Capítulo de Investigación
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El sepulcro vacío: victoria sobre la muerte
The Empty Tomb: Victory over Death
https://doi.org/10.28970/9789585498358
El sepulcro vacío: victoria sobre la muerte
Con su vida y con su palabra, Jesús había enseñado el amor sin límites del Padre. Cumplir la voluntad de su Padre había sido el ideal de su vida. El reinado de Dios fue el centro de su predicación. Pero contrario a lo que se podía esperar de Él (Lc 24, 21, Biblia de Jerusalén), murió inculpando, diciendo: ‘‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado’’? (Mc 15, 34, Biblia de Jerusalén). ¿Abandonó realmente Dios a Jesús? ¿Fue la muerte más fuerte que su fe y su amor? ¿Sería la muerte y no la vida la última palabra de Dios sobre el destino de Jesús de Nazaret? ¿Qué queda de esa petición suya de conocer al Padre y de ser reconocido y amado como hijo?
Heinz Schürmann (1982) determina que en el mensaje del Nuevo Testamento sobre la resurrección describe no solo a Jesús, sino también a los cristianos; el mensaje es este:
Si Jesús ha triunfado sobre la muerte, también nosotros los cristianos tenemos resuelto el problema de la muerte. Porque el destino de Jesús es también nuestro destino. Y por eso, si Jesús ha vencido a la muerte, nosotros también la hemos vencido. La muerte ya no debe ser objeto de miedo, porque es simplemente un paso, cuestión de un instante, ya que enseguida tenemos la vida que no se acaba (p 345).
El testimonio preciso es el del apóstol Pablo:
Si de Cristo se predica que resucitó de la muerte, ¿cómo dicen algunos que los muertos no resucitan? Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado, entonces lo que predicamos no tiene sentido ni la fe de ustedes tampoco (1 Co 15, 12-14, Biblia de Jerusalén).
Por consiguiente, el gran encuentro y el nuevo horizonte para la vida está en que si Cristo resucitó, también nosotros hemos de hacerlo. Esto es porque “todos somos vivificados en Él” (1 Co 15, 20.22; Rm 8, 29; Col 1, 18, Biblia de Jerusalén).
Para Heinz Schürmann, la resurrección de Jesús no fue un hecho abandonado, sino que afecta a toda la humanidad, porque Él es el nuevo Adán (Rm 5, 14, Biblia de Jerusalén). De ahí el inquebrantable testimonio del Nuevo Testamento según el cual “si Cristo ha resucitado, nosotros también resucitaremos” (Rm 8, 11; 1 Co 6, 14; 15, 12-17.20.32.42-44.52; 2 Co 1, 9; 4, 14; Ef 2, 6; Col 2, 12; 3, 1; Rm 6, 5; Ef 5, 14; Flp 3, 10-11; 1 Ts 4, 14, Biblia de Jerusalén). Como se ve, la documentación del Nuevo Testamento, en este sentido, es extraordinariamente abundante. Esto quiere decir que se trata de una de las grandes convicciones del Nuevo Testamento. Por consiguiente, la fe en la resurrección es una parte absolutamente esencial de la fe cristiana del creyente. En efecto, para el hombre de fe la muerte no es ya una dificultad. Ella es sencillamente el camino a la resurrección21.
Jürgen Moltmann (2010) plantea la dificultad concreta de que esta certeza de la resurrección simplemente la asentamos en la fe. La fe es básicamente lóbreGa es decir, no se basa en la evidencia ni de esta podemos tener nunca evidencia alguna. Más bien hay que decir que la evidencia que se nos asigna es la evidencia de la muerte con todo su poder destructivo. Por eso, la muerte será siempre una dificultad para el creyente, el problema perentorio de la vida. Un asunto respecto al cual solo puede prevalecerse a través de la penumbra de la fe, entre investigaciones, dudas e inseguridades. De todas maneras, el testimonio de la fe es cierto. Eso quiere decir que en la medida en que la fe sea fuerte la certeza del creyente será capaz de superar las dificultades y evidencias inversas a la resurrección.
Los relatos del resucitado
Otro punto significativo es que los relatos de la resurrección, la experiencia y el juicio se encuentran, sin duda, en un horizonte perentoriamente escatológico de preocupaciones, experiencias y preguntas dirigidas al futuro prometido. Ya las mismas expresiones ‘resucitar’ y ‘despertar’ cierran en sí todo un mundo de palabras.
Jürgen Moltmann (2000) expone que los relatos de la resurrección no están visiblemente dentro de un horizonte cosmológico, es decir, no pregunta por el origen, el sentido y la esencia de la resurrección. Tampoco se encuentran verdaderamente dentro de un horizonte existencial, en el que se pregunte por el origen, el sentido y la esencia del existir humano. Tampoco se hallan directamente dentro de un horizonte teológico habitual. Estos relatos del Resucitado se revelan dentro del acontecimiento especial de las preocupaciones proféticas y apocalípticas, enlazadas a las promesas de Dios y de su paulatino devenir. La preocupación de la vida y la percepción de la muerte son dos cosas que se encuentran vinculadas directamente en el amor. Solo en aquel a quien amamos somos nosotros vulnerables, y solo en el amor sufre y percibe el hombre el carácter mortal de la muerte.
La más próxima tradición de nuestro suceso es conocida como el relato de la resurrección de los evangelios, esto es, justamente las narraciones del “sepulcro vacío” y de las apariciones del Resucitado, que existían independiente unas de otras y en la tradición evangélica han sido unidas de diverso modo. No podemos entrar aquí en detalle sobre la historia de las formas de los relatos de la resurrección ni purificar la problemática histórico-literaria de estos relatos.
Los relatos de los evangelios dejan reconocer de diferente manera la inaccesible trascendencia de la resurrección al manifestarse, claro que, con mayor torpeza, aunque también con la dialéctica propia de un signo. Él es reconocido, y, sin embargo, no es reconocible. Él está presente en el ofrecimiento de sí mismo y, al mismo tiempo, está en retirada. Él se ofrece para que lo toquen, y rehúsa ser tocado. Está allí Él mismo, en persona, pero de otra manera inaccesible, celeste. La razón es que es un esfuerzo expresar tales hechos; los evangelios dejan sus distintas y, en parte, contradictorias tradiciones, unas junto a otras, en un fácil intento de armonización. Su ‘ingenuidad’, resaltada tan a menudo, no es en todo caso falta de habilidad.
Que la resurrección de Jesús no es un regreso a su manera de ser terrestre se deduce también que se habla de ella como de un “hacerse-viviente” y a la esencia de la resurrección se le llama “vida”, y esto en el sentido de la propia y verdadera vida. “Esto dice el Primero y el Último, el que estuvo muerto y revivió” (Ap 2, 8, Biblia de Jerusalén). Allí mismo se dice: “Soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero actualmente estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Ap 1, 17 ss., Biblia de Jerusalén). Con base en otros documentos, concluimos nosotros aquí22, y no lo pondremos más de relieve, que justamente esta vida del Resucitado es caracterizada por san Pablo como una ‘‘vida para Dios’’ (Rm 6, 9) y una ‘‘vida por la fuerza de Dios’’ (2 Co 13, 4, Biblia de Jerusalén). Por tanto, esta es descrita como vida donada y entregada por Dios.
Estos relatos no se demuestran como una continuidad o una terminación de lo anterior; entre la pasión y la resurrección está la solución de continuidad que viene de la incursión todopoderosa de Dios y que arranca de la muerte a la humanidad de su hijo. No cabe duda de que los testigos son los mismos, pero su testimonio es ahora de otro orden. Esto es porque no pudieron reconocer lo que nos cuentan más en la fe.
Los relatos se muestran como la duplicación de todo el mensaje de la salvación bajo una luz nueva23. Esta discontinuidad se expresa hasta en la trama de los relatos, que es imposible reducir a una “cronología” análoGa
Razón del sepulcro vacío
Los evangelios nos muestran que los relatos del ‘sepulcro vacío’ tienen dos características: en unos la tumba que se descubre abierta y vacía es el lugar del anuncio teofánico de la resurrección; en los otros (Lc 24, 12; Jn 20, 1-10, Biblia de Jerusalén) no hay ninguna teofanía: Pedro, en un caso; Pedro y el otro discípulo, al que Jesús quería, en el otro, descubren y observan el estado del sepulcro.
En el relato de Lucas, Pedro vuelve lleno de incertidumbre, ya que el sepulcro vacío no basta por sí solo para fecundar la fe. En el de Juan, por el contrario, el otro discípulo “vio y creyó” (Jn 20, 8, Biblia de Jerusalén), porque instituyó entonces el vínculo entre lo que veía y los anuncios de la Escritura.
¿Cuál es el resultado de sentido de estos relatos, que logran su fe del testimonio integral de la resurrección? Reside en que estos nos expresan que la resurrección de Jesús impresionó a su cuerpo de carne. Si Jesús vive, y vive en otro lugar, entonces aquí tiene que haber un sepulcro vacío.
Es un semblante del kerigma que aquí se hace relato. Puesto que la resurrección no obtuvo ningún testigo y se escapa en sí misma a todo relato diferente de su adecuado anuncio, su única huella narrativa es la ausencia del cuerpo de Jesús en el sepulcro. A partir de nuestra percepción de las cosas, lo que se cuenta es la narración de los signos de la dispersión. El “sepulcro vacío” es el signo contrario de la resurrección por parte de nuestra expectación24.
“No está aquí”. Por tanto, Jesús ha vencido sobre la muerte. La muerte, que tiene la reciente palabra sobre toda vida humana, según una ley tan inquebrantable como universal, queda aquí derrotada, en un caso único y excepcional, sin duda, pero que basta para hacer que fracase su autoridad.
Maurizio Gronchi (2008) afirma que:
Il “sepolcro vuoto” è segno della salvezza da quando ha preso il corpo di Cristo, “il corpo che parla” e la parola fatta carne. Questo corpo non è caduta nella decomposizione della tomba. Bene, questo è un segno per noi: Qual è stata la risurrezione di Gesù indica la legge della nostra risurrezione. La tomba vuota racconta la sua salvezza così interessato a tutta la persona (p. 207).
En el plano soteriológico, para Bernard Sesboüé (1993), el sepulcro vacío es, por tanto, un signo que anuncia la culminación escatológica del mundo:
Nos indica que la figura de este mundo no es su realidad posterior y que la ley de la corrupción no es la actual palabra de la condición humana, ya que en la persona de Jesús el cosmos ha conocido ya un desgarramiento escatológico, cuya consumación tiene que hacer al mundo diáfano a la vida de Dios (p. 136).
La dispersión del cuerpo de Jesús actúa al final de las vicisitudes que sufrió durante la pasión: este es el punto cero de ese cuerpo que pasó verdaderamente por la muerte. Pero este vacío está regulado para nuevas formas de presencia, de una forma todavía temporal con las apariciones del Resucitado, y, prontamente, de un modo concluyente, con el nacimiento de la Iglesia y el nuevo cuerpo de Cristo, propagado y reunido por la celebración de la eucaristía. La desaparición, signo de interrupción, conduce a la reaparición, signo de continuación, del cuerpo de Jesús en su manifestación divina.
El sepulcro vacío no dio origen a la fe
La fe en la resurrección de Jesús no ha tenido su comienzo en las llamadas historias del “sepulcro vacío”, sino que arrancan de la proclamación, la confesión y el testimonio: “hemos visto al Señor”. Tal experiencia es la base del fenómeno del sepulcro vacío, explica por qué estaba vacío. Este no es ningún indicio para la fe, pero sí un signo.
Según Walter Kasper (1994), ese signo fue significativo sobre todo para la proclamación del mensaje de la resurrección en Jerusalén:
En Jerusalén, en el lugar de la ejecución y del sepulcro de Jesús, se proclama no mucho después de su muerte que ha resucitado. Este hecho exige que en el círculo de la primera comunidad tuvieran un signo fiable de que el sepulcro había sido hallado vacío (p. 161).
El kerigma de la resurrección no hubiera alcanzado conservarse en Jerusalén ni un día ni una hora, de no haber podido confirmar ante los interesados que el sepulcro vacío era un hecho. El hecho del sepulcro vacío jamás fue discutido por la polémica inversa. Si un acontecimiento histórico ha de caracterizarse por contar con una analogía intrahistórica, una causalidad intramundana y un ceremonial documental sobre su proceso, entonces la resurrección de Jesús no puede ser un suceso histórico Se trata simplemente de un proceso sin paralelos. Su única analogía es la creación de la nada (Rm 4, 17, Biblia de Jerusalén).
El sepulcro vacío no dio origen a la fe en la resurrección. Como es innegable, el “sepulcro vacío” se presenta como un signo confuso, sujeto a distintos comentarios, uno de los cuales podría ser el de la resurrección. Empero no existe ninguna insuficiencia intrínseca que exija a tal afirmación, con la exclusión de las otras posibilidades de comentario.
Simplemente a partir de las apariciones, el misterio del sepulcro vacío se disipa y puede ser examinado por la fe como una señal de la resurrección de Jesús. Como tal, el sepulcro vacío es un signo que hace pensar a todos y lleva a reflexionar en la posibilidad de la resurrección. Es una invitación a la fe; no es aún la fe (Baena, 2011).
La fe en que el Señor resucitó —aquí reside la razón del sepulcro vacío— se formula, según el lenguaje del tiempo, instalando la elucidación en boca del ángel: “El crucificado ha resucitado, no está aquí: Ved el lugar donde lo han puesto” (Mc 16, 6c, Biblia de Jerusalén). Sin contender la existencia de los ángeles, no solicitamos admitir, dentro de los propios criterios bíblicos, que uno de ellos haya aparecido junto al sepulcro.
El ángel reemplaza, esencialmente para el judaísmo posexílico, al dios Yahvéh en su trascendencia que revela a los hombres (Gn 22, 11-14; Ex 3, 2-6; Mt 1, 20, Biblia de Jerusalén).
Las mujeres que percibieron el sepulcro vacío, al conocer las apariciones del Señor a los apóstoles en Galilea, se encontraron prontamente con el verdadero sentido: el sepulcro está vacío, no porque alguien haya robado su cuerpo, sino porque Él ha resucitado. Esta interpretación de las mujeres es catalogada como revelación de Dios y se expresa, en el lenguaje común de la época, como un mensaje del ángel (Dios). “Es verdad: ¡Ha resucitado! ¡Él vive!” (Lc 24, 34, Biblia de Jerusalén).
La resurrección propia escapa del espacio de lo auténticamente demostrable, a pesar de que deja huellas comprobadamente verificables. Si acaso podemos llegar hasta la verificación histórica de la persuasión de los primeros discípulos acerca de la resurrección de Jesús, ¿no es lícito, entonces, indagar por las causas de estas convicciones? Ya que podemos observar la fe, ¿podemos preguntarnos cuál es la causa de esta fe? El hecho que cambió la historia del cristianismo no fue la fe de los discípulos, sino aquello que indujo la fe de los discípulos, es decir, el encuentro con Jesús resucitado. A esta experiencia exclusiva de algunos discípulos, los primeros cristianos la consideraron accesible al resto de la comunidad por medio del don del Espíritu Santo.
La fe en la resurrección es producto del recuerdo que las apariciones del Señor provocaron en los apóstoles, los cuales quedaron prendidos y dominados por un acontecimiento que prevalecía sobre las posibilidades de su imaginación. Sin esto, nunca habrían declarado al Crucificado como señor. Sin “ese algo” que sucedió en Jesús, jamás habría existido la Iglesia, ni el culto, ni la alabanza al nombre de este profeta de Nazaret, y mucho menos el testimonio inmenso de esta verdad: el martirio de tantos cristianos de la Iglesia primitiva.
Las apariciones del Resucitado
Como quiera que se defina el carácter de las llamadas apariciones, de lo que se trata en estas es certificar que Jesús ha sido acogido en el futuro de Dios, en el futuro sin muerte, en la vida eterna. El fundamento destacado de la experiencia de la resurrección, de la vista y encuentro con el Resucitado, no es la productividad de una inventiva humana, sino más bien la voluntad de Jesús resucitado de encontrarse y dejarse ver por sus discípulos.
Gerald O’Collins (1988), al reflexionar sobre las apariciones señaladas, explica:
Las apariciones son revelaciones momentáneas, gratuitas y condescendientes, de un cuerpo que, de suyo, es invisible. Tiene el mismo carácter milagroso que los signos con los que Jesús justifica su misión. Él “apareció” (1 Co 15, 5-8; Lc 24, 34) y ellos le “vieron” (1 Co 9, 1; Mt 28, 17; Jn 20, 18.20, Biblia de Jerusalén) […] por medio de su corporalidad resucitada, la materia ha sido elevada a un destino final que va mucho más allá de la corporalidad que experimentamos en este mundo. ‘Elevado a la diestra del Padre’ (Act 2, 33, Biblia de Jerusalén), Cristo se revela como partícipe del misterio divino y no para ser manipulado, pesado, medido o tratado de diversas maneras como un objeto ordinario de este mundo. Se aparece dónde y a quién quiere y desaparece cuando él quiere (Lc 24, 31, Biblia de Jerusalén) […]. Ver a Cristo resucitado requería una gracia transformadora en los que había de recibir aquella experiencia […] gracia que no fue concedida ni a los guardianes del sepulcro (Mt 28, 4.11, Biblia de Jerusalén) ni a los compañeros de Saulo en el camino a Damasco (Act 9, 7 y paralelos). Esta graciosa percepción de Cristo resucitado suponía tanto una preparación como una colaboración […] (Mt 28, 17-20; Lc 24, 13-35; Jn 20, 14.16, Biblia de Jerusalén) […]. Las apariciones eran experiencias profundamente autoexigentes por las que los discípulos se convirtieron en animosos testigos (p. 175).
Sería imposible para uno de nosotros querer entrar en detalles sobre las apariciones de Jesús cuando se encontró con los suyos. Baste recordar que, tras un breve momento de duda y sorpresa, le reconocen con seguridad. Es, por otra parte, lógico pensar que hubiese un momento de duda y sorpresa, pues nadie esperaba que pudieran ver un día a aquel que crucificaron y enterraron.
Como ejemplo, señalamos las apariciones a las mujeres (Mt 28, 8-10; Mc 16, 9-10; Jn 20, 11-28, Biblia de Jerusalén); la aparición a Pedro (Lc 24, 34; 1 Cor 15, 5, Biblia de Jerusalén); a los de Emaús (Lc 24, 13ss, Biblia de Jerusalén); a los once en Galilea y Jerusalén (Mt 28, 16-20; Lc 24, 36-50; Jn 20, 19-29, Biblia de Jerusalén), y, por último, citamos la aparición al apóstol Pablo, quien también insinúa a otros testigos más. Como vemos los encuentros con el Resucitado ni reemplazaban la fe ni la facilitaban. Estos encuentros transformaban la vida, y creaban y sustentaban la fe.
Gerald O’Collins (1988) cita a Hans Küng, quien afirma que las apariciones del Resucitado son experiencias magníficas y los convierte en testigos fundacionales de la resurrección de Jesús. Es más, los verdaderos encuentros con el Resucitado desencadenaron la nueva fe, que los constituyó en testigos suyos y apóstoles, pues estas apariciones suponen vocación, las cuales pueden comprenderse mejor si se comparan con los llamamientos de los profetas del Antiguo Testamento.
Esta comparación tradicional entre los apóstoles del Nuevo Testamento y los profetas del Antiguo se demuestra de numerosas maneras. El apóstol Pablo (Ga 1, 11, especialmente 16, 15-16, Biblia de Jerusalén), con base en todas las apariciones, consideró su vocación apostólica como “similar” a las de Jeremías (1, 5) e Isaías (49, 1). Por lo demás, para ser justos con Küng, debe advertirse que él piensa en términos de una analogía, no de un paralelo estricto.
Hay, no obstante, una serie de diferencias que limitan gravemente el valor de esta comparación:
- Los profetas del Antiguo Testamento oyen la palabra de Dios tanto en los inicios de su invocación como más tarde. Solo subsidiariamente ven visiones; lo contrario pasa con los testigos pascuales, quienes vieron al Resucitado u oyeron su palabra. Fueron mucho más videntes que oyentes.
- La palabra de Dios llega directamente a individuos como Amós, Isaías y Ezequiel, experiencias que atañen solo a individuos que se ven impulsados a comunicar ciertos mensajes al pueblo en general. En las apariciones pascuales, en cambio, no solo son individuos que se encuentran con el Resucitado, sino también grupos (sobre todo el de los doce). Lo esencial, pues, de la historia pascual pertenece la experiencia y el testimonio colectivo, de un modo que no tiene paralelo en el caso de los profetas clásicos.
- Todos los testigos pascuales, con excepción de Pablo, poseen una experiencia de reconocimiento. Ellos reconocen al Resucitado, a quien tratan como idéntico al Jesús que previamente habían visto, oído, tocado y seguido durante toda su vida terrena. Los profetas clásicos, claro está, saben que el dios que les llama es el de Abraham, Isaac y Jacob. Pero esto no quiere decir que Amós, Isaías y Jeremías estén reconociendo a alguien que ellos mismos hubieran previamente conocido como ser viviente sobre la tierra.
- Amós y otros profetas clásicos se vieron llamados inesperadamente y sin aparente reparación (por ejemplo, Am 3, 8; 7, 14 ss., Biblia de Jerusalén). En el caso de los doce y otros testigos pascuales, su asociación con Jesús durante la vida de Él continúa un periodo de aprendizaje. El tiempo que habían pasado con el Jesús terreno formó una especie de “noviciado” para aquellos que estaban destinados a convertirse en testigos apostólicos de la resurrección. Este es un noviciado que no encuentra paralelo en el caso de Amós y demás profetas clásicos.
Para terminar, abordaremos el verbo óphthe, que significa “fue visto” o “se apareció”, pues se subraya la objetividad de la visión, es decir, que es el mismo Jesús quien se manifiesta, quien se hace ver; es el mismo Cristo quien se muestra por sí y desde sí, hasta el punto de que es Él quien sale al encuentro; este verbo indica que es Él quien se aparece, quien toma la iniciativa. Este es un aoristo pasivo de wjqh cuya traducción es “se dejó ver”. No es un efecto de la fe, esperanza o del deseo de verlo por parte de los apóstoles. Es el resucitado que sale al encuentro, quien se hace presente.
En suma, la comparación de Küng entre profetas del Antiguo Testamento y testigos oficiales de la resurrección, si bien no deja de obtener valor, es limitada y no esclarece demasiado las experiencias apostólicas respecto el Resucitado25.
Para Jürgen Moltmann (2010), en los evangelios descubrimos los siguientes antecedentes sobre las apariciones del Señor:
Son narradas como un aspecto actual y carnal de Jesús. Come, camina con los suyos, se deja tocar, dialoga con ellos. Su presencia es tan real que puede ser confundido con un caminante, un jardinero o un pescador. Al mismo tiempo acontecen fenómenos extraños: aparece y desaparece. Atraviesa paredes. Esto porque el resucitado debe dar pruebas de que Él ha entrado en una nueva dimensión, ‘en la inmensidad de Dios y, desde allí, Él se manifiesta a los suyos’, y, esta revelación debe hacerse comprensible a los discípulos, para convertirlos en sus testigos, de que Él está vivo, no solo para bien de ellos sino para todos, pues, abraza a la humanidad entera que está invitada a través del testimonio de los discípulos a acogerlo como el que vive para darle vida nueva (p. 252).
La resurrección no es un cosmos teológico de unos apasionados de la persona del Nazareno. La fe en la resurrección es fruto del impacto de las apariciones del Señor en los apóstoles, quienes quedaron sorprendidos y dominados por un acontecimiento que superaba las posibilidades de su imaginación. Sin eso, tampoco habrían enseñado al crucificado como Señor. Sin ese algo que aconteció en Jesús, jamás habría existido la Iglesia, ni el culto, ni la alabanza al nombre de este profeta de Nazaret y mucho menos el testimonio máximo de esta verdad: el martirio de tantos cristianos de la Iglesia primitiva26.
Una de las finalidades de las apariciones de Cristo resucitado a sus discípulos es, precisamente, asegurarles su presencia en cada uno de los signos que Él instituye para cumplirse de esta manera lo que nos dice: “no los dejaré huérfanos” (Jn 14, 18, Biblia de Jerusalén); “yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20, Biblia de Jerusalén).
De la conversión al anuncio
Bernard Sesboüé (1993), al expresar que el sepulcro es el cuerpo desaparecido, expone:
No puede ser encontrado ya en nuestro mundo empírico que se ha escapado. Pero la fe en la resurrección tiene necesidad de un signo concreto de la vida de Jesús, de un signo verdadero que muestre que su “cuerpo parlante” y salvador sigue vivo. Este signo es paradójico: no puede obedecer a la ley de nuestras constataciones sensibles, efectuadas en el espacio y el tiempo, so pena de convertirse en el signo de lo que no es; y los discípulos que, por no haber resucitado todavía, necesitan todavía de sus sentidos para “ver” a Jesús, no pueden servirse de ellos más que con la condición de que la manifestación de éste tenga sentido para ellos en la trama de su historia con Él. Este signo, que se les da en las apariciones, es una fuerza de comunicación personal y original de Jesús a los suyos (p. 208).
Los relatos especificados de las apariciones se asientan en un diseño suficientemente firme, y es genuino pensar que las apariciones solo señaladas en orden (1 Co 15, 6-8, Biblia de Jerusalén) remiten a unas experiencias del mismo género: Jesús se manifiesta por una iniciativa gratuita que depende enteramente de Él. Los discípulos no lo registran al principio, lo toman como el hortelano, por un simple compañero de camino. Jesús se hace inspeccionar entonces por los suyos con su palabra y sus gestos. La palabra es de común una ilustración de las Escrituras que resaltan que su pasión entraba en el gran ‘‘proyecto de Dios’’, sus gestos son típicos de su existencia anterior y marchan como signos predilectos de reconocimiento: partir el pan, compartir la comida y mostrar las heridas. Últimamente, Jesús remite a los suyos en misión y huye.
Concierta conmemorar la serie de los relatos evangélicos, formula Bruno Maggioni (1997), de la que nos habla Bernard Sesboüé, porque muestra que las apariciones de Jesús a sus discípulos tienen la función de cimentar el mensaje de la resurrección como de fe. Jamás se insiste de forma exagerada en que los discípulos reconocieron a Jesús en la fe. Esto no quiere decir que se tratase de una experiencia subjetiva: la iniciativa partió ciertamente de Jesús. Tuvo lugar de un modo que nosotros no podemos simbolizar por la mediación de su humanidad dirigiéndose igualmente a sus sentidos. No obstante, la naturaleza misma de la comunicación que estaba en juego exigía la fe (p. 245)27.
Por conjetura, la correspondencia contigua de Dios con el hombre prevalece al orden de los fenómenos y no puede ser objeto de un conocimiento nuestro. Es una correlación de persona a persona en la cual una libertad produce otra. Regresamos a encontrarnos aquí, por consiguiente, bajo una luz nueva, con lo que contemplábamos en los relatos de la pasión. Jesús resucitado y salvador es una fuerza de conversión a la fe.
No obstante, hay que indicar que esta comunicación de Jesús a todos los suyos en la fe va ligada a la correspondencia del Resucitado a todos los que tendrán que creer a través de las palabras de los apóstoles y, por estos, a la Iglesia, para que por medio de esta la humanidad entera viva y anuncie la buena noticia de la resurrección de Cristo. Por esto las apariciones no se terminan con la unión soñada del intervalo presente. Se trata de unos temporales intervalos de parada para transmitir a su vez el mensaje de la resurrección.
La fórmula indiscutible con que concluye el evangelio de Mateo enseña cabalmente esta dinámica: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19, Biblia de Jerusalén). Si la salvación del hombre es colaboración de la vida de Dios, la vuelta a la vida y el acceso a la vida gloriosa del Resucitado anuncian y realizan ya, de manera ejemplar, el contenido de nuestra salvación. De ahí que se pueda declarar que la resurrección de Jesús es el acatamiento admirable de la salvación en Jesús por nosotros; es justamente su actual revelación (Pannenberg, 1977).
Jesús símbolo del hombre salvado
Las apariciones revelan tanto el percibido de la salvación como su carácter de ejecutarse.
Escribe Karl Rahner (1981):
Aquella resurrección de la que se trata en la victoria de Jesús sobre la muerte significa la salvación definitiva de la existencia humana concreta por parte de Dios y ante Dios, la permanente validez real de la historia humana, que ni se prolonga en el vacío ni per se (p. 113).
En consecuencia, Jesús resucitado nos revela el estatuto del hombre absolutamente salvado. En su persona cambiada, que la encarnación llevó a la resurrección, Él es “salvador absoluto” y hombre pasivo del salvado.
La situación de la salvación de todos los hombres se enuncia por la resurrección en el lenguaje de la vida en integridad y absoluta, “liberada de todas las alienaciones que afectan a nuestra existencia, de las que la muerte es el signo principal”. Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más (Rm 6, 9, Biblia de Jerusalén). Esta vida en integridad es cabalmente reconciliada y en plena comunión con Dios.
Jürgen Moltmann (2006) alude a que la resurrección de Jesús es un acto de la salvación escatológica. Es la parábola en acto de nuestra correcta resurrección, al mismo tiempo que ejecuta nuestro porvenir, más allá del cual ya no hay nada. Porque si Jesús murió “por nosotros”, también resucitó “por nosotros”: En Él, que es la resurrección y la vida (Jn 11, 25, Biblia de Jerusalén), se abre nuestra propia resurrección. Se principia en la revelación de su cuerpo glorioso, que sigue siendo mediador de nuestra salvación; se inicia equivalentemente por el don del Espíritu, soplo sobre sus discípulos (Jn 20, 22, Biblia de Jerusalén), que los asienta ya rectamente en el dinamismo de la vida eterna.
Testigos de la resurrección
El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: Vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta este momento no habían entendido la Escritura: Que Él había de resucitar de entre los muertos (Jn 20, 1-9, Biblia de Jerusalén).
¿Qué ve María Magdalena, según el evangelio de Juan? ¡Al Resucitado! Pero, ¿cómo se le aparece Él a ella? Como aquel que no está en su aparición para fascinar, a cuya aparición pertenece que Él se sustraiga como el aparecido. Se ve, posiblemente se pueda también decir, que el Resucitado pre-sente es el aus-sente. Así, Él es visto en la incertidumbre cierta y en la certeza insegura28.
De otra manera, esta indeterminación e indisponibilidad del Resucitado quieren poner de relieve también aquellas tendencias aisladas, que hacen entrar a Jesús entre los discípulos repentinamente con la puerta cerrada (Lc 24, 36; Jn 20, 19.26, Biblia de Jerusalén); no mencionan su desaparición, pero la suponen bien.
A partir de aquí, se hace inteligible la disposición singular que hay en la primera mitad del capítulo 21 del evangelio de Juan y a la que Rudolf Bultmann (1987) caracteriza así: “Es Él, y sin embargo no es Él; Él no es el que ellos (los discípulos habían conocido hasta ahora), y sin embargo sí es Él” (p. 235).
Se puede decir también naturalmente es Él. Pero, en suma, ¿puede ser Él si está en la subida hacia la gloria de Dios? Finalmente, Él no había estado nunca asible, excepto para su ‘hora’, esto es, para la cruz (Jn 7, 30; 7, 44; 8, 20, Biblia de Jerusalén).
Los conceptos “aparición” y “ver” pasaron de su sentido usual a otro. El wjJh “Él apareció”, significa, según el contexto de los evangelios, una comunicación de sí mismo del Resucitado en palabra y signos. “Ver” significa también la experiencia correspondiente por parte de los testigos; así, se puede decir, que la resurrección de Jesucristo acontece en la historia como “encuentro”, el cual, si le ocurre al testigo, se sale de sí mismo. Este es puro don en palabras y signos; en saludo y bendición; en llamada, conversación e instrucción; en consuelo y mandato, y envío, en fundación de la nueva comunidad.
Es, se podría decir también, la ofrenda definitiva de su afecto pleno y la realización de la esencia de su entreGa Esto es su “aparición” y, por tanto, es “visión” del Resucitado, también audición, acogida y participación personal. Podemos comprobar que la resurrección de Jesucristo acontece en el sentido del Nuevo Testamento, en la historia, ante todo por su aparición ante los testigos que le ven. En esta aparición se ofrece el Resucitado en un encuentro en que se sustrae a sí mismo, y en una nueva y definitiva experiencia de su entrega.
El acontecimiento de la resurrección de Jesucristo prosigue su camino hasta adentrarse en la historia. La resurrección de Jesucristo de entre los muertos acontece, dentro del kerigma, en virtud de la aparición. Sin embargo, aquí hay que hacer una distinción. La frase no significa, siguiendo a Rudolf Bultmann (1987), que la resurrección de Jesucristo es su hacerse presente en el kerigma y que correlativamente es el origen de la fe en el Resucitado. Pues, ¿cómo y de qué manera se hace presente propiamente en el kerigma? Antes de responder esto, conviene interrogar ¿por qué medio se origina la misteriosa fe, que —en el kerigma— cree en su presencia? A la vista de los textos, estas no son preguntas injustificadas y, por eso, no pueden ser desestimadas, ya que esto sería borrar todas las afirmaciones que conciernen al acontecimiento, ante el prodigio único del origen del kerigma —¿o debemos decir de la resurrección?—, porque las implicaciones ideológicas de la historia no las permiten.
No obstante, ¿cómo se quiere entonces hacer valer propiamente aquel prodigio del kerigma, en el cual Jesús está realmente presente? Jesús en el kerigma está verdaderamente presente, sin que haya sido resucitado de entre los muertos y exaltado; es un prodigio no pequeño, pero ininteligible en sí mismo, ante el cual la historia no está menos perpleja que ante el anuncio de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos.
Según estos argumentos enseñados por Rudolf Bultmann (1987) no hay un hecho que fundamente el evento de la resurrección, porque, para él, la resurrección de Jesucristo de entre los muertos sí está presente en el kerigma, pero no se sabe en qué se fundamenta, en qué hecho y en qué circunstancia pueda presentarse tal suceso, que a su vez sea el fundamento tanto del kerigma como en la fe que brota de la resurrección de Jesús como acontecimiento fundante.
Este hecho es claro y evidente en el Nuevo Testamento: las apariciones de Jesús a sus discípulos.
Willi Marxsen (1974), disintiendo con Rudolf Bultmann, piensa que la resurrección de Jesucristo es una interpretación de los hechos, que el “asunto Jesús fue llevado más allá por sus testigos”, y que se trata, por tanto, con la resurrección de Jesucristo, “del acontecimiento prolongado del kerigma de Jesús”, que a decir verdad se basa en esto, que los discípulos han “visto a Jesús” (p. 238).
En una línea similar a la de Rudolf Bultmann, está Willi Marxsen, quien varía un poco respecto a él, al ver la resurrección de Jesucristo como una prolongación del kerigma de Jesús, basado en el hecho de que los discípulos son los que interpretan el acontecimiento de ver a Jesús y proponer dicha interpretación como el anuncio del kerigma. Aceptar esta interpretación es desconocer el hecho metahistórico de que quien se presentó a sus discípulos, les habla, les invita a compartir, asegurándoles de que el que había muerto en la Cruz, está vivo y les acompaña en el anuncio de que ellos deben hacer al mundo para que encuentren la vida abundante que Él prometió. Es una experiencia que el Resucitado les proporcionó convirtiéndolos en testigos de él, cambiándoles su mente y su corazón, para así ser portadores del kerigma. Es una manera de condescender del Resucitado, que, desde su nueva dimensión de exaltado y glorificado, se abaja, se manifiesta, se acerca, mostrándoles su nueva manera de ser y que Él les había anunciado anteriormente.
Si prescindimos de que en el kerigma de la resurrección de Jesucristo no se trata ni del acontecimiento prolongado ni del kerigma de Jesús, sino de la llegada —en-palabra-y-lenguaje de quien se manifiesta a sí mismo proféticamente, de Jesucristo exaltado en poder de Dios y doxa—, entonces el allí llamado “ver” a Jesús es perfectamente claro: la experiencia inmediata del Crucificado como resucitado y exaltado, y no aquel que, por una fácil interpretación, por una sugerencia de las ideas usuales (judías), se llega a interpretar como resucitar de entre los muertos.
No se trata de un “ver a Jesús”, que se aclara luego por una interpretación, sino de una percepción inmediata de Él.
Por lo demás se puede preguntar a qué Jesús han “visto” los testigos, si ellos no lo han visto como al crucificado, que resucitó y fue exaltado. ¿Lo han visto ellos como Él era entonces, como el que “pasó haciendo el bien” (Act 10, 38), lo han visto como Él que estuvo colgado de la Cruz o lo han visto como quien volvió a la vida terrestre de nuevo y, por tanto, como se ve más o menos en el resucitado de entre los muertos, Lázaro? Estas preguntas son absurdas, pero hay que mencionarlas si se habla del enteramente oscuro “ver a Jesús” como el fundamento de la fe en la resurrección a partir de una interpretación conclusiva de este hecho.
En la teoría de Willi Marxsen no es asombroso el prodigio de un kerigma divino en las lenguas de los hombres, en el cual Cristo está verdaderamente presente, sin que Él haya sido elevado al poder, a la vida, a la gloria, al espíritu de dios desde la resurrección de entre los muertos, y, por tanto, ante el prodigio de la presencia de Jesucristo, quien había muerto y entrado en la putrefacción. Por el contrario, se permanece estupefacto ante el prodigio similarmente grande de un ver a Jesús por los discípulos, lo cual, no obstante, solo significa esto: que el asunto del Jesús histórico continúa, pues las experiencias históricas con Él no tienen ningún desenlace, mientras Él mismo “viva” de una manera indefinible —“ellos creían ver un espíritu” (Lc 24, 37, Biblia de Jerusalén)—.
Los discípulos de Emaús
El resucitado aparece en la sustracción, y los que lo ven observan al que se sustrae. Esto vale para la presentación de Mateo, en la cual la única aparición del Resucitado ante los once discípulos es, al mismo tiempo, despedida. Jesús aparece como el que se despide. Lucas ha formulado expresamente este tema en la historia de los discípulos de Emaús: “Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero Él desapareció de su lado” (Lc 24, 31, Biblia de Jerusalén). Como se sabe, Lucas pone también la aparición colectiva del Resucitado bajo el punto de vista de que se trata de las apariciones de aquel que “entonces desapareció” ante los discípulos y “fue elevado” al cielo (Lc 24, 51; Act 1, 9 ss., Biblia de Jerusalén). No obstante, teológicamente es examinado a fondo este hecho por primera vez en Juan, el cual entiende, y tampoco por casualidad, todo el obrar de Jesús. Él viene como quien se va, Él se encuentra como quien está en camino. En la escena ya nombrada de su aparición a María Magdalena (Jn 20, 11 ss., Biblia de Jerusalén) se manifiesta esto desveladamente.
Ingresando un poco más en la consistencia de las apariciones, detengámonos en el capítulo 24 de Lucas, que acopia en su eje la escena de los discípulos de Emaús. La resurrección de Jesús traslada allí la salvación, al tiempo, en las investigaciones del pasado, del presente y del futuro.
Karl Lehmann (1982) habla de que, en su relato del mensaje admitido en el sepulcro, Lucas no hace un informe para el futuro, como Mateo y Marcos. En vez de hablarnos de la cita en Galilea, los dos personajes radiantes remiten a las mujeres al pasado de Jesús en Galilea (Lc 24, 6-7, Biblia de Jerusalén). Las invitan así “a otra resurrección, la de la memoria”. Para el presente, se encuentran ante la negación de la ausencia. No hay nada que las oriente hacia el futuro. Todo el movimiento del capítulo va a hacer pasar a sus receptores de esta ausencia inicial a la presencia de Jesús, la cual cada vez es más explícita y los ubica en el gran quehacer del futuro, el anuncio de la conversión:
Los dos discípulos que caminan hacia Emaús han perdido su pasado y en el presente están como ausentes de ellos mismos. La dimensión del futuro aparece, sin embargo, con su proyecto de ir a Emaús. Pero ese futuro no tiene porvenir. Esos hombres se alejan de Jerusalén, porque allí ya no hay nada que hacer con el grupo de los discípulos. Rumian en su tristeza el recuerdo escandaloso de la muerte de Jesús en la cruz (Lehman, 1982, p. 154)29.
El relato que de ella hacen al desconocido que se ha juntado con ellos es de una neutralidad totalmente objetiva. El primer murmullo de la resurrección, el procedente de las mujeres, ha llegado hasta ellos, pero no les ha tocado. Ya no tienen esperanza, lo que les conduce es la fuerza centrífuga del fracaso: el grupo se deshace y se dispersa. Estos “exdiscípulos” están sinceramente des-orientados, en el sentido propio de la palabra.
En considerada disposición, pueden indudablemente ver al compañero de camino que se les ha acercado, pero ¿son capaces de reconocer a Jesús? Los ojos de la carne no bastan para “verlo”30. Así pues, este emprende por convertir, en el sentido propio de la palabra, su memoria. Con una larga lección escriturística les incita a reflexionar de una manera distinta acerca del pasado del que han sido testigos.
El relato no dice nada de instante sobre la resistencia de los dos discípulos, pero sí al final del camino, cuando ellos insisten que se quede porque se hace tarde: “quédate con nosotros” (Lc 24, 21, Biblia de Jerusalén). Anhelan alargar la dicha de esta relación íntegramente nueva. La razón es que se va haciendo tarde: hay que pararse en la posada para cenar y pasar la noche. Lo que sigue es la invitación que hace Jesús, como lo ha hecho antes (en la multiplicación de los panes y en la última cena, Lc 9, 12-16, Biblia de Jerusalén), de tomar el pan, de pronunciar la bendición, de partirlo y de dárselo. Esto causa el shock del encuentro y de la presencia: ‘‘entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero Él desapareció de su lado’’ (Lc 24, 31, Biblia de Jerusalén).
La intervención del cuerpo de Jesús acabó la obra de mediación de su mensaje. El gesto ejecutado por su es del don, y recuerda, con un simbolismo eucarístico visiblemente intencional, el don de su cuerpo. Este gesto hace a los dos discípulos presentes a su propio cuerpo. En adelante lo tienen cara a cara y lo “ven”.
Más aún, recuerdan, tomando plena conciencia de la emoción sensible que los retiene, del calor bienhechor que les inflama: “¿no estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras”? (Lc 24, 32, Biblia de Jerusalén).
La significación de interpretación y la fracción del pan —arquetipos de la celebración de la palabra y de la eucaristía— son los medios empleados por Jesús para resucitar el corazón de los suyos y abrirlos a la fe. Esta presencia experiencial de Jesús propicia la certeza de que Él está con ellos, aunque haya desaparecido visiblemente, dándoles así una esperanza que fundamenta su futuro (Lehmann, 1982).
Esta conversión interior a la fe se traduce en un retorno físico para los discípulos. En aquel mismo instante vuelven a recorrer en sentido contrario el camino que los separa de Jerusalén. Van a buscar al grupo de los once y sus compañeros, es decir, a la comunidad donde está su futuro y su esperanza; ellos son los depositarios del mensaje de la resurrección, no pueden gustarlo para ellos solos. Parten en misión para comunicarlo a sus hermanos.
Jürgen Moltmann (2004) aclara que este intercambio es la ocasión de una nueva aparición de Jesús, más larga e insistente, durante la cual va a multiplicar los signos de su realidad corporal, para acabar con todas las dudas: una vez más come ante su vista.
El contexto de Emaús se invierte en esta ocasión: Jesús empieza dándose a conocer, luego recuerda el “era preciso”, seguido de una significación de la interpretación repetida con nuevos matices. Estos pasado y presente se abren hacia un futuro, justificado a su vez por la apelación a las Escrituras. En el resumen de su acontecimiento, al lado y por el mismo título que su pasión y su resurrección, Jesús anuncia la predicación en su nombre de la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones (Lc 24, 47, Biblia de Jerusalén)31.
De este modo, la evangelización de las naciones concierne al kerigma cristológico con la pasión y la resurrección. La apertura misionera de la Iglesia “a los que no han recibido todavía la luz de Cristo es preciso al mismo Cristo”. El misterio pascual no es solamente el objeto de un mensaje; es un hecho: “Dios habla de manera definitiva al resucitar a Jesús”. No es que Él resucite porque así lo anuncian los discípulos; ellos hablan porque el evento del Resucitado se debe a la acción de Dios; este es en sí mismo el mensaje de Dios a la humanidad. Para anunciar esta buena noticia será necesaria la fuerza del Espíritu: Jesús lo promete a los suyos, sin nombrarlo.
Cristo resucitado y exaltado
Thorwald Lorenzen (1999) esboza que el Resucitado es ya también fundamentalmente el exaltado, y su resurrección de entre los muertos es en el sentido puntual de llegar a la exaltación, o sea, en el sentido de que la resurrección sucede por el impulso de la exaltación hacia Dios, y esta ocurre en el poder de la resurrección. Esto saca a la resurrección plenamente del proceso y la representación de una vuelta a la vida terrestre, y la separa, como con razón dice Thorwald Lorenzen, “de toda semejanza con las representaciones que circulan sobre la resurrección” (1999, p. 346). Notemos que no se refleja en nuestro texto explícitamente la relación entre resurrección y exaltación, que quizás eran primitivamente interpretaciones del mismo suceso independientes entre sí, pero que están conectadas entre sí desde un principio.
Esto resulta, sin embargo, de las siguientes afirmaciones. En una ocasión se nombra junto a la muerte de Jesús solo su exaltación, como se acostumbra en otras ocasiones para la resurrección. Nos referimos al Himno de Cristo: “Él se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo hombre […]” (Flp 2, 8 ss., Biblia de Jerusalén). Se puede pensar también en la formulación de Lucas (24, 26): “¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?”. Además, viene al caso la concepción que se encuentra en la Carta a los Hebreos (12, 2, Biblia de Jerusalén): “sobrellevó la cruz sin miedo a la infamia, y está sentado a la diestra del trono de Dios”. Adicionalmente, esto se encuentra en Efesios (4, 8), la Primera Carta a Timoteo (3, 16) y Apocalipsis (5, 6), donde es visible el esquema de la entronización.
Se pueden también intercambiar en un mismo texto resurrección y exaltación, como se hace en los discursos de los Hechos, donde, por ejemplo, en (3, 13 ss.) “glorificar” y “resucitar” se corresponden el uno con el otro. Se compara también Lucas (24, 46) y (24, 26).
En un tercer lugar, la exaltación sigue a la resurrección; la resurrección tiene lugar como origen y principio de la exaltación, y esta es en cierto modo continuación de la resurrección o mejor su plenitud. Así en Romanos se dice: “Cristo Jesús, el que murió; más aún, el que Resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros” (8, 34). En Romanos se afirma “constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (1, 3 ss.). No obstante, también se puede comparar también Hechos (5, 30 ss.); Romanos (6, 9 ss.); Efesios (1, 20 ss.); la Primera Carta de Pedro (1, 21; 3, 21), y otros más.
Siguiendo a Thorwald Lorenzen (1999), ante este descubrimiento no se pueden equiparar sencillamente la “resurrección” y la “exaltación” en el sentido del Nuevo Testamento, ni tampoco establecer la ocurrencia de uno de estos acontecimientos como criterio del otro, sino que hay que decir que la exaltación tiene su meta intrínseca, pero esta también depende de la resurrección de Jesucristo y, por eso, sucede en el impulso de la exaltación. En la resurrección de Jesucristo de entre los muertos acontece ya la exaltación, y en esta es efectivo el resucitar. Esta es también la versión de Mateo (28, 16 ss.). Por tanto, allí se supone que el Resucitado aparece como exaltado.
Efectivamente, al Resucitado que se aparece en Galilea “le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”. El hecho aparece especialmente claro según san Juan. Este está dominado por una determinada variante de la representación de la exaltación, para la cual se usan los términos “pasar”, “ir al Padre”, “subir”, “ser exaltado”, y, tanto como estos, quien, a lo que sucede en la cruz, lo llama “glorificación”.
Según esta evidencia, la exaltación es un ingreso a la gloria eterna (Jn 17, 5, Biblia de Jerusalén) y al amor de Dios (Jn 17, 23 ss., Biblia de Jerusalén). Según esto no necesita el evangelio ningún relato de la resurrección en el sentido de un esquema cristológiCo Sin embargo, la toma de la tradición y los acuerda con aquella concepción. Este acuerdo se plantea cuando Jesús le dice a María Magdalena: “Déjame, que todavía no he subido al Padre” (Jn 20, 17, Biblia de Jerusalén). El Resucitado está, por tanto, en cuanto tal, en el camino hacia el Padre. Resucitar es estar en el camino hacia la exaltación, pero esta tiene lugar ya también en la resurrección.
Así, podemos concluir que en la resurrección de Jesucristo Dios ha arrebatado del dominio de la muerte a quien murió en la cruz y fue sepultado, y lo ha levantado al poder y a la gloria de la vida otorgada por Dios, la vida por antonomasia. La resurrección de Jesucristo es la subida del muerto Jesucristo al poder de vida de Dios.
Antecedentes del suceso
Este suceso, se perpetuó el Viernes Santo. Sentencian a Jesús y ninguno se digna protestar o defenderlo; más bien, los que estaban junto a Él deciden abandonarlo, y la multitud que había sido testigo del bien que había hecho a los enfermos, cojos, paralíticos, posesos, pide que se le condene. Parecía que había llegado el final de la persona de Jesús y sus ideales; sin embargo, pulsaba en el corazón de sus discípulos la perplejidad de que lo sucedido a su maestro fuera un fracaso total, ya que en varias ocasiones les había anunciado que Él debía padecer, morir y resucitar (Lc 9, 22.44-45; 18, 31-34; Mt 16, 21; 17, 22; 20, 17-19; Mc 8, 31; 9, 30-32; 10, 32-34, Biblia de Jerusalén).
Este recuerdo vago, como también la insistencia que les hacía en días anteriores de que se ayudaran, se sirvieran y se amaran mutuamente, y la necesidad de revivir los gratos momentos que compartieron con Él les mueve a reunirse a puertas cerradas —por miedo a los judíos— (Jn 20, 19, Biblia de Jerusalén), para compartir los últimos sucesos; otros, sin embargo, deciden volver a sus lugares de procedencia (Lc 24, Biblia de Jerusalén). En estos ambientes es cuando Jesús, tomando la iniciativa, se les presenta y les confirma con su nueva presencia de resucitado lo que ellos presentían: “se han cumplido las Escrituras” (Act 1, 16; 2, 15-32, Biblia de Jerusalén). “Dios ha constituido a su Maestro como Señor” (Act 2, 32-39, Biblia de Jerusalén).
Joachim Gnilka (1998a) afirma que, con esta experiencia, los discípulos asumen el compromiso de ser testigos de lo que sucedió en la cruz: Dios estaba cumpliendo su designio amoroso (Act 2, 23, Biblia de Jerusalén); estaba reconciliando consigo al mundo mediante el sacrificio de su hijo (Rm 5, 11; Col 1, 20, Biblia de Jerusalén), y se acerca a la humanidad de nuevo, brindándole su comunión divina en su hijo que entrega (Jn 3, 16, Biblia de Jerusalén), dándole de nuevo su espíritu por medio de su hijo.
Al respecto, vale la pena tener presente lo que enseña Juan Pablo II, en su encíclica Redemptor Hominis:
La cruz sobre el Calvario, por intermedio de la cual Jesucristo —Hombre, Hijo de María Virgen, hijo putativo de José de Nazaret— “deja” este mundo, es el mismo tiempo una nueva manifestación de la paternidad de Dios, el cual se aproxima de nuevo en Él a la humanidad, a todo hombre, dándole el tres veces santo “Espíritu de verdad”.
Con esta revelación del Padre y con la efusión del Espíritu Santo […] se explica el sentido de la cruz y de la muerte de Cristo. El Dios del universo se revela como Dios de la liberación, como Dios que es fiel a sí mismo (1 Ts 5, 24, Biblia de Jerusalén), fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación (Juan Pablo II, 1979, p. 10).
Para Walter Kasper (2002), con este conocimiento el círculo de discípulos, dispersos a causa de la muerte de su maestro, se va reuniendo y constituyendo la Iglesia que Él fundó para ser enviada a todas las naciones con la misión de llamar a la conversión y así acoger la salvación que brota de la cruz. Al verlo, lo adoraron, si bien algunos dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolos […], y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (p. 153). Vivid seguros que yo existiré con vosotros día tras día, incluso hasta el final del mundo (Mt 28, 17-20; Jn 3, 15; Mc 16, 15.16; Lc 24, 47; Act 2, 38-40).
Este nuevo comienzo solo puede hacerse perceptible desde el punto de vista teológico, es decir, desde el sentido espiritual de la palabra de Dios, interpretada por la primitiva comunidad cristiana, sin negar por supuesto, el sustrato histórico.
La contestación del Nuevo Testamento a la cuestión sobre el cimiento de la Iglesia y de su fe es indiscutible. Los discípulos transformados por esa experiencia se convierten en testigos (Act 2, 32, Biblia de Jerusalén): el crucificado está vivo y les ha enviado para anunciar esa buena noticia. Dios lo ha resucitado (2, 24; Ps 18, 6, Biblia de Jerusalén), y lo exaltó y “ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado” (Act 2, 33, Biblia de Jerusalén). Este testimonio es el fondo y esencia del mensaje neotestamentario. Así lo entendió san Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe” (1 Co 15, 14, Biblia de Jerusalén).
Este lenguaje despejado y concluyente no resultó fácil de hablar a los discípulos. Los evangelios y los Hechos de los apóstoles hablan de incredulidad inicial y de obstinación (Mc 16, 14), dudas (Mt 28, 17), burlas (Lc 24, 11), resignación (Lc 24, 21), miedo y pavor (Lc 24, 37; Jn 20, 24-29, Biblia de Jerusalén).
Transmisión del mensaje
El hecho de la resurrección no deja de ser difícil de transmitir, a pesar de la certidumbre incuestionable para los discípulos. Les era más fácil a ellos narrar lo concerniente a la muerte de su maestro que lo que es en sí mismo el hecho de la resurrección.
Becker (2007) indica que concierne saber o, por lo menos, acercarnos un poco al hecho de la transmisión del mensaje mismo de la resurrección. A diferencia de la tradición sobre la pasión de Jesús, en la cual los cuatro evangelistas a pesar de sus innegables diferencias de datos, en lo habitual siguen un proyecto concorde, los relatos y testimonios pascuales se diferencian notablemente.
Estos relatos son enseñados en dos trayectorias: primero, la que se formula a manera de un pregón, que con fuerza y osadía llega no solo a la mente del interlocutor, sino al corazón, lo que induce una toma de posición ante lo anunciado, y es necesariamente lo que se llama kerigma pascual, y, segundo, la que comúnmente se conoce como narraciones históricas o historias pascuales.
El kerigma pascual no es otra cosa que el anuncio o proclamación de que Jesús es el mesías crucificado, pero Dios lo ha resucitado y glorificado, y ofrece en Él la salvación a toda la humanidad, porque todo cuanto aconteció en Él fue el cumplimiento y realización del designio divino. Dios, con Jesús muerto y resucitado, estaba cumpliendo plenamente las promesas de las Sagradas Escrituras, y estaba también inaugurando y realizando la nueva y eterna alianza con la humanidad. La manera de expresar este contenido fue a través de formulaciones breves y concisas que las primeras comunidades cristianas empleaban para dar testimonio y confesar su fe32.
De origen litúrgico, es característica la antiquísima aclamación: “Verdaderamente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón” (Lc 24, 34, Biblia de Jerusalén). La principal y más conocida de estas fórmulas es la siguiente: “Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras y fue sepultado; al tercer día fue resucitado según las Escrituras y se apareció a Cefas y luego a los Doce” (1 Co 15, 3-5, Biblia de Jerusalén). El apóstol Pablo cita esta fórmula como expresión de la tradición que él encontró formulada. Es un texto muy antiguo del año 40, es decir, muy cercano al acontecimiento de la muerte y resurrección del Señor, y que probablemente se formuló en las comunidades cristianas de Antioquía.
Otras fórmulas resumidas de fe sobre el hecho pascual las encontramos en Hechos (10, 40 ss.) y Primera carta a Timoteo (3, 16), donde no se nombran testigos, sino que se habla en general de apariciones; en otras se habla no de apariciones, pero sí testifican la resurrección de Jesús y son empleadas como himnos. Es el caso de Romanos (1, 3 ss.) y Filipenses (2, 6-11), los cuales tienen también una intención catequética: “Pues si profesas con tu boca: Jesús es señor, y fundes en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás” (Rm 10, 9). Muchas confesiones de resurrección se aciertan en los primeros capítulos de los Hechos: “Dios ha resucitado a este Jesús, de lo que somos testigos todos nosotros” (2, 32).
Las historias pascuales se encuentran al final de los cuatro evangelios (Mc 16, 1-8, Biblia de Jerusalén). Asimismo, se narran entre ellas los relatos finales de Lucas y Juan sobre las comidas del Resucitado con sus discípulos y sobre la duda de Tomás (Lc 24, 13-43; Jn 20, 19-29; 21, Biblia de Jerusalén). En estos relatos se narran encuentroscon el Resucitado, en los cuales sin dificultad se pueden apreciar las diferencias con las fórmulas kerigmáticas; una de ellas es justamente el ser más espaciosas.
En las narraciones pascuales se habla del hallazgo del sepulcro vacío, que no se menciona en la otra tradición. Mientras que las tradiciones de encuentros con el Resucitado remiten a Galilea, los relatos sobre el sepulcro se sitúan en Jerusalén.
Las historias pascuales plantean problemas apurados. ¿Se trata de relatos históricos o son leyendas que expresan la fe pascual en forma de narraciones? Es decir, ¿son los relatos pascuales, sobre todo los referentes al sepulcro vacío, un producto de la imaginación o en verdad tiene un substrato histórico?
Las opiniones en esta cuestión son muy dispares. La más corriente es, sin duda, la que afirma que la fe pascual se originó con el sepulcro vacío, y que a este encuentro le siguieron el anuncio de los ángeles y, después, los encuentros con el Resucitado. Este es el parecer de Hans von Campenhausen (2001) con la ayuda de métodos históricos-críticos. A esto se contrapone la idea de que las narraciones pascuales son secundarias respecto del kerigma pascual, ya que perseguían fines apologéticos y tendían a presentar la realidad y corporeidad de la resurrección de una manera materialista, en contra de intentos reduccionistas espiritualistas.
La prueba de un núcleo histórico en los relatos sobre el sepulcro no tiene que ver en nada con que sea prueba de la resurrección. Auténticamente lo único que se puede llegar a demostrar es la probabilidad de que el sepulcro se encontró vacío: nada puede decirse desde el punto de vista histórico sobre el cómo se vació el sepulcro. Ya en el Nuevo Testamento encontramos diversas explicaciones (Mt 28, 11-15; Jn 20, 15, Biblia de Jerusalén). Se hace claro solo por la predicación que tiene su base en las apariciones. El sepulcro vacío no constituye para la fe prueba alguna, pero sí un signo.
Sin duda poseemos ante nosotros dos tradiciones distintas. Las dos parecen muy antiguas. No obstante, al principio fueron independientes, y, por su manera de presentar las cosas, Marcos fue el primero que las unió. Aquí el ángel remite a las mujeres; estas, a los discípulos y en especial a Pedro, para después iniciarse los diversos encuentros con el Resucitado en Galilea: “Os precede a Galilea; allí lo veréis como os dijo” (16, 7). Lucas pone las apariciones en Jerusalén (24, 36-49). En Juan, el entretejido es aún más profundo, pues, según él, el Resucitado se aparece junto al sepulcro a María Magdalena (2014-17). Además, narra apariciones de Jesús ante los apóstoles en Jerusalén (20, 19-23. 24-29). Aquí se han unido definitivamente ambas corrientes de la tradición.
Se concluye que los relatos sobre el sepulcro vacío han influido considerablemente en la piedad tradicional a la hora de elaborar las concepciones de la fe sobre la resurrección, y que el papel principal en su formulación lo determinó la confesión de fe que se dio en los encuentros con el resucitado y no las historias sobre el sepulcro vacío. Además, las tradiciones sobre el sepulcro vacío, a pesar de ser muy antiguas, se unieron con la de las apariciones, en Galilea, solo en un estado posterior (Von, Campenhausen, 2001).
La lámpara convenientemente dicha, la resurrección misma, nunca se narra o se describe de modo inmediato. No hay ni un solo testigo neotestamentario que afirme haber presenciado la resurrección. Este final solo se sobrepasa en los evangelios apócrifos tardíos. La realidad de la resurrección es inseparable de su testificación. Esto quiere decir que la resurrección no es un hecho que aconteció una vez y se acabó, un hecho cerrado, constatable del pasado, sino una realidad actual y que determina hoy a los testigos. Hechos históricos, en especial, el sepulcro vacío, pueden servir de indicio y signo a la fe, pero no son prueba de la resurrección.
Mucho más significativo es saber que tales “hechos” son, con todo, la prueba de credibilidad existencial que establece la fe de los testigos sobre la resurrección, que los llevó a un cambio de vida tan primordial, hasta llegar a dar sus vidas por causa de su confesión. Los testimonios de la resurrección hablan de un acontecimiento que trasciende el ámbito de lo histórico constatable. Constituyen un problema límite exegético-histórico La respuesta a la cuestión sobre en qué modo esto es posible depende de presupuestos hermenéuticos fundamentales.
Maurizio Gronchi (2008) muestra que la:
Teologia classica testimonia che non si è fermata l’ermeneutica di discussione sulla testimonianza della risurrezione. Si stabilì ripetere che testimonianza di fede, senza andare al di là dei dati, senza interpretazione o aggiornati. Ciò ha contribuito a spostare la fede nella risurrezione di Cristo dalla sua posizione centrale e fondamentale, così come presentati dal Nuovo Testamento. Diversamente l’Incarnazione e la Passione, la Risurrezione mai formato un sistema di Cristologia servito circa meravigliosa conferma della fede nella divinità di Cristo e il significato redentivo del sacrificio della croce (p. 128).
Este escenario cambió absolutamente solo con la aparición de la teología crítica moderna. En esta los puntos de vista histórico-exegéticos estuvieron influenciados según los casos por supuestos científicos, filosóficos y hermenéuticos. El sentir de la apologética eclesiástica fue haber aceptado casi sin firmeza este modo de plantear la cuestión. Esto no influyó en la escasez de miras a la problemática; dio una respuesta diferente a la cuestión ofertada. La apologética pudo, sin duda, descubrir que todas las hipótesis mencionadas que pretendían explicar la fe pascual, de hecho, no la podían expresar y que no eran innegables ni desde el punto de vista histórico-exegético, ni psicológico, ni en otro aspecto. Ciertamente se intentó experimentar que la resurrección era un hecho históriCo Es decir, se insistió en el hecho del sepulcro vacío. Se trasladó la discusión sobre la resurrección hacia una cuestión periférica y marginal, porque la fe pascual no es sobresalientemente fe en el sepulcro vacío, sino en el Señor exaltado y viviente.
Como observamos, las justificaciones han ido cambiando mucho al correr de los años. Pero una cosa es común a todas: la pregunta por la resurrección la diseña es sobre el hecho en el sentido estricto que hemos descrito. La Pascua no es un hecho que se pueda aducir como prueba para la fe; es también objeto de fe. La resurrección como tal no es constatable auténticamente; lo es la fe en ella que tenían los primeros testigos y, en cierto sentido, lo es también el sepulcro vacío. El hecho del sepulcro vacío es ambiguo. El sepulcro vacío es solo un signo en el camino hacia la fe y un signo para el que cree (Kasper, 1994).
Fundamentos teológicos
Juan Pablo II (1998) sugiere que:
Los primeros testigos de la resurrección, apoyan su testimonio en el sepulcro vacío, aunque no por sí mismo una prueba directa […] fue el primer paso hacia el reconocimiento del ‘hecho’ de la resurrección como una verdad que no podía ser refutada […] las mujeres llevaron el anuncio de la resurrección, de la que el ‘sepulcro vacío’ con la piedra corrida fue el primer signo; y en las apariciones del resucitado (pp. 408-410).
En el texto, continúa el sumo pontífice aludiendo que, en relación a las apariciones, para las mujeres y para los apóstoles el camino abierto por el “signo” se concluye mediante el encuentro con el Resucitado. Entonces la percepción aún tímida e incierta se convierte en convicción y, más todavía, en fe en aquel que “ha resucitado verdaderamente” (Mt 28, 9, Biblia de Jerusalén). Si nos centramos en la formulación más antigua sobre la fe en la resurrección, encontramos que el apóstol Pablo da testimonio de su encuentro con el Resucitado, unido al de Pedro, al de los doce y a otros más, subrayando detrás de su narración el evento de la resurrección como fundamento y esencia de la vida cristiana (1 Co 15, 3-5, Biblia de Jerusalén).
El encuentro con el Resucitado reviste a sus testigos de cierta autoridad que los involucra en la misión de llevar la buena noticia, tanto a los judíos como a los paganos, es decir, a todas las naciones, para invitarlos a hacerse partícipes de la vida nueva que brota del Resucitado. En este sentido, Pedro conquista un lugar notorio en los testimonios de Pascua (Lc 24, 34; Mc 16, 7; Jn 21, 15-19, Biblia de Jerusalén). Se convierte en el testigo primigenio de la resurrección. Tiene un Primatus Fidei por razón del cual es Centrum Unitatis de la Iglesia. Es atrayente, por cierto, que paralelamente con Pedro y los doce se nombre dos versículos después a Santiago y a los otros apóstoles. Siguiendo a von Harnack, se ha interpretado que (1 Co 15, 3-7, Biblia de Jerusalén) muestra la historia de la situación de mando en la comunidad de Jerusalén.
El poder principal eran los doce, con su portavoz Pedro; luego fue Santiago quien ejerció la dirección. De esto se concluye que el recuento de apariciones del Resucitado tiene la intención de legitimar a ciertas autoridades de la Iglesia. Estas son fórmulas de legitimación. Puede ser seguro y significativo. Las apariciones cimentan el apostolado, incluyendo siempre la inspiración de la misión. Se entra solo en relación con la verdad y la realidad de la Pascua a través del testimonio de los apóstoles.
La fe en Cristo es verdad de prueba, cuya ley primordial la expresa con exactitud el siguiente pasaje: “¿Cómo van a creer sin haber oído? ¿Y cómo van a oír sin nadie que predique? ¿Pero cómo va a predicar alguien, si no es enviado? [...]. De modo que la fe viene del oír” (Rm 10, 14-15.17, Biblia de Jerusalén).
El asunto es justamente si se puede desvincular el motivo de las misiones, pues sí es lícito aclarar las apariciones pascuales de modo solo práctico y sí se puede contrastar esta interpretación práctica concerniente a la persona de Cristo. Esta repuesta exige una detallada investigación sobre la terminología del Nuevo Testamento. El término clave es tanto en (1 Co 15, 3-8, Biblia de Jerusalén) como en (Lc 24, 34) ὤφθη (Act 9, 17; 13, 31; 26, 16, Biblia de Jerusalén).
El ὤφθη puede traducirse de tres modales:
- En pasiva, se interpreta como “fue visto”; la actividad es de los discípulos.
- En pasiva refleja, la expresión es un circunloquio de la acción de Dios: “fue mostrado”, “fue revelado”. La actividad es de Dios.
- Se interpreta también como medio: “se dejó ver”, “apareció”. La acción es de Cristo.
Solo son admisibles la segunda y tercera lecturas, pues este término es ya en el Antiguo Testamento un concepto fijo para distinguir las teofanías (12, 7; 17, 1; 18, 1; 26, 2). Las apariciones del Resucitado se ostentan de manera unánime al modo teofánico, pero, según el Nuevo Testamento, se trata de revelaciones en las que Dios camina de por medio. De ahí que el Nuevo Testamento hable de que Dios reveló al Resucitado (Act 10, 40, Biblia de Jerusalén).
Es Willi Marxsen (1974) el que más se aproxima a las explicaciones de las apariciones del Resucitado. Habla de una experiencia de visión. Se apoya en Gálatas (1, 15 ss.) y 1 Corintios (9, 1). Este autor afirma que nunca se dice que se haya visto al Resucitado, sino que se ha visto a Jesús como señor, como hijo. Es decir, que no se puede partir de las apariciones del Resucitado, sino de una experiencia de visión, que, a manera de solución, se interpreta echando mano del concepto de “resurrección”. La resurrección de Jesús es, por tanto, la definición del hecho de la visión.
Frente a esta teoría hay no solo asentados problemas hermenéuticos, sino también histórico-exegéticos. La razón es que exegéticamente se puede indicar que en Gálatas (1, 15 ss.) no se habla de ver, sino de la revelación del Exaltado; 1 Co (9, 1) habla de ver a Jesús como Kyrios. De acuerdo con esto, la fórmula wjqh no aparece nunca sola, sino siempre en relación con la de hgerqh o también eghgertai: “ha sido resucitado”.
No está bien arrancar el wjqh de este contexto y hacerlo origen de una teoría. Por lo tanto, hay que partir del siguiente antecedente: los discípulos vieron al señor resucitado. ¿Pero qué significa esto?
De Gálatas (1, 12.16) se concluye cómo hay que concebir esto en concreto. El apóstol habla con la terminología apocalíptica de la apokaluyiV Ihsou Cristou. Por tanto, las apariciones del Resucitado representan sucesos escatológicos, esto es, la anticipación de la desvelación escatológica definitiva, que solo Dios puede llevar a cabo. Por eso se dice en Gálatas (1, 15 ss.): “Dios decidió revelar en mí a su hijo”. Por otro lado, en 2 Co (4, 6) se afirma: “Dios que dijo: De las tinieblas salga la luz, en quien la ha hecho brillar en nuestros corazones, para que estemos iluminados para conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo”. Esto significa lo siguiente:
Dios es quien revela y lo que revela es su propia gloria. Pero la revela en el rostro de Jesucristo. Por tanto “se ve” en la doxa de Dios al Crucificado anteriormente, es decir, se contempla la doxa de Dios como glorificación del Crucificado. Lo que sale al encuentro a los testigos es la gloria de Dios, su ser de Dios, que se manifiesta precisamente en que Dios se identifica con el Crucificado y lo resucita de la muerte a la vida (Kasper, 1994, p. 172).
Según Walter Kasper, en los evangelios descubrimos un análisis de las apariciones con resultado parecido. El Resucitado sale al encuentro congratulando y bendiciendo; llamando, hablando y enseñando; instruyendo y enviando, y fundando una nueva comunidad. Al principio los discípulos protestaron con ofuscación, miedo, desconocimiento, duda, incredulidad; lo primero que el Resucitado tiene que hacer es imponerse. A esta imposición por la fe se añade el impulso del envío y la autorización. La mejor autorización de ambos aspectos se localiza en Mateo (28, 16-20, Biblia de Jerusalén).
Notas
21 En Jesucristo se cumplen todas las figuras, las profecías y las preparaciones del Antiguo Testamento. La larga parábola de la salvación, que suponía ya un cumplimiento en devenir, se hace realidad definitiva e irrevocable. La humanidad queda salvada una vez para siempre gracias a Jesucristo. Pero la realidad conserva la forma del acontecimiento y hasta la parábola, ya que no solamente Jesús cuenta parábolas, sino que es una parábola.
22 Se deben comparar las siguientes fuentes: Jn 14, 19; Act 1, 3; 25, 19; Ef 2, 55; Hb 7, 8-25; 1 Pe 3, 18, Biblia de Jerusalén.
23 No es este el lugar de repetir aquí el estudio de las diversas cuestiones sobre la historicidad y la credibilidad de la resurrección.
24 Desde hace dos mil años ese “sepulcro vacío” no es un sepulcro oscuro. Es una fuente de luz. La sencilla losa que besa el peregrino de Jerusalén es como la piedra inconmovible donde se asienta la fe de los cristianos. Nosotros sabemos dónde está el cuerpo físico de Jesús; nosotros sabemos por qué está vacío ese sepulcro. Hay en el mundo otros importantes mausoleos para la historia. Profetas de cada época, filósofos, reyes, pensadores, políticos y revolucionarios yacen bajo las losas de sus respectivos sepulcros. Millones de hombres veneran su recuerdo.
25 No puede subsistir duda de que ojqe significa “aparición real”, la cual es una objetiva manifestación que se impone desde fuera, si examinamos el sentido de tal verbo en pasajes paralelos de los evangelios (Lc 24, 34; Act 9, 17; 13, 31, Biblia de Jerusalén). Este aparecerse activo de Jesús es el cumplimiento de la promesa hecha a los discípulos en los relatos del sepulcro vacío, según los cuales el Resucitado se les aparecería en Galilea (Mt 28, 7.10; Mc 16, 7; Jn 20, 18-25; Act 9, 27; 22, 18; Lc 24, 37.39, Biblia de Jerusalén). Es la expresión que utiliza von Balthasar. El término ojqe el lenguaje de las Escrituras significa la irrupción de lo oculto e invisible en el ámbito de lo visible.
26 Si se observan con más atención los textos más antiguos (1 Co 15, 5-8; Act 3, 15; 9, 3; 26, 16; Ga 1, 15; Mt 28, Biblia de Jerusalén), se nota con sorpresa una representación espiritualizante de la resurrección. Textos más recientes, como Lucas y Juan, denotan una materialización cada vez mayor, que culmina en los evangelios apócrifos de Pedro a los Hebreos y en la epístola Apostolorum. Tal hecho se explica si consideramos que la Pascuade Cristo, en la interpretación más antigua, atestiguada en (Act 2-5; Lc 24, 26; Flp 2, 6-11, Biblia de Jerusalén), no se concibe aun en términos de resurrección, sino de elevación y glorificación del justo doliente.
27 Las tradiciones de relatos de aparición separadas, que remiten a Galilea, y los relatos de descubrimiento de la tumba procedentes de la tradición jerosolimitanas se mezclan cada vez más en los evangelios. Por esto, ya no es posible armonizar, por ejemplo, las diferencias en el marco topográfiCo La imposibilidad de una armonización posterior afecta a todos los detalles de los relatos de apariciones, sin que exista un cuadro exacto del curso de los acontecimientos.
28 Con su muerte y resurrección, Jesucristo no solamente nos ha dado vida nueva, también ha vencido el poder del maligno. Con este convencimiento la primitiva Iglesia inicia su andar por este mundo, llevando la alegre noticia del misterio pascual de Jesucristo.
29 La cruz convierte a quien la mira con fe. Convierte la inteligencia, lo mismo que el corazón y la voluntad, y justifica por pura gracia a los que creen. La cruz, comunión total de Jesús con la vida de los hombres, les concede comulgar con la vida de Dios. La cruz es la última palabra de Dios, pronunciada en el silencio de la muerte, por la que se dice todo.
30 Emaús es un símbolo. Es el símbolo del fracaso, de la dispersión, de la desilusión. Estos dos discípulos que se van de Jerusalén son una imagen de todos aquellos que se habían ilusionado con Cristo y que ahora, perplejos por la Cruz, no ven otro camino que la huida, la retirada, el largo duelo por haberse atrevido a soñar con un mundo mejor. Jesús los alcanzó. Se hizo “el encontradizo”, salió al paso de ese duelo que punzaba sus almas y ensombrecía sus rostros.
31 La evangelización de las naciones pertenece al kerigma cristológico con la pasión y la resurrección. La apertura misionera de la Iglesia a los que no han recibido todavía la luz de Cristo es indispensable al mismo Cristo; solo así es como puede proporcionar a los hombres ese tercer signo esencial de su realeza mesiánica.
32 El kerigma es un acontecimiento emprendedor y creciente de la salvación operada por Cristo, al ser proclamado desde la Iglesia, en cuyo seno se ejecuta claramente la fuerza operante del Espíritu. Es proclamado por los enviados con la autoridad de la Iglesia. El kerigma se realiza envuelto en la fuerza y la obra visible del Espíritu, que camina convirtiendo al oyente que toma el anuncio y responde con fe.