Capítulo de Investigación
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Fe en Jesucristo resucitado: experiencia pascual
Faith in the Risen Jesus Christ: Paschal Experience
https://doi.org/10.28970/9789585498358
Fe en Jesucristo resucitado: experiencia pascual
Los discípulos de Cristo son los que viven la fe en Jesucristo resucitado como una experiencia pascual, convirtiéndola en la cotidianidad de la vida. A partir de los textos bíblicos descubrimos dos clases de discípulos: los que conocían a Jesús en el espacio de su vida, antes de su muerte y después lo confesaron como vivo; y los otros que le conocemos por el testimonio apostólico y vivimos la experiencia de la Pascua en el ámbito de la comunidad eclesial (Vorgrimler, 2004).
En la fe descubrimos que la resurrección es la obediencia perfecta de la salvación de Jesús en la cruz por nosotros. Esta se abre al don del espíritu, que llega a hacerla activa en todos los que la acogen. La confesión de la resurrección es precisa para una justa comprensión del cómo de la salvación.
Indudablemente, la cruz y la resurrección no son salvíficas más que la una en la otra y la una por la otra. La cruz es ya la del Resucitado, y la resurrección será siempre la de un hombre crucificado (Mt 28, 5-7, Biblia de Jerusalén). Sin la resurrección, la cruz, a pesar de toda su dignidad, seguirá estando marcada de una ambigüedad primordial; sin la cruz, la resurrección se reduciría a ser una representación mágica, indigna de toda credibilidad.
Dunn-James (2009) esclarece que la resurrección, por su misma naturaleza, se escapa de toda narración, ya que se dispersa de nuestra atracción y de nuestra reflexión. Hubo testigos oculares de la pasión y de la muerte de Jesús, pero no hay ninguno del acto de la resurrección. Lo que es objeto del relato son los diversos anuncios de la resurrección, las experiencias de los que reconocieron a Jesús en la fe y se hicieron así testigos del Resucitado. El mensaje de la fe en Jesucristo es, así:
Los discípulos de Jesús comenzaron su predicación anunciando este hecho indiscutible: Jesús de Nazaret, quien fue clavado en una cruz y sepultado resucitó. Todo su mensaje giró en torno de esta noticia; hoy la Iglesia igualmente concentra todo su compromiso apostólico en Jesús resucitado. A partir de esta verdad, se realiza la evangelización, hace dos mil años y hasta nuestros días (p. 951).
La resurrección de Jesucristo es el suceso más significativo de toda la historia de la salvación. Es un proyecto fundante —en Él está instaurada nuestra fe— y fundamental —sin resurrección sería paradójica, y no poseería razón de ser nuestra fe—. De no haber no resucitado Cristo, la Iglesia no sería la que comunicara ninguna buena noticia de salvación. San Pablo lo testifica rotundamente: ‘‘Si Cristo no fue resucitado, nuestra predicación ya no contiene nada ni queda nada de lo que creen ustedes […]. Y […] ustedes no pueden esperar nada de su fe […]. Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos […]’’ (1 Co 15, 14; 17; 20, Biblia de Jerusalén). La resurrección de Jesucristo es una realidad, a la que de ningún modo hemos de dimitir si nos llamamos creyentes.
Significado de la experiencia pascual
Para narrar justamente el acontecimiento de la resurrección de Jesucristo, hemos expuesto a grandes rasgos lo que significa la experiencia pascual en el sentido del Nuevo Testamento.
La significación no se puede apartar del acontecimiento. Esto pasa más cuanto que esto acontece en su significación. Se puede decir también que en su surgir ocurre conjuntamente su significación.
Empero el concepto “significación” se presta quizás generalmente a un error, porque suena demasiado subjetivo. Pensamos que tenemos que hablar aún del efecto de este acontecimiento, en el cual hay que tomar la palabra ‘efecto’ en un sentido denso, como aquello que se produce en, con y bajo el acontecimiento, no solo lo que es su resultado, sino aquello que el acontecimiento ofrece en su acontecer.
Con esto consideramos, en primer lugar, lo que se desprende de la resurrección de Jesús para Él mismo, a saber, el desvelarse y el cumplirse de su persona como el Cristo y Kyrios, como dice la fórmula de (Act 2, 36, Biblia de Jerusalén), la aclamación de (Rm 10, 9, Biblia de Jerusalén) o el himno a Cristo (Flp 2, 11, Biblia de Jerusalén), aunque junto con esto se manifiesta el cumplirse y el desvelarse de su palabra y la obra de su camino. Él y ellas salen ahora de su doxa, en el poder y la ‘autoridad’ de su divina realidad. Así están escritos también los evangelios, a partir de la resurrección, esto es, a su luz, y cada uno, según su concepción, dejan ver en el camino terreno hacia la cruz y, en sus palabras y obras, a aquel Jesús, que es el resucitado y exaltado.
Hans Conzelmann (1998) ha hecho notar sobre esto que “el credo con sus posibilidades internas de su desenvolvimiento” es el principio formal de los evangelios sinópticos (p. 188).
Sin embargo, “credo” quiere expresar: Jesucristo ha muerto y resucitado. Esto se irradia, por ejemplo, plenamente en el evangelio de Marcos. Si alguien quiere entenderlo correctamente, tiene que leer el suceso de Jesús a partir de su final, esto es, a partir de su resurrección, la cual según Marcos no toca al evangelio, sino que le sirve de base. Entonces se desvelan palabras y signos de Jesús, su camino y su persona en su verdad. El credo como principio formal se refleja también en cada parte del evangelio por separado, por ejemplo, en su mitad, que es también su peripecia, en los capítulos 8 y 9, en os cuales se suceden la confesión de Pedro —el anuncio de la Pasión— y la transfiguración.
Naturalmente, se puede pensar, sobre todo en este contexto en el evangelio de Juan, que está relatada no solo mirando hacia el final y partiendo del final, la glorificación de Jesús, sino que deja experimentar ya continuamente al Resucitado en la persona y el actuar del terrestre que está presente. A la clave para su comprensión se alude expresamente aquí: “Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que era eso lo que quiso decir (el dicho sobre el templo), y creyeron en la Escritura y las palabras que había dicho Jesús” (Jn 2, 22, Biblia de Jerusalén). Ellos se acordaron en el sentido del evangelio, porque el Espíritu les recordó, se acordaron tal como el Espíritu lo hizo, y Jesús se les dio en el Espíritu para recordar (Jn 14, 26, Biblia de Jerusalén).
La experiencia pascual de los apóstoles
Vemos, de nuevo, en las sencillas narraciones de la aparición en los evangelios, cómo los discípulos son subyugados por la presentación del Resucitado, quien se manifiesta como tal a través de saludos y llamadas, del don de su proximidad y de la comunidad para confesarlo y creer —empero, esto es aquí una misma cosa—. La fe, y con esta la entrega-de-sí-mismo al Resucitado en cuanto tal, es el don prevalente de la aparición del Resucitado de entre los muertos. Esto no quiere decir que el aparecer de Jesús y el venir a la fe de aquel al que le sucedió la aparición sea una misma cosa.
La experiencia pascual de los discípulos se suscita, según nuestros textos, antes de la aparición de Jesús, y en cuanto tal se abre al aparecido. Entonces esta es provocada también ulteriormente por el Resucitado presente, según la palabra de los testigos. La no convertibilidad y la no reducción de aparición de la resurrección —kerigma— a la fe la dejan reconocer claramente dos frases del apóstol Pablo: primero, “si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe” (1 Co 15, 14, Biblia de Jerusalén Luego: “si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana” (1 Co 15, 17, Biblia de Jerusalén).
Esta fe que se proporciona al Resucitado y a la palabra de su aparición, y, con esto, a la vida que se manifiesta en Él, se eleva a esperanza cuando esta ha visto también resplandecer en el Resucitado el futuro manifiesto. A esto remite de diversas maneras la Primera Carta de Pedro (1, 3; 1, 21; 3, 15, Biblia de Jerusalén); además lo hace la Carta a los Colosenses (1, 5; 23-27, Biblia de Jerusalén). Claro que esta se hace de manera más implícita, como es costumbre en san Pablo (Studer, 1993, p. 345).
Empero, la fe se manifiesta también en el amor como fundamento y en la libertad por su esperanza cierta (Ga 5, 5; 1 Jn, Biblia de Jerusalén). Sin embargo, el ágape encierra muchas maneras de esa vida manifiesta: humildad, paciencia, sobriedad, vigilancia y otras más, sobre las que no podemos hablar ahora.
Solo mencionaremos aún un fruto de la resurrección de Jesucristo y de la vida manifiesta en Él, el gozo. “Los discípulos se alegraron de ver al Señor” (Jn 20, 20, Biblia de Jerusalén). Este gozo se enciende siempre de nuevo donde se aproxima el Resucitado en el Espíritu: “También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os podrá quitar vuestra alegría. Aquel día no me preguntaréis nada” (Jn 16, 22 ss., Biblia de Jerusalén).
Es esta alegría sin dudas la que despierta la llegada del Resucitado. También según el apóstol Pablo va a la par proximidad del Señor resucitado y exaltado con esta alegría (Flp 2, 18; 3, 1; 4, 4, Biblia de Jerusalén). Ella se difunde en una ausencia de inquietud y en la benignidad para con todos los hombres (Flp 4, 4s., Biblia de Jerusalén). Y ella se enciende también en la Cena del Señor por la agalliasiV, el júbilo escatológico de la comunidad reunida, que anticipa ahora ya el júbilo de la plenitud final (Act 2, 46; 1 Pe 1, 6-8; 4, 13, Biblia de Jerusalén).
La vida que se manifiesta en el Resucitado le exige también a cada uno que se le entregue a Él en la fe. La paráclesis es la llamada indispensable, indicativa, suplicante, conminativa, conjurante, exhortativa, de la misericordia de Dios (Rm 12, 1, Biblia de Jerusalén) a aceptar dócilmente en palabras y hechos una vida justificada y salvada por la obra de salvación de Dios en Jesucristo. Esta se funda últimamente en el hecho de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos. Pertenece a aquel que ha sido resucitado de entre los muertos; esto quiere decir que se debe dar a Dios fruto en palabras y obras. “Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6, 4, Biblia de Jerusalén).
Nuestra vida está oculta y salva en la muerte con Cristo en Dios, lo que quiere decir que nosotros debemos buscar esta y desechar la vida egoísta de aquí (Col 3, 1 ss., Biblia de Jerusalén). San Pablo se sabe solicitado por la participación en la pasión de Cristo, del Resucitado, a profundizar en la fe hacia la resurrección:
Para ganar a Cristo […] y conocerle a Él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a Él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos […] (Flp 3, 8 ss., Biblia de Jerusalén).
Así, por la resurrección de Jesucristo, Él mismo ha salido a la luz de su ser íntimo, y, sobre todo, la cruz se ha manifestado en su gloria. En virtud de la resurrección de Jesucristo los poderes del mundo juntamente con su naturaleza de muerte han sido quebrantados; por el acontecimiento de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, el perdón, la reconciliación, la justificación y la santificación han despuntado desde la cruz y se ha abierto la verdadera vida, la que no puede matar ninguna muerte más. La aparición del resucitado, y por su presencia en el kerigma, ha levantado la confianza y encendido la esperanza, que se abandonan a su exaltación y a la hondura de su futuro, manifiestan su proximidad y su perspectiva en el amor y la paciencia, las ensalzan en gozo jubiloso. Así, se hace inteligible finalmente el que nuestros textos reconozcan en esto el cumplimiento misterioso de las promesas de Dios a Israel. Esto sucedió “según las Escrituras” (Rm 1, 2 ss., Biblia de Jerusalén).
Las Escrituras atestiguan esto (Rm 3, 21, Biblia de Jerusalén). Esto vale sobre todo para la obra lucana de la significación, que usa frecuentemente en tales contextos los salmos mesiánicos 2 y 110. David “era profeta […] vio a lo lejos y habló de la resurrección de Cristo” (Act 2:30 ss., Biblia de Jerusalén). El Resucitado explica las Escrituras y, según estas, su muerte y su resurrección de entre los muertos (Lc 24, 25 ss.). En el encuentro con el Resucitado se desvela todo el sentido de la Escritura. Sin embargo, su sentido central es la resurrección de Jesucristo, el Crucificado, como los Hechos de los Apóstoles atestigua continuamente (Act 17, 3; 26, 22 ss.; 28, 23, Biblia de Jerusalén).
¡Él vive: ¡Ha resucitado!
En una de las Catequesis de Juan Pablo II, el 3 de julio de 1996, al hablar de la fe de la virgen María, dijo “que es verdad que las mujeres en la fe preceden a los hombres”. Aquí se les rinde un homenaje. Son las mujeres las que están en el origen de la larga cadena de testigos que pronunciaran en el gozo de la fe el mensaje pascual: ¡ha resucitado! ¡Sí, ha resucitado de veras!
La resurrección de Cristo es el sacramento de la nuestra resurrección: es su signo y su realidad, puesto que hemos resucitado con Él; es su promesa mantenida. Con Él se inaugura lo que será manifiesto en todos; es su causa, ya que es su signo, puesto que nos asimila a su propia vida. La resurrección recapitula así, en sí misma, toda la realidad de la salvación que Dios quiere dar al hombre. Es verdad: ¡ha resucitado! ¡Él vive!
El mensaje bíblico “¡Él vive! ¡Ha resucitado!”, en las apariciones del Señor, fue el culmen verdadero de la vaguedad del sepulcro vacío y suministró principio a la exclamación de fe de los apóstoles: ¡en verdad, Él ha resucitado!
Las fórmulas más antiguas sobre las apariciones (1 Co 15, 3-5; Act 2, 32; 3, 15; 4, 10; 5, 32, Biblia de Jerusalén) muestran, por su explicación precisa e imparcial, que estas apariciones no fueron visiones subjetivas, sino hechos objetivos que se podían afirmar con toda seguridad. Hay que ser claros al afirmar y reconocer la naturaleza única e irrepetible de las apariciones pascuales.
La resurrección llegó y modificó tanto la historia como la vida de los discípulos en los encuentros o experiencias con el Resucitado. Transfiguró absolutamente la existencia de los primeros discípulos, condujo a la formación de la Iglesia cristiana y provocó un cambio en nuestra comprensión de la historia y del mundo. Es más, estas apariciones no se identifican con la resurrección de Jesucristo; son consecuencia y testimonio de esta. Los discípulos no pueden disponer de la presencia corporal de Jesús: aparece y desaparece inesperadamente, sin que se pueda saber a dónde va ni de dónde viene. No le puede ver quien quiere ni cuando quiere. No es visible, si Él mismo no se hace visible (Ratzinger, 2011).
Jesús, por tanto, se deja ver, pero no se puede disponer de Él. Esto es un signo de que la resurrección de Jesucristo no es como la de Lázaro; es una resurrección que le devuelve su cuerpo a una situación de glorificación. El cuerpo de Cristo resucitado es de suyo visible, aunque por especial condescendencia suya y con el fin de fundamentar la fe de los suyos, lo deja ver en fijos instantes y situaciones. Jesús no tiene necesidad de esconderse después de su aparición. Su cuerpo vuelve al estado de invisibilidad, propio de la glorificación celeste, en el momento en que deja de manifestarse de una forma visible.
Después del mensaje bíblico pascual “¡Él vive: ¡Ha resucitado!” y reconociendo la información de que disponemos acerca de las apariciones pascuales de Cristo, quedamos ahora en disposición de reducir nuestros hallazgos y de preguntar lo que significan para nuestro conocimiento de la resurrección de Cristo crucificado.
Thorwald Lorenzen (1999) investiga sobre la experiencia pascual de los discípulos de Jesús, bastante abierta y la sintetiza en seis puntos esenciales:
- Decimos con certeza razonable que María Magdalena, Pedro, Pablo y posiblemente otros entre los primeros cristianos (1 Cor 15, 5-7, Biblia de Jerusalén) tuvieron encuentros sorprendentes e inesperados con Jesucristo tras la muerte de este, que les llevaron a la convicción de que Dios lo había resucitado de entre los muertos.
- Los encuentros con Cristo resucitado fueron reales. No se pueden reducir a visiones, sueños o éxtasis subjetivos originados en el marco de la propensión psicológica o el razonamiento teológico de los discípulos. No se pueden explicar debidamente como afirmaciones intelectuales de verdades religiosas, a partir de conversiones religiosas interiores. Tampoco se contaron para autenticar los papeles de liderazgo de Pedro, Pablo, Santiago y los apóstoles. Esos encuentros se produjeron por iniciativa de Dios. Solo se pueden entender como actos de Dios acontecidos a esas personas y, solo de ese modo, también en estas.
- Estos encuentros, por tanto, también legitimaron y autenticaron ciertas funciones de liderazgo y autoridad espiritual dentro de la Iglesia primitiva: sabemos que fue así el caso de Pedro, Santiago, Pablo, los doce y los apóstoles.
- No todos los que tomaron parte en los encuentros eran creyentes antes de que Cristo se les apareciera: no lo eran, por ejemplo, Pablo ni Santiago. La fe en Jesucristo no era, por tanto, un presupuesto necesario para las apariciones. Sin embargo, todos los que participaron en las apariciones salieron de ellas como creyentes. Así la fe se debe considerar un ingrediente necesario para la correcta comprensión y asimilación de la resurrección de Jesucristo. Por tanto, no hubo testigos neutrales, no afectados.
La resurrección de Jesucristo apunta a la fe. Acordamos oponernos a explicaciones que, por un lado, intentan entender la resurrección al margen de la fe y, por otro, tienden a reducir la resurrección a la fe. La resurrección de Jesús es un acontecimiento objetivo, pero no objetivable. - Históricamente, podemos decir que los discípulos declaran haber experimentado —visto y oído— una realidad personal que reconocieron como Jesucristo. Pero tal declaración —aun cuando fuera aceptada como prueba histórica— no es todavía una verificación de la resurrección de Jesús. La resurrección de Jesús apunta a la creación de la fe, y a la liberación y salvación del mundo. Para nosotros los seres humanos, esto significa que la fe y la obediencia de los creyentes debe llegar a formar parte de la verificación de la resurrección. Puesto que la fe se hace visible en el amor (Ga 5, 6), esto significa, de hecho, que nuestras obras, nuestra existencia toda, se convierte en parte de la verificación de la resurrección de Jesucristo.
- Dicho contenido viene dado y determinado por aquel que murió en la cruz y fue resucitado de entre los muertos.
Concluimos que en los encuentros-apariciones los discípulos reconocieron como Jesucristo a aquel que se apareció. Esto condujo a la convicción y confesión de que Dios había resucitado a Jesús de entre los muertos (Lorenzen, 1999).
La esperanza de la fe en el Resucitado
Al hablar sobre la esperanza de la fe en el Resucitado, Dunn-James (1985) enuncia que:
The resurrection is the hope of the faith and the cornerstone of Christianity. It is the foundation of the gospel. It is the guarantee of heaven. The message of Scripture is that death does not end with one’s existence, that every human being who ever lived, always lives forever, either in hell or heaven, or in eternal death or eternal life, either eternal suffering or eternal joy. One does not live as a disembodied spirit, but each person will live forever in bodily form (p. 238).
Somos creyentes porque creemos en la esperanza de la fe: la resurrección. Así formulaba Tertuliano (siglo III), y con él la mayoría de los primitivos escritores cristianos: “somos creyentes por esta fe”. “Todo está perdido y todo cae, si Cristo no ha resucitado ¡Todo depende de la resurrección de Cristo!”, exclamaba san Juan Crisóstomo. “Todo lo que creemos es por la fe en nuestra resurrección” (Nicetas de Remesiana). “El último artículo sobre la resurrección de la carne comprende —en su lacónica brevedad— la suma de toda perfección” (Rufino de Aquileia). “Quitada nuestra fe en la resurrección, cae toda la doctrina cristiana” (san Agustín). “Es el compendio de nuestra fe [...] siendo manifiesto que por eso solamente nació Cristo” (san Máximo de Turín). “Esta fe nos distingue de los paganos” (san Quodvultdeus). Por último, san Pedro Crisologo, “Quien en ella no cree, tampoco tiene fe en lo precedente”33.
Romano Penna (1999) afirma que la resurrección de Jesús es esa garantía para nosotros por la que no somos enviados a la condenación eterna, pero sí resucitados a la vida eterna. La resurrección corporal de Jesucristo de la muerte y la tumba son una promesa a todos los que creen en Él. Esta también será manifestada en forma corporal para entrar en la eterna bienaventuranza y la alegría del cielo de los cielos en la presencia de Dios eternamente, sirviéndole, adorándole y siendo completamente satisfechos (p. 195).
No es considerado intentar que entre los discípulos hubiera tal expectativa de la resurrección, que las apariciones fueron, de alguna manera, una proyección de sus deseos y esperanzas. No hay una verdadera fe en la resurrección anterior a los encuentros con el resucitado. No hay una fe creadora del encuentro con el resucitado.
Al contrario, después de la crucifixión, solo quedaba esperar el fracaso total, el derrumbe moral de los discípulos, no había expectativas de triunfo y, por tanto, la fe en la resurrección solo se comprende como fruto del inesperado del encuentro con Jesús resucitado. No se explica la fe de los discípulos sin recurrir a una experiencia de encuentro con Jesús posterior a la cruz. No son las convicciones cristológicas de los discípulos las que crean, proyectan o producen las apariciones; al contrario, la experiencia descrita por las apariciones es el fundamento de las convicciones cristológicas. Se trata de una experiencia religiosa creativa, en el sentido de que provoca algo nuevo, no esperado y sin precedentes.
En la recapitulación revelamos que la visión del resucitado no es fruto de la cristología, sino que esta es fruto de la visión de Jesús resucitado. Una experiencia mística de este tipo hace comprensible el rapidísimo desarrollo de la cristología primitiva. No será necesario esperar décadas para alcanzar los elementos esenciales de una cristología, como pensaba la Escuela de Historia de las Religiones; en realidad, bastarán pocos años para que los puntos centrales de la fe cristológica queden establecidos.
La resurrección no es una creación psicológica de los discípulos, sino un acontecimiento concreto que, antes aún de interesar a sus discípulos, atañe esencialmente a Jesús y a la entrada en la vida eterna de su cuerpo mortal. Tal suceso fue considerado por la primitiva comunidad cristiana un hecho real, no demostrable sensiblemente, pero sí mostrable por la transformación de las personas y comunidades que acogían la buena noticia y confirmaban que el crucificado está vivo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón” (Lc 24, 34, Biblia de Jerusalén). Esto significa que fue el encuentro con Jesús resucitado el que provocó en los discípulos la fe en la resurrección, y no viceversa34.
Wolfhart Pannenberg (1977) especifica que la resurrección no fue el resultado, sino la causa de la fe de los discípulos. Esta es la creencia de la expresión cristiana y que descubre su punto de apoyo en el acontecimiento de la resurrección de Jesús crucificado. Si este punto resiste, lo hace la fe; si cae la resurrección, todo resulta superfluo (p. 235).
La primera afirmación de la resurrección es el texto del apóstol Pablo: “Así pues, os he transmitido ante todo lo que yo mismo recibí: o sea, que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras y que se apareció a Cefas” (1 Co 15, 3-5, Biblia de Jerusalén). Descubrimos la profesión de fe más pretérita se acerca a los años 35-40, y establece una de las pruebas más antiguas.
Jürgen Moltmann (2004) describe que la experiencia del encuentro con Jesús resucitado debió ser tan elocuente, fuerte y persistente como para cimentar los efectos que podemos observar auténticamente, y, a su vez, requirió la libre aceptación por parte del creyente. Ni una alucinación, ni una autosugestión, ni la asociación con un héroe grecorromano, ni mucho menos un engaño son capaces de sustentar un cambio tan radical y persistente como el que se observa en la primera comunidad cristiana, y, por otra parte, una mera constatación de un hecho externo no deja espacio a la decisión libre que exige la fe en el resucitado (p. 237).
Los hechos que siguen a la muerte de Jesús se explican mejor atendiendo a lo inesperado que ocurrió en el curso de la historia de la primera comunidad. En sentido preciso, no hay testigos de la resurrección, pero sí del Resucitado. Así, nuestro acceso a la resurrección estará siempre mediado por la fe de la comunidad, que se apoya en los testigos. Luego, la fe en la resurrección será siempre eclesial, es decir, depende de la primitiva comunidad cristiana.
Encuentro con Cristo en los sacramentos
Los encuentros sacramentales son los signos esenciales de la fe, porque se refieren a Jesucristo como el gran Sacramento y a la Iglesia como sacramento de Cristo, y porque acrecientan la fe, la esperanza y el amor de la comunidad que se siente en comunión solidaria con Dios y con los hermanos.
Al celebrar los sacramentos como signos salvíficos de la presencia de Dios, Jesucristo crucificado y glorificado sale al encuentro de los hombres y de las mujeres por medio de la Iglesia a ofrecer su vida. Cristo resucitado se presenta ante sus apóstoles que estaban congregados en una casa a puertas cerradas, les desea la paz y les comunica el Espíritu Santo, para que ellos continúen su misión en el mundo. Esto quiere decir que Jesús cumple su promesa, dando su Espíritu para estar en medio de ellos y por ellos en su Iglesia, y, a través de esta, en el mundo35.
Juan Pablo II (1986) lo enseña así:
[…] este anuncio ha tenido ya su primera realización la tarde del día de Pascua y luego durante la celebración de Pentecostés en Jerusalén, y que desde entonces se verifica en la historia de la humanidad a través de la Iglesia. Con la venida del Espíritu Santo a la Iglesia, por medio de ella y por obra de este Espíritu, a los hombres se le comunica la gracia de Cristo por medio de los sacramentos […]. Por obra del Espíritu Santo, Cristo que se ha ido, venga ahora y siempre de un modo nuevo. Este nuevo regreso de Cristo por obra del Espíritu Santo y su constante presencia y acción en la vida espiritual, se realizan en la realidad sacramental. En ella Cristo, que se ha ido en su humanidad visible, viene, está presente y actúa en la Iglesia de una manera tan íntima que la constituye como Cuerpo suyo. En cuanto tal, la Iglesia vive, actúa y crece “hasta el fin del mundo”. Todo esto acontece por obra del Espíritu Santo (n.º 61).
Jesús resucitado vive con su Espíritu en la historia de los hombres y ,principalmente, en su Iglesia. Él está con nosotros. Hoy, por medio de su Iglesia, continúa salvando, pronunciando palabras de perdón, curando, alimentando el corazón de todos los creyentes el fuego de una fiesta que arde sin apagarse.
Cristo reveló sacramentalmente la voluntad salvadora del Padre; sus palabras y acciones han sido salvíficas, pues Él es la plenitud de la revelación de Dios. Al haber resucitado de la muerte, sigue encontrándose sacramentalmente con los que con fe y esperanza acuden a Él, en la comunidad eclesial (Baena, 2011).
El hebdomadario sacramental se sitúa en las experiencias más significativas por las que transita la persona en lo dilatado de su vida. La celebración de los sacramentos se sitúa en el tejido secular en que viven las comunidades cristianas: los gozos y las tensiones de la existencia; la ambigüedad; los conflictos; las inquietudes y anhelos de los que celebran, y las injusticias de nuestro mundo. Como lo muestra Gerard Fourez (1983):
Para lograr este entronque de las celebraciones y la vida de las personas no es suficiente la sucesión biológica-natural de los sacramentos, sino situar los sacramentos en las experiencias fundamentales donde la existencia se abre a la trascendencia y se juega el sentido de la vida y el futuro de la humanidad (p. 58).
El sacramento es un modo de pensar la realidad de forma simbólica. La vida humana tiene estructura sacramental, pues se despliega en el encuentro de los seres humanos entre ellos y con la realidad; en esta relación las personas y las cosas se hacen significativas. La religión surge en el encuentro de Dios con el hombre, a través de intervenciones que se hacen sacramentos para los que han tenido esta experiencia. La fe proporciona al creyente la perspectiva para reconocer la presencia de Dios en los hechos y en la historia.
Palabras y acciones de Jesús
La práctica religiosa parte de dos preguntas esenciales: ¿cómo se abre lo humano a lo trascendental?, y ¿cómo lo trascendente se hace presente en lo humano? Jesús de Nazaret es la respuesta concreta y universal a los dos interrogantes, pues con sus palabras y acciones nos autocomunica la vida divina y nos revela que somos hijos de Dios y hermanos entre nosotros. La ocupación de Dios en medio de los hombres nos lleva a unos nuevos mentalidad e ideal de vida, que piden ser constantemente realizados en la celebración, para poder ser vividos como lo que son: son apertura de lo humano y gracia desbordante de Dios en la unidad de la antropología y la historia.
La festividad cristiana percibe y comunica este plus de sentido que la palabra de Dios nos revela. Por eso, el Concilio Vaticano II, en su Constitución Dogmática Sacrosanctum Concilium, declara que la “liturgia es expresión y revelación del Misterio de Cristo y de la auténtica naturaleza de la verdadera Iglesia” (Concilio Vaticano II, 1965, n.º 2).
La concepción sacramental del ser humano se resume en las grandes realidades sacramentales: la historia, el ser humano y la comunidad. A partir de Jesucristo, plenitud de la revelación, la historia toma el sentido de una historia de la salvación, es decir, un espacio de realización de la humanidad según el proyecto de Dios.
Miguel Benzo (1978) muestra que la resurrección de Cristo y el don del Espíritu facilitan la realización del ‘hombre nuevo’, que ve toda la creación desde la plenitud escatológica. La invención que el evangelio llama buena noticia se vive en comunidad y tiene como horizonte referencial el reino. El cuerpo eclesial en medio de las vicisitudes de la historia celebra la salvación de Cristo y se compromete en los procesos liberadores. La presencia servidora de las comunidades, desde la opción por los más despreciados, es la expresión de que lo celebrado en la liturgia se hace vida y se verifica en las obras de justicia.
El mensaje de Jesús es, por una parte, una respuesta escatológica (“ya sí pero todavía no”) a la más honda dinámica humana (de la que el hombre mismo solo toma conciencia a la luz de ese mensaje); pero, por otra parte, no termina su virtualidad en dar un sentido al abismo del corazón humano, sino que presenta un ideal de realización insospechable para el hombre natural. Cuando los grupos cristianos se juntan para celebrar los sacramentos, están elogiando la Pascua de Jesucristo en la realidad humana específica del día a día.
En las asambleas litúrgicas articulamos esencialmente tres experiencias:
- Es Cristo resucitado quien nos convoca y asume tanto nuestros problemas como limitaciones. En este contexto acaece la acción salvadora como gracia de Dios.
- La celebración cristiana tiene un sentido escatológiCo La reunión de todos los hijos dispersos en la casa del Padre, como una gran familia reconciliada. Lo que celebramos nos hace ver que muchas personas están privadas de los derechos más elementales, y nos compromete en la causa de los pobres.
- Lo que legitima a la celebración es el enlace entre la fe en Jesucristo, el propósito de hacer lo que realiza la Iglesia, la conciencia de la realidad problemática, el perdón y el sentido profético de lo que se celebra en un lugar explícito.
Walter Kasper (1989) clarifica que Cristo resucitado sigue vivo y actual en la humanidad; Él es la palabra definitiva del Padre. La vida cristiana consiste en dejar que el Espíritu Santo nos vaya ‘‘configurando con Cristo’’. La comunidad se reúne en el nombre del Señor para celebrar a Cristo, la plenitud de la historia (Ef 1, 11-23; Hb 1, 2; Rm 13, 10; 15, 29; Col 1, 9, Biblia de Jerusalén). La celebración renueva lo que proclama desde la consumación escatológica en el “ya sí, pero todavía no”. Lo decimos cada día en la plegaria eucarística después de la consagración: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección; ven, Señor Jesús”. Es decir, ya estás con nosotros, pero sigue viniendo hasta que “Dios sea todo en nosotros”, como dice san Pablo (p. 239).
El salvador y la salvación
Jesús es el sacramento único predestinado por Dios a ser el camino por el que el hombre puede llegar a la realidad sorprendente de la salvación. “Porque no hay más que un Dios y no hay más que un mediador entre Dios y los hombres, un hombre, el mesías Jesús” (1 Tm 2, 5, Biblia de Jerusalén). Si los sacramentos son el camino y el encuentro de los hombres con Dios, es lógico decir que Cristo, el hijo de Dios, es el salvador, la fuente y la raíz misma de toda nuestra existencia (Eberhard, 1984)36.
Para el creyente que está asfixiado, la salvación reside en ser llevado a tierra, en avivar, en volver a la vida; para el enfermo, es la curación; para el prisionero, es la libertad, la calidad de vida entre los suyos. Ya que si la salvación es por un lado “liberación del sufrimiento y del mal”, es asimismo la autorización de un bien decisivo. Si se persigue en determinar el contenido de la salvación del hombre en general, nos encontramos siempre con el término “vida”: ser salvados es vivir en libertad y en el amor, es poder realizar los deseos más profundos. En otras palabras, es encontrar la “felicidad”.
Para el hombre, la cuestión de la salvación es sin duda la del éxito final de su vida. Esta cuestión pasa inevitablemente por el deber de su libertad: ¿Qué voy a hacer con mi vida, la única realidad de que dispongo? Se tiene el compromiso de hacer que la persona logre el éxito o que fracase. En cuanto el hombre como sujeto libre es responsable de sí mismo y Él ha devenido para sí mismo como objeto de la auténtica y originaria acción de la libertad, la cual afecta al todo de su existencia humana, puede hablarse ahora de que el hombre tiene una salvación y la auténtica pregunta personal de la existencia es una verdad, una pregunta de salvación.
Jesús de Nazaret, nuestro salvador, ha aparecido para ser la perfecta contestación de aquellos interrogantes profundos que el hombre en cualquier momento llega a formularse, como sobre la felicidad, su realización personal y su destino de vida. Con su resurrección, Jesús proporciona plena respuesta a estas situaciones existenciales.
Ahora lo que interesa es traducir estos interrogantes, que son esenciales y que orientan la existencia de todo hombre, a la gente sencilla que espera del pastor una formulación comprensible y asequible que cuestione su misma realidad de vida y que le invite a abrirse a la esperanza que siembra en el corazón la fe en la resurrección de Jesucristo. Siempre debe haber una correlación entre las verdades de la fe y las experiencias de la vida. Sin eso, la fe no se legítima y corre el riesgo de transformarse en una ideología religiosa.
La resurrección de Jesús anota al futuro absoluto, pero inscribe también al presente histórico, de haber sido salvados por Él. Jesús es ahora Señor y los creyentes son ahora los hombres nuevos. La resurrección de Jesús no le separa de la historia, sino que lo introduce en esta de una nueva forma, y los creyentes en el Resucitado deben vivir ya como resucitados en las condiciones de la historia. Más aún, existe una correlación entre ambas novedades.
El señorío actual de Jesús se muestra en que existan los hombres nuevos, y estos son los que hacen realidad in actu el que Jesús sea ya ahora Señor.
La resurrección originó una innovación general en los apóstoles. Se les abrió un horizonte nuevo y vieron con nuevos ojos, de forma decididamente nueva, la realidad humana del pasado, del presente y del futuro (Schnackenburg, 1998, p. 201).
En el Nuevo Testamento se repite que el hombre nuevo es el hombre libre, salvado por Dios, y esto se prueba a partir de la resurrección, “porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Co 3, 17, Biblia de Jerusalén). Esta libertad, ciertamente, nada tiene que ver con libertinaje ni con salirse de la historia. Tampoco creemos que se deba apelar a esta libertad en un primer instante para propio favor dentro de la Iglesia, como sucede en cierta teología de corte liberal e ilustrado, aunque esto sea legítimo para otros capítulos. No obstante, no está ahí la libertad fundamental que produce la presencia del resucitado; esta consiste más bien en no estar esclavizado a la historia, al miedo, en no estar paralizado por los riesgos y la prudencia mundana.
Efectivamente, consiste en la máxima libertad del amor para servir, sin que nada coloque límites al servicio. Reside, en el fondo, en la actitud del mismo Jesús que da su vida libremente, sin que ninguno se la esquive. Una vida absolutamente libre para servir trae consigo su propio gozo, incluso en medio de los horrores de la historia. En ese gozo se hace notar la presencia del resucitado.
En la historia se escuchan sus palabras: “no temáis, yo estaré siempre con vosotros”. El apóstol Pablo repite exultantemente que nada nos separará del amor de Cristo. A pesar y en contra de todo, el seguimiento del crucificado produce su propio gozo. Esa libertad y ese gozo son la expresión de que vivimos ya como hombres nuevos, salvados, resucitados en la historia, aunque no se descarte el combate duro que se debe sostener contra las insidias del maligno, que busca quitarnos esta esperanza y volvernos a llevar a su dominio, a su señorío.
Es la expresión histórica entre nosotros de lo que hay de triunfo en la resurrección. Los creyentes hacen que el seguimiento lleve en sí mismo la marca de la verdad y del sentido, y que el Crucificado resucitado siga llamando y les proporcione un valor pastoral catequético a nuestros fieles que acogen con alegría esta Buena Noticia.
En consecuencia, ni la libertad, ni el gozo, ni cualquier otra palabra que se consigne a la resurrección son cristianamente posibles al margen o en contra del seguimiento de Jesús crucificado. No hay otro camino para el hombre nuevo, para el hombre que quiere participar ya en el señorío de Jesús; pero en ese camino se vive realmente como resucitado y como señor de la historia.
Mensaje pascual de salvación
La vida de Jesús está subrayada, como ya hemos visto, para presentarnos un mensaje de salvación a todos. Por eso nos hemos detenido algo más en este asunto, porque se trata del mensaje central de nuestra fe, de la base y fundamento de nuestra certeza. Con esto seguimos también el consejo, ya mencionado, del apóstol Pablo de “no creer al azar”
Los teólogos, al dilucidar el mensaje pascual de salvación, suponen que la resurrección de Jesús es la confirmación decisiva de su persona y su causa. Esto significa no solo lo definitivo de su mensaje y su obra, sino también de su persona. ¿Pero qué quiere decir esto? ¿Se piensa solo en que en la persona y conducta de Jesús nos ha salido el modelo definitivo del hombre? ¿Es el mensaje de la resurrección la certificación de una gestión humana, preciso por una libertad radical para con Dios y los hombres, la legitimación de una libertad determinada por fe y amor? ¿O quiere decir, además, como es convicción tradicional de la fe, que Jesús no persistió en la muerte, sino que vive?
Pastoralmente, consigue proporcionarse una respuesta sencilla y accesible a los anteriores interrogantes planteados, a partir del dato mismo de los evangelios con sus diferencias.
Los evangelios comienzan por una narración muy modesta y sencilla; “las mujeres que el domingo por la mañana van a ver el sepulcro”. Un mensaje clave para concebir completamente el sentido de esta narración, es la mención del color “blanco”. Junto al sepulcro es visto un “joven” (Mc un ángel, Mt). Joven o ángel trae vestimentas blancas. Blanco es el tono de la santidad de Dios, el color del final de los tiempos, cuando Dios reinará; es el color del “día de Yahvéh”.
Ahora, luego del sábado, cuando por vez primera en la historia universal sale el sol sobre una mañana de domingo, sobre un “día del Señor” (Ap 1, 10, Biblia de Jerusalén), unas mujeres son recibidas por alguien vestido de las blancas ropas del final de los tiempos. Su reacción es de miedo.
Jean Delorme (1990) revela que, en Marcos, esta escena está comprendida por la tribulación; en Mateo, la tierra sacude al desprenderse el ángel; en Lucas, las mujeres se postran rostro en tierra. Esta es la reacción del hombre al entrar Dios en el mundo. Sin embargo, todo esto es mera envoltura de lo que importa, el punto primordial de la narración: “¡ha resucitado!”. He ahí la palabra tranquilizante y gozosa. Es el mismo mensaje de Pascua del apóstol Pablo: “El Señor vive” (p. 108).
Los evangelistas narran el mensaje de la resurrección de Jesús. Si se confrontan sus relatos entre sí, observamos que estos posponen entre sí mucho más que, por ejemplo, las historias de la pasión. Los distintos autores aducen apariciones diferentes, y, cuando tratan el mismo hecho, difieren en rasgos.
Rudolf Pesch (1982) exhorta a que lo mismo hay que expresar del relato sobre el sepulcro vacío. Marcos y Lucas hablan de tres mujeres contiguas al sepulcro; Mateo, de dos; Juan, de una (aunque esta dice en (Jn 20, 2): “no sabemos [...]”). En Marcos se afirma: “No dijeron nada a nadie” (16, 8), mientras que en Mateo (28, 8) leemos: ‘‘Fueron corriendo a contárselo a los discípulos’’. En Lucas, el precepto es de ir a Galilea.
Al mismo tiempo, Mateo y Marcos hablan de la aparición de un solo ángel; Lucas y Juan, de dos. No obstante, en Juan ocurre esto en una segunda reflexión, y los ángeles no proporcionan encargo alguno. En el relato de Mateo, el ángel está sentado sobre una piedra; según los otros tres evangelistas, en el interior del sepulcro.
Inmediatamente, después de la escena del sepulcro vacío, Mateo explica una aparición a las mujeres, que probablemente tuvo lugar en otro momento.
Se ve, pues, lo poco coherentes que son los cuatro relatos. Sin embargo, están de acuerdo en los temas capitales: el sepulcro vacío, las apariciones y, sobre todo, el mensaje propiamente dicho: “el Señor vive”.
Con sus discrepancias nos permiten tal vez reconocer algo del gozoso temor de aquella mañana, cuando fue comunicada la vida y se prorrogaba la ratificación de la muerte. Lo que sin vacilación colocan de realce en sus diferencias es la certidumbre y honradez de la naciente Iglesia, que no alisó secretamente estas desigualdades, sino que, con una entera libertad de espíritu, dejó que circularan casi como estaban. Pero lo que sobre todo aparece claro en estas diferencias es la unidad y aventajaba de la misión de la Pascua. Esto es lo que interesa en las narraciones37.
Cuando se está a punto de exponer los distintos estilos del mensaje pascual de salvación de los evangelistas, conviene no echar al olvido la aportación de los estudios primeros. Una tradición bastante larga ha precedido a los escritores que conocemos, según la cual Jesús, muerto por salvarnos, ha sido resucitado por Dios de entre los muertos (Kessler, 1989).
Brevemente, para el mensaje pascual de salvación que ilustraremos a continuación, escribiremos el texto del pasaje bíblico correspondiente y sus aspectos metodológicos de pastoral bíblicos en relación con los cuatro evangelios, estudiados por Benedicto XVI (2011), Xavier Léon-Dufour (1992), Gerard O’Collins (1988), Jürgen Moltmann (2000), Luis Alonso Schökel (2008), Gnilka (1998). Se procederá con el siguiente orden: Marcos, Mateo, Lucas y Juan.
Mensaje pascual de Marcos (16, 1-8)
1 Pasado el sábado, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé compraron perfumes para ungir el cuerpo de Jesús. 2 A la madrugada del primer día de la semana, cuando salía el sol, fueron al sepulcro. 3 Y decían entre ellas: “¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?”. 4 Pero al mirar, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande. 5 Al entrar al sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca. Ellas quedaron sorprendidas, 6 pero él les dijo: “No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí. Miren el lugar donde lo habían puesto. 7 Vayan ahora a decir a sus discípulos y a Pedro que él irá antes que ustedes a Galilea; allí lo verán, como él se lo había dicho”. 8 Ellas salieron corriendo del sepulcro, porque estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo.
La narración está percibida con moderación: el ímpetu de las mujeres al sepulcro, el asombro por la piedra removida, la presencia del mensajero celestial que anuncia la resurrección, el compromiso que hace con las mujeres de que ellas cuenten todo aquello a los discípulos, la orden a los discípulos de dirigirse a Galilea, la referencia a las palabras del Jesús terreno están indicando la alegría de saber que el crucificado está vivo. No obstante, a través de algunas pequeñas conjeturas concluimos que Marcos intentaba poner de relieve el ‘asombro’ de las mujeres. Puede decirse que las mujeres tienen muchos momentos de asombro y que su reacción es de desconcierto, de miedo y, ciertamente, de incomprensión.
Para Benedicto XVI (2001), el mensaje pascual es presentado de manera sencilla. El texto finaliza así: las mujeres “salieron corriendo del sepulcro, porque estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo” (16, 8). El pasaje fidedigno del evangelio, en la forma que ha llegado a nosotros, concluye con el temor de las mujeres. Antes el texto se había platicado del encuentro del sepulcro vacío por parte de las mujeres, que habían venido para la unción, y de la aparición del Ángel que les anunció la resurrección de Jesús y les encargó decir a los discípulos y a Pedro que, según el ofrecimiento, Jesús iría por delante a Galilea. Es absurdo que el evangelio concluyera con las palabras que siguen sobre el silencio de las mujeres; en efecto, el texto admite que ya habían hablado del encuentro. Obviamente, ellos están asimismo enterados de la aparición a Pedro y los doce, de la que habla el texto bastante más antiguo de la Primera Carta a los Corintios. El porqué nuestro texto queda detenido en este punto no lo sabemos (pp. 304-305).
Para Xavier Léon-Dufour, Marcos (16, 1) trata de María Magdalena, Salomé y María la madre de Jacobo, dos de las cuales percibieron el lugar donde colocaron el cuerpo de Jesús y tomaron hierbas perfumadas para ungir el cuerpo de Jesús. El ‘‘cuerpo de Jesús’’ según la narración fue el lugar en la sepultura de inmediato, para impedir que permaneciera mostrado en el sabbat, donde no se alcanzaba palpar el cuerpo (Léon-Dufour, 1992).
Un dato encantador al que alude Léon-Dufour es que esta labor transporta al lector a pensar la acción y las palabras de Jesús en (Mc 14, 3-9, Biblia de Jerusalén), donde Él manifiesta la labor por la cual es honrado para su sepultura por una mujer que derrama perfume sobre su cabeza. La destreza de ungir cuerpos era una práctica común en el tiempo de Jesús, lo que se hacía era derramar aceites aromáticos sobre la cabeza. Esta práctica no era una de momificación, la cual no era una práctica conocida entre los judíos, sino una para suplir los olores de la descomposición.
Veamos el pasaje: “al caminar el domingo en la mañana hacia el sepulcro” (Mc 2, Biblia de Jerusalén). El escritor allí apunta que las mujeres examinaron cómo moverían la piedra que estaba en el ingreso del sepulcro, lo que se utiliza como recurso para que el lector plantee la hipótesis acerca de la escena que encontrarán; las dos marías habían percibido el proceso de poner la piedra en la entrada del sepulcro (15, 47), la cual enseña el autor que era una muy grande.
Según O’Collins (1988), en el pasaje “Al llegar al sepulcro encuentran la piedra removida” (16, 4), la acción concerniente a la piedra removida se encuentra en voz pasiva, que se usa para las acciones de Dios; a su vez los lectores entienden que el evento que se está desarrollando es obra de Dios. La resurrección dice que Dios no se ha quedado callado ni de brazos cruzados ante la Cruz (p. 325).
En el texto “al entrar al sepulcro se encuentran con un personaje vestido de una túnica blanca” (5), Marcos usa la palabra neanikon lo que significa “muchacho joven”. Al ver la tumba abierta y a este personaje, las mujeres se asustaron de gran manera.
El término que narra la expresión de las mujeres es ecssambettai, el cual denota una emoción fuerte. Esta emoción se empeora al ver que el cuerpo de Jesús no está en la tumba. La ilustración del personaje ante la tumba vacía es el hecho de que Jesús ha resucitado. El personaje señala a las mujeres el lugar donde fue puesto el cuerpo. Este evento da un vuelco dramático al desarrollo de la historia, la cual parecía que había terminado con el abandono divino. La esperanza comienza como una noticia desconcertante para las mujeres.
En (6-7) estas mujeres reciben una misión por parte del personaje: “anunciar a los once discípulos, con especial énfasis a Pedro, el evento de la resurrección y que Jesús se hallará en Galilea con sus discípulos de nuevo”. La misión de dar las nuevas de la resurrección es encargada a las que son consideradas las más débiles o las más pequeñas, lo que sirve como una reapertura de la comunidad encargada de la proclamación de las buenas nuevas. Se reabre una nueva historia de los nuevos discípulos y discípulas de Jesús, lo que antes era una comunidad cerrada.
La construcción de la comunidad empieza con la negación de Pedro a Jesús y la huida de los discípulos. La restauración inicia con las mujeres en dos fases. Primero, “id, decid a sus discípulos y a Pedro”. Cuando la comunidad de discípulos acepte el anuncio y se junte, el Maestro irá ante ellos (lo que lleva de vuelta al comienzo). Segundo, “Jesús marchará a Galilea”: Al iniciar el viaje de vuelta desde Jerusalén hasta Galilea donde Jesús se tropezará con ellos (14, 28), se produce la vuelta al discipulado.
Respecto al fragmento “las mujeres salieron del sepulcro espantadas” (8), el miedo de las mujeres es la reacción de los discípulos ante la revelación de Jesús como un personaje divino (Mc 4, 41, Biblia de Jerusalén). El miedo y el silencio de las mujeres se acomodan al patrón de las reacciones de los discípulos ante la declaración de la divinidad de Jesús (en griego, efobounto). Se puede considerar esta reacción como una afirmación cristológica para la teología marcana.
Léon-Dufour (1992) describe la reacción de las mujeres:
[…] ¿y la huida, el terror, el asombro y el silencio temeroso de las fieles mujeres? Tal vez su reacción sea la apropiada ante un Dios que desgarra los cielos y elimina la frontera entre lo sagrado y lo profano y que abre los sepulcros y suprime esa última frontera humana entre la muerte y la vida (p. 234).
Mensaje pascual de Mateo (28, 1-15)
1 Pasado el sábado, al aclarar el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a visitar el sepulcro. 2 De repente se produjo un violento temblor: el Ángel del Señor bajó del cielo, se dirigió al sepulcro, hizo rodar la piedra de la entrada y se sentó sobre ella. 3 Su aspecto era como el relámpago y sus ropas blancas como la nieve. 4 Al ver al Ángel, los guardias temblaron de miedo y se quedaron como muertos. 5 El Ángel dijo a las mujeres: “Ustedes no tienen por qué temer. Yo sé que buscan a Jesús, que fue crucificado. 6 No está aquí, pues ha resucitado, tal como lo había anunciado. Vengan a ver el lugar donde lo habían puesto, 7 pero vuelvan en seguida y digan a sus discípulos: ha resucitado de entre los muertos y ya se les adelanta camino a Galilea. Allí lo verán ustedes. Con esto ya se lo dije todo”. 8 Ellas se fueron al instante del sepulcro, con temor, pero con una alegría inmensa a la vez, y corrieron a llevar la noticia a los discípulos. 9 En eso Jesús les salió al encuentro en el camino y les dijo: “paz a ustedes”. Las mujeres se acercaron, se abrazaron a sus pies y lo adoraron. 10 Jesús les dijo en seguida: “No tengan miedo. Vayan ahora y digan a mis hermanos que se dirijan a Galilea. Allí me verán”. 11 Mientras las mujeres iban, unos guardias corrieron a la ciudad y contaron a los jefes de los sacerdotes todo lo que había pasado. 12 Estos se reunieron con las autoridades judías y acordaron dar a los soldados una buena cantidad de dinero 13 para que dijeran: “Los discípulos de Jesús vinieron de noche y, como estábamos dormidos, se robaron el cuerpo. 14 Si esto llega a oídos de Pilato, nosotros lo arreglaremos para que no tengan problemas”. Los soldados recibieron el dinero e hicieron como les habían dicho. 15 De ahí salió la mentira que ha corrido entre los judíos hasta el día de hoy.
El mensaje, en una lectura rápida de Mateo, es la continuidad de Marcos, siguiendo incluso su misma línea. De manera, el ángel notifica a las mujeres acerca de la resurrección de Jesús y les encomienda que notifiquen a los discípulos que el Resucitado los aguarda en Galilea. Mateo mejora a Marcos en el sentido de que nos relata la noticia de las mujeres a los discípulos y la aparición del Resucitado a los once en Galilea. Seguramente Mateo se basaba en dos tradiciones: una equivalente a la de Marcos, y la otra, de los guardias del sepulcro. Aceptado esto, se ve que la narración pascual mateana está organizada como en dos planos. Primero, su organización es en torno a la guardia del sepulcro, que tuvo lugar no la tarde del sábado, sino al día siguiente de la crucifixión (27, 62). Hay un enfrentamiento entre la guardia y las mujeres. Se debe desafiar a los guardias en el sepulcro (27, 62-66): “Las mujeres van al sepulcro” (1); “Los guardias están muertos de miedo” (2-4); “Las mujeres reciben el mensaje angélico y son ratificadas con una aparición” (5-10); “Los guardias caminan a contarlo a los sumos sacerdotes” (11).
Segundo, el pasaje nos relata el encuentro de Jesús con los discípulos (16-20). Ambos planos forman la cima del evangelio, son su clímax, y tienen su origen desde el relato de la infancia. Se trata aquí de exponer cómo la historia de Jesucristo finaliza en la tierra y continúa en otro ámbito: el de su misteriosa presencia aquí abajo. La intención de Mateo no consiste en describir el fin de una historia, sino más bien en revelar una apertura de horizonte infinito (Léon-Dufour, 1992, p. 204).
Examinando ligeramente el contenido del prólogo y del epílogo se puede notar esta intención: el tiempo aquí se parte hacia adelante, hasta el fin del mundo (28, 20); de allí, hacia atrás, hasta Abrahán (1, 1); el ángel del Señor se aparece (Mt 1-2; 27, 62-28, 29; 1, 20.24; 2, 13.19; 28, 2, Biblia de Jerusalén) y entabla relación con los hombres, con lo cual el cielo entra en comunicación con la tierra. Con Herodes (2, 13) y Pilato (27, 26) se puede hacer un paralelo. En definitiva, el Dios con nosotros (1, 23) les dice a los discípulos en Galilea: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (28, 20).
Hay otro mensaje pascual de Mateo que nos presenta Xavier Léon-Dufour (1992), transmitiendo su experiencia de fe en un lenguaje escatológico y subrayando la victoria de Dios sobre la muerte. Es un estudio exegético de salvación:
Dios triunfa sobre Herodes y sobre los sumos sacerdotes salvando a su hijo de la muerte, simbólicamente indicada en la matanza de los inocentes. Igualmente en el epílogo Dios triunfa sobre el plan de los judíos de encerrar a Jesús para siempre en tinieblas del sheol (p. 205)38.
La propia tradición proporciona la estructura del relato. El cuadro muestra rápidamente que las mujeres desempeñan el papel de espectadoras y de oyentes-mensajeras, mientras que la tragedia se desarrolla entre los sumos sacerdotes (y sus amigos) y Dios mismo en la persona del ángel del Señor (Léon-Dufour, p. 206).
Concibe Léon-Dufour (1992) que los guardias son los emisarios de los sumos sacerdotes, facultados de mantener el sepulcro herméticamente sellado por la piedra. Sin embargo, el ángel del Señor corre la piedra y se sienta encima triunfante. Los guardias, pues, son dejados de lado como muertos. Si se levantan es para que los sumos sacerdotes, confundidos, lleguen a la peor de las soluciones. En este momento sale a la luz la villanía de los hombres y la victoria de Dios (p. 206).
La narración de Mateo no tiene una apologética; sin duda tiene fases que demuestran este rasgo, que es evidente en el Evangelio de Pedro. Empero, esta representación no alcanza para dar razón de la intención de la narración presente: en el fragmento “victoria de Dios sobre la muerte” hay una narración teológica en el sentido fuerte de la palabra. El análisis de sus elementos ratificará nuestra hipótesIs No hay una visualización de la resurrección en sí misma, los evangelios son muy parcos en sus narraciones, y este misterio no es accesible a través de cualquier experiencia de guardias incrédulos, sino solamente a través de los agraciados con apariciones. Estos agraciados de pronto son las mujeres que, a diferencia de los guardias, asisten a una fiesta única.
El modo epifánico sucede en la noche (28, 1) recordándonos el acontecimiento liberador de Egipto, y contrastando la oscuridad del sepulcro con el resplandor del ángel del Señor (Mt 28, 3; 17, 2, Biblia de Jerusalén). Este ser celestial puede ser el mismo Dios que baja a la tierra (Gn 21, 11; 16, 7; 22, 11; Ex 3, 2; 14, 19; Jue 2, 1, Biblia de Jerusalén), por eso se produce un gran terremoto (Ps 114, 7; Ex 19, 18; 1 Re. 19, 11; Is 13, 13; Jl. 2, 10; Ez 37, 7-12; Mt 27, 51-54; Hb 12, 26, Biblia de Jerusalén).
La piedra que simbolizaba la victoria de la muerte es hecha rodar por el mismo Dios, con lo cual triunfa definitivamente al sentarse sobre esta. Los guardias quedan como muertos, y el mensaje se entrega a las mujeres. Después de la manifestación, el ángel tranquiliza a las mujeres y les habla del motivo por el que ellas habían llegado hasta el sepulcro; a continuación, les dice, en una locución que perpetúa lo que los sumos sacerdotes le terminan de decir a Pilatos (27, 63), quien no está aquí, “ha resucitado” tal como lo había sentenciado.
No es, por lo tanto, en la voz del ángel, sino en la palabra de Jesús donde reposa el mensaje de la resurrección. Acto seguido las mujeres entran al sepulcro y confirman el mensaje oído; el ángel les pide que avisen a los discípulos que el Resucitado aguardará por ellos en Galilea y termina su mensaje diciéndoles “ya os lo he dicho” (28, 7), como si fuera el mismo Dios que emite estas palabras (León-Defpour, 1992, p. 210).
Las mujeres observaron cómo sepultaron a Jesús (27, 61) y, en compañía de otras mujeres, presenciaron desde lejos su muerte (27, 56); por ser testigos excepcionales, la historia gana en verosimilitud. El motivo que las llevó al sepulcro fue verlo únicamente, y parece que su mensaje fue escuchado por los apóstoles ya que estos se dirigen a Galilea.
En síntesis, sostenemos que Mateo, en su mensaje pascual, nos revela cómo el poder de Dios, por encima de todas las tramas humanas, ha hecho salir del “sheol” al Señor, removiendo la piedra que los hombres habían colocado. Se describe cómo Él es capaz de hacer resucitar de entre los muertos y cómo da plena autoridad a aquel que ha sido liberado de la tumba.
Mensaje pascual de Lucas (24, 1-12)
1 El primer día de la semana, muy de mañana, las mujeres fueron al sepulcro, llevando las especias aromáticas que habían preparado. 2 Encontraron que había sido quitada la piedra que cubría el sepulcro 3 y, al entrar, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. 4 Mientras se preguntaban qué habría pasado, se les presentaron dos hombres con ropas resplandecientes. 5 Asustadas, se postraron sobre su rostro, pero ellos les dijeron: —¿Por qué buscan ustedes entre los muertos al que vive? 6 No está aquí; ¡ha resucitado! Recuerden lo que les dijo cuando todavía estaba con ustedes en Galilea: 7 el Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de hombres pecadores, y ser crucificado, pero al tercer día resucitará. 8 Entonces ellas se acordaron de las palabras de Jesús. 9 Al regresar del sepulcro, les contaron todas estas cosas a los once y a todos los demás. 10 Las mujeres eran María Magdalena, Juana, María la madre de Jacobo, y las demás que las acompañaban. 11 Pero a los discípulos el relato les pareció una tontería, así que no les creyeron. 12 Pedro, sin embargo, salió corriendo al sepulcro. Se asomó y vio solo las vendas de lino. Luego volvió a su casa, extrañado de lo que había sucedido.
Al empezar a leer a Lucas, ha de tenerse en cuenta su obra, es decir, su evangelio y los Hechos, y que el trazado geográfico de su obra, el iter lucanum, bosqueja su teología y su mensaje. Lucas es el teólogo que designó Dios. Al hacer la lectura de la llegada de las mujeres al sepulcro observamos numerosos cambios con respecto a las versiones de Marcos y Mateo, que hacen del relato lucano un episodio profundamente trasformado. El comienzo es parecido al de Marcos: al amanecer unas mujeres llevan al sepulcro aromas preparados con antelación.
Lucas, con su propia perspectiva, se adueña del relato: “las mujeres entran al sepulcro para verificar que el cuerpo de Jesús no yace”; en este momento se presentan dos varones (2, 9). Los peregrinos de Emaús dicen que son ángeles (24, 23): “con vestidos resplandecientes, bastante parecidos al ángel del Señor” (Mt 28, 3). La reacción de las mujeres es normal ante las apariciones celestes, y Lucas las presenta con el rostro inclinado a tierra, pues ignoran que la liberación está próxima (Lc 21, 8). De manera alternativa, se podría deber a que el hombre tiene la tarea de andar siempre un poco tarde: lo mismo si quiere pegarse a la tierra cuando Cristo ha resucitado, que si quiere mirar al cielo cuando es menester vivir y trabajar en la tierra.
Gnilka Joachim (1998) sostiene que encontramos una diferencia notable en el mensaje dado por el ángel a las mujeres, con las características propias de la teología lucana, pues les dijo: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”. A Lucas le interesaba presentar la resurrección bajo el esquema “muerte-vida”, heredado de su maestro Pablo. Así en (24, 23) los discípulos de Emaús cuentan al desconocido que los ángeles habían dicho a unas mujeres que Él vivía. La cita de la reunión ya no será Galilea, pero el ángel les recuerda lo que Jesús anunció sobre el designio de Dios que se cumpliría en el hijo del hombre: que sea crucificado y, al tercer día, resucite; en Jesús es necesario que se cumplan las Escrituras. Ellas recordaron sus palabras (Gnilka, 1998, p. 120).
Reflexionan algunos que la perspectiva adoptada por Lucas enfatiza en el sepulcro vacío, siendo esta la evolución seguida por los sinópticos. Según Marcos, las mujeres comprenden que Jesús ya no está en el sepulcro por la palabra de un ángel. En Mateo se nota un ligero cambio en las afirmaciones del ángel, quien dice no está aquí, sino que resucitó. En el evangelio de Lucas, las mujeres son las que verifican la ausencia del cuerpo de Jesús. No obstante, la verdad es todo lo contrario. Estas indicaciones tan interesantes deben relacionarse con otra evolución no tan patente y mucho más importante. Según Marcos, la fórmula “como os digo” tiene la función de dar el mensaje que se refiere a la cita en Galilea (16, 7); la resurrección solo la atestigua un ángel.
En Mateo, lo que establece el anuncio de la resurrección es la palabra de Jesús, el crucificado (28, 6). Lucas, en cambio, muestra sus preferencias por el recuerdo de lo que Jesús había dicho durante su vida terrena acerca de su destino. Por esta razón, no juzga útil mencionar dónde colocaron a Jesús.
El proceder de las mujeres apoya esta exégesIs En Marcos, ellas persisten con la boca cerrada; en Mateo, las mujeres fueron escuchadas, ya que los discípulos se dirigen a Galilea; en Lucas las palabras de las mujeres no tienen sentido (24, 11). Pedro se sorprende por lo sucedido (24, 12), al tiempo que los peregrinos de Emaús dan una explicación: pero a Él no lo vieron (24, 24). Del mismo modo, la tradición muestra que el sepulcro vacío es absolutamente insuficiente para suscitar la fe. Lucas muestra en qué consiste la palabra de Jesús, que es la única que funda la fe: la inteligencia del designio de Dios sobre el hijo del Hombre (24, 6-8).
Otro punto que esclarece Lucas con sus modificaciones es el de los ángeles. A Lucas no le gusta utilizar las duplicaciones; sin embargo, a diferencia de otros evangelistas, son dos varones los que constituyen la aparición de los ángeles a las mujeres; probablemente son testigos, en el sentido jurídico del término. Lo más importante para Lucas es destacar a Jesús como el que vive, y así fundamentar la fe en sus palabras y en el recuerdo de la Escritura —nunca en el sepulcro vacío—, el mensaje de los ángeles o el testimonio de las mujeres.
Es difícil manifestar de un modo procedente la resurrección. Continuamente se presentaron dudas y preguntas respecto a la fe cristiana, y en los textos primitivos ya se atisban, y no solo en el hombre actual. Los cristianos primitivos no escondieron las dudas; sin embargo, testificaron: “ha Resucitado”. Más todavía, no escondieron que el primitivo testimonio vino de unas mujeres, con todo lo que esto desvirtuaba el testimonio. Después de todo se suele preguntar: ¿por dónde entró el pecado en el mundo? Sin embargo, es curioso que en los textos quienes más objeciones ponen sean los varones. Dignamente, por todas estas contradicciones, es verdad el testimonio de todos los que testifican. No es una noticia fabricada ni color rosa. Dios mismo y Cristo han reivindicado a las que en principio no tienen crédito.
Mensaje pascual de Juan (20, 1-18)
1 El primer día de la semana va María Magdalena de madrugada al sepulcro cuando todavía estaba oscuro, y ve la piedra quitada del sepulcro. 2 Echa a correr y llega donde Simón Pedro y donde el otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto”. 3 Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. 4 Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. 5 Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. 6 Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, 7 y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. 8 Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó, 9 pues hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos. 10 Los discípulos, entonces, volvieron a casa. 11 Estaba María junto al sepulcro fuera llorando. Y mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, 12 y ve dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. 13 Dícenle ellos: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Ella les respondió: “Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto”. 14 Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. 15 Le dice Jesús: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré”. 16 Jesús le dice: “María”. Ella se vuelve y le dice en hebreo: Rabbuní —que quiere decir: “Maestro”—. 17 Dícenle Jesús: “No me toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”. 18 Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras.
Juan, como los otros evangelistas, se afianza con el mensaje pascual de la resurrección de Jesús. El revelador y donador de vida, Jesús, quien, como logos hecho carne, estaba desde el principio básicamente unido a Dios, no podía permanecer cautivo en la muerte. Para Él, la muerte no era más que el forzoso estadio de marcha en su camino hacia el Padre. Así se suscita la pregunta: ¿cómo ha entendido Juan, por su parte, el mensaje de Pascua, que era un bien común del cristianismo primitivo? ¿En dónde reside para Él la calidad del hecho pascual? En la respuesta a esta pregunta no podemos evitar ciertamente los problemas que según parece obstaculizan hoy el camino de la fe pascual.
Juan (20) es el que nos narra el día en que los discípulos llegan al sepulcro, apartado bastante difícil en todos los sentidos, por lo cual hay dudas sobre la fuente de Juan. Este apartado presenta a grandes rasgos la misma distribución de los episodios que en Mateo, y algunos elementos están emparentados con la tradición lucana. La visita al sepulcro que verifica una mujer (María Magdalena) y que se le hace que informe a los discípulos de los acontecimientos; la aparición del Resucitado a la mujer y a los discípulos son las semejanzas con Mateo. Los discípulos en el sepulcro, las apariciones en Jerusalén, el envío de los apóstoles y la duda de Tomás son los elementos en común con Lucas (Moltmann, 2010).
Levemente analizaremos (Jn 1-18) y nuestra atención estará en María Magdalena. Observando este pasaje, notamos algunas inconsistencias. Así, en (11) María se encuentra junto al sepulcro que había abandonado en (2) sin que se diga nada de su regreso a este. Solo en su segunda visita (11) María se inclinó hacia el sepulcro, ya que antes (2), al ver la piedra quitada, infiere que el cuerpo de Jesús se lo han debido llevar. “María ve dos ángeles” (11), en tanto que los discípulos solo habían visto las vendas y el sudario. No parece tener sentido el encargo que hace Jesús a María en (17), debido a que los discípulos ya han creído en Él (8). Los ángeles no sirven de mucho debido a que su pregunta no conduce a nada (13).
Con estas dificultades, amén de las diversas tradiciones que el relato encierra, nos acercaremos sin profundizar demasiado a la figura de la Magdalena:
1 El primer día de la semana, muy de mañana, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que habían quitado la piedra que cubría la entrada. 2 Así que fue corriendo a ver a Simón Pedro y al otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: —¡Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto! (Jn 20, 1-2).
En estos dos versículos encontramos algunos puntos en común con los sinópticos: se da todo el primer día de la semana (Mc, Lc) y de madrugada (Mc); que la piedra no esté colocada a la entrada (Mc 16, 4; Lc 24, 2); el anuncio a Pedro (Lc 24, 24), y sabemos que se da a entender que no está sola. Los matices joanenses que resaltan son que todavía estaba oscuro y que la piedra ha sido, no corrida, sino quitada, matices estos que pueden tener su simbología.
María Magdalena no se acerca, ni entra, ni mira, ni ve a Jesús ni a ángeles que le delaten la ausencia en el sepulcro. Ella deduce del hecho de que la piedra no está en su lugar que se lo han debido llevar, sin que piense en la resurrección. Por eso corre donde Pedro. Estaba María llorando fuera, junto al sepulcro (20, 11). Nuevamente encontramos a María en el sepulcro, sin que el evangelista nos diga nada de su procedencia ni de sus vivencias después de visitar a Pedro (Schökel, 2001, p. 458).
Hay que expresar que algunos autores están de acuerdo con que la narración es otro trozo literario cuya tradición ignoraba lo que viene antes; es inútil intentar combinar este pasaje con la perícopa precedente, porque este relato tiene una apreciación propia:
11 Pero María se quedó afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se inclinó para mirar dentro del sepulcro, 12 y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. 13 —¿Por qué lloras, mujer? —le preguntaron los ángeles. —Es que se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto—les respondió (Jn 20, 11-13).
Es la escena de una angelofanía. Antes anotamos cómo los ángeles están de mero adorno, porque en los sinópticos dan un mensaje y aquí no encargan nada. Esta escena parece haber sido sacada de los sinópticos; alguien ha querido traerlo al evangelio joanico, pero con poca habilidad: dos ángeles (Lc), vestidos de blanco (sinópticos), sentados (Mc) a la cabecera y a los pies. Dicho esto, se volvió y vio que Jesús estaba allí, pero no sabía que era Él. Jesús le dice: “mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscáis?”. Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: “señor, si tú le has llevado, dime donde le has puesto, y yo me lo llevaré” (Schökel, 2001, p. 460).
Dos cosas para resaltar en estos versículos: la repetición y malentendido. Sí, la angustia reiterada de María se ha venido sucediendo a lo largo del relato y, de manera semejante, con los discípulos, con los ángeles y con el hortelano: “se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde le han puesto” (2, 13.15). Esto nos muestra qué piensa esta mujer; se lamenta ante la dificultad de no encontrar el cadáver de aquel a quien tanto amó. De igual modo los ángeles y el hortelano le dicen: “mujer, ¿por qué lloras?”. María llora porque busca a Jesús y llora tal como Él lo había dicho antes de su muerte: “en aquel día lloraréis y os lamentaréis” (16, 20). Como Pedro, la pobre mujer no piensa aún en una resurrección; tiene todavía el corazón ardiente, pero su fe no ha despertado todavía: “no está aquí, voy a buscarlo, muerto sin duda, pero lo voy a ver esté donde esté”.
Juan utiliza el recurso del malentendido, característico de sus diálogos, en el hecho de que María no reconociera a Jesús —no sabía que era Él—, tal como le ocurrió al architriclino en Caná (2, 9) o a la samaritana (4, 10). El mensaje insiste en el testimonio de la Escritura: “Jesús le dice: María. Ella le reconoce y le dice en hebreo: Rabbuni —que quiere decir: ‘Maestro’—” (20, 16).
En las apariciones Jesús no se da a conocer rápidamente, lo hace mediante una señal o una palabra. Aquí pronuncia la palabra necesaria para que María abra su corazón y le reconozca, ya que Él es el buen pastor; llama a cada una de sus ovejas por su nombre, y estas le reconocen y le siguen (10, 3.14). María, alarmada, le dice Rabbuni. No obstante, no pensemos que al utilizar ella esta expresión tan solemne se da cuenta del nuevo estado de Jesús, sencillamente llama a Jesús como lo habían hecho los discípulos en anteriores ocasiones durante su ministerio (1, 38; 3, 2). Por eso, su pensamiento sigue fijo en aquel Jesús que conoció en la tierra. Jesús le dice: “Déjame, que todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (20, 17).
En esta escena encontramos en la aparición a María Magdalena un paralelo con (Mt 28, 9-10), si bien con sus diferencias. Allí, hay varias mujeres y el mensaje de Jesús es más sencillo. Aquí, hay un detalle que nos explica el encuentro de María Magdalena. Las mujeres, abalanzándose a los pies de Jesús, los abrazan y este gesto hace que Jesús diga a la Magdalena: “déjame”. Jesús ordena a María una misión que cumplir, al igual que los sinópticos, aunque diferente. Jesús tiene que subir al Padre. Lo hace para cumplir el destino que ha tenido como objetivo durante su vida terrena: la glorificación del Hijo por su Padre (Jn 6, 62; 7, 33; 12, 28). Las antiguas relaciones ya no tienen vigencia, Jesús ha adquirido una nueva presencia, y María comete el error de verlo como era antes, de un modo terrestre. Por eso Jesús le dice que no debe quedarse a sus pies, que lleve a los discípulos el mensaje39.
En síntesis, de este mensaje pascual de los evangelistas, se debe resaltar, sin duda, la alianza instituida entre el Padre y los discípulos a partir de la correspondencia que Jesús ha restablecido con el Padre. Esta correspondencia se pronuncia por el don del Espíritu, el cual, como Jesús hecho “Dios con nosotros”, Emmanuel, según Mateo, afirma eternamente la nueva presencia del Señor entre los discípulos y sobre la tierra. Gracias a los discípulos que tienen poder sobre los pecados, el mundo entero puede acceder a la alianza con Dios.
La vida nueva que nos comunica el Espíritu Santo
William Lane-Craig (1985) formula lo siguiente:
The resurrection of Christ opens for all humankind a future full of life that communicate us the spirit. Christ is the first that has risen from the dead (Col 1, 18). He has already reached his final the glorification. The resurrection of Christ is the beginning of new life for humankind. The Christian life is lived now, in faith, in hope and charity, the life of Christ in glory, whose promise is the Holy Spirit that the Lord has sent (p. 386).
Nacemos a la vida nueva de Cristo resucitando a través del bautismo, recibiendo el Espíritu Santo, y, como renacidos, tenemos que buscar las “cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios Padre”. En la celebración de la Pascua, mientras vivimos como peregrinos en este mundo, ha de tener un gran relieve la renovación de las promesas del bautismo que perpetramos en la solemne vigilia o en la eucaristía del día de Pascua.
Como creyentes renovados ejecutamos este acto con un gran sentido de respuesta al don de Dios Padre en Cristo por el Espíritu Santo, y a la responsabilidad que asumimos: la de ser, como bautizados, testigos de Cristo resucitado ante el mundo de hoy (Schürmann, 2003, p. 345)40.
Cristo resucitado envió a los apóstoles a anunciar la buena noticia de la resurrección —la suya y la nuestra en el futuro— a todo el mundo. Cristo resucitado nos envía también a nosotros, sus seguidores, sus hermanos, a ser apóstoles suyos. Cada uno debe hacerlo con sus medios, con su vocación, desde su estado de vida en la Iglesia, y poniendo en acción los carismas que el Señor nos haya dado a cada uno, hasta ser vivificados todos en Él. Como lo proclama el apóstol Pablo:
Así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su propio orden: como primer fruto, Cristo; luego, con su venida, los que son de Cristo [...]. Y cuando le hayan sido sometidas todas las cosas, entonces también el mismo Hijo se someterá a quien a Él sometió todo, para que Dios sea todo en todas las cosas (1 Co 15, 22-28).
San Pablo resume de este modo un aspecto esencial de la fe y la esperanza cristianas: Dios llegará a ser, finalmente, “todo en todas las cosas”; culminará su amorosa aproximación a las criaturas con un encuentro pleno y transformador, obrándose la resurrección de la carne y la renovación del cosmos.
En el Antiguo Testamento, la revelación de Dios —su poder ilimitado; su amor indefectible; su justicia cabal; su ser principio de vida— refuerza gradualmente la esperanza en la resurrección futura. El pueblo de Israel va comprendiendo cómo la fidelidad y la omnipotencia divinas obtendrán el triunfo definitivo sobre la muerte con la resurrección. Según el libro de Daniel, cuando llegue el día del Señor, “muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: unos para vida eterna, otros para vergüenza, para ignominia eterna” (Dn 12, 2). Uno de los judíos martirizados por Antíoco Epífanes afirma que “es preferible morir a manos de los hombres con la esperanza que Dios da de ser resucitados de nuevo por Él” (2 M 7, 14).
En tiempos de Jesús, la fe en la resurrección está ya bastante generalizada; pero es el mismo Señor quien la manifiesta y realiza en su propia persona, garantizando no solo la verdad de la resurrección de los muertos, sino todo el mensaje evangélico.
El apóstol Pablo es muy claro al hablar de la centralidad de este hecho en la vida cristiana: “Si Cristo no ha resucitado, inútil es nuestra predicación, inútil es también vuestra fe” (1 Co 14, 15). Los apóstoles son esencialmente testigos del Resucitado: exclaman “¡Es el Señor!” (Jn 21, 6) al oír su voz, al comprobar su indefectible cariño, al ver y tocar las señales de la pasión. Cristo ha resucitado como primer fruto de los que mueren, dándonos la certeza de que seremos vivificados en Él al final de los tiempos (1 Co 15, 22; 1 Ts 4, 14).
Si la resurrección de Jesús no cimentara la certeza en la que se basa nuestra vida, la historia de la vida de Jesús sería la de un acontecimiento pasado, capaz de alimentar nuestra memoria, pero no podríamos leerla como experiencia de nuestro encuentro con alguien que actualiza perennemente su mensaje y su persona para nosotros.
Valoración teológica de la resurrección
El propósito de las siguientes reflexiones es acercarse al fenómeno de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos; estas no están guiadas, pues, por un interés histórico, sino por uno teológico pastoral.
Cada acontecimiento —a uno de esta naturaleza se refiere la fe del Nuevo Testamento, cuando se refiere a la resurrección de Jesucristo—, urge su texto y tiene uno. Sin esto no hay un acontecimiento en el pleno sentido de la palabra. El texto total de nuestro acontecimiento, la resurrección de Jesucristo, es el Nuevo Testamento, que en último término se debe a ella. Él es su más amplio texto. Su texto más próximo son las numerosas reflexiones, que, en muy distintas formas, ya sea en narraciones o pruebas teológicas, tienen por objeto bajo cualquier referencia la resurrección de Jesucristo. Pero hay todavía un texto más próximo.
Este es accesible en dos formas distintas de la tradición de nuestro acontecimiento. Unas veces se da en aquellas frases acuñadas, que nosotros llamamos —quizás de una manera no totalmente exacta— “profesiones de fe”, así, por ejemplo, la doble fórmula de (Rm 10, 9, Biblia de Jerusalén): “Jesús es Señor —Dios le resucitó de entre los muertos—“, o la siguiente, probamente una fórmula catequética, que sirve de base a la Primera de Corintios (15), y que comprende las siguientes frases, que proceden probablemente de los años 30, quizás de Jesucristo o quizás de Antioquía: “Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; fue sepultado y resucitó al tercer día, según las Escrituras; y se apareció a Cefas” (1 Co 15, 3-5, Biblia de Jerusalén).
Hay que suponer que el origen de tales fórmulas está en el entusiasmo de aquellas exclamaciones comunes, aclamatoria de la asamblea de Jerusalén de los ‘‘once y los que estaban con ellos’’, que Lucas ha incluido en su relato de Pascua: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24, 34, Biblia de Jerusalén). También la relativa estabilidad del segundo miembro en la doble fórmula de los Hechos sobre la muerte y resurrección de Jesucristo frente al primer miembro es en todo caso una indicación de que en principio este segundo miembro estaba solo en esta forma aproximadamente ‘‘Dios ha resucitado a Jesucristo’’ (Act 2, 23 ss.; 32; 3, 15; 5, 30 ss., Biblia de Jerusalén).
De una tal exomologesis, formulada en un solo miembro, que aclamaba entusiásticamente la resurrección, se formó pronto la formulación de Pistis, que afirma la resurrección de Cristo juntamente con su muerte, por ejemplo en: ‘‘Jesús murió y resucitó’’ (1 Ts 4, 14, Biblia de Jerusalén). No obstante, esta ya no tiene probablemente carácter entusiasta. El entusiasmo sin embargo está conservado por así decir en la pretensión de la fórmula.
La exomologesis se convierte entonces en el núcleo y el tema fundamental de las literarias y quizás también de las verdaderas, predicaciones misionales, como nos lo muestran los Hechos de los Apóstoles. La confesión se convierte en base y objeto de la reflexión teológica, como deja reconocer sobre todo el apóstol Pablo; y ella se convierte en la palabra fundamental didácticamente transformada de la catequesIs No obstante, esta se transforma también, no hay que olvidarlo, de manera más o menos desarrollada, en contenido y fuerza formal de los primitivos himnos cristianos, como, por ejemplo, el de (1 Pe 3, 18 ss., Biblia de Jerusalén).
Lo que resulta de tales observaciones para nuestra pregunta sobre la esencia de la resurrección de Jesucristo es esto: su acontecer suscitó en la más antigua palabra de la tradición entusiasmo, pero en seguida levantó la exigencia a la aclamación y a la homología, y también a la doxología.
El acontecimiento se mantiene firmemente en la condesada pretensión, y liga de tal manera consigo mismo todos los subsiguientes desarrollos del relato o de sus reflejos explícitos que tiene lugar una continua relación. De la resurrección de Jesucristo no ha hablado la Iglesia primitiva, ni a distancia ni sin compromisos, sino conmovida y reconocidamente.
La segunda forma de la más próxima tradición de nuestro acontecimiento es conocida como el relato de la resurrección de los evangelios; esto es, justamente las narraciones del sepulcro vacío y de las apariciones del Resucitado, que primero existían independientemente, y en la tradición evangélica han sido unidas de diversa manera.
Los evangelios aportan, si se piensa en la importancia del suceso de la resurrección —como también para ellos mismos—, pocos y defectuosos relatos. Estos han sido tomados de muy distintas tradiciones y a menudo no tenían primitivamente conexión entre estos, ni tampoco estaban unidos de ninguna manera con el relato de la pasión. Su presentación no resulta de ningún cuadro unitario de sucesos. Sus argumentos no se dejan armonizar. Así sucede, para nombrar algunos ejemplos, con el distintivo lugar de las apariciones del resucitado: Marcos y Mateo nombran a Galilea. Lucas conoce algunas en Jerusalén y sus alrededores. Lucas afirma que ocurrieron el domingo, y está con ello en oposición a los restantes evangelistas. Los testigos de las apariciones se corresponden solo en parte, y además de ninguna manera con los testigos de la tradición citada por Pablo. Lucas desmiente las apariciones del Resucitado a las mujeres, cuyos nombres cambian por lo demás (24, 22 ss.).
Es común en los relatos, prescindiendo de una cierta estructura fundamental, el interés único por las primeras apariciones y la mención de la aparición a los once.
Asimismo, las narraciones del sepulcro vacío muestran discrepancias, incluso contradicciones, que conciernen ante todo a los testigos y a las circunstancias de su encuentro.
Pero, ¿qué es lo que resulta de esta descripción? El acontecimiento de la resurrección de Jesucristo ha caído, si nos es permitido hablar así, en una tradición de una verdad muy aproximada, esporádica y dispar respecto de lo narrado. En el marco de los evangelios, esta permanece firme, a pesar de ciertos intentos desequilibrados de concordancia (Dunn-James, 2011).
El misterio de la resurrección de entre los muertos guarda ya, en su primer avance en la historia, en las apariciones y en el sepulcro vacío, su carácter. Para nosotros, ocurre además que, naturalmente, los relatos han sido redactados en el horizonte de comprensión de ese entonces y, por tanto, en las representaciones, formas, ideas, en el lenguaje del mundo de entonces y de allí. La presentación de los ángeles en el sepulcro vacío, ilustración de la asistencia divina, tiene sus paralelismos contemporáneos y bíblicos. El relato de Emaús está influido por forma de los relatos de teofanías, cuya estructura a la verdad se rompe por los hechos relatados.
Junto con esto está la antigua manera de relatar de los evangelios, de significativa reserva, como nos muestra una comparación con los relatos de los evangelios apócrifos. Se puede decir, sin exageración, que hay sobre estos relatos algo así como temor, y que estos fueron formados por un conocimiento más o menos misterioso del terrible y consolado encuentro con Jesús, además del ambiguo enigma del sepulcro vacío.
A esto se añade otro aspecto. Los relatos de la aparición y del sepulcro están ya informados por un interés teológico, a pesar de toda la ingenuidad en su manera de relatar. Las tendencias apologéticas son conocidas, por ejemplo, en la escena masiva de la comida de Lucas (24, 41 ss., Biblia de Jerusalén); a través de esta hay que tomar la corporalidad de que Él es un “espíritu”, un “fantasma”, un pensamiento de “incredulidad”, puesto que incluso después de tocarlo no se querían desengañar (Lc 24, 36 ss., Biblia de Jerusalén). No obstante, se debe tener en cuenta también las reflexiones cristológicas, que —ya lo veremos— intervienen, por ejemplo, en los relatos joánicos.
Involuntariamente se dan también motivos cúlticos en la presentación: la cristofanía tiene lugar durante la comida (Lc 24, 30; 41-43; Act 10, 41; Jn 21, 12 ss.; Mc 16, 14, Biblia de Jerusalén). El acontecimiento de la resurrección de Jesucristo en su indefenso asentamiento se ha querido asegurar en seguida contra falsas interpretaciones, en la experiencia y el lenguaje de la historia humana, y colocándolo entre lo acostumbrado.
Después de este progreso investigativo explicativo, se ofrecerán algunas pautas de acción pastoral catequética. Se logra alcanzar la experiencia del resucitado en el camino de ser discípulos que viven, celebran y son testigos de Cristo.
Reflexión pastoral
La palabra de aquellos que ven al Resucitado, la de que el Resucitado, por su aparición, resucitó, es, sin embargo, según los relatos evangélicos la palabra de un acontecimiento que supera a los testigos. Es la palabra de los que, ante tal encuentro, primero reaccionan, con perplejidad, miedo, no reconocimiento, duda, incredulidad, y, por tanto, son los primeros testigos cerrados, pero que luego se conmueven ante la manifestación de sí mismo de Él, se abren y penetran en el acontecimiento de la resurrección. Para este fin se puede ver por ejemplo los siguientes textos (Mt 28, 17; Lc 24, 37; 24, 16; 31, 35; Jn 20, 14-16; 21, 4-12; Mc 16, 11-13, Biblia de Jerusalén). Desde el principio se está hablando por tanto de la victoria del testimonio del Resucitado Jesús.
No obstante, a partir de ahí, hay también una palabra del encargo, del envío, y del dar poder. No es una palabra elegida voluntariamente, espontánea por cuenta propia, libre, sino una palabra del missio: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes” (Mt 28, 19, Biblia de Jerusalén).
Encargo, envío y dar poder resultan juntamente del encuentro con el Resucitado. Esta es también la convicción del apóstol Pablo, quien, en los dos primeros capítulos de la Carta a los Gálatas, no defiende solamente la autenticidad de su evangelio, sino también la de su apostolado, y dice más o menos lo que (Rm 1, 5, Biblia de Jerusalén) dice explícitamente, que del resucitado Kyrios él “recibió la gracia y la misión”, o sea el evangelio y el apostolado.
De otra manera muestra el mismo hecho Juan (20, 19, Biblia de Jerusalén) respecto a Jesús, quien estaba en medio de los discípulos reunidos, los bendice y los envía: “Como el Padre me envió, también yo os envío”; además, les da poder de perdonar o de retener los pecados. La entrega del poder acontece a través de la insuflación del Espíritu, pues este es justamente el espíritu del Resucitado, más exactamente, es el Resucitado en su espíritu. De esta manera, Él excita el poder de la palabra de los testigos para que lo experimenten a Él en su Espíritu.
Ahora bien, puede decirse “nosotros somos testigos […] y también el Espíritu Santo” (Act 5, 32, Biblia de Jerusalén), así como el Jesús joánico en la conversación de despedida (15, 26) puede decir: “Él dará testimonio de mí. También vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio”. Dios ha resucitado a Jesús en la fuerza del Espíritu (Rm 8, 11; 1 Tm 3, 16; 1 Pe 3, 18, Biblia de Jerusalén). Él lo ha elevado a “espíritu que da vida” (1 Co 15, 45; 2 Co 3, 17). El Resucitado lo hace salir de sí, y lo vierte dentro de la palabra y el signo de los testigos (Act 2, 32, Biblia de Jerusalén). Así, según el evangelio de Juan, a aquel que había entrado en la gloria de Dios el Espíritu lo hace volver (Jn 14, 15 ss.; 16, 12 ss., Biblia de Jerusalén), y estar presente para siempre en la palabra y el signo.
Vemos, por tanto, que el Resucitado pasa en virtud de su aparición a la palabra de los testigos. Estos —determinados para esto por Dios— son impulsados a esta palabra por la aparición. No obstante, desde esta aparición, su palabra es por el Espíritu un mandato lleno de poder para aquellos que se saben enviados también a partir de este momento.
En esta palabra está Jesús presente. Dentro de esta, se ha hecho presente, antes que como el Resucitado, como el Jesús en su camino y en su actuar. Ahora, la presencia del Resucitado, por su aparición, ha impulsado y dado poder a los testigos para esta palabra en la fuerza del su espíritu, porque la palabra de los testigos desde la aparición de Él, tiene la fuerza del encargo, el premio del envío, el poder de la vida del creador e iluminador Espíritu. Dice Pablo: “Y si no resucitó Cristo, vano es nuestro kerigma” (1 Co 15, 14, Biblia de Jerusalén). Este es ‘vano’, porque entonces no dice nada, incluso si repitiera “los hechos” de un Jesús muerto y de nuevo “visto” de una enigmática manera.
Cuando se cree en la resurrección de Jesús se confía en el Dios que proporciona vida. Por ejemplo, María Magdalena y un grupo de mujeres son las actrices principales en la mañana de Pascua. Ellas revelan, cuando aún es de noche, el gran suceso de la historia. Es un amanecer sorprendente del todo: “¡Se han llevado al Señor y no sabemos dónde lo han puesto!”. Colocarse en camino, movidas por el amor, es el primer paso para el encuentro con el viviente y para anunciar que no concebimos nada, pero que algo grandioso ha ocurrido. Por eso, se vuelcan a correr, como se divulgará la noticia de que Dios, fiel a su palabra, resucitó a su hijo y con Él nos proporciona el suceso de vivir una vida nueva.
La experiencia de las mujeres y la de Pedro es nuestra propia y habitual experiencia. Nosotros jamás hemos visto a Jesús resucitado, solo hemos verificado el sepulcro vacío. No obstante, en lo insondable de nuestro corazón, hemos experimentado la vida nueva, la proximidad del Dios viviente, de Jesús resucitado.
Hemos comido y bebido de su cuerpo y de su sangre; hemos logrado prevalecer el escándalo del Viernes Santo. Un horizonte infinito se abre ante nuestras vidas. El Señor ha resucitado, ¡y hay que celebrarlo! Ha sometido toda muerte y dominación. Ni el pecado ni el mal poseen ya poder sobre nosotros que hemos compartido su mesa y su signo.
El relato de la tumba vacía nos muestra la fidelidad de aquellas idóneas mujeres que siguieron a Jesús hasta la tumba, contrario a los discípulos que le dejaron en el instante más crítiCo Esto plantea la pregunta de hasta dónde estamos dispuestos a seguir a Jesús.
A su vez, la tumba vacía nos expone a otra realidad. Presenciar la resurrección según la teología marcana no es suficiente para ser discípulo de Jesús, hay que tomar la cruz y cargarla, ya que es esta la que valida el sentido verdadero de la resurrección. No hay resurrección si no hay cruz.
El relato marcano deja el final de este pasaje abierto a la resistencia del lector ante el suceso de la resurrección. El mensaje de la resurrección es encargado a las que se consideraban las menos dignas de todos los discípulos de Jesús, tres mujeres, y estas huyen y callan por temor al reproche o a que no les creyeran los demás. El escritor nos hace tomar una decisión. Nos invita a leer de nuevo la historia, a comenzar nuevamente a caminar de la mano de Jesús, a volver a Galilea, donde comenzó todo y volvernos a encontrarnos con el crucificado que ha resucitado. Como revela, Marcello Bordoni (1986):
Egli ci invita a prendere indietro la Croce, come l’elemento principale per comprendere la risurrezione è quello di prendere la Croce e seguire il Maestro. In piedi davanti alla croce, possiamo sapere chi è questo Gesù e affermare come il centurione romano che Gesù Crocifisso è veramente il Figlio di Dio (p. 105).
La resurrección no es un hecho histórico, susceptible de ser captado por el historiador; solo se puede aprehender a través de la fe.
Notas
33 Hay quienes no aceptan la resurrección porque no creen en Dios y, por tanto, viven también sin esperanza (Ef 2, 12, Biblia de Jerusalén). Pero incluso creyendo en Dios, hay quienes no creen en la resurrección de los muertos, como ocurría con los saduceos en tiempos de Jesús, que no entendían hasta dónde llegaba el poder de Dios (Mt 22, 23.29, Biblia de Jerusalén).
34 Toda esta argumentación es basada en el Catecismo de la Iglesia Católica, No. 639 a No. 647 y No. 656 y 657. En la resurrección de Jesucristo está el centro de nuestra fe cristiana y de nuestra salvación, ya que, si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe (1 Co 15, 14, Biblia de Jerusalén) y también nuestra esperanza. Pero sabemos que Jesucristo no solo ha resucitado, sino que nos ha prometido resucitarnos también a nosotros.
35 Las celebraciones sacramentales son los símbolos de la fe, porque se refieren a Jesucristo como el gran sacramento y a la Iglesia como sacramento de Cristo, y porque acrecientan la fe, la esperanza y el amor de la comunidad que se siente en comunión solidaria con Dios y con los hermanos.
36 Eberhard dice que hay que arrancar del “Dios que habla” y a partir de ahí, recogiendo su originalidad, es como podremos presentar realmente al Dios verdadero que viene al lenguaje. Es una idea muy importante de Jüngel. Dios —dirá él— es un acontecimiento lingüístico, es decir, se hace presente en el lenguaje. Recogiendo al Dios que se hace presente y que viene desde Él mismo al lenguaje, Dios podrá resonar como palabra gozosa.
37 No he querido tratar, de ofrecer un comentario detallado de los cuatro relatos evangélicos. Cada uno de estos se redactó en función de una comunidad cristiana concreta; sus objetivos varían, y sobre un fondo determinado cada una de sus pinturas adquiere un relieve y un tono particular.
38 “Sheol” es la palabra hebrea más antigua en el Antiguo Testamento y designa el “más allá”; significa “reino de los muertos” o “infiernos”. Su significado original, a pesar de los estudios realizados hasta ahora, no deja de ser obscuro. Aparece 66 veces en el Antiguo Testamento, sobre todo en el libro de los Salmos, en Job y en los Proverbios.
39 En este relato joaneo notamos que se derrama la luz del amor; es esta luz la que capacita para comprenderlo todo y tiene que estar acompañada de la palabra de Jesús. El sepulcro vacío es un signo para todo aquel que se sienta discípulo amado.
40 Sabemos que la Pascua llama a todos los bautizados a avivar el propio bautismo, por el que hemos sido transformados en nuevas criaturas. Nuestra alegría pascual será verdadera si nos encontramos de verdad con el Resucitado en lo más profundo de nuestra persona; si nos dejamos llenar de su vida y de su paz. Esa vida y esa paz vienen de Dios y generan vida y paz entre los hombres. El encuentro personal con el Resucitado teñirá toda nuestra vida, nuestra relación con los demás y con toda la creación.