Libro de investigación
Normas y transgresiones: las mujeres y sus familias en las ciudades de Cartagena de Indias y de La Habana (1759-1808)
Rules and Transgression: Women and their Families in the Cities of Cartagena de Indias and Havana (1759-1808)
Leonor Arlen Hernández Fox
Carlos Mario Manrique Arango
Resumen
La presente obra tuvo como objeto de investigación las normas y las
transgresiones ocurridas en la vida familiar, en especial de las mujeres, en Cartagena de Indias y La
Habana, las principales ciudades puertos del Caribe junto con Veracruz y Portobelo, entre 1759 y 1808.
La consulta de una amplia variedad de fuentes localizadas, entre otras instituciones, en el Archivo
General de Indias en España, el Archivo General de la Nación en Colombia y el Archivo Nacional de Cuba,
así como la aplicación del método de la crítica histórica, permitieron demostrar que la legislación y
los discursos producidos por el despotismo ilustrado con el fin de controlar la vida familiar reforzaron
la normatividad patriarcal, destinada a consolidar la subordinación femenina ante la autoridad de los
varones. Esto generó múltiples situaciones conflictivas y transgresoras, en las que las mujeres
asumieron un rol protagónico como una alternativa válida para la defensa de sus derechos.
Palabras clave: mujeres, familias, despotismo ilustrado, Cartagena de Indias, La Habana
Abstract
This research studies the norms and transgressions that occurred in family
life, especially women´s, in Cartagena de Indias and Havana, the main port cities of the Caribbean
alongside Veracruz and Portobelo, between 1759 and 1808. The authors consulted a wide range of sources,
among other institutions, in the General Archive of the Indies in Spain, the General Archive of the
Nation in Colombia and the National Archive of Cuba, and they applied the historical criticism method.
This made possible to demonstrate that the legislation and speeches produced by Enlightened Despotism in
order to control family life reinforced patriarchal regulations, aimed at consolidating female
subordination in front of the authority of men. This generated multiple conflictive and transgressive
situations, in which women assumed a leading role as a valid alternative for the defense of their
rights.
Keywords: women, families, Enlightened Despotism, Cartagena de Indias, Havana.
Sobre los autores | About the authors
Leonor Arlen Hernández Fox [leonor.hernandez@uniagustiniana.edu.co]
Doctora en Historia, Magíster en Estudios Interdisciplinarios sobre América Latina e Historiadora de la
Universidad de La Habana, Cuba. Sus líneas de investigación incluyen historia social y relaciones de
género, en particular, familias y mujeres latinoamericanas. Docente investigadora, Universitaria
Agustiniana, Colombia.
PhD in History, Master in Interdisciplinary Studies on Latin America, and Bachelor in History from
Universidad de la Habana, Cuba. Her research interests include social history and gender relations,
specially Latin-American families and women. Currently, she is a researcher and a professor at
Universitaria Agustiniana, Colombia.
Carlos Mario Manrique Arango [carlos.manrique@uniagustiniana.edu.co]
Doctor en Historia y Magíster en Estudios Interdisciplinarios sobre América Latina de la Universidad de
La Habana, Cuba y abogado de la Universidad Libre de Colombia. Sus líneas de investigación incluyen
historia y pensamiento latinoamericano y colombiano. Docente de tiempo completo de la Facultad de
Ciencias Económicas y Administrativas de la Universitaria Agustiniana, Bogotá, Colombia.
PhD in History and Master in Interdisciplinary Studies on Latin America from Universidad de la Habana,
Cuba, and Bachelor in Laws from Universidad Libre de Colombia. His research interests include history
and Colombian and Latin-American thought. Currently, he is a professor in the Faculty of Economics and
Management Sciences at Universitaria Agustiniana, Bogota, Colombia.
Prólogo | Prologue
Aunque mucho se escribe y comenta sobre la historia sociocultural son
escasos los investigadores que se interesan en develar sus muy variados aspectos, al menos en los
estudios coloniales, porque leer legajos de manuscritos con caligrafías antiguas y dañados por el
tiempo
supone una gran dedicación y paciencia.
Al margen de esta consideración general, cabe destacar que temas de interés en este ámbito han sido
el
de la familia y el de las relaciones de parentesco, pues ambos permiten reconstruir las bases de una
sociedad lejana, pero con continuidades aun apreciables.
Para introducirse en su particular asunto la Dra. Hernández Fox y el Dr. Manrique Arango unieron dos
presupuestos metodológicos, el de una historia sociocultural vinculada a los avatares de la familia
y su
modo de vida, al de la historia comparada capaz de apreciar, como expusiera Marc Bloch, lo similar y
lo
diferente, ya que su intención “no es la de determinar estadios evolutivos comunes a todas las
sociedades, sino que más bien es la de recoger, por debajo de las analogías, las diferencias
estructurales y las peculiaridades del desarrollo de las diversas sociedades” (Rossi 10).
Tampoco fue una decisión aventurada seleccionar dos ciudades como La Habana y Cartagena de Indias,
pues
ambas tuvieron un despegue similar como asiento de riquezas que luego eran trasladadas hacia la
metrópoli española en galeones bien artillados; ambas sufrieron ataques de corsarios, de piratas y
también de los ingleses ya en el siglo XVIII, y también fueron asiento de africanos esclavizados.
Luego
sus modelos económicos se fueron diferenciando, pero muchos hábitos y costumbres continuaron por
caminos
paralelos.
La técnica comparativa lleva a quienes la seleccionan por un horizonte de expectativas que, sobre la
base de aproximaciones minuciosas de las realidades a comparar, trascienden lo común y enfatizan lo
irrepetible. Por este camino se devela lo único que diferencia a dos sociedades en la formulación de
un
problema histórico, en este caso la familia, y tanto lo similar como lo irrepetible se adoptan y
proyectan en espacios geográficos que comparten un periodo de tiempo similar, pues, parafraseando de
nuevo a Bloch, “no hay límite en la división entre dos sociedades que son relativamente
contemporáneas y
vecinas” (Sewell 215).
Cabe destacar que no es frecuente utilizar la historia comparada para analizar procesos
socioculturales,
razón por la cual el presente estudio reviste de un interés especial: el de analizar la familia en
dos
ciudades del Caribe histórico, cuyas similitudes superaban las diferencias económicas. Para esto se
han
valido de fuentes normativas tales como padrones, códigos canónigos y civiles y fuentes judiciales
capaces de revelar las transgresiones.
Para el despotismo ilustrado, vigente en la etapa que abordan los autores, la familia constituyó un
espacio esencial para el control social. Entre 1759 y 1808 se aplicaron en Hispanoamérica diferentes
códigos que incrementaron la jurisdicción estatal sobre el matrimonio y la familia en todas las
capas y
sectores sociales. El condicionamiento legal era indispensable para este dominio, razón por la cual
fue
promulgada la Pragmática Sanción, que había sido precedida por Las Siete Partidas y Las Leyes de
Toro.
En los años abordados el desenvolvimiento de la mujer se restringía a la esfera doméstica: era
cuidadora
de hijos y esposos. A ese pequeño universo estaba atada por un contrato matrimonial santificado por
la
Iglesia que debía perdurar durante toda su vida. Primero la controlaba el padre, a falta de este los
tutores designados, más tarde el esposo y luego los hijos mayores de edad. Tenía un valor de uso
esencial que se le reconocía, pero si transgredía lo establecido era implacablemente juzgada y, para
garantizar su control, se le depositaba como un objeto, en un convento, un hospital, o simplemente
en
una casa designada a ese efecto.
Vale la pena recordar que la historia social se alimenta, en gran medida, de los expedientes
judiciales;
así, la legislación por acatamiento o transgresión posibilita la recreación de una época, pues
cuando se
conoce lo que se legisla se sabe que es lo que se está violando y de esta manera se abre un camino
para
averiguar procederes y despejar incógnitas. Este modo de hacer resulta común a todas las épocas. Así
aparecen el divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem, casi siempre presentado por las mujeres,
pues el hombre era, por lo general, libre de tener relaciones consensuales sin repercusiones
sociales,
la sevicia, el estupro, el adulterio, el repudio a los hijos naturales, la reclamación de alimentos
e
incluso el infanticidio.
A manera de prólogo hemos adelantado cuestiones y situaciones que encontrarán en las páginas. Les
aseguro que se asomarán a un mundo escasamente conocido que atrapará su atención y en el cual
encontrarán, tal vez lamentablemente, más continuidades que rupturas.
Dra. María del Carmen Barcia Zequeira
Profesora Titular Emérita de la Universidad de La Habana
Premio Nacional de Ciencias Sociales de Cuba
Introducción | Introduction
En la “Introducción” al cuarto volumen de la Historia de la vida privada, ideada por Philippe Ariès
y Georges Duby, la historiadora Michelle Perrot señala que, en el umbral de la privacidad, los
investigadores habían vacilado durante mucho tiempo “por respeto del sistema de valores que hacía
del hombre público, el héroe y el actor de la única historia que merecía la pena contar: la gran
historia de los Estados, las economías y las sociedades” (11).
La consideración del espacio privado como ámbito para la explicación histórica partiría,
esencialmente, de la comprensión de la importancia de la familia. Precisamente, este ámbito
experimentó importantes cambios en Europa a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Las
transformaciones asociadas a las revoluciones Industrial y francesa determinaron que el espacio
social que había sido hasta entonces, relativamente unificado, se dividiera en dos ámbitos: el de la
vida privada y el de las funciones públicas 1.
Estos cambios influyeron de manera decisiva en la división sexual del trabajo, pues los discursos
normativos de la etapa delimitaron la actuación femenina a la esfera doméstica, mientras al varón se
le asignaba un papel fundamental en el espacio público. En el caso hispanoamericano, la
proliferación de estos discursos vino a fortalecer los dictados del modelo monogámico patriarcal,
basado en los principios del catolicismo y, por tanto, sancionado por su Iglesia e impuesto por la
metrópoli española en estos territorios. De acuerdo con ese sistema de organización familiar, la
mujer tenía que supeditarse al hombre, con el objetivo de que la paternidad de los hijos resultara
indiscutible, ya que estos debían heredar los bienes.
De igual modo, en Hispanoamérica, el tema de la vida familiar y de las mujeres durante el siglo
XVIII, no se puede entender al margen del ascenso al trono de la Casa de los Borbones, tras la
muerte de Carlos II en 1700. Tal acontecimiento no tuvo solo profundas consecuencias dinásticas,
sino que también culminó un periodo signado por el fracaso de las políticas de los Austrias. A
partir de entonces, los Borbones adoptaron una amplia gama de reformas, con el propósito de terminar
con el aislamiento de España durante la anterior centuria y mejorar su situación socioeconómica. Con
esas medidas se buscaba, además, establecer un nuevo tipo de relaciones con las colonias, lo cual se
tradujo en un impulso a la centralización política y administrativa.
Así, muchas de estas reformas se llevaron a cabo bajo la influencia de las ideas de la Ilustración
que florecieron en el siglo XVIII en Europa, en particular en Francia y tuvieron, a su vez, una
significativa repercusión en suelo español. En el país ibérico este movimiento de renovación,
conocido como “despotismo ilustrado”, lo impulsaron los propios reyes sin que por esa causa
renunciaran a su condición de monarcas absolutos. Ahora bien, lo llevó a la práctica un grupo de
funcionarios que ocupaban importantes cargos gubernamentales (Vicens Vives 87).
En este sentido, para los Borbones —y de manera muy especial para los reyes Carlos III (1759-1788) y
Carlos IV (1788-1808)—, la familia constituyó un espacio primordial para el control social. De
hecho, estos monarcas llegaron a considerar el matrimonio el “fundamento de la familia y de la
legitimidad de los descendientes, base esencial de una sociedad sana y ordenada” (Lavrin 109). De
ahí que la principal medida que se tomó en este ámbito durante el siglo XVIII, la “Pragmática
sanción en que Su Majestad establece lo conveniente para que los hijos de familias, con arreglo a
las leyes del Reino, pidan el consejo y consentimiento paterno antes de celebrar esponsales”, del 23
de marzo de 1776, fuese promulgada por Carlos III y luego ampliada en sus alcances por Carlos IV,
mediante la “Real Cédula del 15 de octubre de 1805” y el “Auto Acordado del 22 de mayo de 1806”.
Dichos decretos resultaron las expresiones más significativas de la política de los Borbones,
encaminada a ampliar el dominio estatal sobre los asuntos familiares.
Justamente, de esas circunstancias nace el interés primordial por realizar una investigación en la
que se lograra analizar, en dos sociedades distintas pero con características similares (Cartagena
de Indias y La Habana, las principales ciudades puertos del Caribe junto con Veracruz y Portobelo) y
en un mismo periodo de tiempo, entre 1759 y 1808, la manera en que la legislación del despotismo
ilustrado reforzó la normatividad que regía el complejo mundo de las relaciones familiares y los
conflictos y las transgresiones que esto generó en el interior de los hogares en la vida de las
mujeres. Con relación a este último aspecto debe precisarse que en esta investigación se utilizaron,
esencialmente, expedientes judiciales de adulterio, sevicia y divorcio quoad thorum et mutuam
cohabitationem, a fin de valorar el rol de las mujeres en este tipo de situaciones de conflictos y
transgresiones.
Con relación a esta cuestión, la presente investigación responde a un vacío historiográfico, ya que
hasta la actualidad no se había realizado un trabajo comparativo acerca de la vida familiar y
femenina en Cartagena de Indias y La Habana. De ahí que este trabajo busque aportar una serie de
nuevos elementos que contribuyan no solo al análisis histórico y social de estas ciudades caribeñas
en el periodo seleccionado, sino también al conocimiento de la vida familiar y de las mujeres
hispanoamericanas durante la época colonial. Teniendo en cuenta esos presupuestos resultó
importante, para la realización de esta obra, la revisión de un conjunto de textos de historia
comparada, de historia de la familia, de estudios de género y, como parte de estos últimos, de
historia de las mujeres.
Con relación a la historia comparada, un texto esencial es Historia e historiadores de Marc Bloch.
En este, el célebre historiador francés manifestó que en el propósito de abordar de forma precisa
los sistemas sociales no se pueden ignorar las características propias de los hechos
estudiados.
¿Qué entendemos, dentro de nuestro campo de trabajo, por comparar? La respuesta incontestablemente,
debe ser la siguiente: elegir en uno o más medios sociales diferentes, dos o más fenómenos que a
primera vista parecen presentar ciertas analogías entre sí, describirlos, constatar las similitudes
y las diferencias y explicarlas en la medida de lo posible. Es necesario, por tanto, que existan dos
condiciones para que históricamente hablando haya comparación: una cierta similitud entre los hechos
observados y una cierta diferencia entre los medios o los tiempos en que ambos han tenido lugar.
(37)
Así, la comparación se puede entablar entre localidades, regiones, naciones y áreas transnacionales
en un determinado periodo histórico, u optar por seleccionar etapas cronológicas distintas en el
desarrollo de una misma región, nación, etc. En tal sentido, uno de los principales riesgos que
entraña la historia comparada es que dichas unidades sean tan disímiles que se llegue a cuestionar
el motivo de la comparación. Al respecto, el profesor español Ignacio Olabárri, en su artículo “Qué
historia comparada”, señaló cómo “en todo caso, la comparabilidad no es una cualidad inherente a un
conjunto determinado de objetos, sino una cualidad que les confiere la perspectiva del historiador”
(53). Asimismo, en su opinión, desde el siglo XIX se han cultivado cuatro formas predominantes de
historia comparada:
En primer lugar como una técnica útil en todos los momentos de la investigación, desde la elección
de la problemática hasta la composición del trabajo […]; en segundo lugar, como un género específico
[…], en el que se comparan dos o más sociedades, con el fin de […] obtener explicaciones […] y
análisis de los fenómenos en cuestión; en tercer lugar, se encuentra una variante del tema anterior
[…], nacida de la ambición por comparar procesos o instituciones en un ámbito mundial […]; por
último, está la aproximación comparativa entendida como uno de los más eficaces medios de escribir
historia universal. (55-56)
En una de las variantes anteriores se inscribe, precisamente, la denominada “historia atlántica”, la
cual ha tenido un importante desarrollo en las últimas décadas, en particular en el marco de la
historiografía estadounidense. Estos estudios se encaminan a explicar las profundas interconexiones
que se establecieron entre Europa, África y América, a raíz de la llegada de Colón al “Nuevo Mundo”
en el siglo XV. Algunos autores, por ejemplo, Kenneth J. Andrien en el artículo “The Spanish
Atlantic System”, comparan las profundas transformaciones socioeconómicas, políticas y culturales
que generó este nuevo orden colonial en distintos espacios geográficos, y valoran así una serie de
procesos y fenómenos (por ejemplo, la conformación de las familias y la trata de esclavos).
De igual modo, este texto se inscribe en los estudios históricos sobre las familias que, enmarcados
en el campo de la historia social, se han nutrido de elementos elaborados por otras disciplinas
tales como la sociología, la antropología, la psicología, el derecho y la demografía. En el siglo
XX, la Escuela de los Annales brindó un notable impulso a estas investigaciones. De ahí que Martine
Segalen, en su libro Antropología histórica de la familia, subraye la importancia de la reflexión
histórica para “reconsiderar nuestros conocimientos y nuestras teorías sobre la familia como hecho
universal, pero con arreglos muy diversos según las sociedades” (21).
Entre las temáticas más abordadas por la historia de la familia se encuentra el estudio de la
sexualidad. En este ámbito, los historiadores suelen partir de los presupuestos del ya clásico libro
de Michel Foucault, Historia de la sexualidad. En este, Foucault se interrogó: “¿Por qué y en qué
forma se constituyó la actividad sexual como dominio moral?” (10). Con tal fin consagró un gran
número de páginas al análisis de la proliferación de los discursos sobre el sexo que se produjo a
partir de la segunda mitad del siglo XVIII.
Estos materiales, en la medida en que estaban diseñados para ser aprendidos y puestos en práctica,
tenían como función permitir a los individuos interrogarse sobre su propia conducta y velar por
ella. Todo esto llevó a Foucault a reflexionar en torno a la capacidad del poder para conducir las
conductas de los individuos, dado que establece las estructuras sociales de la producción de la
subjetividad humana.
El dominio que analizo está constituido por textos que pretenden dar reglas, opiniones, consejos
para comportarse como se debe: textos “prácticos”, que […] están hechos para ser leídos, aprendidos,
meditados, utilizados, puestos a prueba y que buscan constituir finalmente la armazón de la conducta
diaria. Estos textos tienen como función ser operadores que permiten a los individuos interrogarse
sobre su propia conducta, velar por ella […] y darse forma a sí mismos como sujetos éticos.
(15)
Estos textos normativos son, precisamente, el principal objeto de investigación de la historiadora
española María José de la Pascua en Mujeres solas: historias de amor y de abandono en el mundo
hispánico. En esta obra, Pascua prueba que la relación entre códigos y prácticas sociales no resultó
directa ni simple durante el siglo XVIII, pues a su juicio las normas:
No son el fruto del consenso, sino que se imponen lentamente merced a los instrumentos de los que
disponen los poderes públicos, siendo muchas veces su victoria, una victoria pírrica, dado que los
comportamientos que se pretendían hacer desaparecer pueden quedar agazapados y seguir vigentes en
otros espacios. (35)
La investigación de estas temáticas no puede realizarse al margen de las aportaciones hechas por los
estudios de género. Los antecedentes del uso de la categoría “género” como herramienta analítica se
encuentran en la obra de Simone de Beauvoir, El segundo sexo. En esta obra, Beauvoir desarrolló su
célebre teoría según la cual la feminidad constituía el fruto de un complejo proceso individual y
social. Al afirmar que una no nacía sino se hacía mujer, rechazaba de plano la idea de que el
comportamiento femenino derivara “naturalmente” del sexo biológico. Asimismo, Beauvoir denunciaba la
forma en la que las mujeres, a lo largo de la historia, se habían visto supeditadas al hombre y
privadas de un proyecto de vida propio.
El texto de la antropóloga Gayle Rubin, “El tráfico de mujeres: notas sobre la economía política del
sexo”, marcó un hito en la comprensión del significado de esta categoría en el marco de las ciencias
sociales, a mediados de la década de los setenta del siglo pasado. El mérito de Rubin radicó en
proponer una nueva manera de analizar la opresión histórica de las mujeres con lo que denominó “el
sistema sexo-género”. El sistema sexo-género, a su modo de ver, era “el conjunto de disposiciones
por el cual la materia prima biológica del sexo y de la procreación humanas son conformadas por la
intervención humana y social y satisfechas en una forma convencional” (44). Esta definición, en su
opinión, resultaba más adecuada que el término patriarcado que, como “una forma específica de
dominación masculina debía aplicarse a las organizaciones sociales de la sexualidad, cuyo eje era la
figura del padre” (47)
Por otra parte, la historiadora estadounidense Joan Scott, en su artículo “El género: una categoría
útil para el análisis histórico”, consideró que el género, en cuanto elemento constitutivo de las
relaciones sociales basadas en las diferencias percibidas entre los sexos, comprendía tres aspectos
interrelacionados: símbolos culturales (Eva y María, por ejemplo, como símbolos de las mujeres en la
tradición cristiana occidental), discursos normativos e identidades. Para Scott, la articulación de
estos tres aspectos permitía considerar el género el campo primario de las transacciones sociales de
poder.
Todos estos elementos los analiza la historia de las mujeres, tal como lo señala Michelle Perrot en
Mi historia de las mujeres. Según Perrot, los objetos de estudio de esta forma de hacer historia
comprenden desde la construcción sociocultural de los cuerpos femeninos hasta sus roles en los
espacios privados y públicos. De ese modo, la autora insiste en que, a fin de comprender las
relaciones familiares y sociales, es necesario estudiar las relaciones entre los sexos, por lo cual
la historia de las mujeres también integra a la masculinidad.
En el caso de Hispanoamérica, en las últimas décadas se han realizado un conjunto de valiosos
trabajos centrados en el ámbito familiar y en las experiencias de vida femeninas. Entre estos vale
la pena resaltar Sexualidad y matrimonio en la América hispánica, Siglos XVI-XVIII, editado por
Asunción Lavrin; Familia y vida privada en la historia de Iberoamérica, compilado por Pilar Gonzalbo
Aizpuru y Cecilia Rabell; La familia en Iberoamérica (1550-1980), coordinado por Pablo Rodríguez y
Vidas públicas, secretos privados. Género, honor, sexualidad e ilegitimidad en la Hispanoamérica
colonial de Ann Twinam.
Con relación a Cartagena de Indias y La Habana existen también estudios significativos referidos a
las historias de las familias y de las mujeres. Para la primera de estas ciudades se destaca la obra
Sentimientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada. Siglo XVIII del historiador Pablo
Rodríguez, profesor de la Universidad Nacional de Colombia. En este texto, Rodríguez compara la
estructura de los hogares en cuatro ciudades neogranadinas: Cartagena de Indias, Tunja, Medellín y
Cali. A partir de la consulta de los padrones de población de estas urbes de 1777, Rodríguez
confirma la coexistencia en estas de familias nucleares, integradas por parejas con sus hijos
solteros o madres solas con sus niños y extensas, compuestas por una gran variedad de residentes que
de algún modo estaban relacionados entre sí.
Por su parte, en Cuba, aunque las investigaciones sobre estas temáticas se refieren, en su mayoría,
a toda la Isla, La Habana ocupa en estas un lugar protagónico. Este es el caso de Verena Stolke,
quien en Racismo y sexualidad en la Cuba colonial analiza un conjunto de expedientes de disensos
matrimoniales con el objetivo de comprender las relaciones sociales a través de métodos y técnicas
provenientes de la antropología aplicados a fuentes eminentemente históricas. En este trabajo Stolke
describe de qué forma la estructura familiar y las relaciones de parentesco se basaban en el control
estricto de la libertad sexual de las mujeres.
Este libro pretende hacer una contribución a estas investigaciones al plantear la siguiente
pregunta-problema: ¿De qué manera la legislación del despotismo ilustrado reforzó la normatividad
que regía la vida familiar y qué situaciones de conflictos y transgresiones generó en Cartagena de
Indias y La Habana entre 1759 y 1808? De igual modo, se trazó los siguientes objetivos:
• Examinar la legislación y los discursos normativos del despotismo ilustrado sobre la vida familiar
y de las mujeres.
• Explicar las características de la vida familiar y del control social que se ejercía sobre los
comportamientos de las mujeres en Cartagena de Indias y La Habana entre 1759 y 1808.
• Valorar el rol protagónico que asumieron las mujeres ante las situaciones de conflictos y
transgresiones en el periodo que se estudia, a través de los casos localizados en las fuentes
documentales.
En esta investigación se empleó el método de la crítica histórica de fuentes. De esta manera, se
partió de recopilar la información que existe en las fuentes consultadas para analizar los
fenómenos, en conformidad con el tiempo histórico en el que se produjeron. También se utilizaron
técnicas vinculadas a las investigaciones de la historia comparada y de la historia de las mujeres.
Asimismo, se llevó a cabo una pormenorizada labor de localización de fuentes documentales y
bibliográficas. Entre las fuentes documentales se deben destacar la “Real Cédula sobre gracias al
sacar”, localizada en el Archivo Histórico Cipriano Rodríguez Santa María y los padrones de
población de la provincia de Cartagena de Indias de 1777 y de la Isla de Cuba de 1778, que se hallan
en el Archivo General de la Nación en Colombia y en el Archivo General de Indias, respectivamente.
En el caso del Archivo General de Indias, también se examinaron nueve expedientes de solicitud de
legitimación, entre 1759 y 1808, dos procedentes de Cartagena y siete de La Habana. Adicionalmente,
con relación a la urbe cartagenera, se logró reunir un total de treinta y siete expedientes de
violación, adulterio, sevicia y divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem en el Archivo General
de la Nación 2, mientras para La Habana se recopilaron treinta y uno en
el Archivo Nacional de Cuba, distribuidos en distintos fondos 3
Es necesario señalar que el trabajo con este tipo de fuentes reviste para el investigador una serie
de retos. Por una parte, la documentación se encuentra dispersa tanto en archivos españoles y
colombianos como cubanos; por otra, muchos de estos expedientes están truncos o algunos de sus
fragmentos resultan ilegibles. De este modo, las ideas que el lector encontrará en esta
investigación se basan en los documentos que se lograron reunir, las cuales pueden ser ratificadas o
variar de aparecer nuevas fuentes.
Ahora bien, debe subrayarse que el valor fundamental de estos folios judiciales radica en que, a
través de las declaraciones de los litigantes, los testigos, los abogados y los jueces pueden
estudiarse las características de la normatividad que regía la vida familiar y la importancia que
tuvo la defensa de la unión conyugal para la preservación del orden social. Asimismo, este tipo de
expedientes permiten al investigador examinar los valores de una época determinada, su aprehensión y
transgresión por parte de personas de diversos grupos sociales que acudían ante los
tribunales.
Esta investigación se nutrió también de una amplia variedad de fuentes bibliográficas, entre las
cuales cabe resaltar una rica colección de textos de carácter jurídico que normaban la vida social,
familiar y de las mujeres. Entre estos se destaca un conjunto de obras tanto de derecho canónico
como civil. Con relación al primero, fueron fundamentales los textos de los presbíteros Pedro
Golmayo, Instituciones del derecho canónico, y de Francisco Gómez Salazar, Lecciones de disciplina
eclesiástica y suplemento al tratado teórico-práctico de procedimiento eclesiástico. Respecto al
segundo, se logró reunir un grupo amplio de códigos que abarcaron desde Las Siete Partidas, Las
Ochenta y Tres Leyes de Toro, Los códigos españoles concordados y anotados y la Recopilación de
Leyes de Indias.
El libro se estructura en tres capítulos con sus respectivos epígrafes. En el primero se examina la
legislación del despotismo ilustrado sobre la vida familiar, de la que se destaca la importancia que
tenía el matrimonio para la preservación del orden social. De igual modo, se abordan los discursos
normativos que en esta época refrendaban el rol subordinado de las mujeres en las relaciones
sociales.
El segundo capítulo, por su parte, se consagra a la explicación de las características de la vida
familiar en Cartagena y en La Habana. A partir de la consulta de los padrones de población de 1777 y
1778, respectivamente, se estudian las principales diferencias y similitudes sociales entre estas
dos ciudades del Caribe hispano. Además, se evidencia el control social que existía sobre las
conductas femeninas en los distintos espacios sociales. Por último, en el tercer capítulo, mediante
el análisis de diversos expedientes judiciales de adulterio, sevicia y divorcio quoad thorum et
mutuam cohabitationem, se valora el rol que jugaban las mujeres en este tipo de situaciones de
conflictos y transgresiones, así como los mecanismos que asumían para la defensa de sus
derechos.
Capítulo 1
Legislación y discursos normativos sobre la
vida familiar y de
las mujeres en el despotismo ilustrado.
Legislation and Normative Discourses on Family Life and Women in
Enlightened Depostism
La legislación del despotismo ilustrado de Carlos III y de Carlos IV en el plano social y familiar.
En 1700, la muerte de Carlos II, mejor conocido como “El Hechizado”, dejó al Imperio español sumido
en una grave crisis. El rey, quien no tuvo ningún hijo, nombró en su testamento como heredero a
Felipe de Borbón, duque de Anjou y nieto del monarca francés Luis XIV. Este hecho no lo aceptó el
emperador de Austria Leopoldo I, quien aspiraba a este trono para su segundo hijo, el archiduque
Carlos. Tales acontecimientos derivaron en la guerra de sucesión española, la cual estalló en 1702,
en la que Austria contó desde el inicio con el apoyo de Inglaterra y Holanda contra los Borbones de
Francia y España.
Mediante la firma de la Paz de Utrecht (1713) y Rastatt (1714), Felipe de Borbón fue reconocido como
soberano del Imperio español, pero a cambio Austria recibió de España los territorios de Milán,
Nápoles, Cerdeña y los Países Bajos del Sur (actualmente Bélgica); la Casa de Saboya se quedó con
Sicilia e Inglaterra obtuvo Gibraltar y Menorca. De igual manera, los ingleses lograron por treinta
años el derecho de introducir esclavos africanos en las colonias de España en América. A lo anterior
sumaron el permiso para enviar un barco anual con mercancías inglesas a fin de comerciar con estas
colonias (Ruiz Torres 425-435).
Así, el inicio del siglo XVIII significó un cambio en la península y en América con el arribo al
trono de una nueva dinastía. En esta centuria, cinco monarcas se sucedieron en el poder: Felipe V
(1700- 1724 y 1724-1746), Luis I (1724), Fernando VI (1746-1759), Carlos III (1759-1788) y Carlos IV
(1788-1808). Durante estos años, los Borbones implementaron un conjunto amplio de reformas
económicas, políticas y sociales con el objetivo fundamental de transformar la grave situación de
España y establecer un nuevo tipo de relaciones con sus colonias.
Como se mencionó, gran parte de estas medidas estuvieron influidas por las ideas de la Ilustración.
Ahora bien, fue durante el reinado de Carlos III que el despotismo ilustrado alcanzó su máximo
esplendor. Con relación a las colonias, el principal objetivo de las reformas fue el fortalecimiento
del control peninsular sobre sus posesiones. En el plano militar, esto se tradujo en la
modernización y la ampliación del sistema defensivo con la organización de ejércitos permanentes, la
formación de milicias y la construcción de nuevas fortificaciones. Un buen ejemplo de lo anterior lo
fue La Habana, donde a raíz de la ocupación de la ciudad por los ingleses (1762- 1763) se repararon
las fortalezas de El Morro, La Fuerza y La Punta, y se construyeron Atarés (1767), El Príncipe
(1779) y La Cabaña (1763-1774), esta última considerada una de las más importantes obras militares
del continente americano.
Desde el punto de vista político-administrativo, una de las medidas más significativas fue el
establecimiento del Virreinato del Río de la Plata (1776) y de la Capitanía General de Venezuela
(1777). Asimismo, se crearon las intendencias, encabezadas por empleados encargados de la
recaudación fiscal y de otras cuestiones administrativas, quienes respondían de forma directa a la
Corona. Entre estas se encontraban las intendencias de Cuba (1764), del Río de la Plata (1782), del
Perú (1784) y de la Nueva España (1786) (Guerra Vilaboy 86). Otro de los cambios que se produjo fue
el aumento del control de las audiencias por parte de funcionarios españoles enviados a América,
quienes, de manera gradual, sustituyeron a los criollos en estos puestos.
En el plano económico, entre una amplia variedad de reformas que se implementaron se debe mencionar
la promulgación del “libre comercio” entre los principales puertos de las colonias y de la península
en 1778. De igual forma, se estableció el monopolio del tabaco y se promovieron nuevos productos de
exportación tales como el azúcar y el cacao.
De este conjunto de medidas se debe destacar también el interés de la monarquía por restarle poder
al papado, pues si bien es cierto que en el siglo XVIII continuó la imbricación de la Iglesia y el
Estado, ahora este último impulsaría un proceso sistemático de secularización de múltiples esferas
de la vida social. Esta política se expresó en una serie de disposiciones que tuvieron una profunda
repercusión social, como, por ejemplo, en la que se decretó la expulsión de los jesuitas de los
dominios españoles. Así, por medio de la “Real Cédula para que en los Reinos de las Indias se cumpla
y observe el Decreto relativo al extrañamiento y ocupación de temporalidades de los Religiosos de la
Compañía de Jesús”, del 5 de abril de 1767, Carlos III ordenaba:
[A] los Virreyes del Perú, Nueva España y Nuevo Reino de Granada; a los Presidentes, Oidores y
Fiscales de las Audiencias de aquellos distritos y del de Filipinas; a los Gobernadores y Justicias
de ellos e Islas adyacentes, y […] encargo a los muy Reverendos Arzobispos […], Obispos de las
santas Iglesias metropolitanas y Catedrales de las diócesis comprendidas en la demarcación de los
expresados Virreinatos y Audiencias, cumplan y ejecuten […] que se extrañen de todos mis dominios
[…] a los religiosos de la Compañía de Jesús, […], y que se ocupen todas las temporalidades de la
Compañía […]; y para su ejecución uniforme en todos ellos os doy plena y privativa autoridad, y para
que forméis las instrucciones y órdenes necesarias, según lo tenéis entendido y estimaréis para el
más efectivo, pronto y tranquilo cumplimiento. (3-6)
En virtud de lo anterior, más de dos mil jesuitas se vieron obligados a partir de Hispanoamérica.
Entre ellos se encontraban muchos criollos, miembros de las oligarquías locales. Adicionalmente, las
ricas y enormes posesiones de la orden fueron confiscadas por la Corona. Debe señalarse que solo en
Paraguay las misiones de los jesuitas controlaban a más de noventa y seis mil indígenas y dominaban
prácticamente toda la producción agropecuaria y el comercio de la región (Brading 95).
A ese hecho se sumaron otras resoluciones, encaminadas a regular la participación eclesiástica en
distintos asuntos. Entre las más significativas se encuentra la promulgación de la “Pragmática
sanción en que Su Majestad establece lo conveniente para que los hijos de familias, con arreglo a
las leyes del Reino, pidan el consejo y consentimiento paterno antes de celebrar esponsales”, del 23
de marzo de 1776, en la que el Estado refrendó su derecho a legislar en dicha materia, en razón a su
importancia para el control social.
Que siendo propio de mi Real autoridad contener con saludables providencias los desórdenes, que se
introducen con el transcurso del tiempo, […]; y habiendo llegado a ser tan frecuente el abuso de
contraer matrimonios desiguales los hijos de familias, […], de que, con otros gravísimos daños y
ofensas a Dios, resultan la turbación del buen orden del Estado, y continuadas discordias, y
perjuicios de las familias, contra la intención y piadoso espíritu de la Iglesia, que aunque no
anula […] semejantes matrimonios, siempre los ha detestado […], como opuestos al honor, respeto y
obediencia que deben los hijos prestar a sus padres en materia de tanta gravedad e importancia.
(2)
Para la Corona esta medida resultaba esencial en el propósito de la defensa y la preservación de las
jerarquías sociales. Debe señalarse que, hasta fines del siglo XVIII, el control de los matrimonios
dependía de la jurisdicción de la Iglesia. En este sentido, a la hora de realizar un enlace, muchos
sacerdotes solían pasar por alto las diferencias raciales y de clase social.
Y no habiéndose podido evitar hasta ahora este frecuente desorden, por no hallarse específicamente
declaradas las penas civiles en que incurren los contraventores, he mandado examinar esta materia
con la reflexión y madurez que exige su importancia, […] con particular encargo, de que dejando
ilesas las […] disposiciones canónicas en cuanto al Sacramento del Matrimonio para su valor […] y
efectos espirituales, me propusiese el remedio más conveniente, justo y conforme a mi autoridad Real
en orden al contrato civil y efectos temporales, que evite las desgraciadas consecuencias que
resultan de estos abusos. (2-3) Con esa finalidad, la Pragmática estableció que los hijos e hijas
menores de veinticinco años debían obtener el consentimiento del padre para celebrar los esponsales.
Si el padre había fallecido, la madre tenía la prerrogativa de dar su aprobación, y en ausencia de
ambos progenitores las autorizaciones las podían conceder tanto los abuelos paternos como maternos,
los cuales también, en caso de muerte, eran sustituidos por los dos parientes más cercanos a los
pretendientes. Con respecto a los peninsulares que vivían en América, pero cuyos padres, familiares
o tutores se encontrasen en España o en otros lugares distantes, se admitía que pudieran suplir la
anuencia paterna con la licencia judicial.
De igual modo, en el texto se enfatizó en que a fin de “atajar estos matrimonios desiguales, y
evitar los perjuicios del Estado y familias […], los Ordinarios eclesiásticos, sus Provisores y
Vicarios” (8), tenían que cumplir estrictamente con lo dispuesto en el Concilio de Trento4 sobre las
amonestaciones, “siguiendo el espíritu de la Iglesia, que siempre detestó y prohibió los matrimonios
celebrados sin noticia, o con positiva y justa repugnancia, o racional disenso de los padres” (7).
Así, se advertía a los sacerdotes que antes de la celebración de las ceremonias de matrimonio no
podían, en ningún caso, dejar de anunciar en misa durante tres domingos consecutivos los nombres de
los novios. Con eso, se oficializaba el compromiso ante la comunidad y se podía descubrir cualquier
obstáculo que impidiese la unión. Adicionalmente, se reglamentaron las penas que se impondrían, a
partir de entonces, a quienes desobedecieran lo allí dispuesto:
Si llegase a celebrarse el matrimonio sin el referido consentimiento o consejo, por este mero hecho,
así los que lo contrajeren, como los hijos y descendientes que provinieren del tal matrimonio,
quedan inhábiles y privados de todos los efectos civiles, como son el derecho […] de suceder como
herederos […] en los bienes [...] que pudieran corresponderles por herencia de sus padres o abuelos,
a cuyo respeto y obediencia faltaron. 4
En el caso en el que los novios no se resignasen a la negativa de sus padres o familiares a la
realización de su boda, la Pragmática instituyó que cualquier recurso tenía que presentarse en
primera instancia, ante “la Justicia Real ordinaria, el cual se haya de […] resolver en el preciso
término de ocho días” (5), y en segunda, ante la “Audiencia del respectivo territorio” (5). De esta
manera, el Estado dejaba en claro que todos los juicios de disensos matrimoniales los debían dirimir
las autoridades civiles y no los tribunales eclesiásticos.
Al ser extendida esta disposición a los territorios de Ultramar, a partir de la publicación de la
“Real Cédula del 7 de abril de 1778”, las audiencias fueron autorizadas para sistematizar su
aplicación de acuerdo con las circunstancias regionales, sin que eso redundara en una alteración de
su esencia. En América, como lo expresó el Reglamento que el Ilustrísimo Sr. D. D. Santiago Joseph
de Hechavarría, Obispo de Cuba ha formado para los Ministros de su Curia y párrocos de su diócesis
con motivo de la Pragmática, Real Cédula de S. M. e instrucción de la Real Audiencia del distrito
sobre matrimonios, los “negros, mulatos, coyotes5 e individuos de razas
y castas semejantes tenidos públicamente por tales” (10) quedaron eximidos de cumplir lo antes
prescrito, con la excepción de “los Oficiales de Milicias, o de aquellos que se distingan por su
reputación, buenas operaciones y servicios” (11).
No obstante, los alcances de la Pragmática fueron ampliados, durante el reinado de Carlos IV, con
dos nuevas órdenes. La primera de ellas fue la “Real Cédula del 15 de octubre de 1805”, por la cual
se dispuso que los mayores de veinticinco años, pertenecientes a las familias de “conocida nobleza”
y “notoria limpieza de sangre”, que intentasen contraer nupcias con “mulatos, negros y demás castas
semejantes”, tenían que acudir a los virreyes y presidentes de las audiencias para solicitar su
permiso (99). La segunda fue el “Auto Acordado del 22 de mayo de 1806”, por el cual se estableció
que los eclesiásticos debían participar a los padres o parientes de los mayores de veinticinco años
de familias distinguidas sus intenciones de contraer nupcias con personas desiguales, a fin de que
ellos pudiesen establecer los recursos que considerasen convenientes ante los virreyes y presidentes
de las audiencias (99-99v).
Sin embargo, si bien en teoría, tanto la “Real Cédula del 15 de octubre de 1805” como el “Auto
Acordado del 22 de mayo de 1806” se configuraron con la finalidad de impedir que los miembros de las
familias de “conocida nobleza” y “notoria limpieza de sangre” se casaran con “gentes de color”, en
realidad estos principios se aplicaron también al resto de la población, de modo que se prohibieron
los matrimonios interraciales. De hecho, la Pragmática constituyó una de las piedras angulares de la
política de control social del Estado ilustrado español al sancionarse la igualdad social y racial
para la realización de los matrimonios.
De esta manera, la legislación reafirmaba la estructura clasistaestamental de las sociedades
hispanoamericanas. Eso, junto con otros mecanismos de compulsión social, como, por ejemplo, la
religión y las normas de conducta, creaban fronteras de difícil superación entre el estamento
superior, integrado por las personas conceptuadas como blancas y los otros estamentos que abarcaban
desde las poblaciones indígenas hasta los mestizos y negros. Estos estamentos no siempre se
identificaban con una determinada clase social.
Las oligarquías las componían los altos cargos de la administración real, las dignidades
eclesiásticas y militares, los propietarios de minas, los terratenientes, los grandes comerciantes,
etc. Por debajo de ella, se encontraban las amplias capas medias urbanas y rurales, constituidas,
entre otros, por burócratas y oficiales del ejército colonial, profesionales, productores medios y
administradores. La base de esta pirámide era una extensa masa de trabajadores libres y
esclavos.
Ahora bien, eso no presuponía que no existiesen determinados mecanismos para la movilidad social y
racial. Estas fórmulas fueron reguladas también por los Borbones, tal como lo evidenció la
publicación de la “Real Cédula sobre gracias al sacar”, del 10 de febrero de 1795. En esta, el rey
Carlos IV fijó un arancel que elevaba los precios para las solicitudes de legitimaciones que se
podían presentar ante el Consejo de Indias:
Por cuanto habiéndome consultado mi Consejo de Cámara de Indias […] y hecho presente que los
servicios pecuniarios que por gracias de esta clase se imponían a los que las obtenían, no guardaban
proporción con la importancia de ellas tuve por conveniente prevenir al mismo Tribunal tratase de
arreglar la cantidad que en adelante debería satisfacerse por las indicadas gracias llamadas al
sacar que fueran de otro valor, según corresponde a su naturaleza y circunstancia. (27-27v)
En estos procesos los interesados debían explicar, a través de las declaraciones de distintos
testigos, las circunstancias en las que habían nacido y en las que transcurría su vida, así como
ejemplificar la discriminación de la que eran objeto por su condición de hijos ilegítimos. Un
aspecto llamativo de la disposición es que contemplaba la posibilidad de que los descendientes
ilegítimos de los militares y de los sacerdotes también empleasen este recurso a fin de tener la
posibilidad de heredar a sus padres. Para todos los casos, la Real Cédula fijó las siguientes
tasas:
Por la legitimación a un hijo para heredar o hija que sus padres le hubieron, siendo ambos solteros,
se servirá con 4000 [reales]. Por las legitimaciones extraordinarias para heredar y gozar de la
nobleza de sus padres a hijos de caballeros profesos de las órdenes militares, y casados, y otros de
clérigos deberán servir unos y otros con 24 200 reales6.
Por las otras legitimaciones de la misma clase de las anteriores a hijos habidos en mujeres solteras
siendo sus padres casados con 19 800 [reales]. (30v-31)
De igual modo, la Cédula establecía las sumas de dinero que debían pagar las personas “de color”
para estar en capacidad de solicitar su condición legal de blancos, mediante expedientes remitidos
al Consejo de Indias en los que apareciesen un conjunto de testimonios sobre sus historias
personales. En este sentido, se determinaba que “por la dispensación de la calidad de pardo deberá
hacerse el servicio de 500 [reales] e ídem de la calidad de quinterón7 ,
se deberá servir con 800 [reales]” (32v-33).
Otro aspecto importante de esta “Real Cédula sobre gracias al sacar” fue lo concerniente al alza de
las tarifas que debían pagar las mujeres viudas para poder solicitar la tutoría de sus hijos. Estas
tasas se fijaron en un mínimo de 2200 reales, que podían incrementarse en dependencia con las
fortunas de quienes realizaran las peticiones. Al respecto se señalaba:
Por la dispensación a una mujer de la edad que le falte de los veinticinco años que debe tener para
ser tutora […] de los hijos que le quedaron de su difunto marido deberá servir por cada año con 2200
[reales].
Por la licencia a una mujer para que sin embargo de pasar a segundas nupcias pueda continuar en la
tutela del hijo o hijos que le quedaron del primer matrimonio, 6600 [reales]. Pero estas cuotas se
deben aumentar según las calidades de personas o bienes. (28v-29)
Con relación a esta última cuestión se debe señalar que la “Real Cédula sobre gracias al sacar” de
1795 se unía a un conjunto de disposiciones legales escritas por y en función de los hombres que
legitimaban su preponderancia en las relaciones familiares y sociales. En este sentido, en el siglo
XVIII hispanoamericano la vida de las mujeres estaba regulada, fundamentalmente, por el derecho
peninsular, pues en el derecho indiano —cuerpo legal desarrollado para las colonias españolas de
América— se recogían muy pocas disposiciones sobre este particular.
Así, la situación jurídica de las mujeres en pleno siglo de las “luces” estaba definida, en buena
medida, por Las Siete Partidas, código elaborado en el siglo XIII bajo el reinado de Alfonso X, “El
Sabio”, así como por Las Ochenta y Tres Leyes de Toro, promulgadas en esa ciudad española en 1505.
En Las Siete Partidas quedó estipulado que los hombres eran los únicos que podían ejercer la patria
potestad (62). Precisamente, esa prerrogativa permitía a los padres controlar las conductas de sus
hijos mediante la imposición de castigos “adecuados” y distintas acciones legales. Por otra parte,
Las Siete Partidas señalaban cómo a la madre que “sufre con los hijos mayores trabajos que el padre”
(10-11) correspondían las obligaciones consustanciales a la crianza. Los legisladores, en
particular, la responsabilizaban con el bienestar de las criaturas hasta que cumplían los tres años
de edad (73).
Vale subrayar que ni siquiera las madres solteras ostentaban la patria potestad, aun cuando se
precisaba que los padres estaban también desprovistos de ella, porque “los hijos naturales,
incestuosos o tenidos de parientes hasta el cuarto grado, de cuñadas o mujeres religiosas, no son
dignos de ser llamados hijos” (63). No obstante, habida cuenta de que no se les reconocía derecho
alguno, algunas mujeres se encargaban de la manutención e instrucción de los hijos ilegítimos, a los
que podían legar sus bienes, siempre que no fuesen nobles, “ni hubiesen consagrado sus vidas al
servicio de Dios” (296).
De este modo, las mujeres únicamente podían ser tutoras de sus hijos si sus esposos morían y ellas
habían cumplido los veinticinco años de edad. En los casos en que fuesen más jóvenes tenían que
pagar anualmente para obtener la licencia judicial. De igual forma, aquellas viudas que decidían
volver a casarse y deseaban mantener la tutela de sus hijos debían realizar estos pagos. Con
relación a las viudas, Las Siete Partidas puntualizaban, además, que si contraían nuevas nupcias
antes de cumplirse el año de muerto su esposo8 perdían todo lo que este
“le hubiese dejado en el testamento, lo cual pasará a los hijos de él, y si no los hubiese a los
parientes que hayan de heredarle” (53-54).
Asimismo, en esta legislación se señalaba que solo los hombres podían adoptar niños, con la
excepción de las madres que hubiesen perdido un hijo en una guerra al servicio de la Corona.
Únicamente en esas circunstancias las mujeres tenían permiso para solicitar al rey “su autorización
para prohijar” (60).
Por su parte, en Las Ochenta y Tres Leyes de Toro quedó establecido que el marido era el
representante legal de su mujer durante el matrimonio. De esta manera, ella no tenía “personalidad
propia para comparecer en juicio” (452), efectuar ningún tipo de contrato ni aceptar o rechazar una
herencia que le fuera legada en un testamento sin su previa autorización. Sin embargo, se establecía
que la esposa podía acudir a un juez para que exigiese a su consorte la concesión de esta licencia
y, si “compelido no se la diere, que el juez entonces se la otorgue” (455). Además, una mujer no
necesitaba permiso para “responder en causa criminal” (455), ni para entablar litigios contra su
esposo, con la finalidad de obligarlo a contribuir al sostenimiento familiar, castigarlo por la
sevicia y el adulterio de que era víctima u obtener el divorcio quoad thorum et mutuam
cohabitationem.
Esta legislación ofrecía, igualmente, cierta protección a los bienes de la mujer contra los abusos
del marido, al especificar que “ella no podía servirle de fiadora” (461), así como tampoco estaba
obligada “a pagar las deudas que él contrajera durante el matrimonio” (458). Respecto a este último
punto se aclaraba que las mujeres, a diferencia de los hombres, estaban eximidas de ser detenidas
por las autoridades a causa de sus débitos, salvo que estos derivasen de “algún acto ilegal”
(470).
Los discursos normativos sobre la vida familiar y de las mujeres en la época del despotismo ilustrado.
Durante el siglo XVIII proliferaron una amplia variedad de discursos normativos acerca de la
familia. Tanto para la Iglesia como para el Estado el ámbito familiar se encontraba en el centro de
sus preocupaciones sociales y morales. El hogar constituía el espacio por excelencia donde se
enseñaba al individuo, desde la infancia, los roles que cultural y socialmente le estaban asignados.
A través de la conjugación de distintas doctrinas religiosas, educativas, científicas y políticas se
inculcaban los valores imprescindibles para la forja de las conductas “virtuosas”.
La condena del placer carnal y la vinculación de este con Satanás constituía uno de los elementos
centrales del discurso eclesiástico. De esta manera, el ejercicio de cualquier tipo de sexualidad,
ajeno al austero modelo cristiano cuyo objetivo esencial era la reproducción de la familia, se
vinculó al mundo del mal y la herejía. La pastoral cristiana trazó con su prédica la línea divisoria
entre las conductas lícitas e ilícitas. A la lujuria, el vicio y la impudicia se oponían el recato,
la vergüenza y el pudor. A través de los sermones, las lecturas de vidas de santos y las oraciones
se explicaban e interiorizaban tales dogmas. Las disidencias en esta materia significaban una
peligrosa subversión del orden social, por ende, sobre los transgresores debía ejercerse una
estrecha vigilancia.
En la consecución de tales fines jugaban un rol determinante la confesión y la penitencia. Sucede
que el confesor, con su interrogatorio, se convertía en el confidente de los secretos más íntimos de
sus fieles. De rodillas, con las manos entrelazadas, sin sombrero o con el velo bajo si se trataba
de una dama, el penitente enumeraba la lista de sus faltas. Entre estas no podía soslayar las
relativas a las “tentaciones de la carne”. Mostrando un “sincero arrepentimiento”, revelaba en
detalle todos sus deseos, delectaciones, pensamientos y sueños eróticos.
El sacerdote cumplía así la función de guía de las relaciones sentimentales y sexuales que, acorde
con los axiomas católicos, hallaba su legítima expresión en el matrimonio y consecuentemente en la
familia. Su figura se deslizaba cual una sombra tras las puertas de la alcoba conyugal para
prescribir, incluso, los momentos en que resultaba inadecuado mantener relaciones sexuales. Ciertas
fechas del calendario, como, por ejemplo, los días de ayuno, los periodos menstruales, o los de
embarazo y lactancia, imponían una estricta continencia (Flandrin 162).
El filósofo Michel Foucault, en Historia de la sexualidad, se detuvo justamente en el análisis de la
difusión de los discursos sobre el sexo que se produjo a partir del siglo XVIII y tuvo como centro
las relaciones matrimoniales. Su interés esencial era demostrar el modo en que los individuos, de
manera cotidiana, reproducían las relaciones de poder.
Tales discursos sobre el sexo no se multiplicaron fuera del poder o contra él, sino en el lugar
mismo donde se ejercía y como medio de su ejercicio; en todas partes fueron preparadas incitaciones
a hablar, en todas partes, dispositivos para escuchar y registrar, en todas partes, procedimientos
para observar, interrogar y formular. […] Desde el imperativo singular que a cada cual impuso
transformar su sexualidad en un permanente discurso hasta los mecanismos múltiples que, en el orden
[…] de la justicia, incitaron e institucionalizaron el discurso del sexo, la sociedad requirió y
organizó una inmensa prolijidad. (27)
Un buen ejemplo de estos textos es La familia regulada con doctrina de la Sagrada Escritura, escrito
en 1715 por fray Antonio Arbiol9 . Esta obra resultó muy conocida en
Hispanoamérica, ya que durante todo el siglo XVIII fue reeditada al menos veinte veces por las
principales imprentas de la época, lo que brinda una idea de su difusión (Fernández 6). En este
libro Arbiol predicaba los principios morales que debían regir la vida familiar y, en especial, de
las mujeres. A su juicio, solo una dama dócil, bondadosa y frágil, consagrada a la familia, al
matrimonio y a la maternidad, lograba hacer del hogar un tibio remanso. De hecho, para Arbiol las
características biológicas de las mujeres determinaban el rol que debían desempeñar en la sociedad,
por lo cual legitimaba el sometimiento al varón en todos los ámbitos. Incluso, llegó a definir el
lugar ocupado por las mujeres en el matrimonio con esta ilustrativa metáfora:
La Cabeza mística del Varón es Cristo Señor Nuestro, y la cabeza de la mujer es el Varón su marido,
y dice el Apóstol: el Varón es imagen, y la gloria de Dios; y la mujer es la gloria de su Varón,
según lo dice, y explica el mismo San Pablo. Porque el Varón no se formó de la mujer, sino la mujer
se formó del Varón. […]. Toda esta doctrina católica es del Apóstol. Por eso no se ha de permitir a
la mujer, mande más que su marido, ni siquiera dominarlo en todo, sino que debe obedecer y callar.
(68)
En consonancia con lo anterior, Arbiol, así como otros escritores moralistas de la época, dotaron de
un amplio significado simbólico al cuerpo, y en especial a la cabeza. Según la lógica de ese
discurso, el respeto se comunicaba mediante cierto lenguaje corporal, asociado con la cabeza. Por
eso, Arbiol insistía en que a las mujeres decentes se les debía enseñar a mantener su rostro serio y
los ojos bajos, en señal de inocencia y castidad:
Si tienes hijas, dice el espíritu Santo, enséñales el temor santo de Dios, y guarda sus cuerpos, no
sea que te afrenten y te confundan. No les muestres alegría de rostro, sino severidad benigna, para
que no se críen libertinas, sino modestas y muy atentas. Antes les enseñarás a orar que a reír y que
guarden modestia en sus ojos, para mirar con encogimiento y rubor, porque la muerte del alma entra
por los ojos del cuerpo. (487-488)
De igual modo, Arbiol no dejaba de reconocer que las mujeres desempeñaban una tarea esencial en la
transmisión de valores, en el seno de la familia y de la comunidad. Razón por la cual resultaba
vital lograr que las madres educasen a sus hijas en rígidos principios morales:
La virtud más necesaria en la doncella, es la modestia; y conviene que, por extremada a todos sea
notoria, según la doctrina del Apóstol San Pablo. [...] Esto han de predicar las buenas madres a sus
hijas. […] Las malas madres acostumbran ser las más culpadas en la perdición de las hijas, porque no
las enseñan a llorar, sino a reír […], y después hallan el merecido de su mala crianza. Mejor es con
las hijas la severidad, que la risa, según la sentencia de Salomón, porque con la tristeza del
rostro, se corrige el ánimo delincuente. (493-495)
De igual forma, Arbiol postulaba a la Virgen María como el ideal de una vida respetuosa de las leyes
de Dios y la encarnación de las cualidades predicadas por las Sagradas Escrituras. Sus virtudes se
citaban como un ejemplo a seguir. Así, el más fervoroso homenaje que una mujer podía rendir a la
Virgen era el cumplimiento de sus labores. Estas abarcaban desde la crianza y educación de los
niños, el cuidado de ancianos y enfermos, hasta la realización de las faenas de cocina, costura y
lavado.
En opinión de Arbiol, solo la maternidad de la Virgen María había logrado borrar la mancha del
pecado original de Eva. Para la comprensión de su discurso al respecto, resulta importante detenerse
en la dualidad que tradicionalmente le ha otorgado la Iglesia católica a la naturaleza femenina.
Signada desde la interpretación de las páginas de la Biblia por su alianza con el demonio, la hija
de Eva corría siempre el riesgo de precipitarse en el pecado. Su misma esencia hacía entonces
imprescindible el “exorcismo de la serpiente” que llevaba por dentro, esa que la impulsaba a las
pasiones desenfrenadas. Vista entonces como un instrumento diabólico, la mujer no podía prescindir
de la guía y del control del hombre para la preservación de su honra y pureza. Acerca de esto,
señalaba Arbiol: “La maldad de la mujer se conoce en la mutación de su rostro, dice el Espíritu
Santo, y pues tienes la señal, no te descuides en lo que tanto te importa, porque la honra suya es
la tuya” (488).
Resulta interesante explicar que este tipo de argumentos, con los que se refrendaba la posición
subordinada de las mujeres en los órdenes matrimonial, familiar y social, no fueron privativos de
los discursos eclesiásticos, sino que también los más importantes exponentes de la Ilustración
postularon nociones similares. De hecho, estos presupuestos trascendieron al modelo burgués de la
familia que se impuso en el área geográfica atlántica, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII,
con la ocurrencia de varias revoluciones burguesas. Los cambios que se produjeron entonces tuvieron
como corolario la delimitación de los espacios privados y públicos.
Dichas transformaciones repercutieron de manera significativa en la división sexual del trabajo.
Así, el discurso ilustrado liberal confinó el proyecto de realización femenina al casamiento y a la
maternidad, y asignó a los hombres un papel protagónico en las actividades productivas, políticas y
culturales. Ahora bien, en la práctica tampoco se puede afirmar que existió una estricta
equivalencia entre los sexos y las esferas mencionadas. En este sentido, resulta importante
descomponer los estereotipos tradicionales y comprender que estas fronteras muchas veces fueron
fluctuantes, pues las “reinas del hogar” también circulaban por el espacio público, mientras los
hombres poseían el dominio, tácito y legal, en las relaciones familiares.
Esta cuestión la destaca la filósofa francesa Michèle Crampe-Casnabet, autora del ensayo “Las
mujeres en las obras filosóficas del siglo XVIII”, en el cual demuestra que los discursos de la
Ilustración refrendaron la inferioridad de las mujeres en la sociedad. En su investigación demuestra
cómo “el argumento formal que recorría tantos textos “ilustrados” descansaba en la idea, no
cuestionada, según la cual, si se quiere que una unión matrimonial sea indisoluble, una de las
partes debe ser superior a la otra” (354).
Precisamente, tal teoría la desarrolló una figura tan notable como Jean-Jacques Rousseau en su obra
Emilio o de la educación de 1762. El libro quinto, titulado “Sofía o la mujer”, lo consagra
íntegramente a describir a la joven llamada a unir su vida con Emilio, un huérfano formado en las
ideas ilustradas por su preceptor. En este texto, Sofía y Emilio encarnan los valores del matrimonio
“ideal”, puntal de la familia y del Estado. Para lograr este fin, Rousseau consideraba:
Toda la educación de las mujeres debe ser relativa a los hombres. Complacerles, serles útiles,
hacerse amar y honrar de ellos, educarlos de jóvenes, cuidarlos de mayores, aconsejarles,
consolarles, hacerles la vida agradable y dulce: he aquí los deberes de las mujeres en todos los
tiempos y lo que se les debe enseñar desde la infancia. (408)
En concordancia con lo anterior, Rousseau insistía en que la verdadera educación de la mujer iba
encaminada a la formación del carácter, de la voluntad y de los buenos modales. Con esta no se
perseguía dotarla de amplios conocimientos, sino transformarla en una persona capaz de educar a sus
hijos y de cimentar la armonía hogareña. Ese era el caso de Sofía, a quien desde la infancia se le
había educado exclusivamente para lograr la felicidad de su compañero.
Lo que mejor sabe Sofía y lo que con más esmero le han hecho aprender, son las tareas de su sexo,
como cortar y coser sus vestidos. No hay una obra de aguja que no sepa hacer bien y con gusto.
También se ha aplicado a todas las menudencias caseras: entiende de cocina y de repostería, sabe el
valor de los comestibles, conoce la calidad de ellos, lleva bien las cuentas y hace de mayordomo.
Destinada a ser un día madre de familia, gobernando la casa de sus padres aprende a gobernar la suya
propia. (443)
Mientras a Sofía se le destinaba al espacio privado, Emilio había sido educado para desempeñarse en
la esfera pública, a fin de que realizara el ejercicio pleno de la ciudadanía. Según Rousseau, las
mujeres carecían de “razón”, por lo cual los trabajos más apropiados para ellas eran los que no
requerían de la fuerza física ni del ejercicio del intelecto.
La investigación de las verdades abstractas y especulativas, de los principios, de los axiomas en
las ciencias, todo cuanto tiende a generalizar las ideas no es de la pertenencia de las mujeres,
cuyos estudios deben todos relacionarse con la práctica; […] en cuanto a las obras de la
inteligencia, estas las exceden; ellas no poseen la suficiente justeza y atención para lograr éxito
en las ciencias exactas. (434)
De ahí que uno de los más ilustres exponentes del siglo que proclamó las libertades de los hombres
admitía la sumisión de las mujeres: “Dándoos la mano de esposo, se ha hecho Emilio vuestra cabeza;
la Naturaleza lo quiso así” (498). Debido a eso, según Rousseau los valores esenciales de una esposa
eran la fidelidad a su marido, la modestia y la prudencia. Eso sí, no bastaba con que la mujer fuese
virtuosa, sino que también tenía que aparentarlo.
Importa […] no solamente que la mujer sea fiel, sino que sea considerada como tal por su marido, por
sus familiares, por todo el mundo; importa que sea modesta, atenta, reservada, que lleve a los ojos
de los demás, como a su propia conciencia, el testimonio de su virtud. […]. Por la misma ley de la
naturaleza […], en lo que a ellas se refiere [...], están a merced del juicio de los hombres: no
basta con que sean estimables, es necesario que sean estimadas; no les es suficiente con ser bellas,
es necesario que agraden; no les basta con que sean prudentes, es preciso que sean reconocidas como
tales; su honor no está solamente en su conducta, sino en su reputación, y no es posible que la que
consiente en pasar por infame pueda ser reconocida jamás como honesta. (404-408)
Igualmente, en el siglo XVIII, una diversidad de manuales y tratados —incluida la literatura médica—
insistieron en la fragilidad del sexo femenino y en la obligación que tenían los hombres de
protegerlas y gobernarlas, “con manos suaves pero firmes”. De ese modo, estos discursos
conceptualizaron a la mujer, desde el punto de vista fisiológico, como un ser débil, temeroso,
colérico y mentiroso. Mientras al hombre se le reputaba de valiente, eficaz y razonable, se
consideraba que la inferioridad era consustancial al temperamento femenino. Para la medicina, la
naturaleza legitimaba lo que la moral y el orden social prescribían: el esposo era el señor de su
mujer. A los ojos de los galenos, el ritmo de crecimiento de las mujeres determinaba que estas
debían casarse, idealmente, a los quince o dieciséis años. Por su parte, en los hombres la edad más
adecuada para el matrimonio se situaba entre los veinticinco y los treinta años.
El tratado de Pierre Roussel,10 Système physique et moral de la femme,
publicado en 1775, vino a convertirse en un hito de los discursos legitimadores de la imagen de la
mujer como un ser incapaz de desenvolverse fuera de los espacios privados. Las mujeres, “sedentarias
por naturaleza”, eran más frágiles que los hombres desde el punto de vista muscular. Esto
determinaba una “debilidad mental” que estimulaba su sensibilidad emocional hasta “límites
impredecibles”.
Tales ideas de la Ilustración francesa también fueron conocidas en España y en América. La reflexión
en torno a la mujer y su papel en las relaciones matrimoniales y sociales se convirtió en una
necesidad de primer orden, en tanto para el despotismo ilustrado resultaba esencial el incremento de
la jurisdicción estatal sobre la familia y las prácticas sexuales de los distintos grupos
poblacionales.
Entre los autores que abordaron este tema en España se encuentra el militar y escritor José
Cadalso11, quien en la obra epistolar Cartas marruecas, publicada de
forma póstuma en 1789, resaltaba el valor de la enseñanza de la moralidad para la formación del
carácter de las mujeres. Estas debían aprender las habilidades útiles en el gobierno de una familia
porque, “¿quién se ha de casar contigo si te empleas en […] pasatiempos? ¿Qué marido ha de tener la
que no cría a sus hijos […], la que no sabe hacerle sus camisas, cuidarle en su enfermedad, gobernar
la casa, seguirle si es menester en la guerra?” (114).
Unas razones similares las expuso Francisco Cabarrús12, una de las
figuras más influyentes de la Ilustración española y gran admirador de las ideas de Rousseau, en su
trabajo Memoria de D. Francisco Cabarrús sobre la admisión y asistencia de las mujeres en la
Sociedad Patriótica. Como su propio nombre lo indica, Cabarrús realizó esta ponencia a raíz de un
debate que se suscitó el 18 de febrero de 1786 acerca de la conveniencia de admitir mujeres en la
Real Sociedad Patriótica de Madrid, fundada en 1775. Para sustentar su negativa al respecto,
Cabarrús esgrimió lo siguiente:
¿Cómo podemos disimularnos la petulancia, los caprichos, la frivolidad y las necesarias pequeñeces
que son el elemento de este sexo? […] ¿Acaso prevalecerán contra la voz de la naturaleza, que sujetó
a las mujeres a la modestia y al pudor, o contra las relaciones inmutables de todas las sociedades
que les impusieron como una obligación civil la fidelidad a sus maridos, el cuidado de sus hijos y
una vida doméstica y retirada? […]. La exclusión dada a las mujeres en todas las deliberaciones
públicas está fundada, según se ve, en razones tomadas de su mismo sexo […]. No podemos avenirnos
entre hombres y llamamos mujeres: ¿a qué? ¿A infamar expedientes para que los tribunales
menosprecien nuestro dictamen y pierda la Sociedad el mayor influjo que tiene en la felicidad de la
nación? ¿A escribir Memorias sobre asuntos que requieren conocimientos elementales de que carecen, o
especulaciones prácticas que no les es decente adquirir? ¿Será para que sin instrucción antecedente
vengan a votar sobre algunos asuntos predilectos, y añadan al tumulto de nuestras deliberaciones, en
semejantes casos, el de una preponderancia funesta a la razón y a la libertad? (152-154)
Asimismo, Cabarrús era partidario de un modelo de sociedad en el que la familia se erigía como el
marco ideal de la felicidad. Tal dicha se sustentaba en el desenvolvimiento de la esposa dentro de
los patrones de la moralidad y del orden. De ahí que considerase, como otros ilustrados españoles,
que el fomento del matrimonio era un asunto primordial para el Estado. En su libro de 1808, Cartas
sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública,
señaló:
El interés de las costumbres, las ideas de honestidad, de decencia y los derechos sagrados de las
familias, prohíben la unión promiscua de los sexos, y deben conspirar por todos los estímulos de que
sea capaz el corazón humano, a afianzar la santidad de los matrimonios. (42) Así, este conjunto de
leyes y discursos del despotismo ilustrado vinieron a reforzar la normatividad que regía la vida de
las familias, basada en el modelo monogámico patriarcal, el cual sancionaba la despersonalización de
las mujeres en función del sujeto masculino. Todo lo anterior tuvo su expresión también en dos de
las ciudades portuarias más importantes de Hispanoamérica: Cartagena de Indias y La Habana.
Capítulo 2
La vida familiar y de las mujeres en Cartagena
de Indias y La Habana
Family Life and Women in Cartagena de Indias and Havana
Características de la sociedad y de la vida familiar en Cartagena de Indias y en La Habana
Entre 1759 y 1808, Cartagena de Indias y La Habana eran dos sociedades con múltiples diferencias,
pero también con un conjunto de características similares, en cuanto eran las principales ciudades
puertos del Caribe junto con Veracruz y Portobelo. Es necesario recordar que el florecimiento de
estas ciudades en los siglos XVI y XVII se debió, en buena medida, al sistema en virtud del cual
todo el transporte del oro y de la plata desde las colonias americanas se realizaba en dos flotas
anuales: una, la de la Nueva España, que partía desde Sevilla a Veracruz, y otra, la denominada “de
los Galeones de Tierra Firme”, que navegaba hacia Cartagena y Portobelo. Luego en La Habana se
reunían las dos a fin de emprender el viaje de regreso a Europa.
Desde el punto de vista económico, entre 1759 y 1808 los mayores ingresos de Cartagena de Indias
provenían del comercio, la ganadería extensiva y los situados o remesas de dinero provenientes del
resto de las provincias del Virreinato de la Nueva Granada13. De igual
modo, en esta etapa ocurrió un importante cambio en la economía cartagenera al producirse en muchas
haciendas un tránsito del trabajo esclavo a la contratación de mano de obra libre, esencialmente
campesinos mestizos, porque resultaba más barata esta opción que la compra y la manutención de los
esclavos. Así, en la provincia de Cartagena existieron tres tipos esenciales de haciendas: las
haciendas ganaderas, las cuales fueron las predominantes, ya que requerían de pocos esclavos y
trabajadores libres puesto que se basaban en grandes extensiones de tierra en la que pastaba el
ganado semisalvaje; las haciendas de labranza, atendidas en su mayoría por campesinos, en las que se
cosechaban maíz, yuca, arroz y plátanos, entre otros renglones; y las haciendas trapiche, que sí
contaban con numerosos esclavos para el cultivo de la caña de azúcar y la producción de mieles
destinadas a la fabricación de aguardientes (Meisel Roca 257).
Por su parte, la segunda mitad del siglo XVIII marcó un nuevo rumbo para la economía de Cuba, y en
particular de La Habana, tras el despegue de la plantación esclavista y el amplio intercambio
comercial (Torres Cuevas 265-313). En el caso de la jurisdicción de La Habana, desde finales del
siglo XVII se produjo una significativa transformación de su estructura agraria tradicional con las
demoliciones de los hatos y corrales. Esto posibilitó un sostenido crecimiento de los ingenios y de
la producción de azúcar (García Rodríguez 44).
En esta etapa resulta interesante resaltar una sustancial diferencia entre Cartagena de Indias y La
Habana, y es el hecho de que en toda esta región de la costa atlántica neogranadina no se
desarrollaron plantaciones, tal como ocurrió en el Caribe insular. Esto se debió a un conjunto de
factores, como, por ejemplo, la poca calidad de los suelos y la accidentada topografía que generó
zonas aisladas (Ripoll 69-87).
Esta estructura económica de Cartagena de Indias determinó en buena medida sus características
sociales. Para 1777, año en que se realizó el primer padrón de la provincia y de la ciudad,
Cartagena tenía un total de 118 378 habitantes14 . Con esa cifra era la
segunda provincia con mayor número de población de la Nueva Granada, después de Tunja con 259 612
habitantes (Aguilera Díaz y Meisel Roca 16). Asimismo, la provincia tenía 86 poblaciones, repartidas
en ciudades, villas, parroquias y pueblos, de las cuales Cartagena y Mompox eran las más
importantes, tal como se puede apreciar en el mapa de la Figura 1.
A continuación, en la Tabla 1 se presenta la población de la provincia de Cartagena de Indias en
1777.
Varias cifras de este padrón resultan llamativas. Una de ellas es que solo el 8,1 % del total de los
habitantes de la provincia de Cartagena eran esclavos, lo cual demuestra que aun cuando la
esclavitud era importante no constituía el fundamento de la economía regional. Además, la mayoría de
la población la constituían los libres “de color”. Debe precisarse que en esta categoría se incluía
a todos aquellos que no fueran blancos, indígenas o esclavos, por lo que abarcaba distintas mezclas
raciales. De la misma manera, en este grupo se contabilizaban los negros libres. Así, las personas
libres “de color” constituían el 63,8 % del total de los habitantes de la provincia, tal como se
puede apreciar en la Figura 2.
Para 1777, en la ciudad de Cartagena de Indias vivían 13 690 personas, lo que representaba el 11,6 %
de los habitantes de toda la provincia. Asimismo, en la ciudad radicaban el 30,9 % de los blancos y
el 26,9 % de los esclavos de la provincia.
En 1777, la ciudad estaba dividida en cuatro barrios que se encontraban dentro del perímetro
amurallado: Nuestra Señora de la Merced, San Sebastián, Santo Toribio y Santa Catalina. Cartagena
contaba también con un barrio popular, la Santísima Trinidad de Getsemaní, que se unía a la ciudad a
través del puente de San Francisco.
Otra de las cuestiones interesantes que revela la consulta de este padrón es que en la ciudad de
Cartagena apenas residían ochenta y ocho indígenas, es decir, el 0,6 % de los habitantes de la urbe,
a pesar de que en la provincia representaban el 16,4 % del total. Algo similar ocurría en la ciudad
de Mompox, en la que vivían solo noventa y cuatro indígenas. Esto indica que esta población era
mayoritariamente rural.
Al igual que en la provincia, en la ciudad de Cartagena una parte importante de la población era
libre “de color”, con el 49,3 %. No obstante, ese no es el hecho que más llama la atención, sino que
la mayoría de la población en la ciudad eran mujeres. Contrario a lo que se podría pensar, en tanto
esta era una plaza militar que contaba con cientos de soldados organizados para su defensa,
Cartagena era, para 1777, un enclave en el que vivían un total de 1128 mujeres más que hombres. En
el caso de los indígenas, las mujeres superaban en 32 a los hombres, en los libres “de color” esta
cifra ascendía a 989 y entre los esclavos había 278 más mujeres que hombres. Solo entre las personas
blancas los hombres superaban en 171 a las mujeres.
Con relación a los esclavos, es pertinente señalar que su estructura demográfica en este periodo no
estaba determinada esencialmente por el arribo de nuevos africanos, cuyo número era muy pequeño,
sino por la interacción entre la natalidad y la mortalidad. Esto puede contribuir a explicar la
mayor presencia de mujeres, unido al hecho de que muchos propietarios de esclavos de esta época en
Cartagena vendían a los hombres para que fueran a trabajar en las minas de otras provincias.
De igual modo, a partir del análisis de las cifras de este padrón, se puede conocer que el mayor
número de las mujeres esclavas vivían en Cartagena y en Mompox. Esto se debía a que ellas jugaban un
papel protagónico en los oficios domésticos y en las ventas callejeras de las ciudades. Algo similar
ocurría con las mujeres libres “de color”, quienes también trabajaban en múltiples actividades como
costureras, lavanderas, parteras, etc. Esta es una cuestión sobre la que se volverá más
adelante.
En el caso de Cuba, a diferencia del Virreinato de la Nueva Granada, no existían provincias, pues su
división administrativa se basaba en departamentos y jurisdicciones. La Isla contaba, en la etapa
que se aborda, con tres departamentos y dieciocho jurisdicciones.
Al respecto, Jacobo de la Pezuela, en el Diccionario geográfico, estadístico, histórico de la Isla
de Cuba, señaló lo siguiente:
Por espacio de dos siglos permaneció la Isla sin que tuviesen límites señalados claramente las
demarcaciones territoriales de sus primeras poblaciones […]. No esperaron a corregirse esos errores
hasta que en 1772 empezó el marqués de la Torre a disponer que se levantase el primer censo de
población. En el documento que lo publicó dos años después, apareció la Isla dividida en tres
departamentos, compuestos cada cual de territorios que parecían ser jurisdicciones de los centros de
población que contenían. Dieciocho únicamente se determinaron en el citado censo de 1774.
(127)
Esta división se mantiene en el Extracto del Padrón General de Habitantes de la Isla de Cuba,
correspondiente a fines de diciembre de 177815 . Según este, la
jurisdicción de La Habana a la que aquí se hace referencia comprendía el actual territorio de la
provincia de La Habana, con la excepción de las poblaciones de Guanabacoa, Santiago de las Vegas y
Santa María del Rosario (4). De ese modo, para 1778, la jurisdicción de La Habana contaba con un
total de 82 143 habitantes, cifra inferior a las 118 378 personas que vivían en la provincia de
Cartagena para esta época.
Al revisar las cifras de este padrón se evidencian varias diferencias entre La Habana y Cartagena.
En la jurisdicción habanera, el 31,5 % de sus habitantes eran esclavos, en contraste con el 8,1 % de
la provincia de Cartagena. Esto demuestra el papel fundamental de la esclavitud para la economía de
La Habana. Además, la mayoría de la población era blanca con el 54,9 % y los libres “de color” solo
representaban el 13,6 % del total de los habitantes de la jurisdicción.
Además, para 1778 en la ciudad de La Habana residían un total de 40 737 personas, lo que
prácticamente triplicaba el total de habitantes de Cartagena que ascendía a 13 690. Dicha cantidad
significaba que en La Habana vivía el 38,2 % de los habitantes de toda la jurisdicción.
En 1778, La Habana intramuros estaba conformada por dos grandes cuarteles o distritos: La Punta, al
norte, compuesta por los barrios de Dragones, El Ángel, La Estrella y Monserrate y Campeche; al sur,
constituido por los barrios de San Francisco, Santa Teresa, Santa Paula y San Isidro. Por su parte,
la ciudad de extramuros crecía rápidamente con barrios como Nuestra Señora de Guadalupe, Jesús María
y San Lázaro.
A diferencia de Cartagena, en La Habana de 1778 la mayor parte de la población era blanca, con el
52,1 %. Mientras en la ciudad neogranadina el 49,3 % de sus habitantes eran libres “de color”, en La
Habana estos representaban el 19,9 % del total de la población. Con relación a los esclavos, La
Habana también tenía un mayor número, pues constituían el 28 % de su población, en tanto en
Cartagena estos eran el 18,9 % del total de los habitantes de la urbe.
En la Figura 9 se pueden apreciar comparativamente estos datos poblacionales de las ciudades de
Cartagena de Indias y de La Habana que aparecen en los padrones mencionados.
Con respecto a la cantidad de personas por sexo, en La Habana, a diferencia de Cartagena, los
hombres constituían la mayoría de los habitantes. De hecho, en la ciudad, los hombres superaban en
un total de 3809 a las mujeres. Esta correlación era así para los estamentos de los blancos y de los
esclavos, pero no para los libres “de color”, en los que las mujeres superaban en 1349 a los
hombres. Esto se debía, entre otros factores, al hecho de que muchas esclavizadas se dedicaban a los
trabajos domésticos, por lo cual eran más susceptibles de ser manumitidas por sus amos (Cohen y
Greene 7).
A pesar de todas las diferencias señaladas, Cartagena de Indias y La Habana tenían importantes
similitudes en las características de la vida familiar. En ambas ciudades, el modelo hegemónico fue
el de la familia monogámica patriarcal. Respecto a esta cuestión, Federico Engels señaló en El
origen de la familia, la propiedad privada y el Estado:
[Fue] la primera forma de familia que no se basaba en condiciones naturales, sino económicas, y […]
no aparece de ninguna manera en la historia como una reconciliación entre el hombre y la mujer. Por
el contrario, entra en escena […] como la proclamación de un conflicto entre los sexos.
(62-63)
El propio ritual de la boda eclesiástica consagraba simbólicamente dicha sujeción cuando,
arrodillados los contrayentes ante el altar, el sacerdote cubría con un mismo paño los hombros del
marido y la cabeza de la mujer. El móvil esencial para estos enlaces, entonces, se correspondía con
la búsqueda de un pretendiente que estuviera acorde con su posición social. Aunque esta concepción
tanto en Cartagena como en La Habana se hallaba arraigada de modo directo y como paradigma en casi
todas las capas de la población, fueron las dominantes las que más la aplicaron porque eran
realmente las que podían establecer esas decisiones económicas. En este sentido, los matrimonios
pasarían a ser vínculos cada vez más estrechos dentro de un círculo endogámico, aunque la
legislación canónica prescribía que el parentesco, hasta el cuarto grado de consanguinidad,
configuraba un impedimento para el matrimonio. Sin embargo, estas prohibiciones podían superarse con
la solicitud de una dispensa papal, a excepción de padres, hijos y hermanos, pues como señala
Segalen en Antropología histórica de la familia: Aplicar estas reglas, impedir tales uniones, por el
contrario, habría dificultado fuertemente la nupcialidad, en los sitios donde […] las redes sociales
y familiares creaban las condiciones de matrimonios entre parientes. […] Así, pues, la Iglesia se
veía obligada a conceder dispensas para que se celebraran este tipo de uniones. (111)
A fin de viabilizar los procesos de dispensas, la Iglesia autorizó a los prelados de Ultramar a que
las concediesen sin necesidad de consultar a Roma. En el caso específico de Cuba, no se conoce si
los obispos tuvieron estas potestades, pero lo que sí se sabe a partir del estudio de las dispensas
papales otorgadas a cubanos que se encuentran en el Archivo del Ministerio de Ultramar de Madrid es
que la mayor parte se concedieron a caballeros que deseaban casarse con la hija de alguno de sus
hermanos o con la hermana de su difunta esposa. Estos modelos tenían implicaciones
diferentes:
mientras los matrimonios con sobrinas reforzaban los lazos del grupo consanguíneo, los enlaces con
cuñadas renovaban las alianzas entre familias distintas (Stolke 142-143).
En tal escenario, los enlaces de primos también se consideraban una acertada opción, teniendo en
cuenta que con ellos se lograban salvar los obstáculos impuestos por las diferencias generacionales.
De cualquier modo, para la celebración de los matrimonios entre allegados se invocaba siempre la ob
angustiam loci, la cual el derecho canónico definía como la carencia de pretendientes de la misma
condición social fuera del grupo de los parientes (Escriche 177).
Así, la endogamia familiar se convirtió en una práctica muy extendida. La revisión de los estudios
genealógicos de Cartagena y de La Habana, en la etapa objeto de estudio, evidencia una red muy
compleja de relaciones entre las familias de la oligarquía, al punto de que sus apellidos se
entrecruzan con frecuencia. Estas familias se caracterizaban también por agrupar bajo un mismo techo
a una amplia red de parientes, unidos por vínculos de consanguinidad (abuelos, padres, hijos) y de
afinidad (cónyuges, primos, sobrinos, tíos, cuñados e incluso de agregados), junto con un número
importante de esclavos.
Las estructuras de estas familias estaban condicionadas, además, por un sistema de herencias
sustentado en la primogenitura masculina, es decir, en la concesión de ciertos privilegios al
primero de los descendientes de un matrimonio en relación con el disfrute especial de las
propiedades del progenitor y de la prerrogativa de decidir los destinos familiares. Esto iba en
detrimento del resto de los sucesores (segundones) que, tan legítimos como el hermano mayor, eran
puestos bajo su protección. Este mismo principio era el que figuraba en la base del otorgamiento de
los mayorazgos o vinculaciones de bienes16 , los cuales constituían
signos de distinción social y fuentes, en varias oportunidades, de notorios litigios
judiciales.
Por otra parte, mientras en los sectores medios de ambas ciudades la mayoría de los núcleos
familiares los integraban parejas con sus hijos solteros, en las capas populares las relaciones de
amancebamiento17 no solo eran frecuentes entre blancos y libres “de
color”, sino también entre estos y los indígenas, e incluso entre los blancos. Debe añadirse que la
prohibición de los enlaces interraciales en este periodo fue una de las principales causas de la
proliferación de los amancebamientos, llamados eufemísticamente, desde el siglo XVI, “amistades
ilícitas”. En particular, para los integrantes de los niveles subalternos de la sociedad resultaba
complejo acceder al matrimonio debido a los costos y los trámites que se exigían, la falta de
clérigos en las áreas rurales y la necesidad que muchos individuos tenían de trasladarse de una
región a otra en busca de trabajo (Ribeiro 163).
Por esa razón, entre las capas pobres constituía una práctica común y socialmente aceptada, sobre
todo en las áreas rurales, que el hombre raptara a su novia para vivir juntos. Muchos lo hacían con
la esperanza, sobre todo las mujeres, de casarse una vez lograran mejorar sus condiciones
económicas. En la práctica, las autoridades coloniales toleraron las eufemísticamente llamadas
“amistades ilícitas”, ya que fomentaban el crecimiento poblacional sin tener que formalizar los
vínculos entre las parejas desiguales, ni abrir las puertas de las herencias a los hijos
ilegítimos18 .
De este modo, en las capas populares, los hogares estaban integrados, fundamentalmente, por parejas
que vivían en amancebamiento y sus hijos, madres solas con sus niños19
o por una gran variedad de residentes que de algún modo estaban relacionados entre sí y compartían
una misma vivienda por necesidad o solidaridad; por ejemplo, en el caso específico de Cartagena,
Pablo Rodríguez, en Sentimiento y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada, afirma que para 1777,
“el 19 % de las madres de la ciudad eran solteras” (83), la mayor parte de las cuales eran libres
“de color” y vivían en el barrio de Getsemaní.
Otra característica importante, común a todos los grupos familiares de las ciudades de Cartagena y
de La Habana, fue la concepción falocrática de la familia monogámica que asignaba a las mujeres un
rol de sumisión y dependencia. De ahí que tanto la Iglesia como el Estado consagraban la
despersonalización femenina en función del parentesco masculino: por el padre y los hermanos,
mientras eran solteras; por los esposos cuando se casaban y en el caso de las huérfanas podían ser
representadas por cualquier varón de sus familias, o a falta de estos por tutores.
Así, la mayor parte de los conflictos familiares tenían su origen, precisamente, en esta valoración
ideológica, reforzada por una legalidad que se basaba en la asimetría de los sexos. Por este motivo,
resulta imprescindible el estudio del control social que se ejercía en esta época sobre los
comportamientos de las mujeres, en ambas ciudades.
El control social sobre los comportamientos de las mujeres en Cartagena de Indias y en La Habana
Como en el resto de Hispanoamérica, en Cartagena y La Habana la Iglesia y el Estado se empeñaron en
regular las conductas femeninas en los distintos espacios sociales. Estas normas postulaban que los
proyectos de vida fundamentales de las mujeres eran el matrimonio y la maternidad.
En concordancia con lo anterior, se consideraba esencial que, una vez casada, la mujer procreara.
Por esta razón, no podía hablarse de violencia carnal cuando el marido la forzaba a tener relaciones
sexuales. Sin embargo, en algunas ocasiones, la propia maternidad se consideraba un inconveniente si
el sexo de la prole no se correspondía con las expectativas o necesidades familiares. La preferencia
por los varones, básicamente, se sustentaba en razones económicas, ya que las hembras contribuían, a
través de la dote, con bienes a la sociedad conyugal. Para las familias más pobres, que no podían
dotar a sus hijas, los hombres representaban la garantía del sostén hogareño.
Con frecuencia, las mujeres eran víctimas de privaciones de alimentos, humillaciones, palizas y
amenazas por parte de sus maridos20 . Eso atestigua un patrón de
actuación que abarcaba a todas las clases sociales21 . Estas agresiones
alcanzaban niveles más crueles cuando estaban asociadas a los adulterios, por lo general
masculinos.
Respecto a este último aspecto, debe explicarse que aun cuando la Iglesia consideraba la infidelidad
un pecado y la legislación civil la sancionaba como una forma de sexualidad no permitida, en la
práctica al hombre le resultaba lícito frecuentar los prostíbulos22 y
mantener relaciones amorosas paralelas a su matrimonio, siempre que lo hiciera de manera discreta.
Mientras que las mujeres que osaban traicionar a sus esposos eran castigadas severamente, pues el
adulterio femenino no solo colocaba en entredicho la virilidad del esposo y la paternidad de los
hijos, sino también mostraba su incapacidad de regir los destinos hogareños. De hecho, en Las Siete
Partidas se autorizaba a los maridos a matar a sus cónyuges, junto con sus amantes, siempre que “las
atrapasen in fraganti” (404), o a acusarlas de adulterio hasta cinco años después de ocurrida la
traición.
De hecho, cuando a una esposa se le probaba en un juicio la perpetración de semejante falta era
azotada públicamente, despojada de sus bienes y encerrada en un convento. En tal situación, solo el
marido estaba facultado para perdonarla y retornarla al hogar, antes de que se cumplieran dos años
de su enclaustramiento23 , pero se aclaraba que “si por ventura no la
quisiese perdonar, o muriese antes, […] entonces debe recibir el hábito del Monasterio, y servir en
él a Dios para siempre, como las otras monjas” (405). Entre tanto, una parte o la totalidad de sus
propiedades, si no existían herederos, pasaban a manos de esa institución.
Así, el honor de la familia debía preservarse en todo momento, tal como lo precisó en 1783 el
Consejo de Indias al proclamar que “cualquier mancha en uno u otro individuo de la ascendencia es
trascendental a toda la generación” (Konetzcke 533). A causa de esto, la sociedad exigía que
cualquier injuria fuese atajada de inmediato. Cuando no se obtenía una satisfacción, se reparaba con
sangre la ofensa en un duelo, se preservaba el secreto o se promovía una demanda legal.
Con relación a esta última cuestión, resulta interesante señalar que, para la segunda mitad del
siglo XVIII, solían presentarse muchas demandas en torno al incumplimiento de las promesas
matrimoniales. Dicha práctica formaba parte de una antigua costumbre, en virtud de la cual una
pareja podía intercambiar solemnemente la promesa de casarse en el futuro e iniciar su convivencia
como marido y mujer. Tales compromisos, mucho de los cuales solían prolongarse por años, se
consideraban prácticamente equivalentes al matrimonio mismo. Sin embargo, el Concilio de Trento
deslegitimó estos acuerdos, según los cuales las parejas podían mantener relaciones sexuales bajo la
promesa de contraer matrimonio.
De ahí que, para fines del siglo XVIII, la palabra de matrimonio había evolucionado hacia una pálida
versión de lo que era antes del Concilio, cuando en este tipo de ceremonias las parejas no solo se
prodigaban de manera solemne sus votos, sino que además intercambiaban bienes, por lo que eran muy
pocos los que se arrepentían antes de la celebración de la boda. Para estos años, en cambio, las
promesas de casamiento solían implicar solo un compromiso secreto entre los jóvenes amantes o una
especie de ceremonia en la que la pareja intercambiaba simbólicamente algunos regalos en presencia
de su familia y amigos.
Todo esto llevó a Carlos IV, en 1804, a expedir una “Real Orden sobre demandas por palabras de
casamiento”, en la cual se lee:
Que, en ningún Tribunal eclesiástico ni secular, se admitan demandas de casamientos sobre las
palabras que dan los hombres a las mujeres, a menos que justifiquen estas con escritura pública,
pues de lo contrario no serán oídas sus demandas, por lo que se publicará esta Orden después de misa
mayor del primer domingo para que llegue a noticias de todos, para que los padres cuiden a sus hijas
y estas no se dejen engañar con palabras de casamiento. (180)
Así, si una mujer era seducida por su prometido, se embarazaba y luego el joven fallecía o se negaba
a última hora a casarse, la familia quedaba en una delicada situación24
. Por lo general, sus parientes optaban por encerrarla en la casa y retirarla por completo de las
miradas extrañas. Al nacer el niño, podían entregarlo a cualquier matrimonio conocido que deseara
criarlo como suyo (omitiéndose en la fe de bautismo el verdadero nombre de la madre), o dejarlo en
la Casa de Beneficencia y Maternidad para, posteriormente, recuperarlo en calidad de “huérfano”. De
esta manera, su secreto debía permanecer en las sombras, porque las mujeres eran, en gran medida,
las depositarias del honor de la familia (Twinam 63-65).
No obstante, en algunas ocasiones, estos secretos se conocían después de muchos años, por lo general
poco antes o después del fallecimiento de sus protagonistas. Esto les sucedió a María Andrea, vecina
de Cartagena, y a Francisca y a Antonia, ambas de La Habana, quienes crecieron considerándose
huérfanas.
En el caso de la primera, fue su padre el teniente Lorenzo de Parga el que le confesó en su
testamento, en 1799, toda la historia de su origen. María Andrea era el fruto de su relación con
María Candelaria Ricardo Ceballos, a quien había dejado embarazada unos meses antes de que su
regimiento fuese trasladado a la ciudad de Santa Fe de Bogotá. En esa situación de soledad y
abandono, la madre de María Andrea solo encontró una salida: dejar a su hija en la Casa de
Beneficencia, donde fue bautizada como una niña expósita (900-912).
Algo similar le había ocurrido antes a Francisca, nacida el 28 de enero de 1735 en La Habana. Como
expresó en su solicitud de legitimación, fue abandonada en la noche de su nacimiento en la Casa de
Beneficencia y Maternidad. Una vez bautizada con el nombre de Francisca Sale Valdés, fue entregada a
María de Flores, la cual se encargó de su crianza. No fue hasta 1777 que María, en su testamento, le
confesó que era su verdadera madre (5).
Otro fue el caso de la solicitud de legitimación de Antonia, pues su madre, Beatriz Blanco de la
Poza, la buscó algunas semanas antes de morir para contarle la historia de su nacimiento. En 1765,
después de pasar varios años educándose en un convento de La Habana, Beatriz había regresado a su
hogar por motivos de salud. Allí vivía prácticamente recluida en su habitación, pero ese hecho no
evitó que conociese a un socio de negocios de su hermano que frecuentaba su casa. Lázaro del Rey
Bravo era un español casado y sin hijos, su esposa permanecía en la península y mientras él se
hallaba en La Habana recibió una carta en la que le daban la noticia de su fallecimiento. A raíz de
eso, Lázaro le propuso matrimonio a Beatriz y la convenció de tener relaciones sexuales con él,
fruto de las cuales quedó embarazada. Sin embargo, los planes de la boda se suspendieron cuando
Beatriz y su familia se enteraron de que la esposa de Lázaro aún vivía, a pesar de su delicado
estado de salud25 . Esto obligó a los padres de Beatriz a trazar una
estrategia para ocultar su embarazo. Tras el nacimiento de su nieta, en 1766, le encargaron a un
sacerdote de “íntima confianza” que la bautizara como “huérfana” y que velara por su crianza
(3).
Otro aspecto que se debe analizar en sociedades clasistas y estamentales como la cartagenera y la
habanera de este periodo era el de la virginidad previa al matrimonio, imprescindible a fin de
sostener el honor de las mujeres blancas, y también primordial para muchas familias “de color”. Esta
cuestión se puede comprobar en una solicitud de legitimación remitida al Consejo de Indias en 1789
por un residente de Cartagena. En esta, el viudo Manuel José de Escobar narraba cómo, en 1780, había
conocido a María Trinidad Miranda, quien era una mujer mulata cuyos vecinos describían como “de
color blanco y pelo liso” y que vivía “con el mismo recogimiento y honestidad en la que la criaron
sus padres”. Pertenecía a una familia con ciertos recursos económicos, pues su padre, como señaló
Manuel José, “vestía de casaca y ceñía espada, denotando en esto, el grado de calidad”. Aunque el
viudo sabía que no podía casarse con María Trinidad, por ser él un hombre blanco y considerarse esta
unión racialmente desigual, habían sido los “propios impulsos de la fragilidad humana los que lo
habían llevado a persuadirla” de tener relaciones sexuales, después de cuatro años de cortejo. Así,
Manuel José detallaba “el estado virgen en que la halló” a sus treinta y siete años y cómo, fruto de
estos encuentros, nació un niño en 1785, al que deseaba legitimar para que gozara de “honores y
privilegios” (4-4v).
En consonancia con lo anterior, la mayoría de la sociedad asumía que toda mujer “honesta” llegaba
virgen a su noche de bodas. Por tanto, desde la infancia se debía educar a las mujeres en los
principios de la castidad y del decoro. De este modo, incluso una parte de la formación moral
femenina estuvo signada por los cánones de belleza dominantes, ya que la apariencia se consideraba
reflejo de la espiritualidad del alma. Por esta razón la vestimenta de las mujeres debía mostrar su
integridad: las faldas largas y voluminosas, acompañadas de un corsé que hacía lucir la figura más
delgada, propiciaban que los movimientos de una dama, sus gestos, reflejaran la delicadeza y ternura
“propias de las mujeres”, en oposición a la virilidad de los hombres. Así, la ropa, además de cubrir
las carnes, constituía en cierto sentido una extensión simbólica del cuerpo. Además, los trajes
revelaban diversos rasgos de la personalidad del individuo y su rango y clase social (Knibiehler
344-345).
Al mismo tiempo, no cesó de ejercerse una estrecha vigilancia sobre las transgresiones en esta
materia. El camisón, por ejemplo, dejó poco a poco de tolerarse fuera de la alcoba pues se convirtió
en el emblema de una intimidad erótica a la que no se podía hacer la menor alusión. Además, a las
mujeres se les prohibía, de manera expresa, vestir como los hombres.
Incluso utilizar indumentarias muy “provocativas” conllevaba a una pérdida total de derechos en caso
de violación. Esto fue lo que le sucedió a la joven cartagenera Manuela Morera, tal como consta en
el expediente de violación abierto contra Pablo Cano, en noviembre de 1787. Manuela era una mulata
libre que vivía en el barrio popular de Getsemaní, quien para subsistir vendía dulces por las calles
de la ciudad. Cano era también un mulato libre, vecino de su mismo barrio. Cano fue liberado de la
Real Cárcel en la que se encontraba preso y exonerado del delito de violación el 26 de enero de
1788, tras argumentar al juez que él había desflorado a Manuela pues esta vestía siempre “con trajes
muy provocativos que invitaban al agravio” (502).
Algo similar ocurría en La Habana, donde la vestimenta de las mujeres se hallaba estrictamente
regulada por los bandos de Buen Gobierno. En este sentido, resulta interesante mencionar que en el
“Bando” publicado por el gobernador y capitán general Diego José Navarro en 1778 se estableció que
las mujeres tenían que salir a las calles vestidas “honestamente”, por lo cual todas aquellas que
usasen trajes “provocativos” y tratasen a los hombres “con libertad” debían ser castigadas por las
autoridades. En los casos de las mujeres libres, la pena consistía en seis meses de reclusión en la
Casa de Recogidas26 , y en los de las esclavas se multaba a sus amos
con distintas cifras de dinero (73).
Por otra parte, el uso de la cosmética se hallaba íntimamente relacionado con los conceptos de
belleza y salud predominantes. Durante el siglo XVIII, entre las mujeres de las familias adineradas
de Cartagena y de La Habana predominó el ideal de lucir un cutis blanco de mejillas sonrosadas. Para
lograrlo se recurría al blanquete, el cual se vendía en unas botellitas importadas de Francia o se
elaboraba en el hogar a base de talco y vinagre destilado.
Los productos cosméticos llegaron a utilizarse hasta en la dentadura. Las mujeres, algunas todavía
jóvenes, utilizaban distintas tinturas para el esmalte de sus dientes. Por su parte, los perfumes
jugaban el rol protagónico en el arte de la seducción. A finales del siglo XVIII e inicios del XIX
existía preferencia por esencias tales como las aguas de lavanda y las colonias, a tono con las
tendencias europeas que preconizaban el uso de aromas frescos.
Para las mujeres pobres, sin embargo, la belleza constituía una amenaza a su virtud sexual. Se
caracterizaba a la joven humilde y bonita como víctima de su llamativa apariencia. Su historia
parecía previsible: la primera falta en brazos de un seductor, luego la vergüenza y la desaparición
en el anonimato. La belleza lucía entonces como un factor revelador de una doble indigencia: “la de
la fortuna y la educación, que habrían permitido la construcción de una virtud protectora”
(Nahoum-Grappe 112).
Las seguidoras acaudaladas de las últimas modas, tanto en Cartagena como en La Habana, usaban varios
trajes al día: unos, en la intimidad del hogar y otros para asistir a misa o salir de paseo. Sus
vestidos, confeccionados de finísimas telas, se complementaban con mantillas, chales, zapatillas de
raso, abanicos y lujosas joyas. Una descripción de algunos de estos trajes que usaban las damas
cartageneras la plasmó el fraile franciscano Juan de Santa Gertrudis27
en su libro Maravillas de la naturaleza:
El traje de las señoras es una camisa con labores de seda de colores, y […] de hilo de oro y plata
también, formando un cuello de tres dedos de ancho […]. Y en las faldas un encaje de cuatro dedos de
ancho. […] Para salir de casa usan manto de tafetán y saya de lo mismo y su media de seda […]. Pero
su gala principal consiste en dos cosas: la primera es que cuando la señora sale de la casa vayan
tras ella, una tras otra, todas las esclavas […]. La segunda es que, para mandar algún […] regalito,
la esclava que lo lleva la engalanan […], y lo que lleva va tapado con un paño muy rico, todo
bordado de seda en variedad de colores. (32-34)
Como lo menciona Santa Gertrudis, estas mujeres de la oligarquía, quienes contaban con el servicio
de varias esclavas, se dedicaban durante el día a coser, bordar, supervisar la preparación de la
comida y velar por la educación de los hijos. Sus casas permanecían abiertas al exterior y en sus
salones se celebraban lujosos bailes y animadas tertulias, en las que se comentaban libros, sucesos
políticos y culturales, las tendencias de la moda en Europa, o simplemente se intrigaba contra
ciertas personas. Las iglesias, tiendas, teatros, paseos y plazas eran espacios en los que también
podían exhibir sus encantos.
Entre tanto, en los sectores medios y populares de ambas ciudades las esposas permanecían siempre
atareadas. Por una parte, llevaban las cuentas a fin de que alcanzase el dinero para cuanto hacía
falta, y, por otra, realizaban sus faenas domésticas. Muchas de estas mujeres trabajaban como
lavanderas y costureras en sus propios hogares, los cuales se transformaban en especies de talleres.
Con frecuencia, los salarios que percibían eran ínfimos.
Ahora bien, en Hispanoamérica la proyección socio-laboral femenina quedó signada por las
restricciones que imponía la configuración de sus roles sociales. De esta manera, la “Real
Resolución del 12 de junio de 1784”, al tiempo que autorizaba a las mujeres a trabajar en
actividades remuneradas, especificaba que debían hacerlo en los oficios “propios de su sexo”
(Marrero 151). Dada su “anatomía” y carácter “carente de razón”, se consideró que los trabajos más
apropiados para ellas eran las faenas limpias, ordenadas y meticulosas, como, por ejemplo, las de
dulceras, panaderas, modistas, tejedoras y zapateras.
Sin embargo, desde siglos antes, las negras y mestizas recorrían las calles de las principales
ciudades hispanoamericanas, como Cartagena y La Habana, realizando las más disímiles labores. El
propio Santa Gertrudis, en otro de los pasajes de su obra, relataba la cotidiana y antigua presencia
de las vendedoras de frutas y dulces en las calles, plazas y mercados de la ciudad, con lo cual se
sostenían si eran libres o les pagaban el jornal a sus amos si eran esclavas:
Reparé […] en las mujeres que venden en las plazas sentadas en la tierra, […], cada una con sus
platos […]. Reparamos también que algunas negras venían llevando sobre la cabeza unos platones
grandes […]. Como eran muchas, se nos excitó la curiosidad de saber qué habían de hacer con tantos
platones. Llegamos a un hombre que vendía tasajo: así llaman a la carne salada y seca al sol, y
advierto que en Cartagena no hay carne fresca, sino de aves. Yo le pregunté: […] ¿para qué son estos
platones que traen estas negras? Él me respondió: Padre, esos no son platos. Este, es el pan que por
lo común se come en esta tierra. A esto le llaman cazabe. Él allí tenía un pedazo y nos lo dio a
probar, y nos pareció malísimo. (20-21)
Resulta importante aclarar que, en ninguno de los dos padrones, ni en el de 1777 de Cartagena ni en
el de 1778 de La Habana, se registraron las actividades remuneradas realizadas por las mujeres. Sin
embargo, en muchas otras fuentes históricas, como, por ejemplo, los diarios de los viajeros y los
protocolos notariales, quedaron reflejados estos oficios en los que ellas se desempeñaban. Es
importante subrayar que algunas de estas mujeres negras y mestizas llegaron a ser dueñas de
propiedades en las que montaban sus propios negocios. Por ejemplo, en el caso cartagenero, en estos
años existían varias mujeres dueñas de pulperías, especie de tiendas en las que se vendían distintos
artículos tales como comidas, bebidas, velas, carbón y telas. Eran espacios muy concurridos,
especialmente por los sectores populares, en los que también se bailaba, se realizaban peleas de
gallos y se jugaba a los naipes y a los dados (Navarrete 65-80).
Otros oficios que también ejercían las mujeres en esta etapa, en Cartagena y en La Habana, eran los
de parteras, nodrizas y maestras. Con relación a las parteras, María del Carmen Barcia Zequeira, en
su libro Oficios de mujer, resalta una cuestión muy significativa y es el hecho de que, a partir de
la “Real Cédula del 21 de julio de 1750”, se exigió a las parteras en España y en América una
licencia que avalara sus conocimientos, lo que implicaba que tenían que ser examinadas por los
tribunales de los protomedicatos. A lo anterior se sumó la “Real Cédula del 6 de mayo de 1804”, en
la cual se reguló el aprendizaje y las pruebas que debían vencer estas mujeres, así como se instauró
un registro para su control (Barcia Zequeira 33-34).
No obstante, en el caso habanero la “Real Cédula de 1750” se aplicó parcialmente, ya que en esta se
disponía que solo podían ejercer como parteras las mujeres viudas o casadas que pudieran acreditar
su “limpieza de sangre”. En la práctica se eximió a las interesadas de este último requisito, por lo
cual una buena parte de las parteras que se presentaban a estudiar y a examinarse eran mujeres
mulatas y negras. Asimismo, se llegaron a aceptar mujeres solteras que acreditaban su “buena
conducta” mediante certificados expedidos por los alcaldes de barrio o por los sacerdotes de sus
parroquias (Barcia Zequeira 74-75).
Entre tanto, en los barrios populares de la ciudad la mayoría de las maestras eran también mujeres
mulatas y negras. Una buena evidencia de lo anterior es el “Informe del primer censo escolar”,
realizado por el fraile franciscano Félix González, por encargo de la Real Sociedad Patriótica de La
Habana y dado a conocer el 8 de agosto de 1793. En este Informe, González mostró que de las treinta
y nueve escuelas de primeras letras que funcionaban en La Habana de intramuros, treinta y dos las
dirigían mujeres “de color” a las que asistían niños blancos, mulatos y negros de ambos sexos a
bajos costos o de forma gratuita (89-90).
Es necesario añadir que, a raíz de la publicación de esta información, la Real Sociedad Patriótica
dispuso la creación de centros de enseñanza por separado para niñas y niños blancos en los que se
excluyera de sus claustros a las maestras negras y mulatas. Esta cuestión la estudió Alejandrina
Penabad y Enrique Sosa en el segundo volumen de su obra Historia de la educación en Cuba, en la que
señalan: La Sociedad Patriótica habanera se esforzó por establecer una instrucción primaria para el
beneficio exclusivo de niños blancos, también con exclusión de maestras “de color”. Así quedó
recogido en un acuerdo tomado en su seno en 1794.
Antes de establecerse la Sociedad […], en La Habana la discriminación racial en las escuelas no era
la regla general. (91)
A contrapelo de dicha prohibición discriminatoria, en la mayoría de las escuelitas de barrio
continuó la mezcla de colores. En estos recintos se enseñaba a las señoritas a leer, escribir,
contar, realizar labores “propias de su sexo” y se les inculcaba la doctrina cristiana. Así, aunque
la historia de las mujeres fue sometida a una estricta codificación, en realidad resultaría erróneo
pensar que en esta época ninguna transgresión forzó los cerrojos de los límites impuestos a la vida
femenina en Cartagena de Indias y La Habana.
Capítulo 3
Historias de conflictos y
transgresiones femeninas en
Cartagena de Indias y en La Habana
Stories of Female Conflicts and Transgressions
in Cartagena de Indias and in Havana
Las mujeres se defienden en los tribunales por adulterio y sevicia
La consulta de las fuentes judiciales, tanto eclesiásticas como seculares, devela una amplia gama de
situaciones de conflicto en las que las mujeres asumían un rol protagónico. Debe precisarse que aun
cuando se sancionaba que las mujeres casadas carecían de personalidad jurídica propia, tal como se
expuso, Las Ochenta y Tres Leyes de Toro establecían que ellas no necesitaban del permiso marital a
fin de “responder en causa criminal” ni para entablar litigios en su contra (455). Así, cada uno de
los expedientes de adulterio, sevicia y divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem localizados
en los fondos del Archivo General de la Nación de Colombia y en el Archivo Nacional de Cuba,
contienen relatos de vidas de mujeres, aunque parciales, en razón a las características de este tipo
de documentación y a las huellas dejadas por el tiempo en sus páginas (Hernández Fox 1).
En el caso del adulterio, este se juzgaba por un doble rasero que consideraba tolerable los asuntos
extramatrimoniales de los hombres mientras penaba con dureza a las mujeres por igual motivo. En la
práctica, la castidad solo se exigía a las mujeres, en tanto las aventuras amorosas eran bien
toleradas y constituían un signo de “hombría”. En particular, el adulterio femenino quebrantaba los
fundamentos de la sociedad y de la familia al colocar un signo de interrogación en torno a la
legítima paternidad de los hijos, cuestión que afectaba incluso a las viudas, quienes no podían
contraer nuevas nupcias hasta un año después del fallecimiento de sus consortes.
La opinión, en virtud de la cual las esposas debían pasar por alto los adulterios de sus parejas, se
vio reforzada por el hecho de que los padres de familia acordaban los matrimonios de sus hijos sin
contar con sus sentimientos. Eso determinaba que los novios apenas tuviesen oportunidad de conocerse
antes de la celebración de la boda. No obstante, a partir de la Contrarreforma se impuso un mayor
secreto a las relaciones adúlteras. Se veía mal que un hombre hiciese gala de sus amantes y
concubinas con desparpajo o que testara a favor del fruto de dichas relaciones (Hernández Fox
2).
De igual modo, el honor de los esposos dependía de la castidad femenina. Un marido cornudo perdía
prestigio ante la sociedad y llegaba a considerársele inhabilitado para desempeñar honorablemente
cualquier tipo de cargo público. Ese fue el caso del capitán Francisco Piñero. Tal como quedó
registrado en los “Autos sobre el recurso hecho a este superior gobierno por don Francisco Piñero
sobre el adulterio atribuido a doña Luisa Llerena su mujer”, Piñero era oficial de una de las
compañías del batallón que protegía la ciudad de Cartagena de Indias. El 27 de septiembre de 1759,
acompañado de su abogado, Nicolás Dávila, se presentó ante el procurador de la Real Audiencia,
Gabriel Martínez, a fin de exigir se le informaran los nombres de las personas que habían acusado a
su esposa Luisa Llerena de serle infiel con Juan de Arreche, padrino de bautismo de su hijo.
Y solemnemente presento y juro […] que la alevosía de algunos de los vecinos de aquella cuidad, poco
temerosos de Dios y de la Real Justicia han tenido el arrojo de difamar a Doña Luisa Llerena su
mujer, y por consiguiente a mi parte, […] en atribuirle comercio ilícito con Don Juan de Arreche […]
sin otro fundamento que frecuentar este y su mujer la casa de mi parte, con motivo del vínculo
espiritual que con los dichos tiene; y porque semejante injuria no es tolerable cuando de ella
resulta lastimarse el honor de mi parte, y de su mujer que aprecia más que la vida, y contemplando
que las justicias de aquella ciudad han de excusarse de proceder en este asunto […]: ha tenido por
de su propia obligación para vindicar su honor el ocurrir a […] Vuestra Excelencia para que se sirva
[…], poner en su conocimiento los sujetos de quien dimanó la injuria con que ha sido difamado para
[…] establecer en su contra los recursos que correspondan. (324-324v)
Efectivamente, el 30 de agosto de ese año, un grupo de oficiales del batallón de Cartagena de Indias
se habían dirigido a Diego Tabares, mariscal de campo de los Reales Ejércitos, gobernador y
comandante general de la ciudad, con el propósito de exponer la razón por la cual se negaban a
relacionarse y aparecer en distintas actividades públicas con su compañero de armas Francisco
Piñero. Según ellos, Piñero no era un hombre honorable, ya que conocía y toleraba la relación
adúltera de su mujer con su compadre Juan de Arreche.
Señor. El cuerpo de capitanes del batallón fijo de esta plaza, se me presentó los días pasados
judicialmente, pidiéndome les admitiera una información secreta que convenía a su derecho hacer de
la notoriedad de los vicios y escándalos de Doña Luisa Llerena, y del consentimiento de su marido el
capitán Don Francisco Piñero, asegurando al mismo tiempo que lo ejecutaban sin otro fin, que el de
instruir a la superioridad […] de los justos motivos que los movieron para resolverse a no alternar
con dicho Piñero. (328)
Ante esta grave acusación, el 2 de noviembre de 1759 se presentó la propia Luisa Llerena ante la
Real Audiencia. En su declaración, no solo acusaba a los compañeros de su esposo de haber orquestado
la acusación de adulterio para lograr apartarlo de su cargo en el ejército, sino que también
señalaba al propio gobernador y comandante general, Diego Tabares, de ser el máximo responsable de
esta conspiración. Según Luisa, Tabares tenía gran interés en perjudicar la carrera de su esposo y
también deseaba vengarse de ella.
Señor Gobernador y Comandante General. Doña Luisa Llerena Polo del Águila, mujer legítima del
Capitán Don Francisco Piñero, que lo es del batallón prefijo de esta plaza, […], comparezco ante
Vuestra Señoría y digo: que […] ha llegado a mí, noticia que da instancia de que los enemigos del
hombre con que brilla mi heredada nobleza, […], actúan ante Vuestra Señoría cierta información […]
sobre el ilícito comercio que se le denunció entre mí y mi compadre Don Juan de Arreche, exponiendo
que este corría con el vil consentimiento de mi consorte honrado. Y trata Vuestra Señoría de
averiguar, pesquisar y juzgar, […] sobre el crimen con que mi marido es capitulado y la
justificación de los delitos de que yo he sido acusada con los mismos capitanes, y entre ellos los
más capitales enemigos de mi honra, y no se ignora Señor Gobernador, por otra parte hablando con el
mismo respeto, que Vuestra Señoría se tiene como principal interesado en mi deshonra y que por fines
particulares que mi honra sabrá justificar a su tiempo, es ya empeño de Vuestra Señoría no que salga
la verdad de mi recato a la luz, sino que en apoyo de lo mucho que inconsideradamente ha hablado la
maledicencia, resulte la comprobación bastante de los delitos de que he sido acusada.
(325v-326v)
Aunque a ciencia cierta nunca se supo los motivos por los cuales Tabares deseaba destruir la
reputación de Luisa, el hecho fue que, luego de su presentación y de su enfrentamiento directamente
con este, el caso fue cerrado. ¿Acaso Luisa conocía algún secreto comprometedor para la honra del
propio gobernador y comandante general de Cartagena de Indias? ¿Tabares comprendió que era mejor
dejar esta cuestión así antes de que el escándalo lo perjudicara también a él como principal
autoridad de la ciudad? Como es de suponer, esas respuestas no aparecen en el expediente judicial y
quedan en el marco de la imaginación histórica.
No obstante, cabe destacar que la revisión de los archivos cartageneros y habaneros muestra cómo la
mayoría de las acusaciones de adulterio las presentaban ante los tribunales las mujeres. Así, de los
siete casos de adulterio localizados en el Archivo General de la Nación y de los seis consultados en
el Archivo Nacional de Cuba, solo en el de Luisa Llerena se acusa a una mujer. En los restantes son
las esposas las que acusan a sus cónyuges por adulterio.
Ahora bien, para que una esposa pudiera demandar a su pareja por adulterio debía demostrar que esta
situación había alcanzado niveles intolerables, de modo que llegaran a amenazar su propia integridad
física. De hecho, salvo excepciones, las esposas consideraron que las infidelidades constituían el
motivo principal por el que sus cónyuges las golpeaban y las maltrataban, dado que a menudo
reaccionaban con violencia a sus recriminaciones. Así, varias mujeres señalaron en sus testimonios
que tras descubrir las relaciones de concubinato que mantenían sus maridos28 estos las habían comenzado a golpear de manera cotidiana.
No obstante, para aquellas esposas cuyo objetivo fundamental era lograr una rectificación de la
conducta de su pareja, el divorcio no resultaba el recurso más apropiado. Por tanto, canalizaban sus
denuncias de adulterio y de sevicia ante las instancias civiles (Hernández Fox 7). Observemos la
declaración de una de estas mujeres de La Habana, en enero de 1808, que aparece en el expediente
titulado “Doña Josefa Claret contra su consorte Don Juan Bautista Serra por sevicia”:
No es mi ánimo divorciarme a menos que él reincida en su trato cruel y áspero, pero sí que el
Tribunal con conocimiento de sus imperfecciones le imponga las reglas con que debe manejarse ceñidas
a nuestra legislación real y sagrados Derechos canónicos y con este objeto a Vuestra Señoría suplico
se sirva disponer que se cite a mi marido a una concurrencia […] para que en ella sea reprendido, se
acuerde el modo con que debe portarse y se le aperciba en el caso de faltar a las obligaciones que
se le impongan o que en otra manera haga abuso de la autoridad de cabeza que tiene por el
matrimonio. (5-5v)
Trece años atrás, en 1795, Josefa Claret había contraído matrimonio con Juan Bautista Serra. En un
principio, su unión trascurrió de manera armónica, ayudándole ella a establecer una tienda. Además
de las labores domésticas contribuía, ribeteando zapatos, a la economía de la casa. De este modo
acumularon de manera progresiva una suma importante de dinero con la que adquirieron varios
inmuebles y un almacén.
Desde que este hombre empezó a mejorar de suerte fue declinando su voluntad hacia mí, de tal manera
que no solo estoy reducida al último desprecio suyo, como si no fuese su mujer, sino que de día en
día recibo los vituperios, los ultrajes y amenazas porque quiere que yo le disimule los desórdenes
[…] con las propias esclavas llegando al extremo, no solo de tratarme de ahogar hace tres días sino
de estarme botando insensatamente a la calle como si yo no tuviese en los bienes tanto dominio como
él. (2)
Josefa narraba también que las palizas tenían lugar, por lo general, entrada la madrugada, cuando le
resultaba muy difícil refugiarse en la casa de sus familiares o acudir a las autoridades para
solicitar auxilio. Su vergüenza en ese sentido era inmensa, pues su marido la obligaba a vagar por
las calles, a sabiendas de que la sociedad fijaba que las mujeres decentes no salían a “deshoras de
la noche” de sus hogares (Hernández Fox 8).
La capacidad de resistencia femenina, en momentos tan difíciles, quedó demostrada a través de la
solidaridad que existía entre las mujeres, no solo en las familias, sino también en el interior de
las comunidades. Sin este inestimable apoyo, probablemente muchas no hubiesen conseguido enfrentar y
solucionar sus problemas (Hernández Fox 8-9). Por tal motivo, Josefa valoraba de invaluable la
solidaridad mostrada por su amiga Lucía Ordóñez, “viuda, de madura edad y notoria honradez” (5v), en
cuya casa encontró abrigo luego de ser expulsada de la suya propia.
No obstante, para Josefa vivir aquí, sin un centavo siquiera para adquirir alimentos, constituía un
ultraje a su dignidad. Máxime, cuando en el seno de su morada el marido compartía el lecho con
varias “mujerzuelas”. Juan Bautista, entre tanto, intentó dilatar el proceso judicial puesto en
marcha por su esposa. En vista de eso, Josefa llegó a presionarlo con el divorcio, pues la
Recopilación de Leyes de Indias estipulaba que los bienes gananciales, o sea, aquellas propiedades
comunes y rentas percibidas por cualquiera de los cónyuges durante su matrimonio, se dividían si se
dictaba a su favor una sentencia de este tipo (734). Solo entonces Serra acudió ante el tribunal con
intención de mostrar arrepentimiento por sus acciones. El 9 de marzo de 1808 comparecían ambos para
“quedar persuadidos de la obligación de reunirse y vivir en paz cumpliendo cada uno con sus deberes”
(9-9v).
Debe explicarse que el examen de este tipo de documentación muestra que estas agresiones, como, por
ejemplo, las que sufrió Josefa, estaban íntimamente asociadas con la ideología patriarcal que
asignaba a las mujeres, al considerarlas más débiles en cuerpo, mente y carácter que los hombres, un
rol de sumisión y dependencia en todas las relaciones, incluidas las conyugales. Los maridos,
erigidos en guardianes supremos de la reputación de la familia, debían velar con especial “celo” y
“firmeza” por el comportamiento honorable de su pareja. Por tanto, la violencia doméstica constituía
un fenómeno común en todos los niveles educativos, estamentales y clasistas de las sociedades de
Cartagena y de La Habana.
Asimismo, el análisis de los casos de sevicia de esta época en ambas ciudades demuestra que las
esposas no siempre se comportaron como víctimas indefensas que soportaban todos los desmanes de sus
maridos. Su actitud de denuncia significaba un desafío a la autoridad masculina. Eso invita a
revalorizar, en alguna medida, la imagen que durante mucho tiempo se tuvo de las mujeres de los
siglos XVIII y XIX como seres completamente pasivos e indefensos (Hernández Fox 6-7).
En este sentido, vale la pena destacar que las mujeres pertenecientes a los sectores desposeídos
también recurrieron a los tribunales para denunciar a sus consortes. Esto era posible debido a que
las leyes sancionaban la obligación que tenían los jueces de nombrarles abogados que les prestaran
sus servicios de forma gratuita. Además, ellas quedaban exentas del pago de honorarios a los
integrantes de los tribunales y utilizaban “papel del sello de pobres” para su defensa. Debe
aclararse que todos estos procedimientos estaban previstos por la Recopilación de Leyes de Indias, a
fin de que las personas carentes de recursos económicos pudieran acudir a la justicia y así defender
sus intereses (721).
Una de estas mujeres fue la cartagenera Lorenza Leal. Lorenza, a diferencia de Josefa, una persona
blanca y esposa de un comerciante de mediana fortuna, era una mujer mestiza y pobre que vivía en el
barrio de extramuros de Getsemaní. Sin embargo, ambas tenían en común que habían sido agredidas por
sus parejas. El marido de Lorenza, Juan de Castro, era un hombre mestizo, iletrado, herrero y
alcohólico que la había intentado matar en dos ocasiones. Por eso, el 1° de agosto de 1806, en el
contexto del “Expediente promovido por Lorenza Leal contra su marido Juan de Castro por varios
excesos”, ella compareció ante Santiago Lecuona, alguacil mayor de la ciudad, y declaró:
Que hace tres años contraje matrimonio, sin que pueda decir haya tenido desde entonces un solo
momento de tranquilidad con dicho mi marido, experimentando no otra cosa que vejaciones y maltratos,
bajo cualquier aspecto, pero mucho más cuando se embriaga, que es muy frecuente. Entonces es que se
transforma este hombre y se convierte en fiera, por la voracidad que manifiesta, dirigiéndose
siempre a mí, como aconteció el veinticinco del […] pasado junio, en cuyo día cometió el atentado
contra Juan Márquez su cuñado, después de haber dejado a este herido, se dirigió a mí con un machete
que de no haber mediado el accidente casual de dos hombres que lo impidieron hubiera sido
seguramente su víctima. No mediaron más que otros quince días después de […] este hecho, cuando dio
la última prueba de su maledicencia, tirándome con una navaja […], después de este lance pude
escaparme de su vista y […] di […] con el ayudante de Vuestra Señoría, quien tomó la providencia de
que se aprehendiese, como se verificó en efecto. Vuestra Señoría conocerá que estos hechos son de
quien no podrá jamás enmendarse […]. Mediante lo cual espero que […] obre en la justicia que
acostumbra, asegurándome del modo que le dicte su conocida prudencia mi vida, que de otro modo está
totalmente expuesta. (834-834v)
Dado que la sociedad en su conjunto impulsaba a las mujeres a no denunciar los castigos maritales,
en pos del mantenimiento de la unidad de la familia, en estos casos, tal como lo evidencia el
testimonio de Lorenza, las víctimas siempre subrayaban el hecho de que las golpizas recibidas de
forma cotidiana e inmerecida habían rebasado con creces los límites fijados por la “moral” para su
tolerancia. A fin de probar las agresiones de las que eran objeto, en los juicios tomaban parte como
testigos algunos parientes o amigos e incluso vecinos de los esposos. En sus declaraciones estos
pronunciaron frases como: “Sabe por público y notorio” y “Le consta de propia vista”, las cuales
muestran cómo muchos altercados trascendían los espacios privados y ocurrían también en la esfera
pública. Sus palabras permiten conocer que sobre los individuos pendía un conjunto de miradas
prestas a revelar públicamente cualquier comportamiento anómalo.
En este juicio declararon como testigos, específicamente, Dionisio Herrera, Ambrosio Morales, Juan
Márquez, Manuel Cárdenas, Matías Ramos, Andrés Vidal, Romualdo Godoy, Candelario Acosta e, incluso,
un presbítero, Juan José Narváez. De ellos, los dos primeros eran cuñados de Lorenza. Analicemos un
fragmento del testimonio de Dionisio Herrera, quien compareció, en Cartagena de Indias, el 12 de
agosto de 1806:
Que sabe por público y notorio, […] el pasaje acontecido en que habiéndose embriagado Juan de
Castro, como lo tiene de costumbre, hirió a Juan Márquez, y después siguió contra su mujer Lorenza
Leal con un machete […]. Que también sabe es muy cierto y verdadero, […] que en días pasados intentó
herir con una navaja a la expresada Lorenza y que lo evitó Ambrosio Morales. Que le consta de propia
vista […] que la trata mal desde que se casó […]. Que esto que ha dicho y declarado es la verdad
[…], añadiendo que, aunque es cuñado de Lorenza, no ha faltado a la realidad del juramento, expresa
es de cincuenta años, no firma por no saber, lo hizo el Señor Alguacil. (837-837v)
De este conjunto de alegatos, uno de los más importantes fue el del capellán Juan José Narváez. Al
respecto, debe señalarse que la mayoría de las mujeres solían acudir a los sacerdotes para quejarse
del maltrato que sufrían. Incluso, en muchos casos, ellas llegaban a mostrarles a sus confesores las
huellas que dejaban las manos de sus consortes en sus cuerpos.
Don Juan José Narváez, cura del Hospital Real de San Lázaro, extramuros de esta plaza […], certifico
en la forma que puedo y debo que el día 25 de junio […] regresando de la Iglesia para mi casa, hallé
en ella a la dicha Lorenza, con un niño en los brazos muy asustada que, preguntándole la causa de su
sobresalto, me contestó: Señor, vengo a que me favorezca, pues mi marido me persigue con un machete
para matarme, y acaba de dar unas puñaladas […] a su cuñado, en su misma casa. Y en efecto, viendo
yo al Juan de Castro su marido, con el machete y una chaqueta de paño, que sin embargo de que lo
detenían dos hombres, se dirigía con precipitación al Hospital, dispuse en el momento que […]
condujesen a Lorenza a la casa del capitán, y avisasen a la tropa que existe allí de custodia para
que saliesen a contener a dicho Castro, como se consiguió. Que me consta igualmente que la citada
Lorenza Leal es de genio dócil, recogida y honrada, que antes del hecho referido había recurrido a
mí, manifestándome los trabajos que sufría al lado de su marido, quien no le permitía fuese a misa
en los días festivos. (840v-841)
Otro aspecto que suscita particular interés son las explicaciones de los maridos ante las
autoridades. En el caso de Juan de Castro, el 18 de noviembre de 1806, fue interrogado por el
alguacil mayor en la cárcel de la ciudad. En el interrogatorio negó haber agredido físicamente a
Lorenza. Según él, solo la había amenazado verbalmente. Castro, al igual que otros hombres en su
lugar, intentó justificar su actitud con la evasiva de que su familia política era la responsable de
los problemas conyugales, al predisponer a Lorenza en su contra. Interrogado sobre si sabía o
presumía la causa por la cual había sido encarcelado expuso lo siguiente:
Que lo ha sido por una pendencia de palabras que tuvo con la expresada su mujer y como igualmente la
madre y hermanas de la susodicha en defensa de esta […] lo llenaron de oprobios, tratándolo de que
era un indigno y un borracho, […] fue causa de haberse alterado y que hubiese proferido contra su
mujer, que si no se callaba la boca le daría un navajazo, con la que tenía en la chaqueta que estaba
en la sala […] y que ningún otro motivo ha habido para la prisión que está sufriendo. Y que es falso
el cargo que se le hace porque los testigos de que se ha valido su mujer […], han recibido favores
de ella y de su familia. (850)
No obstante, en su declaración admitió haber herido con una navaja a su cuñado. De igual modo,
reconoció que esta riña había tenido lugar después de maltratar a su propia hermana María Laureana.
La justificación de Castro para estos hechos fue que su hermana no cumplía con sus deberes
domésticos, entre los que él consideraba estaba confeccionar unos zapatos para su sobrino. Con esto
intentaba demostrar que María Laureana desobedecía los mandamientos del modelo de vida cristiano,
por lo cual, a él como hombre y hermano, le correspondía propinarle unos cuantos golpes para que
“entendiera”. También se le hace cargo que de las propias declaraciones resulta haber herido a su
cuñado […], responde: que es cierto que por una cuestión que tuvo con su hermana María Laureana de
Castro, mujer de Juan Márquez, por no haberle acabado unos zapaticos que mandó a hacerle para su
hijo […], habiéndose venido contra él manoteándole le dio un empujón que la arrimó a la pared. Al
ver esto dicho Márquez le tiró un bofetón […] y con una navajita que tenía […] lo hirió, no hace
memoria si fue en el muslo o en el vientre. (850v)
Finalmente, Juan de Castro fue sentenciado a prisión por el Juzgado de la ciudad y de la provincia
de Cartagena de Indias, presidido por el Gobernador Esteban José Chirinos. Sin embargo, esto no le
bastó a su esposa Lorenza, quien también solicitó ante el Tribunal Eclesiástico su divorcio
perpetuo, el cual le fue concedido en 1807 (858v).
Un recurso femenino: el divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem
Para la religión católica, el matrimonio resulta indisoluble29. Este
principio aparece consignado en el Evangelio de San Marcos, en el cual se relata la manera en que
Jesucristo predicó a sus discípulos cómo “cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra,
comete adulterio contra ella” (66).
Por esta razón, la Iglesia a lo largo de su historia ha admitido exclusivamente el divorcio quoad
thorum et mutuam cohabitationem, que produce la simple suspensión de la convivencia de la pareja,
pero deja así subsistente el vínculo matrimonial de carácter sacramental y ciertos efectos derivados
de este, tales como el de la fidelidad y el derecho a alimentos. En dependencia de la causa, el
Tribunal Eclesiástico podía dictaminar que la separación fuese perpetua o temporal (Hernández Fox
10).
No obstante, como señala el jurista español decimonónico Francisco Gómez Salazar, en su libro
Instituciones de derecho canónico, las razones esgrimidas para entablar tal demanda debían ser
sumamente graves. Estas debían demostrar que las esposas o los esposos se veían impulsados a acudir
a ese recurso porque su integridad física y moral peligraban por culpa de sus consortes. Estas
causas abarcaban la herejía, la delincuencia, las enfermedades contagiosas incurables, el adulterio
y la sevicia (255). De esta manera, si un cónyuge estaba unido a un hereje, a un delincuente que
intentaba convertirlo en su cómplice o a alguien aquejado de una enfermedad como, por ejemplo, la
lepra30, poseía la facultad de solicitar el divorcio. Sin embargo, las
causas más invocadas en estos casos eran el adulterio y la sevicia.
Así, el adulterio tanto masculino como femenino, cometido sin mediación de la violencia, constituía
un buen motivo por el cual se concedía el divorcio perpetuo, puesto que se oponía a la propia
naturaleza del casamiento. Sin embargo, el cónyuge no podía entablar tal demanda cuando él mismo
había sido adúltero, obligaba a su pareja a prostituirse o la había perdonado, al mantener
relaciones sexuales con ella, después de conocer de su desliz (Hernández Fox 10). Por su parte, la
denuncia de la sevicia, tal como precisa Pedro Golmayo en Instituciones del derecho canónico,
resultaba lícita siempre que las golpizas “amenazaran seriamente de muerte o mutilación a la esposa”
(256). En las ocasiones en que los prelados determinaban la “inexistencia de pruebas suficientes”
para dictar la separación se advertía únicamente al esposo que en lo sucesivo tratase con mayor
mesura a su pareja.
El Sacro Sanctum, Oecumenicum Concilium Tridentinum, en su vigésimo cuarta sesión, celebrada el 11
de noviembre de 1563, sancionó que todos aquellos que negaran el derecho de la Iglesia de decretar
el divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem, por las razones que se han venido explicando,
debían ser excomulgados (224). Por su parte, su canon 12 ratificó que los jueces seculares no podían
intervenir en estos asuntos espirituales (224).
Las normativas del Concilio, confirmadas por el Papa Pío IV el 26 de enero de 1564, se aplicaron en
todos los territorios de Ultramar a partir de ese propio año, en virtud de la “Real Cédula del 12 de
julio”.
Las normas del derecho canónico referentes al matrimonio y al divorcio trascendieron a la
legislación civil española. En Las Siete Partidas se reconocía que este tipo de demandas podían
entablarse ante los juzgados eclesiásticos. Estos tribunales estaban presididos por los obispos,
quienes eran los jueces de primera instancia en todos los pleitos canónicos de sus diócesis y se
componían, por un provisor y vicario general, tres fiscales, un notario mayor y cuatro empleados en
calidad de oficiales y escribientes (Hernández Fox 12).
De acuerdo con lo estipulado, cuando alguno de los miembros de una pareja decidía divorciarse, tenía
que presentar sus solicitudes ante los provisores y los vicarios generales31. Los primeros pasos consistían en informar a los demandados los
detalles de los cargos que pesaban sobre ellos, ordenar a los fiscales que sacasen a las mujeres de
sus hogares y las depositaran en casas o instituciones en las que quedaran en todo momento a
disposición de los tribunales, ya fueran ellas las demandantes o las demandadas, e intentar
convencer a estas personas de que renunciaran a seguir adelante con los procesos de
divorcio.
En esos actos de conciliación, los fiscales recurrían a todo tipo de argumentos en procura de que
las parejas se juntaran de nuevo. Si estos intentos de reconciliación de los cónyuges fracasaban,
llovían las mutuas inculpaciones y se les concedía un lapso de veinte a ochenta días para exponer
los nombres de los testigos que serían interrogados. Invariablemente, a fin de que los magistrados
aceptaran la idea de que la cohesión de la familia se hallaba resquebrajada, se necesitaban
evidencias categóricas. Por tanto, los testigos tenían que ser presenciales, de modo que se
aceptaban en este punto hasta las declaraciones de los parientes, las cuales en otros tipos de
causas resultaban inadmisibles32.
Una vez iniciados los juicios y teniendo en cuenta que los maridos eran los administradores de sus
bienes, las esposas se veían precisadas a reclamarles el suministro de distintas sumas de dinero.
Estas cantidades resultaban imprescindibles para la compra de alimentos con los que mantenerse en
los lugares en que quedaban depositadas, y para el pago de las litisexpensas, es decir, de los
gastos relacionados con los procesos (Hernández Fox 12).
Carlos III, en su afán por restar poder a la Iglesia, promulgó la “Real Cédula del 22 de marzo de
1787”, en la que ordenó:
Que los Jueces Eclesiásticos solo deben entender en las causas de divorcio, que son espirituales y
privativas del fuero de la Iglesia, sin mezclarse bajo el pretexto de incidencia, anexión, o
conexión en las temporales, y profanas sobre alimentos, litisexpensas, o restitución de dotes, como
propias, y privativas de los Magistrados Seculares. (2)
Ante tales medidas, el Papa Pío VI, en su “Letra del 17 de septiembre de 1788”, ratificó que las
autoridades civiles no tenían ningún derecho a impartir justicia en los sumarios de nulidad
matrimonial y de divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem, pero tuvo que reconocer que
resultaba legítimo que lo hicieran en las materias señaladas por la referida Cédula (260).
Ahora bien, el divorcio era un recurso que utilizaban mayoritariamente las mujeres, tal como
muestran los documentos de este tipo que se han consultado de las ciudades de Cartagena y de La
Habana. Del total de veintinueve expedientes, solo uno fue interpuesto por un esposo. Este hombre
fue Mariano de Espinosa, residente de La Habana. A fines de septiembre de 1779, Espinosa interpuso
una demanda titulada “Mariano de Espinosa en lo autos de divorcio que sigue contra su mujer Antonia
Granados, insertándose interrogatorio sobre esta diligencia, acusando a su esposa Antonia Granados
de cometer adulterio”. En su declaración ante el Tribunal Eclesiástico, Espinosa describió que
encontró a su mujer “encerrada en el cuarto de su habitación a las once de la noche, el 18 de
septiembre de 1779, con Don Miguel de las Casas” (131v).
Por esta causa, Antonia fue depositada en la Casa de Recogidas, donde permaneció recluida todo el
tiempo que duró su juicio. Desde ese espacio, Antonia se defendió de la acusación de su marido,
afirmando que este había planeado todo con la colaboración de su mejor amigo, Miguel de las
Casas33, a fin de lograr solicitar el divorcio y de esa manera
deshacerse de ella. Para eso, explicaba Antonia, se había valido de lo siguiente:
Estando yo algo indispuesta del estómago, me dio un brebaje, diciéndome que era un digestivo con el
cual me aliviaría. […]. Así que lo tomé [...] y sentí un gran desvanecimiento. Al mismo tiempo, […]
viéndome con aquella fatiga y muy acongojada, me dijo: “no tengas cuidado que es el efecto del
digestivo”. Quedé totalmente aturdida y […] esto me duró hasta más de medianoche que volví en mí.
(133)
Mariano se aprovechó de su desmayo e hizo pasar a su cuarto a Miguel y le indicó que se acostase en
su cama junto con Antonia. Luego, Mariano aparentó llegar a su casa y haber atrapado in fraganti a
su esposa con su supuesto amante. Antonia argumentaba que Mariano había tramado esta situación
porque desde hacía mucho tiempo no quería convivir con ella.
Después de interrogar durante casi dos años a varios testigos del caso, el 16 de junio de 1781 el
provisor y vicario general del Tribunal Eclesiástico de La Habana, Luis Peñalver y Cárdenas,
concluía:
En los autos seguidos por Don Mariano Espinosa contra Doña Antonia Granados, su legítima mujer,
sobre divorcio perpetuo dice [...]: que respecto que las pruebas dadas por la Granados […]
indemnizan su inocencia en la parte que le atribuye Espinosa del adulterio, en que desea afianzar la
separación, se sirva mandar que estos cónyuges se reúnan que así lo requiere el vínculo conyugal y
es de hacer conforme a Justicia. Además, se consideró la debilidad del sumario, lleno de
estratagemas y premeditada invención, con que Espinosa parecía seducir al Tribunal para ameritar la
separación del matrimonio. (159v)
Como se mencionó, con la excepción de este caso, el resto de los expedientes de divorcio localizados
en el Archivo General de la Nación y en el Archivo Nacional de Cuba fueron iniciados por las
mujeres. Las causas que impulsaban a las esposas para reclamar el divorcio, ante las autoridades
correspondientes, eran la sevicia y el adulterio. No obstante, las mujeres recurrían al divorcio
cuando consideraban que era imposible conservar sus matrimonios tras sufrir por años con resignación
las humillaciones de sus maridos. En gran parte de los casos el divorcio había sido precedido por
denuncias formuladas ante los tribunales civiles porque sus maridos se resistían a proveerlas en sus
necesidades de alimentos, vestimentas, remedios, etc.34. Algunas
esposas referían, incluso, que durante años ni siquiera habían podido contarles sus desdichas a sus
familiares más cercanos porque sus consortes les tenían terminantemente prohibido salir a las calles
y recibir visitas en sus casas, de modo que ocultaban su situación real. Ese fue el caso de Catalina
Zabala, quien aparece en el expediente “Doña Catalina Zabala, mujer de Don Martín Bernabé por
divorcio”. El 25 de febrero de 1767, Catalina se presentó ante el provisor y vicario general del
Tribunal Eclesiástico de Cartagena de Indias, Agustín de Moncayo y Vivanco, a fin de solicitar el
divorcio perpetuo de Martín Bernabé por “la notoria sevicia, tiranía y malos tratamientos que me ha
hecho” (640). A continuación, Catalina detalló cómo su marido la golpeaba “fieramente, me castiga
como si yo fuera su esclava, […] sin causa, ni motivo alguno” (640).
A partir de ese día, Catalina vivió en distintas casas, en calidad de depositada. Primero,
permaneció en la morada de Isabel y Carlos Benedetti, y luego fue trasladada al hogar de María
Francisca de Borda y Esteban Gómez.
Doña Catalina Zabala, mujer legítima de don Martín de Bernabé Madero […] digo: que yo estoy
siguiendo causa de divorcio en el Tribunal Eclesiástico contra […] mi marido por la notoria sevicia,
tiranía y malos tratamientos que me ha hecho y me hallo en depósito de dicho Tribunal en la casa de
doña María Francisca de Borda, mujer legítima de don Esteban Gómez […], vecino de esta ciudad […],
solamente por la resistencia que hizo dicho mi marido a que se me pusiese en depósito en casa de
doña Catalina Delgado, después de haber estado en depósito en la casa de doña Isabel y don Mario
Benedetti. (641)
Cuando se leen estos decretos sobre los depósitos de las esposas que intentaban divorciarse se
develan al historiador las ideas de la época sobre la posición de las mujeres en la sociedad. El
lenguaje que se empleaba para describirlos muestra con claridad que a las mujeres se les consideraba
como simples cosas, a las que por su “fragilidad”, “irreflexión” e “incapacidad” para cuidar de sí
mismas debía “extraérseles” de los hogares maritales para “depositárseles” en lugares en los que se
responsabilizaba a los “depositarios” con su “custodia” y “seguridad”.
El depósito, al margen de garantizar que la esposa no fuera maltratada por su consorte en el
transcurso del juicio, era además una manera de controlar su conducta. La mujer tenía que vivir en
esta morada “recogidamente”, sin salir a pasear ni asistir a fiestas, e incluso para recibir las
visitas de sus familiares necesitaba que su depositario la autorizara. De este modo, se le
proporcionaba al marido la tranquilidad de que ella, en todo momento, le guardaría la fidelidad
requerida en el matrimonio35.
Todas las penurias que las mujeres atravesaban en los depósitos demostraban que estos se
consideraban una medida preventiva contra separaciones por causas leves. Además, el control que se
ejercía sobre ellas era un sustituto del desplegado por los maridos durante el matrimonio. Así
transcurrían los días de las depositadas, a la espera de una sentencia que les resultase
favorable.
En la práctica, sin embargo, la rigidez de este mecanismo dependía de dónde y bajo quién se
efectuaba. Por esa razón, Martín de Bernabé pidió al Tribunal Eclesiástico que Catalina fuese
trasladada al Convento de la Obra Pía de la Caridad de Nuestro Señor Jesucristo, fundado en 1640, la
institución que se utilizaba en Cartagena para el depósito de mujeres. Bernabé consideraba que allí
su esposa viviría de forma más estricta, como efectivamente ocurrió.
En Cartagena de Indias, en 3 de mayo de 1767, Doña Catalina Zabala depositada en el Convento de la
Obra Pía de la Caridad de Nuestro Señor Jesucristo por orden del Tribunal eclesiástico por causa de
divorcio perpetuo, quoad thorum et mutuam cohabitationem, ante Vuestra Señoría digo: que me hallo en
el dicho Convento privada de toda comunicación, indefensa, y casi presa, sin delito alguno que
merezca esta pena. (648)
Una situación similar atravesó María Carrasco en La Habana tras solicitar su divorcio, en enero de
1782, como consta en los “Autos seguidos por Doña María Carrasco contra Don Diego García sobre
divorcio”. Al presentar su petición, María relató que su esposo “mantuvo y mantiene comercio carnal
hasta con personas […] de las que ha tenido hijos” (1). García había violado en el propio lecho de
María, nueve años atrás, a la esclava Tomasa, perteneciente a su amiga Manuela Aguiar36. Fruto de ese acto abusivo, nació Anselmo, cuyo parecido físico con
su progenitor desmentía los reiterados intentos de este por negar su paternidad.
Sin embargo, para María lo más intolerable era la relación de concubinato de su esposo con María de
la Concepción Quiñones, con quien tenía un hijo. Carrasco narraba con lujo de detalles que su marido
pasaba más tiempo con su concubina que con ella. De hecho, era en la casa de María de la Concepción
donde él comía y dormía de manera habitual.
María insistió mucho en estos hechos, porque en concordancia con el doble rasero por el que se
juzgaba el adulterio, el concubinato era la principal manifestación de una relación de este tipo, ya
que era una unión que se mantenía de forma permanente y paralela al matrimonio. De este modo, las
mujeres debían demostrar que las relaciones extramatrimoniales de sus parejas resultaban tan
escandalosas que públicamente se contemplaba con vergüenza la manera en que su rol fundamental de
esposas era mancillado. Al respecto, expresaba María:
Hace trece años que contraje matrimonio con Diego García y en el decurso del tiempo le he tratado
con el amor y la fidelidad correspondiente a mi estado, cumpliendo con todas mis obligaciones.
Olvidando la mutua correspondencia con que debe mirarme ha quebrantado las leyes que le estrechan a
vivir en la observancia fiel de nuestro matrimonio, cometiendo el detestable crimen de adulterio,
que por más que he procurado abstraerlo de su perversidad con mis ruegos, lejos de adoptar un suave
temperamento, ha seguido con sus maldades, me trata con gran aspereza y no pudiendo desentenderme de
estos claros fundamentos […] solicito […] en este recto Tribunal mi demanda de divorcio quoad thorum
et mutuam cohabitationem entre mí y García, para que de esta suerte, constando mi inocencia, se
declare no hacer vida maridable con ese hombre. (2)
Tras su solicitud de divorcio, María fue depositada en la Casa de Recogidas. Debe explicarse que, en
el caso de La Habana, a diferencia de Cartagena de Indias, existían distintas instituciones para el
depósito de las mujeres según su estatus social.
Así, por ejemplo, la información contenida en diversos casos de divorcios indica que el Colegio de
San Francisco de Sales37, creado el 27 de febrero de 1689 por el obispo
Diego Evelino de Compostela, recibió en su seno a damas de familias ilustres y de clase media. En
este espacio, las depositadas quedaban sujetas a un régimen prácticamente monástico, con sus días y
noches consagrados a las oraciones y a las labores de costura y bordado. Todos sus pasos eran
observados tanto por el capellán administrador38 como por la directora
del colegio39.
Por cierto, en la “Real Cédula del 9 de junio de 1692”, transmitida al Gobernador interino de Cuba,
Severino de Manzaneda, en la que Carlos II aprobó la fundación del Colegio de San Francisco de
Sales, aparece también el visto bueno del rey para que se estableciese, en un inmueble comprado por
el obispo Compostela, una casa de recogimiento para mujeres divorciadas.
Y por lo que mira a las dos casas de recogimiento para las doce doncellas, y mujeres divorciadas, os
ordeno y mando examinéis con certeza e individualidad la seguridad y manutención […] señalada para
ambas casas y siendo la suficiente […] daréis licencia en mi nombre como Vice Patrono para su
fundación en forma […], eso con calidad que ninguna de ellas tenga Iglesia ni oratorio con puerta a
la calle, sino solo un oratorio privado en lo interior de cada uno, y dispondréis por lo que toca al
recogimiento para las mujeres divorciadas, que los maridos las sustenten en él, o señalen cantidad
fija para su anual alimento. (39)
No obstante, debe señalarse que después de muchos años de ardua búsqueda en diversos fondos del
Archivo Nacional fue imposible encontrar más información relativa a esta casa. Este hecho, sin
embargo, más que embargar de desaliento a los historiadores, constituye un acicate para continuar
tras su huella en nuevas investigaciones.
Mientras tanto, el Sínodo Diocesano, realizado en la Isla en junio de 1680 bajo la presidencia del
obispo Juan García de Palacios, y el cual fue aprobado por el monarca Carlos II en la “Real Cédula
del 9 de agosto de 1682”, estableció que a las mujeres pobres de La Habana se les debía trasladar al
Hospital de San Francisco de Paula (25). Erigido en 166840, este
hospital, el primero para mujeres que existió en Cuba, sirvió también durante décadas como cárcel de
mujeres. A partir de entonces, las esposas que intentaban divorciarse quedaban recluidas junto con
las demás presas que cumplían condenas, más o menos largas, por haber cometido distintos
delitos.
Unos regímenes similares de vida llevaban las que se hallaban encerradas en la Casa de Recogidas.
Entre ellas se encontraba María Carrasco, quien, en una carta dirigida al provisor y vicario general
Luis Peñalver y Cárdenas, el 18 de febrero de 1782, denunciaba que no se permitía que un médico
entrase a verla y a suministrarle algún remedio para los fuertes dolores estomacales que padecía
(11). De igual forma, denunciaba que era ilegal que el capellán administrador, Lucas Duarte, la
privara de hablar hasta con su abogado. Para María, el objetivo de estas medidas restrictivas era
claro: lograr que cediera en su firme resolución de divorciarse.
Vuestra Señoría […] no he podido lograr el consuelo que entre un médico a manifestarme los remedios
que traen mi restablecimiento. […] Y este es Señor, a la verdad, un recurso que no se le deniega al
reo de pena capital porque se instruye en la realidad de su dolencia: pues si esto se le concede a
un criminal acusado de homicidio: ¿con qué motivo se me niega a mí que soy inocente, que trato de
vindicar según Derecho las injurias que me ha causado el reprensible manejo de García? (24)
Una semana después, dada la pasividad e indiferencia de las autoridades frente a su situación, María
se escapó. La madre de la Casa de Recogidas, Rita Marina Guerrero, le refirió a Peñalver y Cárdenas
que María había logrado, con una excusa, subir al “piso alto y por un balcón que tiene la enunciada
vivienda que con poca distancia descansa sobre el tejado puso un taburete y se largó” (26).
Algo similar declaró ante el Tribunal Eclesiástico el capellán administrador Duarte: “Lo que puedo
informar sobre la ocurrencia de la fuga de Doña María Carrasco es que el día lunes 25 del corriente
se fue para los tejados a las dos de la tarde y que según se dijo, después quiso insultar a la Madre
Guerrero por la puerta de la calle” (25v).
Esta “fuga” de María causó un enorme escándalo, tanto en el seno de la Casa de Recogidas como en el
Tribunal Eclesiástico, el cual, tras este hecho, dio por finalizado su caso de divorcio. ¿Qué fue de
María tras su huida? Aunque esa pregunta no se puede contestar a cabalidad en estas páginas, de
acuerdo con la última declaración de Diego García en la que señalaba no conocer nada sobre el
paradero de su mujer varios meses después de su huida, ella —al menos durante un largo tiempo— no
volvió a su lado.
Si los sucesos relacionados con María Carrasco fueron muy comentados en las calles, seguramente su
caso no levantó las mismas murmuraciones que provocó en 1793 el de María Felicia de Jáuregui y
Aróstegui, cuya familia formaba parte de la oligarquía habanera. Tal como lo ilustra la consulta del
expediente “Cuaderno de Audiencia de las diligencias seguidas por Doña María Felicia Jáuregui contra
Don Francisco Bassabe sobre divorcio”, sin duda su proceso de divorcio fue uno de los más comentados
de esta época, un verdadero escándalo en La Habana. Cuando en la mañana del 29 de octubre de 1793,
María Felicia anunciaba su presencia ante el obispo Felipe José de Trespalacios y Verdeja, muy lejos
estaba dicho prelado de imaginar el motivo de tal visita. Una vez ante su Ilustrísima señoría, ella
refirió:
La sevicia cruel e inhumano trato que hacía tiempos experimentaba de su marido [Francisco José
Bassabe y Cárdenas], en términos de haberla puesto en los últimos momentos de perder la vida, lo que
había silenciado hasta entonces para que no saliera al público, ni trascendiera a otros,
desesperanzada ya de remedio intentaba divorciarse perpetuamente, mediante a que ella no había dado
causa o motivo para semejantes tratamientos, y le había guardado la lealtad y fidelidad debida a su
matrimonio. (1)
Ante los atónitos ojos de la sociedad habanera, se iniciaba así un juicio en el que se hallarían
inmersos los miembros de dos de sus más ilustres linajes: ella, una nieta de Martín de Aróstegui y
Larrea, quien fuera presidente de la Real Compañía de Comercio de La Habana; él, un nieto del
difunto alguacil mayor del Santo Oficio de la Inquisición, Francisco Bassabe y Urbieta. La
celebración de su boda, oficiada en la catedral el 5 de abril de 1785, se había concebido, como
otras entre primos, en aras de consolidar los lazos económicos y sociales que unían a ambas familias
(Hernández Fox 15).
Ahora, María Felicia volvía enferma a su casa natal en calidad de depositada, lo cual implicaba que
durante el tiempo que durase el litigio el padre era el responsable de custodiarla. Bassabe, por su
parte, se defendía ante el tribunal de las acusaciones que pesaban en su contra:
Mientras estuvo Doña María Felicia en mi casa, no se articuló ni la simple palabra de divorcio. Esta
maniobra y acto de hostilidad fue forjado en su casa paterna […], por espacio de un mes que medió
desde el día de su fuga41, al de su presentación en este juicio
[cursivas añadidas]. (5-6)
Además, inconforme con el proceder de los jueces, quienes desde un comienzo no pusieron punto final
a este asunto, solicitó al gobernador y capitán general Luis de las Casas y Aragorri hacer llegar al
monarca una carta en la que exponía la “deshonrosa” situación que atravesaba (Hernández Fox 16). De
este modo, el escándalo trascendió los umbrales insulares para filtrarse tras las puertas del
Despacho Real en Aranjuez. Carlos IV, como contestación, expidió la Real Cédula del 18 de abril de
1794, en la que encargaba:
Reverendo Padre Obispo de la diócesis de la Habana de mi Consejo. Con carta de 7 de enero de este
año trasladó el Gobernador y Capitán General de esta Isla una representación de Don Francisco
Bassabe y Cárdenas en que hizo presente que desde el 29 de octubre anterior le tenía preparada
acción de divorcio su mujer Doña María Felicia Jáuregui […]. Que se notaban en los decretos unas
dilaciones que harían interminable el juicio, […], suplicándome me dignase mandar libraros la
correspondiente misiva, a fin de que sin las demoras que advertía, le administréis justicia,
prescribiendo el término que pareciera más conforme dentro del cual determinaréis el expediente,
añadiendo el Gobernador en su citada carta que el referido Don Francisco Bassabe era un vecino
distinguido de esa ciudad, de conducta muy arreglada. (3v-5)
Los decretos en torno al caso adolecieron, sin embargo, de los retrasos burocráticos comunes a la
administración de justicia. A pesar de eso, los argumentos de la acusación fueron comprobados por
las certificaciones de los médicos. De hecho, María Felicia, en más de una ocasión durante el tiempo
que se prolongó el pleito, imploró al obispo Felipe José de Trespalacios y Verdeja42 que le autorizara a ir a los baños termales de Madruga, recomendados
por el doctor José Caro43, a fin de mejorar sus padecimientos de
hipocondría44, histeria45, trastornos
menstruales y otros que le quedaron como secuelas de los maltratos (Hernández Fox 17).
Al cabo de ocho años de litigio, Bassabe denunciaba a los jueces, el 27 de marzo de 1801, lo
siguiente:
Doña María Felicia no guarda vigoroso depósito en la casa de su padre, ni este observa y cumple con
las obligaciones de verdadero depositario de la persona de su hija. Yo la he visto sola muchas
veces, y acompañada de otras personas de su sexo, paseando por las calles y extramuros de esta
Ciudad a todas horas. Yo sé que es cierto que concurre a visitas y son estas, unas libertades de que
debía abstenerse en las circunstancias presentes, mayormente cuando las practica sin la compañía de
Don Juan Tomás de Jáuregui, encargado por el Tribunal de su custodia y de vigilar sobre sus pasos y
conducta. (6v-7)
A renglón seguido, exigía que su esposa fuera trasladada a un monasterio o al Colegio de San
Francisco de Sales. En vista de que el tribunal no se decidía a ejecutar su solicitud, al mes
siguiente Bassabe intentaba persuadir a los magistrados de la urgencia de esta, para lo cual usó un
nuevo argumento:
Doña María Felicia en vez de consuelo sirve de dogal y tormento a Doña María Ana Aróstegui su madre,
como que ha sido la verdadera causa de la lastimosa catástrofe que se nota en su razón. Era esta,
una señora dotada de juicio, prudencia y discreción en grado superior. Amaba con predilección a la
referida Doña María Felicia, pero conocía sus extravíos. (10v-11)
Este intento por acusar a María Felicia de incumplir con sus deberes conyugales y de ser la causa de
los trastornos de su madre tampoco resultó efectivo. El 23 de agosto de 1804, entre reclamos y
reproches, fallecía Francisco Bassabe y Cárdenas. Tres años después, como lo recoge el Libro de
matrimonios de españoles (1794-1812), su viuda contrajo nupcias con el oidor Honorario Nicolás
Taboada y Moscoso, oriundo de la provincia de Lugo (Hernández Fox 18). Tal como lo demuestra el caso
de María Felicia, los trámites de los procesos de divorcio solían prolongarse por años. Amén de que
los plazos para contestar cada uno de los nuevos autos introducidos por las distintas partes
resultaban prorrogables, los cursos de los juicios podían alterarse con una serie de prácticas
dilatorias, como, por ejemplo, pretextar enfermedades a fin de no comparecer frente a los jueces,
solicitar que a las mujeres se les cambiara de depósito o protestar acerca de las actuaciones de los
abogados.
Por otra parte, resultaba frecuente que los decretos —aunque debían extenderse con prontitud dada la
importancia que tenía la causa de que se trataba— experimentaran demoras. En algunos casos, no
resulta aventurado pensar que los jueces lo hicieron a propósito, con el fin de que las esposas
desistieran de sus demandas y volvieran al seno del hogar marital.
Es necesario señalar que las autoridades eclesiásticas tanto en Cartagena de Indias como en La
Habana fueron muy cautas para conceder el divorcio. De hecho, lo hicieron solo en aquellos casos en
los que se consideró no existía otro remedio, porque en la práctica la defensa de la unión conyugal
era mucho más importante para la Iglesia y el Estado que la aplicación literal de las leyes.
La sentencia de divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem, como se ha venido explicando,
implicaba que los esposos lograban hacer sus vidas completamente separadas a partir de ese momento,
pero ninguno de los dos, en vida del otro, podía volverse a casar. Si el marido era el que había
dado lugar al divorcio, como sucedía la mayor parte de las veces, perdía la administración de la
dote de su esposa, debía proporcionar el dinero necesario para el sustento de su familia durante la
separación y sus hijos quedaban al abrigo de la madre. Sin embargo, si se fallaba en contra de la
mujer, solo los hijos menores de tres años permanecían a su lado, hasta que cumpliesen esa edad y,
como es natural, sus bienes continuaban en manos del marido.
A partir de la “Real Cédula del 22 de marzo de 1787” los pleitos judiciales por la restitución de
las propiedades de las consortes, tanto en los tribunales eclesiásticos como en los civiles, se
convertían en largos y tortuosos sumarios, como lo ilustra el caso “Doña Teresa de Arias en los
autos del divorcio que ha seguido contra Don Pedro Antonio Benedit Horrutiner su esposo e incidente
sobre la restitución de su dote”. El Juzgado Eclesiástico había dictaminado el divorcio perpetuo
entre Teresa y Pedro Antonio, por adulterio y sevicia, en 1756. Siete años después, en 1763, Teresa
aún luchaba porque este le repusiese su dote.
Pedro Antonio, apoyado por su padre Pedro José Benedit, se rehusaba a cumplir con lo prescrito por
el Tribunal Eclesiástico, alegando que no contaba con el dinero suficiente. Ante esto, Teresa
ripostó con la exigencia de que las casas de su propiedad fueran subastadas públicamente. A dicha
solicitud también se negó Benedit Horrutiner, quien interpuso un nuevo recurso, por lo que no fue
hasta 1765 que Teresa pudo embarcarse hacia España con el dinero que su esposo le restituyó
(38).
Aún más penosos resultaban los pleitos en los que las madres reclamaban a sus maridos que les
entregaran sus hijos. En Cartagena, Catalina Zabala llevaba más de dos años sin poder ver a los
suyos. Martín de Bernabé había prohibido terminantemente que la visitasen en los distintos depósitos
en que había estado. No fue hasta mayo de 1769, una vez dictada la sentencia de divorcio perpetuo a
su favor, que Catalina pudo tener a sus hijos de nuevo a su lado. Este caso revela el trastorno
emocional que para los infantes también significaba vivir una experiencia de este tipo
(646).
Las historias de todas estas mujeres cartageneras y habaneras permiten comprender la complejidad de
las experiencias femeninas en este periodo, así como los mecanismos que asumieron para reivindicar
su derecho a existir.
Notas:
1 Hegel, en su obra Fenomenología del espíritu, realiza un estudio
de esta división entre los espacios público y privado. Uno estaba dirigido al Estado, la ciencia y
el trabajo, y el otro se volvía hacia la familia y la creación de la moralidad.
2 En el Archivo General de la Nación se localizaron, en la Sección
Colonia, en los fondos de Asuntos Civiles y Juicios Criminales y en la sección Archivo Anexo en el
fondo de Pleitos, cuatro casos de violación, siete casos de adulterio, nueve de sevicia y diecisiete
de divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem.
3 En el Archivo Nacional de Cuba se encontraron, en los fondos de
Audiencia de Santo Domingo, Donativos y Remisiones, Escribanías y Miscelánea de Expedientes, dos
casos de violación, seis de adulterio, once de sevicia y doce de divorcio quoad thorum et mutuam
cohabitationem.
4 El Concilio de Trento se desarrolló entre 1545 y 1563 y durante
sus veinticinco sesiones se reafirmaron los dogmas esenciales de la Iglesia católica.
5 Término que se usaba, fundamentalmente, en el Virreinato de la
Nueva España con el fin de designar al hijo de indio/a y mestizo/a.
6 Con relación a este precio, es necesario decir que aun cuando la
“Real Cédula sobre gracias al sacar” fijó esta tasa en 24 200 reales, existieron personas dispuestas
a pagar sumas mucho mayores con tal de lograr la legitimación. Este fue el caso de la “Solicitud de
legitimación” presentada por José Miguel Vianes de Sales. Vianes de Sales era un sacerdote de La
Habana, quien, en 1799, remitió al Consejo de Indias la solicitud de legitimación de su hijo de
veintiún años para que este pudiese heredar sus propiedades. Con ese fin, el clérigo expresó su
decisión de pagar “cualquier cantidad establecida para las gracias de esta especie” (3).
7 Término que se empleaba para designar al hijo de español/a y
cuarterón de mestizo/a. A su vez, el cuarterón de mestizo/a designaba al hijo de español/a y
mestizo/a.
8 Con relación a este aspecto, es bueno aclarar que la ley penaba
a las viudas que se casaban de nuevo antes de cumplirse el año de la muerte de su pareja, pues si
esta se embarazaba o lo estaba, no se sabía de quién era el hijo. Entonces, un hijo del nuevo
contrayente podía heredar los bienes del anterior.
9 Antonio Arbiol y Díez (1651-1726) fue un sacerdote franciscano
español, entre cuyas obras más importantes se encuentran La venerable y esclarecida Orden Tercera de
San Francisco (1697), Desengaños místicos (1706), El cristiano reformado (1714) y Estragos de la
lujuria y sus remedios conforme a las Divinas Escrituras (1726).
10 Pierre Roussel (1742-1802) fue un médico y escritor francés,
cuyas obras más importantes fueron Système physique et moral de la femme ou Tableau philosophique de
la constitution, de l’état organique, du tempérament, des moeurs et des fonctions propres au sexe,
de 1775, y Système physique et moral de la femme, suivi du système physique et moral de l’homme, et
d’un fragment sur la sensibilité, editado tras su muerte en 1802.
11 José Cadalso (1741-1782) fue autor de numerosos libros, entre
los que se destacan Defensa de la nación española (1768) y Ocios de mi juventud (1781).
12 Francisco Cabarrús (1752-1810) fue un notable ilustrado
español, de origen francés. En 1782 creó el Banco de San Carlos, primer banco nacional de España. En
1789 le fue concedido por el Rey Carlos IV el título de Conde de Cabarrús.
13 El Virreinato de la Nueva Granada se creó en 1717. Sin
embargo, el primer virrey no llegó a ocupar su cargo hasta el 25 de noviembre de 1719. Luego, el
virreinato se suspendió en 1723 por problemas financieros hasta su reinstauración en 1739.
14 Vale la pena aclarar que toda la información para la
realización del padrón se recopiló en 1777, pero este se terminó de elaborar en 1778.
15 Vale la pena precisar que para 1778 el departamento occidental
estaba conformado por las siguientes nueve jurisdicciones: Nueva Filipina (actualmente Pinar del
Río), La Habana, Guanabacoa, Santiago de las Vegas, Santa María del Rosario, San Felipe y Santiago
del Bejucal, San Juan de Jaruco, Matanzas e Isla de Pinos (hoy Isla de la Juventud).
16 Entre los privilegios concedidos a los habitantes de Indias,
en las “Ordenanzas de nuevo descubrimiento y población” promulgadas por Felipe II en 1573, figuró el
de que “el poblador principal” pudiera instituir mayorazgo de todos los bienes y haciendas que en la
nueva plaza adquiriera (115-116).
17 El amancebamiento era un término de la época que designaba la
relación de pareja de dos personas que vivían juntas sin formalizar su vínculo. En el siglo XVIII,
el amancebamiento se encontraba penado tanto por la Iglesia como por la legislación civil. De hecho,
el Concilio de Trento estableció la pena de excomunión para aquellas personas que vivían
amancebadas. En el caso de la Recopilación de Leyes de Indias, el amancebamiento entre las personas
blancas y libres “de color” era castigado con una pena en dinero equivalente a la quinta parte de
los bienes del hombre. Sin embargo, en esta misma legislación se eximía a los indígenas de esta pena
y solo se establecía que las mujeres debían ser retornadas a sus comunidades de origen
(754).
18 Tan “oscuro” origen estigmatizaría las vidas de estas
personas, condenándolas a una situación de inferioridad. Una vez cumplida su mayoría de edad podían
solicitar su legitimación mediante el trámite de gracias al sacar que se explicó en el primer
capítulo.
19 Como consecuencia de la estrechez e inestabilidad económica en
este sector, las deserciones paternas y las madres solteras abundaban.
20 Estos abusos llevaron a algunas mujeres a huir de sus casas,
pero eran perseguidas por la justicia que las volvía a poner en manos de sus maridos.
21 Vale la pena señalar que la violencia doméstica no era un
fenómeno privativo de los matrimonios. También en las uniones consensuales las mujeres resultaban
con frecuencia maltratadas.
22 La mayor parte de las prostitutas que recorrían las calles de
Cartagena y de La Habana y frecuentaban sus tabernas preferían trabajar en los prostíbulos, donde
además de percibir en algunas ocasiones salarios, tenían ropa, casa y comida. Es necesario añadir
que, si bien muchas veces las autoridades fueron permisivas con estas prácticas, la ley les ordenaba
enviar a prisión a las mujeres que fueran atrapadas ejerciendo este oficio.
23 La mujer que hubiera sido condenada por adulterio tenía el
derecho de pedir que se le llevase a vivir de nuevo con el esposo, en caso de que él incurriese en
igual pecado.
24 A fin de ilustrar un caso en el que sus protagonistas
intercambiaron una promesa matrimonial, vale la pena exponer aquí el expediente de María Josefa
Pérez de Balmaceda, vecina de La Habana, cuyo hijo en 1741 hizo llegar su “Solicitud de
legitimación” al Consejo de Indias. A principios de siglo, María Josefa había exigido a su novio
Pedro Díez de Florencia una promesa escrita de matrimonio, antes de acceder a tener relaciones
sexuales con él. Justo antes de la boda, y estando ya María Josefa embarazada de su hijo, Pedro
zarpó hacia México para asumir un nuevo cargo público. Desde allí, Pedro le envió varias cartas a
María Josefa pidiéndole que se reuniera con él para casarse. Ella, sin embargo, se rehusó a
seguirlo, alegando que le tenía mucho miedo al mar y a los barcos. No obstante, ella nunca dejó que
sus familiares o vecinos, quienes conocieron de su embarazo, olvidaran que su hijo era fruto de un
compromiso matrimonial. Para eso, conservó la promesa escrita de matrimonio atada a un rosario que
lucía siempre en su cuello (4).
25 Con relación a la bigamia, resulta importante precisar que no
solo era condenada por las autoridades eclesiales, sino también por la legislación civil. De ese
modo, en la Recopilación de Leyes de Indias se castigaba a aquellos que se casaban por segunda vez,
conscientes de que sus legítimos consortes estaban vivos, a ser marcados en la frente con hierro
candente, entregar la mitad de sus pertenencias y realizar trabajos forzados durante cinco años
(702).
26 El 18 de octubre de 1746 se instauró la Casa de Recogidas. El
artículo siete del reglamento estableció que en esta Casa iban a ser recluidas las doncellas pobres
expuestas a relajación, las depositadas de divorcio y las delincuentes. Como explica Rolando Álvarez
Estévez en La “reeducación” de la mujer cubana en la colonia. La Casa de Recogidas, tanto la
admisión como la salida de estas mujeres de la Casa tenían que estar acompañadas de órdenes escritas
por los jueces (20).
27 Juan de Santa Gertrudis (1724-1799) fue un fraile franciscano
español enviado como misionero a América del Sur, donde permaneció entre 1758 y 1767. A su regreso a
España escribió la obra Maravillas de la naturaleza, en la que relataba sus experiencias en el
continente americano y específicamente en la Nueva Granada. Un hecho curioso es que no se conoce la
fecha exacta en que redactó este texto, lo cual pudo ser entre 1768 y 1799.
28 En esta época, el término concubinato se empleaba para
designar la relación extramatrimonial permanente de un hombre con una mujer, con la que convivía
como si fuera su esposa.
29 El matrimonio rato, es decir, aquel que se ha celebrado
legítimamente pero que no se ha llegado a consumar, puede ser anulado.
30 Debe precisarse que las enfermedades muy graves, de fácil
transmisión por la cohabitación, no producían sentencias de divorcio a perpetuidad sino temporales,
porque la Iglesia consideraba que mientras las personas estaban vivas existía la esperanza de que se
restablecieran. Incluso, algunos canonistas se oponían a que fueran admitidas como causas para ese
tipo de rupturas. Pedro Golmayo, por ejemplo, en Instituciones del derecho canónico, aducía que eso
significaba desconocer la esencia de los deberes conyugales, y por el contrario estas situaciones
debían de servir para probar la constancia y amor de los esposos (71-73).
31 Como lo señala Francisco Gómez Salazar en Lecciones de
disciplina eclesiástica y suplemento al tratado teórico-práctico de procedimiento eclesiástico, el
juicio de divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem que se tramitaba en los tribunales
eclesiásticos era una causa civil que constaba de cuatro partes principales: 1) periodo jurídico:
desde la demanda hasta el señalamiento del término de prueba; 2) periodo histórico: el de las
pruebas; 3) periodo crítico: desde la publicación de las probanzas hasta la sentencia; y 4) periodo
transitorio: desde la apelación de la sentencia, si la hubiera, hasta su remisión a la Superioridad,
o la ejecución en su caso. Además, existía una etapa de preparación o antejuicio en la que se
intentaba que las partes llegasen a una avenencia (328).
32 Debe explicarse que siempre se citaba a los querellantes y
demandados a fin de que, si querían, pudieran asistir a las declaraciones de los testigos.
33 Al leer este caso, resulta llamativa la manera en que Antonia
se refería a la “íntima amistad” que existía entre su esposo y Miguel de las Casas. Al respecto, hay
que señalar que en Las Siete Partidas se estipulaba que cualquier persona que conociese a un “hombre
que hiciese pecado contra natura”, tenía la obligación de denunciarlo ante las autoridades
(409).
34 Las causas de sevicia y adulterio se consideraban causas
criminales, mientras las de falta de alimentos eran causas civiles.
35 Sin embargo, durante el proceso de divorcio, con el esposo no
se tomaba ningún tipo de medida para evitar que fuera infiel.
36 Durante el juicio, María pidió que la viuda de sesenta y dos
años, Manuela Aguiar, autorizara a Tomasa a declarar ante el provisor y vicario general, dado que a
una esclava se le prohibía prestar testimonio ante las autoridades, a no ser que se dirigiera al
síndico procurador general del Ayuntamiento por causa de un grave problema personal, sin la anuencia
de la propietaria o del propietario. Al conocer Diego García de esa solicitud de su esposa, amenazó
a Manuela con arrebatarle a la sierva y llevarla a la ruina si aceptaba. Finalmente, ella no se dejó
intimidar y Tomasa, también en un acto valiente, contó los detalles del atropello de que había sido
víctima (6-8).
37 El Colegio de San Francisco de Sales, conocido también como
Obra Pía de niñas doncellas, Obra Pía y Recolección de niñas doncellas de San Francisco de Sales,
Colegio de niñas pobres de San Francisco de Sales y Colegio de niñas educandas de San Francisco de
Sales, fue el primer centro en Cuba para la educación escolarizada de niñas. Alejandrina Penabad y
Enrique Sosa apuntan, en el primer volumen de su obra Historia de la educación en Cuba, cómo,
contrario a lo que se ha escrito al respecto, en la “Real Cédula del 5 de julio de 1690”, el Rey
Carlos II se refería a una carta de Compostela en la cual este le informaba que en unas casas
propiedad del Obispado se encontraban recogidas doce “doncellas nobles”, las cuales “con gran
consuelo de sus padres viven y se crían en virtud y buena conducta”. Eso quiere decir, subrayan los
autores, que las niñas internadas allí en ese momento eran hijas legítimas de familias conocidas que
podían pagar un estipendio —de ahí su condición de “doncellas nobles”— y que todas tampoco habían
quedado “huérfanas”, si al educarse en el colegio proporcionaban “consuelo a sus padres”
(91).
38 El 8 de junio de 1694 Compostela nombró como capellán
administrador del Colegio a Juan García del Valle, quien era su secretario de Cámara y Gobierno.
García del Valle ocupó el cargo hasta 1730.
39 Como señala Jorge Le Roy, en su obra Historia documentada del
Colegio de Niñas Educandas de San Francisco de Sales de La Habana (1689-1916), desde su creación
hasta 1851, que pasó a ser regentado por las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl, San
Francisco de Sales contó con varias directoras. Estas fueron siempre mujeres solteras o viudas sin
hijos, mayores de treinta años, de buena conducta y de una educación esmerada, con títulos de
maestras y entendidas en toda clase de labores. Se debe añadir que, así como ellas, trabajaban por
un sueldo en el colegio dos maestras, una enfermera y varias criadas (43-46).
40 En 1664, el presbítero Nicolás Estévez Borges, rector de la
Parroquia Mayor de La Habana, dejó un testamento en el que disponía la creación de una ermita con el
nombre de San Francisco de Paula y autorizaba al obispo y al gobernador de la Isla para que los
bienes restantes fueran empleados en las obras piadosas que mejor les pareciesen. Este dinero fue el
que se empleó en la construcción del Hospital de San Francisco de Paula.
41 Se ha resaltado la palabra fuga intencionadamente, pues los
términos suelen revelar las concepciones de una época determinada. Cuando una mujer se marchaba de
la casa del esposo se describía como una fuga, igual que la de un esclavo de su dueño, mientras si
lo hacía el propio hombre se denominaba simplemente abandono del hogar.
42 María Felicia de Jáuregui insistió reiteradamente en que fuera
el propio Felipe José de Trespalacios y Verdeja, primer obispo de la Iglesia Catedral de San
Cristóbal de La Habana, el que juzgara su caso y no el provisor y vicario general Luis Peñalver y
Cárdenas, debido a que este era familia de su esposo.
43 El doctor José Caro, médico general de los Reales Hospitales
de San Ambrosio y de la Fortificación de la Plaza de San Cristóbal de La Habana, fue quien extendió
asimismo al tribunal los certificados en los que constaban las enfermedades de María
Felicia.
44 La hipocondría es una afección caracterizada por una gran
sensibilidad del sistema nervioso, con tristeza habitual y preocupación constante y angustiosa por
la salud.
45 La histeria es una enfermedad nerviosa crónica, caracterizada
por una gran variedad de síntomas, principalmente funcionales y, a veces, por ataques convulsivos.
Conclusiones | Conclusions
Para el despotismo ilustrado la familia constituyó un espacio esencial de control social. Durante
los reinados de Carlos III y Carlos IV, entre 1759 y 1808, se aplicaron en Hispanoamérica diferentes
códigos que incrementaron la jurisdicción estatal sobre el matrimonio y la familia de todos los
sectores sociales. Esas disposiciones legales brindaron mayores poderes al padre en el seno familiar
y regularon la participación eclesiástica en tales asuntos. Esta política, orientada a la
preservación de las jerarquías sociales y de reafirmación de la estructura clasista-estamental de
las sociedades hispanoamericanas, se basaba en la noción según la cual el matrimonio era una forma
de alianza genuina para individuos de igual condición racial y social.
Junto con este cuerpo legal emergió en estos años una amplia gama de discursos normativos acerca de
la familia. A partir de la conjugación de distintas doctrinas religiosas, educativas, científicas y
políticas, se dictaban los principios morales para la formación de las conductas de los individuos,
en especial de las mujeres.
En este sentido, la legislación del despotismo ilustrado reforzó la normatividad que regía la vida
familiar, cimentada en los pilares del modelo monogámico patriarcal, el cual sancionaba la posición
subordinada de las mujeres frente a los hombres en los ámbitos familiar y social. Eso se expresaba
en que las mujeres no poseían personalidad jurídica propia, por lo cual, durante el matrimonio, los
maridos eran sus representantes, administraban sus bienes y ostentaban de manera exclusiva la patria
potestad sobre los hijos. Solo las esposas podían prescindir de su permiso para acudir ante los
tribunales en causas criminales y entablar litigios en su contra.
Así como en el resto de Hispanoamérica, esta normatividad se aplicó en Cartagena de Indias y en La
Habana en este periodo. Ambas ciudades portuarias eran dos sociedades con características similares
y diferentes en el plano socioeconómico. Mientras la economía cartagenera se sustentaba en el
comercio, la ganadería extensiva y las remesas de dinero de otras provincias del Virreinato de la
Nueva Granada, La Habana experimentó un crecimiento muy importante en estos años, sustentado en el
auge de la plantación esclavista y en el aumento del comercio.
La consulta de los padrones de Cartagena de 1777 y de La Habana de 1778 muestran también diferencias
en el plano poblacional y social. En el caso de Cartagena, la mayoría de sus habitantes eran libres
“de color” y había más mujeres que hombres. Entre tanto, en La Habana la población era
predominantemente blanca y masculina. De igual modo, en la urbe habanera se encontraba un mayor
número de esclavos con relación a Cartagena.
No obstante, estas diferencias, Cartagena de Indias y La Habana tenían importantes semejanzas en las
características de la vida familiar. En ambas ciudades, entre los miembros de la oligarquía, la
endogamia familiar se convirtió en una práctica muy común, tal como lo evidencia la revisión de los
estudios genealógicos de esta época. Asimismo, estas familias se caracterizaban por agrupar en una
misma vivienda a una amplia red de parientes, unidos por vínculos de consanguinidad y de afinidad,
junto con un número importante de esclavos.
Por su parte, en los sectores medios de Cartagena y de La Habana los núcleos familiares estaban
integrados, fundamentalmente, por parejas con sus hijos solteros. En el caso de las capas populares,
muchos hogares estaban conformados por personas que vivían en amancebamiento, entre otras razones
por la prohibición de los matrimonios interraciales y los costos y trámites que implicaban la
celebración de las bodas. En este sector las familias también estaban constituidas por madres solas
con sus niños, así como por una gran variedad de residentes que de algún modo estaban relacionados
entre sí y compartían la misma casa por necesidad o solidaridad.
Otra característica que tenían en común todos los grupos familiares de Cartagena y de La Habana era
la concepción patriarcal que asignaba un rol de sumisión y dependencia a las mujeres, y por la cual
se consideraban sus principales funciones las de esposa y madre. Así, tanto la Iglesia como el
Estado regularon estrictamente los comportamientos femeninos en los diversos espacios de la
sociedad. Esta codificación de la vida femenina abarcaba desde su vestimenta hasta su proyección
socio-laboral, la cual quedó marcada por las limitaciones que imponía la configuración de sus roles
familiares y sociales.
Todo esto generó múltiples situaciones de conflictos y transgresiones en las que las mujeres
supieron valerse para la defensa de sus intereses tanto de las pocas áreas en que se sancionaba de
modo formal su facultad para tomar decisiones como de otras en que podían ejercer un poder informal,
apelando a diversos recursos previstos por las leyes. En este sentido, los expedientes examinados de
adulterio, sevicia y divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem prueban que, tanto en Cartagena
como en La Habana, las mujeres asumieron un rol protagónico ante dichas situaciones en todas las
clases y estamentos sociales.
Los conflictos más comunes que tuvieron que enfrentar las esposas estuvieron relacionados con los
adulterios de sus parejas y con la sevicia. En esos casos las esposas tenían que demostrar en los
procesos judiciales que las infidelidades y las golpizas de sus parejas habían superado los límites
fijados por la moral para su tolerancia y que su vida y prestigio, en cuanto esposas y madres, se
hallaban gravemente comprometidos. Además, las mujeres que se encontraron en estas circunstancias
contaron con la ayuda solidaria de familiares, amigas y vecinas, sin las cuales no hubiesen
conseguido enfrentar sus problemáticas.
Asimismo, fueron las mujeres quienes con mayor frecuencia solicitaron el divorcio quoad thorum et
mutuam cohabitationem tras varios años de sufrir los atropellos de sus maridos. Las principales
causas que impulsaban a las esposas a entablar estas demandas eran la sevicia y el adulterio. Por lo
general, estos pleitos judiciales solían ser bastantes largos, con el fin de que las esposas
desistieran de sus demandas y volvieran al seno de los hogares maritales. Otro de los mecanismos de
estos procesos —el cual refleja la ideología de la época con relación a las mujeres— era el
depósito. Este tenía una función dual: a la vez que proveía a las mujeres de seguridad hasta que se
dictaran las sentencias, servía a la Iglesia y al Estado para controlar sus comportamientos,
mientras no estaban bajo la sujeción directa de los maridos.
Así, estas fuentes documentales ofrecen al historiador la oportunidad de confrontar la normatividad
que se hallaba vigente en la época con las prácticas de la vida diaria. El análisis de estos casos
demuestra que las esposas en Cartagena y en La Habana no siempre se comportaron como víctimas
indefensas que soportaban todos los desmanes de sus maridos. Su actitud de denuncia significó un
verdadero desafío a la autoridad masculina.
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Anexos | Annexes
Anexo 1. Extracto de la “Pragmática sanción en que Su Majestad establece lo conveniente para que
los hijos de familias, con arreglo a las leyes del Reino, pidan el consejo y consentimiento
paterno antes de celebrar esponsales”, del 23 de marzo de 1776
Don Carlos, por la gracia de Dios, Rey de Castilla, de León, de Aragón, […] de Navarra, de Granada,
de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, […] de Murcia, […] de las Islas de
Canaria, de las Indias Orientales y Occidentales, Islas y Tierra-Firme del Mar Océano, Archiduque de
Austria, Duque de Borgoña, de Brabante y de Milán, […] Señor de Vizcaya, y de Molina, &c.
Que siendo propio de mi Real autoridad contener con saludables providencias los desórdenes, que se
introducen con el transcurso del tiempo, […] y habiendo llegado a ser tan frecuente el abuso de
contraer matrimonios desiguales los hijos de familias, […] de que, con otros gravísimos daños y
ofensas a Dios, resultan la turbación del buen orden del Estado, y continuadas discordias, y
perjuicios de las familias, contra la intención y piadoso espíritu de la Iglesia, que aunque no
anula […] semejantes matrimonios, siempre los ha detestado […], como opuestos al honor, respeto y
obediencia que deben los hijos prestar a sus padres en materia de tanta gravedad e
importancia.
Y no habiéndose podido evitar hasta ahora este frecuente desorden, por no hallarse específicamente
declaradas las penas civiles en que incurren los contraventores, he mandado examinar esta materia
con la reflexión y madurez que exige su importancia, […] con particular encargo, de que dejando
ilesas las […] disposiciones canónicas en cuanto al Sacramento del Matrimonio para su valor […] y
efectos espirituales, me propusiese el remedio más conveniente, justo y conforme a mi autoridad Real
en orden al contrato civil y efectos temporales, que evite las desgraciadas consecuencias que
resultan de estos abusos.
Por la cual, y para la arreglada observancia de las leyes del Reino, desde las del Fuero-Juzgo, que
hablan en punto a matrimonios de los hijos o hijas de familias, mando: Que en adelante, conforme a
lo prevenido en ellas, los tales hijos e hijas de familias menores de veinte y cinco años, deban,
para celebrar el contrato de esponsales, pedir, y obtener el consejo y consentimiento de su padre; y
en su defecto de la madre; y a falta de ambos, de los abuelos por ambas líneas respectivamente; y no
teniéndolos, de los dos parientes más cercanos que se hallen en la mayor edad, y no sean interesados
o aspirantes al tal matrimonio; y no habiéndolos capaces de darle, de los tutores o curadores: bien
entendido que prestando los expresados parientes, tutores o curadores su consentimiento, deberán
ejecutarlo con aprobación del Juez Real, e interviniendo su autoridad, si no fuese interesado; y
siéndolo se devolverá esta autoridad al Corregidor o Alcalde Mayor Realengo más cercano.
[…]
Si llegase a celebrarse el matrimonio sin el referido consentimiento o consejo, por este mero hecho,
así los que lo contrajeren, como los hijos y descendientes que provinieren del tal matrimonio,
quedan inhábiles y privados de todos los efectos civiles, como son el derecho […] de suceder como
herederos […] en los bienes […] que pudieran corresponderles por herencia de sus padres o abuelos, a
cuyo respeto y obediencia faltaron.
[…]
Siendo mi intención y voluntad en la disposición de esta Pragmática el conservar a los padres de
familias la debida y arreglada autoridad, que por todos derechos les corresponde en la intervención
y consentimiento de los matrimonios de sus hijos, y debiendo dirigirse, y ordenarse la dicha
autoridad a procurar el mayor bien y utilidad de los mismos hijos, de sus familias y del Estado, es
justo precaver; al mismo tiempo el abuso y exceso, en que pueden incurrir los padres y parientes, en
agravio y perjuicio del arbitrio y libertad que tienen los hijos para la elección del estado, a que
su vocación los llama; y en caso de ser el de matrimonio, para que no se les obligue, ni precise a
casarse con persona determinada contra su voluntad, pues ha manifestado la experiencia que muchas
veces los padres y parientes, por fines particulares e intereses privados, intentan impedir que los
hijos se casen, y los destinan a otro estado contra su voluntad y vocación; o se resisten a
consentir en el matrimonio justo y honesto que desean contraer sus hijos, queriéndolos casar
violentamente con persona a que tienen repugnancia, atendiendo regularmente más a las conveniencias
temporales, que a los altos fines para que fue instituido el santo Sacramento del Matrimonio.
[…]
Y así contra el irracional disenso de los padres, abuelos, parientes, tutores o curadores, en los
casos y forma que queda explicada, respecto a los menores de edad, […] debe haber, y admitirse
libremente recurso sumario a la Justicia Real ordinaria, el cual se haya de terminar y resolver en
el preciso término de ocho días, y por recurso en el Consejo, Cancillería, o Audiencia del
respectivo territorio en el perentorio de treinta días; y de la declaración que se hiciese, no haya
[…] otro recurso, por deberse finalizar con un solo auto, ora confirme o revoque la providencia del
inferior, a fin de que no se dilate la celebración de los matrimonios racionales y justos.
[…]
Y para que lo contenido en esta mi Pragmática-Sanción tenga su pleno y debido cumplimiento, mando a
los del mi Consejo, Presidente, y Oidores de mis Audiencias y Cancillerías, y a los demás Jueces y
Justicias de estos mis Reinos, a quien lo contenido toque, o tocar pueda, vean lo que va dispuesto
en ella, y arreglándose a su serie y tenor, den los autos y mandamientos que fueren necesarios, sin
permitir se contravenga en manera alguna, […] Que así es mi voluntad; y que al traslado impreso de
esta mi Pragmática, firmado de Don Antonio Martínez Salazar, mi Secretario, Contador de Resultas, y
Escribano de Cámara más antiguo, y de Gobierno de mi Consejo […]. Dada en el Pardo a veinte y tres
de marzo de mil setecientos setenta y seis. Yo. El Rey.
Fuente: Pragmática sanción en que Su Majestad establece lo conveniente para que los hijos de
familias, con arreglo a las leyes del Reino, pidan el consejo y consentimiento paterno antes de
celebrar esponsales. Oficina de Don Antonio Sanz, 1776.
Anexo 2. Extracto de la “Real Cédula sobre
gracias al sacar” del 10 de febrero de 1795
Por cuanto habiéndome consultado mi Consejo de Cámara de Indias […] y hecho presente que los
servicios pecuniarios que por
gracias de esta clase se imponían a los que las obtenían, no guardaban proporción con la importancia
de ellas tuve por conveniente
prevenir al mismo Tribunal tratase de arreglar la cantidad que en
adelante debería satisfacerse por las indicadas gracias llamadas al
sacar que fueran de otro valor, según corresponde a su naturaleza
y circunstancia.
[…]
Arancel o Tarifa
[…]
Por la dispensación a una mujer de la edad que le falte de los 25
años que debe tener para ser tutora […] de los hijos que le quedaron
de su difunto marido deberá servir por cada año con 2200 [reales].
Por la licencia a una mujer para que sin embargo de pasar a segundas nupcias pueda continuar en la
tutela del hijo o hijos que le
quedaron del primer matrimonio, 6600 [reales].
Pero estas cuotas se deben aumentar según las calidades de personas o bienes. (…).
Por la legitimación a un hijo para heredar o hija que sus padres le
hubieron, siendo ambos solteros, se servirá con 4000 [reales].
Por las legitimaciones extraordinarias para heredar y gozar de la
nobleza de sus padres a hijos de caballeros profesos de las órdenes
militares, y casados, y otros de clérigos deberán servir unos y otros
con 24 200 reales.
Por las otras legitimaciones de la misma clase de las anteriores a
hijos habidos en mujeres solteras siendo sus padres casados con 19
800 [reales].
[…]
Por la dispensación de la calidad de pardo deberá hacerse el servicio de 500 [reales] e ídem de la
calidad de quinterón, se deberá
servir con 800 [reales].
[…]
Por tanto, mando a mis Virreyes, Audiencias y Gobernadores, de
mis dominios de Indias e Islas Filipinas hagan públicas en sus respectivos distritos el mencionado
Arancel para que con su noticia
puedan mis vasallos, y demás residentes en ellos, instaurar con el
debido conocimiento sus pretensiones […]. En Aranjuez, a 10 de febrero de 1795. Yo. El Rey.
Fuente: Real Cédula sobre gracias al sacar. Archivo Histórico Cipriano Rodríguez Santa María,
Gobierno, caja 39, carpeta 1, ff. 27-34.
Anexo 3. Extracto de la demanda entablada
por “Doña Josefa Claret contra su consorte
Don Juan Bautista Serra por sevicia”
Doña Josefa Claret, mujer legítima de Don Juan Bautista Serra,
como más haya lugar en Derecho y bajo la reserva de cuantos recursos me competen comparezco ante V.
S. y digo:
Que hace trece años contraje matrimonio con el antedicho sin que
llevase ningún capital, estableció una tienda de zapatería cargándome yo el trabajo de ribetear los
zapatos en que había el ahorro
de dos pesos, continuamos recíprocamente en nuestras tareas con
amor y buena correspondencia, y en esta suerte hoy se encuentran
por vía de gananciales, tres tiendas y un almacén de cueros.
Desde que este hombre empezó a mejorar de suerte fue declinando
su voluntad hacia mí de tal manera que no solo estoy reducida al último desprecio suyo, como si no
fuese su mujer, sino que de día en
día recibo los vituperios, los ultrajes y amenazas porque quiere que
yo le disimule los desórdenes […] con las propias esclavas llegando
al extremo, no solo de tratarme de ahogar hace tres días sino de
estarme botando insensatamente a la calle como si yo no tuviese
en los bienes tanto dominio como él. No es mi ánimo divorciarme
a menos que el reincida en su trato cruel y áspero, pero sí que el
Tribunal con conocimiento de sus imperfecciones le imponga las
reglas con que debe manejarse ceñidas a nuestra legislación real
y sagrados Derechos canónicos y con este objeto a V. S. suplico se
sirva disponer que se cite a mi marido a una concurrencia ante el
Asesor para que en ella sea reprehendido, se acuerde el modo con
que debe portarse y se le aperciba en el caso de faltar a las obligaciones que se le impongan o que
en otra manera haga abuso de la
autoridad de cabeza que tiene por el matrimonio.
Otrosí y porque en consecuencia de haberme querido ahogar y botarme de la casa mi marido, me abriga
Doña Lucía Ordóñez, viuda,
de madura edad y notoria honradez donde permanezco. Sírvase el
Tribunal declararme otra casa por depósito hasta los resultados de
la concurrencia.
Otrosí, a V. S. suplico se sirva mandar saber al citado mi marido, me
contribuya dos pesos diarios para los alimentos hasta la conclusión
de este asunto.
Habana, enero de 1808.
Josefa Claret.
Fuente: Doña Josefa Claret contra su consorte Don Juan Bautista Serra por sevicia. Archivo Nacional
de Cuba, Miscelánea de Expedientes, leg. 546, no. M, ff. 2-5v
Anexo 4. Extracto del “Expediente promovido por Lorenza Leal contra su marido Juan de Castro por
varios excesos”
Señor Gobernador,
Lorenza Leal, vecina de esta ciudad y legítima mujer de Juan de
Castro ante Vuestra Señoría con el mayor respeto dice:
Que hace tres años contraje matrimonio, sin que pueda decir haya
tenido desde entonces un solo momento de tranquilidad con dicho
mi marido, experimentando no otra cosa que vejaciones y maltratos, bajo cualquier aspecto, pero
mucho más cuando se embriaga,
que es muy frecuente. Entonces es que se transforma este hombre
y se convierte en fiera, por la voracidad que manifiesta, dirigiéndose siempre a mí, como aconteció
el veinticinco del […] pasado junio,
en cuyo día cometió el atentado contra Juan Márquez su cuñado,
después de haber dejado a este herido, se dirigió a mí con un machete que de no haber mediado el
accidente casual de dos hombres
que lo impidieron hubiera sido seguramente su víctima. No mediaron más que otros quince días después
de […] este hecho, cuando
dio la última prueba de su maledicencia, tirándome con una navaja
tres golpes de lo que me salvó solo mi buena suerte […], después
de este lance pude escaparme de su vista y […] di en un paraje con
el ayudante de Vuestra Señoría, quien tomó la providencia de que
se aprehendiese, como se verificó en efecto. Vuestra Señoría conocerá que estos hechos son de quien
no podrá jamás enmendarse siéndome imprescindible no verlo más. Mediante lo cual espero
que Vuestra Señoría obre en la justicia que acostumbra, asegurándome del modo que le dicte su
conocida prudencia mi vida, que de
otro modo está totalmente expuesta.
Cartagena de Indias, primero de agosto de 1806.
Fuente: Expediente promovido por Lorenza Leal contra su marido Juan de Castro por varios excesos.
Archivo General de la Nación, Juicios Criminales, leg. 193, ff. 834-834v.
Anexo 5. Extracto de la demanda entablada
por “Doña Catalina Zabala, mujer de Don
Martín Bernabé por divorcio”
Señor Gobernador y Comandante General. Doña Catalina Zabala,
mujer legítima de don Martín de Bernabé Madero […] digo: que yo
estoy siguiendo causa de divorcio en el Tribunal eclesiástico contra
[…] mi marido por la notoria sevicia, tiranía y malos tratamientos
que me ha hecho y me hallo en depósito de dicho Tribunal en la casa
de doña María Francisca de Borda, mujer legítima de don Esteban
Gómez […], vecino de esta ciudad […], solamente por la resistencia
que hizo dicho mi marido a que se me pusiese en depósito en casa
de doña Catalina Delgado, después de haber estado en depósito en
la casa de doña Isabel y don Mario Benedetti.
Vuestra Señoría, durante años no fue mi propósito divorciarme,
pero luego de haberme prometido en distintas ocasiones no ofenderme, y que en adelante me trataría
como mi legítimo marido
que es, continuó castigándome fieramente como si yo fuera su
esclava, lo que me motivó a seguir la causa por la cual pretendo
perpetuamente separarme del consorcio de dicho mi marido, por
la publicidad de sus tiranos hechos, y por lo cuales no le ha dado
motivo alguno.
Fuente: Doña Catalina Zabala, mujer de Don Martín Bernabé por divorcio. Archivo General de la
Nación, Juicios Criminales, leg. 215, ff. 641-641v.
Anexo 6. “Real Cédula del 18 de abril de 1794”
sobre el divorcio de Doña María Felicia de
Jáuregui y Don Francisco Bassabe y Cárdenas
Reverendo Padre Obispo de la Diócesis de la Habana de mi Consejo. Con carta de 7 de enero de este
año trasladó el Gobernador y
Capitán General de esta Isla una representación de Don Francisco
Bassabe y Cárdenas en que hizo presente que desde el 29 de octubre del próximo anterior le tenía
preparada acción de divorcio
su mujer Doña María Felicia Jáuregui, después de un trato dulce
y pacífico, habiéndola extraído con este objeto de su casa su padre y hermanos, logrando en seguida
el conveniente Decreto para
conservarla en depósito. Que se notaban en los decretos unas dilaciones que harían interminable el
juicio, sufriendo por este medio indirecto, que permanezca en un depósito peligroso, como os
lo tenía manifestado, añadiendo otras diferentes consideraciones
acerca del particular, y suplicándome me dignase mandar libraros
la correspondiente misiva, a fin de que sin las demoras que advertía, le administréis justicia,
prescribiendo el término que pareciera
más conforme dentro del cual determinaréis el expediente, añadiendo el Gobernador en su citada
carta que el referido Don Francisco Bassabe era un vecino distinguido de esa ciudad, de conducta
muy arreglada, sin que desde el mes de julio de 1790, en que tomó
posesión de su Gobierno hubiese ocurrido el menor incidente que
lo contradijera, logrando además en el público el mejor concepto y generalmente se había creído
reinaba la mejor armonía en su
matrimonio, por lo cual le había sorprendido a todos la novedad
ocurrida; y habiéndose visto en mi Consejo de Indias, con lo que en
su inteligencia expuso mi Fiscal, he de encargaros que procurando
evitar todo el artificio de las partes, le determinéis la sentencia a
la mayor brevedad, admitiendo solo aquellos recursos que fueren
conforme a derecho y dándome cuenta por mano de mi infrascrito
secretario que así es mi voluntad.
Aranjuez, a 18 de abril de 1794. Yo. El Rey. Por mandado del Rey,
Nuestro Señor, Antonio Ventura. Al Obispo de La Habana, encargándole a la mayor brevedad determine
la causa que promueve
Doña María Felicia de Jáuregui sobre divorcio con su marido Don
Francisco Bassabe.
Fuente: Cuaderno de Audiencia de las diligencias seguidas por Doña María Felicia Jáuregui contra
Don Francisco Bassabe sobre divorcio. Archivo Nacional de Cuba, Audiencia de Santo Domingo, leg.
43, no. 1, ff. 3v-5.