Capítulo de Investigación
1
La resurrección de Jesucristo de entre los muertos
The Resurrection of Jesus Christ from the Dead
https://doi.org/10.28970/9789585498358
La resurrección de Jesucristo de entre los muertos
Al hablar del crucificado resucitado, quien sigue llamando, y de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, descubrimos el siguiente mensaje:
“Resucitó al tercer día de entre los muertos”; y significa que Dios no se humilló en vano en su Hijo; antes bien, obrando así, lo hizo también para su propia gloria y para confirmación de su gloria. Al triunfar su misericordia, justamente, en su humillación, se cumple la exaltación de Jesucristo. Si antes señalamos que en la humillación se trataba del Hijo de Dios y por lo tanto de Dios mismo, ahora hemos de acentuar que se trata de la exaltación del hombre (Baena, 2011, p. 835).
El hombre es glorificado en Jesucristo y destinado a una vida para la cual Dios le ha hecho libre en la muerte de Jesucristo. Dios ha abandonado, por así expresarlo, el espacio de su gloria, y el hombre puede ahora pasar a ocuparlo. Este es el anuncio de resurrección, el fin y objeto de la reconciliación, la redención del hombre. Es la meta que ya se hacía evidente el Viernes Santo. En cuanto Dios interviene por el hombre (los escritores del Nuevo Testamento no han temido emplear el término ‘pagado’), este es un rescatado.
El concepto “resurrección” se encuentra en varias religiones, aunque se le asocia exclusivamente al cristianismo debido a su creencia central en la resurrección de Jesucristo. Este enunciado pudo haberse asociado al judaísmo desde fuentes persas, aunque la idea adquiere raíces más profundas en el yavismo del Antiguo Testamento y en el concepto de la alianza de Dios con Israel. Es el caso lo de Judas Macabeo, quien “[…] reuniendo entre sus hombres cerca de dos mil dracmas, las mandó a Jerusalén para ofrecer un sacrificio por el pecado (de los que habían sucumbido en la guerra), obrando muy hermosa […], pensando en la resurrección” (2 M 12, 43; Cf 2 M 7, 9. 14, Biblia de Jerusalén).
Jürgen Becker (2007) muestra que el término “resurrección” no tiene el mismo significado que aparece en el Nuevo Testamento, que hace referencia a lo acontecido a Jesús de Nazaret, quien venciendo la muerte en la cruz, pasó al estado de glorificación en la dimensión divina (“[fue] constituido hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro”, p. 208), para nunca más morir y ser fuente de vida divina para la humanidad: “Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís” (Act 2, 33, Biblia de Jerusalén). Esta es la firme convicción de la primitiva Iglesia: “Mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, ha reengendrado a una esperanza viva” (1 Pe 1, 3, Biblia de Jerusalén). Esta es una de las razones para que, en la Iglesia, la resurrección sea el fundamento de su fe (Klaus, 2009, p. 621).
El Catecismo de la Iglesia enseña que la resurrección de Jesús es la esencia misma de la proclamación del evangelio y el núcleo mismo y primordial de la fe cristiana:
Esto es lo que anunciamos y esto es lo que creéis [...]. Si Cristo no ha resucitado, no tiene sentido nuestra predicación y no tiene sentido vuestra fe [...]. Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de eficacia y aún estáis en vuestros pecados, porque todavía no se ha realizado la redención. Pero no es así: “El Señor ha resucitado verdaderamente”, y “si con tus labios confiesas que Jesús es Señor y con tu corazón crees que Dios le ha resucitado de entre los muertos, te salvarás” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1992).
La resurrección de Jesús para la Iglesia es el fundamento y el centro de la fe cristiana, porque es la plena revelación de Jesús como hijo del Padre en quien el hombre y el mundo tiene acceso a la vida misma de Dios: ‘‘Mi Padre quiere que todos los que vean al Hijo y crean en Él, tengan la vida eterna, y yo los resucitaré en el último día’’ (Jn 6, 40, Biblia de Jerusalén). La vida eterna es la que da Jesús por medio del Espíritu Santo, como Él mismo lo había anunciado: ‘‘Pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en Él en fuente de agua que brota para la vida Eterna’’ (Jn 4, 14, Biblia de Jerusalén).
Protegiendo esta convicción en toda su fuerza y anunciando con fidelidad esta buena noticia a las otras generaciones, la Iglesia profesa su fe en la resurrección en breves fórmulas a manera de síntesis desde el principio, desde el inicio de su misión, como enviada a todas las naciones, por su señor, y la expresa en los símbolos que ya conocemos (González de Cardenal, 2006).
Asimismo, la Iglesia comienza a profundizar en lo que significa la resurrección para el hombre y sus implicaciones. Así, tras la muerte de Jesús y su resurrección, se establece el origen y principio de un nuevo orden de cosas que se encamina a “la plena personalización y espiritualización” de todo el orden material. Un nuevo orden de cosas que se centralizan en Jesús resucitado:
Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es Señor del cosmos y también Señor de la historia, de la que es “el Alfa y la Omega” (Ap 1, 8; 21, 6), “el Principio y el Fin” (Ap 21, 6) […]. Jesucristo es el nuevo comienzo de todo: todo en Él converge, es protegido y restablecido al Creador de quien proviene. De este modo, Cristo es el cumplimiento del anhelo de todas las religiones del mundo y, por ello mismo, es su única y definitiva culminación (Juan Pablo II, 2000, 5-6).
Adolphe Gesché (2002) manifiesta que Jesucristo es el señor de la historia, en la cual se ha operado la soberanía de Dios, superando así la muerte y dando comienzo a un nuevo ser, a un nuevo futuro, a una nueva esperanza, para dar el nuevo rumbo a la historia que confluirá en la comunión trinitaria a todo aquel que lo acoja con fe, esperanza y amor.
Respecto a Jesús resucitado, ‘‘hecho Señor y Mesías’’ (Act 2, 36, Biblia de Jerusalén), ‘‘constituido Hijo de Dios con poder1’’ (Rm 1, 4, Biblia de Jerusalén), Bernard Sesboüé (1993) revela que en su persona el estatuto ejemplar del hombre plenamente salvado realiza y manifiesta al mismo tiempo lo que es nuestra salvación. Según la frase de Ireneo, es ‘‘la salvación en resumen’’. La resurrección es el cumplimiento perfecto de la salvación en Jesús por nosotros; es igualmente su última revelación. Abre la puerta al don del espíritu, que viene a hacerla eficaz, en todos los que la acogen en la fe (p. 203).
En fin, la resurrección es el fundamento seguro de nuestra fe y esperanza. Si creemos que Jesús murió y resucitó, también hemos de esperar que Dios llevará a cabo con Jesús nuestra resurrección. Una garantía de esta esperanza es que el espíritu de aquel que resucitó a “Jesús de entre los muertos” está también dentro de nosotros: “El cual dará vida a nuestros cuerpos mortales en virtud de ese mismo Espíritu que habita en vosotros” (1 Ts 4, 14, Biblia de Jerusalén)2
El creyente que defienda la buena noticia de la resurrección de Jesús podrá vivir con alegría su unión con Cristo y sus hermanos, logrará indistintamente convertirse en testigo de la vida eterna que Dios ofrece al hombre en su Hijo y dar razón de su fe y de su esperanza a los demás hombres, sus hermanos3.
El acontecimiento histórico de la resurrección
La resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico. El Catecismo de la Iglesia, n.º 639, escribe:
El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: “Porque os trasmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce’’ (1 Co 15, 3-4, Biblia de Jerusalén). El apóstol habla aquí de la tradición viva de la resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco (Cf Act 9, 3-18, Biblia de Jerusalén).
Con la palabra “histórico” expresamos que un hecho es real, que realmente sucedió, pero, en un sentido más preciso, ¿qué intentamos decir cuando indicamos que un acontecimiento del pasado es histórico? Si un hecho ha sucedido ante nuestros ojos no tenemos necesidad de nada más para asegurarnos de que es real, de que ciertamente ha sucedido. Pero si un acontecimiento ocurrió, por ejemplo, cuando nosotros aún no existíamos, ¿cómo sabremos que evidentemente fue así? Tal vez la creencia en esto se debe a pruebas fiables de personas que lo vieron. Así un hecho histórico es aquél del que existen testimonios orales (May, 1998).
Jürgen Moltmann manifiesta que la resurrección de Cristo permite un hecho histórico y es un acontecimiento para la fe. Entendemos por “histórico” aquel hecho del que se alcanza un conocimiento cierto por los métodos de la historia. Lo real abarca todo lo que ha sucedido y tiene más extensión que lo históriCo ¿Qué hay de histórico en la resurrección? (Moltmann, 2000, p. 232).
En un primer momento, es histórico el testimonio de los apóstoles por el que proclaman que, después de su muerte, han visto vivo al Jesús con quien habían convivido. El contenido del testimonio es la experiencia de un Jesús resucitado y es considerada real por los apóstoles. ¿Hay ahí algo que pueda ser tenido por estrictamente histórico o se trata de una realidad solo perceptible por la fe?
Benedicto XVI (2012), explicando a los fieles las lecturas del domingo de Pascua que trataban sobre la enseñanza tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento en torno a la resurrección, testificó que la creencia en esta y “en la vida eterna va conducida no raramente de muchas dudas y de tanta confusión, porque se trata de una realidad que sobrepasa los límites de nuestra razón y requiere un acto de fe’’.
Subrayemos brevemente los siguientes puntos de la reflexión de Benedicto XVI:
- La resurrección como acto de pasar de la muerte a la vida no es histórica y no puede ser comprobada; es desaparición: el cuerpo del resucitado no pertenece ya al universo fenoméniCo No se trata, pues, de la reanimación de un cadáver como en el caso de Lázaro.
- Consideramos histórico aquello que fue objeto de una prueba sensorial, es decir, el sepulcro vacío y las apariciones, dos elementos que se deben tratar mediante los métodos de la exégesis y de la historia.
- Los testigos de la resurrección han visto unos signos y, a través de estos, han reconocido a Jesús como quien los originaba. Hay, pues, dos tiempos bien grabados: la percepción de los signos y el acto de fe.
De los relatos evangélicos se infiere que, previamente, los apóstoles revelan un signo sin escuchar a Jesús; a continuación, caminan de este discernimiento a la fe por intermedio de una meditación sobre su experiencia primera con Jesús, iluminada ahora por las escrituras que Él les interpreta. Como objeto de fe la resurrección esboza tres dificultades: a) el origen de la fe de los testigos en la resurrección experimentada a partir de los datos de la crítica literaria e histórica; b) una reflexión sobre la resurrección en sus dos aspectos: el fenoménico, y el que trasciende la historia y solicita la fe. Si la reflexión sobre el primer aspecto no supone la fe, la consideración del segundo designa el objeto mismo de la fe y presenta al no creyente la cuestión que plantea el testimonio evangélico, junto con la respuesta que el mismo testimonio evangélico propone; c) la relación entre el acceso subjetivo al hecho y las estructuras objetivas del mismo (Benedicto XVI, 2012).
Esta relación presentada por el anterior papa es evidente, y se funda en el vínculo que hay entre Cristo y la naturaleza e historia. Habrá que delinear una filosofía del cuerpo que permita formular la relación entre Cristo resucitado y la naturaleza, y una teología de la libertad en la historia que exprese la relación entre Cristo resucitado y esta historia.
El impedimento hecho histórico-acontecimiento trascendente es superado por el acto de fe, pero el cimiento de esta superación no queda de manifiesto en la primera descripción del origen de la fe ni en el análisis de las estructuras objetivas de la resurrección como hecho histórico y acontecimiento para la fe. El fundamento del acto de fe es el mismo misterio de Cristo. Este fundamento no puede ser desvelado más que en la fe, pues no es genuino confundir las razones para creer con el último fundamento de la fe. Estos argumentos surgen al presentar las fuentes de la fe en los primeros testigos, pero descansan en un último fundamento que no puede ser alcanzado más que cuando aquellas razones promueven el acto de fe (Romano, 1996)4.
Wolfhart Pannenberg habla en tono resuelto de la resurrección como un acontecimiento histórico y declara que no son los que afirman que la resurrección es un acontecimiento histórico los que cargan con el peso de la demostración, sino los que lo niegan. Las objeciones contra el hecho de la resurrección no parten tanto de los relatos sobre esta como del supuesto de que un historiador no puede aceptar un acontecimiento tan extraordinario como un hecho. Pero eso es un argumento antihistórico, un argumento que descansa sobre una concepción del mundo para siempre (Pannenberg, 1977).
El mismo Pannenberg cierra sus reflexiones con estas palabras:
“Si el origen del cristianismo primitivo, que, prescindiendo de otras tradiciones, también en Pablo se remonta a unas apariciones del resucitado, pese a todos los exámenes críticos del dato tradicional solo se comprende, si lo consideramos a la luz de la resurrección escatológica de los muertos y de la resurrección de Jesús de entre los muertos allí, certificada, entonces lo designado como tal es un acontecimiento histórico, aunque no sepamos nada más preciso al respecto. Pero sin esa base histórica la fe cristiana perdería su fundamento. Hay, pues, que afirmar como histórico un suceso, que solo puede proclamarse en la expectación escatológica” (p. 114).
Las vivencias y experiencias de los discípulos al ser testigos del resucitado y, por tanto, testigos de la resurrección son los autotestimonios del resucitado. ¿Cómo se reflejaron esas experiencias en los discípulos? Se reflejan fácilmente en su conversión radical, equivalente a una creación nueva; los que renegaban se convierten en confesores; los dubitantes en creyentes; los perseguidores pasan a seguidores y perseguidos; los que huían se hacen emisarios, y los que se resistían son llamados. Ellos son la respuesta de lo que ha ocurrido en y con Jesús: el rechazado pasa a ser el aceptado; el humillado, a exaltado; el difunto, a viviente; del que pertenecía al pasado surge el ser futuro, y el ausente se convierte en el presente para siempre.
Edward Schillebeeckx es más sosegado al decir que la resurrección de Jesús es un acontecimiento en Él y en los discípulos. Para ellos, la resurrección del Maestro es un proceso interno: la incredulidad de los discípulos es superada por una vivencia de conversión y de gracia. Esa conversión se realiza gracias a una iluminación interior. Los discípulos han vivido una conversión, pasando de la desilusión con Jesús al gozo de experimentarlo vivo que les lleva a un cambio de vida y al reconocimiento de que Él es el profeta escatológico, el que ha de venir, el redentor del mundo, el hijo del hombre, el hijo de Dios. Por eso, este autor indica precisamente que a partir de la “resurrección de Jesús de entre los muertos el Reino de Dios tiene el rostro de Jesucristo” (Schillebeeckx, 1983, p. 90).
La percepción del acontecimiento de la resurrección de Cristo es, pues, un conocimiento esperanzado y expectante de este. Ese conocimiento percibe lo latente de vida eterna, que invita a la alabanza y gratitud a Dios, por mostrar la supresión de lo negativo que el hombre percibe, al ser rescatado todo en su hijo, crucificado y resucitado, abandonado y exaltado. Aquí se manifiesta el amor de Dios y la misión del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo, según san Pablo, resucitó a Cristo dentro de los muertos y lo transformó en principio de vida (1 Co 15, 45, Biblia de Jerusalén) de la cual brota la vida nueva para el hombre como cumplimiento de las promesas hechas por Dios5. El Espíritu habita también en el hombre (Rm 8, 11, Biblia de Jerusalén), para resucitar nuestros cuerpos mortales como el de Cristo. Así, Jesús es el cumplimiento perfecto de la salvación. Dios por medio de Jesucristo salva al hombre.
Aspectos esenciales de la resurrección
Son numerosos los aspectos pastorales catequéticos de la resurrección de Jesús de entre los muertos, formulados en muchos testimonios que se encuentran en el Nuevo Testamento, al testificar que es unánime la resurrección de Jesús después de su muerte como un acontecimiento plenamente nuevo. No se trata de hacer una exposición científica de esto, pero sí mostrarlo, a través de hechos contundentes, como el sepulcro vacío y las apariciones del Señor, que señalan el hecho de la resurrección, afirmando que el que antes estaba muerto ha resucitado.
La transformación fundamental del grupo de discípulos que seguían a Jesús:
[…] proporciona como cierto del que antes había compartido con ellos y que fue crucificado, dan pruebas evidentes de sus apariciones, que confirman lo que antes Él mismo les había anunciado, sobre su necesidad de padecer, morir y después al tercer día resucitar (Jn 12, 19, Biblia de Jerusalén)6.
William Lane Craig (1985) discurre de este modo:
Existe un hecho obvio para todos los testigos, la tumba vacía. Claramente, entonces, para los testigos, el que había resucitado es el mismo que fue crucificado. El que tiene marcas, cuyo cuerpo es real, con cualidades muy específicas, por ejemplo, atravesar las paredes para estar presente entre ellos y mostrarles lo que escucharon anteriormente, ahora es una realidad. Esta realidad está más allá de lo empírico y las historias no saben cómo expresarla (p. 67).
La fe en la resurrección de Jesús dio lugar a distintas esperanzas y programas de acción en algunos testigos: solo unos discípulos vieron en esta la reivindicación divina de la persona y el ideal de Jesús, y quisieron extenderlo. Otros vieron la primicia de la resurrección normal que debía anteceder al juicio final, en el que Jesús procedería como juez o como mediador ante Dios para la protección de los creyentes, e iniciaron el quehacer de convertir el mundo entero a que creyeran esta esperanza. Los inmediatos creyentes asimismo fueron testigos de algún modo de la evidencia sobre la resurrección de Jesús, que los llevó a adherirse al testimonio de los apóstoles para convertirse también en sus anunciadores. Este es un convencimiento que los convierte, pues, el punto central de su fe tiene que ser ese hecho, para poder dar explicación también a lo que los toca verdaderamente a ellos, su propia muerte y la esperanza de resucitar como Cristo.
El apóstol Pablo lo manifiesta de la siguiente forma:
Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó (1 Co 15, 16, Biblia de Jerusalén). No sabemos el cómo ni en qué consiste el cuerpo espiritual del que habla el apóstol (15, 44), el cuerpo resucitado. Creemos que es a imagen y semejanza de Jesús, el primogénito de entre los muertos (Col 1, 18, Biblia de Jerusalén). Creemos también que seremos los mismos y en plenitud, una plenitud que no podemos imaginar (1 Co 2, 9; 1 Ts 4, 14b, Biblia de Jerusalén).
Bernard Sesboüé (1997), citando a Walter Kasper, señala que, con la fórmula de la resurrección, se hace una afirmación cristológica inmediata y una afirmación indirecta en la fórmula de la suscitación o levantamiento: Jesús vive o, respectivamente, Dios lo ha vivificado o lo ha exaltado, y lo ha hecho el mediador definitivo de la salvación (Sesboüé, 1997, p. 151). Más claro surge en las fórmulas de la resurrección con varios segmentos, en las cuales la resurrección de Jesús se pone en relación con su muerte y su relevancia salvífica (1 Ts 4, 14; Rm 4, 25; 8, 34; 2 Co 5, 15; Ap 22, 20, Biblia de Jerusalén); con la reciente posición de poder y salvación que tiene el crucificado y resucita; con la conversión y el bautismo, y con la vida presente y futura del bautizado. Tiene un valor específico la relación con las apariciones como encuentros del resucitado con los discípulos a quienes se mostró y reveló, y que, según el testimonio neotestamentario, desencadenaron la fe pascual (1 Co 15, 3-5; Lc 24, 34; Act 13, 30; 1 Co 15, 8; Ga 1, 1.12.15, Biblia de Jerusalén).
Otro aspecto esencial se encuentra en 1 Co 15, 3-8, descubriendo una fórmula confesional, que pasa por ser un testimonio antiquísimo de la resurrección de Jesús: se remite al primer judeocristianismo de lengua grieGa y Pablo la ha recogido pocos años (aproximadamente de tres a seis) después de la muerte de Jesús en Damasco o en Jerusalén (Ga 1, 18, Biblia de Jerusalén)7.
La muerte y resurrección de Jesús se presentan como un acontecimiento salvífico conforme a la Escritura: la oración “Cristo murió por nuestros pecados; fue resucitado al tercer día” no es un dato histórico, sino una expresión teológica del giro salvífico dispuesto por Dios. Las referencias a la sepultura y las apariciones se agregan al acontecimiento salvífico de la muerte y resurrección como confirmaciones o aprobaciones.
Las apariciones son el lugar en que ese obrar salvífico y escatológico de Dios se hace patente en la historia a unas personas concretas. Queda aclarado, en primer lugar, que el único acceso a la resurrección de Jesús es el testimonio de los testigos a los que el propio Señor se manifestó, y, en segundo lugar, que la experiencia pascual (de los testigos) y la realidad pascual (del resucitado) no pueden identificarse sin más. El griego ὤφθη con dativo (Lc 24, 34; Act 13, 30, Biblia de Jerusalén) no suele traducirse ni como pasivo (fue visto) ni tampoco como un pasivo teológico (Dios le hizo visible), sino más bien como deponente: “se dejó ver”, “se hizo visible”, “se apareció”.
Dunn-James (2009) expresa que el recuerdo de las apariciones aflora por primera vez en las cartas de Pablo, en las cuales no se alude el sepulcro vacío. Las tradiciones acerca del sepulcro vacío solo se localizan en los evangelios. La confesión de fe más antigua que asentamos está en la Primera Carta a los Corintios (1 Co 15, 3-5, Biblia de Jerusalén), en la cual se lee:
Porque yo os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras; que se apareció a Pedro y luego a los doce.
Pablo escribió esta carta a mediados de los años 50, y en este pasaje es consciente de estar enumerando una tradición recibida precedentemente (Dunn-James, 2009). Es muy posible que recibiera esta tradición durante su estancia en la comunidad de Antioquía. Si los cálculos son acertados, esta confesión de fe en la resurrección pudo haber sido formulada en los diez años siguientes a la muerte de Jesús (Dunn-James, 2009)8.
San Pablo es el único seguidor del siglo I que nos cuenta su experiencia de la resurrección en primera persona. No se trata de un relato metódico, sino de recuerdos ocasionales en sus cartas, a la luz de los problemas que afronta. Por eso mismo tienen un valor mayor. Son referencias de pasada a una experiencia que tiene que describir apelando a los patrones culturales de su tiempo.
En todo caso es claro que esa experiencia fue concluyente en su vida, y es la clave para entender su acción como predicador del evangelio y la teología de sus cartas.
Albert Schweitzer (2005) apunta a que el símbolo “resurrección de entre los muertos” prescinde igualmente de la idea de una “vida después de la muerte”, la inmortalidad del alma, la trasmigración de las almas o una continuación de “la causa de Jesús” en su Espíritu. Estas opiniones pueden coexistir con la muerte: la aceptan al tiempo que la trascienden. Pero si la “resurrección de los muertos” significa la aniquilación de la muerte, la esperanza en la resurrección será una esperanza contra la muerte y una negación, en nombre del Dios vivo, del enemigo más implacable de la vida. La expresión resurrección de entre los muertos no niega el poder de la muerte ni su totalidad: “Jesús no murió solo en apariencia sino en realidad, y no solo físicamente sino totalmente, y no solo para los hombres sino también para Dios” (Schweitzer, 2005, p. 298).
La “resurrección de los muertos” simboliza una nueva acción creadora de Dios con la que empieza la novedosa creación de todo ser mortal y perecedera. Este símbolo escatológico se ajusta a las experiencias contradictorias hechas con Jesús, porque no niega la realidad de su muerte ni su realidad viva en las apariciones. Pero al ser aplicado a las experiencias de Jesús, el símbolo escatológico de la “resurrección de los muertos” perduró innovado esencialmente.
La fórmula “Cristo fue resucitado de entre los muertos” dice que solo Él fue resucitado, y no, los otros muertos, y que fue resucitado antes que todos los otros muertos.
Wolfhart Pannenberg (1977) está de acuerdo con Albert Schweitzer, cuando sugiere que la transformación del símbolo escatológico universal “resurrección de los muertos” en el símbolo cristológico resurrección de entre los muertos solo se justifica si esa esperanza universal va unida a la percepción de la resurrección de Cristo. Pero, a estas palabras añade Albert Schweitzer que “si no hay resurrección general de los muertos, el testimonio sobre la resurrección de Cristo ‘de entre los muertos’, se debilita y pierde al fin su relevancia” (2005, p. 325).
Jürgen Moltmann (2010) explica que la fe cristiana en la resurrección necesita de su verificación por la resurrección escatológica de todos los muertos: mientras esta no se realice, aquella fe cristiana permanece a la espera. Pero en este contexto escatológico la resurrección de Jesús habla su propio lenguaje. Este es el lenguaje de la promesa y de la esperanza fundada, pero no es aún el de los hechos consumados. Mientras este mundo esté regido por los hechos de la violencia y del sufrimiento, los hombres no serán capaces de demostrar la resurrección de la vida y el desastre de la muerte (Moltmann, 2010).
En este mundo tan ahuyentado, la resurrección de Cristo queda solicitada de la verificación escatológica mediante la nueva creación del mundo.
El hecho de la resurrección
Jürgen Moltmann (2010) escribe:
La resurrección de Jesús es el hecho más importante de toda la historia de la salvación. Es, por eso, el hecho central de esa historia. Porque es el hecho decisivo en la presencia de Jesús; y en la vida y en la fe de los cristianos. Tan decisivo, que sin resurrección ni la existencia de Jesús tendría sentido ni la fe de los cristianos su más elemental consistencia (p. 235).
Al preguntarnos el por qué expresar estas cosas o hechos, revelamos que Jesús se presentó como enviado de Dios para anunciar la salvación de todos los hombres. Pero, en contra de lo que se podía esperar de Él (Lc 2, 21, Biblia de Jerusalén), murió en una cruz, abandonado por todos y con este grito en la boca: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34, Biblia de Jerusalén). De este modo, la muerte de Jesús vino a sepultar todas las esperanzas que se habían puesto en Él. La fuga de los apóstoles (Mc 15:50), la decepción de los discípulos de Emaús (Lc 24, 21, Biblia de Jerusalén) y el miedo a los judíos (Jn 20, 19, Biblia de Jerusalén) nos explican con claridad la sensación de fracaso que penetró a los primeros creyentes. Sin duda alguna, aquellos hombres se sintieron decepcionados, porque pensaban que Jesús había fracasado completamente.
Nos muestra esto, precisamente, que, si no llega a acontecer la resurrección, el fracaso de Jesús se habría confirmado completamente. Con el fracaso de Jesús no se habría cumplido tampoco su plan y el naciente movimiento que Él originó. Como dice el apóstol Pablo, ‘‘si Cristo no ha resucitado, entonces nuestra predicación no tiene contenido ni vuestra fe tampoco’’ (1 Co 15, 14, Biblia de Jerusalén). Es más, si no hay resurrección, ‘‘somos los más desgraciados de los hombres’’ (1 Co 15, 19, Biblia de Jerusalén), ya que habríamos puesto nuestras esperanzas en un menesteroso fracasado, que terminó en la muerte como todos los mortales y además de la peor condición.
Es evidente que el hecho de la resurrección es decisivo para la causa de Jesús y para la de todos los que hemos puesto nuestra fe y nuestras esperanzas en Él. Hablar, por tanto, de la resurrección es hacerlo de la razón decisiva para nosotros porque es la razón decisiva que afecta al mismo Jesús. Pero resulta que la fe en la resurrección ha sido discutida desde los tiempos de los apóstoles hasta nuestros días (Moltmann, 2010)9.
La certeza de la Iglesia es de fe. Hay una constante en los relatos sobre la resurrección: El sepulcro vacío y las apariciones no son de tal naturaleza que excluyan la duda. Por eso, en los últimos años se ha levantado toda una polémica, tanto en la teología protestante como en la católica, acerca del sentido, la significación y hasta la certeza que podemos y debemos tener en cuanto se refiere a la resurrección de Jesús. Por esto interesa fuertemente analizar los diversos argumentos y las cuestiones que se han proyectado acerca del hecho de la resurrección.
Después de este acontecimiento los apóstoles comenzaron su predicación anunciando este ‘hecho’ indiscutible. Benedicto XVI (2011) lo presenta así:
Jesús de Nazaret, quien fue clavado en una cruz y sepultado, resucitó. Todo su mensaje giró en torno de esta noticia; hoy la Iglesia también centra todo su trabajo apostólico en Jesús resucitado. Sin resurrección sería absurda, y no tendría razón de ser nuestra fe. Si Cristo no hubiera resucitado, la Iglesia no podría anunciar ninguna buena noticia de esperanza de vida eterna. “Si Cristo no fue resucitado, nuestra predicación ya no contiene nada ni queda nada de lo que creen ustedes. Y ustedes no pueden esperar nada de su fe…. Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos […]” (p. 285).
Con los creyentes la resurrección es la verdad, a la que de ningún modo hemos de renunciar. La resurrección es una verdad imprescindible del cristianismo. Cristo verdaderamente resucitó por la soberanía de Dios. No se trata de un fantasma, ni una mera fuerza de energía, ni de un cuerpo revivido como el de Lázaro que volvió a morir. La presencia de Jesús resucitado no se trata de alucinaciones por parte de los apóstoles.
Cuando expresamos “Cristo vive” no estamos cultivando una forma de hablar, como piensan algunos, para decir que vive solo en nuestro recuerdo. La cruz, muerte y resurrección de Cristo son hechos históricos que movieron el mundo de su época y transformaron la historia de todos los siglos. Cristo vive para siempre con el mismo cuerpo con que murió, pero este ha sido transformado y glorificado (1 Co 15, 20. 35-45, Biblia de Jerusalén), de manera que goza de un nuevo orden de vida como jamás vivió un ser humano10.
Klaus Berger (2009) se interroga qué se entiende por “resurrección de Jesús”. La resurrección es un hecho real, palpable en la experiencia que tuvieron los discípulos, que les permitió atestiguar, que el que había sido crucificado está vivo y ha resucitado. Por ser una experiencia se puede aludir que es una invención de ellos, pero no es el caso. Es la experiencia de un encuentro personal, en el cual Jesús resucitado toma la iniciativa y se presenta mostrando los signos de su muerte (Jn 20, 19, Biblia de Jerusalén), les comunica los bienes adquiridos en su misterio pascual y les proporciona el Espíritu Santo para que, a su vez, comuniquen a los demás estos bienes (Berger, 2009).
Se explica que la resurrección de Cristo es un hecho metahistórico, en cuanto que va más allá; se da en la historia y la transciende, pues Jesús entra de una manera definitiva en Dios. Puede facilitar un poco la comprensión del hecho de la resurrección en los siguientes argumentos: la resurrección de Jesús no es una vuelta a su vida anterior, para volver a morir de nuevo. Jesús entra en la vida decisiva de Dios; es ‘exaltado’ por Dios (Act 2, 23, Biblia de Jerusalén); es una vida diferente a la nuestra (Rm 6, 9-10, Biblia de Jerusalén).
Jesús resucitado no es un alma inmortal ni un fantasma: es un hombre perfecto, con cuerpo, vivo, concreto, que ha sido liberado de la muerte, del dolor, de las limitaciones materiales, con todo lo que compone su personalidad. Dios interviene en el cadáver de Jesús, para que no pase por la corrupción y no quede sorprendido por la muerte y transformarlo en principio de vida (1 Co 15, 45, Biblia de Jerusalén).
Gerald O’Collins (1988, p. 193) sugiere que no se trata de que Jesús resucitó “en la fe” de sus discípulos o “en su recuerdo”. Es algo que sucedió realmente en el muerto Jesús, y no, en la mente o en la imaginación. Jesús efectivamente ha sido liberado de la muerte y ha alcanzado la vida definitiva de Dios.
Ciertamente, la resurrección de Jesús es, al mismo tiempo, la insondable dimensión divina de la Cruz, puesto que Dios encuentra acogida definitivamente en el hombre; este la halla en Dios: esto se vio en que algunos días después de la muerte de Jesús resonó en Jerusalén una noticia extraordinaria: Dios ha resucitado al que fue crucificado (Act 2, 23; 3, 15; 4, 10; 10, 39-40, Biblia de Jerusalén), y lo reveló a sus discípulos. No resucitó como quien vuelve a la vida biológica que tenía antes, igual que Lázaro o el joven de Naín, sino como quien guardando su coincidencia con Jesús de Nazaret se reveló íntegramente transfigurado y plenamente realizado en sus posibilidades humanas y divinas. Lo que aconteció no fue la revivificación de un cadáver, sino la radical transformación y transfiguración de la realidad terrestre de Jesús, llamada “resurrección”, la cual es el milagro sin más en la vida de Jesús, en el que se centra su específica significación de sentido con una unidad radical y se nos aparece a nosotros.
Karl Rahner (1989) enseña que la resurrección de Jesús nos llama de un modo aún más esencial que los distintos milagros de su vida, pues la resurrección posee la suprema identidad del signo y de la realidad salvíficos (más que cualquier otro milagro imaginable), e interpela nuestra esperanza de salvación y resurrección dada con necesidad trascendental.
No obstante, Leonardo Boff (1992) indica que:
En esta perspectiva es donde todo se revelaba: Dios no había abandonado a Jesús de Nazaret. Siempre estuvo a su lado, al lado de aquel que, según la ley, era perverso. Y, queda demostrado que la predicación de Jesús era verdadera p.197.
En otras palabras, escribe Boff (1992):
No dejó que la hierba creciera sobre la sepultura de Jesús, sino que hizo que todas las cadenas se rompieran y Él surgiera a una vida no amenazada nunca más por la muerte, sino sellada para la eternidad (p. 418).
Seguimos diciendo que la resurrección de Jesús es la revelación del reinado de Dios en la cruz. Es la ratificación por parte de Dios que lo que hizo, dijo y enseñó Jesús pertenece al plan que se había propuesto realizar para llevarnos a nosotros a su comunión. Ahora sabemos que la vida y el sinsentido de la muerte tienen un verdadero sentido, que llegó con la resurrección de Jesús a la plena luz del día. Pensando en esto, se podría afirmar lo mismo que dijo el apóstol Pablo en su carta a los Corintios en tono de triunfo: “Se aniquiló la muerte para siempre ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?” (1 Co 15, 55, Biblia de Jerusalén).
Jesús ha resucitado y su resurrección es el cumplimiento perfecto de la salvación que Dios promete a la humanidad; es igualmente su última revelación y será contundente en su segunda venida, ya que no podríamos afiliarnos al grupo de los que dicen “comamos y bebamos, que mañana moriremos”, porque huiríamos de la realidad, en un mito de supervivencia y resurrección, y mentiríamos a los otros. Por la resurrección de Cristo todos asumimos la posibilidad de vivir con una esperanza de vida eterna, gracias a que somos llamados a participar de la misma gloria de Jesús (1 Co 15, 32, Biblia de Jerusalén).
En esta perspectiva se ha abierto para nosotros una puerta hacia el futuro absoluto, y una esperanza inquebrantable se ha instituido en el corazón del hombre. He ahí el núcleo central de la esperanza cristiana. Sin este núcleo, la fe carece de fundamento. En este aspecto poco pueden ayudarnos los historiadores. La resurrección no es un hecho histórico, susceptible de ser captado por el historiador. Es un hecho solo captable por la fe.
Cómo será la resurrección
Jürgen Becker (2007) expresa que estas son las preguntas de los creyentes: “¿cómo será la resurrección?”, “¿cómo resucitan los muertos?”, “¿qué clase de cuerpo traerán?” (1 Co 15, 35, Biblia de Jerusalén). Asumamos las siguientes respuestas: ‘‘Se resucita con un cuerpo espiritual’’ (1 Co 15, 44, Biblia de Jerusalén). El misterio sería otro: ¿qué quiere decir cuerpo espiritual? Tomando como base lo que el apóstol Pablo ha comunicado en sus cartas, vemos que en la teología de san Pablo cuerpo designa al hombre entero, interior y exterior, cuerpo y alma (2 Co 4, 16; Rm 7, 22-23; 1 Co 9, 27; 13, 13; Flp 1, 20, Biblia de Jerusalén)11.
Por su parte, la carne designa lo débil, mortal, transitorio, lo humano con sus limitaciones (1 Co 5, 5; 7, 28-29, Biblia de Jerusalén)12. Por eso expresa también la debilidad moral, el estrato del ser donde arraiga el pecado y, en definitiva, la situación humana rebelde contra Dios (Rm 7, 25; 2, 28-29, Biblia de Jerusalén).
Finalmente, espiritual se opone, no al cuerpo, sino a la carne: las tendencias de la carne son la muerte, pero las del espíritu son vida y paz (Rm 8, 6, Biblia de Jerusalén)13.
Joseph Gevaert manifestó que el hombre, según el pensamiento bíblico, no se compone de cuerpo y alma, como dos realidades separables. El hombre ahonda básicamente la corporalidad. Por tanto, la auténtica libertad del hombre no reside en la desidia del cuerpo, sino en la orientación total de toda la persona hacia Dios. Por consiguiente, con la expresión “cuerpo espiritual” el apóstol Pablo quiere decir que, por la resurrección, el hombre entero queda radicalmente lleno de la realidad divina y así es liberado de todas sus alienaciones y limitaciones, como la debilidad, el dolor, la incapacidad de amar y comunicarse, el pecado y la muerte (Gevaert, 2003, p. 125).
Como consecuencia, el hombre resucita, no a la vida biológica, sino la vida eterna, ya nunca amenazada por la muerte ni aun siquiera por cualquier tipo de limitación. Esta certeza acaba con el carácter dramático de la muerte. La muerte no es la última palabra sobre el destiño humano. La última palabra sobre el destino del hombre es la vida. Por cierto, es la vida sin ningún tipo de limitación.
Cuándo tendrá lugar la resurrección
Seguidamente encontramos otro tema, según la concepción de la teología tradicional, la resurrección tendrá lugar al final de los tiempos, cuando venga el fin del mundo y se consume la historia. Esta concepción tiene su base central en tres enunciaciones primordiales:
- La muerte no es total: afecta solo al cuerpo del hombre;
- La resurrección tampoco es total: afecta simplemente al cuerpo;
- El hombre es esencialmente un compuesto de dos sustancias incompletas, cuerpo y alma.
Carlo Rocchetta aclara que esta concepción de la teología tradicional no tiene su base en la Biblia, sino en la filosofía grieGa específicamente en el pensamiento platóniCo Como ya hemos dicho, según el pensamiento bíblico, el hombre entraña básicamente corporalidad. Por lo tanto, la idea de un hombre sin cuerpo es completamente ajena a la revelación bíblica ¿Qué quiere decir esto? Pretende decir que el pensamiento de un hombre al lado de Dios en el cielo, pero sin cuerpo (no obstante, exclusivamente sea por cierto tiempo, inclusive el fin del mundo), es un símbolo que tiene su cimiento más en la filosofía platónica que en la manifestación bíblica. Mejor dicho, tiene su fundamento simplemente en la filosofía platónica, pero no en la revelación de la Biblia (Rocchetta, 2002).
Entonces, ¿qué nos dice la Biblia sobre este asunto? Según el pensamiento del apóstol Pablo, el bautismo nos hace participar de la muerte y la resurrección de Cristo (Rm 6, 1-11; Col 2, 12, Biblia de Jerusalén). Esta intervención en la resurrección se muestra como un suceso futuro en los primeros escritos de Pablo (1 Ts 4, 15-17; Rm 6, 5, Biblia de Jerusalén). Pero en los trazados ulteriores se alcanza a mostrar como un suceso ya ejecutado (Col 2, 12; Ef 2, 6, Biblia de Jerusalén). Por consiguiente, según la inclinación del apóstol Pablo, la resurrección (que encierra igualmente corporalidad) se ha realizado ya. Lo que nombramos como muerte es el paso a la resurrección decisiva.
En consecuencia, se puede decir, con todo derecho, que la resurrección acontece en el mismo momento de la muerte. Este símbolo está aún más despejado en la instrucción del evangelio de Juan. Es verdad que en ese evangelio se afirma la resurrección para el último día, como creían los judíos (Cf Jn 6, 39-40.44.54; 11, 24, Biblia de Jerusalén). Pero también es cierto que quien cree en Jesús tiene ya la vida eterna (Jn 5, 24; 6, 40.47, Biblia de Jerusalén), “ha pasado de la muerte a la vida y ya no muere más” (Jn 5, 24-25; 11, 26). De ahí, la lapidaria afirmación de Jesús: ‘‘Quien haga caso de mi mensaje no sabrá nunca lo que es morir’’ (Jn 8, 51, Biblia de Jerusalén).
Siguiendo a Joseph Gevaert, lo que llamamos la “muerte” no es propiamente una muerte, sino una transformación o, mejor dicho, una resurrección. Por eso el cuerpo no es ya el cuerpo de la persona:
Es el cuerpo, el último despojo que queda de lo que fue esa persona en su condición carnal. La materialidad biológica no es lo igual que la corporalidad. Nuestro cuerpo renueva casi todas las células cada siete años, o sea, cambia su realidad biológica. Pero sigue siendo el mismo cuerpo. Por eso cabe hacer la distinción, que hemos hecho, entre materialidad y corporalidad (Gevaert, 2003, p. 128).
Dios resucitó a Jesús de entre los muertos
Xavier Léon-Dufour (1992) explica que, a pesar del fracaso humano, desde su primordial, brutal soledad, Jesús clamó la más impresionante fórmula de fe desnuda: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46, Biblia de Jerusalén). Expiraba, pues, esperando en Dios, confiado más allá de cualquier viable esperanza y desesperanza. Fue entonces cuando el Padre dijo la última palabra, la definitiva: un sí rotundo y absoluto a la vida y a la predicación de Jesús (Léon-Dufour, 1992, p. 203).
Jesús siempre tenía su revelación en Dios; poseía el conocimiento de que, pasara lo que pasara, estaba en manos de su Padre. Acontezca lo que acontezca, el tercer día está en manos de Dios. Jesús contaba con que, antes de su muerte, durante esta o después, su vida sería renovada: ‘‘al tercer día’’, o sea, al final de todo, el Dios de la defensa poseería el último mensaje. Así concurrió. La muerte había puesto fin a la comunión de vida entre los discípulos y el Jesús históriCo Los discípulos se desmoralizaron en extremo y en cierto modo abandonaron al maestro. Pero unos días detrás, ellos mismos comunicaron con toda frescura, sin miedo, que Jesús había resucitado de entre los muertos: ‘‘Ustedes, por manos de paganos, lo mataron en una cruz. Pero Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte’’ (Act 2, 23-24, Biblia de Jerusalén). “Mataron al autor de la vida, pero Dios lo resucitó” (Act 3, 15, Biblia de Jerusalén).
Los mismos apóstoles, antes temerosos, se ofrecen a sí mismos como testigos de este hecho inaudito:
Lo mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó al “tercer día”, e hizo que se dejara ver, no de todo el pueblo, sino de los testigos que Él había designado, de nosotros, que hemos comido y bebido con Él después que resucitó de la muerte (Act 10, 40-41, Biblia de Jerusalén).
Incluso forjan curaciones en nombre del resucitado y lo argumentan con toda iluminación: “Quede bien claro [...] que ha sido por obra de Jesús el Mesías, el Flagelado, a quien ustedes sacrificaron y a quien Dios resucitó de la muerte” (Act 4, 10, Biblia de Jerusalén).
La situación de que Jesús está vivo llena a plenitud la vida de los primeros cristianos. Son numerosas las revelaciones de esta fe. Las encontramos con frecuencia a lo largo de todo el Nuevo Testamento. Algunos de estos actos de fe son anteriores a la misma redacción del Nuevo Testamento. Conozcamos algunos de ellos. Los mensajes que dicen los discípulos a los que vuelven de Emaús, seguramente son sacados por Lucas de una fórmula tradicional conocida por todos: “¡Es verdad!: Ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón” (Lc 24, 34, Biblia de Jerusalén)14. Aproximadamente, unos diez años después de la ejecución de Jesús, circulaba ya por los grupos cristianos un “credo” oficial en el que revelaban la resurrección. Esto lo descubrimos en el apóstol Pablo: ‘‘Lo que les transmití fue, ante todo, lo que yo había recibido: que el Mesías murió por nuestros pecados, como lo anunciaban las Escrituras [...]’’ (1 Co 15, 3-5, Biblia de Jerusalén).
Jeremías Joachim (1997) subraya que el ritmo de la fórmula expresa que se trataba de un canto o un rezo tradicional, ya antiguo, pues el apóstol Pablo escribe hacia el año 55 haciendo alusión a su visita anterior, que fue en el 51. La fórmula podría ser del 40 o quizás del 35. El apóstol no trata de expresar que Jesús ha resucitado; solo les recuerda esta buena nueva en la que han creído y les razona a partir de esta fe.
La fórmula más antigua del mensaje pascual se podría abreviar así: ‘‘Dios resucitó a Jesús de entre los muertos’’. Tal vez esta es la voz de la fe pascual en estado naciente. Se piensa que de esta manera enunciaban los cristianos su fe desde los orígenes y de forma conforme. Veamos unos pasajes más: ‘‘Cristo fue resucitado de la muerte por el poder del Padre [...]’’ (Rm 6, 4, Biblia de Jerusalén). ‘‘Tenemos fe en el que resucitó de la muerte a Jesús Señor nuestro [...]’’ (Rm 4, 25, Biblia de Jerusalén). ‘‘Si tus labios profesan que Jesús es Señor y crees de corazón que Dios lo resucitó de la muerte, te salvarás’’ (Rm 10, 9, Biblia de Jerusalén).
En otro texto para decir en qué consiste la conversión cristiana, el apóstol Pablo utiliza una antigua confesión de fe, que recoge la misma fórmula que la anterior: ‘‘Servir al Dios vivo y verdadero, y aguardar la vuelta desde el cielo de su Hijo Jesús, al que resucitó de la muerte [...]’’ (1 Ts 1, 10, Biblia de Jerusalén). Indistintamente, las fórmulas de fe existen en los textos neotestamentarios; allí hay diversos himnos en los que se aclama en Jesús al Señor glorificado por Dios. Resaltemos el más significativo:
Por eso Dios lo encumbró sobre todo y le concedió el título que sobrepasa todo título; de manera que a ese título de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda boca proclame que Jesús, el Mesías, es Señor, para gloria de Dios Padre (Flp 2, 9-11, Biblia de Jerusalén).
Jesucristo fue sepultado
Klaus Bergen (2009) manifiesta que para la Iglesia Católica, desde sus comienzos (Act 4, 2-14; 4, 2-42, Biblia de Jerusalén), la resurrección es un acontecimiento contemplado en el plan salvífico de Dios (Bergen, 2009), expresado en el Catecismo de la Iglesia Católica (n.º 624) de la siguiente manera:
Por la gracia de Dios, gustó la muerte para bien de todos (Hb 2, 9, Biblia de Jerusalén). En su designio de salvación, Dios dispuso que su Hijo no solamente ‘muriese por nuestros pecados’ (1 Co 15, 3, Biblia de Jerusalén), sino también que “gustase la muerte”, es decir, que conociera el estado de muerte, el estado de ausencia entre su alma y su cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el momento en que Él expiró en la cruz y el momento en que resucitó. Este estado de Cristo muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos. Es el misterio del Sábado Santo en el que Cristo depositado en la tumba (Cf Jn 19, 42, Biblia de Jerusalén) manifiesta el gran reposo sabático de Dios (Cf Hb 4, 4-9, Biblia de Jerusalén) después de realizar (Cf Jn 19, 30, Biblia de Jerusalén) la salvación de los hombres, que se establece en la paz del universo entero (Cf Col 1, 18-20, Biblia de Jerusalén).
Tras sufrir y morir, el cuerpo de Cristo fue sepultado en un sepulcro nuevo, no lejano del lugar donde le habían crucificado. Su alma, en cambio, descendió a los infiernos: “La sepultura de Cristo revela que realmente murió. Dios instaló que Cristo tolerara el momento de muerte, es decir, de separación entre el alma y el cuerpo” (CEC 624). “Durante el tiempo que Cristo permaneció en el sepulcro tanto su alma como su cuerpo, separados entre sí por causa de la muerte, continuaron unidos a su Persona divina” (CEC 626).
La glorificación de Cristo reside en su resurrección y su exaltación a los cielos, en donde Cristo está sentado a la derecha del Padre. El sentido general de la glorificación de Cristo está en relación con su muerte en la cruz. Como por la pasión y muerte de Cristo Dios excluyó el pecado y reconcilió consigo el mundo, de modo semejante, por la resurrección de Cristo, Dios principió la vida del mundo futuro y la puso a disposición de los hombres.
La resurrección se convierte con esto en una legitimación divina de quien ha sido condenado de forma injuriosa y ajusticiado entre los tormentos. Dios le hace justicia. En este sentido el apóstol Pablo habla de la justificación de Jesús (quien fue justificado por el Espíritu Santo, ya que es este quien lo resucita (1 Tm 3, 16, Biblia de Jerusalén). El hecho es que quien siga a Jesús tendrá parte también en su destino, tanto en su pasión y muerte como en su resurrección, como lo afirma los evangelios.
El Catecismo de la Iglesia expone también que Jesús no abolió la ley dada por Dios a Moisés en el Sinaí, sino que la perfeccionó, dándole su interpretación definitiva. Él es el legislador divino que ejecuta íntegramente esta ley. Aún más, es el siervo fiel que, con su muerte expiatoria, ofrece el único sacrificio capaz de redimir todas ‘‘las transgresiones cometidas por los hombres contra la Primera Alianza’’ (Hb 9, 15, Biblia de Jerusalén).
Jesús fue acusado de oposición hacia el templo. Sin embargo, lo reverenció como ‘‘la casa de su padre’’ (Jn 2, 16, Biblia de Jerusalén), y allí impartió gran parte de sus sabidurías. También predijo la destrucción del templo en relación con su propia muerte, y se presentó a sí mismo como la morada definitiva de Dios en medio de los hombres (Bergen, 2009)15.
Jesús jamás objetó la fe en un Dios único, aun cuando efectuaba la misión divina por excelencia, las promesas mesiánicas, y lo revelaba como igual a Dios: “el perdón de los pecados”. La exigencia de Jesús de creer en Él y de convertirse permite entender la trágica desavenencia del Sanedrín, que juzgó que Jesús merecía la muerte como blasfemo. La pasión y muerte de Jesús no logran ser inculpadas equitativamente al conjunto de los judíos que vivían entonces ni a los restantes judíos venidos después. Todo pecador, o sea todo hombre, es verdaderamente causa e instrumento de las angustias del redentor; aún más intensamente son culpables aquellos que más asiduamente caen en pecado y se entusiasman en los vicios, sobre todo si son cristianos. A fin de reconciliar consigo a todos los hombres, destinados a la muerte a causa del pecado, Dios tomó la amorosa decisión de enviar a su hijo para que se concediera a la muerte por los pecadores. Anunciada ya en el Antiguo Testamento exclusivamente como sacrificio del siervo doliente, la muerte de Jesús tuvo lugar según las escrituras.
Toda la vida de Jesús es una ofrenda libre al Padre para dar obediencia a su designio de salvación. Él proporciona ‘‘su vida como rescate por muchos’’ (Mc 10, 45, Biblia de Jerusalén); asimismo, intercede a toda la humanidad con Dios. Su sufrimiento y su muerte revelan cómo su humanidad fue el instrumento independiente y admirable del amor eterno que pretende la salvación de todos los hombres.
Jesús, en la última cena con los apóstoles, la víspera de su pasión, anticipa, es decir, significa y realiza previamente la entrega libre de sí mismo: ‘‘Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros’’, ‘‘esta es mi sangre que será derramada […]’’ (Lc 22, 19-20, Biblia de Jerusalén). De este modo, Jesús instituye, al mismo tiempo, la eucaristía como “memorial” (1 Co 11, 25, Biblia de Jerusalén) de su sacrificio y a sus apóstoles como sacerdotes de la nueva alianza.
En el huerto de Getsemaní, a pesar del espanto que suponía la muerte para la humanidad de aquel que es ‘‘el autor de la vida’’ (Act 3, 15, Biblia de Jerusalén), la voluntad humana del hijo de Dios se adhiere a la voluntad del Padre; para salvarnos acepta soportar nuestros pecados, “haciéndose obediente hasta la muerte” (Flp 2, 8, Biblia de Jerusalén)16
Jesús ofreció libre su vida en sacrificio expiatorio, es decir, ha remediado nuestras culpas con la plena obediencia de su amor hasta la muerte. Este amor hasta el extremo del hijo de Dios intercede por la humanidad íntegra con el Padre (Jn 13, 1, Biblia de Jerusalén). El sacrificio de Jesús redime, por tanto, a los hombres de modo único, perfecto y final, y les abre la posibilidad de la común unión con Dios. Al convocar a sus discípulos a despojar su cruz y seguirle (Mt 16, 24, Biblia de Jerusalén), Jesús quiere asociar a su sacrificio salvador a aquellos mismos que somos los primeros favorecidos. Jesús soportó una verdadera muerte y ciertamente “fue sepultado”. No obstante, la virtud divina salvaguardó su cuerpo de la corrupción.
Jesucristo vence al mundo
Ante todo, se desvela y se cumple en la resurrección de Jesús su muerte en la cruz, hacia la cual corre su vida entera y por la cual esta es ya secretamente determinada y llevada. Vimos ya que, en la aparición del resucitado, el crucificado aparece como resucitado o como el exaltado. Pero esto quiere decir también que la cruz se desvela y se cumple como la del resucitado.
Jürgen Moltmann (1983) sostiene que la cruz de Jesucristo es ahora el camino siempre abierto hacia el don de la vida concebido en Jesucristo. Cada uno sufre su muerte. Jesucristo lo hizo “por nosotros”; lo realizó por las culpas de los hombres, las que Él les quitó en la cruz en muerte y extinción. Esta muerte se desveló ahora en la resurrección de Jesucristo de entre los muertos como vida. La muerte coronó en vida (Moltmann, 1983).
La muerte en la cruz se abrió como vida de Dios y para Él. El crucificado ‘‘está vivo por la fuerza de Dios’’ (2 Co 13, 4, Biblia de Jerusalén). ‘‘Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida es un vivir para Dios’’ (Rm 6, 10, Biblia de Jerusalén).
En la resurrección se cumple y se desvela el oculto poder de vida de la cruz de Jesucristo, el poder del amor que, en obediencia de Dios, sufre los pecados de los otros y muere por estos. Su muerte se manifiesta como entrada en la vida.
Pero ahora quien murió por nosotros y para nosotros, quien fue resucitado a la vida de Dios es también el que por nosotros ha entrado en la eternidad. Ahora se ha abierto paso en la muerte para una intercesión eterna. ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, quien murió y, más aún, resucitó, está a la diestra de Dios e intercede por nosotros? (Rm 8, 33, Biblia de Jerusalén). La Carta a los Hebreos responde: “De ahí que logre asimismo proteger cabalmente a los que por Él se alcanzan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor” (Hb 7, 25; 9, 24, Biblia de Jerusalén). Por eso, Él —como quien ha apurado hasta la muerte los pecados de los hombres en el sufrimiento— ha sido resucitado en las ocultas profundidades de su muerte, es Él el señor, de quien penden nuestra vida o muerte. Nos acordamos de las frases que el apóstol Pablo ha construido casi como un pequeño himno:
Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que ya vivimos, ya muramos, del Señor somos […]. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos (Rm 14, 7ss. Biblia de Jerusalén).
Pero —de esta cita resulta esto aún más claro— con la resurrección de Jesús de entre los muertos no se trata solamente de que Él es el mismo que en su manera de ser oculta se ha vuelto visible, sino que ha cambiado también la situación fundamental del mundo y del hombre. Con la resurrección de Jesucristo, según los textos consultados, han perdido su dominio los poderes del cosmos en el cual el mundo se experimenta poderoso y es poderoso. La Cruz, que sufre también el asalto de los poderes políticos y espirituales, los ha ‘despojado’ como dice el apóstol Pablo (Col 2, 15, Biblia de Jerusalén).
En el crucificado, al que Dios ha exaltado a su poder, se ha despejado toda la facultad de Dios. Esta fuerza divina ha resucitado de entre los muertos al crucificado y lo ha colocado a su derecha ‘‘por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación y de todo cuanto tiene nombre […]’’ (Ef 1, 21, Biblia de Jerusalén). Así, en el crucificado y resucitado de entre los muertos, cada nombre que venga en nombre propio o en nombre del mundo se quiebra inexpresablemente; nosotros no tenemos ya que temblar ante ningún nombre más ni dejarnos doblegar por ningún nombre, y ningún nombre es nuestra esperanza fuera del nombre del kyrios (Act 4, 12, Biblia de Jerusalén).
También han sido suprimidos justamente los poderes anónimos, y no tenemos que temer ante ninguna corriente intelectual, ante ningún espíritu del tiempo, incluso si Él hace aún estragos. La razón es que ahora en Jesucristo está roto el poder interior de estos poderes, del que ellos viven y el cual ejercitan: la muerte. ‘‘El último enemigo’’ está vencido, y la Bασιλεια de Cristo ha comenzado (1 Co 15, 25 ss.; Col 1, 13; 2 Tm 2, 12, Biblia de Jerusalén).
Su advenimiento —¡en el camino de la cruz!— ha tenido lugar. La fórmula empleada a menudo: “sentado a la diestra de Dios” (Ps 110, 1, Biblia de Jerusalén), y con Él dominando sobre el cosmos y sobre la Iglesia (Rm 8, 34; Ef 1, 20; Col 3, 1; Hb 1, 3; 8, 1; 10, 12; 12, 2; 1 Pe 3, 22, Biblia de Jerusalén). La crisis del mundo, interior y exterior al mundo, ha estallado ya, y todas las otras crisis históricas son solo signos lejanos, que remiten a aquella única crisis, como nos enseña el Apocalipsis de Juan. Con la destrucción de la muerte el poder de los poderes es una vacuidad. El Jesús que se apresura hacia la Cruz, hacia su exaltación. El Jesús del evangelio de Juan dice: ‘‘Ahora este mundo está en crisIs Ahora el Príncipe de este mundo será echado abajo’’ (Jn 12, 31, Biblia de Jerusalén). “¡Ánimo! Yo he vencido al mundo’’ (Jn 16, 33, Biblia de Jerusalén).
El poder del resucitado
Jon Sobrino (1999) indica que, con la victoria sobre el mundo y sus poderes a través del triunfo sobre la muerte, Cristo se reivindica sobre el mundo. El mundo tiene derecho a estar enterado de que su poder está sin poder, y la gracia no se resiste a hacer que tomen parte en el poder del resucitado, los que ahora no tienen ya solamente la ilusión de poder.
Este hecho tiene distintos aspectos y se expresará de una manera muy diferenciada. Pero en resumidas cuentas Él quiere expresar la realidad de que el resucitado de entre los muertos va a tomar consigo el mundo, a través de la Iglesia, hacia su ‘‘resurrección de entre los muertos’’ y hacia su gloria. Él no lo deja solo como al desposeído de poderes, que sueña con el poder. Él prolonga su donación al mundo. Él está de nuevo allí para este. Él no cesa de entrar en la historia, en el mundo. Tampoco se detiene en su entrada en el kerigma. Él persigue al mundo, que huye ciegamente de los horrores de su impotencia; Él rompe su defensa. La fortaleza de la afirmación de sí mismo reforzada ahora (2 Co 10, 3 ss., Biblia de Jerusalén). Él le abre por todas partes y en todos los modos de su poder el poder de la cruz, un espacio vital en el ámbito de su dominio, que se concretiza en la Iglesia, a través de los enviados apostólicos a quienes por Él les fue dado el poder.
Justamente para mostrar cómo se ejecuta la edificación de la Iglesia y del mundo en esta, por el resucitado, en la fuerza de su nombre y de su espíritu, está en los Hechos de los apóstoles aquel estar cerca. Tal obra del resucitado en la Iglesia fundada y creciente es para Lucas justamente una prueba de resurrección del crucificado. Pero se puede remitir también en este contexto:
Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 18 ss., Biblia de Jerusalén).
Gerald O’Collins (1988) establece que el Resucitado sabe en su aparición ante los once discípulos que Él hace de esta última propiedad suya, y de Dios, y del Espíritu. La razón es que Él es el soberano sobre todo mundo, el soberano en el cielo y en la tierra, y en cuanto tal está allí no solo por ellos, sino también entre ellos.
De distinta manera se vuelve a expresar el hecho (Ef 4, 10 ss., Biblia de Jerusalén):
Este que bajó (a la tierra) es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo. Él mismo ‘dio’ a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros […] para la edificación del Cuerpo de Cristo […].
Walter Kasper (1994) dice que el resucitado ha pasado por encima de ‘‘todos los cielos’’, esto es, de todos los cielos de los anhelos y de las pretensiones humanas, y está presente en su trascendencia a todo por derecho propio, lo toma en su derecho como el soberano infinito. Esto sucede por la donación de apóstoles, profetas, evangelizadores, pastores y maestros. Pero la meta es que el mundo en su propio presente alcanza el cuerpo de Cristo, el pleroma de Cristo (Ef 1; así mismo 2, 21- s., 23, Biblia de Jerusalén) y, por este medio, Él se construya. Sin embargo, la resurrección de Jesucristo ha transformado también desde sus cimientos la existencia humana.
La redención de Jesucristo
Alfonso Ortiz (1979) considera que la resurrección de Jesucristo ha transformado también desde sus cimientos la existencia humana. El perdón es otorgado a los hombres en aquel que los tomó a su cargo en la cruz por amor. “A este le ha resucitado Dios con su diestra como jefe y salvador, para conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados” (Act 5, 31; 2, 38; 3, 19; 10, 43, Biblia de Jerusalén). A su modo manifiestan esto también los relatos de las apariciones del resucitado en los evangelios. Él vuelve a entrar con sus discípulos en una comida fraternal y les concede sobre todo la proximidad, la palabra y los signos de aquel que hizo parecer también los pecados de ellos en su muerte, pero que con su proximidad les concede ahora nuevo comienzo y salvación (Ortiz, 1979).
El apóstol Pablo puede decir: ‘‘Si Cristo no resucitó […] estáis todavía en vuestros pecados’’ (1 Co 15, 17, Biblia de Jerusalén). No obstante, ahora Él ha sido resucitado de entre los muertos y le ha traído con su cruz a la existencia humana la ‘‘reconciliación’’ (Rm 5, 10; 2 Co 5, 18 ss., Biblia de Jerusalén), la ‘‘justificación’’ (Act 13, 39; 26, 18; Rm 4, 25; 5, 9, Biblia de Jerusalén) y la ‘‘santificación’’ (1 Co 1, 30; Col 1, 21; Ef 5, 25 ss.; Tt 2, 14, Biblia de Jerusalén). En Él, en el crucificado y resucitado Jesucristo, sobre el que están todos los pecados humanos, pueden los hombres abrazar y vivir una vida reconciliada, justificada y santa. Ahora bien, con esto está también absolutamente abierta para ellos la vida. Ellos están el Él de una manera misteriosa, por la fe y el bautismo:
Pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo […] y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús […] (Ef 2, 4 ss., Biblia de Jerusalén).17
Sin embargo, con el don actual de la vida ha sido dado por adelantado —aunque de manera oculta y provisional— el del futuro, que será manifiesta y definitiva ‘‘vida’’.
Por su resurrección de entre los muertos está ya también todo futuro dignamente explícito, de tal manera que esta es solo la inauguración de la general resurrección de los muertos y sobre todo el comienzo del dominio de la vida. Esto vale para cada hombre, que, en Cristo, vive en su ámbito de dominio personal. ‘‘Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, asimismo todos revivirán en Cristo’’ (1 Co 15, 22; Rm 5, 9; 5, 21, Biblia de Jerusalén). Esto vale también para el total de la creación.
Desde la resurrección de Jesucristo puede el apóstol Pablo decir ‘‘la creación fue sometida a la vanidad […] en la esperanza’’ (Rm 8, 20 ss., Biblia de Jerusalén).
Jon Sobrino (1991) advierte que el comienzo de la libertad de la gloria, en la que resultaremos ‘‘los hijos de Dios’’, admitirá también a la creación en esta libertad y liberará de su aparición de poder propio. Así, el Resucitado es ‘‘el primogénito de entre los muertos’’ (Col 1, 18; Act 3, 15, Biblia de Jerusalén). En la Revelación de Juan, el vidente le oye decir: “Soy yo, el primero y el último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Sobrino, 1991, p. 89).
Mas, lo que ofrece el hecho de la resurrección de Jesucristo, es aún otra cosa. En la aparición del Resucitado y a través del kerigma, en el que este se hace presente, se abre también el camino hacia la vida, la santificación, la justificación, la redención, el perdón, esto es, la fe.
La resurrección confirma la verdad del Dios de Jesús
Karl Rahner (1989) sostiene que el secreto pascual pone al manifiesto la elección de las divinidades. Los dioses de la dominación dan muerte a Jesús y el verdadero Dios lo resucita, lo devuelve a la vida, a la vida en totalidad. El ruido de la cruz ha surgido del descubrimiento de lo imposible. Los discípulos entendieron la absoluta primicia que tenía para ellos el hecho de que Dios hubiera ‘‘resucitado a Jesús de entre los muertos’’. Esa imperiosa novedad percibida en ellos hace que se formule en la Iglesia primitiva la fe en Dios, su aprobación de Jesús y su esperanza en el reino de Dios. Lo que hay de imposible en esta primicia hace que desde la resurrección de Jesús admitan la sobresaliente e irrevocable revelación de lo que es Dios, lo que es Jesús, y lo que son ellos mismos.
Los discípulos testifican que la cruz no fue lo último de Jesús: Él “vive” y ha sido “exaltado” a la gloria del Padre. De esta forma, testifican que la vida y la causa de Jesús fueron verdaderas, y que aquello sobre lo que Jesús platicaba, el reino de Dios y el Dios del reino, no pueden ser concebidos sin Jesús. Puesto que Cristo derrotó, ha de triunfar también el proyecto por el que entregó su vida. La resurrección habla de la verdad del ‘camino’ de Jesús, de la del amor sufriente, del amor servicio. Valida la Cruz. Perpetra el triunfo del amor.
Con la resurrección Dios se muestra fiel a Jesús. Es realmente el padre que no abandona definitivamente al hijo, sino que lo acoge en absoluta proximidad. Dios triunfa sobre la injusticia, pues resucita a quien ‘‘ustedes asesinaron’’ (Act 2, 23, Biblia de Jerusalén); por una vez y plenamente, la víctima triunfa sobre el impío. Dios muestra su poder no ya solo sobre la nada, como en la creación, sino también sobre la muerte. Desde aquel instante Dios adquiere una nueva definición: Dios es ‘‘el que resucitó de la muerte a Jesús’’ (Rm 4, 24), y, generalizando la definición, “El que proporciona vida a los muertos y llama a la existencia a lo que no existe” (Rm 4, 17, Biblia de Jerusalén).
En el misterio pascual surge la dialéctica dentro de Dios: la fidelidad a la historia donando a Jesús poder sobre la historia resucitándolo, un amor eficaz en la resurrección y un amor probable en la cruz. Lo que revela a Dios no es ni únicamente la consternación de Jesús en la cruz, ni solo su acción en la resurrección, sino la fidelidad de Dios a Jesús en estos dos hechos unidos. Lo que presenta a Dios es la resurrección del Crucificado, la cruz del Resucitado. Esta dualidad de aspectos es la que consiente conocer a Dios como asunto abierto y la que permite dar, sin banalizarlo, el nuevo y decisivo nombre de Dios: ‘‘Dios es amor’’ (1 Jn 4, 8.16, Biblia de Jerusalén). Sin la resurrección el amor no sería el auténtico poder: sin la cruz el poder no sería amor (Moltmann, 2010).
Dios se sigue revelando en la historia a través de esta dialéctica y, por esto, no desaparece su misterio ni su nombre es todavía definitivamente decisivo. Solo al final, cuando haya desaparecido el último enemigo, la muerte, ‘‘Dios lo será todo para todos’’ (1 Co 15, 28, Biblia de Jerusalén), cuando aparezca ‘‘un cielo nuevo y una tierra nueva’’, donde ‘‘ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, pues lo de antes ha pasado’’ (Ap 21, 1.4, Biblia de Jerusalén). Dios continúa actual en la historia y a la condición histórica, pero a través de la resurrección de Jesús ha abierto ya la realidad definitiva y esta se ha convertido en promesa necesaria para todos (Sobrino, 2003).
En la resurrección de Jesús surge la verdad de él:
¡Él es verdaderamente el Cristo y el Hijo! Esto es lo que afirma el Nuevo Testamento de muy diversas formas. Durante su vida terrena Jesús aparece íntimamente relacionado con el Padre y con su reinado; en su resurrección se revela hasta lo más profundo lo que es Dios y el reino. Esa profundidad es tan nueva y tan fundamental, que no logra ser ya especulada ni vivir sin Jesús. Jesús corresponde definitivamente a Dios y al reino. Pertenece realmente a Dios (divinidad) y Dios se manifiesta realmente en Jesús —“humanidad”— (Penna, 1996, p. 235).
El suceso de la salvación
Hans Kessler (2003) señala que la salvación cristiana es un suceso realizado por Dios en nuestra historia. Uno que fue preparado por Dios desde el principio, por muchos siglos y realizado en la ‘‘plenitud de los tiempos’’ (Ga 4, 4, Biblia de Jerusalén), cuando Dios movido de amor por su creación envía a su hijo al mundo, para que hecho hombre lo redimiera en la cruz. Así, la Iglesia vislumbra día a día a su fundador, su maestro, su señor, para anunciar a las generaciones a través del tiempo a Jesucristo como el definitivo ideal del hombre, del mundo y de la existencia cristiana (Kessler, 2003).
La Iglesia, cimentada en la Sagrada Escritura, en la tradición y el magisterio, siempre ha dicho al mundo que, en Jesucristo, muerto y resucitado, Dios ofrece al hombre la posibilidad de encaminar su historia a su verdadero destino: Dios, uno y trino.
Para Kessler (2003), si el mayor suceso en la historia de la salvación es la resurrección, creer en ella no es una cuestión de más o menos inteligencia, tampoco es cuestión de comprender cómo podrá darse o cómo es posible. Es sobre todo una cuestión de esperanza, que es desparramada por Dios mismo en el corazón del hombre y que necesariamente hace referencia en lo que Cristo resucitado aporta. Es creer y confiar en Cristo, en sus palabras, en sus obras, en su promesa, pero primordialmente en su persona, en la cual el hombre puede encontrar y realizar lo que busca, y lo que tanto espera de Dios. Jesús prometió la vida eterna para todos que quieran acogerle.
Sin vacilación el misterio pascual de Cristo revela y al mismo tiempo lleva a cabo la salvación del hombre. Lo que realiza Jesús es por nosotros. Es la parábola del acto y la prenda segura de nuestra salvación. La cruz de Cristo es la cruz de aquel que padeció, murió y fue resucitado por Dios, elevado a lo más alto del cielo por haber realizado la salvación del mundo por medio de su sacrificio en la cruz al Padre.
Bernard Sesboüé (1993) enseña que:
La vida de Jesús es por entero una vida que salva. Pone en obra el programa que se resume en el nombre de Jesús: “Yahvéh salva”. Y no lo hace desde fuera, por medio de un poder mágiCo Jesús se inscribe en la masa misma de la humanidad finita y pecadora, vino a compartir la suerte de cada uno de nosotros, sin comprometerse con ninguna actitud pecaminosa que lo alejara de la voluntad del Padre (Lc 2, 49). Expresa su singularidad única en la particularidad vulgar de la vida de uno que en nada se distingue a primera vista de sus semejantes. Se hace solidario en el sentido más humano de la palabra. Así, pues, en Jesús llega a su término el gran movimiento de búsqueda y de aproximación de Dios al hombre, que se despliega desde el Edén y atraviesa toda la historia del pueblo elegido (p. 328).
En otro sentido pastoral, Juan Pablo II (1989) enseña que la resurrección de Jesús es el suceso definitivo en la historia:
La resurrección de Cristo es el mayor suceso en la historia de la salvación y, más aún, podemos decir que en la historia de la humanidad, puesto que da sentido definitivo al mundo. Todo el mundo gira en torno a la cruz, la cruz solo logra en la resurrección su repleto significado de acontecimiento salvífiCo Que la cruz y resurrección constituyen el sublime misterio pascual, en el que tiene su centro la historia del mundo. Por eso, la Pascua es la solemnidad mayor de la Iglesia: esta celebra y renueva cada año este suceso, cargado de todos los anuncios del Antiguo Testamento, comenzando por el protoevangelio de la redención, y de todas las esperanzas y las expectativas escatológicas que se proyectan hacia la “plenitud del tiempo”, que se llevó a cabo cuando el reino de Dios entró definitivamente en la historia del hombre y en el orden universal de salvación.
Esta remembranza de la historia de la salvación humana, comenzada en la creación, prefigurada en el protoevangelio, puesta en tarea de modo singular con Abraham y la promesa, cumplida en figura con la liberación de Egipto y la Alianza, fue anunciada proféticamente como salvación mesiánica, alianza segunda y definitiva con la efusión del Espíritu Santo y con la promesa de vida y resurrección. La historia de la salvación confluye en Cristo. Todo culmina en su muerte redentora y en su gloriosa resurrección, ascensión y envío del espíritu —la Pascua del Señor— como inauguración de la victoria sobre la muerte y el pecado.
Dios es señor del tiempo y de su plenitud. Cuando crea el mundo, hace lo propio con el tiempo y su sucesión en la historia. Al mandar su hijo al mundo este tiempo llega a su plenitud. Dios entra en el tiempo y el tiempo en la eternidad, llegando a su plenitud en su hijo Jesucristo.
Un ejemplo lo percibimos cuando Jesús pisa la tierra de Galilea, cuando comienza a anunciar que está cerca el reino de Dios; con esto, lleva a cabo un proyecto que estaba en marcha desde la fundación del mundo. Ahora Dios está con nosotros, la salvación está ahí. La razón es que la salvación es Él; es su persona que se nos proporciona. La salvación misma se presenta como la nueva creación, que lleva a la primera creación a su renovación y perfección, mediante la fuerza de la redención, cuyo suceso definitivo es la resurrección (Sesboüé, 1993).
Bernard Sesboüé (1982) establece que el símbolo de la salvación se expresa esencialmente en la resurrección: en esta el signo ejemplar que se suministra es la cosa misma. En la resurrección se verifica la unidad de la ejemplaridad y de la causalidad, que es lo propio del sacramento. La resurrección de Cristo es el sacramento de la nuestra:
Es un signo y su realidad, puesto que ya hemos resucitado con Él; es su promesa mantenida, puesto que en Él se inaugura lo que será manifiesto en todos; es su causa en cuanto que es su signo, puesto que nos asimila a su propia vida. La resurrección recapitula así en sí misma toda la realidad de la salvación que Dios quiere dar al hombre (Sesboüé, 1982, p. 231).
Según Karl Rahner (1989), la salvación es la verdad de Dios revelada en Jesús, es decir, el conocimiento del exceso de amor de Dios a los hombres. No obstante, el punto de vista culmen entre la salvación y la resurrección es que la salvación es finalmente la vida eterna ya presente en los que creen y que explotará en la resurrección de Jesús18.
La salvación cristiana es de esta manera la salvación de todo el hombre, considerado en su condición concreta, temporal e histórica y, por tanto, quebradiza y sometida a la ley de la muerte. Jesús, con su resurrección, no promete la simple inmortalidad del alma o un simple revivir para tomar la condición anterior, sino la victoria sobre la muerte, la posibilidad de nacer de nuevo, recibir una nueva vida para estar desde ya en comunión con la Trinidad. Todo lo de Cristo, como bien sabemos y lo enseña la Iglesia en el Catecismo, participa de la eterna divinidad del verbo y, por tanto, domina todos los tiempos y hace que todos los hombres se beneficien de su gracia, de su obra realizada en la cruz.
¿Cómo anunciar la resurrección de Jesús?
Como creyentes surge el interrogante “¿cómo anunciar la resurrección de Jesús en medio de este mundo tan fragmentado?”. Quizás antes deberíamos preguntarnos qué resurrección anunciamos. Que Dios Padre resucite a Jesús significa que la muerte no va a tener la última palabra, que la muerte ya ha sido vencida, pero: ¿vemos que eso aún hoy es difícil de ver y de presentar?
Sin duda que, para los creyentes, la resurrección de Jesús es un anuncio de buena noticia, pero es sobre todo denuncia, porque a nuestro lado la muerte sigue tomando espacios; culpa, ya que no somos testigos de la esperanza que nos viene de Dios; denuncia, debido a que nuestro modo de vida se sigue creyendo cómplice por acción u omisión del pecado que mata, nuestra fe es frágil a la hora de creer en la vida y nuestro amor no acaba de encontrar su origen en el que se nos confiere completamente.
Cuando se habla de la resurrección de Jesús aflora el hecho de que, al anunciar esto, el cristiano anuncia algo que jamás se ha vuelto a decir de ninguna otra persona. La tradición de la humanidad certificará algunas reviviscencias, es decir, platicará de alguien que regresó a esta vida de nuevo, pero, indiscutiblemente, no es lo mismo. Por lo tanto, es extraordinariamente dificultoso discutir de la resurrección de Jesús, debido a que, para hablar de vicisitudes de las cuales no tenemos experiencia, perennemente lo concebimos en comparación con otras vivencias, y así nos las vamos creyendo y concibiendo. Por ejemplo, quien no haya visto a Pedro puede decir que es igual que Juan, Santiago, Andrés, a quienes conoce; así cada uno indicará su punto de vista según su experiencia.
Juan Pablo II (1989) manifiesta que en la resurrección de Jesús no poseemos esa posibilidad de asimilación, puesto que la fe cristiana no indica que regresó a esta vida, como lo hizo Lázaro. Para entender fielmente la resurrección hay que concebir una distinción primordial: una cosa es resucitar, y otra cosa, revivir. Jesús no revivió, sino que resucitó, es decir:
[…] la resurrección de Jesús ha residido en un romper las cadenas para ir hacia un tipo de vida enteramente nuevo, a una vida que ya no está sujeta a la ley del devenir y de la muerte, sino que existe más allá de eso; una vida que ha principiado una nueva dimensión de ser hombre19.
Ahora, revivir es retornar a la vida que se obtenía antes de la muerte. El que revive vuelve a ser un hombre mortal, porque vuelve a estar en este mundo, como uno de tantos. Eso es lo que sucedió en el caso de Lázaro (Jn 11, 43-44, Biblia de Jerusalén) o en el del hijo de la viuda de Naín (Lc 7, 15, Biblia de Jerusalén). De ahí que la afirmación ‘‘Jesús ha resucitado’’, que parece tan simple, no es natural. Los mismos teólogos católicos tienen consideraciones muy distintas sobre el tema, aun cuando su tonalidad de opiniones sea algo más restringida que la de los protestantes.
La resurrección fundamento del creyente
La resurrección de Jesús es el centro de la experiencia del creyente y el fundamento de la fe, en la cual se proclama a Jesús Cristo y Señor. Esta es asimismo el cumplimiento de las promesas de Dios, de las cuales es portador el Israel histórico, y que están depositadas en la Sagrada Escritura: en La Ley, Los Profetas y los Salmos (los escritos). Intérprete de esta esperanza bíblica es la tradición judía, la cual, frente a la muerte, relee su fe en clave de resurrección. Se alcanza entonces que el Jesús histórico enumerara su esperanza ante su propia muerte reclamando a la tradición bíblica y a los estándares lingüísticos del ambiente judío. Su resurrección como victoria definitiva sobre la muerte se catequiza en la garantía de vida de todos los hombres, renovando el significado de la situación humana en el mundo y en la historia.
Penna (1996) muestra que la resurrección de Jesús es primordial para la fe del creyente. Como con cualquier otro hecho histórico la resurrección de Cristo no puede demostrarse científicamente, ya que los hechos acontecidos no pueden reproducirse20.
La existencia de la Iglesia cristiana, la vida y martirio de los apóstoles, la conversión de san Pablo y de Santiago (el hermano de Jesús), así como el sepulcro vacío, deben ser expuestos de algún modo. Vivimos en Cristo con la esperanza de que si morimos, un día habremos ‘‘resucitado de entre los muertos’’ con un cuerpo convertido, incorruptible y glorificado. Nuestra esperanza de resurrección se basa en que Jesucristo murió y resucitó de entre los muertos. La Sagrada Escritura habla de tal resurrección y es tranquila en cuanto a esta catequesIs Esta es la precaución y de todos los que mueren profesando en Jesús. A través de los años se ha puesto en tela de juicio la veracidad sobre la muerte y resurrección de Cristo (Penna, 1996).
El apóstol Pablo muestra que “si Cristo no resucitó de entre los muertos somos los cristianos los más dignos de lástima de todos los hombres” (1 Cor 15, Biblia de Jerusalén). De ser así, estamos derrochando nuestro tiempo; los que murieron en Cristo perecieron y los que vivimos aún estamos en pecado. Es elemental para la fe cristiana la doctrina de la resurrección de Cristo.
Penna, en forma de catequesis pastoral, trata de pronunciar que no es solamente importante, sino indispensable, es la piedra angular de nuestra fe como creyentes. Algunos podrían expresar que si la resurrección de Cristo es mentira, entonces también lo es el cristianismo, y los cristianos somos los más tontos de todos los hombres. Como creyentes celebramos estar plenamente persuadidos de que Cristo resucitó de entre los muertos en forma corporal y glorificada; esto lo creemos por medio de la fe. No obstante, para que nuestra fe se afirme aún más, esta exposición tiene el propósito de ayudarnos, a mí y a otras personas que aún no conocen de la obra redentora de Jesucristo (Penna, 1996).
Ahora bien, ya hemos estudiado que la resurrección de Cristo es el fundamento definitivo de la historia para los creyentes y aporta los elementos motivantes que mueven desde el interior al hombre a comprometerse con la vida desde los destinos del amor del Padre, revelados en la entrega del hijo a la humanidad. La llegada de Cristo al término final inquieta en la raíz de su ser a todas las personas, incluidas las que no tienen conciencia de esto y las que rechazan la proclamación de esa buena noticia. Al afectarlos por la solidaridad en la misma humanidad hace posible su redención y su liberación, les anima en su lucha por salir de todos los exilios y estimula las fuerzas que van moviendo toda suerte de esclavitudes.
Penna sostiene que:
Questa fondazione chiamata risurrezione appartiene a Cristo è morto sulla croce sul Golgota. Alla luce della sua persona, la croce e la risurrezione sono interdipendenti e vanno interpretati considerando un evento in riferimento all’altro. “Se Cristo non è risuscitato, allora è la nostra predicazione, senza fondamento e la vostra fede” (1 Co 15,14), Paolo disse. Per concludere dicendo che la risurrezione di Cristo è dunque il fondamento della Chiesa, in cui offre all’umanità una speranza in grado di innescare dinamiche di credenti, per il raggiungimento di una umanizzazione del mondo e dell’uomo (1996, p. 186).
Vivir hoy la resurrección de Cristo
Si vivir hoy la resurrección de Cristo es habitar con Él en nuestra vida y no perder de vista su mensaje de salvación, Cristo es la vida del creyente. La resurrección de Jesús explora el futuro absoluto, pero se inscribe también en el presente históriCo Su resurrección no le aparta de la historia, sino que le introduce en esta de una nueva forma; los creyentes del Resucitado deben vivir hoy su resurrección.
San Pablo afirma con frecuencia que la resurrección de Jesús lleva a nuestra propia invención, a partir de esta misma vida: “Para que, así como Cristo fue resucitado de la muerte por la potestad del Padre, asimismo nosotros empezáramos una nueva vida [...]. Así también ustedes ténganse por muertos al pecado y vivos para Dios, mediante el Mesías Jesús” (Rm 6, 4.11, Biblia de Jerusalén). “Murió por todos para que los que viven ya no vivan más para sí mismos, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15, Biblia de Jerusalén).
Al presentarse a Cristo, el apóstol habla ordinariamente de resurrección e igualmente cuando habla de la vida futura. Sin embargo, para el creyente que vive en este mundo, el apóstol habla de “vida” y de “hombre nuevo”. Él no insiste tanto en que el bautizado ha de “resucitar”, sino en que ha de “vivir una nueva vida”: “Para eso murió el Mesías y recobró la vida, para tener señorío sobre vivos y muertos” (Rm 14, 9, Biblia de Jerusalén).
Dunn-James (1998) explica que:
El Espíritu Santo es “el contenido de todos los dones de salvación, como garantía de la comunión final con Dios”. Es el principio dinámico de la nueva vida y la promesa de la filiación divina que Cristo nos da. Él es el don eterno que vive entre nosotros, nos cautiva y nos prepara para la última manifestación, cara a cara con el Padre. La meta de la salvación de Dios y, por lo tanto, el efecto de la redención universal es esta comunión con Dios, patente y ahora en Cristo y en el Espíritu, aunque aún falta plenitud escatológica (p. 189).
Igualmente, significa que, en Cristo, verdadero Dios y hombre, y en el Espíritu Santo, el don trinitario, la humanidad entera ha sido transformada. Pablo habla del “hombre nuevo” en oposición al “viejo”; de reconciliación frente a la enemistad; de gracia en oposición a la maldición; de libertad en contra a la esclavitud, y de salvación frente a la condenación. Esta nueva realidad es la continuación en el hombre.
Cristo es la vida del creyente. Jesús resucitado tiene relación personal con cada uno de ellos. Por eso el apóstol Pablo puede decir: “Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20, Biblia de Jerusalén). Estas frases deben ser auténticas para todo creyente. En cierto sentido, Pablo es Cristo vivo. Se siente a sí mismo en relación íntima con Cristo, de quien depende absolutamente, sin el cual vivir ya no es vivir, y con el que todo se vuelve amor.
Este amor es el amor sacrificado. He aquí lo que el apóstol Pablo jamás olvida. Estrechamente platicando, no anuncia la resurrección, sino que proclama la cruz (1 Co 1, 23, Biblia de Jerusalén). Sin embargo, para anunciar la cruz como acontecimiento de salvación, es preciso que la resurrección haya tenido lugar y revele el sentido de la cruz. Sin el activo y eficaz recuerdo del Crucificado, el ideal del hombre nuevo toma un rumbo peligroso y anticristiano, como lo prueban ciertos movimientos magnánimos que se salen de la historia o los hombres que miran la historia de arriba abajo tratando de someterla a la fuerza. El camino hacia el hombre nuevo no puede ser otro que el camino sufrido de Jesús hacia su resurrección.
O’Collins (2002) manifiesta que sería una falta pensar que solo para Jesús fueron necesarias la encarnación y la fidelidad a la historia, como si se nos ahorrase a nosotros lo que no a Él. Sería como procurar alcanzar a la resurrección de Jesús, sin caminar las mismas etapas históricas que Él. La existencia del hombre renovado persigue existiendo básicamente un proceso de búsqueda de Jesús.
El contenido de ese proceso debe ser ya bien distinguido. Se trata de la incorporación en el mundo de los pobres, de anunciarles la buena noticia de Dios y su reino; de salir en su defensa, de denunciar y descubrir las falsas divinidades tras las que se esconden los poderosos; de asumir el destino de los pobres, y, la última consecuencia de esa solidaridad, la cruz. En esto consiste el vivir ya como resucitados. Esto es el “hacerse hijos en el Hijo”, que vino “a servir y a dar la vida” (Mt 20, 28, Biblia de Jerusalén). El reino de Cristo se hace real en la medida en que hay servidores como Él lo fue. El hombre nuevo cree en verdad que más feliz es el que procura que el que recibe (Act 20, 35, Biblia de Jerusalén), que es más grande el que más se abaja para servir (Mt 20, 26, Biblia de Jerusalén).
La autoridad de Jesús se ejerce renovando en la historia el gesto de Dios que resucita a Jesús, proporcionando vida a los crucificados de la historia y dando vida a quienes están amenazados en su vida.
La resurrección se muestra en medio de nosotros como el paso de condiciones inhumanas a circunstancias más humanas. Cualquier adelanto fraterno en una comunidad es ese paso, en pequeño, de la muerte a la vida. Llegar a ser mejores personas, más unidos, más libres, es un caminar hacia la resurrección, junto con Cristo resucitado. Es un caminar doloroso preñado de esperanza. Todo lo que sea amor comunitario es triunfo vivo sobre la muerte del egoísmo. Es ya la gran resurrección empezada.
La resurrección pensada así no tiene nada de pasividad. Bajo ningún concepto es alienante. Es una negativa a detenerse, a vivir marginados y explotados, y a dejarse morir. Es el paso de todas las formas de muerte a todas las formas de vida. Es no contentarse con arrastrar la existencia, sino luchar por vivir con entera responsabilidad. Luchar por hombres nuevos y un mundo nuevo, con renovadas esperanzas, a pesar de todas las dificultades, pues el fin de toda esclavitud está ya firmado por Dios en la resurrección de Cristo (Studer, 1993).
En el Nuevo Testamento se resalta que el hombre nuevo es libre, y esa libertad la da Jesús resucitado: “Para que seamos libres nos liberó el Mesías” (Ga 5, 1, Biblia de Jerusalén). “El Señor es el Espíritu, y donde hay Espíritu del Señor, hay libertad” (2 Co 3, 17, Biblia de Jerusalén). Esta libertad, obviamente, nada tiene que ver con el libertinaje (Ga 5, 13; 1 Pe 2, 16, Biblia de Jerusalén), ni con el salirse de la historia.
La presencia del Resucitado induce la libertad del amor para servir, sin que nada ponga límites al servicio, ni miedos, ni prudencias mundanas. Consiste en tener la actitud del mismo Jesús que da su vida libremente, sin que nadie se la quite.
Una vida primordialmente libre para servir trae consigo su propio gozo, aun en medio de los horrores de la historia. Ese deleite es signo de la figura del Resucitado. Por esto, san Pablo repite exultante que ‘‘ninguna criatura podrá privarnos de ese amor de Dios, presente en el Mesías Jesús, Señor nuestro’’ (Rm 8, 39, Biblia de Jerusalén). Esa libertad y ese gozo son la expresión de que vivimos ya como hombres nuevos, resucitados en la historia. Es la palabra auténtica entre nosotros de lo que hay de victoria en la resurrección de Jesús.
La esperanza en el Resucitado
En los creyentes, la Cruz no es la última palabra sobre Jesús, pues Dios lo ‘‘resucitó de entre los muertos’’. No obstante, su resurrección no es la última palabra sobre la historia, pues Dios no es todavía ‘‘todo para todos’’ (1 Co 15, 28, Biblia de Jerusalén). Jesús resucitado vive aún una esperanza. Sus hermanos y la patria humana (el universo) todavía no han sido transfigurados como Él. La lucha con el poder del mal en el conflicto de la historia demuestra con claridad que todavía Dios no es ‘‘todo para todos’’. Vivimos aún en camino, rodeados de flaquezas, ignominias y sufrimientos.
Según Martín Karrer (2002), Jesús resucitado espera que el reino de Dios que se especificó y empezó con Él llegue a un feliz término. Él es la cabeza de la humanidad (Col 1, 18; Ef 1, 22-23, Biblia de Jerusalén), y el cuerpo de la humanidad todavía no ha alcanzado la plenitud nueva y definitiva de su cabeza. El Resucitado es heredero de una creación nueva, y ha de llegar a ejercer su dominio sobre toda la creación, no solo de derecho, sino también de hecho. Mientras la primogenitura de Cristo no se ejerza sobre toda la creación, su resurrección no habrá detonado todos sus medios salvadores. Esto quiere decir que el hecho pascual continúa en cierto modo innovándose. La fuerza liberadora del Resucitado, lejos de agotarse, se va activando con el tiempo, y nada ni nadie queda fuera de su frecuencia de acción. Todo el mundo está llamado a respirar aires críticos (Karrer, 2002).
Jesús resucitado, para Karl Lehmann (1982), insta viviendo una esperanza. Persigue esperando el crecimiento del reino entre los hombres. Jesús continúa esperando que la revuelta por Él, formada en el sentido de una comprensión entre los hombres y Dios, del amor indiscriminado a todos, penetre cada vez más profundo en las estructuras del pensar, el actuar y el planear humanos. Sigue esperando que el rostro del hombre futuro que persiste obscurecido por el hombre presente se haga cada vez más claro. Aguarda ‘‘llevar la historia a su plenitud: Hacer la unidad del universo [...], de lo terrestre y de lo celeste’’ (Ef 1, 10, Biblia de Jerusalén). Aguarda la construcción de ‘‘un cielo nuevo y una tierra nueva en los que habite la justicia’’ (2 Pe 3, 13, Biblia de Jerusalén) de Dios. Mientras todo esto no haya triunfado aun totalmente, Jesús sigue viviendo esta esperanza. Por eso, todavía existe un futuro para el Resucitado (Lehmann, 1982).
Jesús espera aún algo más, todavía no acabado ni realizado completamente: la “resurrección de los muertos”, hermanos suyos, la reconciliación de todas las cosas con ellas mismas y con Dios, y la transfiguración del cosmos. San Juan podía decir con toda razón: “Todavía no se ve lo que vamos a ser” (1 Jn 3, 2, Biblia de Jerusalén). La muerte, con sus dragones y sus bestias, todavía no ha sido derrotada del todo. Sin embargo, llegarán a oírse estas palabras verdaderas: ‘‘Lo de antes ha pasado... Ahora todo lo hago nuevo’’ (Ap 21, 4-5, Biblia de Jerusalén). Lo que ya está descompuesto en el mundo se formará ambiente.
La situación de éxodo, que es la indestructible en esta naturaleza en cambio, será transformada en una situación de casa paterna con Dios: “Noche no habrá más, ni necesitarán luz de lámpara o de sol, porque el Señor Dios irradiará luz sobre ellos y serán reyes por los siglos de los siglos” (Ap 22, 5, Biblia de Jerusalén). A partir de Jesucristo asentamos esta esperanza y esta convicción porque “en su persona se ha pronunciado el sí a todas las promesas de Dios” (2 Co 1, 20, Biblia de Jerusalén).
Mientras perseguimos este camino, volvemos el rostro al futuro, hacia el Señor que lleGa renovando las palabras del primer catecismo de la Iglesia primitiva, la Didajé: ‘‘¡Que venga tu gracia y pase por este mundo! Amén [...] ¡Maranatá! ¡Ven, Señor Jesús! ¡Amén!’’ (Ap 22, 20, Biblia de Jerusalén).
Vivimos de esta misma esperanza de Cristo, catequizados acerca de que lo significativo no es el presente ni el futuro; lo valioso es el presente en vista al futuro, que ya ha empezado a ser realidad en Jesucristo y que gozamos de la fuerza de su espíritu resucitado (Ratzinger, 2007).
Notas
1 Se sabe que el título más normal de todos, desde los primeros años de la Iglesia, fue el de “Cristo”. Según los primeros capítulos de los Hechos de los apóstoles, la proclamación de Jesús como “mesías” o “Cristo” era tema esencial del kerigma (Act 2, 36; 3, 18. 20; 4, 10; 5, 42).
2 Se debe decir que la ‘‘resurrección de los muertos’’ significará la plena personalización y espiritualización de la materia, no su abolición. Mediante el Espíritu Santo, el espíritu humano dominará por completo la materia. El cuerpo expresará claramente y servirá al espíritu glorificado de los seres humanos. Aceptar todo esto requiere un esfuerzo de imaginación.
3Los creyentes gozamos de una seguridad interior que incumbe al alma, que no es natural, que no es de recinto, pero nos hace profesar que nuestro Dios está vivo y está encarnado y vive con nosotros, sufre con nosotros. Es un ambiente que el corazón descubre.
4 “La risurrezione di Gesù può essere chiamato evento storico, in quella parte della storia si apre un nuovo orizzonte e fare un nuovo obiettivo per il nostro futuro di uomini che vivono storicamente, facendone un importante fatto storico E questo più che nella realtà storica in principio viene anche la nuova, l’inaspettato e imprevisto, non determinabile dalla continuità e la connessione”.
5 Jürgen Moltmann expone que este secreto de que la fe israelita de la promesa esté enamorada, con obstinada exclusividad, de los cumplimientos de las promesas en la historia y, en el más acá, el supuesto para entender la resurrección de Cristo como resurrección del crucificado y no, como símbolo de la esperanza de resurrección y como símbolo de la entereza en esta vida oportuna a esa esperanza.
6 La resurrección de Jesucristo es esencial para la fe cristiana de los creyentes. Si Él no hubiera resucitado de entre los muertos, la fe cristiana no obtendría eficacia, ya que Jesús mismo expresó que resucitaría de entre los muertos al tercer día. Por otro lado, si Jesús resucitó de entre los muertos, las sus enunciaciones son verdad y ahora podemos estar seguros de que sí hay vida después de la muerte.
7 Los versículos 6a y 7 son ciertamente añadidos prepaulinos; los versículos 6b y 8, anotaciones paulinas.
8 Según las ideas proféticas, Dios resucitará a los muertos en su día. No se hace referencia con esto a una resurrección anticipada de un individuo, aunque fuera el Mesías. Los acontecimientos finales tampoco se pueden extender durante un cierto tiempo, como indica la expresión “el último día”.
9 “The resurrection of Jesus is the most important event in the history of salvation. It is, therefore, the central fact of this history. Because it is the definitive event in life of Jesus and in the life and faith of Christians. So decisive, that without resurrection of Jesus existence would have meaningless and the faith of Christians our most elemental consistency”.
10 Para el Nuevo Testamento, el término resurrección, en griego ‘‘anastasis’’, significa ‘‘levantarse’’. Jesús, resucitado, se levantó, volvió a la vida: fue vivificado plenamente para estar siempre en la dimensión divina donde la muerte ya no lo puede tocar. Es el caso diferente al de Lázaro, que fue una revivificación, en la cual él se va a encontrar nuevamente con la muerte tarde o temprano. Jesús ya en la dimensión divina y para siempre puede traspasar paredes, presentarse a sus discípulos, desearle la paz y entregar su espíritu para estar con ellos de otra manera: invisible, pero real. Murió, fue sepultado, resucitó al tercer día de entre los muertos, para no volver a morir nunca jamás.
11 De hecho, para el Antiguo Testamento, el hombre, en su esencia, “es carne” (para los griegos, “tiene carne”); la “carne” significa el hombre en cuanto transitorio, vulnerable, sujeto a enfermedad, miedo, muerte (debilidad física) (Ps 78, 39; Ls 40, 6, Biblia de Jerusalén). “Toda carne” designa a toda la humanidad en cuanto mortal (Job 34, 15; Is 66, 23, Biblia de Jerusalén). En los escritos rabínicos, para designar al hombre en su transitoriedad, se le llama ‘‘carne y sangre’’ (primera vez en Eclo 14, 18, Biblia de Jerusalén).
12 “Cuerpo”, también “carne” (gr. sarx), significa cosas muy distintas de lo que entendemos por esta palabra en nuestra lengua. La palabra “carne” tiene para nosotros un sentido obvio de masa muscular, de comestible y, en sentido moral, una referencia a la sexualidad, que es ajena al sentido propio del término tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.
13 En oposición a “espíritu”, significa la condición humana débil (Mc 14, 38, Biblia de Jerusalén), y, en los escritos paulinos, la debilidad moral, los bajos instintos que inducen al hombre al pecado (Rm 8, 6; Ga 5, 17, Biblia de Jerusalén).
14 La resurrección de Jesús acontece a la manera de una propia atestiguación del resucitado en cuanto tal a la experiencia y a la historia de los hombres. Tal acontecer en la experiencia histórica tiene lugar en la “aparición” del resucitado para los testigos.
15 Es evidente que algunos jefes de Israel acusaron a Jesús de actuar contra la Ley, contra el templo de Jerusalén y, particularmente, contra la fe en el Dios único, porque se proclamaba hijo de Dios. Por esto, lo entregaron a Pilatos para que lo condenase a muerte. Así se ha cumplido de una vez por todas, con la muerte redentora de Jesucristo, el hijo de Dios, el designio salvador del Padre. De la misma manera, la pasión, muerte, resurrección y glorificación está en el centro de la fe cristiana.
16 Quienes visitan el huerto de Getsemaní se sorprenden al conocer que los nudosos olivos que ven podrían haber sido pequeños arbolitos cuando Jesús vino aquí con sus discípulos en aquella fatídica noche después de la última cena (Mt 26, 36; Mc 14, 32; Jn 18, 1, Biblia de Jerusalén). En la actualidad, estos antiguos árboles crecen en cuidados arriates, aunque en tiempos de Jesús esto podría haber sido un olivar con una almazara (Getsemaní en griego).
17 Se recomienda comprobar también (Rm 6, 1 ss.; Col 2, 12; 3, 1 ss., Biblia de Jerusalén).
18 Sostenemos que “la salvación es el asunto humano primordial”. Este conocimiento habla del ser y del sentido último de lo humano; intenta describir conceptos como el de “integridad”, “trascendencia”, “plenitud”, “futuro mejor”, “afirmación de la propia existencia”, “dignidad” y “presente sano”. La imagen de salvación cree que en el hombre existe la necesidad, aunque sea en forma implícita, de una tal salvación. Así ocurre efectivamente.
19 La participación en la vida nueva hace también que los hombres sean ‘‘hermanos’’ de Cristo, como el mismo Jesús llama a sus discípulos después de la resurrección: ‘‘Id a anunciar a mis hermanos [...]’’ (Mt 28, 10; Jn 20, 17, Biblia de Jerusalén). Son hermanos no por naturaleza, sino por don de gracia, pues esa filiación adoptiva da una verdadera y real participación en la vida del hijo unigénito, tal como se reveló plenamente en su resurrección.
20 El hombre siempre tiene la posibilidad de creer o no acerca de aquel que se presenta como portavoz de Dios, ya que el contenido de su mensaje no es evidente. Para creer hace falta también un acto de la voluntad, la cual, una vez que la inteligencia ha admitido que no hay absurdos ni en el contenido ni en la credibilidad del testigo, decide adherirse y asentir.