Normas y transgresiones:
las mujeres y sus familias en las ciudades de
Cartagena de Indias y de La Habana
(1759-1808)

https://doi.org/10.28970/9789585498488
Junio 8, 2020
ISBN-13 (15) 978-958-5498-48-8

Capítulo 1

Legislación y discursos normativos sobre la vida familiar y de las mujeres en el despotismo ilustrado.


Legislation and Normative Discourses on Family Life and Women in Enlightened Depostism

Leonor Arlen Hernández Fox [leonor.hernandez@uniagustiniana.edu.co]
Doctora en Historia, Magíster en Estudios Interdisciplinarios sobre América Latina e Historiadora de la Universidad de La Habana, Cuba. Sus líneas de investigación incluyen historia social y relaciones de género, en particular, familias y mujeres latinoamericanas. Docente investigadora, Universitaria Agustiniana, Colombia.

PhD in History, Master in Interdisciplinary Studies on Latin America, and Bachelor in History from Universidad de la Habana, Cuba. Her research interests include social history and gender relations, specially Latin-American families and women. Currently, she is a researcher and a professor at Universitaria Agustiniana, Colombia.

Carlos Mario Manrique Arango [carlos.manrique@uniagustiniana.edu.co]
Doctor en Historia y Magíster en Estudios Interdisciplinarios sobre América Latina de la Universidad de La Habana, Cuba y abogado de la Universidad Libre de Colombia. Sus líneas de investigación incluyen historia y pensamiento latinoamericano y colombiano. Docente de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas de la Universitaria Agustiniana, Bogotá, Colombia.

PhD in History and Master in Interdisciplinary Studies on Latin America from Universidad de la Habana, Cuba, and Bachelor in Laws from Universidad Libre de Colombia. His research interests include history and Colombian and Latin-American thought. Currently, he is a professor in the Faculty of Economics and Management Sciences at Universitaria Agustiniana, Bogota, Colombia.

La legislación del despotismo ilustrado de Carlos III y de Carlos IV en el plano social y familiar.

En 1700, la muerte de Carlos II, mejor conocido como “El Hechizado”, dejó al Imperio español sumido en una grave crisis. El rey, quien no tuvo ningún hijo, nombró en su testamento como heredero a Felipe de Borbón, duque de Anjou y nieto del monarca francés Luis XIV. Este hecho no lo aceptó el emperador de Austria Leopoldo I, quien aspiraba a este trono para su segundo hijo, el archiduque Carlos. Tales acontecimientos derivaron en la guerra de sucesión española, la cual estalló en 1702, en la que Austria contó desde el inicio con el apoyo de Inglaterra y Holanda contra los Borbones de Francia y España.

Mediante la firma de la Paz de Utrecht (1713) y Rastatt (1714), Felipe de Borbón fue reconocido como soberano del Imperio español, pero a cambio Austria recibió de España los territorios de Milán, Nápoles, Cerdeña y los Países Bajos del Sur (actualmente Bélgica); la Casa de Saboya se quedó con Sicilia e Inglaterra obtuvo Gibraltar y Menorca. De igual manera, los ingleses lograron por treinta años el derecho de introducir esclavos africanos en las colonias de España en América. A lo anterior sumaron el permiso para enviar un barco anual con mercancías inglesas a fin de comerciar con estas colonias (Ruiz Torres 425-435).

Así, el inicio del siglo XVIII significó un cambio en la península y en América con el arribo al trono de una nueva dinastía. En esta centuria, cinco monarcas se sucedieron en el poder: Felipe V (1700- 1724 y 1724-1746), Luis I (1724), Fernando VI (1746-1759), Carlos III (1759-1788) y Carlos IV (1788-1808). Durante estos años, los Borbones implementaron un conjunto amplio de reformas económicas, políticas y sociales con el objetivo fundamental de transformar la grave situación de España y establecer un nuevo tipo de relaciones con sus colonias.

Como se mencionó, gran parte de estas medidas estuvieron influidas por las ideas de la Ilustración. Ahora bien, fue durante el reinado de Carlos III que el despotismo ilustrado alcanzó su máximo esplendor. Con relación a las colonias, el principal objetivo de las reformas fue el fortalecimiento del control peninsular sobre sus posesiones. En el plano militar, esto se tradujo en la modernización y la ampliación del sistema defensivo con la organización de ejércitos permanentes, la formación de milicias y la construcción de nuevas fortificaciones. Un buen ejemplo de lo anterior lo fue La Habana, donde a raíz de la ocupación de la ciudad por los ingleses (1762- 1763) se repararon las fortalezas de El Morro, La Fuerza y La Punta, y se construyeron Atarés (1767), El Príncipe (1779) y La Cabaña (1763-1774), esta última considerada una de las más importantes obras militares del continente americano.

Desde el punto de vista político-administrativo, una de las medidas más significativas fue el establecimiento del Virreinato del Río de la Plata (1776) y de la Capitanía General de Venezuela (1777). Asimismo, se crearon las intendencias, encabezadas por empleados encargados de la recaudación fiscal y de otras cuestiones administrativas, quienes respondían de forma directa a la Corona. Entre estas se encontraban las intendencias de Cuba (1764), del Río de la Plata (1782), del Perú (1784) y de la Nueva España (1786) (Guerra Vilaboy 86). Otro de los cambios que se produjo fue el aumento del control de las audiencias por parte de funcionarios españoles enviados a América, quienes, de manera gradual, sustituyeron a los criollos en estos puestos.

En el plano económico, entre una amplia variedad de reformas que se implementaron se debe mencionar la promulgación del “libre comercio” entre los principales puertos de las colonias y de la península en 1778. De igual forma, se estableció el monopolio del tabaco y se promovieron nuevos productos de exportación tales como el azúcar y el cacao.

De este conjunto de medidas se debe destacar también el interés de la monarquía por restarle poder al papado, pues si bien es cierto que en el siglo XVIII continuó la imbricación de la Iglesia y el Estado, ahora este último impulsaría un proceso sistemático de secularización de múltiples esferas de la vida social. Esta política se expresó en una serie de disposiciones que tuvieron una profunda repercusión social, como, por ejemplo, en la que se decretó la expulsión de los jesuitas de los dominios españoles. Así, por medio de la “Real Cédula para que en los Reinos de las Indias se cumpla y observe el Decreto relativo al extrañamiento y ocupación de temporalidades de los Religiosos de la Compañía de Jesús”, del 5 de abril de 1767, Carlos III ordenaba:

[A] los Virreyes del Perú, Nueva España y Nuevo Reino de Granada; a los Presidentes, Oidores y Fiscales de las Audiencias de aquellos distritos y del de Filipinas; a los Gobernadores y Justicias de ellos e Islas adyacentes, y […] encargo a los muy Reverendos Arzobispos […], Obispos de las santas Iglesias metropolitanas y Catedrales de las diócesis comprendidas en la demarcación de los expresados Virreinatos y Audiencias, cumplan y ejecuten […] que se extrañen de todos mis dominios […] a los religiosos de la Compañía de Jesús, […], y que se ocupen todas las temporalidades de la Compañía […]; y para su ejecución uniforme en todos ellos os doy plena y privativa autoridad, y para que forméis las instrucciones y órdenes necesarias, según lo tenéis entendido y estimaréis para el más efectivo, pronto y tranquilo cumplimiento. (3-6)

En virtud de lo anterior, más de dos mil jesuitas se vieron obligados a partir de Hispanoamérica. Entre ellos se encontraban muchos criollos, miembros de las oligarquías locales. Adicionalmente, las ricas y enormes posesiones de la orden fueron confiscadas por la Corona. Debe señalarse que solo en Paraguay las misiones de los jesuitas controlaban a más de noventa y seis mil indígenas y dominaban prácticamente toda la producción agropecuaria y el comercio de la región (Brading 95).

A ese hecho se sumaron otras resoluciones, encaminadas a regular la participación eclesiástica en distintos asuntos. Entre las más significativas se encuentra la promulgación de la “Pragmática sanción en que Su Majestad establece lo conveniente para que los hijos de familias, con arreglo a las leyes del Reino, pidan el consejo y consentimiento paterno antes de celebrar esponsales”, del 23 de marzo de 1776, en la que el Estado refrendó su derecho a legislar en dicha materia, en razón a su importancia para el control social.

Que siendo propio de mi Real autoridad contener con saludables providencias los desórdenes, que se introducen con el transcurso del tiempo, […]; y habiendo llegado a ser tan frecuente el abuso de contraer matrimonios desiguales los hijos de familias, […], de que, con otros gravísimos daños y ofensas a Dios, resultan la turbación del buen orden del Estado, y continuadas discordias, y perjuicios de las familias, contra la intención y piadoso espíritu de la Iglesia, que aunque no anula […] semejantes matrimonios, siempre los ha detestado […], como opuestos al honor, respeto y obediencia que deben los hijos prestar a sus padres en materia de tanta gravedad e importancia. (2)

Para la Corona esta medida resultaba esencial en el propósito de la defensa y la preservación de las jerarquías sociales. Debe señalarse que, hasta fines del siglo XVIII, el control de los matrimonios dependía de la jurisdicción de la Iglesia. En este sentido, a la hora de realizar un enlace, muchos sacerdotes solían pasar por alto las diferencias raciales y de clase social.

Y no habiéndose podido evitar hasta ahora este frecuente desorden, por no hallarse específicamente declaradas las penas civiles en que incurren los contraventores, he mandado examinar esta materia con la reflexión y madurez que exige su importancia, […] con particular encargo, de que dejando ilesas las […] disposiciones canónicas en cuanto al Sacramento del Matrimonio para su valor […] y efectos espirituales, me propusiese el remedio más conveniente, justo y conforme a mi autoridad Real en orden al contrato civil y efectos temporales, que evite las desgraciadas consecuencias que resultan de estos abusos. (2-3) Con esa finalidad, la Pragmática estableció que los hijos e hijas menores de veinticinco años debían obtener el consentimiento del padre para celebrar los esponsales. Si el padre había fallecido, la madre tenía la prerrogativa de dar su aprobación, y en ausencia de ambos progenitores las autorizaciones las podían conceder tanto los abuelos paternos como maternos, los cuales también, en caso de muerte, eran sustituidos por los dos parientes más cercanos a los pretendientes. Con respecto a los peninsulares que vivían en América, pero cuyos padres, familiares o tutores se encontrasen en España o en otros lugares distantes, se admitía que pudieran suplir la anuencia paterna con la licencia judicial.

De igual modo, en el texto se enfatizó en que a fin de “atajar estos matrimonios desiguales, y evitar los perjuicios del Estado y familias […], los Ordinarios eclesiásticos, sus Provisores y Vicarios” (8), tenían que cumplir estrictamente con lo dispuesto en el Concilio de Trento4 sobre las amonestaciones, “siguiendo el espíritu de la Iglesia, que siempre detestó y prohibió los matrimonios celebrados sin noticia, o con positiva y justa repugnancia, o racional disenso de los padres” (7). Así, se advertía a los sacerdotes que antes de la celebración de las ceremonias de matrimonio no podían, en ningún caso, dejar de anunciar en misa durante tres domingos consecutivos los nombres de los novios. Con eso, se oficializaba el compromiso ante la comunidad y se podía descubrir cualquier obstáculo que impidiese la unión. Adicionalmente, se reglamentaron las penas que se impondrían, a partir de entonces, a quienes desobedecieran lo allí dispuesto:

Si llegase a celebrarse el matrimonio sin el referido consentimiento o consejo, por este mero hecho, así los que lo contrajeren, como los hijos y descendientes que provinieren del tal matrimonio, quedan inhábiles y privados de todos los efectos civiles, como son el derecho […] de suceder como herederos […] en los bienes [...] que pudieran corresponderles por herencia de sus padres o abuelos, a cuyo respeto y obediencia faltaron. 4

En el caso en el que los novios no se resignasen a la negativa de sus padres o familiares a la realización de su boda, la Pragmática instituyó que cualquier recurso tenía que presentarse en primera instancia, ante “la Justicia Real ordinaria, el cual se haya de […] resolver en el preciso término de ocho días” (5), y en segunda, ante la “Audiencia del respectivo territorio” (5). De esta manera, el Estado dejaba en claro que todos los juicios de disensos matrimoniales los debían dirimir las autoridades civiles y no los tribunales eclesiásticos.

Al ser extendida esta disposición a los territorios de Ultramar, a partir de la publicación de la “Real Cédula del 7 de abril de 1778”, las audiencias fueron autorizadas para sistematizar su aplicación de acuerdo con las circunstancias regionales, sin que eso redundara en una alteración de su esencia. En América, como lo expresó el Reglamento que el Ilustrísimo Sr. D. D. Santiago Joseph de Hechavarría, Obispo de Cuba ha formado para los Ministros de su Curia y párrocos de su diócesis con motivo de la Pragmática, Real Cédula de S. M. e instrucción de la Real Audiencia del distrito sobre matrimonios, los “negros, mulatos, coyotes5 e individuos de razas y castas semejantes tenidos públicamente por tales” (10) quedaron eximidos de cumplir lo antes prescrito, con la excepción de “los Oficiales de Milicias, o de aquellos que se distingan por su reputación, buenas operaciones y servicios” (11).

No obstante, los alcances de la Pragmática fueron ampliados, durante el reinado de Carlos IV, con dos nuevas órdenes. La primera de ellas fue la “Real Cédula del 15 de octubre de 1805”, por la cual se dispuso que los mayores de veinticinco años, pertenecientes a las familias de “conocida nobleza” y “notoria limpieza de sangre”, que intentasen contraer nupcias con “mulatos, negros y demás castas semejantes”, tenían que acudir a los virreyes y presidentes de las audiencias para solicitar su permiso (99). La segunda fue el “Auto Acordado del 22 de mayo de 1806”, por el cual se estableció que los eclesiásticos debían participar a los padres o parientes de los mayores de veinticinco años de familias distinguidas sus intenciones de contraer nupcias con personas desiguales, a fin de que ellos pudiesen establecer los recursos que considerasen convenientes ante los virreyes y presidentes de las audiencias (99-99v).

Sin embargo, si bien en teoría, tanto la “Real Cédula del 15 de octubre de 1805” como el “Auto Acordado del 22 de mayo de 1806” se configuraron con la finalidad de impedir que los miembros de las familias de “conocida nobleza” y “notoria limpieza de sangre” se casaran con “gentes de color”, en realidad estos principios se aplicaron también al resto de la población, de modo que se prohibieron los matrimonios interraciales. De hecho, la Pragmática constituyó una de las piedras angulares de la política de control social del Estado ilustrado español al sancionarse la igualdad social y racial para la realización de los matrimonios.

De esta manera, la legislación reafirmaba la estructura clasistaestamental de las sociedades hispanoamericanas. Eso, junto con otros mecanismos de compulsión social, como, por ejemplo, la religión y las normas de conducta, creaban fronteras de difícil superación entre el estamento superior, integrado por las personas conceptuadas como blancas y los otros estamentos que abarcaban desde las poblaciones indígenas hasta los mestizos y negros. Estos estamentos no siempre se identificaban con una determinada clase social.

Las oligarquías las componían los altos cargos de la administración real, las dignidades eclesiásticas y militares, los propietarios de minas, los terratenientes, los grandes comerciantes, etc. Por debajo de ella, se encontraban las amplias capas medias urbanas y rurales, constituidas, entre otros, por burócratas y oficiales del ejército colonial, profesionales, productores medios y administradores. La base de esta pirámide era una extensa masa de trabajadores libres y esclavos.

Ahora bien, eso no presuponía que no existiesen determinados mecanismos para la movilidad social y racial. Estas fórmulas fueron reguladas también por los Borbones, tal como lo evidenció la publicación de la “Real Cédula sobre gracias al sacar”, del 10 de febrero de 1795. En esta, el rey Carlos IV fijó un arancel que elevaba los precios para las solicitudes de legitimaciones que se podían presentar ante el Consejo de Indias:

Por cuanto habiéndome consultado mi Consejo de Cámara de Indias […] y hecho presente que los servicios pecuniarios que por gracias de esta clase se imponían a los que las obtenían, no guardaban proporción con la importancia de ellas tuve por conveniente prevenir al mismo Tribunal tratase de arreglar la cantidad que en adelante debería satisfacerse por las indicadas gracias llamadas al sacar que fueran de otro valor, según corresponde a su naturaleza y circunstancia. (27-27v)

En estos procesos los interesados debían explicar, a través de las declaraciones de distintos testigos, las circunstancias en las que habían nacido y en las que transcurría su vida, así como ejemplificar la discriminación de la que eran objeto por su condición de hijos ilegítimos. Un aspecto llamativo de la disposición es que contemplaba la posibilidad de que los descendientes ilegítimos de los militares y de los sacerdotes también empleasen este recurso a fin de tener la posibilidad de heredar a sus padres. Para todos los casos, la Real Cédula fijó las siguientes tasas:

Por la legitimación a un hijo para heredar o hija que sus padres le hubieron, siendo ambos solteros, se servirá con 4000 [reales]. Por las legitimaciones extraordinarias para heredar y gozar de la nobleza de sus padres a hijos de caballeros profesos de las órdenes militares, y casados, y otros de clérigos deberán servir unos y otros con 24 200 reales6.

Por las otras legitimaciones de la misma clase de las anteriores a hijos habidos en mujeres solteras siendo sus padres casados con 19 800 [reales]. (30v-31)

De igual modo, la Cédula establecía las sumas de dinero que debían pagar las personas “de color” para estar en capacidad de solicitar su condición legal de blancos, mediante expedientes remitidos al Consejo de Indias en los que apareciesen un conjunto de testimonios sobre sus historias personales. En este sentido, se determinaba que “por la dispensación de la calidad de pardo deberá hacerse el servicio de 500 [reales] e ídem de la calidad de quinterón7 , se deberá servir con 800 [reales]” (32v-33).

Otro aspecto importante de esta “Real Cédula sobre gracias al sacar” fue lo concerniente al alza de las tarifas que debían pagar las mujeres viudas para poder solicitar la tutoría de sus hijos. Estas tasas se fijaron en un mínimo de 2200 reales, que podían incrementarse en dependencia con las fortunas de quienes realizaran las peticiones. Al respecto se señalaba:

Por la dispensación a una mujer de la edad que le falte de los veinticinco años que debe tener para ser tutora […] de los hijos que le quedaron de su difunto marido deberá servir por cada año con 2200 [reales].

Por la licencia a una mujer para que sin embargo de pasar a segundas nupcias pueda continuar en la tutela del hijo o hijos que le quedaron del primer matrimonio, 6600 [reales]. Pero estas cuotas se deben aumentar según las calidades de personas o bienes. (28v-29)

Con relación a esta última cuestión se debe señalar que la “Real Cédula sobre gracias al sacar” de 1795 se unía a un conjunto de disposiciones legales escritas por y en función de los hombres que legitimaban su preponderancia en las relaciones familiares y sociales. En este sentido, en el siglo XVIII hispanoamericano la vida de las mujeres estaba regulada, fundamentalmente, por el derecho peninsular, pues en el derecho indiano —cuerpo legal desarrollado para las colonias españolas de América— se recogían muy pocas disposiciones sobre este particular.

Así, la situación jurídica de las mujeres en pleno siglo de las “luces” estaba definida, en buena medida, por Las Siete Partidas, código elaborado en el siglo XIII bajo el reinado de Alfonso X, “El Sabio”, así como por Las Ochenta y Tres Leyes de Toro, promulgadas en esa ciudad española en 1505. En Las Siete Partidas quedó estipulado que los hombres eran los únicos que podían ejercer la patria potestad (62). Precisamente, esa prerrogativa permitía a los padres controlar las conductas de sus hijos mediante la imposición de castigos “adecuados” y distintas acciones legales. Por otra parte, Las Siete Partidas señalaban cómo a la madre que “sufre con los hijos mayores trabajos que el padre” (10-11) correspondían las obligaciones consustanciales a la crianza. Los legisladores, en particular, la responsabilizaban con el bienestar de las criaturas hasta que cumplían los tres años de edad (73).

Vale subrayar que ni siquiera las madres solteras ostentaban la patria potestad, aun cuando se precisaba que los padres estaban también desprovistos de ella, porque “los hijos naturales, incestuosos o tenidos de parientes hasta el cuarto grado, de cuñadas o mujeres religiosas, no son dignos de ser llamados hijos” (63). No obstante, habida cuenta de que no se les reconocía derecho alguno, algunas mujeres se encargaban de la manutención e instrucción de los hijos ilegítimos, a los que podían legar sus bienes, siempre que no fuesen nobles, “ni hubiesen consagrado sus vidas al servicio de Dios” (296).

De este modo, las mujeres únicamente podían ser tutoras de sus hijos si sus esposos morían y ellas habían cumplido los veinticinco años de edad. En los casos en que fuesen más jóvenes tenían que pagar anualmente para obtener la licencia judicial. De igual forma, aquellas viudas que decidían volver a casarse y deseaban mantener la tutela de sus hijos debían realizar estos pagos. Con relación a las viudas, Las Siete Partidas puntualizaban, además, que si contraían nuevas nupcias antes de cumplirse el año de muerto su esposo8 perdían todo lo que este “le hubiese dejado en el testamento, lo cual pasará a los hijos de él, y si no los hubiese a los parientes que hayan de heredarle” (53-54).

Asimismo, en esta legislación se señalaba que solo los hombres podían adoptar niños, con la excepción de las madres que hubiesen perdido un hijo en una guerra al servicio de la Corona. Únicamente en esas circunstancias las mujeres tenían permiso para solicitar al rey “su autorización para prohijar” (60).

Por su parte, en Las Ochenta y Tres Leyes de Toro quedó establecido que el marido era el representante legal de su mujer durante el matrimonio. De esta manera, ella no tenía “personalidad propia para comparecer en juicio” (452), efectuar ningún tipo de contrato ni aceptar o rechazar una herencia que le fuera legada en un testamento sin su previa autorización. Sin embargo, se establecía que la esposa podía acudir a un juez para que exigiese a su consorte la concesión de esta licencia y, si “compelido no se la diere, que el juez entonces se la otorgue” (455). Además, una mujer no necesitaba permiso para “responder en causa criminal” (455), ni para entablar litigios contra su esposo, con la finalidad de obligarlo a contribuir al sostenimiento familiar, castigarlo por la sevicia y el adulterio de que era víctima u obtener el divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem.

Esta legislación ofrecía, igualmente, cierta protección a los bienes de la mujer contra los abusos del marido, al especificar que “ella no podía servirle de fiadora” (461), así como tampoco estaba obligada “a pagar las deudas que él contrajera durante el matrimonio” (458). Respecto a este último punto se aclaraba que las mujeres, a diferencia de los hombres, estaban eximidas de ser detenidas por las autoridades a causa de sus débitos, salvo que estos derivasen de “algún acto ilegal” (470).

Los discursos normativos sobre la vida familiar y de las mujeres en la época del despotismo ilustrado.

Durante el siglo XVIII proliferaron una amplia variedad de discursos normativos acerca de la familia. Tanto para la Iglesia como para el Estado el ámbito familiar se encontraba en el centro de sus preocupaciones sociales y morales. El hogar constituía el espacio por excelencia donde se enseñaba al individuo, desde la infancia, los roles que cultural y socialmente le estaban asignados. A través de la conjugación de distintas doctrinas religiosas, educativas, científicas y políticas se inculcaban los valores imprescindibles para la forja de las conductas “virtuosas”.

La condena del placer carnal y la vinculación de este con Satanás constituía uno de los elementos centrales del discurso eclesiástico. De esta manera, el ejercicio de cualquier tipo de sexualidad, ajeno al austero modelo cristiano cuyo objetivo esencial era la reproducción de la familia, se vinculó al mundo del mal y la herejía. La pastoral cristiana trazó con su prédica la línea divisoria entre las conductas lícitas e ilícitas. A la lujuria, el vicio y la impudicia se oponían el recato, la vergüenza y el pudor. A través de los sermones, las lecturas de vidas de santos y las oraciones se explicaban e interiorizaban tales dogmas. Las disidencias en esta materia significaban una peligrosa subversión del orden social, por ende, sobre los transgresores debía ejercerse una estrecha vigilancia.

En la consecución de tales fines jugaban un rol determinante la confesión y la penitencia. Sucede que el confesor, con su interrogatorio, se convertía en el confidente de los secretos más íntimos de sus fieles. De rodillas, con las manos entrelazadas, sin sombrero o con el velo bajo si se trataba de una dama, el penitente enumeraba la lista de sus faltas. Entre estas no podía soslayar las relativas a las “tentaciones de la carne”. Mostrando un “sincero arrepentimiento”, revelaba en detalle todos sus deseos, delectaciones, pensamientos y sueños eróticos.

El sacerdote cumplía así la función de guía de las relaciones sentimentales y sexuales que, acorde con los axiomas católicos, hallaba su legítima expresión en el matrimonio y consecuentemente en la familia. Su figura se deslizaba cual una sombra tras las puertas de la alcoba conyugal para prescribir, incluso, los momentos en que resultaba inadecuado mantener relaciones sexuales. Ciertas fechas del calendario, como, por ejemplo, los días de ayuno, los periodos menstruales, o los de embarazo y lactancia, imponían una estricta continencia (Flandrin 162).

El filósofo Michel Foucault, en Historia de la sexualidad, se detuvo justamente en el análisis de la difusión de los discursos sobre el sexo que se produjo a partir del siglo XVIII y tuvo como centro las relaciones matrimoniales. Su interés esencial era demostrar el modo en que los individuos, de manera cotidiana, reproducían las relaciones de poder.

Tales discursos sobre el sexo no se multiplicaron fuera del poder o contra él, sino en el lugar mismo donde se ejercía y como medio de su ejercicio; en todas partes fueron preparadas incitaciones a hablar, en todas partes, dispositivos para escuchar y registrar, en todas partes, procedimientos para observar, interrogar y formular. […] Desde el imperativo singular que a cada cual impuso transformar su sexualidad en un permanente discurso hasta los mecanismos múltiples que, en el orden […] de la justicia, incitaron e institucionalizaron el discurso del sexo, la sociedad requirió y organizó una inmensa prolijidad. (27)

Un buen ejemplo de estos textos es La familia regulada con doctrina de la Sagrada Escritura, escrito en 1715 por fray Antonio Arbiol9 . Esta obra resultó muy conocida en Hispanoamérica, ya que durante todo el siglo XVIII fue reeditada al menos veinte veces por las principales imprentas de la época, lo que brinda una idea de su difusión (Fernández 6). En este libro Arbiol predicaba los principios morales que debían regir la vida familiar y, en especial, de las mujeres. A su juicio, solo una dama dócil, bondadosa y frágil, consagrada a la familia, al matrimonio y a la maternidad, lograba hacer del hogar un tibio remanso. De hecho, para Arbiol las características biológicas de las mujeres determinaban el rol que debían desempeñar en la sociedad, por lo cual legitimaba el sometimiento al varón en todos los ámbitos. Incluso, llegó a definir el lugar ocupado por las mujeres en el matrimonio con esta ilustrativa metáfora:

La Cabeza mística del Varón es Cristo Señor Nuestro, y la cabeza de la mujer es el Varón su marido, y dice el Apóstol: el Varón es imagen, y la gloria de Dios; y la mujer es la gloria de su Varón, según lo dice, y explica el mismo San Pablo. Porque el Varón no se formó de la mujer, sino la mujer se formó del Varón. […]. Toda esta doctrina católica es del Apóstol. Por eso no se ha de permitir a la mujer, mande más que su marido, ni siquiera dominarlo en todo, sino que debe obedecer y callar. (68)

En consonancia con lo anterior, Arbiol, así como otros escritores moralistas de la época, dotaron de un amplio significado simbólico al cuerpo, y en especial a la cabeza. Según la lógica de ese discurso, el respeto se comunicaba mediante cierto lenguaje corporal, asociado con la cabeza. Por eso, Arbiol insistía en que a las mujeres decentes se les debía enseñar a mantener su rostro serio y los ojos bajos, en señal de inocencia y castidad:

Si tienes hijas, dice el espíritu Santo, enséñales el temor santo de Dios, y guarda sus cuerpos, no sea que te afrenten y te confundan. No les muestres alegría de rostro, sino severidad benigna, para que no se críen libertinas, sino modestas y muy atentas. Antes les enseñarás a orar que a reír y que guarden modestia en sus ojos, para mirar con encogimiento y rubor, porque la muerte del alma entra por los ojos del cuerpo. (487-488)

De igual modo, Arbiol no dejaba de reconocer que las mujeres desempeñaban una tarea esencial en la transmisión de valores, en el seno de la familia y de la comunidad. Razón por la cual resultaba vital lograr que las madres educasen a sus hijas en rígidos principios morales:

La virtud más necesaria en la doncella, es la modestia; y conviene que, por extremada a todos sea notoria, según la doctrina del Apóstol San Pablo. [...] Esto han de predicar las buenas madres a sus hijas. […] Las malas madres acostumbran ser las más culpadas en la perdición de las hijas, porque no las enseñan a llorar, sino a reír […], y después hallan el merecido de su mala crianza. Mejor es con las hijas la severidad, que la risa, según la sentencia de Salomón, porque con la tristeza del rostro, se corrige el ánimo delincuente. (493-495)

De igual forma, Arbiol postulaba a la Virgen María como el ideal de una vida respetuosa de las leyes de Dios y la encarnación de las cualidades predicadas por las Sagradas Escrituras. Sus virtudes se citaban como un ejemplo a seguir. Así, el más fervoroso homenaje que una mujer podía rendir a la Virgen era el cumplimiento de sus labores. Estas abarcaban desde la crianza y educación de los niños, el cuidado de ancianos y enfermos, hasta la realización de las faenas de cocina, costura y lavado.

En opinión de Arbiol, solo la maternidad de la Virgen María había logrado borrar la mancha del pecado original de Eva. Para la comprensión de su discurso al respecto, resulta importante detenerse en la dualidad que tradicionalmente le ha otorgado la Iglesia católica a la naturaleza femenina. Signada desde la interpretación de las páginas de la Biblia por su alianza con el demonio, la hija de Eva corría siempre el riesgo de precipitarse en el pecado. Su misma esencia hacía entonces imprescindible el “exorcismo de la serpiente” que llevaba por dentro, esa que la impulsaba a las pasiones desenfrenadas. Vista entonces como un instrumento diabólico, la mujer no podía prescindir de la guía y del control del hombre para la preservación de su honra y pureza. Acerca de esto, señalaba Arbiol: “La maldad de la mujer se conoce en la mutación de su rostro, dice el Espíritu Santo, y pues tienes la señal, no te descuides en lo que tanto te importa, porque la honra suya es la tuya” (488).

Resulta interesante explicar que este tipo de argumentos, con los que se refrendaba la posición subordinada de las mujeres en los órdenes matrimonial, familiar y social, no fueron privativos de los discursos eclesiásticos, sino que también los más importantes exponentes de la Ilustración postularon nociones similares. De hecho, estos presupuestos trascendieron al modelo burgués de la familia que se impuso en el área geográfica atlántica, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, con la ocurrencia de varias revoluciones burguesas. Los cambios que se produjeron entonces tuvieron como corolario la delimitación de los espacios privados y públicos.

Dichas transformaciones repercutieron de manera significativa en la división sexual del trabajo. Así, el discurso ilustrado liberal confinó el proyecto de realización femenina al casamiento y a la maternidad, y asignó a los hombres un papel protagónico en las actividades productivas, políticas y culturales. Ahora bien, en la práctica tampoco se puede afirmar que existió una estricta equivalencia entre los sexos y las esferas mencionadas. En este sentido, resulta importante descomponer los estereotipos tradicionales y comprender que estas fronteras muchas veces fueron fluctuantes, pues las “reinas del hogar” también circulaban por el espacio público, mientras los hombres poseían el dominio, tácito y legal, en las relaciones familiares.

Esta cuestión la destaca la filósofa francesa Michèle Crampe-Casnabet, autora del ensayo “Las mujeres en las obras filosóficas del siglo XVIII”, en el cual demuestra que los discursos de la Ilustración refrendaron la inferioridad de las mujeres en la sociedad. En su investigación demuestra cómo “el argumento formal que recorría tantos textos “ilustrados” descansaba en la idea, no cuestionada, según la cual, si se quiere que una unión matrimonial sea indisoluble, una de las partes debe ser superior a la otra” (354).

Precisamente, tal teoría la desarrolló una figura tan notable como Jean-Jacques Rousseau en su obra Emilio o de la educación de 1762. El libro quinto, titulado “Sofía o la mujer”, lo consagra íntegramente a describir a la joven llamada a unir su vida con Emilio, un huérfano formado en las ideas ilustradas por su preceptor. En este texto, Sofía y Emilio encarnan los valores del matrimonio “ideal”, puntal de la familia y del Estado. Para lograr este fin, Rousseau consideraba:

Toda la educación de las mujeres debe ser relativa a los hombres. Complacerles, serles útiles, hacerse amar y honrar de ellos, educarlos de jóvenes, cuidarlos de mayores, aconsejarles, consolarles, hacerles la vida agradable y dulce: he aquí los deberes de las mujeres en todos los tiempos y lo que se les debe enseñar desde la infancia. (408)

En concordancia con lo anterior, Rousseau insistía en que la verdadera educación de la mujer iba encaminada a la formación del carácter, de la voluntad y de los buenos modales. Con esta no se perseguía dotarla de amplios conocimientos, sino transformarla en una persona capaz de educar a sus hijos y de cimentar la armonía hogareña. Ese era el caso de Sofía, a quien desde la infancia se le había educado exclusivamente para lograr la felicidad de su compañero.

Lo que mejor sabe Sofía y lo que con más esmero le han hecho aprender, son las tareas de su sexo, como cortar y coser sus vestidos. No hay una obra de aguja que no sepa hacer bien y con gusto. También se ha aplicado a todas las menudencias caseras: entiende de cocina y de repostería, sabe el valor de los comestibles, conoce la calidad de ellos, lleva bien las cuentas y hace de mayordomo. Destinada a ser un día madre de familia, gobernando la casa de sus padres aprende a gobernar la suya propia. (443)

Mientras a Sofía se le destinaba al espacio privado, Emilio había sido educado para desempeñarse en la esfera pública, a fin de que realizara el ejercicio pleno de la ciudadanía. Según Rousseau, las mujeres carecían de “razón”, por lo cual los trabajos más apropiados para ellas eran los que no requerían de la fuerza física ni del ejercicio del intelecto.

La investigación de las verdades abstractas y especulativas, de los principios, de los axiomas en las ciencias, todo cuanto tiende a generalizar las ideas no es de la pertenencia de las mujeres, cuyos estudios deben todos relacionarse con la práctica; […] en cuanto a las obras de la inteligencia, estas las exceden; ellas no poseen la suficiente justeza y atención para lograr éxito en las ciencias exactas. (434)

De ahí que uno de los más ilustres exponentes del siglo que proclamó las libertades de los hombres admitía la sumisión de las mujeres: “Dándoos la mano de esposo, se ha hecho Emilio vuestra cabeza; la Naturaleza lo quiso así” (498). Debido a eso, según Rousseau los valores esenciales de una esposa eran la fidelidad a su marido, la modestia y la prudencia. Eso sí, no bastaba con que la mujer fuese virtuosa, sino que también tenía que aparentarlo.

Importa […] no solamente que la mujer sea fiel, sino que sea considerada como tal por su marido, por sus familiares, por todo el mundo; importa que sea modesta, atenta, reservada, que lleve a los ojos de los demás, como a su propia conciencia, el testimonio de su virtud. […]. Por la misma ley de la naturaleza […], en lo que a ellas se refiere [...], están a merced del juicio de los hombres: no basta con que sean estimables, es necesario que sean estimadas; no les es suficiente con ser bellas, es necesario que agraden; no les basta con que sean prudentes, es preciso que sean reconocidas como tales; su honor no está solamente en su conducta, sino en su reputación, y no es posible que la que consiente en pasar por infame pueda ser reconocida jamás como honesta. (404-408)

Igualmente, en el siglo XVIII, una diversidad de manuales y tratados —incluida la literatura médica— insistieron en la fragilidad del sexo femenino y en la obligación que tenían los hombres de protegerlas y gobernarlas, “con manos suaves pero firmes”. De ese modo, estos discursos conceptualizaron a la mujer, desde el punto de vista fisiológico, como un ser débil, temeroso, colérico y mentiroso. Mientras al hombre se le reputaba de valiente, eficaz y razonable, se consideraba que la inferioridad era consustancial al temperamento femenino. Para la medicina, la naturaleza legitimaba lo que la moral y el orden social prescribían: el esposo era el señor de su mujer. A los ojos de los galenos, el ritmo de crecimiento de las mujeres determinaba que estas debían casarse, idealmente, a los quince o dieciséis años. Por su parte, en los hombres la edad más adecuada para el matrimonio se situaba entre los veinticinco y los treinta años.

El tratado de Pierre Roussel,10 Système physique et moral de la femme, publicado en 1775, vino a convertirse en un hito de los discursos legitimadores de la imagen de la mujer como un ser incapaz de desenvolverse fuera de los espacios privados. Las mujeres, “sedentarias por naturaleza”, eran más frágiles que los hombres desde el punto de vista muscular. Esto determinaba una “debilidad mental” que estimulaba su sensibilidad emocional hasta “límites impredecibles”.

Tales ideas de la Ilustración francesa también fueron conocidas en España y en América. La reflexión en torno a la mujer y su papel en las relaciones matrimoniales y sociales se convirtió en una necesidad de primer orden, en tanto para el despotismo ilustrado resultaba esencial el incremento de la jurisdicción estatal sobre la familia y las prácticas sexuales de los distintos grupos poblacionales.

Entre los autores que abordaron este tema en España se encuentra el militar y escritor José Cadalso11, quien en la obra epistolar Cartas marruecas, publicada de forma póstuma en 1789, resaltaba el valor de la enseñanza de la moralidad para la formación del carácter de las mujeres. Estas debían aprender las habilidades útiles en el gobierno de una familia porque, “¿quién se ha de casar contigo si te empleas en […] pasatiempos? ¿Qué marido ha de tener la que no cría a sus hijos […], la que no sabe hacerle sus camisas, cuidarle en su enfermedad, gobernar la casa, seguirle si es menester en la guerra?” (114).

Unas razones similares las expuso Francisco Cabarrús12, una de las figuras más influyentes de la Ilustración española y gran admirador de las ideas de Rousseau, en su trabajo Memoria de D. Francisco Cabarrús sobre la admisión y asistencia de las mujeres en la Sociedad Patriótica. Como su propio nombre lo indica, Cabarrús realizó esta ponencia a raíz de un debate que se suscitó el 18 de febrero de 1786 acerca de la conveniencia de admitir mujeres en la Real Sociedad Patriótica de Madrid, fundada en 1775. Para sustentar su negativa al respecto, Cabarrús esgrimió lo siguiente:

¿Cómo podemos disimularnos la petulancia, los caprichos, la frivolidad y las necesarias pequeñeces que son el elemento de este sexo? […] ¿Acaso prevalecerán contra la voz de la naturaleza, que sujetó a las mujeres a la modestia y al pudor, o contra las relaciones inmutables de todas las sociedades que les impusieron como una obligación civil la fidelidad a sus maridos, el cuidado de sus hijos y una vida doméstica y retirada? […]. La exclusión dada a las mujeres en todas las deliberaciones públicas está fundada, según se ve, en razones tomadas de su mismo sexo […]. No podemos avenirnos entre hombres y llamamos mujeres: ¿a qué? ¿A infamar expedientes para que los tribunales menosprecien nuestro dictamen y pierda la Sociedad el mayor influjo que tiene en la felicidad de la nación? ¿A escribir Memorias sobre asuntos que requieren conocimientos elementales de que carecen, o especulaciones prácticas que no les es decente adquirir? ¿Será para que sin instrucción antecedente vengan a votar sobre algunos asuntos predilectos, y añadan al tumulto de nuestras deliberaciones, en semejantes casos, el de una preponderancia funesta a la razón y a la libertad? (152-154)

Asimismo, Cabarrús era partidario de un modelo de sociedad en el que la familia se erigía como el marco ideal de la felicidad. Tal dicha se sustentaba en el desenvolvimiento de la esposa dentro de los patrones de la moralidad y del orden. De ahí que considerase, como otros ilustrados españoles, que el fomento del matrimonio era un asunto primordial para el Estado. En su libro de 1808, Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública, señaló:

El interés de las costumbres, las ideas de honestidad, de decencia y los derechos sagrados de las familias, prohíben la unión promiscua de los sexos, y deben conspirar por todos los estímulos de que sea capaz el corazón humano, a afianzar la santidad de los matrimonios. (42) Así, este conjunto de leyes y discursos del despotismo ilustrado vinieron a reforzar la normatividad que regía la vida de las familias, basada en el modelo monogámico patriarcal, el cual sancionaba la despersonalización de las mujeres en función del sujeto masculino. Todo lo anterior tuvo su expresión también en dos de las ciudades portuarias más importantes de Hispanoamérica: Cartagena de Indias y La Habana.

Notas

1 Hegel, en su obra Fenomenología del espíritu, realiza un estudio de esta división entre los espacios público y privado. Uno estaba dirigido al Estado, la ciencia y el trabajo, y el otro se volvía hacia la familia y la creación de la moralidad.

2 En el Archivo General de la Nación se localizaron, en la Sección Colonia, en los fondos de Asuntos Civiles y Juicios Criminales y en la sección Archivo Anexo en el fondo de Pleitos, cuatro casos de violación, siete casos de adulterio, nueve de sevicia y diecisiete de divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem.

3 En el Archivo Nacional de Cuba se encontraron, en los fondos de Audiencia de Santo Domingo, Donativos y Remisiones, Escribanías y Miscelánea de Expedientes, dos casos de violación, seis de adulterio, once de sevicia y doce de divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem.

4 El Concilio de Trento se desarrolló entre 1545 y 1563 y durante sus veinticinco sesiones se reafirmaron los dogmas esenciales de la Iglesia católica.

5 Término que se usaba, fundamentalmente, en el Virreinato de la Nueva España con el fin de designar al hijo de indio/a y mestizo/a.

6 Con relación a este precio, es necesario decir que aun cuando la “Real Cédula sobre gracias al sacar” fijó esta tasa en 24 200 reales, existieron personas dispuestas a pagar sumas mucho mayores con tal de lograr la legitimación. Este fue el caso de la “Solicitud de legitimación” presentada por José Miguel Vianes de Sales. Vianes de Sales era un sacerdote de La Habana, quien, en 1799, remitió al Consejo de Indias la solicitud de legitimación de su hijo de veintiún años para que este pudiese heredar sus propiedades. Con ese fin, el clérigo expresó su decisión de pagar “cualquier cantidad establecida para las gracias de esta especie” (3).

7 Término que se empleaba para designar al hijo de español/a y cuarterón de mestizo/a. A su vez, el cuarterón de mestizo/a designaba al hijo de español/a y mestizo/a.

8 Con relación a este aspecto, es bueno aclarar que la ley penaba a las viudas que se casaban de nuevo antes de cumplirse el año de la muerte de su pareja, pues si esta se embarazaba o lo estaba, no se sabía de quién era el hijo. Entonces, un hijo del nuevo contrayente podía heredar los bienes del anterior.

9 Antonio Arbiol y Díez (1651-1726) fue un sacerdote franciscano español, entre cuyas obras más importantes se encuentran La venerable y esclarecida Orden Tercera de San Francisco (1697), Desengaños místicos (1706), El cristiano reformado (1714) y Estragos de la lujuria y sus remedios conforme a las Divinas Escrituras (1726).

10 Pierre Roussel (1742-1802) fue un médico y escritor francés, cuyas obras más importantes fueron Système physique et moral de la femme ou Tableau philosophique de la constitution, de l’état organique, du tempérament, des moeurs et des fonctions propres au sexe, de 1775, y Système physique et moral de la femme, suivi du système physique et moral de l’homme, et d’un fragment sur la sensibilité, editado tras su muerte en 1802.

11 José Cadalso (1741-1782) fue autor de numerosos libros, entre los que se destacan Defensa de la nación española (1768) y Ocios de mi juventud (1781).

12 Francisco Cabarrús (1752-1810) fue un notable ilustrado español, de origen francés. En 1782 creó el Banco de San Carlos, primer banco nacional de España. En 1789 le fue concedido por el Rey Carlos IV el título de Conde de Cabarrús.