Capítulo 2
La vida familiar y de las mujeres en Cartagena de Indias y La Habana
Family Life and Women in Cartagena de Indias and Havana
Características de la sociedad y de la vida familiar en Cartagena de Indias y en La Habana
Entre 1759 y 1808, Cartagena de Indias y La Habana eran dos sociedades con múltiples diferencias,
pero también con un conjunto de características similares, en cuanto eran las principales ciudades
puertos del Caribe junto con Veracruz y Portobelo. Es necesario recordar que el florecimiento de
estas ciudades en los siglos XVI y XVII se debió, en buena medida, al sistema en virtud del cual
todo el transporte del oro y de la plata desde las colonias americanas se realizaba en dos flotas
anuales: una, la de la Nueva España, que partía desde Sevilla a Veracruz, y otra, la denominada “de
los Galeones de Tierra Firme”, que navegaba hacia Cartagena y Portobelo. Luego en La Habana se
reunían las dos a fin de emprender el viaje de regreso a Europa.
Desde el punto de vista económico, entre 1759 y 1808 los mayores ingresos de Cartagena de Indias
provenían del comercio, la ganadería extensiva y los situados o remesas de dinero provenientes del
resto de las provincias del Virreinato de la Nueva Granada13. De igual
modo, en esta etapa ocurrió un importante cambio en la economía cartagenera al producirse en muchas
haciendas un tránsito del trabajo esclavo a la contratación de mano de obra libre, esencialmente
campesinos mestizos, porque resultaba más barata esta opción que la compra y la manutención de los
esclavos. Así, en la provincia de Cartagena existieron tres tipos esenciales de haciendas: las
haciendas ganaderas, las cuales fueron las predominantes, ya que requerían de pocos esclavos y
trabajadores libres puesto que se basaban en grandes extensiones de tierra en la que pastaba el
ganado semisalvaje; las haciendas de labranza, atendidas en su mayoría por campesinos, en las que se
cosechaban maíz, yuca, arroz y plátanos, entre otros renglones; y las haciendas trapiche, que sí
contaban con numerosos esclavos para el cultivo de la caña de azúcar y la producción de mieles
destinadas a la fabricación de aguardientes (Meisel Roca 257).
Por su parte, la segunda mitad del siglo XVIII marcó un nuevo rumbo para la economía de Cuba, y en
particular de La Habana, tras el despegue de la plantación esclavista y el amplio intercambio
comercial (Torres Cuevas 265-313). En el caso de la jurisdicción de La Habana, desde finales del
siglo XVII se produjo una significativa transformación de su estructura agraria tradicional con las
demoliciones de los hatos y corrales. Esto posibilitó un sostenido crecimiento de los ingenios y de
la producción de azúcar (García Rodríguez 44).
En esta etapa resulta interesante resaltar una sustancial diferencia entre Cartagena de Indias y La
Habana, y es el hecho de que en toda esta región de la costa atlántica neogranadina no se
desarrollaron plantaciones, tal como ocurrió en el Caribe insular. Esto se debió a un conjunto de
factores, como, por ejemplo, la poca calidad de los suelos y la accidentada topografía que generó
zonas aisladas (Ripoll 69-87).
Esta estructura económica de Cartagena de Indias determinó en buena medida sus características
sociales. Para 1777, año en que se realizó el primer padrón de la provincia y de la ciudad,
Cartagena tenía un total de 118 378 habitantes14 . Con esa cifra era la
segunda provincia con mayor número de población de la Nueva Granada, después de Tunja con 259 612
habitantes (Aguilera Díaz y Meisel Roca 16). Asimismo, la provincia tenía 86 poblaciones, repartidas
en ciudades, villas, parroquias y pueblos, de las cuales Cartagena y Mompox eran las más
importantes, tal como se puede apreciar en el mapa de la Figura 1.
A continuación, en la Tabla 1 se presenta la población de la provincia de Cartagena de Indias en
1777.
Varias cifras de este padrón resultan llamativas. Una de ellas es que solo el 8,1 % del total de los
habitantes de la provincia de Cartagena eran esclavos, lo cual demuestra que aun cuando la
esclavitud era importante no constituía el fundamento de la economía regional. Además, la mayoría de
la población la constituían los libres “de color”. Debe precisarse que en esta categoría se incluía
a todos aquellos que no fueran blancos, indígenas o esclavos, por lo que abarcaba distintas mezclas
raciales. De la misma manera, en este grupo se contabilizaban los negros libres. Así, las personas
libres “de color” constituían el 63,8 % del total de los habitantes de la provincia, tal como se
puede apreciar en la Figura 2.
Para 1777, en la ciudad de Cartagena de Indias vivían 13 690 personas, lo que representaba el 11,6 %
de los habitantes de toda la provincia. Asimismo, en la ciudad radicaban el 30,9 % de los blancos y
el 26,9 % de los esclavos de la provincia.
En 1777, la ciudad estaba dividida en cuatro barrios que se encontraban dentro del perímetro
amurallado: Nuestra Señora de la Merced, San Sebastián, Santo Toribio y Santa Catalina. Cartagena
contaba también con un barrio popular, la Santísima Trinidad de Getsemaní, que se unía a la ciudad a
través del puente de San Francisco.
Otra de las cuestiones interesantes que revela la consulta de este padrón es que en la ciudad de
Cartagena apenas residían ochenta y ocho indígenas, es decir, el 0,6 % de los habitantes de la urbe,
a pesar de que en la provincia representaban el 16,4 % del total. Algo similar ocurría en la ciudad
de Mompox, en la que vivían solo noventa y cuatro indígenas. Esto indica que esta población era
mayoritariamente rural.
Al igual que en la provincia, en la ciudad de Cartagena una parte importante de la población era
libre “de color”, con el 49,3 %. No obstante, ese no es el hecho que más llama la atención, sino que
la mayoría de la población en la ciudad eran mujeres. Contrario a lo que se podría pensar, en tanto
esta era una plaza militar que contaba con cientos de soldados organizados para su defensa,
Cartagena era, para 1777, un enclave en el que vivían un total de 1128 mujeres más que hombres. En
el caso de los indígenas, las mujeres superaban en 32 a los hombres, en los libres “de color” esta
cifra ascendía a 989 y entre los esclavos había 278 más mujeres que hombres. Solo entre las personas
blancas los hombres superaban en 171 a las mujeres.
Con relación a los esclavos, es pertinente señalar que su estructura demográfica en este periodo no
estaba determinada esencialmente por el arribo de nuevos africanos, cuyo número era muy pequeño,
sino por la interacción entre la natalidad y la mortalidad. Esto puede contribuir a explicar la
mayor presencia de mujeres, unido al hecho de que muchos propietarios de esclavos de esta época en
Cartagena vendían a los hombres para que fueran a trabajar en las minas de otras provincias.
De igual modo, a partir del análisis de las cifras de este padrón, se puede conocer que el mayor
número de las mujeres esclavas vivían en Cartagena y en Mompox. Esto se debía a que ellas jugaban un
papel protagónico en los oficios domésticos y en las ventas callejeras de las ciudades. Algo similar
ocurría con las mujeres libres “de color”, quienes también trabajaban en múltiples actividades como
costureras, lavanderas, parteras, etc. Esta es una cuestión sobre la que se volverá más
adelante.
En el caso de Cuba, a diferencia del Virreinato de la Nueva Granada, no existían provincias, pues su
división administrativa se basaba en departamentos y jurisdicciones. La Isla contaba, en la etapa
que se aborda, con tres departamentos y dieciocho jurisdicciones.
Al respecto, Jacobo de la Pezuela, en el Diccionario geográfico, estadístico, histórico de la Isla
de Cuba, señaló lo siguiente:
Por espacio de dos siglos permaneció la Isla sin que tuviesen límites señalados claramente las
demarcaciones territoriales de sus primeras poblaciones […]. No esperaron a corregirse esos errores
hasta que en 1772 empezó el marqués de la Torre a disponer que se levantase el primer censo de
población. En el documento que lo publicó dos años después, apareció la Isla dividida en tres
departamentos, compuestos cada cual de territorios que parecían ser jurisdicciones de los centros de
población que contenían. Dieciocho únicamente se determinaron en el citado censo de 1774.
(127)
Esta división se mantiene en el Extracto del Padrón General de Habitantes de la Isla de Cuba,
correspondiente a fines de diciembre de 177815 . Según este, la
jurisdicción de La Habana a la que aquí se hace referencia comprendía el actual territorio de la
provincia de La Habana, con la excepción de las poblaciones de Guanabacoa, Santiago de las Vegas y
Santa María del Rosario (4). De ese modo, para 1778, la jurisdicción de La Habana contaba con un
total de 82 143 habitantes, cifra inferior a las 118 378 personas que vivían en la provincia de
Cartagena para esta época.
Al revisar las cifras de este padrón se evidencian varias diferencias entre La Habana y Cartagena.
En la jurisdicción habanera, el 31,5 % de sus habitantes eran esclavos, en contraste con el 8,1 % de
la provincia de Cartagena. Esto demuestra el papel fundamental de la esclavitud para la economía de
La Habana. Además, la mayoría de la población era blanca con el 54,9 % y los libres “de color” solo
representaban el 13,6 % del total de los habitantes de la jurisdicción.
Además, para 1778 en la ciudad de La Habana residían un total de 40 737 personas, lo que
prácticamente triplicaba el total de habitantes de Cartagena que ascendía a 13 690. Dicha cantidad
significaba que en La Habana vivía el 38,2 % de los habitantes de toda la jurisdicción.
En 1778, La Habana intramuros estaba conformada por dos grandes cuarteles o distritos: La Punta, al
norte, compuesta por los barrios de Dragones, El Ángel, La Estrella y Monserrate y Campeche; al sur,
constituido por los barrios de San Francisco, Santa Teresa, Santa Paula y San Isidro. Por su parte,
la ciudad de extramuros crecía rápidamente con barrios como Nuestra Señora de Guadalupe, Jesús María
y San Lázaro.
A diferencia de Cartagena, en La Habana de 1778 la mayor parte de la población era blanca, con el
52,1 %. Mientras en la ciudad neogranadina el 49,3 % de sus habitantes eran libres “de color”, en La
Habana estos representaban el 19,9 % del total de la población. Con relación a los esclavos, La
Habana también tenía un mayor número, pues constituían el 28 % de su población, en tanto en
Cartagena estos eran el 18,9 % del total de los habitantes de la urbe.
En la Figura 9 se pueden apreciar comparativamente estos datos poblacionales de las ciudades de
Cartagena de Indias y de La Habana que aparecen en los padrones mencionados.
Con respecto a la cantidad de personas por sexo, en La Habana, a diferencia de Cartagena, los
hombres constituían la mayoría de los habitantes. De hecho, en la ciudad, los hombres superaban en
un total de 3809 a las mujeres. Esta correlación era así para los estamentos de los blancos y de los
esclavos, pero no para los libres “de color”, en los que las mujeres superaban en 1349 a los
hombres. Esto se debía, entre otros factores, al hecho de que muchas esclavizadas se dedicaban a los
trabajos domésticos, por lo cual eran más susceptibles de ser manumitidas por sus amos (Cohen y
Greene 7).
A pesar de todas las diferencias señaladas, Cartagena de Indias y La Habana tenían importantes
similitudes en las características de la vida familiar. En ambas ciudades, el modelo hegemónico fue
el de la familia monogámica patriarcal. Respecto a esta cuestión, Federico Engels señaló en El
origen de la familia, la propiedad privada y el Estado:
[Fue] la primera forma de familia que no se basaba en condiciones naturales, sino económicas, y […]
no aparece de ninguna manera en la historia como una reconciliación entre el hombre y la mujer. Por
el contrario, entra en escena […] como la proclamación de un conflicto entre los sexos.
(62-63)
El propio ritual de la boda eclesiástica consagraba simbólicamente dicha sujeción cuando,
arrodillados los contrayentes ante el altar, el sacerdote cubría con un mismo paño los hombros del
marido y la cabeza de la mujer. El móvil esencial para estos enlaces, entonces, se correspondía con
la búsqueda de un pretendiente que estuviera acorde con su posición social. Aunque esta concepción
tanto en Cartagena como en La Habana se hallaba arraigada de modo directo y como paradigma en casi
todas las capas de la población, fueron las dominantes las que más la aplicaron porque eran
realmente las que podían establecer esas decisiones económicas. En este sentido, los matrimonios
pasarían a ser vínculos cada vez más estrechos dentro de un círculo endogámico, aunque la
legislación canónica prescribía que el parentesco, hasta el cuarto grado de consanguinidad,
configuraba un impedimento para el matrimonio. Sin embargo, estas prohibiciones podían superarse con
la solicitud de una dispensa papal, a excepción de padres, hijos y hermanos, pues como señala
Segalen en Antropología histórica de la familia: Aplicar estas reglas, impedir tales uniones, por el
contrario, habría dificultado fuertemente la nupcialidad, en los sitios donde […] las redes sociales
y familiares creaban las condiciones de matrimonios entre parientes. […] Así, pues, la Iglesia se
veía obligada a conceder dispensas para que se celebraran este tipo de uniones. (111)
A fin de viabilizar los procesos de dispensas, la Iglesia autorizó a los prelados de Ultramar a que
las concediesen sin necesidad de consultar a Roma. En el caso específico de Cuba, no se conoce si
los obispos tuvieron estas potestades, pero lo que sí se sabe a partir del estudio de las dispensas
papales otorgadas a cubanos que se encuentran en el Archivo del Ministerio de Ultramar de Madrid es
que la mayor parte se concedieron a caballeros que deseaban casarse con la hija de alguno de sus
hermanos o con la hermana de su difunta esposa. Estos modelos tenían implicaciones
diferentes:
mientras los matrimonios con sobrinas reforzaban los lazos del grupo consanguíneo, los enlaces con
cuñadas renovaban las alianzas entre familias distintas (Stolke 142-143).
En tal escenario, los enlaces de primos también se consideraban una acertada opción, teniendo en
cuenta que con ellos se lograban salvar los obstáculos impuestos por las diferencias generacionales.
De cualquier modo, para la celebración de los matrimonios entre allegados se invocaba siempre la ob
angustiam loci, la cual el derecho canónico definía como la carencia de pretendientes de la misma
condición social fuera del grupo de los parientes (Escriche 177).
Así, la endogamia familiar se convirtió en una práctica muy extendida. La revisión de los estudios
genealógicos de Cartagena y de La Habana, en la etapa objeto de estudio, evidencia una red muy
compleja de relaciones entre las familias de la oligarquía, al punto de que sus apellidos se
entrecruzan con frecuencia. Estas familias se caracterizaban también por agrupar bajo un mismo techo
a una amplia red de parientes, unidos por vínculos de consanguinidad (abuelos, padres, hijos) y de
afinidad (cónyuges, primos, sobrinos, tíos, cuñados e incluso de agregados), junto con un número
importante de esclavos.
Las estructuras de estas familias estaban condicionadas, además, por un sistema de herencias
sustentado en la primogenitura masculina, es decir, en la concesión de ciertos privilegios al
primero de los descendientes de un matrimonio en relación con el disfrute especial de las
propiedades del progenitor y de la prerrogativa de decidir los destinos familiares. Esto iba en
detrimento del resto de los sucesores (segundones) que, tan legítimos como el hermano mayor, eran
puestos bajo su protección. Este mismo principio era el que figuraba en la base del otorgamiento de
los mayorazgos o vinculaciones de bienes16 , los cuales constituían
signos de distinción social y fuentes, en varias oportunidades, de notorios litigios
judiciales.
Por otra parte, mientras en los sectores medios de ambas ciudades la mayoría de los núcleos
familiares los integraban parejas con sus hijos solteros, en las capas populares las relaciones de
amancebamiento17 no solo eran frecuentes entre blancos y libres “de
color”, sino también entre estos y los indígenas, e incluso entre los blancos. Debe añadirse que la
prohibición de los enlaces interraciales en este periodo fue una de las principales causas de la
proliferación de los amancebamientos, llamados eufemísticamente, desde el siglo XVI, “amistades
ilícitas”. En particular, para los integrantes de los niveles subalternos de la sociedad resultaba
complejo acceder al matrimonio debido a los costos y los trámites que se exigían, la falta de
clérigos en las áreas rurales y la necesidad que muchos individuos tenían de trasladarse de una
región a otra en busca de trabajo (Ribeiro 163).
Por esa razón, entre las capas pobres constituía una práctica común y socialmente aceptada, sobre
todo en las áreas rurales, que el hombre raptara a su novia para vivir juntos. Muchos lo hacían con
la esperanza, sobre todo las mujeres, de casarse una vez lograran mejorar sus condiciones
económicas. En la práctica, las autoridades coloniales toleraron las eufemísticamente llamadas
“amistades ilícitas”, ya que fomentaban el crecimiento poblacional sin tener que formalizar los
vínculos entre las parejas desiguales, ni abrir las puertas de las herencias a los hijos
ilegítimos18 .
De este modo, en las capas populares, los hogares estaban integrados, fundamentalmente, por parejas
que vivían en amancebamiento y sus hijos, madres solas con sus niños19
o por una gran variedad de residentes que de algún modo estaban relacionados entre sí y compartían
una misma vivienda por necesidad o solidaridad; por ejemplo, en el caso específico de Cartagena,
Pablo Rodríguez, en Sentimiento y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada, afirma que para 1777,
“el 19 % de las madres de la ciudad eran solteras” (83), la mayor parte de las cuales eran libres
“de color” y vivían en el barrio de Getsemaní.
Otra característica importante, común a todos los grupos familiares de las ciudades de Cartagena y
de La Habana, fue la concepción falocrática de la familia monogámica que asignaba a las mujeres un
rol de sumisión y dependencia. De ahí que tanto la Iglesia como el Estado consagraban la
despersonalización femenina en función del parentesco masculino: por el padre y los hermanos,
mientras eran solteras; por los esposos cuando se casaban y en el caso de las huérfanas podían ser
representadas por cualquier varón de sus familias, o a falta de estos por tutores.
Así, la mayor parte de los conflictos familiares tenían su origen, precisamente, en esta valoración
ideológica, reforzada por una legalidad que se basaba en la asimetría de los sexos. Por este motivo,
resulta imprescindible el estudio del control social que se ejercía en esta época sobre los
comportamientos de las mujeres, en ambas ciudades.
El control social sobre los comportamientos de las mujeres en Cartagena de Indias y en La Habana
Como en el resto de Hispanoamérica, en Cartagena y La Habana la Iglesia y el Estado se empeñaron en
regular las conductas femeninas en los distintos espacios sociales. Estas normas postulaban que los
proyectos de vida fundamentales de las mujeres eran el matrimonio y la maternidad.
En concordancia con lo anterior, se consideraba esencial que, una vez casada, la mujer procreara.
Por esta razón, no podía hablarse de violencia carnal cuando el marido la forzaba a tener relaciones
sexuales. Sin embargo, en algunas ocasiones, la propia maternidad se consideraba un inconveniente si
el sexo de la prole no se correspondía con las expectativas o necesidades familiares. La preferencia
por los varones, básicamente, se sustentaba en razones económicas, ya que las hembras contribuían, a
través de la dote, con bienes a la sociedad conyugal. Para las familias más pobres, que no podían
dotar a sus hijas, los hombres representaban la garantía del sostén hogareño.
Con frecuencia, las mujeres eran víctimas de privaciones de alimentos, humillaciones, palizas y
amenazas por parte de sus maridos20 . Eso atestigua un patrón de
actuación que abarcaba a todas las clases sociales21 . Estas agresiones
alcanzaban niveles más crueles cuando estaban asociadas a los adulterios, por lo general
masculinos.
Respecto a este último aspecto, debe explicarse que aun cuando la Iglesia consideraba la infidelidad
un pecado y la legislación civil la sancionaba como una forma de sexualidad no permitida, en la
práctica al hombre le resultaba lícito frecuentar los prostíbulos22 y
mantener relaciones amorosas paralelas a su matrimonio, siempre que lo hiciera de manera discreta.
Mientras que las mujeres que osaban traicionar a sus esposos eran castigadas severamente, pues el
adulterio femenino no solo colocaba en entredicho la virilidad del esposo y la paternidad de los
hijos, sino también mostraba su incapacidad de regir los destinos hogareños. De hecho, en Las Siete
Partidas se autorizaba a los maridos a matar a sus cónyuges, junto con sus amantes, siempre que “las
atrapasen in fraganti” (404), o a acusarlas de adulterio hasta cinco años después de ocurrida la
traición.
De hecho, cuando a una esposa se le probaba en un juicio la perpetración de semejante falta era
azotada públicamente, despojada de sus bienes y encerrada en un convento. En tal situación, solo el
marido estaba facultado para perdonarla y retornarla al hogar, antes de que se cumplieran dos años
de su enclaustramiento23 , pero se aclaraba que “si por ventura no la
quisiese perdonar, o muriese antes, […] entonces debe recibir el hábito del Monasterio, y servir en
él a Dios para siempre, como las otras monjas” (405). Entre tanto, una parte o la totalidad de sus
propiedades, si no existían herederos, pasaban a manos de esa institución.
Así, el honor de la familia debía preservarse en todo momento, tal como lo precisó en 1783 el
Consejo de Indias al proclamar que “cualquier mancha en uno u otro individuo de la ascendencia es
trascendental a toda la generación” (Konetzcke 533). A causa de esto, la sociedad exigía que
cualquier injuria fuese atajada de inmediato. Cuando no se obtenía una satisfacción, se reparaba con
sangre la ofensa en un duelo, se preservaba el secreto o se promovía una demanda legal.
Con relación a esta última cuestión, resulta interesante señalar que, para la segunda mitad del
siglo XVIII, solían presentarse muchas demandas en torno al incumplimiento de las promesas
matrimoniales. Dicha práctica formaba parte de una antigua costumbre, en virtud de la cual una
pareja podía intercambiar solemnemente la promesa de casarse en el futuro e iniciar su convivencia
como marido y mujer. Tales compromisos, mucho de los cuales solían prolongarse por años, se
consideraban prácticamente equivalentes al matrimonio mismo. Sin embargo, el Concilio de Trento
deslegitimó estos acuerdos, según los cuales las parejas podían mantener relaciones sexuales bajo la
promesa de contraer matrimonio.
De ahí que, para fines del siglo XVIII, la palabra de matrimonio había evolucionado hacia una pálida
versión de lo que era antes del Concilio, cuando en este tipo de ceremonias las parejas no solo se
prodigaban de manera solemne sus votos, sino que además intercambiaban bienes, por lo que eran muy
pocos los que se arrepentían antes de la celebración de la boda. Para estos años, en cambio, las
promesas de casamiento solían implicar solo un compromiso secreto entre los jóvenes amantes o una
especie de ceremonia en la que la pareja intercambiaba simbólicamente algunos regalos en presencia
de su familia y amigos.
Todo esto llevó a Carlos IV, en 1804, a expedir una “Real Orden sobre demandas por palabras de
casamiento”, en la cual se lee:
Que, en ningún Tribunal eclesiástico ni secular, se admitan demandas de casamientos sobre las
palabras que dan los hombres a las mujeres, a menos que justifiquen estas con escritura pública,
pues de lo contrario no serán oídas sus demandas, por lo que se publicará esta Orden después de misa
mayor del primer domingo para que llegue a noticias de todos, para que los padres cuiden a sus hijas
y estas no se dejen engañar con palabras de casamiento. (180)
Así, si una mujer era seducida por su prometido, se embarazaba y luego el joven fallecía o se negaba
a última hora a casarse, la familia quedaba en una delicada situación24
. Por lo general, sus parientes optaban por encerrarla en la casa y retirarla por completo de las
miradas extrañas. Al nacer el niño, podían entregarlo a cualquier matrimonio conocido que deseara
criarlo como suyo (omitiéndose en la fe de bautismo el verdadero nombre de la madre), o dejarlo en
la Casa de Beneficencia y Maternidad para, posteriormente, recuperarlo en calidad de “huérfano”. De
esta manera, su secreto debía permanecer en las sombras, porque las mujeres eran, en gran medida,
las depositarias del honor de la familia (Twinam 63-65).
No obstante, en algunas ocasiones, estos secretos se conocían después de muchos años, por lo general
poco antes o después del fallecimiento de sus protagonistas. Esto les sucedió a María Andrea, vecina
de Cartagena, y a Francisca y a Antonia, ambas de La Habana, quienes crecieron considerándose
huérfanas.
En el caso de la primera, fue su padre el teniente Lorenzo de Parga el que le confesó en su
testamento, en 1799, toda la historia de su origen. María Andrea era el fruto de su relación con
María Candelaria Ricardo Ceballos, a quien había dejado embarazada unos meses antes de que su
regimiento fuese trasladado a la ciudad de Santa Fe de Bogotá. En esa situación de soledad y
abandono, la madre de María Andrea solo encontró una salida: dejar a su hija en la Casa de
Beneficencia, donde fue bautizada como una niña expósita (900-912).
Algo similar le había ocurrido antes a Francisca, nacida el 28 de enero de 1735 en La Habana. Como
expresó en su solicitud de legitimación, fue abandonada en la noche de su nacimiento en la Casa de
Beneficencia y Maternidad. Una vez bautizada con el nombre de Francisca Sale Valdés, fue entregada a
María de Flores, la cual se encargó de su crianza. No fue hasta 1777 que María, en su testamento, le
confesó que era su verdadera madre (5).
Otro fue el caso de la solicitud de legitimación de Antonia, pues su madre, Beatriz Blanco de la
Poza, la buscó algunas semanas antes de morir para contarle la historia de su nacimiento. En 1765,
después de pasar varios años educándose en un convento de La Habana, Beatriz había regresado a su
hogar por motivos de salud. Allí vivía prácticamente recluida en su habitación, pero ese hecho no
evitó que conociese a un socio de negocios de su hermano que frecuentaba su casa. Lázaro del Rey
Bravo era un español casado y sin hijos, su esposa permanecía en la península y mientras él se
hallaba en La Habana recibió una carta en la que le daban la noticia de su fallecimiento. A raíz de
eso, Lázaro le propuso matrimonio a Beatriz y la convenció de tener relaciones sexuales con él,
fruto de las cuales quedó embarazada. Sin embargo, los planes de la boda se suspendieron cuando
Beatriz y su familia se enteraron de que la esposa de Lázaro aún vivía, a pesar de su delicado
estado de salud25 . Esto obligó a los padres de Beatriz a trazar una
estrategia para ocultar su embarazo. Tras el nacimiento de su nieta, en 1766, le encargaron a un
sacerdote de “íntima confianza” que la bautizara como “huérfana” y que velara por su crianza
(3).
Otro aspecto que se debe analizar en sociedades clasistas y estamentales como la cartagenera y la
habanera de este periodo era el de la virginidad previa al matrimonio, imprescindible a fin de
sostener el honor de las mujeres blancas, y también primordial para muchas familias “de color”. Esta
cuestión se puede comprobar en una solicitud de legitimación remitida al Consejo de Indias en 1789
por un residente de Cartagena. En esta, el viudo Manuel José de Escobar narraba cómo, en 1780, había
conocido a María Trinidad Miranda, quien era una mujer mulata cuyos vecinos describían como “de
color blanco y pelo liso” y que vivía “con el mismo recogimiento y honestidad en la que la criaron
sus padres”. Pertenecía a una familia con ciertos recursos económicos, pues su padre, como señaló
Manuel José, “vestía de casaca y ceñía espada, denotando en esto, el grado de calidad”. Aunque el
viudo sabía que no podía casarse con María Trinidad, por ser él un hombre blanco y considerarse esta
unión racialmente desigual, habían sido los “propios impulsos de la fragilidad humana los que lo
habían llevado a persuadirla” de tener relaciones sexuales, después de cuatro años de cortejo. Así,
Manuel José detallaba “el estado virgen en que la halló” a sus treinta y siete años y cómo, fruto de
estos encuentros, nació un niño en 1785, al que deseaba legitimar para que gozara de “honores y
privilegios” (4-4v).
En consonancia con lo anterior, la mayoría de la sociedad asumía que toda mujer “honesta” llegaba
virgen a su noche de bodas. Por tanto, desde la infancia se debía educar a las mujeres en los
principios de la castidad y del decoro. De este modo, incluso una parte de la formación moral
femenina estuvo signada por los cánones de belleza dominantes, ya que la apariencia se consideraba
reflejo de la espiritualidad del alma. Por esta razón la vestimenta de las mujeres debía mostrar su
integridad: las faldas largas y voluminosas, acompañadas de un corsé que hacía lucir la figura más
delgada, propiciaban que los movimientos de una dama, sus gestos, reflejaran la delicadeza y ternura
“propias de las mujeres”, en oposición a la virilidad de los hombres. Así, la ropa, además de cubrir
las carnes, constituía en cierto sentido una extensión simbólica del cuerpo. Además, los trajes
revelaban diversos rasgos de la personalidad del individuo y su rango y clase social (Knibiehler
344-345).
Al mismo tiempo, no cesó de ejercerse una estrecha vigilancia sobre las transgresiones en esta
materia. El camisón, por ejemplo, dejó poco a poco de tolerarse fuera de la alcoba pues se convirtió
en el emblema de una intimidad erótica a la que no se podía hacer la menor alusión. Además, a las
mujeres se les prohibía, de manera expresa, vestir como los hombres.
Incluso utilizar indumentarias muy “provocativas” conllevaba a una pérdida total de derechos en caso
de violación. Esto fue lo que le sucedió a la joven cartagenera Manuela Morera, tal como consta en
el expediente de violación abierto contra Pablo Cano, en noviembre de 1787. Manuela era una mulata
libre que vivía en el barrio popular de Getsemaní, quien para subsistir vendía dulces por las calles
de la ciudad. Cano era también un mulato libre, vecino de su mismo barrio. Cano fue liberado de la
Real Cárcel en la que se encontraba preso y exonerado del delito de violación el 26 de enero de
1788, tras argumentar al juez que él había desflorado a Manuela pues esta vestía siempre “con trajes
muy provocativos que invitaban al agravio” (502).
Algo similar ocurría en La Habana, donde la vestimenta de las mujeres se hallaba estrictamente
regulada por los bandos de Buen Gobierno. En este sentido, resulta interesante mencionar que en el
“Bando” publicado por el gobernador y capitán general Diego José Navarro en 1778 se estableció que
las mujeres tenían que salir a las calles vestidas “honestamente”, por lo cual todas aquellas que
usasen trajes “provocativos” y tratasen a los hombres “con libertad” debían ser castigadas por las
autoridades. En los casos de las mujeres libres, la pena consistía en seis meses de reclusión en la
Casa de Recogidas26 , y en los de las esclavas se multaba a sus amos
con distintas cifras de dinero (73).
Por otra parte, el uso de la cosmética se hallaba íntimamente relacionado con los conceptos de
belleza y salud predominantes. Durante el siglo XVIII, entre las mujeres de las familias adineradas
de Cartagena y de La Habana predominó el ideal de lucir un cutis blanco de mejillas sonrosadas. Para
lograrlo se recurría al blanquete, el cual se vendía en unas botellitas importadas de Francia o se
elaboraba en el hogar a base de talco y vinagre destilado.
Los productos cosméticos llegaron a utilizarse hasta en la dentadura. Las mujeres, algunas todavía
jóvenes, utilizaban distintas tinturas para el esmalte de sus dientes. Por su parte, los perfumes
jugaban el rol protagónico en el arte de la seducción. A finales del siglo XVIII e inicios del XIX
existía preferencia por esencias tales como las aguas de lavanda y las colonias, a tono con las
tendencias europeas que preconizaban el uso de aromas frescos.
Para las mujeres pobres, sin embargo, la belleza constituía una amenaza a su virtud sexual. Se
caracterizaba a la joven humilde y bonita como víctima de su llamativa apariencia. Su historia
parecía previsible: la primera falta en brazos de un seductor, luego la vergüenza y la desaparición
en el anonimato. La belleza lucía entonces como un factor revelador de una doble indigencia: “la de
la fortuna y la educación, que habrían permitido la construcción de una virtud protectora”
(Nahoum-Grappe 112).
Las seguidoras acaudaladas de las últimas modas, tanto en Cartagena como en La Habana, usaban varios
trajes al día: unos, en la intimidad del hogar y otros para asistir a misa o salir de paseo. Sus
vestidos, confeccionados de finísimas telas, se complementaban con mantillas, chales, zapatillas de
raso, abanicos y lujosas joyas. Una descripción de algunos de estos trajes que usaban las damas
cartageneras la plasmó el fraile franciscano Juan de Santa Gertrudis27
en su libro Maravillas de la naturaleza:
El traje de las señoras es una camisa con labores de seda de colores, y […] de hilo de oro y plata
también, formando un cuello de tres dedos de ancho […]. Y en las faldas un encaje de cuatro dedos de
ancho. […] Para salir de casa usan manto de tafetán y saya de lo mismo y su media de seda […]. Pero
su gala principal consiste en dos cosas: la primera es que cuando la señora sale de la casa vayan
tras ella, una tras otra, todas las esclavas […]. La segunda es que, para mandar algún […] regalito,
la esclava que lo lleva la engalanan […], y lo que lleva va tapado con un paño muy rico, todo
bordado de seda en variedad de colores. (32-34)
Como lo menciona Santa Gertrudis, estas mujeres de la oligarquía, quienes contaban con el servicio
de varias esclavas, se dedicaban durante el día a coser, bordar, supervisar la preparación de la
comida y velar por la educación de los hijos. Sus casas permanecían abiertas al exterior y en sus
salones se celebraban lujosos bailes y animadas tertulias, en las que se comentaban libros, sucesos
políticos y culturales, las tendencias de la moda en Europa, o simplemente se intrigaba contra
ciertas personas. Las iglesias, tiendas, teatros, paseos y plazas eran espacios en los que también
podían exhibir sus encantos.
Entre tanto, en los sectores medios y populares de ambas ciudades las esposas permanecían siempre
atareadas. Por una parte, llevaban las cuentas a fin de que alcanzase el dinero para cuanto hacía
falta, y, por otra, realizaban sus faenas domésticas. Muchas de estas mujeres trabajaban como
lavanderas y costureras en sus propios hogares, los cuales se transformaban en especies de talleres.
Con frecuencia, los salarios que percibían eran ínfimos.
Ahora bien, en Hispanoamérica la proyección socio-laboral femenina quedó signada por las
restricciones que imponía la configuración de sus roles sociales. De esta manera, la “Real
Resolución del 12 de junio de 1784”, al tiempo que autorizaba a las mujeres a trabajar en
actividades remuneradas, especificaba que debían hacerlo en los oficios “propios de su sexo”
(Marrero 151). Dada su “anatomía” y carácter “carente de razón”, se consideró que los trabajos más
apropiados para ellas eran las faenas limpias, ordenadas y meticulosas, como, por ejemplo, las de
dulceras, panaderas, modistas, tejedoras y zapateras.
Sin embargo, desde siglos antes, las negras y mestizas recorrían las calles de las principales
ciudades hispanoamericanas, como Cartagena y La Habana, realizando las más disímiles labores. El
propio Santa Gertrudis, en otro de los pasajes de su obra, relataba la cotidiana y antigua presencia
de las vendedoras de frutas y dulces en las calles, plazas y mercados de la ciudad, con lo cual se
sostenían si eran libres o les pagaban el jornal a sus amos si eran esclavas:
Reparé […] en las mujeres que venden en las plazas sentadas en la tierra, […], cada una con sus
platos […]. Reparamos también que algunas negras venían llevando sobre la cabeza unos platones
grandes […]. Como eran muchas, se nos excitó la curiosidad de saber qué habían de hacer con tantos
platones. Llegamos a un hombre que vendía tasajo: así llaman a la carne salada y seca al sol, y
advierto que en Cartagena no hay carne fresca, sino de aves. Yo le pregunté: […] ¿para qué son estos
platones que traen estas negras? Él me respondió: Padre, esos no son platos. Este, es el pan que por
lo común se come en esta tierra. A esto le llaman cazabe. Él allí tenía un pedazo y nos lo dio a
probar, y nos pareció malísimo. (20-21)
Resulta importante aclarar que, en ninguno de los dos padrones, ni en el de 1777 de Cartagena ni en
el de 1778 de La Habana, se registraron las actividades remuneradas realizadas por las mujeres. Sin
embargo, en muchas otras fuentes históricas, como, por ejemplo, los diarios de los viajeros y los
protocolos notariales, quedaron reflejados estos oficios en los que ellas se desempeñaban. Es
importante subrayar que algunas de estas mujeres negras y mestizas llegaron a ser dueñas de
propiedades en las que montaban sus propios negocios. Por ejemplo, en el caso cartagenero, en estos
años existían varias mujeres dueñas de pulperías, especie de tiendas en las que se vendían distintos
artículos tales como comidas, bebidas, velas, carbón y telas. Eran espacios muy concurridos,
especialmente por los sectores populares, en los que también se bailaba, se realizaban peleas de
gallos y se jugaba a los naipes y a los dados (Navarrete 65-80).
Otros oficios que también ejercían las mujeres en esta etapa, en Cartagena y en La Habana, eran los
de parteras, nodrizas y maestras. Con relación a las parteras, María del Carmen Barcia Zequeira, en
su libro Oficios de mujer, resalta una cuestión muy significativa y es el hecho de que, a partir de
la “Real Cédula del 21 de julio de 1750”, se exigió a las parteras en España y en América una
licencia que avalara sus conocimientos, lo que implicaba que tenían que ser examinadas por los
tribunales de los protomedicatos. A lo anterior se sumó la “Real Cédula del 6 de mayo de 1804”, en
la cual se reguló el aprendizaje y las pruebas que debían vencer estas mujeres, así como se instauró
un registro para su control (Barcia Zequeira 33-34).
No obstante, en el caso habanero la “Real Cédula de 1750” se aplicó parcialmente, ya que en esta se
disponía que solo podían ejercer como parteras las mujeres viudas o casadas que pudieran acreditar
su “limpieza de sangre”. En la práctica se eximió a las interesadas de este último requisito, por lo
cual una buena parte de las parteras que se presentaban a estudiar y a examinarse eran mujeres
mulatas y negras. Asimismo, se llegaron a aceptar mujeres solteras que acreditaban su “buena
conducta” mediante certificados expedidos por los alcaldes de barrio o por los sacerdotes de sus
parroquias (Barcia Zequeira 74-75).
Entre tanto, en los barrios populares de la ciudad la mayoría de las maestras eran también mujeres
mulatas y negras. Una buena evidencia de lo anterior es el “Informe del primer censo escolar”,
realizado por el fraile franciscano Félix González, por encargo de la Real Sociedad Patriótica de La
Habana y dado a conocer el 8 de agosto de 1793. En este Informe, González mostró que de las treinta
y nueve escuelas de primeras letras que funcionaban en La Habana de intramuros, treinta y dos las
dirigían mujeres “de color” a las que asistían niños blancos, mulatos y negros de ambos sexos a
bajos costos o de forma gratuita (89-90).
Es necesario añadir que, a raíz de la publicación de esta información, la Real Sociedad Patriótica
dispuso la creación de centros de enseñanza por separado para niñas y niños blancos en los que se
excluyera de sus claustros a las maestras negras y mulatas. Esta cuestión la estudió Alejandrina
Penabad y Enrique Sosa en el segundo volumen de su obra Historia de la educación en Cuba, en la que
señalan: La Sociedad Patriótica habanera se esforzó por establecer una instrucción primaria para el
beneficio exclusivo de niños blancos, también con exclusión de maestras “de color”. Así quedó
recogido en un acuerdo tomado en su seno en 1794.
Antes de establecerse la Sociedad […], en La Habana la discriminación racial en las escuelas no era
la regla general. (91)
A contrapelo de dicha prohibición discriminatoria, en la mayoría de las escuelitas de barrio
continuó la mezcla de colores. En estos recintos se enseñaba a las señoritas a leer, escribir,
contar, realizar labores “propias de su sexo” y se les inculcaba la doctrina cristiana. Así, aunque
la historia de las mujeres fue sometida a una estricta codificación, en realidad resultaría erróneo
pensar que en esta época ninguna transgresión forzó los cerrojos de los límites impuestos a la vida
femenina en Cartagena de Indias y La Habana.
Notas
13 El Virreinato de la Nueva Granada se creó en 1717. Sin
embargo, el primer virrey no llegó a ocupar su cargo hasta el 25 de noviembre de 1719. Luego, el
virreinato se suspendió en 1723 por problemas financieros hasta su reinstauración en 1739.
14 Vale la pena aclarar que toda la información para la
realización del padrón se recopiló en 1777, pero este se terminó de elaborar en 1778.
15 Vale la pena precisar que para 1778 el departamento occidental
estaba conformado por las siguientes nueve jurisdicciones: Nueva Filipina (actualmente Pinar del
Río), La Habana, Guanabacoa, Santiago de las Vegas, Santa María del Rosario, San Felipe y Santiago
del Bejucal, San Juan de Jaruco, Matanzas e Isla de Pinos (hoy Isla de la Juventud).
16 Entre los privilegios concedidos a los habitantes de Indias,
en las “Ordenanzas de nuevo descubrimiento y población” promulgadas por Felipe II en 1573, figuró el
de que “el poblador principal” pudiera instituir mayorazgo de todos los bienes y haciendas que en la
nueva plaza adquiriera (115-116).
17 El amancebamiento era un término de la época que designaba la
relación de pareja de dos personas que vivían juntas sin formalizar su vínculo. En el siglo XVIII,
el amancebamiento se encontraba penado tanto por la Iglesia como por la legislación civil. De hecho,
el Concilio de Trento estableció la pena de excomunión para aquellas personas que vivían
amancebadas. En el caso de la Recopilación de Leyes de Indias, el amancebamiento entre las personas
blancas y libres “de color” era castigado con una pena en dinero equivalente a la quinta parte de
los bienes del hombre. Sin embargo, en esta misma legislación se eximía a los indígenas de esta pena
y solo se establecía que las mujeres debían ser retornadas a sus comunidades de origen
(754).
18 Tan “oscuro” origen estigmatizaría las vidas de estas
personas, condenándolas a una situación de inferioridad. Una vez cumplida su mayoría de edad podían
solicitar su legitimación mediante el trámite de gracias al sacar que se explicó en el primer
capítulo.
19 Como consecuencia de la estrechez e inestabilidad económica en
este sector, las deserciones paternas y las madres solteras abundaban.
20 Estos abusos llevaron a algunas mujeres a huir de sus casas,
pero eran perseguidas por la justicia que las volvía a poner en manos de sus maridos.
21 Vale la pena señalar que la violencia doméstica no era un
fenómeno privativo de los matrimonios. También en las uniones consensuales las mujeres resultaban
con frecuencia maltratadas.
22 La mayor parte de las prostitutas que recorrían las calles de
Cartagena y de La Habana y frecuentaban sus tabernas preferían trabajar en los prostíbulos, donde
además de percibir en algunas ocasiones salarios, tenían ropa, casa y comida. Es necesario añadir
que, si bien muchas veces las autoridades fueron permisivas con estas prácticas, la ley les ordenaba
enviar a prisión a las mujeres que fueran atrapadas ejerciendo este oficio.
23 La mujer que hubiera sido condenada por adulterio tenía el
derecho de pedir que se le llevase a vivir de nuevo con el esposo, en caso de que él incurriese en
igual pecado.
24 A fin de ilustrar un caso en el que sus protagonistas
intercambiaron una promesa matrimonial, vale la pena exponer aquí el expediente de María Josefa
Pérez de Balmaceda, vecina de La Habana, cuyo hijo en 1741 hizo llegar su “Solicitud de
legitimación” al Consejo de Indias. A principios de siglo, María Josefa había exigido a su novio
Pedro Díez de Florencia una promesa escrita de matrimonio, antes de acceder a tener relaciones
sexuales con él. Justo antes de la boda, y estando ya María Josefa embarazada de su hijo, Pedro
zarpó hacia México para asumir un nuevo cargo público. Desde allí, Pedro le envió varias cartas a
María Josefa pidiéndole que se reuniera con él para casarse. Ella, sin embargo, se rehusó a
seguirlo, alegando que le tenía mucho miedo al mar y a los barcos. No obstante, ella nunca dejó que
sus familiares o vecinos, quienes conocieron de su embarazo, olvidaran que su hijo era fruto de un
compromiso matrimonial. Para eso, conservó la promesa escrita de matrimonio atada a un rosario que
lucía siempre en su cuello (4).
25 Con relación a la bigamia, resulta importante precisar que no
solo era condenada por las autoridades eclesiales, sino también por la legislación civil. De ese
modo, en la Recopilación de Leyes de Indias se castigaba a aquellos que se casaban por segunda vez,
conscientes de que sus legítimos consortes estaban vivos, a ser marcados en la frente con hierro
candente, entregar la mitad de sus pertenencias y realizar trabajos forzados durante cinco años
(702).
26 El 18 de octubre de 1746 se instauró la Casa de Recogidas. El
artículo siete del reglamento estableció que en esta Casa iban a ser recluidas las doncellas pobres
expuestas a relajación, las depositadas de divorcio y las delincuentes. Como explica Rolando Álvarez
Estévez en La “reeducación” de la mujer cubana en la colonia. La Casa de Recogidas, tanto la
admisión como la salida de estas mujeres de la Casa tenían que estar acompañadas de órdenes escritas
por los jueces (20).
27 Juan de Santa Gertrudis (1724-1799) fue un fraile franciscano
español enviado como misionero a América del Sur, donde permaneció entre 1758 y 1767. A su regreso a
España escribió la obra Maravillas de la naturaleza, en la que relataba sus experiencias en el
continente americano y específicamente en la Nueva Granada. Un hecho curioso es que no se conoce la
fecha exacta en que redactó este texto, lo cual pudo ser entre 1768 y 1799.