Capítulo de Investigación
1
Aproximación al concepto de sustentabilidad ambiental urbana. Saberes locales en la construcción de políticas públicas
Approach to the concept of urban environmental sustainability. Local knowledge to create public policies
Approche du concept de durabilité environnementale urbaine. Des savoirs locaux dans la construction des politiques publiques
https://doi.org/10.28970/9789585498457.01
Introducción
Una diferencia fundamental en la construcción del futuro planetario se encuentra en la posibilidad de entender el presente. Si bien la llamada ‘sociedad del conocimiento’ hace esfuerzos descomunales para explicarlo y construir un futuro común desde las urgencias, las luchas y el destino de los millones de personas marginalizadas de los procesos económicos contemporáneos, comprenderlo necesita de nuestro esfuerzo; un esfuerzo por hacer propia la marginalización a la que se encuentra sometida buena parte de la humanidad y, en particular, por analizar el impacto que tiene la realidad espacial latinoamericana, en un sentido amplio y diverso del término, sobre la vida de sus habitantes, y la manera en que las estructuras ancestrales de pensar el territorio ‘calzan’ con la realidad, a diferencia de las acciones, planes y proyectos formulados de manera ya tradicional por la política pública.
Con la dirección de comprender el presente para pensar el futuro, planteamos la posibilidad de generar escenarios de diálogo, traducción y construcción de una ecología de saberes en la que los discursos del ordenamiento territorial contemporáneo, así como su énfasis en el discurso del desarrollo sostenible —parte funcional del establecimiento que hace invisible los saberes locales que han pervivido en los territorios sin deteriorarlos—, permitan alojar conceptos que han comprendido la realidad del territorio y su ‘calce’ con los espacios que se superponen en los territorios reales (Bozzano, 2009). Proponemos que el proceso de definición de la política pública puede enriquecerse al hacer posible la interlocución de los otros saberes que pueblan el territorio (Escobar, 2003) con el conocimiento cientificista que domina los espacios de ordenamiento, reconociendo el descalce de lo real que se presenta en la abstracción de los planes que se formulan desde el Estado. La fuerza del discurso tecnocientífico, impelida por la imagen ecoamigable del concepto de sostenibilidad, puede tener su contrapeso en los saberes que configuran los espacios de borde a los caminos tradicionales que perviven en la escala local, particularmente si se constituye una ecología en la que se reconozcan otras formas de ver y entender el mundo que sucede en los espacios ‘de frontera’.
En este proceso de definición epistémica, pues tal es la base de este capítulo, creemos importante subrayar, en la línea en que lo han hecho pensadores como Boaventura de Santos, Leff, Arturo Escobar, y aquellos otros que se encuentran vinculados a la escuela Modernidad/Colonialidad, a la Ciencia Social Latinoamericana (y otras variaciones que buscan traducir el saber ancestral en acciones de transformación del presente continental), que el desarrollo sostenible, como paradigma económico que permea la estructura administrativa desde la cual se ejerce el ordenamiento territorial en nuestro continente, se ha convertido en un eslogan vacío que oculta un modelo neoliberal de relaciones de dominio y saqueo de nuestros territorios y reservas ambientales. No es de extrañar que una élite de corte gerencial, usualmente formada en universidades, escuelas posgraduales e institutos que se localizan en los centros mundiales de poder, reclame con la fuerza del pensamiento científico contemporáneo, positivista y desarrollista, la potestad sobre los recursos que han sido preservados de crisis económicas, crisis ambientales y de energía, gracias al atraso mismo de la administración territorial en nuestras naciones. En confluencia con este intento de colonizar el territorio que surge de una colonización del pensamiento, tal como lo señala Boaventura de Sousa (2009), creemos que el territorio ha de reencontrar su realidad de ser, expresada en la superposición de los múltiples conocimientos, ancestralidades y experiencias que conforman su ecología de saberes, para resistir este nuevo embate de las antiguas formas de empoderamiento neoliberal, con su lógica de depredación, consumo y explotación excesiva de los ‘recursos’, y bajo el disfraz del desarrollo sostenible. Esta neguentropía se expresa en los índices de consumo, en las huellas ecológicas y en la crisis ambiental, que muestran el voraz apetito de una humanidad deslocalizada, descentrada, que consume en proporciones de varias veces el planeta que habita. Sostener ese ritmo, tal y como lo propone el discurso del desarrollo sostenible, es desconocer la esencia misma del planeta y los fundamentos de la ciencia ambiental, en favor de la acumulación de capital y la producción de movimientos financieros, característicos del inicio del siglo XXI.
El mantenimiento de la vida, el soporte de procesos de producción en balance con las necesidades de sanar los ecosistemas, y la urgencia de retomar la tradición que contempla el planeta como creación divina, sagrada, intocable, trae a nuestra mente un momento de relación con la naturaleza de la vida que nos acerca al conocimiento ancestral, precolombino, perseguido y proscrito por la naciente racionalidad europea de la época de la conquista y la colonia del suelo americano.
El dominio del discurso del desarrollo sostenible en la política pública contemporánea hace invisible el saqueo y la resistencia a la que se enfrenta, y busca soslayar la crisis a escala global de las estructuras ideológicas, ecológicas y del ambiente. Pero, ¿cuáles son las acciones del desarrollo sostenible? Superpone patrones productivos, entramados urbanos e infraestructura de transporte como evidencia de progreso; centraliza la toma de decisiones en temas de ordenamiento y planeación de los territorios y las presenta bajo el término de ‘socialización’, con base en el falso discurso de la descentralización del crecimiento económico; genera tipologías como la de ciudad policéntrica como morfología que propicia el desarrollo económico pero que, en la práctica, refuerza la segregación socioespacial de los cinturones de pobreza, a través de la especialización de servicios, de la perspectiva tecnocientífica para su acceso y formulación, y de la privatización de la oferta; agencia una renovación urbana que espera retomar espacios que las élites urbanas han perdido en diferentes momentos de nuestra historia, generando gentrificación; y, finalmente, promociona fuentes no renovables de energía como eje del sistema de transporte de las empobrecidas masas de trabajadores urbanos, lo que dolariza sus costos, y posiciona la idea de bajo consumo energético como una alternativa, sin tener en cuenta la escasez de las fuentes de energía en las marginalidades geográficas urbanas.
Como contrapartida de esta manera de enfrentar la inminente urbanización del planeta, cuyos números en Latinoamérica nos hacen pensar en un fenómeno que apenas adquiere un nombre pero que se ha presentado desde el periodo colonial, proponemos la necesidad de encontrar nuevos espacios para la construcción de una ecología de saberes, de repensar las epistemologías que orientan el desarrollo territorial, y de arrancar tal conocimiento a la academia para dirigirlo a los espacios en los que es indispensable. Los problemas radicales de la exclusión y la pobreza que han sido enfrentados desde la formulación de políticas públicas destinadas al fracaso por su falta de relación con la escala local del desarrollo humano, necesitan una perspectiva renovada y crítica que revitalice el poder del conocimiento ancestral, del sentido común como un factor que opera en los territorios y de la traducción necesaria entre estos dos sistemas y la glosa cientificista que opera en los medios, lo que debería cambiar la mirada desde la que se formulan tales acciones del Estado.
El desarrollo sostenible, como acción crítica sobre la forma en la que se conciben los territorios, se expresa bajo la idea de la sustentabilidad ambiental urbana. En esa perspectiva, hay que redefinir el marco epistémico del desarrollo sostenible, de manera que reconozca la naturaleza de los saberes rurales y cómo constituyen la realidad urbana del presente siglo, y se confronten los análisis de las políticas, las estrategias y los proyectos que han sido tema de la gestión urbana, con la realidad de su impacto socioespacial. Esto en el contexto de la intensa explotación de la realidad urbana y la necesidad de repensar la relación entre el hombre y la naturaleza.
Marco teórico
Los datos sobre la urbanización de nuestra civilización señalan que la ciudad es el hábitat principal de la humanidad. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), la población colombiana se distribuyó en un 78.5% de habitantes urbanos (en 2010), cifra que se espera que sea del 81.5% para 2020. La alta concentración de los habitantes del país en las áreas urbanas ha causado una serie de problemas que se presentan como retos y oportunidades para pensar el futuro del planeta. El manejo de las externalidades negativas de los procesos de ocupación del suelo, que en principio depredan y contaminan los acervos ambientales de los territorios urbanos, lleva hasta el límite la capacidad de la tierra para proveer vida y reemplaza la riqueza natural con la esterilidad de la costra urbana. En la medida en que las relaciones extractivas se complejizan y crecen, por la relación entre el capitalismo y la vida urbana, los impactos negativos de la continua crisis productiva se diseminan por el territorio hasta llegar a la escala regional o, en algunos casos, a la escala nacional e internacional. El consumo de los servicios ambientales como la energía, el agua y los alimentos, aunado a las actuaciones que caracterizan el desarrollo sostenible, hace que la relación de la ciudad con la región se polarice entre la producción de vida y su consumo, entre ruralidad y urbanización.
La problemática ambiental generada por los actuales niveles de depredación del modo de producción capitalista y el predominio de las lógicas economicistas en la administración del mundo y de la vida humana, ha llegado a extremos peligrosos para la existencia del planeta, de tal suerte que la crisis ambiental no es otra cosa que una crisis de la civilización:
Nos ha tocado vivir una etapa histórica marcada por la crisis ambiental; y esta crisis ambiental no es una crisis cíclica más del capital, ni la de una recesión económica, aunque también conlleve a ella en estos momentos, cuando la crisis energética se conjuga con una crisis alimentaria. La crisis ambiental es una crisis civilizatoria, y en un sentido muy fuerte, es decir, que hemos llegado al punto de haber puesto en peligro no solamente la biodiversidad del planeta, sino la vida humana, y junto con ello algo sustantivo de la vida humana, el sentido de la vida. (Leff, 2008, p. 81)
Tal como se ha planteado, la crisis ambiental que ha generado la concepción cientificista de la naturaleza, a la que se suma la visión capitalista sobre los recursos ambientales, amerita que salvaguardemos la vida en medio de las diferentes crisis que afronta la humanidad. Se hace indispensable generar investigación y debate en torno a las herramientas que se están utilizando para atender tal situación, entre ellas la política pública ambiental y su contraparte, la gestión ambiental urbana. También es importante establecer un marco teórico para abordar la revisión de las repercusiones de la política ambiental, por la manera en la que se estructura, así como el manejo de dicha problemática para el ordenamiento del territorio. La política y sus impactos conforman un conjunto dialéctico que constituyen la actuación del Estado en términos de construcción de ciudad y de garantía de los derechos fundamentales. El objeto del saber de esta epistemología se construye en torno a la concepción del medio ambiente urbano como un elemento dialogante con el espacio en el que se desarrolla la vida en nuestras ciudades. Es indispensable establecer una postura crítica frente a la situación actual; el deterioro de la calidad de vida es evidente en el día a día de la ciudad y vulnera los derechos fundamentales de sus habitantes y los de la naturaleza.
El enfoque de este estudio fue construido a partir de los planteamientos de sustentabilidad ambiental de los trabajos de Enrique Leff (1998, 2002, 2004, 2008) y se complementó dicho enfoque con el trabajo del arquitecto y geógrafo Carlos Mario Yory (2004, 2005, 2006), a partir de los contenidos de la investigación titulada Ciudad y Sustentabilidad.
Sustentabilidad ambiental
La consolidación del espacio urbano como territorio en donde la mayoría de los miembros de la sociedad escenifican su vida, ha venido trayendo nuevos retos que enfrentar; el constante aumento de la población, la extensión de la ciudad y la intensidad de los usos que en ella se alojan trae, entre otras consecuencias, el aumento de las presiones y exigencias sobre el sistema ambiental de soporte, lo que se manifiesta en la degradación de las condiciones de vida en la ciudad y en sus espacios circundantes.
Sin embargo, y frente a la evidencia palpable del deterioro de la calidad de vida, hace parte de la ideología reinante una suerte de voluntad por negar y menospreciar la dimensión del impacto ambiental de nuestra idea del desarrollo, relacionada con el consumo. La definición de desarrollo sostenible, universalmente aceptada, se propone como garantía del consumo sin daño, sin externalidades ambientales, ni neguentropía. Se cierne sobre la humanidad un espíritu de negación y de menosprecio a la problemática ambiental, basado en la aparente confianza que ofrecen la perspectiva cientificista y el sistema capitalista y de mercado que, a través de una fe incondicional en los avances tecnológicos, sugiere un confort artificial “infinito” sobre el desarrollo de la vida social, y se oculta que dicha garantía se sustenta en la destrucción de las bases de la existencia del hombre: los atributos y recursos medioambientales del planeta.
Siguiendo las ideas del Manifiesto por la vida (Galano, Curi & Walter, 2002), podemos decir que “como discurso, el Desarrollo Sostenible parte de una idea equívoca: en teoría, sus políticas buscan armonizar el proceso económico con la conservación de la naturaleza favoreciendo un balance entre la satisfacción de necesidades actuales y las de las generaciones futuras”. Debemos recalcar, en este contexto, que la definición del desarrollo sostenible oculta la simplificación misma de la definición de las necesidades humanas bajo un claro sesgo consumista; la idea de consumo es el modelo de la plenitud de la experiencia humana. “Bajo el Desarrollo Sostenible se esconden las pretensiones de realizar metas de mercado global y concentración de capitales revitalizando el viejo mito desarrollista: promoviendo la falacia de un crecimiento económico sostenible sobre la naturaleza limitada del planeta” (Galano et al., 2002).
El cambio climático, el calentamiento global, la pérdida de la biodiversidad, la contaminación y la escasez de las fuentes hídricas representan la degradación de las manifestaciones de la vida que el saber cientificista agrupó en el concepto de biosfera. La retórica del desarrollo sostenible es la máscara que el establecimiento utiliza para disfrazar como progreso el retroceso a un estado de la vida humana caracterizado por la depredación y la irracionalidad de sus acciones sobre el planeta. Sin embargo, tal retórica ha sido controvertida desde posturas que formulan alternativas a las dinámicas en las que el consumo es el eje articulador de la planeación espacial de los territorios, que reconocen la incapacidad del sistema capitalista para construir planteamientos que superen la inmediatez del consumo, la falta de una conexión entre el día a día de la economía urbana y el ciclo finito de la tierra, entre las dinámicas de la economía y la crisis de la vida: “más la crítica a esta noción del desarrollo sostenible no invalida la verdad y el sentido del concepto de sustentabilidad para orientar la construcción de una nueva racionalidad social y productiva” (Galano et al., 2002).
Para la construcción de la falacia del desarrollo sostenible confluyen saberes económicos, cientificistas e ideológicos que exponen la distancia entre un discurso de la sostenibilidad construido desde la lógica y el razonamiento occidental y los saberes que perviven en los territorios. A este se contrapone el discurso, en construcción constante, de una sustentabilidad ambiental que involucra el devenir de la complejidad en los procesos que fundamentan la existencia de la biodiversidad, la confluencia del saber ambiental y cultural en los nuevos patrones de interacción con los valores ambientales que caracterizan tanto las relaciones como los sujetos de intercambio de las dinámicas espaciales. Esto produce una distancia frente a la racionalidad como uno más de los valores presentes en los lugares para la construcción de una ecología de saberes, esto es, el reconocimiento de otros estratos válidos para definir el demiurgo del planeta.
La conciencia del impacto ambiental de la presencia humana, a escala planetaria, y de la neguentropía que genera la actividad productiva humana, es reciente. La concienciación en torno a los impactos que tiene el consumo y, particularmente el carácter de la crisis ambiental, se han venido formando de la mano de las manifestaciones de los devastadores efectos de una industrialización sostenida y del amoldamiento social a los razonamientos y estándares del consumo, propios de la modernidad basada en el paradigma del positivismo cientificista. tras tal proceso se ha podido construir un consenso sobre la necesidad de colocar en la agenda política internacional la temática ambiental como elemento sustancial.
La visibilidad del impacto ambiental
Uno de los primeros referentes de la irrupción de la problemática ambiental en los discursos mundiales, se encuentra en el trabajo del Club de Roma (1972) y en un documento que tuvo repercusiones mediáticas globales: Los límites del crecimiento. Con este documento se puso de manifiesto la relación entre el crecimiento poblacional, la intensificación de los procesos de producción y el crecimiento económico, y sus múltiples dimensiones, frente al limitado potencial de los recursos del planeta. El trabajo del Club de Roma, en asocio con el MIT, dio como resultado un estudio que,
basado en un modelo de simulación, extrapola las tendencias del crecimiento económico y demográfico, del cambio tecnológico y de las formas e índices de contaminación, y concluye que sus sinergias negativas podrían provocar un colapso ecológico de no revertirse sus tendencias. (Leff, 2008, 48-49)
El interés por la dimensión ambiental se da, entonces, en las márgenes del agravamiento de los procesos de degradación ambiental que se expresan en el incremento sostenido de la pobreza, la desnutrición y la miseria, así como en el conflicto entre el equilibrio ecológico y el crecimiento económico basado en las lógicas del consumo sostenido. Estas dinámicas se encuentran acompañadas por la concreción de nuevos problemas ambientales, siendo los más evidentes por su escala mediática: el calentamiento atmosférico global, el enrarecimiento de la capa estratosférica del ozono, la lluvia ácida y la pérdida de la biodiversidad (Leff, 1998). Esta perspectiva se vio materializada en las convocatorias de organismos transnacionales a cumbres cuyo objetivo era analizar la problemática medioambiental para dar una respuesta mundial a los desafíos que conlleva. Es así como se convierten en referentes las reuniones de Estocolmo (1972), titulada Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente Humano; Río de Janeiro (1992), titulada Cumbre de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y el Desarrollo Sostenible; y, la de Johannesburgo Río+10 (2002) titulada Cumbre Mundial de Desarrollo Sostenible (Eschenhagen, 2007).
Se suman a estos referentes, las iniciativas para la firma de tratados sobre medio ambiente, entre los que se encuentran el Convenio de Viena para la Protección de la Capa de Ozono (1988), el Protocolo de Montreal relativo a las sustancias que agotan la capa de ozono (1989), el Convenio sobre la Diversidad Biológica (1992), la Convención Marco sobre el Cambio Climático (1992), la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (1994), el Protocolo de Kyoto de la Convención Marco sobre el Cambio Climático (1997), el Protocolo de Cartagena sobre Seguridad de la Biotecnología (2000), y el Convenio de Estocolmo sobre Contaminantes Orgánicos Persistentes (2001). Los tratados internacionales señalan la intensa actividad de los entes transnacionales sobre diversas dimensiones de la problemática ambiental , con una influencia que puede rastrearse hasta entidades nacionales y locales, en los últimos cuarenta años.
La efectividad de dichos procesos, sin embargo, puede ser tema de discusión, en la medida en que las firmas de buena voluntad no se han visto acompañadas de acciones decididas de los Estados firmantes, particularmente de Estados Unidos, uno de los países de mayor consumo por habitante. A partir de esta actividad política supranacional se han construido posturas estatales que han ido quedando obsoletas a la hora de abordar las complejas temáticas medioambientales. El capitalismo demuestra, en tal sentido, su capacidad de superar barreras nacionales, normas locales y de amoldarse a las diferentes culturas, sin cambiar su dimensión depredadora.
De igual forma han surgido contrapropuestas desde el saber de grupos marginalizados por el aparato de dominación capitalista. Muchos de esos grupos tienen su asiento en Latinoamérica y entre ellos podemos destacar las etnias indígenas, los afrodescendientes, las comunidades y asociaciones de campesinos, y los productores a escala local, y el trabajo de académicos como Enrique Leff, que han encontrado una voz en los espacios de discusión política. La capacidad de resistencia de los valores locales frente al embate de la globalización homogeneizante, auspiciada por el capital, debería ser el punto de partida para pensar alternativas a la racionalidad que impera y supone, también, un peligro para la sustentabilidad de la vida.
La traducción de los saberes a un futuro común
Los derroteros de las propuestas ambientalistas surgidas en el seno del debate transnacional y en las políticas nacionales originadas en dichos debates, parten del reconocimiento de una visión imperante, guiada por la racionalidad economicista, en cuya base descansa la idea de internalizar, en términos de dinero, las afectaciones y externalidades negativas que generan los procesos de producción y de consumo de la sociedad actual, sobre el ambiente. Esta traducción a términos económicos del daño causado a la naturaleza desconoce la ruptura de la relación entre hombre y naturaleza. La lógica productiva del capitalismo que ha alienado, en la perspectiva de la ‘sobrevivencia del más fuerte’, la capacidad que tenían los humanos para escuchar el otro ambiental, relega esta escucha profunda a los márgenes del desconocimiento y la naturalización de los saberes tradicionales, tal como sugiere Escobar (2003). Dicha visión está viciada desde la raíz de su concepción por una colonialidad de la comprensión del mundo, en la medida en que las lógicas y razonamientos propios de la economía no tienen ninguna relación directa con la esencia del saber ambiental o con el universo complejo de la naturaleza. Esta constitución de un otro, excluido de las lógicas de la planeación, de la economía y de las decisiones de carácter territorial ha sido definida por Escobar, en el corazón de la Escuela Modernidad Colonialidad, como:
La noción de exterioridad no implica un afuera ontológico, sino que refiere a un afuera que es precisamente constituido como diferencia por el discurso hegemónico. Esta noción de exterioridad surge principalmente por el pensamiento sobre el Otro desde la perspectiva ética y epistemológica de la filosofía de la liberación: el Otro como oprimido, como mujer, como racialmente marcado, como excluido, como pobre, como naturaleza. Con la apelación desde la exterioridad en la cual es localizado, el Otro deviene en la fuente original del discurso ético vis a vis una totalidad hegemónica. Esta interpelación del Otro viene como un desafío ético desde afuera o más allá del marco institucional y normativo del sistema. (Escobar, 2003, p. 63)
Con tal dirección podemos decir que, en relación con los territorios que se sobreponen en el espacio geográfico, los baluartes de la razón económica están cimentados en la necesidad de elevar la plusvalía obtenida a partir de los procesos de trabajo y producción en detrimento de la memoria, el saber ancestral y la sustentabilidad de la vida (Bozzano, 2009). Dicha necesidad se suple a partir de una perspectiva dominante, colonial, que busca incrementar la eficiencia productiva a toda costa, bien sea con apoyo de la instrumentalidad tecnológica o mediante la sobreexplotación de los recursos y de la mano de obra, hoy deslocalizada por las tecnologías del trabajo no presencial y las maquilas de la virtualidad laboral, en el marco de una perspectiva vital basada en un inmediatismo desbordado y una fe irrestricta en los mecanismos del mercado cuyas finalidades últimas se encauzan hacia procesos de acumulación de capital aún más radicalizados en el tránsito del capitalismo industrial al financiero.
De otra parte, los procesos de equilibrio ambiental están cimentados en mecanismos mucho más sutiles y complejos que han soportado y potenciado la presencia de la vida en el planeta durante siglos. Estos mecanismos y lógicas, que fueron develados por sociedades ancestrales, constituyen un saber cultural basado en los valores de la naturaleza, en la solidaridad y el respeto por el entorno, por sus límites y potencialidades, en aras de sintonizar los modos de producción con los ritmos propios de la naturaleza, de la totalidad de vida que ha sido abstraída en la idea de ecosistema, permitiendo al entorno natural recuperarse de las fases de explotación de los recursos y articulando la esencia de las necesidades y los deseos con la intención manifiesta de mantener el equilibrio en el entorno ambiental de soporte. Este conocimiento ancestral no constituye una racionalidad instrumental, tal como hemos expuesto, sino que hace de la racionalidad un instrumento que apunta a un objetivo de mayor dimensión que la reproducción del modelo en sí mismo, característica que antagoniza con la razón capitalista contemporánea.
La visión de la sustentabilidad ambiental contiene la impronta de los saberes culturales y del rescate de los valores afines con los procesos de la naturaleza; incluye las visiones de las sociedades que cohabitan los territorios y se erigen en el marco de la propia construcción de la comunidad, de los valores de solidaridad y respeto, y no desde los fines de la acumulación, de la valoración económica de todo lo existente ni desde el imperio de la acumulación por sobre todas las cosas; incluye el rescate de una cosmovisión sintonizada con el equilibrio y la prudencia, ajena a las lógicas de la ambición material desmedida. Por tanto, la transformación que se propone desde la sustentabilidad, difiere diametralmente de la apuesta del discurso oficialista emanado de la institucionalización del desarrollo sostenible por los centros de poder.
Pensar el futuro común, principio de la sustentabilidad ambiental, exige la transformación profunda de los valores y fines perseguidos por la humanidad y, de allí en adelante, la transformación de los modos de vivir, de habitar y de producir, de transformar radicalmente los derroteros economicistas y monetaristas imperantes, que envenenan el discurso del ambientalismo como la internalización de las externalidades negativas sobre el ambiente y los recursos naturales, materializadas como valores económicos, en el proceso de producción y reproducción del capital.
Cabe anotar acá que en detrimento de la oposición entre sostenibilidad y sustentabilidad han surgido voces que se apoyan en la falacia de una mala traducción de la palabra sustainability del inglés para demeritar la descolonización del saber implícita en la búsqueda de alternativas para el presente planetario que trae la sustentabilidad. Sin embargo, estos giros lingüísticos, menospreciados por el establecimiento, y su énfasis en la producción de conocimiento tecnocientífico, en su inclusión en los circuitos de consumo con los tesauros y las palabras clave estandarizadas, están presentes en la literatura del tema como una manifestación de la contradicción que encierra el sistema en sí mismo. Las sutilezas del lenguaje asociado al discurso de la sustentabilidad ambiental hacen presente la urgencia de una traducción, de una hermenéutica diatópica (De Sousa, 2006) que reconozca que las ideas formuladas desde uno de los extremos de las racionalidades deben ser transformadas, traducidas o expuestas para la inteligibilidad del otro, en pro de la construcción de un futuro común y no excluyente. Tal es, para nosotros, la potencialidad del borde como territorio productor de conocimiento como lo dice Escobar (2003).
Así, basta con exponer la convivencia, en términos de traducción, de una perspectiva del conocimiento local sobre la manera en la que un proceso productivo puede alterar el funcionamiento de un entorno natural y llevar a la pérdida de balance en su armonía, y la explicación científica de los sistemas termodinámicos en relación con los procesos de explotación y producción contemporáneos. Nuestra forma de estar en el mundo se encuentra marcada profundamente por la entropía; nuestros procesos son altamente consumidores de recursos y generadores de externalidades negativas que en su avance demoledor solo dejan una estela residual, de calor, con la consecuencia del proceso de calentamiento global al cual estamos sometiendo el planeta desde la revolución industrial (Leff, 2008). Frente a esta perspectiva de la termodinámica podemos definir el comportamiento normal del medio natural en relación con procesos de orden neguentrópico (como por ejemplo el de la fotosíntesis), en la que los procesos de producción están basados en armonías contrastantes con los desgastes del proceso entrópico, armonías que construyen equilibrio y una real ecoeficiencia sobre la que se ha construido la racionalidad de los saberes ancestrales presentes en América del Sur, por ejemplo.
Siguiendo a Leff (2008, p. 62):
La construcción de sociedades sustentables, de un futuro sustentable, implica especificar metas que conducen a avizorar cambios de tendencias, a restablecer los equilibrios ecológicos y a fundar una economía sustentable. Es la transición de una economía entrópica hacia una economía neguentrópica y hacia estados estacionarios de procesos actualmente guiados por dinámicas de crecimiento insustentables (poblacionales, económicos, de contaminación ambiental, de degradación ecológica). Para construir la sustentabilidad es necesario desconstruir las estructuras teóricas e institucionales, las racionalidades e ideologías que propician los actuales procesos de producción, los poderes monopólicos y el sistema totalitario del mercado global, para abrir cauces hacia una sociedad basada en la productividad ecológica, la diversidad cultural, la democracia y la diferencia.
Así, la construcción en términos diatópicos de una perspectiva común para la sustentabilidad ambiental, amerita ser asumida desde la complejidad de la ecología de saberes, validando el diálogo con la naturaleza como el otro territorial, para analizar el probable futuro del planeta. Esa construcción debe incorporar las dimensiones que nos permitan abarcar el inmenso panorama de lo que está en juego, que enfrente y asuma la diversidad y la contradicción como elementos propios de la realidad y que incluya, además, la compleja trama de las relaciones en las múltiples direcciones de la realidad y, por supuesto, de la problemática medioambiental.
Saber ambiental
En tanto que la crisis ambiental y las problemáticas asociadas a ella son profundas, complejas e indispensables para pensar el futuro, los planteamientos que orientemos hacia una solución a este momento planetario deben ser del mismo talante: profundos, complejos y relevantes. Para producir un verdadero saber sobre lo ambiental es necesaria una transformación profunda y no simplemente una reorientación del modelo de apropiación de la realidad socioeconómica, en el que se incluyan los valores inscritos en las lógicas del capital.
La mirada que proponemos, desde la presente aproximación a una epistemología de la sustentabilidad ambiental, incorpora la dimensión de sustentabilidad a otro ser-ambiente, teniendo el saber como un ejercicio humano de comprensión del ser en el mundo. Tales conceptos constituyen nuestra propuesta de formulación de un punto de partida para abandonar el reduccionismo y la abstracción cientificista, abrazando la necesidad de incluir elementos y características de la propia realidad que, por su intensa actividad relacional, influyen directamente en la producción de la mencionada problemática.
Como parte de la dialéctica que conforma la ecología de saberes, y considerando el seguimiento que cuantifica los recursos naturales o los niveles de degradación y contaminación de los componentes ambientales, proponemos la construcción de una mirada renovada con la tradición, que incluya como protagonista a los valores culturales de los territorios con respecto a las intenciones que establecen los centros de poder del capitalismo financiero. Para enfrentar la exigencia del consumo, que descarga sobre los territorios las externalidades negativas de los modos de producción, que deteriora los modos de habitar y vivir, y que destruye las formaciones socioeconómicas existentes con su afán homogeneizador, proponemos una recuperación de las relaciones ancestrales, de los saberes que tuvieron asiento en cada contexto geográfico particular, como parte fundamental de la construcción de modelos productivos y de explotación de la riqueza natural.
En vista de lo relevante que es definir con exactitud un concepto que se convierte en principio y fundamento de la sustentabilidad ambiental, el saber ambiental se erige como parte de la contradicción que siembra en los territorios la imposición de una racionalidad foránea y el conocimiento cientificista. Los saberes ambientales se distancian de la perspectiva positivista a través del concepto del saber mismo y de la dimensión ancestral en la construcción de la vida en la escala local. La dimensión ancestral es la huella de un desarrollo en donde el conocimiento es validado, puesto a prueba, sobre las bases de valores asociados a visiones trascendentes, distantes del inmediatismo del aparato científico-tecnológico contemporáneo. Siguiendo a Leff (2002, p. 180), podemos decir que “el saber ambiental problematiza el conocimiento fraccionado en disciplinas y la administración sectorial del desarrollo, para construir un campo de conocimientos teóricos y prácticos orientado hacia la rearticulación de las relaciones sociedad naturaleza.”
Por este camino, la urgencia de un empoderamiento de los saberes ambientales y su problemática relación con el conocimiento cientificista que los ha excluido como un ‘otro’ que cabe en la idea de irracionalidad de la naturaleza, de un preantropoceno sin voz ni ser, permite dar un marco a la crisis civilizatoria que presupone la crisis ambiental al presentar la contraparte de racionalidad dominante en,
un haz de matrices de racionalidad en la diferenciación de valores, cosmovisiones, saberes e identidades que articulan a las diferentes culturas con la naturaleza. El saber ambiental se va entretejiendo en la perspectiva de una complejidad que desborda el campo del logos científico –y de las ciencias de la complejidad (Prigogine)-, abriendo un dialogo de saberes en donde se confrontan diversas racionalidades y tradiciones. (Leff, 2006, p. 21)
La complejidad de la naturaleza y de sus procesos internos de producción de biomasa, fundamentalmente neguentrópicos, desborda la instrumentalidad, el reduccionismo y el positivismo lógico, y plantea la exigencia de aparatos de aprehensión más integrales, capaces de dar cuenta de la amplia red de relaciones que se entreteje por los diversos fenómenos que tienen lugar en los territorios. En la idea de una ecología de saberes confluyen interpretaciones del mundo que necesitan de traducciones (la hermenéutica diatópica) para la cual el saber ambiental se construye,
en el encuentro de cosmovisiones, racionalidades e identidades, en la apertura del saber a la diversidad, a la diferencia y la otredad, cuestionando la historicidad de la verdad y abriendo el campo del conocimiento hacia la utopía, al no saber que alimenta a las verdades por venir. (Leff, 2006, p. 22)
En esta construcción, un bastión importante para el saber ambiental está conformado por la necesidad de observar y aprender de la potencialidad que se encuentra en la diversidad, en contraposición con el paradigma de homogeneidad implícito en la ideología tras el aparato de dominación vigente. La diversidad de saberes ambientales que acoge la idea de una ecología de racionalidades, necesaria y fundamental para entender el mundo, se sitúa en la antípoda de la destrucción de la diversidad y la otredad en función de la masificación y unificación de las necesidades y los deseos, para dar más eficiencia a los procesos de producción masivos (el capitalismo).
En la medida en que el saber ambiental reconoce la complejidad del mundo, de los valores y de los recursos ambientales, registra también la necesidad de entablar un diálogo en el que es necesario revitalizar los saberes tradicionales, ancestrales, simbólicos y culturales, en la diversidad de las respuestas desde las cuales las culturas han gestionado su relación sociedad/naturaleza. Este proceso de recuperación de una historia borrada por el proceso de colonialidad física y económica que inicia con el despojo de los habitantes ancestrales, ‘precolombinos’, sólo es posible en el marco de la valoración de los espacios de borde que exponen su potencialidad de resistencia a los avasallantes procesos de modernidad de la producción capitalista. En tal dialéctica,
la problemática ambiental no es ideológicamente neutral ni ajena a intereses económicos y sociales. Su génesis está dada en un proceso histórico dominado por la expansión del modo de producción capitalista, por los patrones tecnológicos que genera una racionalidad económica, a la cual guía el propósito de maximizar las ganancias y los excedentes económicos en el corto plazo, en un orden económico mundial marcado por la desigualdad entre naciones y clases sociales. (Leff, 1998, p. 72)
En la revisión del universo heterogéneo de saberes ancestrales y tradicionales de los territorios de borde es posible percibir la esencia de la resistencia que se encuentra en el saber ambiental, como una fuente básica para transformar las practicas del individuo y la sociedad. Esta resistencia desplaza los objetivos de la existencia, resignifica y redelimita las fronteras de las necesidades y de los deseos, en pos de una sustentabilidad ambiental arraigada y no de una sostenibilidad impuesta desde los cánones y discursos construidos en los centros de poder del capital, que no van más allá de paliar las problemáticas de forma tangencial para garantizar el control sobre los recursos y los valores ambientales de los países víctimas del despojo y en tanto ello, ‘menos desarrollados’.
La irrupción del saber ambiental abre potencialidades para los países del sur global desde su propia diversidad cultural y ecológica y permite pensar desde “adentro”, desde las mismas sociedades y desde su propio saber cultural ancestral, las nuevas formas, las prácticas, y los procesos tecnológicos y culturales asociados a la producción, más apropiados para su realidad, equilibrados con las condiciones sociales y particulares de sus territorios. Así los valores ambientales estarían al servicio de las comunidades que los habitan, en contraposición al modelo actual que coloca la mayor parte del beneficio en las economías expoliadoras del primer mundo.
La transformación desde el saber ambiental, es una metamorfosis profunda de la visión economicista y cientificista que plantea la internalización de las externalidades negativas de los procesos de producción mediante una concepción simplista y abstracta del aparato productivo y de dominación. Además, es una contrapropuesta que desmarca los objetivos del ordenamiento de los territorios del totalitarismo establecido por la eficiencia productiva y los procesos de acumulación, y plantea perspectivas fundamentadas en el respeto por la vida y en el reconocimiento de los valores humanos que se sincronizan para superar la crisis civilizatoria que presuponen los niveles de degradación ambiental que está alcanzando el planeta.
La apropiación social de los valores ambientales, a través del camino que establece el saber ambiental, permitirá una reorientación profunda que empodere a las comunidades y a sus saberes construidos en el devenir histórico, en la gestión de los recursos que ofrecen sus territorios, garantizando equilibrio y equidad, en un contrapeso al caos y la pobreza implantada por el modo de producción capitalista.
Para apuntalar el concepto de saber ambiental es importante presentar las nociones que hacen el discurso de este saber y que en su definición explicitan el carácter y la esencia del mismo. Dichas nociones son:
- Holismo (del griego ὅλος [holos]; todo, entero, total). Como principio para la concepción del territorio, esta palabra contribuye a la constitución de la ecología de saberes desde el planteamiento aristotélico del holos, como totalidad a la que no se puede acceder por una simple operación mecánica de suma de las partes. Confluyen en él los planteamientos contemporáneos para el estudio de las propiedades emergentes, expresados por la teoría de sistemas y la física cuántica, así como las perspectivas de las diversas filosofías de la complejidad. Podemos observar el papel y la definición de este concepto como instrumento en el camino de retorno a la unidad, a la integralidad, a la recomposición de la realidad que se encuentra presente en la epistemología de las ciencias naturales y sociales contemporáneas, tras la pérdida del holismo como horizonte de sentido con la implantación del pensamiento reduccionista, determinista y positivista que caracterizó a la racionalidad occidental durante la noche de los quinientos años.
En esta perspectiva, el holismo se contrapone al reduccionismo como esencia de la epistemología positivista, en la medida en que su fundamento se construye desde el análisis que no tiene una direccionalidad ni es unidimensional; su proceso no está condicionado por la perspectiva de la deducción o la inducción como es característico de los procedimientos positivistas sobre el material de lo real. La visión de la realidad desde el holismo se construye desde el esfuerzo por comprender la multiplicidad de direcciones que establece la intensa actividad relacional entre las partes y el todo, así como en la conciencia de la imposibilidad de retirar alguna de las partes para desarrollar un análisis particular de la realidad, sin afectar la esencia misma de lo observado.
El holismo es una característica fundamental del saber ambiental puesto que los valores ambientales son el soporte de una actitud trascendental que permite construir el saber a partir de una reconexión de la esencia humana con la complejidad de los procesos ambientales. La comprensión de tal totalidad reconoce la presencia de sistemas complejos cuyo funcionamiento, en la intensa red de interacciones que se retroalimentan unas con otras, requiere distancias que se pueden constituir tanto desde la visión cientificista (el principio de incertidumbre) como desde otras perspectivas (la distancia implícita que lo sagrado impone al espíritu). - Cosmovisión. Este principio, que tiene su base en la obra del filósofo alemán Dilthey, se construye a partir del planteamiento de la Weltanschauung (Welt, “mundo”, y anschauen, “contemplar”). La experiencia vital del espíritu en el universo no está fundamentada exclusivamente en la apropiación intelectual de lo real sino que, además, se encuentra permeada por fundamentos emocionales, intuitivos, estéticos y morales que determinan nuestra mirada.
Tal conjunto de saberes referidos a la interacción del hombre y el cosmos, que supone la atenta observación y comprensión que orienta el actuar y el existir del espíritu, es la cosmovisión. Esta tiene su base en la integralidad manifestada por la unidad del cosmos, el mundo y el ser, que rehúye la fragmentación de la abstracción cientificista, y construye a través de los ritmos ancestrales que fundamentan saberes profundamente conectados con los valores de la naturaleza, con sus flujos, con sus cadencias, en la búsqueda de una armonía profunda entre el actuar humano y su entorno.
Aunque sea posible construir cosmovisiones a partir de planteamientos filosóficos o religiosos, la cosmovisión supera el ámbito de la construcción clásica del conocimiento en la medida en que su fuente son los saberes ancestrales que se erigen en un lento proceso de interacción con la naturaleza, a través del ejercicio de la praxis del ser y de la praxis social. - Complejidad. La complejidad es una traza fundamental en la composición de lo viviente, de la tierra vista como Gaia y del cosmos mismo, tal como expresa Morin (1999). Es el esfuerzo por la reunificación de las aventuras del conocimiento y de los saberes que pierden su máxima potencialidad en la compartimentación a la que han estado sometidos con radicalismo desde el cientificismo positivista.
Los nuevos conocimientos que nos hacen descubrir la Tierra-Patria, la Tierra-Sistema, la Tierra-Gaia, la biosfera, el lugar de la Tierra en el cosmos, no tienen ningún sentido en tanto se hallen separados unos de los otros. Repitámoslo: la Tierra no es la suma de un planeta físico más la biósfera más la humanidad. La Tierra es una totalidad compleja física/biológica/antropológica donde la vida es un emergente de la historia de la Tierra y el hombre un emergente de la historia de la vida. (Morin, 1999, p. 188)
Al ser un elemento consustancial de la realidad física, biológica y antropológica, la complejidad debe ocupar un papel fundamental en el aparato de aprehensión, estudio y análisis, configurándose como una dimensión esencial para edificar el saber y concretar el saber ambiental mismo.
La concepción de lo complejo crea una ruptura en el imperio de la razón, del intelecto y del conocimiento. Genera un cisma que abre la puerta a valores y fuerzas desechadas por la ciencia ortodoxa: la intuición, lo sobrenatural, lo místico, lo metafísico y lo metacientífico. Todo esto irrumpe en el paisaje de los elementos e instrumentos para comprender lo real. El estudio de la naturaleza es un campo fructífero para su descubrimiento, que orienta su constitución, tal como expresa Leff (2006, p. 61): “la complejidad ambiental es el espacio donde convergen diferentes miradas y lenguajes sobre lo real que se construyen a través de epistemologías, racionalidades e imaginarios, es decir, por la reflexión del pensamiento sobre la naturaleza”.
La complejidad ambiental se lee entonces desde las diferentes orillas constituidas sobre las cosmovisiones que se alimentan del saber ancestral y ambiental, y que se conectan religando la integralidad del ser, del saber y del mundo; este es un rasgo esencial de la ecología de saberes que confluyen en la sustentabilidad ambiental. - Diversidad. En la esencia del pensamiento positivista, la diversidad es un obstáculo para las bases del paradigma reduccionista que orienta el análisis de la realidad y su prospectiva hacia la máxima homogenización posible. Por el contrario, para el saber ambiental la diversidad es un elemento fundamental tanto por su papel constitutivo en la definición de la categoría de lo ambiental (de la naturaleza misma) como por su posibilidad epistemológica hacia la concreción de una visión multidimensional en la confluencia de la diversidad de los saberes. Así,
el saber ambiental, más que una hermenéutica y un método de conocimiento de lo olvidado, más que el conocimiento de lo consabido, es la inquietud sobre lo nunca sabido, lo que queda por saber sobre lo real, el saber en forja que propicia la emergencia de “lo que aún no es”. En este sentido, el saber ambiental lleva a construir nuevas identidades, nuevas racionalidades y nuevas realidades. (Leff, 2006, 58)
Estas identidades, racionalidades y realidades emergentes configuran un panorama de la diversidad social y cultural, cuya esencia reside en el rescate de la capacidad de las comunidades para ejercer poder en el proceso de apropiación y reapropiación social de la naturaleza. Biodiversidad, diversidad cultural y respeto a la otredad se conectan para conformar un núcleo fundamental en la concreción del saber ambiental. La riqueza de la diversidad alimenta la potencialidad de fuerza y pertinencia de esta perspectiva, en el marco de una nueva configuración para gestionar los recursos naturales por parte de la sociedad.
Conclusión
El saber ambiental se establece a través del tejido logrado por los hilos maestros del holismo, la cosmovisión, la complejidad y la diversidad, que como nociones que no buscan aclarar las incertidumbres se interrelacionan en flujos constitutivos de un proceso continuo de construcción del saber ambiental. El saber ambiental tiene el potencial de configurar un nervio central hacia la sustentabilidad del planeta y puede ser la perspectiva que nos lleve a construir un verdadero futuro común. Desde allí, desde su crítica, se puede observar el proceso de sedimentación de la realidad urbana y su interacción con los recursos y valores ambientales propios del espacio geográfico en el que se asientan las ciudades.
Sin embargo, cabe recalcar que es indispensable establecer un enfoque teórico para construir una mirada profunda sobre las problemáticas particulares. En la revisión de lo ambiental y de las herramientas que intentan darle solución, la perspectiva más útil es la que se desmarca de los planteamientos del establecimiento y de sus soluciones parciales, que son aquellas que buscan mantener el statu quo y aumentar los beneficios económicos, en lugar de ofrecer alternativas reales a la crisis actual de la degradación ambiental del planeta. Los conceptos que provienen de la sustentabilidad ambiental se construyen sobre la crítica a los planteamientos economicistas y dan las bases para una profunda transformación en la relación ser humano/naturaleza, condición sine qua non en el avance de una mejoría real a la problemática ambiental.
La política pública en términos ambientales no escapa a la influencia marcada del modo de producción capitalista ni al manejo economicista de la realidad. Dicha política es construida desde una tecnocracia servil a los intereses transnacionales del capital y de los neoimperialismos aún presentes en la escena mundial. Analizar tal situación y plantear alternativas desde enfoques críticos al sistema de dominación, permite ver nuevos y más adecuados caminos en la búsqueda de una salida a los serios conflictos ambientales que enfrenta hoy nuestra sociedad.
Referencias
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