Capítulo de Investigación
4
Conclusiones / Conclusions
https://doi.org/10.28970/9789585498358
Después de este recorrido teológico-pastoral sobre el Crucificado resucitado que sigue llamando, hemos explicado la solución a la pregunta de cómo lograr que la resurrección de Jesucristo se constituya en el creyente como la perspectiva de una vida nueva que nos comunica el Espíritu Santo. Culminaremos con las siguientes conclusiones:
La historia se ha manifestado como el espacio donde las personas viven en continuo conflicto que no han sabido solucionar; por el contrario, en algunas épocas se ha acentuado y han afectado a la misma humanidad gravemente, a pesar de sus adelantos de sus progresos técnicos y científicos. No podemos desconocer la situación actual, en la cual el mal arrecia de tal forma, que pareciera triunfar sobre el bien. Este panorama es desalentador, sino contamos con el acontecimiento más importante, el cual partió la historia en dos, cuando las esperanzas de los discípulos se fueron al piso al ver que su maestro fracasara en la cruz.
Los testimonios históricos y científicos son indicadores empíricos de que Jesús realmente resucitó de entre los muertos. Cuando ambos se combinan, hay un argumento definitivo en favor de la realidad de la resurrección. Estos no serán la última prueba concluyente, pero lo que sí prueban sin vuelta de hoja es que solo la resurrección de Jesús de Nazaret dilucida tales acontecimientos y encamina a la humanidad a su auténtico destino.
La resurrección de Jesucristo se atestiguó de primera mano en la experiencia y la historia de los hombres. Tal acontecer en la experiencia histórica tiene lugar en la aparición del Resucitado para los testigos.
Ahora podemos decir, examinando las fuentes, que la resurrección de Jesucristo tiene un sentido determinado incluso a través del sepulcro vacío. Este se convierte, por esto, provocando el testimonio de las apariciones del Resucitado, en un testigo elocuente. Si consideramos las múltiples e inconsistentes narraciones escritas, por una parte, reservadas, por otra, con fuertes adiciones para la piadosa edificación, hay un doble aspecto:
Lo primero es la versión inintencionada e inacentuada de un hecho, que se puede tomar de una múltiple tradición. De ahí pueden decir Hans von Campenhausen y Wolfhart Pannenberg (2001), con motivo de una investigación imparcial y cuidadosa: “Se encontró y se mostró con toda probabilidad de verdad un sepulcro vacío” (p. 159)
Lo segundo que podemos extraer de las narraciones es que el sepulcro vacío no es una ‘prueba’ de la resurrección, sino una referencia de esta y un signo. Su noticia solo despierta, según los evangelios, perplejidad, miedo, duda y toda clase de malévolas suposiciones. No obstante, cuando se bosqueja en los relatos la tendencia a atribuir al sepulcro vacío una fuerza probatoria cierta, esta lleva al absurdo. Habría que añadir a esto un conjunto de garantías adicionales, por ejemplo, el lacrado del sepulcro y los centinelas de este (Mt 27, 77 ss.; Lc 24, 12.24, Biblia de Jerusalén).
La fe nos conmueve a reconocer la llamada de Jesús a la salvación: una fe en su persona, en su mensaje y su obra. En la muerte y resurrección de Jesús la humanidad íntegra ha sido redimida para Dios, y, a su vez, esta es vida para la humanidad, que solo puede alcanzar su verdadera significación en Dios, uno y trino, quien se ha dignado realizar en el Hijo la salvación del mundo. ¿Qué hay que hacer? No se trata de imponer, sino de proponer esta buena noticia. Como parece tan evidente, el hombre moderno critica este mensaje, a pesar de tener ante sí hechos fehacientes y claros que apoyan la verdad de las suplicas de Jesús, quien, para corroborarlas, resucitó de entre los muertos. A varios no les caen bien, pero su verdad no queda alterada por el hecho de que gusten o no. El conjunto de pruebas demuestra que Jesús resucitó. Esto hay que enfrentarlo cara a cara.
Para Walter Kasper (2002), con la muerte violenta y vergonzosa de Jesús en la cruz parecía que todo había acabado. También los discípulos de Jesús entendieron su muerte como el fin de sus esperanzas. Defraudados y resignados volvieron a sus familias y su profesión. El mensaje de Jesús sobre el reino de Dios que se había acercado parecía haber sido desmentido por su final. Pero, ¡Cristo ha resucitado! (p. 151).
Hoy más que nunca el mundo necesita escuchar la buena noticia de que Dios en su hijo Jesucristo ofrece la posibilidad de construir un mundo más humano, desde la perspectiva de unos valores que muestran la predicación, la doctrina y vida de Jesús. Con la resurrección de Jesús de Nazaret se revela el designio de amor de Dios a la humanidad, en el cual la humanidad entera es invitada a entrar en amistad y a vivir en comunión con Dios, uno y trino.
En este trabajo de investigación se ha mostrado cómo Dios se acerca a nosotros, ofreciéndonos su amistad y a recibir su amor, para que vivamos como sus hijos desde ya y con la esperanza de alcanzar una plenitud de vida que ya no conocerá límites, ni dolor, ni muerte. Esta es la finalidad del envío del hijo único y del Espíritu Santo al mundo.
Jesús anunció al mundo la liberación total de todos los males que aquejan a los hombres. Su muerte enterró todas las esperanzas puestas en Él. Así lo manifiestan la fuga de los apóstoles (Mc 15, 50, Biblia de Jerusalén), la decepción de los discípulos de Emaús (Lc 24, 21, Biblia de Jerusalén) y el miedo de los judíos (Jn 20, 19, Biblia de Jerusalén). ¿Había fracasado Jesús y con Él su causa? Esto es lo que algunos teólogos tratan de dar a comprender en su reflexión y que en su momento se presentó en este trabajo de manera novedosa.
La resurrección de Cristo es nuestra resurrección. Esta recapitula toda la realidad de la salvación que Dios quiere dar al hombre, como se describió en esta investigación.
¡Cómo no contemplar el misterio del acercamiento de Dios al hombre para invitarlo a vivir con Él! La salvación cristiana es un suceso ejecutado por Dios en nuestra historia, preparado por Él desde el principio, por muchos siglos, y realizado en la “plenitud de los tiempos” (Ga 4, 4, Biblia de Jerusalén), cuando Dios movido de amor por su creación envía su hijo al mundo, para que hecho hombre lo redimiera en la cruz. Es así como la Iglesia contempla día a día a su fundador, su maestro, su señor, para anunciar a las generaciones que Jesucristo es el único mediador de salvación del mundo, lo que responde al cristiano que todavía no es consciente de la manera como Jesucristo lo ha salvado.
La resurrección de Cristo es definitivamente primicia y origen de nuestra futura resurrección. Jesús habló de esto al anunciar la institución de la eucaristía como un sacramento de la vida perdurable, de la resurrección futura: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6, 54, Biblia de Jerusalén). Si Jesús murió por nosotros, también resucitó por nosotros: muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró nuestra vida. En Él, que es la resurrección y la vida (Jn 11, 25, Biblia de Jerusalén), se inaugura nuestra propia resurrección, y con su soplo divino se hace efectiva y se realiza esa vida divina, mediante el servicio de la Iglesia, en la historia, en el hombre (Jn 20, 22, Biblia de Jerusalén), que nos sitúa a todos los hombres ya directamente en el dinamismo de la vida eterna.
Una enseñanza bien enfocada la encontramos en la Iglesia, fundamentada en la Sagrada Escritura, la tradición y el magisterio. Siempre ha dicho al mundo que, en Jesucristo muerto y resucitado, Dios ofrece al hombre la posibilidad de enderezar su historia a su verdadero destino: Dios, uno y trino:
el primogénito de toda criatura.
En él fueron creadas todas las cosas,
las del cielo y las de la tierra,
las visibles y las invisibles:
tronos, dominaciones,
principados, potestades,
todo lo ha creado Dios por él y para él.
Cristo existe antes que todas las cosas
y todas tienen en él su consistencia.
que es la Iglesia.
Él es el principio de todo,
el primogénito de los que
triunfan sobre la muerte,
y por eso tiene la primacía
sobre todas las cosas.
Dios, en efecto, tuvo a bien
hacer habitar en él la plenitud,
y por medio de él
reconciliar consigo todas las cosas,
tanto las del cielo como las de la tierra,
trayendo la paz por medio de su sangre
derramada en la cruz.
(Col 1, 15-20, Biblia de Jerusalén).
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