerte a Jesús’’ (Rm 4, 24), y, generalizando la definición, “El que proporciona vida a los muertos y llama a la existencia a lo que no existe” (Rm 4, 17, Biblia de Jerusalén).
En el misterio pascual surge la dialéctica dentro de Dios: la fidelidad a la historia donando a Jesús poder sobre la historia resucitándolo, un amor eficaz en la resurrección y un amor probable en la cruz. Lo que revela a Dios no es ni únicamente la consternación de Jesús en la cruz, ni solo su acción en la resurrección, sino la fidelidad de Dios a Jesús en estos dos hechos unidos. Lo que presenta a Dios es la resurrección del Crucificado, la cruz del Resucitado. Esta dualidad de aspectos es la que consiente conocer a Dios como asunto abierto y la que permite dar, sin banalizarlo, el nuevo y decisivo nombre de Dios: ‘‘Dios es amor’’ (1 Jn 4, 8.16, Biblia de Jerusalén). Sin la resurrección el amor no sería el auténtico poder: sin la cruz el poder no sería amor (Moltmann, 2010).
Dios se sigue revelando en la historia a través de esta dialéctica y, por esto, no desaparece su misterio ni su nombre es todavía definitivamente decisivo. Solo al final, cuando haya desaparecido el último enemigo, la muerte, ‘‘Dios lo será todo para todos’’ (1 Co 15, 28, Biblia de Jerusalén), cuando aparezca ‘‘un cielo nuevo y una tierra nueva’’, donde ‘‘ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, pues lo de antes ha pasado’’ (Ap 21, 1.4, Biblia de Jerusalén). Dios continúa actual en la historia y a la condición histórica, pero a través de la resurrección de Jesús ha abierto ya la realidad definitiva y esta se ha convertido en promesa necesaria para todos (Sobrino, 2003).
En la resurrección de Jesús surge la verdad de él:
¡Él es verdaderamente el Cristo y el Hijo! Esto es lo que afirma el Nuevo Testamento de muy diversas formas. Durante su vida terrena Jesús aparece íntimamente relacionado con el Padre y con su reinado; en su resurrección se revela hasta lo más profundo lo que es Dios y el reino. Esa profundidad es tan nueva y tan fundamental, que no logra ser ya especulada ni vivir sin Jesús. Jesús corresponde definitivamente a Dios y al reino. Pertenece realmente a Dios (divinidad) y Dios se manifiesta realmente en Jesús —“humanidad”— (Penna, 1996, p. 235).
El suceso de la salvación
Hans Kessler (2003) señala que la salvación cristiana es un suceso realizado por Dios en nuestra historia. Uno que fue preparado por Dios desde el principio, por muchos siglos y realizado en la ‘‘plenitud de los tiempos’’ (Ga 4, 4, Biblia de Jerusalén), cuando Dios movido de amor por su creación envía a su hijo al mundo, para que hecho hombre lo redimiera en la cruz. Así, la Iglesia vislumbra día a día a su fundador, su maestro, su señor, para anunciar a las generaciones a través del tiempo a Jesucristo como el definitivo ideal del hombre, del mundo y de la existencia cristiana (Kessler, 2003).
La Iglesia, cimentada en la Sagrada Escritura, en la tradición y el magisterio, siempre ha dicho al mundo que, en Jesucristo, muerto y resucitado, Dios ofrece al hombre la posibilidad de encaminar su historia a su verdadero destino: Dios, uno y trino.
Para Kessler (2003), si el mayor suceso en la historia de la salvación es la resurrección, creer en ella no es una cuestión de más o menos inteligencia, tampoco es cuestión de comprender cómo podrá darse o cómo es posible. Es sobre todo una cuestión de esperanza, que es desparramada por Dios mismo en el corazón del hombre y que necesariamente hace referencia en lo que Cristo resucitado aporta. Es creer y confiar en Cristo, en sus palabras, en sus obras, en su promesa, pero primordialmente en su persona, en la cual el hombre puede encontrar y realizar lo que busca, y lo que tanto espera de Dios. Jesús prometió la vida eterna para todos que quieran acogerle.
Sin vacilación el misterio pascual de Cristo revela y al mismo tiempo lleva a cabo la salvación del hombre. Lo que realiza Jesús es por nosotros. Es la parábola del acto y la prenda segura de nuestra salvación. La cruz de Cristo es la cruz de aquel que padeció, murió y fue resucitado por Dios, elevado a lo más alto del cielo por haber realizado la salvación del mundo por medio de su sacrificio en la cruz al Padre.
Bernard Sesboüé (1993) enseña que:
La vida de Jesús es por entero una vida que salva. Pone en obra el programa que se resume en el nombre de Jesús: “Yahvéh salva”. Y no lo hace desde fuera, por medio de un poder mágiCo Jesús se inscribe en la masa misma de la humanidad finita y pecadora, vino a compartir la suerte de cada uno de nosotros, sin comprometerse con ninguna actitud pecaminosa que lo alejara de la voluntad del Padre (Lc 2, 49). Expresa su singularidad única en la particularidad vulgar de la vida de uno que en nada se distingue a primera vista de sus semejantes. Se hace solidario en el sentido más humano de la palabra. Así, pues, en Jesús llega a su término el gran movimiento de búsqueda y de aproximación de Dios al hombre, que se despliega desde el Edén y atraviesa toda la historia del pueblo elegido (p. 328).
En otro sentido pastoral, Juan Pablo II (1989) enseña que la resurrección de Jesús es el suceso definitivo en la historia:
La resurrección de Cristo es el mayor suceso en la historia de la salvación y, más aún, podemos decir que en la historia de la humanidad, puesto que da sentido definitivo al mundo. Todo el mundo gira en torno a la cruz, la cruz solo logra en la resurrección su repleto significado de acontecimiento salvífiCo Que la cruz y resurrección constituyen el sublime misterio pascual, en el que tiene su centro la historia del mundo. Por eso, la Pascua es la solemnidad mayor de la Iglesia: esta celebra y renueva cada año este suceso, cargado de todos los anuncios del Antiguo Testamento, comenzando por el protoevangelio de la redención, y de todas las esperanzas y las expectativas escatológicas que se proyectan hacia la “plenitud del tiempo”, que se llevó a cabo cuando el reino de Dios entró definitivamente en la historia del hombre y en el orden universal de salvación.
Esta remembranza de la historia de la salvación humana, comenzada en la creación, prefigurada en el protoevangelio, puesta en tarea de modo singular con Abraham y la promesa, cumplida en figura con la liberación de Egipto y la Alianza, fue anunciada proféticamente como salvación mesiánica, alianza segunda y definitiva con la efusión del Espíritu Santo y con la promesa de vida y resurrección. La historia de la salvación confluye en Cristo. Todo culmina en su muerte redentora y en su gloriosa resurrección, ascensión y envío del espíritu —la Pascua del Señor— como inauguración de la victoria sobre la muerte y el pecado.
Dios es señor del tiempo y de su plenitud. Cuando crea el mundo, hace lo propio con el tiempo y su sucesión en la historia. Al mandar su hijo al mundo este tiempo llega a su plenitud. Dios entra en el tiempo y el tiempo en la eternidad, llegando a su plenitud en su hijo Jesucristo.
Un ejemplo lo percibimos cuando Jesús pisa la tierra de Galilea, cuando comienza a anunciar que está cerca el reino de Dios; con esto, lleva a cabo un proyecto que estaba en marcha desde la fundación del mundo. Ahora Dios está con nosotros, la salvación está ahí. La razón es que la salvación es Él; es su persona que se nos proporciona. La salvación misma se presenta como la nueva creación, que lleva a la primera creación a su renovación y perfección, mediante la fuerza de la redención, cuyo suceso definitivo es la resurrección (Sesboüé, 1993).
Bernard Sesboüé (1982) establece que el símbolo de la salvación se expresa esencialmente en la resurrección: en esta el signo ejemplar que se suministra es la cosa misma. En la resurrección se verifica la unidad de la ejemplaridad y de la causalidad, que es lo propio del sacramento. La resurrección de Cristo es el sacramento de la nuestra:
Es un signo y su realidad, puesto que ya hemos resucitado con Él; es su promesa mantenida, puesto que en Él se inaugura lo que será manifiesto en todos; es su causa en cuanto que es su signo, puesto que nos asimila a su propia vida. La resurrección recapitula así en sí misma toda la realidad de la salvación que Dios quiere dar al hombre (Sesboüé, 1982, p. 231).
Según Karl Rahner (1989), la salvación es la verdad de Dios revelada en Jesús, es decir, el conocimiento del exceso de amor de Dios a los hombres. No obstante, el punto de vista culmen entre la salvación y la resurrección es que la salvación es finalmente la vida eterna ya presente en los que creen y que explotará en la resurrección de Jesús18.
La salvación cristiana es de esta manera la salvación de todo el hombre, considerado en su condición concreta, temporal e histórica y, por tanto, quebradiza y sometida a la ley de la muerte. Jesús, con su resurrección, no promete la simple inmortalidad del alma o un simple revivir para tomar la condición anterior, sino la victoria sobre la muerte, la posibilidad de nacer de nuevo, recibir una nueva vida para estar desde ya en comunión con la Trinidad. Todo lo de Cristo, como bien sabemos y lo enseña la Iglesia en el Catecismo, participa de la eterna divinidad del verbo y, por tanto, domina todos los tiempos y hace que todos los hombres se beneficien de su gracia, de su obra realizada en la cruz.
¿Cómo anunciar la resurrección de Jesús?
Como creyentes surge el interrogante “¿cómo anunciar la resurrección de Jesús en medio de este mundo tan fragmentado?”. Quizás antes deberíamos preguntarnos qué resurrección anunciamos. Que Dios Padre resucite a Jesús significa que la muerte no va a tener la última palabra, que la muerte ya ha sido vencida, pero: ¿vemos que eso aún hoy es difícil de ver y de presentar?
Sin duda que, para los creyentes, la resurrección de Jesús es un anuncio de buena noticia, pero es sobre todo denuncia, porque a nuestro lado la muerte sigue tomando espacios; culpa, ya que no somos testigos de la esperanza que nos viene de Dios; denuncia, debido a que nuestro modo de vida se sigue creyendo cómplice por acción u omisión del pecado que mata, nuestra fe es frágil a la hora de creer en la vida y nuestro amor no acaba de encontrar su origen en el que se nos confiere completamente.
Cuando se habla de la resurrección de Jesús aflora el hecho de que, al anunciar esto, el cristiano anuncia algo que jamás se ha vuelto a decir de ninguna otra persona. La tradición de la humanidad certificará algunas reviviscencias, es decir, platicará de alguien que regresó a esta vida de nuevo, pero, indiscutiblemente, no es lo mismo. Por lo tanto, es extraordinariamente dificultoso discutir de la resurrección de Jesús, debido a que, para hablar de vicisitudes de las cuales no tenemos experiencia, perennemente lo concebimos en comparación con otras vivencias, y así nos las vamos creyendo y concibiendo. Por ejemplo, quien no haya visto a Pedro puede decir que es igual que Juan, Santiago, Andrés, a quienes conoce; así cada uno indicará su punto de vista según su experiencia.
Juan Pablo II (1989) manifiesta que en la resurrección de Jesús no poseemos esa posibilidad de asimilación, puesto que la fe cristiana no indica que regresó a esta vida, como lo hizo Lázaro. Para entender fielmente la resurrección hay que concebir una distinción primordial: una cosa es resucitar, y otra cosa, revivir. Jesús no revivió, sino que resucitó, es decir:
[…] la resurrección de Jesús ha residido en un romper las cadenas para ir hacia un tipo de vida enteramente nuevo, a una vida que ya no está sujeta a la ley del devenir y de la muerte, sino que existe más allá de eso; una vida que ha principiado una nueva dimensión de ser hombre19.
Ahora, revivir es retornar a la vida que se obtenía antes de la muerte. El que revive vuelve a ser un hombre mortal, porque vuelve a estar en este mundo, como uno de tantos. Eso es lo que sucedió en el caso de Lázaro (Jn 11, 43-44, Biblia de Jerusalén) o en el del hijo de la viuda de Naín (Lc 7, 15, Biblia de Jerusalén). De ahí que la afirmación ‘‘Jesús ha resucitado’’, que parece tan simple, no es natural. Los mismos teólogos católicos tienen consideraciones muy distintas sobre el tema, aun cuando su tonalidad de opiniones sea algo más restringida que la de los protestantes.
La resurrección fundamento del creyente
La resurrección de Jesús es el centro de la experiencia del creyente y el fundamento de la fe, en la cual se proclama a Jesús Cristo y Señor. Esta es asimismo el cumplimiento de las promesas de Dios, de las cuales es portador el Israel histórico, y que están depositadas en la Sagrada Escritura: en La Ley, Los Profetas y los Salmos (los escritos). Intérprete de esta esperanza bíblica es la tradición judía, la cual, frente a la muerte, relee su fe en clave de resurrección. Se alcanza entonces que el Jesús histórico enumerara su esperanza ante su propia muerte reclamando a la tradición bíblica y a los estándares lingüísticos del ambiente judío. Su resurrección como victoria definitiva sobre la muerte se catequiza en la garantía de vida de todos los hombres, renovando el significado de la situación humana en el mundo y en la historia.
Penna (1996) muestra que la resurrección de Jesús es primordial para la fe del creyente. Como con cualquier otro hecho histórico la resurrección de Cristo no puede demostrarse científicamente, ya que los hechos acontecidos no pueden reproducirse20.
La existencia de la Iglesia cristiana, la vida y martirio de los apóstoles, la conversión de san Pablo y de Santiago (el hermano de Jesús), así como el sepulcro vacío, deben ser expuestos de algún modo. Vivimos en Cristo con la esperanza de que si morimos, un día habremos ‘‘resucitado de entre los muertos’’ con un cuerpo convertido, incorruptible y glorificado. Nuestra esperanza de resurrección se basa en que Jesucristo murió y resucitó de entre los muertos. La Sagrada Escritura habla de tal resurrección y es tranquila en cuanto a esta catequesIs Esta es la precaución y de todos los que mueren profesando en Jesús. A través de los años se ha puesto en tela de juicio la veracidad sobre la muerte y resurrección de Cristo (Penna, 1996).
El apóstol Pablo muestra que “si Cristo no resucitó de entre los muertos somos los cristianos los más dignos de lástima de todos los hombres” (1 Cor 15, Biblia de Jerusalén). De ser así, estamos derrochando nuestro tiempo; los que murieron en Cristo perecieron y los que vivimos aún estamos en pecado. Es elemental para la fe cristiana la doctrina de la resurrección de Cristo.
Penna, en forma de catequesis pastoral, trata de pronunciar que no es solamente importante, sino indispensable, es la piedra angular de nuestra fe como creyentes. Algunos podrían expresar que si la resurrección de Cristo es mentira, entonces también lo es el cristianismo, y los cristianos somos los más tontos de todos los hombres. Como creyentes celebramos estar plenamente persuadidos de que Cristo resucitó de entre los muertos en forma corporal y glorificada; esto lo creemos por medio de la fe. No obstante, para que nuestra fe se afirme aún más, esta exposición tiene el propósito de ayudarnos, a mí y a otras personas que aún no conocen de la obra redentora de Jesucristo (Penna, 1996).
Ahora bien, ya hemos estudiado que la resurrección de Cristo es el fundamento definitivo de la historia para los creyentes y aporta los elementos motivantes que mueven desde el interior al hombre a comprometerse con la vida desde los destinos del amor del Padre, revelados en la entrega del hijo a la humanidad. La llegada de Cristo al término final inquieta en la raíz de su ser a todas las personas, incluidas las que no tienen conciencia de esto y las que rechazan la proclamación de esa buena noticia. Al afectarlos por la solidaridad en la misma humanidad hace posible su redención y su liberación, les anima en su lucha por salir de todos los exilios y estimula las fuerzas que van moviendo toda suerte de esclavitudes.
Penna sostiene que:
Questa fondazione chiamata risurrezione appartiene a Cristo è morto sulla croce sul Golgota. Alla luce della sua persona, la croce e la risurrezione sono interdipendenti e vanno interpretati considerando un evento in riferimento all’altro. “Se Cristo non è risuscitato, allora è la nostra predicazione, senza fondamento e la vostra fede” (1 Co 15,14), Paolo disse. Per concludere dicendo che la risurrezione di Cristo è dunque il fondamento della Chiesa, in cui offre all’umanità una speranza in grado di innescare dinamiche di credenti, per il raggiungimento di una umanizzazione del mondo e dell’uomo (1996, p. 186).
Vivir hoy la resurrección de Cristo
Si vivir hoy la resurrección de Cristo es habitar con Él en nuestra vida y no perder de vista su mensaje de salvación, Cristo es la vida del creyente. La resurrección de Jesús explora el futuro absoluto, pero se inscribe también en el presente históriCo Su resurrección no le aparta de la historia, sino que le introduce en esta de una nueva forma; los creyentes del Resucitado deben vivir hoy su resurrección.
San Pablo afirma con frecuencia que la resurrección de Jesús lleva a nuestra propia invención, a partir de esta misma vida: “Para que, así como Cristo fue resucitado de la muerte por la potestad del Padre, asimismo nosotros empezáramos una nueva vida [...]. Así también ustedes ténganse por muertos al pecado y vivos para Dios, mediante el Mesías Jesús” (Rm 6, 4.11, Biblia de Jerusalén). “Murió por todos para que los que viven ya no vivan más para sí mismos, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15, Biblia de Jerusalén).
Al presentarse a Cristo, el apóstol habla ordinariamente de resurrección e igualmente cuando habla de la vida futura. Sin embargo, para el creyente que vive en este mundo, el apóstol habla de “vida” y de “hombre nuevo”. Él no insiste tanto en que el bautizado ha de “resucitar”, sino en que ha de “vivir una nueva vida”: “Para eso murió el Mesías y recobró la vida, para tener señorío sobre vivos y muertos” (Rm 14, 9, Biblia de Jerusalén).
Dunn-James (1998) explica que:
El Espíritu Santo es “el contenido de todos los dones de salvación, como garantía de la comunión final con Dios”. Es el principio dinámico de la nueva vida y la promesa de la filiación divina que Cristo nos da. Él es el don eterno que vive entre nosotros, nos cautiva y nos prepara para la última manifestación, cara a cara con el Padre. La meta de la salvación de Dios y, por lo tanto, el efecto de la redención universal es esta comunión con Dios, patente y ahora en Cristo y en el Espíritu, aunque aún falta plenitud escatológica (p. 189).
Igualmente, significa que, en Cristo, verdadero Dios y hombre, y en el Espíritu Santo, el don trinitario, la humanidad entera ha sido transformada. Pablo habla del “hombre nuevo” en oposición al “viejo”; de reconciliación frente a la enemistad; de gracia en oposición a la maldición; de libertad en contra a la esclavitud, y de salvación frente a la condenación. Esta nueva realidad es la continuación en el hombre.
Cristo es la vida del creyente. Jesús resucitado tiene relación personal con cada uno de ellos. Por eso el apóstol Pablo puede decir: “Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20, Biblia de Jerusalén). Estas frases deben ser auténticas para todo creyente. En cierto sentido, Pablo es Cristo vivo. Se siente a sí mismo en relación íntima con Cristo, de quien depende absolutamente, sin el cual vivir ya no es vivir, y con el que todo se vuelve amor.
Este amor es el amor sacrificado. He aquí lo que el apóstol Pablo jamás olvida. Estrechamente platicando, no anuncia la resurrección, sino que proclama la cruz (1 Co 1, 23, Biblia de Jerusalén). Sin embargo, para anunciar la cruz como acontecimiento de salvación, es preciso que la resurrección haya tenido lugar y revele el sentido de la cruz. Sin el activo y eficaz recuerdo del Crucificado, el ideal del hombre nuevo toma un rumbo peligroso y anticristiano, como lo prueban ciertos movimientos magnánimos que se salen de la historia o los hombres que miran la historia de arriba abajo tratando de someterla a la fuerza. El camino hacia el hombre nuevo no puede ser otro que el camino sufrido de Jesús hacia su resurrección.
O’Collins (2002) manifiesta que sería una falta pensar que solo para Jesús fueron necesarias la encarnación y la fidelidad a la historia, como si se nos ahorrase a nosotros lo que no a Él. Sería como procurar alcanzar a la resurrección de Jesús, sin caminar las mismas etapas históricas que Él. La existencia del hombre renovado persigue existiendo básicamente un proceso de búsqueda de Jesús.
El contenido de ese proceso debe ser ya bien distinguido. Se trata de la incorporación en el mundo de los pobres, de anunciarles la buena noticia de Dios y su reino; de salir en su defensa, de denunciar y descubrir las falsas divinidades tras las que se esconden los poderosos; de asumir el destino de los pobres, y, la última consecuencia de esa solidaridad, la cruz. En esto consiste el vivir ya como resucitados. Esto es el “hacerse hijos en el Hijo”, que vino “a servir y a dar la vida” (Mt 20, 28, Biblia de Jerusalén). El reino de Cristo se hace real en la medida en que hay servidores como Él lo fue. El hombre nuevo cree en verdad que más feliz es el que procura que el que recibe (Act 20, 35, Biblia de Jerusalén), que es más grande el que más se abaja para servir (Mt 20, 26, Biblia de Jerusalén).
La autoridad de Jesús se ejerce renovando en la historia el gesto de Dios que resucita a Jesús, proporcionando vida a los crucificados de la historia y dando vida a quienes están amenazados en su vida.
La resurrección se muestra en medio de nosotros como el paso de condiciones inhumanas a circunstancias más humanas. Cualquier adelanto fraterno en una comunidad es ese paso, en pequeño, de la muerte a la vida. Llegar a ser mejores personas, más unidos, más libres, es un caminar hacia la resurrección, junto con Cristo resucitado. Es un caminar doloroso preñado de esperanza. Todo lo que sea amor comunitario es triunfo vivo sobre la muerte del egoísmo. Es ya la gran resurrección empezada.
La resurrección pensada así no tiene nada de pasividad. Bajo ningún concepto es alienante. Es una negativa a detenerse, a vivir marginados y explotados, y a dejarse morir. Es el paso de todas las formas de muerte a todas las formas de vida. Es no contentarse con arrastrar la existencia, sino luchar por vivir con entera responsabilidad. Luchar por hombres nuevos y un mundo nuevo, con renovadas esperanzas, a pesar de todas las dificultades, pues el fin de toda esclavitud está ya firmado por Dios en la resurrección de Cristo (Studer, 1993).
En el Nuevo Testamento se resalta que el hombre nuevo es libre, y esa libertad la da Jesús resucitado: “Para que seamos libres nos liberó el Mesías” (Ga 5, 1, Biblia de Jerusalén). “El Señor es el Espíritu, y donde hay Espíritu del Señor, hay libertad” (2 Co 3, 17, Biblia de Jerusalén). Esta libertad, obviamente, nada tiene que ver con el libertinaje (Ga 5, 13; 1 Pe 2, 16, Biblia de Jerusalén), ni con el salirse de la historia.
La presencia del Resucitado induce la libertad del amor para servir, sin que nada ponga límites al servicio, ni miedos, ni prudencias mundanas. Consiste en tener la actitud del mismo Jesús que da su vida libremente, sin que nadie se la quite.
Una vida primordialmente libre para servir trae consigo su propio gozo, aun en medio de los horrores de la historia. Ese deleite es signo de la figura del Resucitado. Por esto, san Pablo repite exultante que ‘‘ninguna criatura podrá privarnos de ese amor de Dios, presente en el Mesías Jesús, Señor nuestro’’ (Rm 8, 39, Biblia de Jerusalén). Esa libertad y ese gozo son la expresión de que vivimos ya como hombres nuevos, resucitados en la historia. Es la palabra auténtica entre nosotros de lo que hay de victoria en la resurrección de Jesús.
La esperanza en el Resucitado
En los creyentes, la Cruz no es la última palabra sobre Jesús, pues Dios lo ‘‘resucitó de entre los muertos’’. No obstante, su resurrección no es la última palabra sobre la historia, pues Dios no es todavía ‘‘todo para todos’’ (1 Co 15, 28, Biblia de Jerusalén). Jesús resucitado vive aún una esperanza. Sus hermanos y la patria humana (el universo) todavía no han sido transfigurados como Él. La lucha con el poder del mal en el conflicto de la historia demuestra con claridad que todavía Dios no es ‘‘todo para todos’’. Vivimos aún en camino, rodeados de flaquezas, ignominias y sufrimientos.
Según Martín Karrer (2002), Jesús resucitado espera que el reino de Dios que se especificó y empezó con Él llegue a un feliz término. Él es la cabeza de la humanidad (Col 1, 18; Ef 1, 22-23, Biblia de Jerusalén), y el cuerpo de la humanidad todavía no ha alcanzado la plenitud nueva y definitiva de su cabeza. El Resucitado es heredero de una creación nueva, y ha de llegar a ejercer su dominio sobre toda la creación, no solo de derecho, sino también de hecho. Mientras la primogenitura de Cristo no se ejerza sobre toda la creación, su resurrección no habrá detonado todos sus medios salvadores. Esto quiere decir que el hecho pascual continúa en cierto modo innovándose. La fuerza liberadora del Resucitado, lejos de agotarse, se va activando con el tiempo, y nada ni nadie queda fuera de su frecuencia de acción. Todo el mundo está llamado a respirar aires críticos (Karrer, 2002).
Jesús resucitado, para Karl Lehmann (1982), insta viviendo una esperanza. Persigue esperando el crecimiento del reino entre los hombres. Jesús continúa esperando que la revuelta por Él, formada en el sentido de una comprensión entre los hombres y Dios, del amor indiscriminado a todos, penetre cada vez más profundo en las estructuras del pensar, el actuar y el planear humanos. Sigue esperando que el rostro del hombre futuro que persiste obscurecido por el hombre presente se haga cada vez más claro. Aguarda ‘‘llevar la historia a su plenitud: Hacer la unidad del universo [...], de lo terrestre y de lo celeste’’ (Ef 1, 10, Biblia de Jerusalén). Aguarda la construcción de ‘‘un cielo nuevo y una tierra nueva en los que habite la justicia’’ (2 Pe 3, 13, Biblia de Jerusalén) de Dios. Mientras todo esto no haya triunfado aun totalmente, Jesús sigue viviendo esta esperanza. Por eso, todavía existe un futuro para el Resucitado (Lehmann, 1982).
Jesús espera aún algo más, todavía no acabado ni realizado completamente: la “resurrección de los muertos”, hermanos suyos, la reconciliación de todas las cosas con ellas mismas y con Dios, y la transfiguración del cosmos. San Juan podía decir con toda razón: “Todavía no se ve lo que vamos a ser” (1 Jn 3, 2, Biblia de Jerusalén). La muerte, con sus dragones y sus bestias, todavía no ha sido derrotada del todo. Sin embargo, llegarán a oírse estas palabras verdaderas: ‘‘Lo de antes ha pasado... Ahora todo lo hago nuevo’’ (Ap 21, 4-5, Biblia de Jerusalén). Lo que ya está descompuesto en el mundo se formará ambiente.
La situación de éxodo, que es la indestructible en esta naturaleza en cambio, será transformada en una situación de casa paterna con Dios: “Noche no habrá más, ni necesitarán luz de lámpara o de sol, porque el Señor Dios irradiará luz sobre ellos y serán reyes por los siglos de los siglos” (Ap 22, 5, Biblia de Jerusalén). A partir de Jesucristo asentamos esta esperanza y esta convicción porque “en su persona se ha pronunciado el sí a todas las promesas de Dios” (2 Co 1, 20, Biblia de Jerusalén).
Mientras perseguimos este camino, volvemos el rostro al futuro, hacia el Señor que lleGa renovando las palabras del primer catecismo de la Iglesia primitiva, la Didajé: ‘‘¡Que venga tu gracia y pase por este mundo! Amén [...] ¡Maranatá! ¡Ven, Señor Jesús! ¡Amén!’’ (Ap 22, 20, Biblia de Jerusalén).
Vivimos de esta misma esperanza de Cristo, catequizados acerca de que lo significativo no es el presente ni el futuro; lo valioso es el presente en vista al futuro, que ya ha empezado a ser realidad en Jesucristo y que gozamos de la fuerza de su espíritu resucitado (Ratzinger, 2007).
El sepulcro vacío: victoria sobre la muerte
The Empty Tomb: Victory over Death
El sepulcro vacío: victoria sobre la muerte
Con su vida y con su palabra, Jesús había enseñado el amor sin límites del Padre. Cumplir la voluntad de su Padre había sido el ideal de su vida. El reinado de Dios fue el centro de su predicación. Pero contrario a lo que se podía esperar de Él (Lc 24, 21, Biblia de Jerusalén), murió inculpando, diciendo: ‘‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado’’? (Mc 15, 34, Biblia de Jerusalén). ¿Abandonó realmente Dios a Jesús? ¿Fue la muerte más fuerte que su fe y su amor? ¿Sería la muerte y no la vida la última palabra de Dios sobre el destino de Jesús de Nazaret? ¿Qué queda de esa petición suya de conocer al Padre y de ser reconocido y amado como hijo?
Heinz Schürmann (1982) determina que en el mensaje del Nuevo Testamento sobre la resurrección describe no solo a Jesús, sino también a los cristianos; el mensaje es este:
Si Jesús ha triunfado sobre la muerte, también nosotros los cristianos tenemos resuelto el problema de la muerte. Porque el destino de Jesús es también nuestro destino. Y por eso, si Jesús ha vencido a la muerte, nosotros también la hemos vencido. La muerte ya no debe ser objeto de miedo, porque es simplemente un paso, cuestión de un instante, ya que enseguida tenemos la vida que no se acaba (p 345).
El testimonio preciso es el del apóstol Pablo:
Si de Cristo se predica que resucitó de la muerte, ¿cómo dicen algunos que los muertos no resucitan? Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado, entonces lo que predicamos no tiene sentido ni la fe de ustedes tampoco (1 Co 15, 12-14, Biblia de Jerusalén).
Por consiguiente, el gran encuentro y el nuevo horizonte para la vida está en que si Cristo resucitó, también nosotros hemos de hacerlo. Esto es porque “todos somos vivificados en Él” (1 Co 15, 20.22; Rm 8, 29; Col 1, 18, Biblia de Jerusalén).
Para Heinz Schürmann, la resurrección de Jesús no fue un hecho abandonado, sino que afecta a toda la humanidad, porque Él es el nuevo Adán (Rm 5, 14, Biblia de Jerusalén). De ahí el inquebrantable testimonio del Nuevo Testamento según el cual “si Cristo ha resucitado, nosotros también resucitaremos” (Rm 8, 11; 1 Co 6, 14; 15, 12-17.20.32.42-44.52; 2 Co 1, 9; 4, 14; Ef 2, 6; Col 2, 12; 3, 1; Rm 6, 5; Ef 5, 14; Flp 3, 10-11; 1 Ts 4, 14, Biblia de Jerusalén). Como se ve, la documentación del Nuevo Testamento, en este sentido, es extraordinariamente abundante. Esto quiere decir que se trata de una de las grandes convicciones del Nuevo Testamento. Por consiguiente, la fe en la resurrección es una parte absolutamente esencial de la fe cristiana del creyente. En efecto, para el hombre de fe la muerte no es ya una dificultad. Ella es sencillamente el camino a la resurrección21.
Jürgen Moltmann (2010) plantea la dificultad concreta de que esta certeza de la resurrección simplemente la asentamos en la fe. La fe es básicamente lóbreGa es decir, no se basa en la evidencia ni de esta podemos tener nunca evidencia alguna. Más bien hay que decir que la evidencia que se nos asigna es la evidencia de la muerte con todo su poder destructivo. Por eso, la muerte será siempre una dificultad para el creyente, el problema perentorio de la vida. Un asunto respecto al cual solo puede prevalecerse a través de la penumbra de la fe, entre investigaciones, dudas e inseguridades. De todas maneras, el testimonio de la fe es cierto. Eso quiere decir que en la medida en que la fe sea fuerte la certeza del creyente será capaz de superar las dificultades y evidencias inversas a la resurrección.
Los relatos del resucitado
Otro punto significativo es que los relatos de la resurrección, la experiencia y el juicio se encuentran, sin duda, en un horizonte perentoriamente escatológico de preocupaciones, experiencias y preguntas dirigidas al futuro prometido. Ya las mismas expresiones ‘resucitar’ y ‘despertar’ cierran en sí todo un mundo de palabras.
Jürgen Moltmann (2000) expone que los relatos de la resurrección no están visiblemente dentro de un horizonte cosmológico, es decir, no pregunta por el origen, el sentido y la esencia de la resurrección. Tampoco se encuentran verdaderamente dentro de un horizonte existencial, en el que se pregunte por el origen, el sentido y la esencia del existir humano. Tampoco se hallan directamente dentro de un horizonte teológico habitual. Estos relatos del Resucitado se revelan dentro del acontecimiento especial de las preocupaciones proféticas y apocalípticas, enlazadas a las promesas de Dios y de su paulatino devenir. La preocupación de la vida y la percepción de la muerte son dos cosas que se encuentran vinculadas directamente en el amor. Solo en aquel a quien amamos somos nosotros vulnerables, y solo en el amor sufre y percibe el hombre el carácter mortal de la muerte.
La más próxima tradición de nuestro suceso es conocida como el relato de la resurrección de los evangelios, esto es, justamente las narraciones del “sepulcro vacío” y de las apariciones del Resucitado, que existían independiente unas de otras y en la tradición evangélica han sido unidas de diverso modo. No podemos entrar aquí en detalle sobre la historia de las formas de los relatos de la resurrección ni purificar la problemática histórico-literaria de estos relatos.
Los relatos de los evangelios dejan reconocer de diferente manera la inaccesible trascendencia de la resurrección al manifestarse, claro que, con mayor torpeza, aunque también con la dialéctica propia de un signo. Él es reconocido, y, sin embargo, no es reconocible. Él está presente en el ofrecimiento de sí mismo y, al mismo tiempo, está en retirada. Él se ofrece para que lo toquen, y rehúsa ser tocado. Está allí Él mismo, en persona, pero de otra manera inaccesible, celeste. La razón es que es un esfuerzo expresar tales hechos; los evangelios dejan sus distintas y, en parte, contradictorias tradiciones, unas junto a otras, en un fácil intento de armonización. Su ‘ingenuidad’, resaltada tan a menudo, no es en todo caso falta de habilidad.
Que la resurrección de Jesús no es un regreso a su manera de ser terrestre se deduce también que se habla de ella como de un “hacerse-viviente” y a la esencia de la resurrección se le llama “vida”, y esto en el sentido de la propia y verdadera vida. “Esto dice el Primero y el Último, el que estuvo muerto y revivió” (Ap 2, 8, Biblia de Jerusalén). Allí mismo se dice: “Soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero actualmente estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Ap 1, 17 ss., Biblia de Jerusalén). Con base en otros documentos, concluimos nosotros aquí22, y no lo pondremos más de relieve, que justamente esta vida del Resucitado es caracterizada por san Pablo como una ‘‘vida para Dios’’ (Rm 6, 9) y una ‘‘vida por la fuerza de Dios’’ (2 Co 13, 4, Biblia de Jerusalén). Por tanto, esta es descrita como vida donada y entregada por Dios.
Estos relatos no se demuestran como una continuidad o una terminación de lo anterior; entre la pasión y la resurrección está la solución de continuidad que viene de la incursión todopoderosa de Dios y que arranca de la muerte a la humanidad de su hijo. No cabe duda de que los testigos son los mismos, pero su testimonio es ahora de otro orden. Esto es porque no pudieron reconocer lo que nos cuentan más en la fe.
Los relatos se muestran como la duplicación de todo el mensaje de la salvación bajo una luz nueva23. Esta discontinuidad se expresa hasta en la trama de los relatos, que es imposible reducir a una “cronología” análoGa
Razón del sepulcro vacío
Los evangelios nos muestran que los relatos del ‘sepulcro vacío’ tienen dos características: en unos la tumba que se descubre abierta y vacía es el lugar del anuncio teofánico de la resurrección; en los otros (Lc 24, 12; Jn 20, 1-10, Biblia de Jerusalén) no hay ninguna teofanía: Pedro, en un caso; Pedro y el otro discípulo, al que Jesús quería, en el otro, descubren y observan el estado del sepulcro.
En el relato de Lucas, Pedro vuelve lleno de incertidumbre, ya que el sepulcro vacío no basta por sí solo para fecundar la fe. En el de Juan, por el contrario, el otro discípulo “vio y creyó” (Jn 20, 8, Biblia de Jerusalén), porque instituyó entonces el vínculo entre lo que veía y los anuncios de la Escritura.
¿Cuál es el resultado de sentido de estos relatos, que logran su fe del testimonio integral de la resurrección? Reside en que estos nos expresan que la resurrección de Jesús impresionó a su cuerpo de carne. Si Jesús vive, y vive en otro lugar, entonces aquí tiene que haber un sepulcro vacío.
Es un semblante del kerigma que aquí se hace relato. Puesto que la resurrección no obtuvo ningún testigo y se escapa en sí misma a todo relato diferente de su adecuado anuncio, su única huella narrativa es la ausencia del cuerpo de Jesús en el sepulcro. A partir de nuestra percepción de las cosas, lo que se cuenta es la narración de los signos de la dispersión. El “sepulcro vacío” es el signo contrario de la resurrección por parte de nuestra expectación24.
“No está aquí”. Por tanto, Jesús ha vencido sobre la muerte. La muerte, que tiene la reciente palabra sobre toda vida humana, según una ley tan inquebrantable como universal, queda aquí derrotada, en un caso único y excepcional, sin duda, pero que basta para hacer que fracase su autoridad.
Maurizio Gronchi (2008) afirma que:
Il “sepolcro vuoto” è segno della salvezza da quando ha preso il corpo di Cristo, “il corpo che parla” e la parola fatta carne. Questo corpo non è caduta nella decomposizione della tomba. Bene, questo è un segno per noi: Qual è stata la risurrezione di Gesù indica la legge della nostra risurrezione. La tomba vuota racconta la sua salvezza così interessato a tutta la persona (p. 207).
En el plano soteriológico, para Bernard Sesboüé (1993), el sepulcro vacío es, por tanto, un signo que anuncia la culminación escatológica del mundo:
Nos indica que la figura de este mundo no es su realidad posterior y que la ley de la corrupción no es la actual palabra de la condición humana, ya que en la persona de Jesús el cosmos ha conocido ya un desgarramiento escatológico, cuya consumación tiene que hacer al mundo diáfano a la vida de Dios (p. 136).
La dispersión del cuerpo de Jesús actúa al final de las vicisitudes que sufrió durante la pasión: este es el punto cero de ese cuerpo que pasó verdaderamente por la muerte. Pero este vacío está regulado para nuevas formas de presencia, de una forma todavía temporal con las apariciones del Resucitado, y, prontamente, de un modo concluyente, con el nacimiento de la Iglesia y el nuevo cuerpo de Cristo, propagado y reunido por la celebración de la eucaristía. La desaparición, signo de interrupción, conduce a la reaparición, signo de continuación, del cuerpo de Jesús en su manifestación divina.
El sepulcro vacío no dio origen a la fe
La fe en la resurrección de Jesús no ha tenido su comienzo en las llamadas historias del “sepulcro vacío”, sino que arrancan de la proclamación, la confesión y el testimonio: “hemos visto al Señor”. Tal experiencia es la base del fenómeno del sepulcro vacío, explica por qué estaba vacío. Este no es ningún indicio para la fe, pero sí un signo.
Según Walter Kasper (1994), ese signo fue significativo sobre todo para la proclamación del mensaje de la resurrección en Jerusalén:
En Jerusalén, en el lugar de la ejecución y del sepulcro de Jesús, se proclama no mucho después de su muerte que ha resucitado. Este hecho exige que en el círculo de la primera comunidad tuvieran un signo fiable de que el sepulcro había sido hallado vacío (p. 161).
El kerigma de la resurrección no hubiera alcanzado conservarse en Jerusalén ni un día ni una hora, de no haber podido confirmar ante los interesados que el sepulcro vacío era un hecho. El hecho del sepulcro vacío jamás fue discutido por la polémica inversa. Si un acontecimiento histórico ha de caracterizarse por contar con una analogía intrahistórica, una causalidad intramundana y un ceremonial documental sobre su proceso, entonces la resurrección de Jesús no puede ser un suceso histórico Se trata simplemente de un proceso sin paralelos. Su única analogía es la creación de la nada (Rm 4, 17, Biblia de Jerusalén).
El sepulcro vacío no dio origen a la fe en la resurrección. Como es innegable, el “sepulcro vacío” se presenta como un signo confuso, sujeto a distintos comentarios, uno de los cuales podría ser el de la resurrección. Empero no existe ninguna insuficiencia intrínseca que exija a tal afirmación, con la exclusión de las otras posibilidades de comentario.
Simplemente a partir de las apariciones, el misterio del sepulcro vacío se disipa y puede ser examinado por la fe como una señal de la resurrección de Jesús. Como tal, el sepulcro vacío es un signo que hace pensar a todos y lleva a reflexionar en la posibilidad de la resurrección. Es una invitación a la fe; no es aún la fe (Baena, 2011).
La fe en que el Señor resucitó —aquí reside la razón del sepulcro vacío— se formula, según el lenguaje del tiempo, instalando la elucidación en boca del ángel: “El crucificado ha resucitado, no está aquí: Ved el lugar donde lo han puesto” (Mc 16, 6c, Biblia de Jerusalén). Sin contender la existencia de los ángeles, no solicitamos admitir, dentro de los propios criterios bíblicos, que uno de ellos haya aparecido junto al sepulcro.
El ángel reemplaza, esencialmente para el judaísmo posexílico, al dios Yahvéh en su trascendencia que revela a los hombres (Gn 22, 11-14; Ex 3, 2-6; Mt 1, 20, Biblia de Jerusalén).
Las mujeres que percibieron el sepulcro vacío, al conocer las apariciones del Señor a los apóstoles en Galilea, se encontraron prontamente con el verdadero sentido: el sepulcro está vacío, no porque alguien haya robado su cuerpo, sino porque Él ha resucitado. Esta interpretación de las mujeres es catalogada como revelación de Dios y se expresa, en el lenguaje común de la época, como un mensaje del ángel (Dios). “Es verdad: ¡Ha resucitado! ¡Él vive!” (Lc 24, 34, Biblia de Jerusalén).
La resurrección propia escapa del espacio de lo auténticamente demostrable, a pesar de que deja huellas comprobadamente verificables. Si acaso podemos llegar hasta la verificación histórica de la persuasión de los primeros discípulos acerca de la resurrección de Jesús, ¿no es lícito, entonces, indagar por las causas de estas convicciones? Ya que podemos observar la fe, ¿podemos preguntarnos cuál es la causa de esta fe? El hecho que cambió la historia del cristianismo no fue la fe de los discípulos, sino aquello que indujo la fe de los discípulos, es decir, el encuentro con Jesús resucitado. A esta experiencia exclusiva de algunos discípulos, los primeros cristianos la consideraron accesible al resto de la comunidad por medio del don del Espíritu Santo.
La fe en la resurrección es producto del recuerdo que las apariciones del Señor provocaron en los apóstoles, los cuales quedaron prendidos y dominados por un acontecimiento que prevalecía sobre las posibilidades de su imaginación. Sin esto, nunca habrían declarado al Crucificado como señor. Sin “ese algo” que sucedió en Jesús, jamás habría existido la Iglesia, ni el culto, ni la alabanza al nombre de este profeta de Nazaret, y mucho menos el testimonio inmenso de esta verdad: el martirio de tantos cristianos de la Iglesia primitiva.
Las apariciones del Resucitado
Como quiera que se defina el carácter de las llamadas apariciones, de lo que se trata en estas es certificar que Jesús ha sido acogido en el futuro de Dios, en el futuro sin muerte, en la vida eterna. El fundamento destacado de la experiencia de la resurrección, de la vista y encuentro con el Resucitado, no es la productividad de una inventiva humana, sino más bien la voluntad de Jesús resucitado de encontrarse y dejarse ver por sus discípulos.
Gerald O’Collins (1988), al reflexionar sobre las apariciones señaladas, explica:
Las apariciones son revelaciones momentáneas, gratuitas y condescendientes, de un cuerpo que, de suyo, es invisible. Tiene el mismo carácter milagroso que los signos con los que Jesús justifica su misión. Él “apareció” (1 Co 15, 5-8; Lc 24, 34) y ellos le “vieron” (1 Co 9, 1; Mt 28, 17; Jn 20, 18.20, Biblia de Jerusalén) […] por medio de su corporalidad resucitada, la materia ha sido elevada a un destino final que va mucho más allá de la corporalidad que experimentamos en este mundo. ‘Elevado a la diestra del Padre’ (Act 2, 33, Biblia de Jerusalén), Cristo se revela como partícipe del misterio divino y no para ser manipulado, pesado, medido o tratado de diversas maneras como un objeto ordinario de este mundo. Se aparece dónde y a quién quiere y desaparece cuando él quiere (Lc 24, 31, Biblia de Jerusalén) […]. Ver a Cristo resucitado requería una gracia transformadora en los que había de recibir aquella experiencia […] gracia que no fue concedida ni a los guardianes del sepulcro (Mt 28, 4.11, Biblia de Jerusalén) ni a los compañeros de Saulo en el camino a Damasco (Act 9, 7 y paralelos). Esta graciosa percepción de Cristo resucitado suponía tanto una preparación como una colaboración […] (Mt 28, 17-20; Lc 24, 13-35; Jn 20, 14.16, Biblia de Jerusalén) […]. Las apariciones eran experiencias profundamente autoexigentes por las que los discípulos se convirtieron en animosos testigos (p. 175).
Sería imposible para uno de nosotros querer entrar en detalles sobre las apariciones de Jesús cuando se encontró con los suyos. Baste recordar que, tras un breve momento de duda y sorpresa, le reconocen con seguridad. Es, por otra parte, lógico pensar que hubiese un momento de duda y sorpresa, pues nadie esperaba que pudieran ver un día a aquel que crucificaron y enterraron.
Como ejemplo, señalamos las apariciones a las mujeres (Mt 28, 8-10; Mc 16, 9-10; Jn 20, 11-28, Biblia de Jerusalén); la aparición a Pedro (Lc 24, 34; 1 Cor 15, 5, Biblia de Jerusalén); a los de Emaús (Lc 24, 13ss, Biblia de Jerusalén); a los once en Galilea y Jerusalén (Mt 28, 16-20; Lc 24, 36-50; Jn 20, 19-29, Biblia de Jerusalén), y, por último, citamos la aparición al apóstol Pablo, quien también insinúa a otros testigos más. Como vemos los encuentros con el Resucitado ni reemplazaban la fe ni la facilitaban. Estos encuentros transformaban la vida, y creaban y sustentaban la fe.
Gerald O’Collins (1988) cita a Hans Küng, quien afirma que las apariciones del Resucitado son experiencias magníficas y los convierte en testigos fundacionales de la resurrección de Jesús. Es más, los verdaderos encuentros con el Resucitado desencadenaron la nueva fe, que los constituyó en testigos suyos y apóstoles, pues estas apariciones suponen vocación, las cuales pueden comprenderse mejor si se comparan con los llamamientos de los profetas del Antiguo Testamento.
Esta comparación tradicional entre los apóstoles del Nuevo Testamento y los profetas del Antiguo se demuestra de numerosas maneras. El apóstol Pablo (Ga 1, 11, especialmente 16, 15-16, Biblia de Jerusalén), con base en todas las apariciones, consideró su vocación apostólica como “similar” a las de Jeremías (1, 5) e Isaías (49, 1). Por lo demás, para ser justos con Küng, debe advertirse que él piensa en términos de una analogía, no de un paralelo estricto.
Hay, no obstante, una serie de diferencias que limitan gravemente el valor de esta comparación:
- Los profetas del Antiguo Testamento oyen la palabra de Dios tanto en los inicios de su invocación como más tarde. Solo subsidiariamente ven visiones; lo contrario pasa con los testigos pascuales, quienes vieron al Resucitado u oyeron su palabra. Fueron mucho más videntes que oyentes.
- La palabra de Dios llega directamente a individuos como Amós, Isaías y Ezequiel, experiencias que atañen solo a individuos que se ven impulsados a comunicar ciertos mensajes al pueblo en general. En las apariciones pascuales, en cambio, no solo son individuos que se encuentran con el Resucitado, sino también grupos (sobre todo el de los doce). Lo esencial, pues, de la historia pascual pertenece la experiencia y el testimonio colectivo, de un modo que no tiene paralelo en el caso de los profetas clásicos.
- Todos los testigos pascuales, con excepción de Pablo, poseen una experiencia de reconocimiento. Ellos reconocen al Resucitado, a quien tratan como idéntico al Jesús que previamente habían visto, oído, tocado y seguido durante toda su vida terrena. Los profetas clásicos, claro está, saben que el dios que les llama es el de Abraham, Isaac y Jacob. Pero esto no quiere decir que Amós, Isaías y Jeremías estén reconociendo a alguien que ellos mismos hubieran previamente conocido como ser viviente sobre la tierra.
- Amós y otros profetas clásicos se vieron llamados inesperadamente y sin aparente reparación (por ejemplo, Am 3, 8; 7, 14 ss., Biblia de Jerusalén). En el caso de los doce y otros testigos pascuales, su asociación con Jesús durante la vida de Él continúa un periodo de aprendizaje. El tiempo que habían pasado con el Jesús terreno formó una especie de “noviciado” para aquellos que estaban destinados a convertirse en testigos apostólicos de la resurrección. Este es un noviciado que no encuentra paralelo en el caso de Amós y demás profetas clásicos.
Para terminar, abordaremos el verbo óphthe, que significa “fue visto” o “se apareció”, pues se subraya la objetividad de la visión, es decir, que es el mismo Jesús quien se manifiesta, quien se hace ver; es el mismo Cristo quien se muestra por sí y desde sí, hasta el punto de que es Él quien sale al encuentro; este verbo indica que es Él quien se aparece, quien toma la iniciativa. Este es un aoristo pasivo de wjqh cuya traducción es “se dejó ver”. No es un efecto de la fe, esperanza o del deseo de verlo por parte de los apóstoles. Es el resucitado que sale al encuentro, quien se hace presente.
En suma, la comparación de Küng entre profetas del Antiguo Testamento y testigos oficiales de la resurrección, si bien no deja de obtener valor, es limitada y no esclarece demasiado las experiencias apostólicas respecto el Resucitado25.
Para Jürgen Moltmann (2010), en los evangelios descubrimos los siguientes antecedentes sobre las apariciones del Señor:
Son narradas como un aspecto actual y carnal de Jesús. Come, camina con los suyos, se deja tocar, dialoga con ellos. Su presencia es tan real que puede ser confundido con un caminante, un jardinero o un pescador. Al mismo tiempo acontecen fenómenos extraños: aparece y desaparece. Atraviesa paredes. Esto porque el resucitado debe dar pruebas de que Él ha entrado en una nueva dimensión, ‘en la inmensidad de Dios y, desde allí, Él se manifiesta a los suyos’, y, esta revelación debe hacerse comprensible a los discípulos, para convertirlos en sus testigos, de que Él está vivo, no solo para bien de ellos sino para todos, pues, abraza a la humanidad entera que está invitada a través del testimonio de los discípulos a acogerlo como el que vive para darle vida nueva (p. 252).
La resurrección no es un cosmos teológico de unos apasionados de la persona del Nazareno. La fe en la resurrección es fruto del impacto de las apariciones del Señor en los apóstoles, quienes quedaron sorprendidos y dominados por un acontecimiento que superaba las posibilidades de su imaginación. Sin eso, tampoco habrían enseñado al crucificado como Señor. Sin ese algo que aconteció en Jesús, jamás habría existido la Iglesia, ni el culto, ni la alabanza al nombre de este profeta de Nazaret y mucho menos el testimonio máximo de esta verdad: el martirio de tantos cristianos de la Iglesia primitiva26.
Una de las finalidades de las apariciones de Cristo resucitado a sus discípulos es, precisamente, asegurarles su presencia en cada uno de los signos que Él instituye para cumplirse de esta manera lo que nos dice: “no los dejaré huérfanos” (Jn 14, 18, Biblia de Jerusalén); “yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20, Biblia de Jerusalén).
De la conversión al anuncio
Bernard Sesboüé (1993), al expresar que el sepulcro es el cuerpo desaparecido, expone:
No puede ser encontrado ya en nuestro mundo empírico que se ha escapado. Pero la fe en la resurrección tiene necesidad de un signo concreto de la vida de Jesús, de un signo verdadero que muestre que su “cuerpo parlante” y salvador sigue vivo. Este signo es paradójico: no puede obedecer a la ley de nuestras constataciones sensibles, efectuadas en el espacio y el tiempo, so pena de convertirse en el signo de lo que no es; y los discípulos que, por no haber resucitado todavía, necesitan todavía de sus sentidos para “ver” a Jesús, no pueden servirse de ellos más que con la condición de que la manifestación de éste tenga sentido para ellos en la trama de su historia con Él. Este signo, que se les da en las apariciones, es una fuerza de comunicación personal y original de Jesús a los suyos (p. 208).
Los relatos especificados de las apariciones se asientan en un diseño suficientemente firme, y es genuino pensar que las apariciones solo señaladas en orden (1 Co 15, 6-8, Biblia de Jerusalén) remiten a unas experiencias del mismo género: Jesús se manifiesta por una iniciativa gratuita que depende enteramente de Él. Los discípulos no lo registran al principio, lo toman como el hortelano, por un simple compañero de camino. Jesús se hace inspeccionar entonces por los suyos con su palabra y sus gestos. La palabra es de común una ilustración de las Escrituras que resaltan que su pasión entraba en el gran ‘‘proyecto de Dios’’, sus gestos son típicos de su existencia anterior y marchan como signos predilectos de reconocimiento: partir el pan, compartir la comida y mostrar las heridas. Últimamente, Jesús remite a los suyos en misión y huye.
Concierta conmemorar la serie de los relatos evangélicos, formula Bruno Maggioni (1997), de la que nos habla Bernard Sesboüé, porque muestra que las apariciones de Jesús a sus discípulos tienen la función de cimentar el mensaje de la resurrección como de fe. Jamás se insiste de forma exagerada en que los discípulos reconocieron a Jesús en la fe. Esto no quiere decir que se tratase de una experiencia subjetiva: la iniciativa partió ciertamente de Jesús. Tuvo lugar de un modo que nosotros no podemos simbolizar por la mediación de su humanidad dirigiéndose igualmente a sus sentidos. No obstante, la naturaleza misma de la comunicación que estaba en juego exigía la fe (p. 245)27.
Por conjetura, la correspondencia contigua de Dios con el hombre prevalece al orden de los fenómenos y no puede ser objeto de un conocimiento nuestro. Es una correlación de persona a persona en la cual una libertad produce otra. Regresamos a encontrarnos aquí, por consiguiente, bajo una luz nueva, con lo que contemplábamos en los relatos de la pasión. Jesús resucitado y salvador es una fuerza de conversión a la fe.
No obstante, hay que indicar que esta comunicación de Jesús a todos los suyos en la fe va ligada a la correspondencia del Resucitado a todos los que tendrán que creer a través de las palabras de los apóstoles y, por estos, a la Iglesia, para que por medio de esta la humanidad entera viva y anuncie la buena noticia de la resurrección de Cristo. Por esto las apariciones no se terminan con la unión soñada del intervalo presente. Se trata de unos temporales intervalos de parada para transmitir a su vez el mensaje de la resurrección.
La fórmula indiscutible con que concluye el evangelio de Mateo enseña cabalmente esta dinámica: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19, Biblia de Jerusalén). Si la salvación del hombre es colaboración de la vida de Dios, la vuelta a la vida y el acceso a la vida gloriosa del Resucitado anuncian y realizan ya, de manera ejemplar, el contenido de nuestra salvación. De ahí que se pueda declarar que la resurrección de Jesús es el acatamiento admirable de la salvación en Jesús por nosotros; es justamente su actual revelación (Pannenberg, 1977).
Jesús símbolo del hombre salvado
Las apariciones revelan tanto el percibido de la salvación como su carácter de ejecutarse.
Escribe Karl Rahner (1981):
Aquella resurrección de la que se trata en la victoria de Jesús sobre la muerte significa la salvación definitiva de la existencia humana concreta por parte de Dios y ante Dios, la permanente validez real de la historia humana, que ni se prolonga en el vacío ni per se (p. 113).
En consecuencia, Jesús resucitado nos revela el estatuto del hombre absolutamente salvado. En su persona cambiada, que la encarnación llevó a la resurrección, Él es “salvador absoluto” y hombre pasivo del salvado.
La situación de la salvación de todos los hombres se enuncia por la resurrección en el lenguaje de la vida en integridad y absoluta, “liberada de todas las alienaciones que afectan a nuestra existencia, de las que la muerte es el signo principal”. Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más (Rm 6, 9, Biblia de Jerusalén). Esta vida en integridad es cabalmente reconciliada y en plena comunión con Dios.
Jürgen Moltmann (2006) alude a que la resurrección de Jesús es un acto de la salvación escatológica. Es la parábola en acto de nuestra correcta resurrección, al mismo tiempo que ejecuta nuestro porvenir, más allá del cual ya no hay nada. Porque si Jesús murió “por nosotros”, también resucitó “por nosotros”: En Él, que es la resurrección y la vida (Jn 11, 25, Biblia de Jerusalén), se abre nuestra propia resurrección. Se principia en la revelación de su cuerpo glorioso, que sigue siendo mediador de nuestra salvación; se inicia equivalentemente por el don del Espíritu, soplo sobre sus discípulos (Jn 20, 22, Biblia de Jerusalén), que los asienta ya rectamente en el dinamismo de la vida eterna.
Testigos de la resurrección
El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: Vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta este momento no habían entendido la Escritura: Que Él había de resucitar de entre los muertos (Jn 20, 1-9, Biblia de Jerusalén).
¿Qué ve María Magdalena, según el evangelio de Juan? ¡Al Resucitado! Pero, ¿cómo se le aparece Él a ella? Como aquel que no está en su aparición para fascinar, a cuya aparición pertenece que Él se sustraiga como el aparecido. Se ve, posiblemente se pueda también decir, que el Resucitado pre-sente es el aus-sente. Así, Él es visto en la incertidumbre cierta y en la certeza insegura28.
De otra manera, esta indeterminación e indisponibilidad del Resucitado quieren poner de relieve también aquellas tendencias aisladas, que hacen entrar a Jesús entre los discípulos repentinamente con la puerta cerrada (Lc 24, 36; Jn 20, 19.26, Biblia de Jerusalén); no mencionan su desaparición, pero la suponen bien.
A partir de aquí, se hace inteligible la disposición singular que hay en la primera mitad del capítulo 21 del evangelio de Juan y a la que Rudolf Bultmann (1987) caracteriza así: “Es Él, y sin embargo no es Él; Él no es el que ellos (los discípulos habían conocido hasta ahora), y sin embargo sí es Él” (p. 235).
Se puede decir también naturalmente es Él. Pero, en suma, ¿puede ser Él si está en la subida hacia la gloria de Dios? Finalmente, Él no había estado nunca asible, excepto para su ‘hora’, esto es, para la cruz (Jn 7, 30; 7, 44; 8, 20, Biblia de Jerusalén).
Los conceptos “aparición” y “ver” pasaron de su sentido usual a otro. El wjJh “Él apareció”, significa, según el contexto de los evangelios, una comunicación de sí mismo del Resucitado en palabra y signos. “Ver” significa también la experiencia correspondiente por parte de los testigos; así, se puede decir, que la resurrección de Jesucristo acontece en la historia como “encuentro”, el cual, si le ocurre al testigo, se sale de sí mismo. Este es puro don en palabras y signos; en saludo y bendición; en llamada, conversación e instrucción; en consuelo y mandato, y envío, en fundación de la nueva comunidad.
Es, se podría decir también, la ofrenda definitiva de su afecto pleno y la realización de la esencia de su entreGa Esto es su “aparición” y, por tanto, es “visión” del Resucitado, también audición, acogida y participación personal. Podemos comprobar que la resurrección de Jesucristo acontece en el sentido del Nuevo Testamento, en la historia, ante todo por su aparición ante los testigos que le ven. En esta aparición se ofrece el Resucitado en un encuentro en que se sustrae a sí mismo, y en una nueva y definitiva experiencia de su entrega.
El acontecimiento de la resurrección de Jesucristo prosigue su camino hasta adentrarse en la historia. La resurrección de Jesucristo de entre los muertos acontece, dentro del kerigma, en virtud de la aparición. Sin embargo, aquí hay que hacer una distinción. La frase no significa, siguiendo a Rudolf Bultmann (1987), que la resurrección de Jesucristo es su hacerse presente en el kerigma y que correlativamente es el origen de la fe en el Resucitado. Pues, ¿cómo y de qué manera se hace presente propiamente en el kerigma? Antes de responder esto, conviene interrogar ¿por qué medio se origina la misteriosa fe, que —en el kerigma— cree en su presencia? A la vista de los textos, estas no son preguntas injustificadas y, por eso, no pueden ser desestimadas, ya que esto sería borrar todas las afirmaciones que conciernen al acontecimiento, ante el prodigio único del origen del kerigma —¿o debemos decir de la resurrección?—, porque las implicaciones ideológicas de la historia no las permiten.
No obstante, ¿cómo se quiere entonces hacer valer propiamente aquel prodigio del kerigma, en el cual Jesús está realmente presente? Jesús en el kerigma está verdaderamente presente, sin que haya sido resucitado de entre los muertos y exaltado; es un prodigio no pequeño, pero ininteligible en sí mismo, ante el cual la historia no está menos perpleja que ante el anuncio de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos.
Según estos argumentos enseñados por Rudolf Bultmann (1987) no hay un hecho que fundamente el evento de la resurrección, porque, para él, la resurrección de Jesucristo de entre los muertos sí está presente en el kerigma, pero no se sabe en qué se fundamenta, en qué hecho y en qué circunstancia pueda presentarse tal suceso, que a su vez sea el fundamento tanto del kerigma como en la fe que brota de la resurrección de Jesús como acontecimiento fundante.
Este hecho es claro y evidente en el Nuevo Testamento: las apariciones de Jesús a sus discípulos.
Willi Marxsen (1974), disintiendo con Rudolf Bultmann, piensa que la resurrección de Jesucristo es una interpretación de los hechos, que el “asunto Jesús fue llevado más allá por sus testigos”, y que se trata, por tanto, con la resurrección de Jesucristo, “del acontecimiento prolongado del kerigma de Jesús”, que a decir verdad se basa en esto, que los discípulos han “visto a Jesús” (p. 238).
En una línea similar a la de Rudolf Bultmann, está Willi Marxsen, quien varía un poco respecto a él, al ver la resurrección de Jesucristo como una prolongación del kerigma de Jesús, basado en el hecho de que los discípulos son los que interpretan el acontecimiento de ver a Jesús y proponer dicha interpretación como el anuncio del kerigma. Aceptar esta interpretación es desconocer el hecho metahistórico de que quien se presentó a sus discípulos, les habla, les invita a compartir, asegurándoles de que el que había muerto en la Cruz, está vivo y les acompaña en el anuncio de que ellos deben hacer al mundo para que encuentren la vida abundante que Él prometió. Es una experiencia que el Resucitado les proporcionó convirtiéndolos en testigos de él, cambiándoles su mente y su corazón, para así ser portadores del kerigma. Es una manera de condescender del Resucitado, que, desde su nueva dimensión de exaltado y glorificado, se abaja, se manifiesta, se acerca, mostrándoles su nueva manera de ser y que Él les había anunciado anteriormente.
Si prescindimos de que en el kerigma de la resurrección de Jesucristo no se trata ni del acontecimiento prolongado ni del kerigma de Jesús, sino de la llegada —en-palabra-y-lenguaje de quien se manifiesta a sí mismo proféticamente, de Jesucristo exaltado en poder de Dios y doxa—, entonces el allí llamado “ver” a Jesús es perfectamente claro: la experiencia inmediata del Crucificado como resucitado y exaltado, y no aquel que, por una fácil interpretación, por una sugerencia de las ideas usuales (judías), se llega a interpretar como resucitar de entre los muertos.
No se trata de un “ver a Jesús”, que se aclara luego por una interpretación, sino de una percepción inmediata de Él.
Por lo demás se puede preguntar a qué Jesús han “visto” los testigos, si ellos no lo han visto como al crucificado, que resucitó y fue exaltado. ¿Lo han visto ellos como Él era entonces, como el que “pasó haciendo el bien” (Act 10, 38), lo han visto como Él que estuvo colgado de la Cruz o lo han visto como quien volvió a la vida terrestre de nuevo y, por tanto, como se ve más o menos en el resucitado de entre los muertos, Lázaro? Estas preguntas son absurdas, pero hay que mencionarlas si se habla del enteramente oscuro “ver a Jesús” como el fundamento de la fe en la resurrección a partir de una interpretación conclusiva de este hecho.
En la teoría de Willi Marxsen no es asombroso el prodigio de un kerigma divino en las lenguas de los hombres, en el cual Cristo está verdaderamente presente, sin que Él haya sido elevado al poder, a la vida, a la gloria, al espíritu de dios desde la resurrección de entre los muertos, y, por tanto, ante el prodigio de la presencia de Jesucristo, quien había muerto y entrado en la putrefacción. Por el contrario, se permanece estupefacto ante el prodigio similarmente grande de un ver a Jesús por los discípulos, lo cual, no obstante, solo significa esto: que el asunto del Jesús histórico continúa, pues las experiencias históricas con Él no tienen ningún desenlace, mientras Él mismo “viva” de una manera indefinible —“ellos creían ver un espíritu” (Lc 24, 37, Biblia de Jerusalén)—.
Los discípulos de Emaús
El resucitado aparece en la sustracción, y los que lo ven observan al que se sustrae. Esto vale para la presentación de Mateo, en la cual la única aparición del Resucitado ante los once discípulos es, al mismo tiempo, despedida. Jesús aparece como el que se despide. Lucas ha formulado expresamente este tema en la historia de los discípulos de Emaús: “Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero Él desapareció de su lado” (Lc 24, 31, Biblia de Jerusalén). Como se sabe, Lucas pone también la aparición colectiva del Resucitado bajo el punto de vista de que se trata de las apariciones de aquel que “entonces desapareció” ante los discípulos y “fue elevado” al cielo (Lc 24, 51; Act 1, 9 ss., Biblia de Jerusalén). No obstante, teológicamente es examinado a fondo este hecho por primera vez en Juan, el cual entiende, y tampoco por casualidad, todo el obrar de Jesús. Él viene como quien se va, Él se encuentra como quien está en camino. En la escena ya nombrada de su aparición a María Magdalena (Jn 20, 11 ss., Biblia de Jerusalén) se manifiesta esto desveladamente.
Ingresando un poco más en la consistencia de las apariciones, detengámonos en el capítulo 24 de Lucas, que acopia en su eje la escena de los discípulos de Emaús. La resurrección de Jesús traslada allí la salvación, al tiempo, en las investigaciones del pasado, del presente y del futuro.
Karl Lehmann (1982) habla de que, en su relato del mensaje admitido en el sepulcro, Lucas no hace un informe para el futuro, como Mateo y Marcos. En vez de hablarnos de la cita en Galilea, los dos personajes radiantes remiten a las mujeres al pasado de Jesús en Galilea (Lc 24, 6-7, Biblia de Jerusalén). Las invitan así “a otra resurrección, la de la memoria”. Para el presente, se encuentran ante la negación de la ausencia. No hay nada que las oriente hacia el futuro. Todo el movimiento del capítulo va a hacer pasar a sus receptores de esta ausencia inicial a la presencia de Jesús, la cual cada vez es más explícita y los ubica en el gran quehacer del futuro, el anuncio de la conversión:
Los dos discípulos que caminan hacia Emaús han perdido su pasado y en el presente están como ausentes de ellos mismos. La dimensión del futuro aparece, sin embargo, con su proyecto de ir a Emaús. Pero ese futuro no tiene porvenir. Esos hombres se alejan de Jerusalén, porque allí ya no hay nada que hacer con el grupo de los discípulos. Rumian en su tristeza el recuerdo escandaloso de la muerte de Jesús en la cruz (Lehman, 1982, p. 154)29.
El relato que de ella hacen al desconocido que se ha juntado con ellos es de una neutralidad totalmente objetiva. El primer murmullo de la resurrección, el procedente de las mujeres, ha llegado hasta ellos, pero no les ha tocado. Ya no tienen esperanza, lo que les conduce es la fuerza centrífuga del fracaso: el grupo se deshace y se dispersa. Estos “exdiscípulos” están sinceramente des-orientados, en el sentido propio de la palabra.
En considerada disposición, pueden indudablemente ver al compañero de camino que se les ha acercado, pero ¿son capaces de reconocer a Jesús? Los ojos de la carne no bastan para “verlo”30. Así pues, este emprende por convertir, en el sentido propio de la palabra, su memoria. Con una larga lección escriturística les incita a reflexionar de una manera distinta acerca del pasado del que han sido testigos.
El relato no dice nada de instante sobre la resistencia de los dos discípulos, pero sí al final del camino, cuando ellos insisten que se quede porque se hace tarde: “quédate con nosotros” (Lc 24, 21, Biblia de Jerusalén). Anhelan alargar la dicha de esta relación íntegramente nueva. La razón es que se va haciendo tarde: hay que pararse en la posada para cenar y pasar la noche. Lo que sigue es la invitación que hace Jesús, como lo ha hecho antes (en la multiplicación de los panes y en la última cena, Lc 9, 12-16, Biblia de Jerusalén), de tomar el pan, de pronunciar la bendición, de partirlo y de dárselo. Esto causa el shock del encuentro y de la presencia: ‘‘entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero Él desapareció de su lado’’ (Lc 24, 31, Biblia de Jerusalén).
La intervención del cuerpo de Jesús acabó la obra de mediación de su mensaje. El gesto ejecutado por su es del don, y recuerda, con un simbolismo eucarístico visiblemente intencional, el don de su cuerpo. Este gesto hace a los dos discípulos presentes a su propio cuerpo. En adelante lo tienen cara a cara y lo “ven”.
Más aún, recuerdan, tomando plena conciencia de la emoción sensible que los retiene, del calor bienhechor que les inflama: “¿no estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras”? (Lc 24, 32, Biblia de Jerusalén).
La significación de interpretación y la fracción del pan —arquetipos de la celebración de la palabra y de la eucaristía— son los medios empleados por Jesús para resucitar el corazón de los suyos y abrirlos a la fe. Esta presencia experiencial de Jesús propicia la certeza de que Él está con ellos, aunque haya desaparecido visiblemente, dándoles así una esperanza que fundamenta su futuro (Lehmann, 1982).
Esta conversión interior a la fe se traduce en un retorno físico para los discípulos. En aquel mismo instante vuelven a recorrer en sentido contrario el camino que los separa de Jerusalén. Van a buscar al grupo de los once y sus compañeros, es decir, a la comunidad donde está su futuro y su esperanza; ellos son los depositarios del mensaje de la resurrección, no pueden gustarlo para ellos solos. Parten en misión para comunicarlo a sus hermanos.
Jürgen Moltmann (2004) aclara que este intercambio es la ocasión de una nueva aparición de Jesús, más larga e insistente, durante la cual va a multiplicar los signos de su realidad corporal, para acabar con todas las dudas: una vez más come ante su vista.
El contexto de Emaús se invierte en esta ocasión: Jesús empieza dándose a conocer, luego recuerda el “era preciso”, seguido de una significación de la interpretación repetida con nuevos matices. Estos pasado y presente se abren hacia un futuro, justificado a su vez por la apelación a las Escrituras. En el resumen de su acontecimiento, al lado y por el mismo título que su pasión y su resurrección, Jesús anuncia la predicación en su nombre de la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones (Lc 24, 47, Biblia de Jerusalén)31.
De este modo, la evangelización de las naciones concierne al kerigma cristológico con la pasión y la resurrección. La apertura misionera de la Iglesia “a los que no han recibido todavía la luz de Cristo es preciso al mismo Cristo”. El misterio pascual no es solamente el objeto de un mensaje; es un hecho: “Dios habla de manera definitiva al resucitar a Jesús”. No es que Él resucite porque así lo anuncian los discípulos; ellos hablan porque el evento del Resucitado se debe a la acción de Dios; este es en sí mismo el mensaje de Dios a la humanidad. Para anunciar esta buena noticia será necesaria la fuerza del Espíritu: Jesús lo promete a los suyos, sin nombrarlo.
Cristo resucitado y exaltado
Thorwald Lorenzen (1999) esboza que el Resucitado es ya también fundamentalmente el exaltado, y su resurrección de entre los muertos es en el sentido puntual de llegar a la exaltación, o sea, en el sentido de que la resurrección sucede por el impulso de la exaltación hacia Dios, y esta ocurre en el poder de la resurrección. Esto saca a la resurrección plenamente del proceso y la representación de una vuelta a la vida terrestre, y la separa, como con razón dice Thorwald Lorenzen, “de toda semejanza con las representaciones que circulan sobre la resurrección” (1999, p. 346). Notemos que no se refleja en nuestro texto explícitamente la relación entre resurrección y exaltación, que quizás eran primitivamente interpretaciones del mismo suceso independientes entre sí, pero que están conectadas entre sí desde un principio.
Esto resulta, sin embargo, de las siguientes afirmaciones. En una ocasión se nombra junto a la muerte de Jesús solo su exaltación, como se acostumbra en otras ocasiones para la resurrección. Nos referimos al Himno de Cristo: “Él se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo hombre […]” (Flp 2, 8 ss., Biblia de Jerusalén). Se puede pensar también en la formulación de Lucas (24, 26): “¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?”. Además, viene al caso la concepción que se encuentra en la Carta a los Hebreos (12, 2, Biblia de Jerusalén): “sobrellevó la cruz sin miedo a la infamia, y está sentado a la diestra del trono de Dios”. Adicionalmente, esto se encuentra en Efesios (4, 8), la Primera Carta a Timoteo (3, 16) y Apocalipsis (5, 6), donde es visible el esquema de la entronización.
Se pueden también intercambiar en un mismo texto resurrección y exaltación, como se hace en los discursos de los Hechos, donde, por ejemplo, en (3, 13 ss.) “glorificar” y “resucitar” se corresponden el uno con el otro. Se compara también Lucas (24, 46) y (24, 26).
En un tercer lugar, la exaltación sigue a la resurrección; la resurrección tiene lugar como origen y principio de la exaltación, y esta es en cierto modo continuación de la resurrección o mejor su plenitud. Así en Romanos se dice: “Cristo Jesús, el que murió; más aún, el que Resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros” (8, 34). En Romanos se afirma “constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (1, 3 ss.). No obstante, también se puede comparar también Hechos (5, 30 ss.); Romanos (6, 9 ss.); Efesios (1, 20 ss.); la Primera Carta de Pedro (1, 21; 3, 21), y otros más.
Siguiendo a Thorwald Lorenzen (1999), ante este descubrimiento no se pueden equiparar sencillamente la “resurrección” y la “exaltación” en el sentido del Nuevo Testamento, ni tampoco establecer la ocurrencia de uno de estos acontecimientos como criterio del otro, sino que hay que decir que la exaltación tiene su meta intrínseca, pero esta también depende de la resurrección de Jesucristo y, por eso, sucede en el impulso de la exaltación. En la resurrección de Jesucristo de entre los muertos acontece ya la exaltación, y en esta es efectivo el resucitar. Esta es también la versión de Mateo (28, 16 ss.). Por tanto, allí se supone que el Resucitado aparece como exaltado.
Efectivamente, al Resucitado que se aparece en Galilea “le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”. El hecho aparece especialmente claro según san Juan. Este está dominado por una determinada variante de la representación de la exaltación, para la cual se usan los términos “pasar”, “ir al Padre”, “subir”, “ser exaltado”, y, tanto como estos, quien, a lo que sucede en la cruz, lo llama “glorificación”.
Según esta evidencia, la exaltación es un ingreso a la gloria eterna (Jn 17, 5, Biblia de Jerusalén) y al amor de Dios (Jn 17, 23 ss., Biblia de Jerusalén). Según esto no necesita el evangelio ningún relato de la resurrección en el sentido de un esquema cristológiCo Sin embargo, la toma de la tradición y los acuerda con aquella concepción. Este acuerdo se plantea cuando Jesús le dice a María Magdalena: “Déjame, que todavía no he subido al Padre” (Jn 20, 17, Biblia de Jerusalén). El Resucitado está, por tanto, en cuanto tal, en el camino hacia el Padre. Resucitar es estar en el camino hacia la exaltación, pero esta tiene lugar ya también en la resurrección.
Así, podemos concluir que en la resurrección de Jesucristo Dios ha arrebatado del dominio de la muerte a quien murió en la cruz y fue sepultado, y lo ha levantado al poder y a la gloria de la vida otorgada por Dios, la vida por antonomasia. La resurrección de Jesucristo es la subida del muerto Jesucristo al poder de vida de Dios.
Antecedentes del suceso
Este suceso, se perpetuó el Viernes Santo. Sentencian a Jesús y ninguno se digna protestar o defenderlo; más bien, los que estaban junto a Él deciden abandonarlo, y la multitud que había sido testigo del bien que había hecho a los enfermos, cojos, paralíticos, posesos, pide que se le condene. Parecía que había llegado el final de la persona de Jesús y sus ideales; sin embargo, pulsaba en el corazón de sus discípulos la perplejidad de que lo sucedido a su maestro fuera un fracaso total, ya que en varias ocasiones les había anunciado que Él debía padecer, morir y resucitar (Lc 9, 22.44-45; 18, 31-34; Mt 16, 21; 17, 22; 20, 17-19; Mc 8, 31; 9, 30-32; 10, 32-34, Biblia de Jerusalén).
Este recuerdo vago, como también la insistencia que les hacía en días anteriores de que se ayudaran, se sirvieran y se amaran mutuamente, y la necesidad de revivir los gratos momentos que compartieron con Él les mueve a reunirse a puertas cerradas —por miedo a los judíos— (Jn 20, 19, Biblia de Jerusalén), para compartir los últimos sucesos; otros, sin embargo, deciden volver a sus lugares de procedencia (Lc 24, Biblia de Jerusalén). En estos ambientes es cuando Jesús, tomando la iniciativa, se les presenta y les confirma con su nueva presencia de resucitado lo que ellos presentían: “se han cumplido las Escrituras” (Act 1, 16; 2, 15-32, Biblia de Jerusalén). “Dios ha constituido a su Maestro como Señor” (Act 2, 32-39, Biblia de Jerusalén).
Joachim Gnilka (1998a) afirma que, con esta experiencia, los discípulos asumen el compromiso de ser testigos de lo que sucedió en la cruz: Dios estaba cumpliendo su designio amoroso (Act 2, 23, Biblia de Jerusalén); estaba reconciliando consigo al mundo mediante el sacrificio de su hijo (Rm 5, 11; Col 1, 20, Biblia de Jerusalén), y se acerca a la humanidad de nuevo, brindándole su comunión divina en su hijo que entrega (Jn 3, 16, Biblia de Jerusalén), dándole de nuevo su espíritu por medio de su hijo.
Al respecto, vale la pena tener presente lo que enseña Juan Pablo II, en su encíclica Redemptor Hominis:
La cruz sobre el Calvario, por intermedio de la cual Jesucristo —Hombre, Hijo de María Virgen, hijo putativo de José de Nazaret— “deja” este mundo, es el mismo tiempo una nueva manifestación de la paternidad de Dios, el cual se aproxima de nuevo en Él a la humanidad, a todo hombre, dándole el tres veces santo “Espíritu de verdad”.
Con esta revelación del Padre y con la efusión del Espíritu Santo […] se explica el sentido de la cruz y de la muerte de Cristo. El Dios del universo se revela como Dios de la liberación, como Dios que es fiel a sí mismo (1 Ts 5, 24, Biblia de Jerusalén), fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación (Juan Pablo II, 1979, p. 10).
Para Walter Kasper (2002), con este conocimiento el círculo de discípulos, dispersos a causa de la muerte de su maestro, se va reuniendo y constituyendo la Iglesia que Él fundó para ser enviada a todas las naciones con la misión de llamar a la conversión y así acoger la salvación que brota de la cruz. Al verlo, lo adoraron, si bien algunos dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolos […], y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (p. 153). Vivid seguros que yo existiré con vosotros día tras día, incluso hasta el final del mundo (Mt 28, 17-20; Jn 3, 15; Mc 16, 15.16; Lc 24, 47; Act 2, 38-40).
Este nuevo comienzo solo puede hacerse perceptible desde el punto de vista teológico, es decir, desde el sentido espiritual de la palabra de Dios, interpretada por la primitiva comunidad cristiana, sin negar por supuesto, el sustrato histórico.
La contestación del Nuevo Testamento a la cuestión sobre el cimiento de la Iglesia y de su fe es indiscutible. Los discípulos transformados por esa experiencia se convierten en testigos (Act 2, 32, Biblia de Jerusalén): el crucificado está vivo y les ha enviado para anunciar esa buena noticia. Dios lo ha resucitado (2, 24; Ps 18, 6, Biblia de Jerusalén), y lo exaltó y “ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado” (Act 2, 33, Biblia de Jerusalén). Este testimonio es el fondo y esencia del mensaje neotestamentario. Así lo entendió san Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe” (1 Co 15, 14, Biblia de Jerusalén).
Este lenguaje despejado y concluyente no resultó fácil de hablar a los discípulos. Los evangelios y los Hechos de los apóstoles hablan de incredulidad inicial y de obstinación (Mc 16, 14), dudas (Mt 28, 17), burlas (Lc 24, 11), resignación (Lc 24, 21), miedo y pavor (Lc 24, 37; Jn 20, 24-29, Biblia de Jerusalén).
Transmisión del mensaje
El hecho de la resurrección no deja de ser difícil de transmitir, a pesar de la certidumbre incuestionable para los discípulos. Les era más fácil a ellos narrar lo concerniente a la muerte de su maestro que lo que es en sí mismo el hecho de la resurrección.
Becker (2007) indica que concierne saber o, por lo menos, acercarnos un poco al hecho de la transmisión del mensaje mismo de la resurrección. A diferencia de la tradición sobre la pasión de Jesús, en la cual los cuatro evangelistas a pesar de sus innegables diferencias de datos, en lo habitual siguen un proyecto concorde, los relatos y testimonios pascuales se diferencian notablemente.
Estos relatos son enseñados en dos trayectorias: primero, la que se formula a manera de un pregón, que con fuerza y osadía llega no solo a la mente del interlocutor, sino al corazón, lo que induce una toma de posición ante lo anunciado, y es necesariamente lo que se llama kerigma pascual, y, segundo, la que comúnmente se conoce como narraciones históricas o historias pascuales.
El kerigma pascual no es otra cosa que el anuncio o proclamación de que Jesús es el mesías crucificado, pero Dios lo ha resucitado y glorificado, y ofrece en Él la salvación a toda la humanidad, porque todo cuanto aconteció en Él fue el cumplimiento y realización del designio divino. Dios, con Jesús muerto y resucitado, estaba cumpliendo plenamente las promesas de las Sagradas Escrituras, y estaba también inaugurando y realizando la nueva y eterna alianza con la humanidad. La manera de expresar este contenido fue a través de formulaciones breves y concisas que las primeras comunidades cristianas empleaban para dar testimonio y confesar su fe32.
De origen litúrgico, es característica la antiquísima aclamación: “Verdaderamente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón” (Lc 24, 34, Biblia de Jerusalén). La principal y más conocida de estas fórmulas es la siguiente: “Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras y fue sepultado; al tercer día fue resucitado según las Escrituras y se apareció a Cefas y luego a los Doce” (1 Co 15, 3-5, Biblia de Jerusalén). El apóstol Pablo cita esta fórmula como expresión de la tradición que él encontró formulada. Es un texto muy antiguo del año 40, es decir, muy cercano al acontecimiento de la muerte y resurrección del Señor, y que probablemente se formuló en las comunidades cristianas de Antioquía.
Otras fórmulas resumidas de fe sobre el hecho pascual las encontramos en Hechos (10, 40 ss.) y Primera carta a Timoteo (3, 16), donde no se nombran testigos, sino que se habla en general de apariciones; en otras se habla no de apariciones, pero sí testifican la resurrección de Jesús y son empleadas como himnos. Es el caso de Romanos (1, 3 ss.) y Filipenses (2, 6-11), los cuales tienen también una intención catequética: “Pues si profesas con tu boca: Jesús es señor, y fundes en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás” (Rm 10, 9). Muchas confesiones de resurrección se aciertan en los primeros capítulos de los Hechos: “Dios ha resucitado a este Jesús, de lo que somos testigos todos nosotros” (2, 32).
Las historias pascuales se encuentran al final de los cuatro evangelios (Mc 16, 1-8, Biblia de Jerusalén). Asimismo, se narran entre ellas los relatos finales de Lucas y Juan sobre las comidas del Resucitado con sus discípulos y sobre la duda de Tomás (Lc 24, 13-43; Jn 20, 19-29; 21, Biblia de Jerusalén). En estos relatos se narran encuentroscon el Resucitado, en los cuales sin dificultad se pueden apreciar las diferencias con las fórmulas kerigmáticas; una de ellas es justamente el ser más espaciosas.
En las narraciones pascuales se habla del hallazgo del sepulcro vacío, que no se menciona en la otra tradición. Mientras que las tradiciones de encuentros con el Resucitado remiten a Galilea, los relatos sobre el sepulcro se sitúan en Jerusalén.
Las historias pascuales plantean problemas apurados. ¿Se trata de relatos históricos o son leyendas que expresan la fe pascual en forma de narraciones? Es decir, ¿son los relatos pascuales, sobre todo los referentes al sepulcro vacío, un producto de la imaginación o en verdad tiene un substrato histórico?
Las opiniones en esta cuestión son muy dispares. La más corriente es, sin duda, la que afirma que la fe pascual se originó con el sepulcro vacío, y que a este encuentro le siguieron el anuncio de los ángeles y, después, los encuentros con el Resucitado. Este es el parecer de Hans von Campenhausen (2001) con la ayuda de métodos históricos-críticos. A esto se contrapone la idea de que las narraciones pascuales son secundarias respecto del kerigma pascual, ya que perseguían fines apologéticos y tendían a presentar la realidad y corporeidad de la resurrección de una manera materialista, en contra de intentos reduccionistas espiritualistas.
La prueba de un núcleo histórico en los relatos sobre el sepulcro no tiene que ver en nada con que sea prueba de la resurrección. Auténticamente lo único que se puede llegar a demostrar es la probabilidad de que el sepulcro se encontró vacío: nada puede decirse desde el punto de vista histórico sobre el cómo se vació el sepulcro. Ya en el Nuevo Testamento encontramos diversas explicaciones (Mt 28, 11-15; Jn 20, 15, Biblia de Jerusalén). Se hace claro solo por la predicación que tiene su base en las apariciones. El sepulcro vacío no constituye para la fe prueba alguna, pero sí un signo.
Sin duda poseemos ante nosotros dos tradiciones distintas. Las dos parecen muy antiguas. No obstante, al principio fueron independientes, y, por su manera de presentar las cosas, Marcos fue el primero que las unió. Aquí el ángel remite a las mujeres; estas, a los discípulos y en especial a Pedro, para después iniciarse los diversos encuentros con el Resucitado en Galilea: “Os precede a Galilea; allí lo veréis como os dijo” (16, 7). Lucas pone las apariciones en Jerusalén (24, 36-49). En Juan, el entretejido es aún más profundo, pues, según él, el Resucitado se aparece junto al sepulcro a María Magdalena (2014-17). Además, narra apariciones de Jesús ante los apóstoles en Jerusalén (20, 19-23. 24-29). Aquí se han unido definitivamente ambas corrientes de la tradición.
Se concluye que los relatos sobre el sepulcro vacío han influido considerablemente en la piedad tradicional a la hora de elaborar las concepciones de la fe sobre la resurrección, y que el papel principal en su formulación lo determinó la confesión de fe que se dio en los encuentros con el resucitado y no las historias sobre el sepulcro vacío. Además, las tradiciones sobre el sepulcro vacío, a pesar de ser muy antiguas, se unieron con la de las apariciones, en Galilea, solo en un estado posterior (Von, Campenhausen, 2001).
La lámpara convenientemente dicha, la resurrección misma, nunca se narra o se describe de modo inmediato. No hay ni un solo testigo neotestamentario que afirme haber presenciado la resurrección. Este final solo se sobrepasa en los evangelios apócrifos tardíos. La realidad de la resurrección es inseparable de su testificación. Esto quiere decir que la resurrección no es un hecho que aconteció una vez y se acabó, un hecho cerrado, constatable del pasado, sino una realidad actual y que determina hoy a los testigos. Hechos históricos, en especial, el sepulcro vacío, pueden servir de indicio y signo a la fe, pero no son prueba de la resurrección.
Mucho más significativo es saber que tales “hechos” son, con todo, la prueba de credibilidad existencial que establece la fe de los testigos sobre la resurrección, que los llevó a un cambio de vida tan primordial, hasta llegar a dar sus vidas por causa de su confesión. Los testimonios de la resurrección hablan de un acontecimiento que trasciende el ámbito de lo histórico constatable. Constituyen un problema límite exegético-histórico La respuesta a la cuestión sobre en qué modo esto es posible depende de presupuestos hermenéuticos fundamentales.
Maurizio Gronchi (2008) muestra que la:
Teologia classica testimonia che non si è fermata l’ermeneutica di discussione sulla testimonianza della risurrezione. Si stabilì ripetere che testimonianza di fede, senza andare al di là dei dati, senza interpretazione o aggiornati. Ciò ha contribuito a spostare la fede nella risurrezione di Cristo dalla sua posizione centrale e fondamentale, così come presentati dal Nuovo Testamento. Diversamente l’Incarnazione e la Passione, la Risurrezione mai formato un sistema di Cristologia servito circa meravigliosa conferma della fede nella divinità di Cristo e il significato redentivo del sacrificio della croce (p. 128).
Este escenario cambió absolutamente solo con la aparición de la teología crítica moderna. En esta los puntos de vista histórico-exegéticos estuvieron influenciados según los casos por supuestos científicos, filosóficos y hermenéuticos. El sentir de la apologética eclesiástica fue haber aceptado casi sin firmeza este modo de plantear la cuestión. Esto no influyó en la escasez de miras a la problemática; dio una respuesta diferente a la cuestión ofertada. La apologética pudo, sin duda, descubrir que todas las hipótesis mencionadas que pretendían explicar la fe pascual, de hecho, no la podían expresar y que no eran innegables ni desde el punto de vista histórico-exegético, ni psicológico, ni en otro aspecto. Ciertamente se intentó experimentar que la resurrección era un hecho históriCo Es decir, se insistió en el hecho del sepulcro vacío. Se trasladó la discusión sobre la resurrección hacia una cuestión periférica y marginal, porque la fe pascual no es sobresalientemente fe en el sepulcro vacío, sino en el Señor exaltado y viviente.
Como observamos, las justificaciones han ido cambiando mucho al correr de los años. Pero una cosa es común a todas: la pregunta por la resurrección la diseña es sobre el hecho en el sentido estricto que hemos descrito. La Pascua no es un hecho que se pueda aducir como prueba para la fe; es también objeto de fe. La resurrección como tal no es constatable auténticamente; lo es la fe en ella que tenían los primeros testigos y, en cierto sentido, lo es también el sepulcro vacío. El hecho del sepulcro vacío es ambiguo. El sepulcro vacío es solo un signo en el camino hacia la fe y un signo para el que cree (Kasper, 1994).
Fundamentos teológicos
Juan Pablo II (1998) sugiere que:
Los primeros testigos de la resurrección, apoyan su testimonio en el sepulcro vacío, aunque no por sí mismo una prueba directa […] fue el primer paso hacia el reconocimiento del ‘hecho’ de la resurrección como una verdad que no podía ser refutada […] las mujeres llevaron el anuncio de la resurrección, de la que el ‘sepulcro vacío’ con la piedra corrida fue el primer signo; y en las apariciones del resucitado (pp. 408-410).
En el texto, continúa el sumo pontífice aludiendo que, en relación a las apariciones, para las mujeres y para los apóstoles el camino abierto por el “signo” se concluye mediante el encuentro con el Resucitado. Entonces la percepción aún tímida e incierta se convierte en convicción y, más todavía, en fe en aquel que “ha resucitado verdaderamente” (Mt 28, 9, Biblia de Jerusalén). Si nos centramos en la formulación más antigua sobre la fe en la resurrección, encontramos que el apóstol Pablo da testimonio de su encuentro con el Resucitado, unido al de Pedro, al de los doce y a otros más, subrayando detrás de su narración el evento de la resurrección como fundamento y esencia de la vida cristiana (1 Co 15, 3-5, Biblia de Jerusalén).
El encuentro con el Resucitado reviste a sus testigos de cierta autoridad que los involucra en la misión de llevar la buena noticia, tanto a los judíos como a los paganos, es decir, a todas las naciones, para invitarlos a hacerse partícipes de la vida nueva que brota del Resucitado. En este sentido, Pedro conquista un lugar notorio en los testimonios de Pascua (Lc 24, 34; Mc 16, 7; Jn 21, 15-19, Biblia de Jerusalén). Se convierte en el testigo primigenio de la resurrección. Tiene un Primatus Fidei por razón del cual es Centrum Unitatis de la Iglesia. Es atrayente, por cierto, que paralelamente con Pedro y los doce se nombre dos versículos después a Santiago y a los otros apóstoles. Siguiendo a von Harnack, se ha interpretado que (1 Co 15, 3-7, Biblia de Jerusalén) muestra la historia de la situación de mando en la comunidad de Jerusalén.
El poder principal eran los doce, con su portavoz Pedro; luego fue Santiago quien ejerció la dirección. De esto se concluye que el recuento de apariciones del Resucitado tiene la intención de legitimar a ciertas autoridades de la Iglesia. Estas son fórmulas de legitimación. Puede ser seguro y significativo. Las apariciones cimentan el apostolado, incluyendo siempre la inspiración de la misión. Se entra solo en relación con la verdad y la realidad de la Pascua a través del testimonio de los apóstoles.
La fe en Cristo es verdad de prueba, cuya ley primordial la expresa con exactitud el siguiente pasaje: “¿Cómo van a creer sin haber oído? ¿Y cómo van a oír sin nadie que predique? ¿Pero cómo va a predicar alguien, si no es enviado? [...]. De modo que la fe viene del oír” (Rm 10, 14-15.17, Biblia de Jerusalén).
El asunto es justamente si se puede desvincular el motivo de las misiones, pues sí es lícito aclarar las apariciones pascuales de modo solo práctico y sí se puede contrastar esta interpretación práctica concerniente a la persona de Cristo. Esta repuesta exige una detallada investigación sobre la terminología del Nuevo Testamento. El término clave es tanto en (1 Co 15, 3-8, Biblia de Jerusalén) como en (Lc 24, 34) ὤφθη (Act 9, 17; 13, 31; 26, 16, Biblia de Jerusalén).
El ὤφθη puede traducirse de tres modales:
- En pasiva, se interpreta como “fue visto”; la actividad es de los discípulos.
- En pasiva refleja, la expresión es un circunloquio de la acción de Dios: “fue mostrado”, “fue revelado”. La actividad es de Dios.
- Se interpreta también como medio: “se dejó ver”, “apareció”. La acción es de Cristo.
Solo son admisibles la segunda y tercera lecturas, pues este término es ya en el Antiguo Testamento un concepto fijo para distinguir las teofanías (12, 7; 17, 1; 18, 1; 26, 2). Las apariciones del Resucitado se ostentan de manera unánime al modo teofánico, pero, según el Nuevo Testamento, se trata de revelaciones en las que Dios camina de por medio. De ahí que el Nuevo Testamento hable de que Dios reveló al Resucitado (Act 10, 40, Biblia de Jerusalén).
Es Willi Marxsen (1974) el que más se aproxima a las explicaciones de las apariciones del Resucitado. Habla de una experiencia de visión. Se apoya en Gálatas (1, 15 ss.) y 1 Corintios (9, 1). Este autor afirma que nunca se dice que se haya visto al Resucitado, sino que se ha visto a Jesús como señor, como hijo. Es decir, que no se puede partir de las apariciones del Resucitado, sino de una experiencia de visión, que, a manera de solución, se interpreta echando mano del concepto de “resurrección”. La resurrección de Jesús es, por tanto, la definición del hecho de la visión.
Frente a esta teoría hay no solo asentados problemas hermenéuticos, sino también histórico-exegéticos. La razón es que exegéticamente se puede indicar que en Gálatas (1, 15 ss.) no se habla de ver, sino de la revelación del Exaltado; 1 Co (9, 1) habla de ver a Jesús como Kyrios. De acuerdo con esto, la fórmula wjqh no aparece nunca sola, sino siempre en relación con la de hgerqh o también eghgertai: “ha sido resucitado”.
No está bien arrancar el wjqh de este contexto y hacerlo origen de una teoría. Por lo tanto, hay que partir del siguiente antecedente: los discípulos vieron al señor resucitado. ¿Pero qué significa esto?
De Gálatas (1, 12.16) se concluye cómo hay que concebir esto en concreto. El apóstol habla con la terminología apocalíptica de la apokaluyiV Ihsou Cristou. Por tanto, las apariciones del Resucitado representan sucesos escatológicos, esto es, la anticipación de la desvelación escatológica definitiva, que solo Dios puede llevar a cabo. Por eso se dice en Gálatas (1, 15 ss.): “Dios decidió revelar en mí a su hijo”. Por otro lado, en 2 Co (4, 6) se afirma: “Dios que dijo: De las tinieblas salga la luz, en quien la ha hecho brillar en nuestros corazones, para que estemos iluminados para conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo”. Esto significa lo siguiente:
Dios es quien revela y lo que revela es su propia gloria. Pero la revela en el rostro de Jesucristo. Por tanto “se ve” en la doxa de Dios al Crucificado anteriormente, es decir, se contempla la doxa de Dios como glorificación del Crucificado. Lo que sale al encuentro a los testigos es la gloria de Dios, su ser de Dios, que se manifiesta precisamente en que Dios se identifica con el Crucificado y lo resucita de la muerte a la vida (Kasper, 1994, p. 172).
Según Walter Kasper, en los evangelios descubrimos un análisis de las apariciones con resultado parecido. El Resucitado sale al encuentro congratulando y bendiciendo; llamando, hablando y enseñando; instruyendo y enviando, y fundando una nueva comunidad. Al principio los discípulos protestaron con ofuscación, miedo, desconocimiento, duda, incredulidad; lo primero que el Resucitado tiene que hacer es imponerse. A esta imposición por la fe se añade el impulso del envío y la autorización. La mejor autorización de ambos aspectos se localiza en Mateo (28, 16-20, Biblia de Jerusalén).
Fe en Jesucristo resucitado: experiencia pascual
Faith in the Risen Jesus Christ: Paschal Experience
Los discípulos de Cristo son los que viven la fe en Jesucristo resucitado como una experiencia pascual, convirtiéndola en la cotidianidad de la vida. A partir de los textos bíblicos descubrimos dos clases de discípulos: los que conocían a Jesús en el espacio de su vida, antes de su muerte y después lo confesaron como vivo; y los otros que le conocemos por el testimonio apostólico y vivimos la experiencia de la Pascua en el ámbito de la comunidad eclesial (Vorgrimler, 2004).
En la fe descubrimos que la resurrección es la obediencia perfecta de la salvación de Jesús en la cruz por nosotros. Esta se abre al don del espíritu, que llega a hacerla activa en todos los que la acogen. La confesión de la resurrección es precisa para una justa comprensión del cómo de la salvación.
Indudablemente, la cruz y la resurrección no son salvíficas más que la una en la otra y la una por la otra. La cruz es ya la del Resucitado, y la resurrección será siempre la de un hombre crucificado (Mt 28, 5-7, Biblia de Jerusalén). Sin la resurrección, la cruz, a pesar de toda su dignidad, seguirá estando marcada de una ambigüedad primordial; sin la cruz, la resurrección se reduciría a ser una representación mágica, indigna de toda credibilidad.
Dunn-James (2009) esclarece que la resurrección, por su misma naturaleza, se escapa de toda narración, ya que se dispersa de nuestra atracción y de nuestra reflexión. Hubo testigos oculares de la pasión y de la muerte de Jesús, pero no hay ninguno del acto de la resurrección. Lo que es objeto del relato son los diversos anuncios de la resurrección, las experiencias de los que reconocieron a Jesús en la fe y se hicieron así testigos del Resucitado. El mensaje de la fe en Jesucristo es, así:
Los discípulos de Jesús comenzaron su predicación anunciando este hecho indiscutible: Jesús de Nazaret, quien fue clavado en una cruz y sepultado resucitó. Todo su mensaje giró en torno de esta noticia; hoy la Iglesia igualmente concentra todo su compromiso apostólico en Jesús resucitado. A partir de esta verdad, se realiza la evangelización, hace dos mil años y hasta nuestros días (p. 951).
La resurrección de Jesucristo es el suceso más significativo de toda la historia de la salvación. Es un proyecto fundante —en Él está instaurada nuestra fe— y fundamental —sin resurrección sería paradójica, y no poseería razón de ser nuestra fe—. De no haber no resucitado Cristo, la Iglesia no sería la que comunicara ninguna buena noticia de salvación. San Pablo lo testifica rotundamente: ‘‘Si Cristo no fue resucitado, nuestra predicación ya no contiene nada ni queda nada de lo que creen ustedes […]. Y […] ustedes no pueden esperar nada de su fe […]. Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos […]’’ (1 Co 15, 14; 17; 20, Biblia de Jerusalén). La resurrección de Jesucristo es una realidad, a la que de ningún modo hemos de dimitir si nos llamamos creyentes.
Significado de la experiencia pascual
Para narrar justamente el acontecimiento de la resurrección de Jesucristo, hemos expuesto a grandes rasgos lo que significa la experiencia pascual en el sentido del Nuevo Testamento.
La significación no se puede apartar del acontecimiento. Esto pasa más cuanto que esto acontece en su significación. Se puede decir también que en su surgir ocurre conjuntamente su significación.
Empero el concepto “significación” se presta quizás generalmente a un error, porque suena demasiado subjetivo. Pensamos que tenemos que hablar aún del efecto de este acontecimiento, en el cual hay que tomar la palabra ‘efecto’ en un sentido denso, como aquello que se produce en, con y bajo el acontecimiento, no solo lo que es su resultado, sino aquello que el acontecimiento ofrece en su acontecer.
Con esto consideramos, en primer lugar, lo que se desprende de la resurrección de Jesús para Él mismo, a saber, el desvelarse y el cumplirse de su persona como el Cristo y Kyrios, como dice la fórmula de (Act 2, 36, Biblia de Jerusalén), la aclamación de (Rm 10, 9, Biblia de Jerusalén) o el himno a Cristo (Flp 2, 11, Biblia de Jerusalén), aunque junto con esto se manifiesta el cumplirse y el desvelarse de su palabra y la obra de su camino. Él y ellas salen ahora de su doxa, en el poder y la ‘autoridad’ de su divina realidad. Así están escritos también los evangelios, a partir de la resurrección, esto es, a su luz, y cada uno, según su concepción, dejan ver en el camino terreno hacia la cruz y, en sus palabras y obras, a aquel Jesús, que es el resucitado y exaltado.
Hans Conzelmann (1998) ha hecho notar sobre esto que “el credo con sus posibilidades internas de su desenvolvimiento” es el principio formal de los evangelios sinópticos (p. 188).
Sin embargo, “credo” quiere expresar: Jesucristo ha muerto y resucitado. Esto se irradia, por ejemplo, plenamente en el evangelio de Marcos. Si alguien quiere entenderlo correctamente, tiene que leer el suceso de Jesús a partir de su final, esto es, a partir de su resurrección, la cual según Marcos no toca al evangelio, sino que le sirve de base. Entonces se desvelan palabras y signos de Jesús, su camino y su persona en su verdad. El credo como principio formal se refleja también en cada parte del evangelio por separado, por ejemplo, en su mitad, que es también su peripecia, en los capítulos 8 y 9, en os cuales se suceden la confesión de Pedro —el anuncio de la Pasión— y la transfiguración.
Naturalmente, se puede pensar, sobre todo en este contexto en el evangelio de Juan, que está relatada no solo mirando hacia el final y partiendo del final, la glorificación de Jesús, sino que deja experimentar ya continuamente al Resucitado en la persona y el actuar del terrestre que está presente. A la clave para su comprensión se alude expresamente aquí: “Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que era eso lo que quiso decir (el dicho sobre el templo), y creyeron en la Escritura y las palabras que había dicho Jesús” (Jn 2, 22, Biblia de Jerusalén). Ellos se acordaron en el sentido del evangelio, porque el Espíritu les recordó, se acordaron tal como el Espíritu lo hizo, y Jesús se les dio en el Espíritu para recordar (Jn 14, 26, Biblia de Jerusalén).
La experiencia pascual de los apóstoles
Vemos, de nuevo, en las sencillas narraciones de la aparición en los evangelios, cómo los discípulos son subyugados por la presentación del Resucitado, quien se manifiesta como tal a través de saludos y llamadas, del don de su proximidad y de la comunidad para confesarlo y creer —empero, esto es aquí una misma cosa—. La fe, y con esta la entrega-de-sí-mismo al Resucitado en cuanto tal, es el don prevalente de la aparición del Resucitado de entre los muertos. Esto no quiere decir que el aparecer de Jesús y el venir a la fe de aquel al que le sucedió la aparición sea una misma cosa.
La experiencia pascual de los discípulos se suscita, según nuestros textos, antes de la aparición de Jesús, y en cuanto tal se abre al aparecido. Entonces esta es provocada también ulteriormente por el Resucitado presente, según la palabra de los testigos. La no convertibilidad y la no reducción de aparición de la resurrección —kerigma— a la fe la dejan reconocer claramente dos frases del apóstol Pablo: primero, “si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe” (1 Co 15, 14, Biblia de Jerusalén Luego: “si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana” (1 Co 15, 17, Biblia de Jerusalén).
Esta fe que se proporciona al Resucitado y a la palabra de su aparición, y, con esto, a la vida que se manifiesta en Él, se eleva a esperanza cuando esta ha visto también resplandecer en el Resucitado el futuro manifiesto. A esto remite de diversas maneras la Primera Carta de Pedro (1, 3; 1, 21; 3, 15, Biblia de Jerusalén); además lo hace la Carta a los Colosenses (1, 5; 23-27, Biblia de Jerusalén). Claro que esta se hace de manera más implícita, como es costumbre en san Pablo (Studer, 1993, p. 345).
Empero, la fe se manifiesta también en el amor como fundamento y en la libertad por su esperanza cierta (Ga 5, 5; 1 Jn, Biblia de Jerusalén). Sin embargo, el ágape encierra muchas maneras de esa vida manifiesta: humildad, paciencia, sobriedad, vigilancia y otras más, sobre las que no podemos hablar ahora.
Solo mencionaremos aún un fruto de la resurrección de Jesucristo y de la vida manifiesta en Él, el gozo. “Los discípulos se alegraron de ver al Señor” (Jn 20, 20, Biblia de Jerusalén). Este gozo se enciende siempre de nuevo donde se aproxima el Resucitado en el Espíritu: “También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os podrá quitar vuestra alegría. Aquel día no me preguntaréis nada” (Jn 16, 22 ss., Biblia de Jerusalén).
Es esta alegría sin dudas la que despierta la llegada del Resucitado. También según el apóstol Pablo va a la par proximidad del Señor resucitado y exaltado con esta alegría (Flp 2, 18; 3, 1; 4, 4, Biblia de Jerusalén). Ella se difunde en una ausencia de inquietud y en la benignidad para con todos los hombres (Flp 4, 4s., Biblia de Jerusalén). Y ella se enciende también en la Cena del Señor por la agalliasiV, el júbilo escatológico de la comunidad reunida, que anticipa ahora ya el júbilo de la plenitud final (Act 2, 46; 1 Pe 1, 6-8; 4, 13, Biblia de Jerusalén).
La vida que se manifiesta en el Resucitado le exige también a cada uno que se le entregue a Él en la fe. La paráclesis es la llamada indispensable, indicativa, suplicante, conminativa, conjurante, exhortativa, de la misericordia de Dios (Rm 12, 1, Biblia de Jerusalén) a aceptar dócilmente en palabras y hechos una vida justificada y salvada por la obra de salvación de Dios en Jesucristo. Esta se funda últimamente en el hecho de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos. Pertenece a aquel que ha sido resucitado de entre los muertos; esto quiere decir que se debe dar a Dios fruto en palabras y obras. “Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6, 4, Biblia de Jerusalén).
Nuestra vida está oculta y salva en la muerte con Cristo en Dios, lo que quiere decir que nosotros debemos buscar esta y desechar la vida egoísta de aquí (Col 3, 1 ss., Biblia de Jerusalén). San Pablo se sabe solicitado por la participación en la pasión de Cristo, del Resucitado, a profundizar en la fe hacia la resurrección:
Para ganar a Cristo […] y conocerle a Él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a Él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos […] (Flp 3, 8 ss., Biblia de Jerusalén).
Así, por la resurrección de Jesucristo, Él mismo ha salido a la luz de su ser íntimo, y, sobre todo, la cruz se ha manifestado en su gloria. En virtud de la resurrección de Jesucristo los poderes del mundo juntamente con su naturaleza de muerte han sido quebrantados; por el acontecimiento de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, el perdón, la reconciliación, la justificación y la santificación han despuntado desde la cruz y se ha abierto la verdadera vida, la que no puede matar ninguna muerte más. La aparición del resucitado, y por su presencia en el kerigma, ha levantado la confianza y encendido la esperanza, que se abandonan a su exaltación y a la hondura de su futuro, manifiestan su proximidad y su perspectiva en el amor y la paciencia, las ensalzan en gozo jubiloso. Así, se hace inteligible finalmente el que nuestros textos reconozcan en esto el cumplimiento misterioso de las promesas de Dios a Israel. Esto sucedió “según las Escrituras” (Rm 1, 2 ss., Biblia de Jerusalén).
Las Escrituras atestiguan esto (Rm 3, 21, Biblia de Jerusalén). Esto vale sobre todo para la obra lucana de la significación, que usa frecuentemente en tales contextos los salmos mesiánicos 2 y 110. David “era profeta […] vio a lo lejos y habló de la resurrección de Cristo” (Act 2:30 ss., Biblia de Jerusalén). El Resucitado explica las Escrituras y, según estas, su muerte y su resurrección de entre los muertos (Lc 24, 25 ss.). En el encuentro con el Resucitado se desvela todo el sentido de la Escritura. Sin embargo, su sentido central es la resurrección de Jesucristo, el Crucificado, como los Hechos de los Apóstoles atestigua continuamente (Act 17, 3; 26, 22 ss.; 28, 23, Biblia de Jerusalén).
¡Él vive: ¡Ha resucitado!
En una de las Catequesis de Juan Pablo II, el 3 de julio de 1996, al hablar de la fe de la virgen María, dijo “que es verdad que las mujeres en la fe preceden a los hombres”. Aquí se les rinde un homenaje. Son las mujeres las que están en el origen de la larga cadena de testigos que pronunciaran en el gozo de la fe el mensaje pascual: ¡ha resucitado! ¡Sí, ha resucitado de veras!
La resurrección de Cristo es el sacramento de la nuestra resurrección: es su signo y su realidad, puesto que hemos resucitado con Él; es su promesa mantenida. Con Él se inaugura lo que será manifiesto en todos; es su causa, ya que es su signo, puesto que nos asimila a su propia vida. La resurrección recapitula así, en sí misma, toda la realidad de la salvación que Dios quiere dar al hombre. Es verdad: ¡ha resucitado! ¡Él vive!
El mensaje bíblico “¡Él vive! ¡Ha resucitado!”, en las apariciones del Señor, fue el culmen verdadero de la vaguedad del sepulcro vacío y suministró principio a la exclamación de fe de los apóstoles: ¡en verdad, Él ha resucitado!
Las fórmulas más antiguas sobre las apariciones (1 Co 15, 3-5; Act 2, 32; 3, 15; 4, 10; 5, 32, Biblia de Jerusalén) muestran, por su explicación precisa e imparcial, que estas apariciones no fueron visiones subjetivas, sino hechos objetivos que se podían afirmar con toda seguridad. Hay que ser claros al afirmar y reconocer la naturaleza única e irrepetible de las apariciones pascuales.
La resurrección llegó y modificó tanto la historia como la vida de los discípulos en los encuentros o experiencias con el Resucitado. Transfiguró absolutamente la existencia de los primeros discípulos, condujo a la formación de la Iglesia cristiana y provocó un cambio en nuestra comprensión de la historia y del mundo. Es más, estas apariciones no se identifican con la resurrección de Jesucristo; son consecuencia y testimonio de esta. Los discípulos no pueden disponer de la presencia corporal de Jesús: aparece y desaparece inesperadamente, sin que se pueda saber a dónde va ni de dónde viene. No le puede ver quien quiere ni cuando quiere. No es visible, si Él mismo no se hace visible (Ratzinger, 2011).
Jesús, por tanto, se deja ver, pero no se puede disponer de Él. Esto es un signo de que la resurrección de Jesucristo no es como la de Lázaro; es una resurrección que le devuelve su cuerpo a una situación de glorificación. El cuerpo de Cristo resucitado es de suyo visible, aunque por especial condescendencia suya y con el fin de fundamentar la fe de los suyos, lo deja ver en fijos instantes y situaciones. Jesús no tiene necesidad de esconderse después de su aparición. Su cuerpo vuelve al estado de invisibilidad, propio de la glorificación celeste, en el momento en que deja de manifestarse de una forma visible.
Después del mensaje bíblico pascual “¡Él vive: ¡Ha resucitado!” y reconociendo la información de que disponemos acerca de las apariciones pascuales de Cristo, quedamos ahora en disposición de reducir nuestros hallazgos y de preguntar lo que significan para nuestro conocimiento de la resurrección de Cristo crucificado.
Thorwald Lorenzen (1999) investiga sobre la experiencia pascual de los discípulos de Jesús, bastante abierta y la sintetiza en seis puntos esenciales:
- Decimos con certeza razonable que María Magdalena, Pedro, Pablo y posiblemente otros entre los primeros cristianos (1 Cor 15, 5-7, Biblia de Jerusalén) tuvieron encuentros sorprendentes e inesperados con Jesucristo tras la muerte de este, que les llevaron a la convicción de que Dios lo había resucitado de entre los muertos.
- Los encuentros con Cristo resucitado fueron reales. No se pueden reducir a visiones, sueños o éxtasis subjetivos originados en el marco de la propensión psicológica o el razonamiento teológico de los discípulos. No se pueden explicar debidamente como afirmaciones intelectuales de verdades religiosas, a partir de conversiones religiosas interiores. Tampoco se contaron para autenticar los papeles de liderazgo de Pedro, Pablo, Santiago y los apóstoles. Esos encuentros se produjeron por iniciativa de Dios. Solo se pueden entender como actos de Dios acontecidos a esas personas y, solo de ese modo, también en estas.
- Estos encuentros, por tanto, también legitimaron y autenticaron ciertas funciones de liderazgo y autoridad espiritual dentro de la Iglesia primitiva: sabemos que fue así el caso de Pedro, Santiago, Pablo, los doce y los apóstoles.
- No todos los que tomaron parte en los encuentros eran creyentes antes de que Cristo se les apareciera: no lo eran, por ejemplo, Pablo ni Santiago. La fe en Jesucristo no era, por tanto, un presupuesto necesario para las apariciones. Sin embargo, todos los que participaron en las apariciones salieron de ellas como creyentes. Así la fe se debe considerar un ingrediente necesario para la correcta comprensión y asimilación de la resurrección de Jesucristo. Por tanto, no hubo testigos neutrales, no afectados.
La resurrección de Jesucristo apunta a la fe. Acordamos oponernos a explicaciones que, por un lado, intentan entender la resurrección al margen de la fe y, por otro, tienden a reducir la resurrección a la fe. La resurrección de Jesús es un acontecimiento objetivo, pero no objetivable. - Históricamente, podemos decir que los discípulos declaran haber experimentado —visto y oído— una realidad personal que reconocieron como Jesucristo. Pero tal declaración —aun cuando fuera aceptada como prueba histórica— no es todavía una verificación de la resurrección de Jesús. La resurrección de Jesús apunta a la creación de la fe, y a la liberación y salvación del mundo. Para nosotros los seres humanos, esto significa que la fe y la obediencia de los creyentes debe llegar a formar parte de la verificación de la resurrección. Puesto que la fe se hace visible en el amor (Ga 5, 6), esto significa, de hecho, que nuestras obras, nuestra existencia toda, se convierte en parte de la verificación de la resurrección de Jesucristo.
- Dicho contenido viene dado y determinado por aquel que murió en la cruz y fue resucitado de entre los muertos.
Concluimos que en los encuentros-apariciones los discípulos reconocieron como Jesucristo a aquel que se apareció. Esto condujo a la convicción y confesión de que Dios había resucitado a Jesús de entre los muertos (Lorenzen, 1999).
La esperanza de la fe en el Resucitado
Al hablar sobre la esperanza de la fe en el Resucitado, Dunn-James (1985) enuncia que:
The resurrection is the hope of the faith and the cornerstone of Christianity. It is the foundation of the gospel. It is the guarantee of heaven. The message of Scripture is that death does not end with one’s existence, that every human being who ever lived, always lives forever, either in hell or heaven, or in eternal death or eternal life, either eternal suffering or eternal joy. One does not live as a disembodied spirit, but each person will live forever in bodily form (p. 238).
Somos creyentes porque creemos en la esperanza de la fe: la resurrección. Así formulaba Tertuliano (siglo III), y con él la mayoría de los primitivos escritores cristianos: “somos creyentes por esta fe”. “Todo está perdido y todo cae, si Cristo no ha resucitado ¡Todo depende de la resurrección de Cristo!”, exclamaba san Juan Crisóstomo. “Todo lo que creemos es por la fe en nuestra resurrección” (Nicetas de Remesiana). “El último artículo sobre la resurrección de la carne comprende —en su lacónica brevedad— la suma de toda perfección” (Rufino de Aquileia). “Quitada nuestra fe en la resurrección, cae toda la doctrina cristiana” (san Agustín). “Es el compendio de nuestra fe [...] siendo manifiesto que por eso solamente nació Cristo” (san Máximo de Turín). “Esta fe nos distingue de los paganos” (san Quodvultdeus). Por último, san Pedro Crisologo, “Quien en ella no cree, tampoco tiene fe en lo precedente”33.
Romano Penna (1999) afirma que la resurrección de Jesús es esa garantía para nosotros por la que no somos enviados a la condenación eterna, pero sí resucitados a la vida eterna. La resurrección corporal de Jesucristo de la muerte y la tumba son una promesa a todos los que creen en Él. Esta también será manifestada en forma corporal para entrar en la eterna bienaventuranza y la alegría del cielo de los cielos en la presencia de Dios eternamente, sirviéndole, adorándole y siendo completamente satisfechos (p. 195).
No es considerado intentar que entre los discípulos hubiera tal expectativa de la resurrección, que las apariciones fueron, de alguna manera, una proyección de sus deseos y esperanzas. No hay una verdadera fe en la resurrección anterior a los encuentros con el resucitado. No hay una fe creadora del encuentro con el resucitado.
Al contrario, después de la crucifixión, solo quedaba esperar el fracaso total, el derrumbe moral de los discípulos, no había expectativas de triunfo y, por tanto, la fe en la resurrección solo se comprende como fruto del inesperado del encuentro con Jesús resucitado. No se explica la fe de los discípulos sin recurrir a una experiencia de encuentro con Jesús posterior a la cruz. No son las convicciones cristológicas de los discípulos las que crean, proyectan o producen las apariciones; al contrario, la experiencia descrita por las apariciones es el fundamento de las convicciones cristológicas. Se trata de una experiencia religiosa creativa, en el sentido de que provoca algo nuevo, no esperado y sin precedentes.
En la recapitulación revelamos que la visión del resucitado no es fruto de la cristología, sino que esta es fruto de la visión de Jesús resucitado. Una experiencia mística de este tipo hace comprensible el rapidísimo desarrollo de la cristología primitiva. No será necesario esperar décadas para alcanzar los elementos esenciales de una cristología, como pensaba la Escuela de Historia de las Religiones; en realidad, bastarán pocos años para que los puntos centrales de la fe cristológica queden establecidos.
La resurrección no es una creación psicológica de los discípulos, sino un acontecimiento concreto que, antes aún de interesar a sus discípulos, atañe esencialmente a Jesús y a la entrada en la vida eterna de su cuerpo mortal. Tal suceso fue considerado por la primitiva comunidad cristiana un hecho real, no demostrable sensiblemente, pero sí mostrable por la transformación de las personas y comunidades que acogían la buena noticia y confirmaban que el crucificado está vivo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón” (Lc 24, 34, Biblia de Jerusalén). Esto significa que fue el encuentro con Jesús resucitado el que provocó en los discípulos la fe en la resurrección, y no viceversa34.
Wolfhart Pannenberg (1977) especifica que la resurrección no fue el resultado, sino la causa de la fe de los discípulos. Esta es la creencia de la expresión cristiana y que descubre su punto de apoyo en el acontecimiento de la resurrección de Jesús crucificado. Si este punto resiste, lo hace la fe; si cae la resurrección, todo resulta superfluo (p. 235).
La primera afirmación de la resurrección es el texto del apóstol Pablo: “Así pues, os he transmitido ante todo lo que yo mismo recibí: o sea, que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras y que se apareció a Cefas” (1 Co 15, 3-5, Biblia de Jerusalén). Descubrimos la profesión de fe más pretérita se acerca a los años 35-40, y establece una de las pruebas más antiguas.
Jürgen Moltmann (2004) describe que la experiencia del encuentro con Jesús resucitado debió ser tan elocuente, fuerte y persistente como para cimentar los efectos que podemos observar auténticamente, y, a su vez, requirió la libre aceptación por parte del creyente. Ni una alucinación, ni una autosugestión, ni la asociación con un héroe grecorromano, ni mucho menos un engaño son capaces de sustentar un cambio tan radical y persistente como el que se observa en la primera comunidad cristiana, y, por otra parte, una mera constatación de un hecho externo no deja espacio a la decisión libre que exige la fe en el resucitado (p. 237).
Los hechos que siguen a la muerte de Jesús se explican mejor atendiendo a lo inesperado que ocurrió en el curso de la historia de la primera comunidad. En sentido preciso, no hay testigos de la resurrección, pero sí del Resucitado. Así, nuestro acceso a la resurrección estará siempre mediado por la fe de la comunidad, que se apoya en los testigos. Luego, la fe en la resurrección será siempre eclesial, es decir, depende de la primitiva comunidad cristiana.
Encuentro con Cristo en los sacramentos
Los encuentros sacramentales son los signos esenciales de la fe, porque se refieren a Jesucristo como el gran Sacramento y a la Iglesia como sacramento de Cristo, y porque acrecientan la fe, la esperanza y el amor de la comunidad que se siente en comunión solidaria con Dios y con los hermanos.
Al celebrar los sacramentos como signos salvíficos de la presencia de Dios, Jesucristo crucificado y glorificado sale al encuentro de los hombres y de las mujeres por medio de la Iglesia a ofrecer su vida. Cristo resucitado se presenta ante sus apóstoles que estaban congregados en una casa a puertas cerradas, les desea la paz y les comunica el Espíritu Santo, para que ellos continúen su misión en el mundo. Esto quiere decir que Jesús cumple su promesa, dando su Espíritu para estar en medio de ellos y por ellos en su Iglesia, y, a través de esta, en el mundo35.
Juan Pablo II (1986) lo enseña así:
[…] este anuncio ha tenido ya su primera realización la tarde del día de Pascua y luego durante la celebración de Pentecostés en Jerusalén, y que desde entonces se verifica en la historia de la humanidad a través de la Iglesia. Con la venida del Espíritu Santo a la Iglesia, por medio de ella y por obra de este Espíritu, a los hombres se le comunica la gracia de Cristo por medio de los sacramentos […]. Por obra del Espíritu Santo, Cristo que se ha ido, venga ahora y siempre de un modo nuevo. Este nuevo regreso de Cristo por obra del Espíritu Santo y su constante presencia y acción en la vida espiritual, se realizan en la realidad sacramental. En ella Cristo, que se ha ido en su humanidad visible, viene, está presente y actúa en la Iglesia de una manera tan íntima que la constituye como Cuerpo suyo. En cuanto tal, la Iglesia vive, actúa y crece “hasta el fin del mundo”. Todo esto acontece por obra del Espíritu Santo (n.º 61).
Jesús resucitado vive con su Espíritu en la historia de los hombres y ,principalmente, en su Iglesia. Él está con nosotros. Hoy, por medio de su Iglesia, continúa salvando, pronunciando palabras de perdón, curando, alimentando el corazón de todos los creyentes el fuego de una fiesta que arde sin apagarse.
Cristo reveló sacramentalmente la voluntad salvadora del Padre; sus palabras y acciones han sido salvíficas, pues Él es la plenitud de la revelación de Dios. Al haber resucitado de la muerte, sigue encontrándose sacramentalmente con los que con fe y esperanza acuden a Él, en la comunidad eclesial (Baena, 2011).
El hebdomadario sacramental se sitúa en las experiencias más significativas por las que transita la persona en lo dilatado de su vida. La celebración de los sacramentos se sitúa en el tejido secular en que viven las comunidades cristianas: los gozos y las tensiones de la existencia; la ambigüedad; los conflictos; las inquietudes y anhelos de los que celebran, y las injusticias de nuestro mundo. Como lo muestra Gerard Fourez (1983):
Para lograr este entronque de las celebraciones y la vida de las personas no es suficiente la sucesión biológica-natural de los sacramentos, sino situar los sacramentos en las experiencias fundamentales donde la existencia se abre a la trascendencia y se juega el sentido de la vida y el futuro de la humanidad (p. 58).
El sacramento es un modo de pensar la realidad de forma simbólica. La vida humana tiene estructura sacramental, pues se despliega en el encuentro de los seres humanos entre ellos y con la realidad; en esta relación las personas y las cosas se hacen significativas. La religión surge en el encuentro de Dios con el hombre, a través de intervenciones que se hacen sacramentos para los que han tenido esta experiencia. La fe proporciona al creyente la perspectiva para reconocer la presencia de Dios en los hechos y en la historia.
Palabras y acciones de Jesús
La práctica religiosa parte de dos preguntas esenciales: ¿cómo se abre lo humano a lo trascendental?, y ¿cómo lo trascendente se hace presente en lo humano? Jesús de Nazaret es la respuesta concreta y universal a los dos interrogantes, pues con sus palabras y acciones nos autocomunica la vida divina y nos revela que somos hijos de Dios y hermanos entre nosotros. La ocupación de Dios en medio de los hombres nos lleva a unos nuevos mentalidad e ideal de vida, que piden ser constantemente realizados en la celebración, para poder ser vividos como lo que son: son apertura de lo humano y gracia desbordante de Dios en la unidad de la antropología y la historia.
La festividad cristiana percibe y comunica este plus de sentido que la palabra de Dios nos revela. Por eso, el Concilio Vaticano II, en su Constitución Dogmática Sacrosanctum Concilium, declara que la “liturgia es expresión y revelación del Misterio de Cristo y de la auténtica naturaleza de la verdadera Iglesia” (Concilio Vaticano II, 1965, n.º 2).
La concepción sacramental del ser humano se resume en las grandes realidades sacramentales: la historia, el ser humano y la comunidad. A partir de Jesucristo, plenitud de la revelación, la historia toma el sentido de una historia de la salvación, es decir, un espacio de realización de la humanidad según el proyecto de Dios.
Miguel Benzo (1978) muestra que la resurrección de Cristo y el don del Espíritu facilitan la realización del ‘hombre nuevo’, que ve toda la creación desde la plenitud escatológica. La invención que el evangelio llama buena noticia se vive en comunidad y tiene como horizonte referencial el reino. El cuerpo eclesial en medio de las vicisitudes de la historia celebra la salvación de Cristo y se compromete en los procesos liberadores. La presencia servidora de las comunidades, desde la opción por los más despreciados, es la expresión de que lo celebrado en la liturgia se hace vida y se verifica en las obras de justicia.
El mensaje de Jesús es, por una parte, una respuesta escatológica (“ya sí pero todavía no”) a la más honda dinámica humana (de la que el hombre mismo solo toma conciencia a la luz de ese mensaje); pero, por otra parte, no termina su virtualidad en dar un sentido al abismo del corazón humano, sino que presenta un ideal de realización insospechable para el hombre natural. Cuando los grupos cristianos se juntan para celebrar los sacramentos, están elogiando la Pascua de Jesucristo en la realidad humana específica del día a día.
En las asambleas litúrgicas articulamos esencialmente tres experiencias:
- Es Cristo resucitado quien nos convoca y asume tanto nuestros problemas como limitaciones. En este contexto acaece la acción salvadora como gracia de Dios.
- La celebración cristiana tiene un sentido escatológiCo La reunión de todos los hijos dispersos en la casa del Padre, como una gran familia reconciliada. Lo que celebramos nos hace ver que muchas personas están privadas de los derechos más elementales, y nos compromete en la causa de los pobres.
- Lo que legitima a la celebración es el enlace entre la fe en Jesucristo, el propósito de hacer lo que realiza la Iglesia, la conciencia de la realidad problemática, el perdón y el sentido profético de lo que se celebra en un lugar explícito.
Walter Kasper (1989) clarifica que Cristo resucitado sigue vivo y actual en la humanidad; Él es la palabra definitiva del Padre. La vida cristiana consiste en dejar que el Espíritu Santo nos vaya ‘‘configurando con Cristo’’. La comunidad se reúne en el nombre del Señor para celebrar a Cristo, la plenitud de la historia (Ef 1, 11-23; Hb 1, 2; Rm 13, 10; 15, 29; Col 1, 9, Biblia de Jerusalén). La celebración renueva lo que proclama desde la consumación escatológica en el “ya sí, pero todavía no”. Lo decimos cada día en la plegaria eucarística después de la consagración: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección; ven, Señor Jesús”. Es decir, ya estás con nosotros, pero sigue viniendo hasta que “Dios sea todo en nosotros”, como dice san Pablo (p. 239).
El salvador y la salvación
Jesús es el sacramento único predestinado por Dios a ser el camino por el que el hombre puede llegar a la realidad sorprendente de la salvación. “Porque no hay más que un Dios y no hay más que un mediador entre Dios y los hombres, un hombre, el mesías Jesús” (1 Tm 2, 5, Biblia de Jerusalén). Si los sacramentos son el camino y el encuentro de los hombres con Dios, es lógico decir que Cristo, el hijo de Dios, es el salvador, la fuente y la raíz misma de toda nuestra existencia (Eberhard, 1984)36.
Para el creyente que está asfixiado, la salvación reside en ser llevado a tierra, en avivar, en volver a la vida; para el enfermo, es la curación; para el prisionero, es la libertad, la calidad de vida entre los suyos. Ya que si la salvación es por un lado “liberación del sufrimiento y del mal”, es asimismo la autorización de un bien decisivo. Si se persigue en determinar el contenido de la salvación del hombre en general, nos encontramos siempre con el término “vida”: ser salvados es vivir en libertad y en el amor, es poder realizar los deseos más profundos. En otras palabras, es encontrar la “felicidad”.
Para el hombre, la cuestión de la salvación es sin duda la del éxito final de su vida. Esta cuestión pasa inevitablemente por el deber de su libertad: ¿Qué voy a hacer con mi vida, la única realidad de que dispongo? Se tiene el compromiso de hacer que la persona logre el éxito o que fracase. En cuanto el hombre como sujeto libre es responsable de sí mismo y Él ha devenido para sí mismo como objeto de la auténtica y originaria acción de la libertad, la cual afecta al todo de su existencia humana, puede hablarse ahora de que el hombre tiene una salvación y la auténtica pregunta personal de la existencia es una verdad, una pregunta de salvación.
Jesús de Nazaret, nuestro salvador, ha aparecido para ser la perfecta contestación de aquellos interrogantes profundos que el hombre en cualquier momento llega a formularse, como sobre la felicidad, su realización personal y su destino de vida. Con su resurrección, Jesús proporciona plena respuesta a estas situaciones existenciales.
Ahora lo que interesa es traducir estos interrogantes, que son esenciales y que orientan la existencia de todo hombre, a la gente sencilla que espera del pastor una formulación comprensible y asequible que cuestione su misma realidad de vida y que le invite a abrirse a la esperanza que siembra en el corazón la fe en la resurrección de Jesucristo. Siempre debe haber una correlación entre las verdades de la fe y las experiencias de la vida. Sin eso, la fe no se legítima y corre el riesgo de transformarse en una ideología religiosa.
La resurrección de Jesús anota al futuro absoluto, pero inscribe también al presente histórico, de haber sido salvados por Él. Jesús es ahora Señor y los creyentes son ahora los hombres nuevos. La resurrección de Jesús no le separa de la historia, sino que lo introduce en esta de una nueva forma, y los creyentes en el Resucitado deben vivir ya como resucitados en las condiciones de la historia. Más aún, existe una correlación entre ambas novedades.
El señorío actual de Jesús se muestra en que existan los hombres nuevos, y estos son los que hacen realidad in actu el que Jesús sea ya ahora Señor.
La resurrección originó una innovación general en los apóstoles. Se les abrió un horizonte nuevo y vieron con nuevos ojos, de forma decididamente nueva, la realidad humana del pasado, del presente y del futuro (Schnackenburg, 1998, p. 201).
En el Nuevo Testamento se repite que el hombre nuevo es el hombre libre, salvado por Dios, y esto se prueba a partir de la resurrección, “porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Co 3, 17, Biblia de Jerusalén). Esta libertad, ciertamente, nada tiene que ver con libertinaje ni con salirse de la historia. Tampoco creemos que se deba apelar a esta libertad en un primer instante para propio favor dentro de la Iglesia, como sucede en cierta teología de corte liberal e ilustrado, aunque esto sea legítimo para otros capítulos. No obstante, no está ahí la libertad fundamental que produce la presencia del resucitado; esta consiste más bien en no estar esclavizado a la historia, al miedo, en no estar paralizado por los riesgos y la prudencia mundana.
Efectivamente, consiste en la máxima libertad del amor para servir, sin que nada coloque límites al servicio. Reside, en el fondo, en la actitud del mismo Jesús que da su vida libremente, sin que ninguno se la esquive. Una vida absolutamente libre para servir trae consigo su propio gozo, incluso en medio de los horrores de la historia. En ese gozo se hace notar la presencia del resucitado.
En la historia se escuchan sus palabras: “no temáis, yo estaré siempre con vosotros”. El apóstol Pablo repite exultantemente que nada nos separará del amor de Cristo. A pesar y en contra de todo, el seguimiento del crucificado produce su propio gozo. Esa libertad y ese gozo son la expresión de que vivimos ya como hombres nuevos, salvados, resucitados en la historia, aunque no se descarte el combate duro que se debe sostener contra las insidias del maligno, que busca quitarnos esta esperanza y volvernos a llevar a su dominio, a su señorío.
Es la expresión histórica entre nosotros de lo que hay de triunfo en la resurrección. Los creyentes hacen que el seguimiento lleve en sí mismo la marca de la verdad y del sentido, y que el Crucificado resucitado siga llamando y les proporcione un valor pastoral catequético a nuestros fieles que acogen con alegría esta Buena Noticia.
En consecuencia, ni la libertad, ni el gozo, ni cualquier otra palabra que se consigne a la resurrección son cristianamente posibles al margen o en contra del seguimiento de Jesús crucificado. No hay otro camino para el hombre nuevo, para el hombre que quiere participar ya en el señorío de Jesús; pero en ese camino se vive realmente como resucitado y como señor de la historia.
Mensaje pascual de salvación
La vida de Jesús está subrayada, como ya hemos visto, para presentarnos un mensaje de salvación a todos. Por eso nos hemos detenido algo más en este asunto, porque se trata del mensaje central de nuestra fe, de la base y fundamento de nuestra certeza. Con esto seguimos también el consejo, ya mencionado, del apóstol Pablo de “no creer al azar”
Los teólogos, al dilucidar el mensaje pascual de salvación, suponen que la resurrección de Jesús es la confirmación decisiva de su persona y su causa. Esto significa no solo lo definitivo de su mensaje y su obra, sino también de su persona. ¿Pero qué quiere decir esto? ¿Se piensa solo en que en la persona y conducta de Jesús nos ha salido el modelo definitivo del hombre? ¿Es el mensaje de la resurrección la certificación de una gestión humana, preciso por una libertad radical para con Dios y los hombres, la legitimación de una libertad determinada por fe y amor? ¿O quiere decir, además, como es convicción tradicional de la fe, que Jesús no persistió en la muerte, sino que vive?
Pastoralmente, consigue proporcionarse una respuesta sencilla y accesible a los anteriores interrogantes planteados, a partir del dato mismo de los evangelios con sus diferencias.
Los evangelios comienzan por una narración muy modesta y sencilla; “las mujeres que el domingo por la mañana van a ver el sepulcro”. Un mensaje clave para concebir completamente el sentido de esta narración, es la mención del color “blanco”. Junto al sepulcro es visto un “joven” (Mc un ángel, Mt). Joven o ángel trae vestimentas blancas. Blanco es el tono de la santidad de Dios, el color del final de los tiempos, cuando Dios reinará; es el color del “día de Yahvéh”.
Ahora, luego del sábado, cuando por vez primera en la historia universal sale el sol sobre una mañana de domingo, sobre un “día del Señor” (Ap 1, 10, Biblia de Jerusalén), unas mujeres son recibidas por alguien vestido de las blancas ropas del final de los tiempos. Su reacción es de miedo.
Jean Delorme (1990) revela que, en Marcos, esta escena está comprendida por la tribulación; en Mateo, la tierra sacude al desprenderse el ángel; en Lucas, las mujeres se postran rostro en tierra. Esta es la reacción del hombre al entrar Dios en el mundo. Sin embargo, todo esto es mera envoltura de lo que importa, el punto primordial de la narración: “¡ha resucitado!”. He ahí la palabra tranquilizante y gozosa. Es el mismo mensaje de Pascua del apóstol Pablo: “El Señor vive” (p. 108).
Los evangelistas narran el mensaje de la resurrección de Jesús. Si se confrontan sus relatos entre sí, observamos que estos posponen entre sí mucho más que, por ejemplo, las historias de la pasión. Los distintos autores aducen apariciones diferentes, y, cuando tratan el mismo hecho, difieren en rasgos.
Rudolf Pesch (1982) exhorta a que lo mismo hay que expresar del relato sobre el sepulcro vacío. Marcos y Lucas hablan de tres mujeres contiguas al sepulcro; Mateo, de dos; Juan, de una (aunque esta dice en (Jn 20, 2): “no sabemos [...]”). En Marcos se afirma: “No dijeron nada a nadie” (16, 8), mientras que en Mateo (28, 8) leemos: ‘‘Fueron corriendo a contárselo a los discípulos’’. En Lucas, el precepto es de ir a Galilea.
Al mismo tiempo, Mateo y Marcos hablan de la aparición de un solo ángel; Lucas y Juan, de dos. No obstante, en Juan ocurre esto en una segunda reflexión, y los ángeles no proporcionan encargo alguno. En el relato de Mateo, el ángel está sentado sobre una piedra; según los otros tres evangelistas, en el interior del sepulcro.
Inmediatamente, después de la escena del sepulcro vacío, Mateo explica una aparición a las mujeres, que probablemente tuvo lugar en otro momento.
Se ve, pues, lo poco coherentes que son los cuatro relatos. Sin embargo, están de acuerdo en los temas capitales: el sepulcro vacío, las apariciones y, sobre todo, el mensaje propiamente dicho: “el Señor vive”.
Con sus discrepancias nos permiten tal vez reconocer algo del gozoso temor de aquella mañana, cuando fue comunicada la vida y se prorrogaba la ratificación de la muerte. Lo que sin vacilación colocan de realce en sus diferencias es la certidumbre y honradez de la naciente Iglesia, que no alisó secretamente estas desigualdades, sino que, con una entera libertad de espíritu, dejó que circularan casi como estaban. Pero lo que sobre todo aparece claro en estas diferencias es la unidad y aventajaba de la misión de la Pascua. Esto es lo que interesa en las narraciones37.
Cuando se está a punto de exponer los distintos estilos del mensaje pascual de salvación de los evangelistas, conviene no echar al olvido la aportación de los estudios primeros. Una tradición bastante larga ha precedido a los escritores que conocemos, según la cual Jesús, muerto por salvarnos, ha sido resucitado por Dios de entre los muertos (Kessler, 1989).
Brevemente, para el mensaje pascual de salvación que ilustraremos a continuación, escribiremos el texto del pasaje bíblico correspondiente y sus aspectos metodológicos de pastoral bíblicos en relación con los cuatro evangelios, estudiados por Benedicto XVI (2011), Xavier Léon-Dufour (1992), Gerard O’Collins (1988), Jürgen Moltmann (2000), Luis Alonso Schökel (2008), Gnilka (1998). Se procederá con el siguiente orden: Marcos, Mateo, Lucas y Juan.
Mensaje pascual de Marcos (16, 1-8)
1 Pasado el sábado, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé compraron perfumes para ungir el cuerpo de Jesús. 2 A la madrugada del primer día de la semana, cuando salía el sol, fueron al sepulcro. 3 Y decían entre ellas: “¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?”. 4 Pero al mirar, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande. 5 Al entrar al sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca. Ellas quedaron sorprendidas, 6 pero él les dijo: “No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí. Miren el lugar donde lo habían puesto. 7 Vayan ahora a decir a sus discípulos y a Pedro que él irá antes que ustedes a Galilea; allí lo verán, como él se lo había dicho”. 8 Ellas salieron corriendo del sepulcro, porque estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo.
La narración está percibida con moderación: el ímpetu de las mujeres al sepulcro, el asombro por la piedra removida, la presencia del mensajero celestial que anuncia la resurrección, el compromiso que hace con las mujeres de que ellas cuenten todo aquello a los discípulos, la orden a los discípulos de dirigirse a Galilea, la referencia a las palabras del Jesús terreno están indicando la alegría de saber que el crucificado está vivo. No obstante, a través de algunas pequeñas conjeturas concluimos que Marcos intentaba poner de relieve el ‘asombro’ de las mujeres. Puede decirse que las mujeres tienen muchos momentos de asombro y que su reacción es de desconcierto, de miedo y, ciertamente, de incomprensión.
Para Benedicto XVI (2001), el mensaje pascual es presentado de manera sencilla. El texto finaliza así: las mujeres “salieron corriendo del sepulcro, porque estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo” (16, 8). El pasaje fidedigno del evangelio, en la forma que ha llegado a nosotros, concluye con el temor de las mujeres. Antes el texto se había platicado del encuentro del sepulcro vacío por parte de las mujeres, que habían venido para la unción, y de la aparición del Ángel que les anunció la resurrección de Jesús y les encargó decir a los discípulos y a Pedro que, según el ofrecimiento, Jesús iría por delante a Galilea. Es absurdo que el evangelio concluyera con las palabras que siguen sobre el silencio de las mujeres; en efecto, el texto admite que ya habían hablado del encuentro. Obviamente, ellos están asimismo enterados de la aparición a Pedro y los doce, de la que habla el texto bastante más antiguo de la Primera Carta a los Corintios. El porqué nuestro texto queda detenido en este punto no lo sabemos (pp. 304-305).
Para Xavier Léon-Dufour, Marcos (16, 1) trata de María Magdalena, Salomé y María la madre de Jacobo, dos de las cuales percibieron el lugar donde colocaron el cuerpo de Jesús y tomaron hierbas perfumadas para ungir el cuerpo de Jesús. El ‘‘cuerpo de Jesús’’ según la narración fue el lugar en la sepultura de inmediato, para impedir que permaneciera mostrado en el sabbat, donde no se alcanzaba palpar el cuerpo (Léon-Dufour, 1992).
Un dato encantador al que alude Léon-Dufour es que esta labor transporta al lector a pensar la acción y las palabras de Jesús en (Mc 14, 3-9, Biblia de Jerusalén), donde Él manifiesta la labor por la cual es honrado para su sepultura por una mujer que derrama perfume sobre su cabeza. La destreza de ungir cuerpos era una práctica común en el tiempo de Jesús, lo que se hacía era derramar aceites aromáticos sobre la cabeza. Esta práctica no era una de momificación, la cual no era una práctica conocida entre los judíos, sino una para suplir los olores de la descomposición.
Veamos el pasaje: “al caminar el domingo en la mañana hacia el sepulcro” (Mc 2, Biblia de Jerusalén). El escritor allí apunta que las mujeres examinaron cómo moverían la piedra que estaba en el ingreso del sepulcro, lo que se utiliza como recurso para que el lector plantee la hipótesis acerca de la escena que encontrarán; las dos marías habían percibido el proceso de poner la piedra en la entrada del sepulcro (15, 47), la cual enseña el autor que era una muy grande.
Según O’Collins (1988), en el pasaje “Al llegar al sepulcro encuentran la piedra removida” (16, 4), la acción concerniente a la piedra removida se encuentra en voz pasiva, que se usa para las acciones de Dios; a su vez los lectores entienden que el evento que se está desarrollando es obra de Dios. La resurrección dice que Dios no se ha quedado callado ni de brazos cruzados ante la Cruz (p. 325).
En el texto “al entrar al sepulcro se encuentran con un personaje vestido de una túnica blanca” (5), Marcos usa la palabra neanikon lo que significa “muchacho joven”. Al ver la tumba abierta y a este personaje, las mujeres se asustaron de gran manera.
El término que narra la expresión de las mujeres es ecssambettai, el cual denota una emoción fuerte. Esta emoción se empeora al ver que el cuerpo de Jesús no está en la tumba. La ilustración del personaje ante la tumba vacía es el hecho de que Jesús ha resucitado. El personaje señala a las mujeres el lugar donde fue puesto el cuerpo. Este evento da un vuelco dramático al desarrollo de la historia, la cual parecía que había terminado con el abandono divino. La esperanza comienza como una noticia desconcertante para las mujeres.
En (6-7) estas mujeres reciben una misión por parte del personaje: “anunciar a los once discípulos, con especial énfasis a Pedro, el evento de la resurrección y que Jesús se hallará en Galilea con sus discípulos de nuevo”. La misión de dar las nuevas de la resurrección es encargada a las que son consideradas las más débiles o las más pequeñas, lo que sirve como una reapertura de la comunidad encargada de la proclamación de las buenas nuevas. Se reabre una nueva historia de los nuevos discípulos y discípulas de Jesús, lo que antes era una comunidad cerrada.
La construcción de la comunidad empieza con la negación de Pedro a Jesús y la huida de los discípulos. La restauración inicia con las mujeres en dos fases. Primero, “id, decid a sus discípulos y a Pedro”. Cuando la comunidad de discípulos acepte el anuncio y se junte, el Maestro irá ante ellos (lo que lleva de vuelta al comienzo). Segundo, “Jesús marchará a Galilea”: Al iniciar el viaje de vuelta desde Jerusalén hasta Galilea donde Jesús se tropezará con ellos (14, 28), se produce la vuelta al discipulado.
Respecto al fragmento “las mujeres salieron del sepulcro espantadas” (8), el miedo de las mujeres es la reacción de los discípulos ante la revelación de Jesús como un personaje divino (Mc 4, 41, Biblia de Jerusalén). El miedo y el silencio de las mujeres se acomodan al patrón de las reacciones de los discípulos ante la declaración de la divinidad de Jesús (en griego, efobounto). Se puede considerar esta reacción como una afirmación cristológica para la teología marcana.
Léon-Dufour (1992) describe la reacción de las mujeres:
[…] ¿y la huida, el terror, el asombro y el silencio temeroso de las fieles mujeres? Tal vez su reacción sea la apropiada ante un Dios que desgarra los cielos y elimina la frontera entre lo sagrado y lo profano y que abre los sepulcros y suprime esa última frontera humana entre la muerte y la vida (p. 234).
Mensaje pascual de Mateo (28, 1-15)
1 Pasado el sábado, al aclarar el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a visitar el sepulcro. 2 De repente se produjo un violento temblor: el Ángel del Señor bajó del cielo, se dirigió al sepulcro, hizo rodar la piedra de la entrada y se sentó sobre ella. 3 Su aspecto era como el relámpago y sus ropas blancas como la nieve. 4 Al ver al Ángel, los guardias temblaron de miedo y se quedaron como muertos. 5 El Ángel dijo a las mujeres: “Ustedes no tienen por qué temer. Yo sé que buscan a Jesús, que fue crucificado. 6 No está aquí, pues ha resucitado, tal como lo había anunciado. Vengan a ver el lugar donde lo habían puesto, 7 pero vuelvan en seguida y digan a sus discípulos: ha resucitado de entre los muertos y ya se les adelanta camino a Galilea. Allí lo verán ustedes. Con esto ya se lo dije todo”. 8 Ellas se fueron al instante del sepulcro, con temor, pero con una alegría inmensa a la vez, y corrieron a llevar la noticia a los discípulos. 9 En eso Jesús les salió al encuentro en el camino y les dijo: “paz a ustedes”. Las mujeres se acercaron, se abrazaron a sus pies y lo adoraron. 10 Jesús les dijo en seguida: “No tengan miedo. Vayan ahora y digan a mis hermanos que se dirijan a Galilea. Allí me verán”. 11 Mientras las mujeres iban, unos guardias corrieron a la ciudad y contaron a los jefes de los sacerdotes todo lo que había pasado. 12 Estos se reunieron con las autoridades judías y acordaron dar a los soldados una buena cantidad de dinero 13 para que dijeran: “Los discípulos de Jesús vinieron de noche y, como estábamos dormidos, se robaron el cuerpo. 14 Si esto llega a oídos de Pilato, nosotros lo arreglaremos para que no tengan problemas”. Los soldados recibieron el dinero e hicieron como les habían dicho. 15 De ahí salió la mentira que ha corrido entre los judíos hasta el día de hoy.
El mensaje, en una lectura rápida de Mateo, es la continuidad de Marcos, siguiendo incluso su misma línea. De manera, el ángel notifica a las mujeres acerca de la resurrección de Jesús y les encomienda que notifiquen a los discípulos que el Resucitado los aguarda en Galilea. Mateo mejora a Marcos en el sentido de que nos relata la noticia de las mujeres a los discípulos y la aparición del Resucitado a los once en Galilea. Seguramente Mateo se basaba en dos tradiciones: una equivalente a la de Marcos, y la otra, de los guardias del sepulcro. Aceptado esto, se ve que la narración pascual mateana está organizada como en dos planos. Primero, su organización es en torno a la guardia del sepulcro, que tuvo lugar no la tarde del sábado, sino al día siguiente de la crucifixión (27, 62). Hay un enfrentamiento entre la guardia y las mujeres. Se debe desafiar a los guardias en el sepulcro (27, 62-66): “Las mujeres van al sepulcro” (1); “Los guardias están muertos de miedo” (2-4); “Las mujeres reciben el mensaje angélico y son ratificadas con una aparición” (5-10); “Los guardias caminan a contarlo a los sumos sacerdotes” (11).
Segundo, el pasaje nos relata el encuentro de Jesús con los discípulos (16-20). Ambos planos forman la cima del evangelio, son su clímax, y tienen su origen desde el relato de la infancia. Se trata aquí de exponer cómo la historia de Jesucristo finaliza en la tierra y continúa en otro ámbito: el de su misteriosa presencia aquí abajo. La intención de Mateo no consiste en describir el fin de una historia, sino más bien en revelar una apertura de horizonte infinito (Léon-Dufour, 1992, p. 204).
Examinando ligeramente el contenido del prólogo y del epílogo se puede notar esta intención: el tiempo aquí se parte hacia adelante, hasta el fin del mundo (28, 20); de allí, hacia atrás, hasta Abrahán (1, 1); el ángel del Señor se aparece (Mt 1-2; 27, 62-28, 29; 1, 20.24; 2, 13.19; 28, 2, Biblia de Jerusalén) y entabla relación con los hombres, con lo cual el cielo entra en comunicación con la tierra. Con Herodes (2, 13) y Pilato (27, 26) se puede hacer un paralelo. En definitiva, el Dios con nosotros (1, 23) les dice a los discípulos en Galilea: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (28, 20).
Hay otro mensaje pascual de Mateo que nos presenta Xavier Léon-Dufour (1992), transmitiendo su experiencia de fe en un lenguaje escatológico y subrayando la victoria de Dios sobre la muerte. Es un estudio exegético de salvación:
Dios triunfa sobre Herodes y sobre los sumos sacerdotes salvando a su hijo de la muerte, simbólicamente indicada en la matanza de los inocentes. Igualmente en el epílogo Dios triunfa sobre el plan de los judíos de encerrar a Jesús para siempre en tinieblas del sheol (p. 205)38.
La propia tradición proporciona la estructura del relato. El cuadro muestra rápidamente que las mujeres desempeñan el papel de espectadoras y de oyentes-mensajeras, mientras que la tragedia se desarrolla entre los sumos sacerdotes (y sus amigos) y Dios mismo en la persona del ángel del Señor (Léon-Dufour, p. 206).
Concibe Léon-Dufour (1992) que los guardias son los emisarios de los sumos sacerdotes, facultados de mantener el sepulcro herméticamente sellado por la piedra. Sin embargo, el ángel del Señor corre la piedra y se sienta encima triunfante. Los guardias, pues, son dejados de lado como muertos. Si se levantan es para que los sumos sacerdotes, confundidos, lleguen a la peor de las soluciones. En este momento sale a la luz la villanía de los hombres y la victoria de Dios (p. 206).
La narración de Mateo no tiene una apologética; sin duda tiene fases que demuestran este rasgo, que es evidente en el Evangelio de Pedro. Empero, esta representación no alcanza para dar razón de la intención de la narración presente: en el fragmento “victoria de Dios sobre la muerte” hay una narración teológica en el sentido fuerte de la palabra. El análisis de sus elementos ratificará nuestra hipótesIs No hay una visualización de la resurrección en sí misma, los evangelios son muy parcos en sus narraciones, y este misterio no es accesible a través de cualquier experiencia de guardias incrédulos, sino solamente a través de los agraciados con apariciones. Estos agraciados de pronto son las mujeres que, a diferencia de los guardias, asisten a una fiesta única.
El modo epifánico sucede en la noche (28, 1) recordándonos el acontecimiento liberador de Egipto, y contrastando la oscuridad del sepulcro con el resplandor del ángel del Señor (Mt 28, 3; 17, 2, Biblia de Jerusalén). Este ser celestial puede ser el mismo Dios que baja a la tierra (Gn 21, 11; 16, 7; 22, 11; Ex 3, 2; 14, 19; Jue 2, 1, Biblia de Jerusalén), por eso se produce un gran terremoto (Ps 114, 7; Ex 19, 18; 1 Re. 19, 11; Is 13, 13; Jl. 2, 10; Ez 37, 7-12; Mt 27, 51-54; Hb 12, 26, Biblia de Jerusalén).
La piedra que simbolizaba la victoria de la muerte es hecha rodar por el mismo Dios, con lo cual triunfa definitivamente al sentarse sobre esta. Los guardias quedan como muertos, y el mensaje se entrega a las mujeres. Después de la manifestación, el ángel tranquiliza a las mujeres y les habla del motivo por el que ellas habían llegado hasta el sepulcro; a continuación, les dice, en una locución que perpetúa lo que los sumos sacerdotes le terminan de decir a Pilatos (27, 63), quien no está aquí, “ha resucitado” tal como lo había sentenciado.
No es, por lo tanto, en la voz del ángel, sino en la palabra de Jesús donde reposa el mensaje de la resurrección. Acto seguido las mujeres entran al sepulcro y confirman el mensaje oído; el ángel les pide que avisen a los discípulos que el Resucitado aguardará por ellos en Galilea y termina su mensaje diciéndoles “ya os lo he dicho” (28, 7), como si fuera el mismo Dios que emite estas palabras (León-Defpour, 1992, p. 210).
Las mujeres observaron cómo sepultaron a Jesús (27, 61) y, en compañía de otras mujeres, presenciaron desde lejos su muerte (27, 56); por ser testigos excepcionales, la historia gana en verosimilitud. El motivo que las llevó al sepulcro fue verlo únicamente, y parece que su mensaje fue escuchado por los apóstoles ya que estos se dirigen a Galilea.
En síntesis, sostenemos que Mateo, en su mensaje pascual, nos revela cómo el poder de Dios, por encima de todas las tramas humanas, ha hecho salir del “sheol” al Señor, removiendo la piedra que los hombres habían colocado. Se describe cómo Él es capaz de hacer resucitar de entre los muertos y cómo da plena autoridad a aquel que ha sido liberado de la tumba.
Mensaje pascual de Lucas (24, 1-12)
1 El primer día de la semana, muy de mañana, las mujeres fueron al sepulcro, llevando las especias aromáticas que habían preparado. 2 Encontraron que había sido quitada la piedra que cubría el sepulcro 3 y, al entrar, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. 4 Mientras se preguntaban qué habría pasado, se les presentaron dos hombres con ropas resplandecientes. 5 Asustadas, se postraron sobre su rostro, pero ellos les dijeron: —¿Por qué buscan ustedes entre los muertos al que vive? 6 No está aquí; ¡ha resucitado! Recuerden lo que les dijo cuando todavía estaba con ustedes en Galilea: 7 el Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de hombres pecadores, y ser crucificado, pero al tercer día resucitará. 8 Entonces ellas se acordaron de las palabras de Jesús. 9 Al regresar del sepulcro, les contaron todas estas cosas a los once y a todos los demás. 10 Las mujeres eran María Magdalena, Juana, María la madre de Jacobo, y las demás que las acompañaban. 11 Pero a los discípulos el relato les pareció una tontería, así que no les creyeron. 12 Pedro, sin embargo, salió corriendo al sepulcro. Se asomó y vio solo las vendas de lino. Luego volvió a su casa, extrañado de lo que había sucedido.
Al empezar a leer a Lucas, ha de tenerse en cuenta su obra, es decir, su evangelio y los Hechos, y que el trazado geográfico de su obra, el iter lucanum, bosqueja su teología y su mensaje. Lucas es el teólogo que designó Dios. Al hacer la lectura de la llegada de las mujeres al sepulcro observamos numerosos cambios con respecto a las versiones de Marcos y Mateo, que hacen del relato lucano un episodio profundamente trasformado. El comienzo es parecido al de Marcos: al amanecer unas mujeres llevan al sepulcro aromas preparados con antelación.
Lucas, con su propia perspectiva, se adueña del relato: “las mujeres entran al sepulcro para verificar que el cuerpo de Jesús no yace”; en este momento se presentan dos varones (2, 9). Los peregrinos de Emaús dicen que son ángeles (24, 23): “con vestidos resplandecientes, bastante parecidos al ángel del Señor” (Mt 28, 3). La reacción de las mujeres es normal ante las apariciones celestes, y Lucas las presenta con el rostro inclinado a tierra, pues ignoran que la liberación está próxima (Lc 21, 8). De manera alternativa, se podría deber a que el hombre tiene la tarea de andar siempre un poco tarde: lo mismo si quiere pegarse a la tierra cuando Cristo ha resucitado, que si quiere mirar al cielo cuando es menester vivir y trabajar en la tierra.
Gnilka Joachim (1998) sostiene que encontramos una diferencia notable en el mensaje dado por el ángel a las mujeres, con las características propias de la teología lucana, pues les dijo: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”. A Lucas le interesaba presentar la resurrección bajo el esquema “muerte-vida”, heredado de su maestro Pablo. Así en (24, 23) los discípulos de Emaús cuentan al desconocido que los ángeles habían dicho a unas mujeres que Él vivía. La cita de la reunión ya no será Galilea, pero el ángel les recuerda lo que Jesús anunció sobre el designio de Dios que se cumpliría en el hijo del hombre: que sea crucificado y, al tercer día, resucite; en Jesús es necesario que se cumplan las Escrituras. Ellas recordaron sus palabras (Gnilka, 1998, p. 120).
Reflexionan algunos que la perspectiva adoptada por Lucas enfatiza en el sepulcro vacío, siendo esta la evolución seguida por los sinópticos. Según Marcos, las mujeres comprenden que Jesús ya no está en el sepulcro por la palabra de un ángel. En Mateo se nota un ligero cambio en las afirmaciones del ángel, quien dice no está aquí, sino que resucitó. En el evangelio de Lucas, las mujeres son las que verifican la ausencia del cuerpo de Jesús. No obstante, la verdad es todo lo contrario. Estas indicaciones tan interesantes deben relacionarse con otra evolución no tan patente y mucho más importante. Según Marcos, la fórmula “como os digo” tiene la función de dar el mensaje que se refiere a la cita en Galilea (16, 7); la resurrección solo la atestigua un ángel.
En Mateo, lo que establece el anuncio de la resurrección es la palabra de Jesús, el crucificado (28, 6). Lucas, en cambio, muestra sus preferencias por el recuerdo de lo que Jesús había dicho durante su vida terrena acerca de su destino. Por esta razón, no juzga útil mencionar dónde colocaron a Jesús.
El proceder de las mujeres apoya esta exégesIs En Marcos, ellas persisten con la boca cerrada; en Mateo, las mujeres fueron escuchadas, ya que los discípulos se dirigen a Galilea; en Lucas las palabras de las mujeres no tienen sentido (24, 11). Pedro se sorprende por lo sucedido (24, 12), al tiempo que los peregrinos de Emaús dan una explicación: pero a Él no lo vieron (24, 24). Del mismo modo, la tradición muestra que el sepulcro vacío es absolutamente insuficiente para suscitar la fe. Lucas muestra en qué consiste la palabra de Jesús, que es la única que funda la fe: la inteligencia del designio de Dios sobre el hijo del Hombre (24, 6-8).
Otro punto que esclarece Lucas con sus modificaciones es el de los ángeles. A Lucas no le gusta utilizar las duplicaciones; sin embargo, a diferencia de otros evangelistas, son dos varones los que constituyen la aparición de los ángeles a las mujeres; probablemente son testigos, en el sentido jurídico del término. Lo más importante para Lucas es destacar a Jesús como el que vive, y así fundamentar la fe en sus palabras y en el recuerdo de la Escritura —nunca en el sepulcro vacío—, el mensaje de los ángeles o el testimonio de las mujeres.
Es difícil manifestar de un modo procedente la resurrección. Continuamente se presentaron dudas y preguntas respecto a la fe cristiana, y en los textos primitivos ya se atisban, y no solo en el hombre actual. Los cristianos primitivos no escondieron las dudas; sin embargo, testificaron: “ha Resucitado”. Más todavía, no escondieron que el primitivo testimonio vino de unas mujeres, con todo lo que esto desvirtuaba el testimonio. Después de todo se suele preguntar: ¿por dónde entró el pecado en el mundo? Sin embargo, es curioso que en los textos quienes más objeciones ponen sean los varones. Dignamente, por todas estas contradicciones, es verdad el testimonio de todos los que testifican. No es una noticia fabricada ni color rosa. Dios mismo y Cristo han reivindicado a las que en principio no tienen crédito.
Mensaje pascual de Juan (20, 1-18)
1 El primer día de la semana va María Magdalena de madrugada al sepulcro cuando todavía estaba oscuro, y ve la piedra quitada del sepulcro. 2 Echa a correr y llega donde Simón Pedro y donde el otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto”. 3 Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. 4 Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. 5 Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. 6 Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, 7 y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. 8 Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó, 9 pues hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos. 10 Los discípulos, entonces, volvieron a casa. 11 Estaba María junto al sepulcro fuera llorando. Y mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, 12 y ve dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. 13 Dícenle ellos: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Ella les respondió: “Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto”. 14 Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. 15 Le dice Jesús: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré”. 16 Jesús le dice: “María”. Ella se vuelve y le dice en hebreo: Rabbuní —que quiere decir: “Maestro”—. 17 Dícenle Jesús: “No me toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”. 18 Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras.
Juan, como los otros evangelistas, se afianza con el mensaje pascual de la resurrección de Jesús. El revelador y donador de vida, Jesús, quien, como logos hecho carne, estaba desde el principio básicamente unido a Dios, no podía permanecer cautivo en la muerte. Para Él, la muerte no era más que el forzoso estadio de marcha en su camino hacia el Padre. Así se suscita la pregunta: ¿cómo ha entendido Juan, por su parte, el mensaje de Pascua, que era un bien común del cristianismo primitivo? ¿En dónde reside para Él la calidad del hecho pascual? En la respuesta a esta pregunta no podemos evitar ciertamente los problemas que según parece obstaculizan hoy el camino de la fe pascual.
Juan (20) es el que nos narra el día en que los discípulos llegan al sepulcro, apartado bastante difícil en todos los sentidos, por lo cual hay dudas sobre la fuente de Juan. Este apartado presenta a grandes rasgos la misma distribución de los episodios que en Mateo, y algunos elementos están emparentados con la tradición lucana. La visita al sepulcro que verifica una mujer (María Magdalena) y que se le hace que informe a los discípulos de los acontecimientos; la aparición del Resucitado a la mujer y a los discípulos son las semejanzas con Mateo. Los discípulos en el sepulcro, las apariciones en Jerusalén, el envío de los apóstoles y la duda de Tomás son los elementos en común con Lucas (Moltmann, 2010).
Levemente analizaremos (Jn 1-18) y nuestra atención estará en María Magdalena. Observando este pasaje, notamos algunas inconsistencias. Así, en (11) María se encuentra junto al sepulcro que había abandonado en (2) sin que se diga nada de su regreso a este. Solo en su segunda visita (11) María se inclinó hacia el sepulcro, ya que antes (2), al ver la piedra quitada, infiere que el cuerpo de Jesús se lo han debido llevar. “María ve dos ángeles” (11), en tanto que los discípulos solo habían visto las vendas y el sudario. No parece tener sentido el encargo que hace Jesús a María en (17), debido a que los discípulos ya han creído en Él (8). Los ángeles no sirven de mucho debido a que su pregunta no conduce a nada (13).
Con estas dificultades, amén de las diversas tradiciones que el relato encierra, nos acercaremos sin profundizar demasiado a la figura de la Magdalena:
1 El primer día de la semana, muy de mañana, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que habían quitado la piedra que cubría la entrada. 2 Así que fue corriendo a ver a Simón Pedro y al otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: —¡Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto! (Jn 20, 1-2).
En estos dos versículos encontramos algunos puntos en común con los sinópticos: se da todo el primer día de la semana (Mc, Lc) y de madrugada (Mc); que la piedra no esté colocada a la entrada (Mc 16, 4; Lc 24, 2); el anuncio a Pedro (Lc 24, 24), y sabemos que se da a entender que no está sola. Los matices joanenses que resaltan son que todavía estaba oscuro y que la piedra ha sido, no corrida, sino quitada, matices estos que pueden tener su simbología.
María Magdalena no se acerca, ni entra, ni mira, ni ve a Jesús ni a ángeles que le delaten la ausencia en el sepulcro. Ella deduce del hecho de que la piedra no está en su lugar que se lo han debido llevar, sin que piense en la resurrección. Por eso corre donde Pedro. Estaba María llorando fuera, junto al sepulcro (20, 11). Nuevamente encontramos a María en el sepulcro, sin que el evangelista nos diga nada de su procedencia ni de sus vivencias después de visitar a Pedro (Schökel, 2001, p. 458).
Hay que expresar que algunos autores están de acuerdo con que la narración es otro trozo literario cuya tradición ignoraba lo que viene antes; es inútil intentar combinar este pasaje con la perícopa precedente, porque este relato tiene una apreciación propia:
11 Pero María se quedó afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se inclinó para mirar dentro del sepulcro, 12 y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. 13 —¿Por qué lloras, mujer? —le preguntaron los ángeles. —Es que se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto—les respondió (Jn 20, 11-13).
Es la escena de una angelofanía. Antes anotamos cómo los ángeles están de mero adorno, porque en los sinópticos dan un mensaje y aquí no encargan nada. Esta escena parece haber sido sacada de los sinópticos; alguien ha querido traerlo al evangelio joanico, pero con poca habilidad: dos ángeles (Lc), vestidos de blanco (sinópticos), sentados (Mc) a la cabecera y a los pies. Dicho esto, se volvió y vio que Jesús estaba allí, pero no sabía que era Él. Jesús le dice: “mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscáis?”. Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: “señor, si tú le has llevado, dime donde le has puesto, y yo me lo llevaré” (Schökel, 2001, p. 460).
Dos cosas para resaltar en estos versículos: la repetición y malentendido. Sí, la angustia reiterada de María se ha venido sucediendo a lo largo del relato y, de manera semejante, con los discípulos, con los ángeles y con el hortelano: “se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde le han puesto” (2, 13.15). Esto nos muestra qué piensa esta mujer; se lamenta ante la dificultad de no encontrar el cadáver de aquel a quien tanto amó. De igual modo los ángeles y el hortelano le dicen: “mujer, ¿por qué lloras?”. María llora porque busca a Jesús y llora tal como Él lo había dicho antes de su muerte: “en aquel día lloraréis y os lamentaréis” (16, 20). Como Pedro, la pobre mujer no piensa aún en una resurrección; tiene todavía el corazón ardiente, pero su fe no ha despertado todavía: “no está aquí, voy a buscarlo, muerto sin duda, pero lo voy a ver esté donde esté”.
Juan utiliza el recurso del malentendido, característico de sus diálogos, en el hecho de que María no reconociera a Jesús —no sabía que era Él—, tal como le ocurrió al architriclino en Caná (2, 9) o a la samaritana (4, 10). El mensaje insiste en el testimonio de la Escritura: “Jesús le dice: María. Ella le reconoce y le dice en hebreo: Rabbuni —que quiere decir: ‘Maestro’—” (20, 16).
En las apariciones Jesús no se da a conocer rápidamente, lo hace mediante una señal o una palabra. Aquí pronuncia la palabra necesaria para que María abra su corazón y le reconozca, ya que Él es el buen pastor; llama a cada una de sus ovejas por su nombre, y estas le reconocen y le siguen (10, 3.14). María, alarmada, le dice Rabbuni. No obstante, no pensemos que al utilizar ella esta expresión tan solemne se da cuenta del nuevo estado de Jesús, sencillamente llama a Jesús como lo habían hecho los discípulos en anteriores ocasiones durante su ministerio (1, 38; 3, 2). Por eso, su pensamiento sigue fijo en aquel Jesús que conoció en la tierra. Jesús le dice: “Déjame, que todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (20, 17).
En esta escena encontramos en la aparición a María Magdalena un paralelo con (Mt 28, 9-10), si bien con sus diferencias. Allí, hay varias mujeres y el mensaje de Jesús es más sencillo. Aquí, hay un detalle que nos explica el encuentro de María Magdalena. Las mujeres, abalanzándose a los pies de Jesús, los abrazan y este gesto hace que Jesús diga a la Magdalena: “déjame”. Jesús ordena a María una misión que cumplir, al igual que los sinópticos, aunque diferente. Jesús tiene que subir al Padre. Lo hace para cumplir el destino que ha tenido como objetivo durante su vida terrena: la glorificación del Hijo por su Padre (Jn 6, 62; 7, 33; 12, 28). Las antiguas relaciones ya no tienen vigencia, Jesús ha adquirido una nueva presencia, y María comete el error de verlo como era antes, de un modo terrestre. Por eso Jesús le dice que no debe quedarse a sus pies, que lleve a los discípulos el mensaje39.
En síntesis, de este mensaje pascual de los evangelistas, se debe resaltar, sin duda, la alianza instituida entre el Padre y los discípulos a partir de la correspondencia que Jesús ha restablecido con el Padre. Esta correspondencia se pronuncia por el don del Espíritu, el cual, como Jesús hecho “Dios con nosotros”, Emmanuel, según Mateo, afirma eternamente la nueva presencia del Señor entre los discípulos y sobre la tierra. Gracias a los discípulos que tienen poder sobre los pecados, el mundo entero puede acceder a la alianza con Dios.
La vida nueva que nos comunica el Espíritu Santo
William Lane-Craig (1985) formula lo siguiente:
The resurrection of Christ opens for all humankind a future full of life that communicate us the spirit. Christ is the first that has risen from the dead (Col 1, 18). He has already reached his final the glorification. The resurrection of Christ is the beginning of new life for humankind. The Christian life is lived now, in faith, in hope and charity, the life of Christ in glory, whose promise is the Holy Spirit that the Lord has sent (p. 386).
Nacemos a la vida nueva de Cristo resucitando a través del bautismo, recibiendo el Espíritu Santo, y, como renacidos, tenemos que buscar las “cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios Padre”. En la celebración de la Pascua, mientras vivimos como peregrinos en este mundo, ha de tener un gran relieve la renovación de las promesas del bautismo que perpetramos en la solemne vigilia o en la eucaristía del día de Pascua.
Como creyentes renovados ejecutamos este acto con un gran sentido de respuesta al don de Dios Padre en Cristo por el Espíritu Santo, y a la responsabilidad que asumimos: la de ser, como bautizados, testigos de Cristo resucitado ante el mundo de hoy (Schürmann, 2003, p. 345)40.
Cristo resucitado envió a los apóstoles a anunciar la buena noticia de la resurrección —la suya y la nuestra en el futuro— a todo el mundo. Cristo resucitado nos envía también a nosotros, sus seguidores, sus hermanos, a ser apóstoles suyos. Cada uno debe hacerlo con sus medios, con su vocación, desde su estado de vida en la Iglesia, y poniendo en acción los carismas que el Señor nos haya dado a cada uno, hasta ser vivificados todos en Él. Como lo proclama el apóstol Pablo:
Así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su propio orden: como primer fruto, Cristo; luego, con su venida, los que son de Cristo [...]. Y cuando le hayan sido sometidas todas las cosas, entonces también el mismo Hijo se someterá a quien a Él sometió todo, para que Dios sea todo en todas las cosas (1 Co 15, 22-28).
San Pablo resume de este modo un aspecto esencial de la fe y la esperanza cristianas: Dios llegará a ser, finalmente, “todo en todas las cosas”; culminará su amorosa aproximación a las criaturas con un encuentro pleno y transformador, obrándose la resurrección de la carne y la renovación del cosmos.
En el Antiguo Testamento, la revelación de Dios —su poder ilimitado; su amor indefectible; su justicia cabal; su ser principio de vida— refuerza gradualmente la esperanza en la resurrección futura. El pueblo de Israel va comprendiendo cómo la fidelidad y la omnipotencia divinas obtendrán el triunfo definitivo sobre la muerte con la resurrección. Según el libro de Daniel, cuando llegue el día del Señor, “muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: unos para vida eterna, otros para vergüenza, para ignominia eterna” (Dn 12, 2). Uno de los judíos martirizados por Antíoco Epífanes afirma que “es preferible morir a manos de los hombres con la esperanza que Dios da de ser resucitados de nuevo por Él” (2 M 7, 14).
En tiempos de Jesús, la fe en la resurrección está ya bastante generalizada; pero es el mismo Señor quien la manifiesta y realiza en su propia persona, garantizando no solo la verdad de la resurrección de los muertos, sino todo el mensaje evangélico.
El apóstol Pablo es muy claro al hablar de la centralidad de este hecho en la vida cristiana: “Si Cristo no ha resucitado, inútil es nuestra predicación, inútil es también vuestra fe” (1 Co 14, 15). Los apóstoles son esencialmente testigos del Resucitado: exclaman “¡Es el Señor!” (Jn 21, 6) al oír su voz, al comprobar su indefectible cariño, al ver y tocar las señales de la pasión. Cristo ha resucitado como primer fruto de los que mueren, dándonos la certeza de que seremos vivificados en Él al final de los tiempos (1 Co 15, 22; 1 Ts 4, 14).
Si la resurrección de Jesús no cimentara la certeza en la que se basa nuestra vida, la historia de la vida de Jesús sería la de un acontecimiento pasado, capaz de alimentar nuestra memoria, pero no podríamos leerla como experiencia de nuestro encuentro con alguien que actualiza perennemente su mensaje y su persona para nosotros.
Valoración teológica de la resurrección
El propósito de las siguientes reflexiones es acercarse al fenómeno de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos; estas no están guiadas, pues, por un interés histórico, sino por uno teológico pastoral.
Cada acontecimiento —a uno de esta naturaleza se refiere la fe del Nuevo Testamento, cuando se refiere a la resurrección de Jesucristo—, urge su texto y tiene uno. Sin esto no hay un acontecimiento en el pleno sentido de la palabra. El texto total de nuestro acontecimiento, la resurrección de Jesucristo, es el Nuevo Testamento, que en último término se debe a ella. Él es su más amplio texto. Su texto más próximo son las numerosas reflexiones, que, en muy distintas formas, ya sea en narraciones o pruebas teológicas, tienen por objeto bajo cualquier referencia la resurrección de Jesucristo. Pero hay todavía un texto más próximo.
Este es accesible en dos formas distintas de la tradición de nuestro acontecimiento. Unas veces se da en aquellas frases acuñadas, que nosotros llamamos —quizás de una manera no totalmente exacta— “profesiones de fe”, así, por ejemplo, la doble fórmula de (Rm 10, 9, Biblia de Jerusalén): “Jesús es Señor —Dios le resucitó de entre los muertos—“, o la siguiente, probamente una fórmula catequética, que sirve de base a la Primera de Corintios (15), y que comprende las siguientes frases, que proceden probablemente de los años 30, quizás de Jesucristo o quizás de Antioquía: “Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; fue sepultado y resucitó al tercer día, según las Escrituras; y se apareció a Cefas” (1 Co 15, 3-5, Biblia de Jerusalén).
Hay que suponer que el origen de tales fórmulas está en el entusiasmo de aquellas exclamaciones comunes, aclamatoria de la asamblea de Jerusalén de los ‘‘once y los que estaban con ellos’’, que Lucas ha incluido en su relato de Pascua: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24, 34, Biblia de Jerusalén). También la relativa estabilidad del segundo miembro en la doble fórmula de los Hechos sobre la muerte y resurrección de Jesucristo frente al primer miembro es en todo caso una indicación de que en principio este segundo miembro estaba solo en esta forma aproximadamente ‘‘Dios ha resucitado a Jesucristo’’ (Act 2, 23 ss.; 32; 3, 15; 5, 30 ss., Biblia de Jerusalén).
De una tal exomologesis, formulada en un solo miembro, que aclamaba entusiásticamente la resurrección, se formó pronto la formulación de Pistis, que afirma la resurrección de Cristo juntamente con su muerte, por ejemplo en: ‘‘Jesús murió y resucitó’’ (1 Ts 4, 14, Biblia de Jerusalén). No obstante, esta ya no tiene probablemente carácter entusiasta. El entusiasmo sin embargo está conservado por así decir en la pretensión de la fórmula.
La exomologesis se convierte entonces en el núcleo y el tema fundamental de las literarias y quizás también de las verdaderas, predicaciones misionales, como nos lo muestran los Hechos de los Apóstoles. La confesión se convierte en base y objeto de la reflexión teológica, como deja reconocer sobre todo el apóstol Pablo; y ella se convierte en la palabra fundamental didácticamente transformada de la catequesIs No obstante, esta se transforma también, no hay que olvidarlo, de manera más o menos desarrollada, en contenido y fuerza formal de los primitivos himnos cristianos, como, por ejemplo, el de (1 Pe 3, 18 ss., Biblia de Jerusalén).
Lo que resulta de tales observaciones para nuestra pregunta sobre la esencia de la resurrección de Jesucristo es esto: su acontecer suscitó en la más antigua palabra de la tradición entusiasmo, pero en seguida levantó la exigencia a la aclamación y a la homología, y también a la doxología.
El acontecimiento se mantiene firmemente en la condesada pretensión, y liga de tal manera consigo mismo todos los subsiguientes desarrollos del relato o de sus reflejos explícitos que tiene lugar una continua relación. De la resurrección de Jesucristo no ha hablado la Iglesia primitiva, ni a distancia ni sin compromisos, sino conmovida y reconocidamente.
La segunda forma de la más próxima tradición de nuestro acontecimiento es conocida como el relato de la resurrección de los evangelios; esto es, justamente las narraciones del sepulcro vacío y de las apariciones del Resucitado, que primero existían independientemente, y en la tradición evangélica han sido unidas de diversa manera.
Los evangelios aportan, si se piensa en la importancia del suceso de la resurrección —como también para ellos mismos—, pocos y defectuosos relatos. Estos han sido tomados de muy distintas tradiciones y a menudo no tenían primitivamente conexión entre estos, ni tampoco estaban unidos de ninguna manera con el relato de la pasión. Su presentación no resulta de ningún cuadro unitario de sucesos. Sus argumentos no se dejan armonizar. Así sucede, para nombrar algunos ejemplos, con el distintivo lugar de las apariciones del resucitado: Marcos y Mateo nombran a Galilea. Lucas conoce algunas en Jerusalén y sus alrededores. Lucas afirma que ocurrieron el domingo, y está con ello en oposición a los restantes evangelistas. Los testigos de las apariciones se corresponden solo en parte, y además de ninguna manera con los testigos de la tradición citada por Pablo. Lucas desmiente las apariciones del Resucitado a las mujeres, cuyos nombres cambian por lo demás (24, 22 ss.).
Es común en los relatos, prescindiendo de una cierta estructura fundamental, el interés único por las primeras apariciones y la mención de la aparición a los once.
Asimismo, las narraciones del sepulcro vacío muestran discrepancias, incluso contradicciones, que conciernen ante todo a los testigos y a las circunstancias de su encuentro.
Pero, ¿qué es lo que resulta de esta descripción? El acontecimiento de la resurrección de Jesucristo ha caído, si nos es permitido hablar así, en una tradición de una verdad muy aproximada, esporádica y dispar respecto de lo narrado. En el marco de los evangelios, esta permanece firme, a pesar de ciertos intentos desequilibrados de concordancia (Dunn-James, 2011).
El misterio de la resurrección de entre los muertos guarda ya, en su primer avance en la historia, en las apariciones y en el sepulcro vacío, su carácter. Para nosotros, ocurre además que, naturalmente, los relatos han sido redactados en el horizonte de comprensión de ese entonces y, por tanto, en las representaciones, formas, ideas, en el lenguaje del mundo de entonces y de allí. La presentación de los ángeles en el sepulcro vacío, ilustración de la asistencia divina, tiene sus paralelismos contemporáneos y bíblicos. El relato de Emaús está influido por forma de los relatos de teofanías, cuya estructura a la verdad se rompe por los hechos relatados.
Junto con esto está la antigua manera de relatar de los evangelios, de significativa reserva, como nos muestra una comparación con los relatos de los evangelios apócrifos. Se puede decir, sin exageración, que hay sobre estos relatos algo así como temor, y que estos fueron formados por un conocimiento más o menos misterioso del terrible y consolado encuentro con Jesús, además del ambiguo enigma del sepulcro vacío.
A esto se añade otro aspecto. Los relatos de la aparición y del sepulcro están ya informados por un interés teológico, a pesar de toda la ingenuidad en su manera de relatar. Las tendencias apologéticas son conocidas, por ejemplo, en la escena masiva de la comida de Lucas (24, 41 ss., Biblia de Jerusalén); a través de esta hay que tomar la corporalidad de que Él es un “espíritu”, un “fantasma”, un pensamiento de “incredulidad”, puesto que incluso después de tocarlo no se querían desengañar (Lc 24, 36 ss., Biblia de Jerusalén). No obstante, se debe tener en cuenta también las reflexiones cristológicas, que —ya lo veremos— intervienen, por ejemplo, en los relatos joánicos.
Involuntariamente se dan también motivos cúlticos en la presentación: la cristofanía tiene lugar durante la comida (Lc 24, 30; 41-43; Act 10, 41; Jn 21, 12 ss.; Mc 16, 14, Biblia de Jerusalén). El acontecimiento de la resurrección de Jesucristo en su indefenso asentamiento se ha querido asegurar en seguida contra falsas interpretaciones, en la experiencia y el lenguaje de la historia humana, y colocándolo entre lo acostumbrado.
Después de este progreso investigativo explicativo, se ofrecerán algunas pautas de acción pastoral catequética. Se logra alcanzar la experiencia del resucitado en el camino de ser discípulos que viven, celebran y son testigos de Cristo.
Reflexión pastoral
La palabra de aquellos que ven al Resucitado, la de que el Resucitado, por su aparición, resucitó, es, sin embargo, según los relatos evangélicos la palabra de un acontecimiento que supera a los testigos. Es la palabra de los que, ante tal encuentro, primero reaccionan, con perplejidad, miedo, no reconocimiento, duda, incredulidad, y, por tanto, son los primeros testigos cerrados, pero que luego se conmueven ante la manifestación de sí mismo de Él, se abren y penetran en el acontecimiento de la resurrección. Para este fin se puede ver por ejemplo los siguientes textos (Mt 28, 17; Lc 24, 37; 24, 16; 31, 35; Jn 20, 14-16; 21, 4-12; Mc 16, 11-13, Biblia de Jerusalén). Desde el principio se está hablando por tanto de la victoria del testimonio del Resucitado Jesús.
No obstante, a partir de ahí, hay también una palabra del encargo, del envío, y del dar poder. No es una palabra elegida voluntariamente, espontánea por cuenta propia, libre, sino una palabra del missio: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes” (Mt 28, 19, Biblia de Jerusalén).
Encargo, envío y dar poder resultan juntamente del encuentro con el Resucitado. Esta es también la convicción del apóstol Pablo, quien, en los dos primeros capítulos de la Carta a los Gálatas, no defiende solamente la autenticidad de su evangelio, sino también la de su apostolado, y dice más o menos lo que (Rm 1, 5, Biblia de Jerusalén) dice explícitamente, que del resucitado Kyrios él “recibió la gracia y la misión”, o sea el evangelio y el apostolado.
De otra manera muestra el mismo hecho Juan (20, 19, Biblia de Jerusalén) respecto a Jesús, quien estaba en medio de los discípulos reunidos, los bendice y los envía: “Como el Padre me envió, también yo os envío”; además, les da poder de perdonar o de retener los pecados. La entrega del poder acontece a través de la insuflación del Espíritu, pues este es justamente el espíritu del Resucitado, más exactamente, es el Resucitado en su espíritu. De esta manera, Él excita el poder de la palabra de los testigos para que lo experimenten a Él en su Espíritu.
Ahora bien, puede decirse “nosotros somos testigos […] y también el Espíritu Santo” (Act 5, 32, Biblia de Jerusalén), así como el Jesús joánico en la conversación de despedida (15, 26) puede decir: “Él dará testimonio de mí. También vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio”. Dios ha resucitado a Jesús en la fuerza del Espíritu (Rm 8, 11; 1 Tm 3, 16; 1 Pe 3, 18, Biblia de Jerusalén). Él lo ha elevado a “espíritu que da vida” (1 Co 15, 45; 2 Co 3, 17). El Resucitado lo hace salir de sí, y lo vierte dentro de la palabra y el signo de los testigos (Act 2, 32, Biblia de Jerusalén). Así, según el evangelio de Juan, a aquel que había entrado en la gloria de Dios el Espíritu lo hace volver (Jn 14, 15 ss.; 16, 12 ss., Biblia de Jerusalén), y estar presente para siempre en la palabra y el signo.
Vemos, por tanto, que el Resucitado pasa en virtud de su aparición a la palabra de los testigos. Estos —determinados para esto por Dios— son impulsados a esta palabra por la aparición. No obstante, desde esta aparición, su palabra es por el Espíritu un mandato lleno de poder para aquellos que se saben enviados también a partir de este momento.
En esta palabra está Jesús presente. Dentro de esta, se ha hecho presente, antes que como el Resucitado, como el Jesús en su camino y en su actuar. Ahora, la presencia del Resucitado, por su aparición, ha impulsado y dado poder a los testigos para esta palabra en la fuerza del su espíritu, porque la palabra de los testigos desde la aparición de Él, tiene la fuerza del encargo, el premio del envío, el poder de la vida del creador e iluminador Espíritu. Dice Pablo: “Y si no resucitó Cristo, vano es nuestro kerigma” (1 Co 15, 14, Biblia de Jerusalén). Este es ‘vano’, porque entonces no dice nada, incluso si repitiera “los hechos” de un Jesús muerto y de nuevo “visto” de una enigmática manera.
Cuando se cree en la resurrección de Jesús se confía en el Dios que proporciona vida. Por ejemplo, María Magdalena y un grupo de mujeres son las actrices principales en la mañana de Pascua. Ellas revelan, cuando aún es de noche, el gran suceso de la historia. Es un amanecer sorprendente del todo: “¡Se han llevado al Señor y no sabemos dónde lo han puesto!”. Colocarse en camino, movidas por el amor, es el primer paso para el encuentro con el viviente y para anunciar que no concebimos nada, pero que algo grandioso ha ocurrido. Por eso, se vuelcan a correr, como se divulgará la noticia de que Dios, fiel a su palabra, resucitó a su hijo y con Él nos proporciona el suceso de vivir una vida nueva.
La experiencia de las mujeres y la de Pedro es nuestra propia y habitual experiencia. Nosotros jamás hemos visto a Jesús resucitado, solo hemos verificado el sepulcro vacío. No obstante, en lo insondable de nuestro corazón, hemos experimentado la vida nueva, la proximidad del Dios viviente, de Jesús resucitado.
Hemos comido y bebido de su cuerpo y de su sangre; hemos logrado prevalecer el escándalo del Viernes Santo. Un horizonte infinito se abre ante nuestras vidas. El Señor ha resucitado, ¡y hay que celebrarlo! Ha sometido toda muerte y dominación. Ni el pecado ni el mal poseen ya poder sobre nosotros que hemos compartido su mesa y su signo.
El relato de la tumba vacía nos muestra la fidelidad de aquellas idóneas mujeres que siguieron a Jesús hasta la tumba, contrario a los discípulos que le dejaron en el instante más crítiCo Esto plantea la pregunta de hasta dónde estamos dispuestos a seguir a Jesús.
A su vez, la tumba vacía nos expone a otra realidad. Presenciar la resurrección según la teología marcana no es suficiente para ser discípulo de Jesús, hay que tomar la cruz y cargarla, ya que es esta la que valida el sentido verdadero de la resurrección. No hay resurrección si no hay cruz.
El relato marcano deja el final de este pasaje abierto a la resistencia del lector ante el suceso de la resurrección. El mensaje de la resurrección es encargado a las que se consideraban las menos dignas de todos los discípulos de Jesús, tres mujeres, y estas huyen y callan por temor al reproche o a que no les creyeran los demás. El escritor nos hace tomar una decisión. Nos invita a leer de nuevo la historia, a comenzar nuevamente a caminar de la mano de Jesús, a volver a Galilea, donde comenzó todo y volvernos a encontrarnos con el crucificado que ha resucitado. Como revela, Marcello Bordoni (1986):
Egli ci invita a prendere indietro la Croce, come l’elemento principale per comprendere la risurrezione è quello di prendere la Croce e seguire il Maestro. In piedi davanti alla croce, possiamo sapere chi è questo Gesù e affermare come il centurione romano che Gesù Crocifisso è veramente il Figlio di Dio (p. 105).
La resurrección no es un hecho histórico, susceptible de ser captado por el historiador; solo se puede aprehender a través de la fe.
Conclusiones / Conclusions
Después de este recorrido teológico-pastoral sobre el Crucificado resucitado que sigue llamando, hemos explicado la solución a la pregunta de cómo lograr que la resurrección de Jesucristo se constituya en el creyente como la perspectiva de una vida nueva que nos comunica el Espíritu Santo. Culminaremos con las siguientes conclusiones:
La historia se ha manifestado como el espacio donde las personas viven en continuo conflicto que no han sabido solucionar; por el contrario, en algunas épocas se ha acentuado y han afectado a la misma humanidad gravemente, a pesar de sus adelantos de sus progresos técnicos y científicos. No podemos desconocer la situación actual, en la cual el mal arrecia de tal forma, que pareciera triunfar sobre el bien. Este panorama es desalentador, sino contamos con el acontecimiento más importante, el cual partió la historia en dos, cuando las esperanzas de los discípulos se fueron al piso al ver que su maestro fracasara en la cruz.
Los testimonios históricos y científicos son indicadores empíricos de que Jesús realmente resucitó de entre los muertos. Cuando ambos se combinan, hay un argumento definitivo en favor de la realidad de la resurrección. Estos no serán la última prueba concluyente, pero lo que sí prueban sin vuelta de hoja es que solo la resurrección de Jesús de Nazaret dilucida tales acontecimientos y encamina a la humanidad a su auténtico destino.
La resurrección de Jesucristo se atestiguó de primera mano en la experiencia y la historia de los hombres. Tal acontecer en la experiencia histórica tiene lugar en la aparición del Resucitado para los testigos.
Ahora podemos decir, examinando las fuentes, que la resurrección de Jesucristo tiene un sentido determinado incluso a través del sepulcro vacío. Este se convierte, por esto, provocando el testimonio de las apariciones del Resucitado, en un testigo elocuente. Si consideramos las múltiples e inconsistentes narraciones escritas, por una parte, reservadas, por otra, con fuertes adiciones para la piadosa edificación, hay un doble aspecto:
Lo primero es la versión inintencionada e inacentuada de un hecho, que se puede tomar de una múltiple tradición. De ahí pueden decir Hans von Campenhausen y Wolfhart Pannenberg (2001), con motivo de una investigación imparcial y cuidadosa: “Se encontró y se mostró con toda probabilidad de verdad un sepulcro vacío” (p. 159)
Lo segundo que podemos extraer de las narraciones es que el sepulcro vacío no es una ‘prueba’ de la resurrección, sino una referencia de esta y un signo. Su noticia solo despierta, según los evangelios, perplejidad, miedo, duda y toda clase de malévolas suposiciones. No obstante, cuando se bosqueja en los relatos la tendencia a atribuir al sepulcro vacío una fuerza probatoria cierta, esta lleva al absurdo. Habría que añadir a esto un conjunto de garantías adicionales, por ejemplo, el lacrado del sepulcro y los centinelas de este (Mt 27, 77 ss.; Lc 24, 12.24, Biblia de Jerusalén).
La fe nos conmueve a reconocer la llamada de Jesús a la salvación: una fe en su persona, en su mensaje y su obra. En la muerte y resurrección de Jesús la humanidad íntegra ha sido redimida para Dios, y, a su vez, esta es vida para la humanidad, que solo puede alcanzar su verdadera significación en Dios, uno y trino, quien se ha dignado realizar en el Hijo la salvación del mundo. ¿Qué hay que hacer? No se trata de imponer, sino de proponer esta buena noticia. Como parece tan evidente, el hombre moderno critica este mensaje, a pesar de tener ante sí hechos fehacientes y claros que apoyan la verdad de las suplicas de Jesús, quien, para corroborarlas, resucitó de entre los muertos. A varios no les caen bien, pero su verdad no queda alterada por el hecho de que gusten o no. El conjunto de pruebas demuestra que Jesús resucitó. Esto hay que enfrentarlo cara a cara.
Para Walter Kasper (2002), con la muerte violenta y vergonzosa de Jesús en la cruz parecía que todo había acabado. También los discípulos de Jesús entendieron su muerte como el fin de sus esperanzas. Defraudados y resignados volvieron a sus familias y su profesión. El mensaje de Jesús sobre el reino de Dios que se había acercado parecía haber sido desmentido por su final. Pero, ¡Cristo ha resucitado! (p. 151).
Hoy más que nunca el mundo necesita escuchar la buena noticia de que Dios en su hijo Jesucristo ofrece la posibilidad de construir un mundo más humano, desde la perspectiva de unos valores que muestran la predicación, la doctrina y vida de Jesús. Con la resurrección de Jesús de Nazaret se revela el designio de amor de Dios a la humanidad, en el cual la humanidad entera es invitada a entrar en amistad y a vivir en comunión con Dios, uno y trino.
En este trabajo de investigación se ha mostrado cómo Dios se acerca a nosotros, ofreciéndonos su amistad y a recibir su amor, para que vivamos como sus hijos desde ya y con la esperanza de alcanzar una plenitud de vida que ya no conocerá límites, ni dolor, ni muerte. Esta es la finalidad del envío del hijo único y del Espíritu Santo al mundo.
Jesús anunció al mundo la liberación total de todos los males que aquejan a los hombres. Su muerte enterró todas las esperanzas puestas en Él. Así lo manifiestan la fuga de los apóstoles (Mc 15, 50, Biblia de Jerusalén), la decepción de los discípulos de Emaús (Lc 24, 21, Biblia de Jerusalén) y el miedo de los judíos (Jn 20, 19, Biblia de Jerusalén). ¿Había fracasado Jesús y con Él su causa? Esto es lo que algunos teólogos tratan de dar a comprender en su reflexión y que en su momento se presentó en este trabajo de manera novedosa.
La resurrección de Cristo es nuestra resurrección. Esta recapitula toda la realidad de la salvación que Dios quiere dar al hombre, como se describió en esta investigación.
¡Cómo no contemplar el misterio del acercamiento de Dios al hombre para invitarlo a vivir con Él! La salvación cristiana es un suceso ejecutado por Dios en nuestra historia, preparado por Él desde el principio, por muchos siglos, y realizado en la “plenitud de los tiempos” (Ga 4, 4, Biblia de Jerusalén), cuando Dios movido de amor por su creación envía su hijo al mundo, para que hecho hombre lo redimiera en la cruz. Es así como la Iglesia contempla día a día a su fundador, su maestro, su señor, para anunciar a las generaciones que Jesucristo es el único mediador de salvación del mundo, lo que responde al cristiano que todavía no es consciente de la manera como Jesucristo lo ha salvado.
La resurrección de Cristo es definitivamente primicia y origen de nuestra futura resurrección. Jesús habló de esto al anunciar la institución de la eucaristía como un sacramento de la vida perdurable, de la resurrección futura: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6, 54, Biblia de Jerusalén). Si Jesús murió por nosotros, también resucitó por nosotros: muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró nuestra vida. En Él, que es la resurrección y la vida (Jn 11, 25, Biblia de Jerusalén), se inaugura nuestra propia resurrección, y con su soplo divino se hace efectiva y se realiza esa vida divina, mediante el servicio de la Iglesia, en la historia, en el hombre (Jn 20, 22, Biblia de Jerusalén), que nos sitúa a todos los hombres ya directamente en el dinamismo de la vida eterna.
Una enseñanza bien enfocada la encontramos en la Iglesia, fundamentada en la Sagrada Escritura, la tradición y el magisterio. Siempre ha dicho al mundo que, en Jesucristo muerto y resucitado, Dios ofrece al hombre la posibilidad de enderezar su historia a su verdadero destino: Dios, uno y trino:
el primogénito de toda criatura.
En él fueron creadas todas las cosas,
las del cielo y las de la tierra,
las visibles y las invisibles:
tronos, dominaciones,
principados, potestades,
todo lo ha creado Dios por él y para él.
Cristo existe antes que todas las cosas
y todas tienen en él su consistencia.
que es la Iglesia.
Él es el principio de todo,
el primogénito de los que
triunfan sobre la muerte,
y por eso tiene la primacía
sobre todas las cosas.
Dios, en efecto, tuvo a bien
hacer habitar en él la plenitud,
y por medio de él
reconciliar consigo todas las cosas,
tanto las del cielo como las de la tierra,
trayendo la paz por medio de su sangre
derramada en la cruz.
(Col 1, 15-20, Biblia de Jerusalén).
Notas
1 Se sabe que el título más normal de todos, desde los primeros años de la Iglesia, fue el de “Cristo”. Según los primeros capítulos de los Hechos de los apóstoles, la proclamación de Jesús como “mesías” o “Cristo” era tema esencial del kerigma (Act 2, 36; 3, 18. 20; 4, 10; 5, 42).
2 Se debe decir que la ‘‘resurrección de los muertos’’ significará la plena personalización y espiritualización de la materia, no su abolición. Mediante el Espíritu Santo, el espíritu humano dominará por completo la materia. El cuerpo expresará claramente y servirá al espíritu glorificado de los seres humanos. Aceptar todo esto requiere un esfuerzo de imaginación.
3Los creyentes gozamos de una seguridad interior que incumbe al alma, que no es natural, que no es de recinto, pero nos hace profesar que nuestro Dios está vivo y está encarnado y vive con nosotros, sufre con nosotros. Es un ambiente que el corazón descubre.
4 “La risurrezione di Gesù può essere chiamato evento storico, in quella parte della storia si apre un nuovo orizzonte e fare un nuovo obiettivo per il nostro futuro di uomini che vivono storicamente, facendone un importante fatto storico E questo più che nella realtà storica in principio viene anche la nuova, l’inaspettato e imprevisto, non determinabile dalla continuità e la connessione”.
5 Jürgen Moltmann expone que este secreto de que la fe israelita de la promesa esté enamorada, con obstinada exclusividad, de los cumplimientos de las promesas en la historia y, en el más acá, el supuesto para entender la resurrección de Cristo como resurrección del crucificado y no, como símbolo de la esperanza de resurrección y como símbolo de la entereza en esta vida oportuna a esa esperanza.
6 La resurrección de Jesucristo es esencial para la fe cristiana de los creyentes. Si Él no hubiera resucitado de entre los muertos, la fe cristiana no obtendría eficacia, ya que Jesús mismo expresó que resucitaría de entre los muertos al tercer día. Por otro lado, si Jesús resucitó de entre los muertos, las sus enunciaciones son verdad y ahora podemos estar seguros de que sí hay vida después de la muerte.
7 Los versículos 6a y 7 son ciertamente añadidos prepaulinos; los versículos 6b y 8, anotaciones paulinas.
8 Según las ideas proféticas, Dios resucitará a los muertos en su día. No se hace referencia con esto a una resurrección anticipada de un individuo, aunque fuera el Mesías. Los acontecimientos finales tampoco se pueden extender durante un cierto tiempo, como indica la expresión “el último día”.
9 “The resurrection of Jesus is the most important event in the history of salvation. It is, therefore, the central fact of this history. Because it is the definitive event in life of Jesus and in the life and faith of Christians. So decisive, that without resurrection of Jesus existence would have meaningless and the faith of Christians our most elemental consistency”.
10 Para el Nuevo Testamento, el término resurrección, en griego ‘‘anastasis’’, significa ‘‘levantarse’’. Jesús, resucitado, se levantó, volvió a la vida: fue vivificado plenamente para estar siempre en la dimensión divina donde la muerte ya no lo puede tocar. Es el caso diferente al de Lázaro, que fue una revivificación, en la cual él se va a encontrar nuevamente con la muerte tarde o temprano. Jesús ya en la dimensión divina y para siempre puede traspasar paredes, presentarse a sus discípulos, desearle la paz y entregar su espíritu para estar con ellos de otra manera: invisible, pero real. Murió, fue sepultado, resucitó al tercer día de entre los muertos, para no volver a morir nunca jamás.
11 De hecho, para el Antiguo Testamento, el hombre, en su esencia, “es carne” (para los griegos, “tiene carne”); la “carne” significa el hombre en cuanto transitorio, vulnerable, sujeto a enfermedad, miedo, muerte (debilidad física) (Ps 78, 39; Ls 40, 6, Biblia de Jerusalén). “Toda carne” designa a toda la humanidad en cuanto mortal (Job 34, 15; Is 66, 23, Biblia de Jerusalén). En los escritos rabínicos, para designar al hombre en su transitoriedad, se le llama ‘‘carne y sangre’’ (primera vez en Eclo 14, 18, Biblia de Jerusalén).
12 “Cuerpo”, también “carne” (gr. sarx), significa cosas muy distintas de lo que entendemos por esta palabra en nuestra lengua. La palabra “carne” tiene para nosotros un sentido obvio de masa muscular, de comestible y, en sentido moral, una referencia a la sexualidad, que es ajena al sentido propio del término tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.
13 En oposición a “espíritu”, significa la condición humana débil (Mc 14, 38, Biblia de Jerusalén), y, en los escritos paulinos, la debilidad moral, los bajos instintos que inducen al hombre al pecado (Rm 8, 6; Ga 5, 17, Biblia de Jerusalén).
14 La resurrección de Jesús acontece a la manera de una propia atestiguación del resucitado en cuanto tal a la experiencia y a la historia de los hombres. Tal acontecer en la experiencia histórica tiene lugar en la “aparición” del resucitado para los testigos.
15 Es evidente que algunos jefes de Israel acusaron a Jesús de actuar contra la Ley, contra el templo de Jerusalén y, particularmente, contra la fe en el Dios único, porque se proclamaba hijo de Dios. Por esto, lo entregaron a Pilatos para que lo condenase a muerte. Así se ha cumplido de una vez por todas, con la muerte redentora de Jesucristo, el hijo de Dios, el designio salvador del Padre. De la misma manera, la pasión, muerte, resurrección y glorificación está en el centro de la fe cristiana.
16 Quienes visitan el huerto de Getsemaní se sorprenden al conocer que los nudosos olivos que ven podrían haber sido pequeños arbolitos cuando Jesús vino aquí con sus discípulos en aquella fatídica noche después de la última cena (Mt 26, 36; Mc 14, 32; Jn 18, 1, Biblia de Jerusalén). En la actualidad, estos antiguos árboles crecen en cuidados arriates, aunque en tiempos de Jesús esto podría haber sido un olivar con una almazara (Getsemaní en griego).
17 Se recomienda comprobar también (Rm 6, 1 ss.; Col 2, 12; 3, 1 ss., Biblia de Jerusalén).
18 Sostenemos que “la salvación es el asunto humano primordial”. Este conocimiento habla del ser y del sentido último de lo humano; intenta describir conceptos como el de “integridad”, “trascendencia”, “plenitud”, “futuro mejor”, “afirmación de la propia existencia”, “dignidad” y “presente sano”. La imagen de salvación cree que en el hombre existe la necesidad, aunque sea en forma implícita, de una tal salvación. Así ocurre efectivamente.
19 La participación en la vida nueva hace también que los hombres sean ‘‘hermanos’’ de Cristo, como el mismo Jesús llama a sus discípulos después de la resurrección: ‘‘Id a anunciar a mis hermanos [...]’’ (Mt 28, 10; Jn 20, 17, Biblia de Jerusalén). Son hermanos no por naturaleza, sino por don de gracia, pues esa filiación adoptiva da una verdadera y real participación en la vida del hijo unigénito, tal como se reveló plenamente en su resurrección.
20 El hombre siempre tiene la posibilidad de creer o no acerca de aquel que se presenta como portavoz de Dios, ya que el contenido de su mensaje no es evidente. Para creer hace falta también un acto de la voluntad, la cual, una vez que la inteligencia ha admitido que no hay absurdos ni en el contenido ni en la credibilidad del testigo, decide adherirse y asentir.
21 En Jesucristo se cumplen todas las figuras, las profecías y las preparaciones del Antiguo Testamento. La larga parábola de la salvación, que suponía ya un cumplimiento en devenir, se hace realidad definitiva e irrevocable. La humanidad queda salvada una vez para siempre gracias a Jesucristo. Pero la realidad conserva la forma del acontecimiento y hasta la parábola, ya que no solamente Jesús cuenta parábolas, sino que es una parábola.
22 Se deben comparar las siguientes fuentes: Jn 14, 19; Act 1, 3; 25, 19; Ef 2, 55; Hb 7, 8-25; 1 Pe 3, 18, Biblia de Jerusalén.
23 No es este el lugar de repetir aquí el estudio de las diversas cuestiones sobre la historicidad y la credibilidad de la resurrección.
24 Desde hace dos mil años ese “sepulcro vacío” no es un sepulcro oscuro. Es una fuente de luz. La sencilla losa que besa el peregrino de Jerusalén es como la piedra inconmovible donde se asienta la fe de los cristianos. Nosotros sabemos dónde está el cuerpo físico de Jesús; nosotros sabemos por qué está vacío ese sepulcro. Hay en el mundo otros importantes mausoleos para la historia. Profetas de cada época, filósofos, reyes, pensadores, políticos y revolucionarios yacen bajo las losas de sus respectivos sepulcros. Millones de hombres veneran su recuerdo.
25 No puede subsistir duda de que ojqe significa “aparición real”, la cual es una objetiva manifestación que se impone desde fuera, si examinamos el sentido de tal verbo en pasajes paralelos de los evangelios (Lc 24, 34; Act 9, 17; 13, 31, Biblia de Jerusalén). Este aparecerse activo de Jesús es el cumplimiento de la promesa hecha a los discípulos en los relatos del sepulcro vacío, según los cuales el Resucitado se les aparecería en Galilea (Mt 28, 7.10; Mc 16, 7; Jn 20, 18-25; Act 9, 27; 22, 18; Lc 24, 37.39, Biblia de Jerusalén). Es la expresión que utiliza von Balthasar. El término ojqe el lenguaje de las Escrituras significa la irrupción de lo oculto e invisible en el ámbito de lo visible.
26 Si se observan con más atención los textos más antiguos (1 Co 15, 5-8; Act 3, 15; 9, 3; 26, 16; Ga 1, 15; Mt 28, Biblia de Jerusalén), se nota con sorpresa una representación espiritualizante de la resurrección. Textos más recientes, como Lucas y Juan, denotan una materialización cada vez mayor, que culmina en los evangelios apócrifos de Pedro a los Hebreos y en la epístola Apostolorum. Tal hecho se explica si consideramos que la Pascuade Cristo, en la interpretación más antigua, atestiguada en (Act 2-5; Lc 24, 26; Flp 2, 6-11, Biblia de Jerusalén), no se concibe aun en términos de resurrección, sino de elevación y glorificación del justo doliente.
27 Las tradiciones de relatos de aparición separadas, que remiten a Galilea, y los relatos de descubrimiento de la tumba procedentes de la tradición jerosolimitanas se mezclan cada vez más en los evangelios. Por esto, ya no es posible armonizar, por ejemplo, las diferencias en el marco topográfiCo La imposibilidad de una armonización posterior afecta a todos los detalles de los relatos de apariciones, sin que exista un cuadro exacto del curso de los acontecimientos.
28 Con su muerte y resurrección, Jesucristo no solamente nos ha dado vida nueva, también ha vencido el poder del maligno. Con este convencimiento la primitiva Iglesia inicia su andar por este mundo, llevando la alegre noticia del misterio pascual de Jesucristo.
29 La cruz convierte a quien la mira con fe. Convierte la inteligencia, lo mismo que el corazón y la voluntad, y justifica por pura gracia a los que creen. La cruz, comunión total de Jesús con la vida de los hombres, les concede comulgar con la vida de Dios. La cruz es la última palabra de Dios, pronunciada en el silencio de la muerte, por la que se dice todo.
30 Emaús es un símbolo. Es el símbolo del fracaso, de la dispersión, de la desilusión. Estos dos discípulos que se van de Jerusalén son una imagen de todos aquellos que se habían ilusionado con Cristo y que ahora, perplejos por la Cruz, no ven otro camino que la huida, la retirada, el largo duelo por haberse atrevido a soñar con un mundo mejor. Jesús los alcanzó. Se hizo “el encontradizo”, salió al paso de ese duelo que punzaba sus almas y ensombrecía sus rostros.
31 La evangelización de las naciones pertenece al kerigma cristológico con la pasión y la resurrección. La apertura misionera de la Iglesia a los que no han recibido todavía la luz de Cristo es indispensable al mismo Cristo; solo así es como puede proporcionar a los hombres ese tercer signo esencial de su realeza mesiánica.
32 El kerigma es un acontecimiento emprendedor y creciente de la salvación operada por Cristo, al ser proclamado desde la Iglesia, en cuyo seno se ejecuta claramente la fuerza operante del Espíritu. Es proclamado por los enviados con la autoridad de la Iglesia. El kerigma se realiza envuelto en la fuerza y la obra visible del Espíritu, que camina convirtiendo al oyente que toma el anuncio y responde con fe.
33 Hay quienes no aceptan la resurrección porque no creen en Dios y, por tanto, viven también sin esperanza (Ef 2, 12, Biblia de Jerusalén). Pero incluso creyendo en Dios, hay quienes no creen en la resurrección de los muertos, como ocurría con los saduceos en tiempos de Jesús, que no entendían hasta dónde llegaba el poder de Dios (Mt 22, 23.29, Biblia de Jerusalén).
34 Toda esta argumentación es basada en el Catecismo de la Iglesia Católica, No. 639 a No. 647 y No. 656 y 657. En la resurrección de Jesucristo está el centro de nuestra fe cristiana y de nuestra salvación, ya que, si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe (1 Co 15, 14, Biblia de Jerusalén) y también nuestra esperanza. Pero sabemos que Jesucristo no solo ha resucitado, sino que nos ha prometido resucitarnos también a nosotros.
35 Las celebraciones sacramentales son los símbolos de la fe, porque se refieren a Jesucristo como el gran sacramento y a la Iglesia como sacramento de Cristo, y porque acrecientan la fe, la esperanza y el amor de la comunidad que se siente en comunión solidaria con Dios y con los hermanos.
36 Eberhard dice que hay que arrancar del “Dios que habla” y a partir de ahí, recogiendo su originalidad, es como podremos presentar realmente al Dios verdadero que viene al lenguaje. Es una idea muy importante de Jüngel. Dios —dirá él— es un acontecimiento lingüístico, es decir, se hace presente en el lenguaje. Recogiendo al Dios que se hace presente y que viene desde Él mismo al lenguaje, Dios podrá resonar como palabra gozosa.
37 No he querido tratar, de ofrecer un comentario detallado de los cuatro relatos evangélicos. Cada uno de estos se redactó en función de una comunidad cristiana concreta; sus objetivos varían, y sobre un fondo determinado cada una de sus pinturas adquiere un relieve y un tono particular.
38 “Sheol” es la palabra hebrea más antigua en el Antiguo Testamento y designa el “más allá”; significa “reino de los muertos” o “infiernos”. Su significado original, a pesar de los estudios realizados hasta ahora, no deja de ser obscuro. Aparece 66 veces en el Antiguo Testamento, sobre todo en el libro de los Salmos, en Job y en los Proverbios.
39 En este relato joaneo notamos que se derrama la luz del amor; es esta luz la que capacita para comprenderlo todo y tiene que estar acompañada de la palabra de Jesús. El sepulcro vacío es un signo para todo aquel que se sienta discípulo amado.
40 Sabemos que la Pascua llama a todos los bautizados a avivar el propio bautismo, por el que hemos sido transformados en nuevas criaturas. Nuestra alegría pascual será verdadera si nos encontramos de verdad con el Resucitado en lo más profundo de nuestra persona; si nos dejamos llenar de su vida y de su paz. Esa vida y esa paz vienen de Dios y generan vida y paz entre los hombres. El encuentro personal con el Resucitado teñirá toda nuestra vida, nuestra relación con los demás y con toda la creación.
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