Capítulo 3
Historias de conflictos y transgresiones femeninas en Cartagena de Indias y en La Habana
Stories of Female Conflicts and Transgressions in Cartagena de Indias and in Havana
Las mujeres se defienden en los tribunales por adulterio y sevicia
La consulta de las fuentes judiciales, tanto eclesiásticas como seculares, devela una amplia gama de
situaciones de conflicto en las que las mujeres asumían un rol protagónico. Debe precisarse que aun
cuando se sancionaba que las mujeres casadas carecían de personalidad jurídica propia, tal como se
expuso, Las Ochenta y Tres Leyes de Toro establecían que ellas no necesitaban del permiso marital a
fin de “responder en causa criminal” ni para entablar litigios en su contra (455). Así, cada uno de
los expedientes de adulterio, sevicia y divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem localizados
en los fondos del Archivo General de la Nación de Colombia y en el Archivo Nacional de Cuba,
contienen relatos de vidas de mujeres, aunque parciales, en razón a las características de este tipo
de documentación y a las huellas dejadas por el tiempo en sus páginas (Hernández Fox 1).
En el caso del adulterio, este se juzgaba por un doble rasero que consideraba tolerable los asuntos
extramatrimoniales de los hombres mientras penaba con dureza a las mujeres por igual motivo. En la
práctica, la castidad solo se exigía a las mujeres, en tanto las aventuras amorosas eran bien
toleradas y constituían un signo de “hombría”. En particular, el adulterio femenino quebrantaba los
fundamentos de la sociedad y de la familia al colocar un signo de interrogación en torno a la
legítima paternidad de los hijos, cuestión que afectaba incluso a las viudas, quienes no podían
contraer nuevas nupcias hasta un año después del fallecimiento de sus consortes.
La opinión, en virtud de la cual las esposas debían pasar por alto los adulterios de sus parejas, se
vio reforzada por el hecho de que los padres de familia acordaban los matrimonios de sus hijos sin
contar con sus sentimientos. Eso determinaba que los novios apenas tuviesen oportunidad de conocerse
antes de la celebración de la boda. No obstante, a partir de la Contrarreforma se impuso un mayor
secreto a las relaciones adúlteras. Se veía mal que un hombre hiciese gala de sus amantes y
concubinas con desparpajo o que testara a favor del fruto de dichas relaciones (Hernández Fox
2).
De igual modo, el honor de los esposos dependía de la castidad femenina. Un marido cornudo perdía
prestigio ante la sociedad y llegaba a considerársele inhabilitado para desempeñar honorablemente
cualquier tipo de cargo público. Ese fue el caso del capitán Francisco Piñero. Tal como quedó
registrado en los “Autos sobre el recurso hecho a este superior gobierno por don Francisco Piñero
sobre el adulterio atribuido a doña Luisa Llerena su mujer”, Piñero era oficial de una de las
compañías del batallón que protegía la ciudad de Cartagena de Indias. El 27 de septiembre de 1759,
acompañado de su abogado, Nicolás Dávila, se presentó ante el procurador de la Real Audiencia,
Gabriel Martínez, a fin de exigir se le informaran los nombres de las personas que habían acusado a
su esposa Luisa Llerena de serle infiel con Juan de Arreche, padrino de bautismo de su hijo.
Y solemnemente presento y juro […] que la alevosía de algunos de los vecinos de aquella cuidad, poco
temerosos de Dios y de la Real Justicia han tenido el arrojo de difamar a Doña Luisa Llerena su
mujer, y por consiguiente a mi parte, […] en atribuirle comercio ilícito con Don Juan de Arreche […]
sin otro fundamento que frecuentar este y su mujer la casa de mi parte, con motivo del vínculo
espiritual que con los dichos tiene; y porque semejante injuria no es tolerable cuando de ella
resulta lastimarse el honor de mi parte, y de su mujer que aprecia más que la vida, y contemplando
que las justicias de aquella ciudad han de excusarse de proceder en este asunto […]: ha tenido por
de su propia obligación para vindicar su honor el ocurrir a […] Vuestra Excelencia para que se sirva
[…], poner en su conocimiento los sujetos de quien dimanó la injuria con que ha sido difamado para
[…] establecer en su contra los recursos que correspondan. (324-324v)
Efectivamente, el 30 de agosto de ese año, un grupo de oficiales del batallón de Cartagena de Indias
se habían dirigido a Diego Tabares, mariscal de campo de los Reales Ejércitos, gobernador y
comandante general de la ciudad, con el propósito de exponer la razón por la cual se negaban a
relacionarse y aparecer en distintas actividades públicas con su compañero de armas Francisco
Piñero. Según ellos, Piñero no era un hombre honorable, ya que conocía y toleraba la relación
adúltera de su mujer con su compadre Juan de Arreche.
Señor. El cuerpo de capitanes del batallón fijo de esta plaza, se me presentó los días pasados
judicialmente, pidiéndome les admitiera una información secreta que convenía a su derecho hacer de
la notoriedad de los vicios y escándalos de Doña Luisa Llerena, y del consentimiento de su marido el
capitán Don Francisco Piñero, asegurando al mismo tiempo que lo ejecutaban sin otro fin, que el de
instruir a la superioridad […] de los justos motivos que los movieron para resolverse a no alternar
con dicho Piñero. (328)
Ante esta grave acusación, el 2 de noviembre de 1759 se presentó la propia Luisa Llerena ante la
Real Audiencia. En su declaración, no solo acusaba a los compañeros de su esposo de haber orquestado
la acusación de adulterio para lograr apartarlo de su cargo en el ejército, sino que también
señalaba al propio gobernador y comandante general, Diego Tabares, de ser el máximo responsable de
esta conspiración. Según Luisa, Tabares tenía gran interés en perjudicar la carrera de su esposo y
también deseaba vengarse de ella.
Señor Gobernador y Comandante General. Doña Luisa Llerena Polo del Águila, mujer legítima del
Capitán Don Francisco Piñero, que lo es del batallón prefijo de esta plaza, […], comparezco ante
Vuestra Señoría y digo: que […] ha llegado a mí, noticia que da instancia de que los enemigos del
hombre con que brilla mi heredada nobleza, […], actúan ante Vuestra Señoría cierta información […]
sobre el ilícito comercio que se le denunció entre mí y mi compadre Don Juan de Arreche, exponiendo
que este corría con el vil consentimiento de mi consorte honrado. Y trata Vuestra Señoría de
averiguar, pesquisar y juzgar, […] sobre el crimen con que mi marido es capitulado y la
justificación de los delitos de que yo he sido acusada con los mismos capitanes, y entre ellos los
más capitales enemigos de mi honra, y no se ignora Señor Gobernador, por otra parte hablando con el
mismo respeto, que Vuestra Señoría se tiene como principal interesado en mi deshonra y que por fines
particulares que mi honra sabrá justificar a su tiempo, es ya empeño de Vuestra Señoría no que salga
la verdad de mi recato a la luz, sino que en apoyo de lo mucho que inconsideradamente ha hablado la
maledicencia, resulte la comprobación bastante de los delitos de que he sido acusada.
(325v-326v)
Aunque a ciencia cierta nunca se supo los motivos por los cuales Tabares deseaba destruir la
reputación de Luisa, el hecho fue que, luego de su presentación y de su enfrentamiento directamente
con este, el caso fue cerrado. ¿Acaso Luisa conocía algún secreto comprometedor para la honra del
propio gobernador y comandante general de Cartagena de Indias? ¿Tabares comprendió que era mejor
dejar esta cuestión así antes de que el escándalo lo perjudicara también a él como principal
autoridad de la ciudad? Como es de suponer, esas respuestas no aparecen en el expediente judicial y
quedan en el marco de la imaginación histórica.
No obstante, cabe destacar que la revisión de los archivos cartageneros y habaneros muestra cómo la
mayoría de las acusaciones de adulterio las presentaban ante los tribunales las mujeres. Así, de los
siete casos de adulterio localizados en el Archivo General de la Nación y de los seis consultados en
el Archivo Nacional de Cuba, solo en el de Luisa Llerena se acusa a una mujer. En los restantes son
las esposas las que acusan a sus cónyuges por adulterio.
Ahora bien, para que una esposa pudiera demandar a su pareja por adulterio debía demostrar que esta
situación había alcanzado niveles intolerables, de modo que llegaran a amenazar su propia integridad
física. De hecho, salvo excepciones, las esposas consideraron que las infidelidades constituían el
motivo principal por el que sus cónyuges las golpeaban y las maltrataban, dado que a menudo
reaccionaban con violencia a sus recriminaciones. Así, varias mujeres señalaron en sus testimonios
que tras descubrir las relaciones de concubinato que mantenían sus maridos28 estos las habían comenzado a golpear de manera cotidiana.
No obstante, para aquellas esposas cuyo objetivo fundamental era lograr una rectificación de la
conducta de su pareja, el divorcio no resultaba el recurso más apropiado. Por tanto, canalizaban sus
denuncias de adulterio y de sevicia ante las instancias civiles (Hernández Fox 7). Observemos la
declaración de una de estas mujeres de La Habana, en enero de 1808, que aparece en el expediente
titulado “Doña Josefa Claret contra su consorte Don Juan Bautista Serra por sevicia”:
No es mi ánimo divorciarme a menos que él reincida en su trato cruel y áspero, pero sí que el
Tribunal con conocimiento de sus imperfecciones le imponga las reglas con que debe manejarse ceñidas
a nuestra legislación real y sagrados Derechos canónicos y con este objeto a Vuestra Señoría suplico
se sirva disponer que se cite a mi marido a una concurrencia […] para que en ella sea reprendido, se
acuerde el modo con que debe portarse y se le aperciba en el caso de faltar a las obligaciones que
se le impongan o que en otra manera haga abuso de la autoridad de cabeza que tiene por el
matrimonio. (5-5v)
Trece años atrás, en 1795, Josefa Claret había contraído matrimonio con Juan Bautista Serra. En un
principio, su unión trascurrió de manera armónica, ayudándole ella a establecer una tienda. Además
de las labores domésticas contribuía, ribeteando zapatos, a la economía de la casa. De este modo
acumularon de manera progresiva una suma importante de dinero con la que adquirieron varios
inmuebles y un almacén.
Desde que este hombre empezó a mejorar de suerte fue declinando su voluntad hacia mí, de tal manera
que no solo estoy reducida al último desprecio suyo, como si no fuese su mujer, sino que de día en
día recibo los vituperios, los ultrajes y amenazas porque quiere que yo le disimule los desórdenes
[…] con las propias esclavas llegando al extremo, no solo de tratarme de ahogar hace tres días sino
de estarme botando insensatamente a la calle como si yo no tuviese en los bienes tanto dominio como
él. (2)
Josefa narraba también que las palizas tenían lugar, por lo general, entrada la madrugada, cuando le
resultaba muy difícil refugiarse en la casa de sus familiares o acudir a las autoridades para
solicitar auxilio. Su vergüenza en ese sentido era inmensa, pues su marido la obligaba a vagar por
las calles, a sabiendas de que la sociedad fijaba que las mujeres decentes no salían a “deshoras de
la noche” de sus hogares (Hernández Fox 8).
La capacidad de resistencia femenina, en momentos tan difíciles, quedó demostrada a través de la
solidaridad que existía entre las mujeres, no solo en las familias, sino también en el interior de
las comunidades. Sin este inestimable apoyo, probablemente muchas no hubiesen conseguido enfrentar y
solucionar sus problemas (Hernández Fox 8-9). Por tal motivo, Josefa valoraba de invaluable la
solidaridad mostrada por su amiga Lucía Ordóñez, “viuda, de madura edad y notoria honradez” (5v), en
cuya casa encontró abrigo luego de ser expulsada de la suya propia.
No obstante, para Josefa vivir aquí, sin un centavo siquiera para adquirir alimentos, constituía un
ultraje a su dignidad. Máxime, cuando en el seno de su morada el marido compartía el lecho con
varias “mujerzuelas”. Juan Bautista, entre tanto, intentó dilatar el proceso judicial puesto en
marcha por su esposa. En vista de eso, Josefa llegó a presionarlo con el divorcio, pues la
Recopilación de Leyes de Indias estipulaba que los bienes gananciales, o sea, aquellas propiedades
comunes y rentas percibidas por cualquiera de los cónyuges durante su matrimonio, se dividían si se
dictaba a su favor una sentencia de este tipo (734). Solo entonces Serra acudió ante el tribunal con
intención de mostrar arrepentimiento por sus acciones. El 9 de marzo de 1808 comparecían ambos para
“quedar persuadidos de la obligación de reunirse y vivir en paz cumpliendo cada uno con sus deberes”
(9-9v).
Debe explicarse que el examen de este tipo de documentación muestra que estas agresiones, como, por
ejemplo, las que sufrió Josefa, estaban íntimamente asociadas con la ideología patriarcal que
asignaba a las mujeres, al considerarlas más débiles en cuerpo, mente y carácter que los hombres, un
rol de sumisión y dependencia en todas las relaciones, incluidas las conyugales. Los maridos,
erigidos en guardianes supremos de la reputación de la familia, debían velar con especial “celo” y
“firmeza” por el comportamiento honorable de su pareja. Por tanto, la violencia doméstica constituía
un fenómeno común en todos los niveles educativos, estamentales y clasistas de las sociedades de
Cartagena y de La Habana.
Asimismo, el análisis de los casos de sevicia de esta época en ambas ciudades demuestra que las
esposas no siempre se comportaron como víctimas indefensas que soportaban todos los desmanes de sus
maridos. Su actitud de denuncia significaba un desafío a la autoridad masculina. Eso invita a
revalorizar, en alguna medida, la imagen que durante mucho tiempo se tuvo de las mujeres de los
siglos XVIII y XIX como seres completamente pasivos e indefensos (Hernández Fox 6-7).
En este sentido, vale la pena destacar que las mujeres pertenecientes a los sectores desposeídos
también recurrieron a los tribunales para denunciar a sus consortes. Esto era posible debido a que
las leyes sancionaban la obligación que tenían los jueces de nombrarles abogados que les prestaran
sus servicios de forma gratuita. Además, ellas quedaban exentas del pago de honorarios a los
integrantes de los tribunales y utilizaban “papel del sello de pobres” para su defensa. Debe
aclararse que todos estos procedimientos estaban previstos por la Recopilación de Leyes de Indias, a
fin de que las personas carentes de recursos económicos pudieran acudir a la justicia y así defender
sus intereses (721).
Una de estas mujeres fue la cartagenera Lorenza Leal. Lorenza, a diferencia de Josefa, una persona
blanca y esposa de un comerciante de mediana fortuna, era una mujer mestiza y pobre que vivía en el
barrio de extramuros de Getsemaní. Sin embargo, ambas tenían en común que habían sido agredidas por
sus parejas. El marido de Lorenza, Juan de Castro, era un hombre mestizo, iletrado, herrero y
alcohólico que la había intentado matar en dos ocasiones. Por eso, el 1° de agosto de 1806, en el
contexto del “Expediente promovido por Lorenza Leal contra su marido Juan de Castro por varios
excesos”, ella compareció ante Santiago Lecuona, alguacil mayor de la ciudad, y declaró:
Que hace tres años contraje matrimonio, sin que pueda decir haya tenido desde entonces un solo
momento de tranquilidad con dicho mi marido, experimentando no otra cosa que vejaciones y maltratos,
bajo cualquier aspecto, pero mucho más cuando se embriaga, que es muy frecuente. Entonces es que se
transforma este hombre y se convierte en fiera, por la voracidad que manifiesta, dirigiéndose
siempre a mí, como aconteció el veinticinco del […] pasado junio, en cuyo día cometió el atentado
contra Juan Márquez su cuñado, después de haber dejado a este herido, se dirigió a mí con un machete
que de no haber mediado el accidente casual de dos hombres que lo impidieron hubiera sido
seguramente su víctima. No mediaron más que otros quince días después de […] este hecho, cuando dio
la última prueba de su maledicencia, tirándome con una navaja […], después de este lance pude
escaparme de su vista y […] di […] con el ayudante de Vuestra Señoría, quien tomó la providencia de
que se aprehendiese, como se verificó en efecto. Vuestra Señoría conocerá que estos hechos son de
quien no podrá jamás enmendarse […]. Mediante lo cual espero que […] obre en la justicia que
acostumbra, asegurándome del modo que le dicte su conocida prudencia mi vida, que de otro modo está
totalmente expuesta. (834-834v)
Dado que la sociedad en su conjunto impulsaba a las mujeres a no denunciar los castigos maritales,
en pos del mantenimiento de la unidad de la familia, en estos casos, tal como lo evidencia el
testimonio de Lorenza, las víctimas siempre subrayaban el hecho de que las golpizas recibidas de
forma cotidiana e inmerecida habían rebasado con creces los límites fijados por la “moral” para su
tolerancia. A fin de probar las agresiones de las que eran objeto, en los juicios tomaban parte como
testigos algunos parientes o amigos e incluso vecinos de los esposos. En sus declaraciones estos
pronunciaron frases como: “Sabe por público y notorio” y “Le consta de propia vista”, las cuales
muestran cómo muchos altercados trascendían los espacios privados y ocurrían también en la esfera
pública. Sus palabras permiten conocer que sobre los individuos pendía un conjunto de miradas
prestas a revelar públicamente cualquier comportamiento anómalo.
En este juicio declararon como testigos, específicamente, Dionisio Herrera, Ambrosio Morales, Juan
Márquez, Manuel Cárdenas, Matías Ramos, Andrés Vidal, Romualdo Godoy, Candelario Acosta e, incluso,
un presbítero, Juan José Narváez. De ellos, los dos primeros eran cuñados de Lorenza. Analicemos un
fragmento del testimonio de Dionisio Herrera, quien compareció, en Cartagena de Indias, el 12 de
agosto de 1806:
Que sabe por público y notorio, […] el pasaje acontecido en que habiéndose embriagado Juan de
Castro, como lo tiene de costumbre, hirió a Juan Márquez, y después siguió contra su mujer Lorenza
Leal con un machete […]. Que también sabe es muy cierto y verdadero, […] que en días pasados intentó
herir con una navaja a la expresada Lorenza y que lo evitó Ambrosio Morales. Que le consta de propia
vista […] que la trata mal desde que se casó […]. Que esto que ha dicho y declarado es la verdad
[…], añadiendo que, aunque es cuñado de Lorenza, no ha faltado a la realidad del juramento, expresa
es de cincuenta años, no firma por no saber, lo hizo el Señor Alguacil. (837-837v)
De este conjunto de alegatos, uno de los más importantes fue el del capellán Juan José Narváez. Al
respecto, debe señalarse que la mayoría de las mujeres solían acudir a los sacerdotes para quejarse
del maltrato que sufrían. Incluso, en muchos casos, ellas llegaban a mostrarles a sus confesores las
huellas que dejaban las manos de sus consortes en sus cuerpos.
Don Juan José Narváez, cura del Hospital Real de San Lázaro, extramuros de esta plaza […], certifico
en la forma que puedo y debo que el día 25 de junio […] regresando de la Iglesia para mi casa, hallé
en ella a la dicha Lorenza, con un niño en los brazos muy asustada que, preguntándole la causa de su
sobresalto, me contestó: Señor, vengo a que me favorezca, pues mi marido me persigue con un machete
para matarme, y acaba de dar unas puñaladas […] a su cuñado, en su misma casa. Y en efecto, viendo
yo al Juan de Castro su marido, con el machete y una chaqueta de paño, que sin embargo de que lo
detenían dos hombres, se dirigía con precipitación al Hospital, dispuse en el momento que […]
condujesen a Lorenza a la casa del capitán, y avisasen a la tropa que existe allí de custodia para
que saliesen a contener a dicho Castro, como se consiguió. Que me consta igualmente que la citada
Lorenza Leal es de genio dócil, recogida y honrada, que antes del hecho referido había recurrido a
mí, manifestándome los trabajos que sufría al lado de su marido, quien no le permitía fuese a misa
en los días festivos. (840v-841)
Otro aspecto que suscita particular interés son las explicaciones de los maridos ante las
autoridades. En el caso de Juan de Castro, el 18 de noviembre de 1806, fue interrogado por el
alguacil mayor en la cárcel de la ciudad. En el interrogatorio negó haber agredido físicamente a
Lorenza. Según él, solo la había amenazado verbalmente. Castro, al igual que otros hombres en su
lugar, intentó justificar su actitud con la evasiva de que su familia política era la responsable de
los problemas conyugales, al predisponer a Lorenza en su contra. Interrogado sobre si sabía o
presumía la causa por la cual había sido encarcelado expuso lo siguiente:
Que lo ha sido por una pendencia de palabras que tuvo con la expresada su mujer y como igualmente la
madre y hermanas de la susodicha en defensa de esta […] lo llenaron de oprobios, tratándolo de que
era un indigno y un borracho, […] fue causa de haberse alterado y que hubiese proferido contra su
mujer, que si no se callaba la boca le daría un navajazo, con la que tenía en la chaqueta que estaba
en la sala […] y que ningún otro motivo ha habido para la prisión que está sufriendo. Y que es falso
el cargo que se le hace porque los testigos de que se ha valido su mujer […], han recibido favores
de ella y de su familia. (850)
No obstante, en su declaración admitió haber herido con una navaja a su cuñado. De igual modo,
reconoció que esta riña había tenido lugar después de maltratar a su propia hermana María Laureana.
La justificación de Castro para estos hechos fue que su hermana no cumplía con sus deberes
domésticos, entre los que él consideraba estaba confeccionar unos zapatos para su sobrino. Con esto
intentaba demostrar que María Laureana desobedecía los mandamientos del modelo de vida cristiano,
por lo cual, a él como hombre y hermano, le correspondía propinarle unos cuantos golpes para que
“entendiera”. También se le hace cargo que de las propias declaraciones resulta haber herido a su
cuñado […], responde: que es cierto que por una cuestión que tuvo con su hermana María Laureana de
Castro, mujer de Juan Márquez, por no haberle acabado unos zapaticos que mandó a hacerle para su
hijo […], habiéndose venido contra él manoteándole le dio un empujón que la arrimó a la pared. Al
ver esto dicho Márquez le tiró un bofetón […] y con una navajita que tenía […] lo hirió, no hace
memoria si fue en el muslo o en el vientre. (850v)
Finalmente, Juan de Castro fue sentenciado a prisión por el Juzgado de la ciudad y de la provincia
de Cartagena de Indias, presidido por el Gobernador Esteban José Chirinos. Sin embargo, esto no le
bastó a su esposa Lorenza, quien también solicitó ante el Tribunal Eclesiástico su divorcio
perpetuo, el cual le fue concedido en 1807 (858v).
Un recurso femenino: el divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem
Para la religión católica, el matrimonio resulta indisoluble29. Este
principio aparece consignado en el Evangelio de San Marcos, en el cual se relata la manera en que
Jesucristo predicó a sus discípulos cómo “cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra,
comete adulterio contra ella” (66).
Por esta razón, la Iglesia a lo largo de su historia ha admitido exclusivamente el divorcio quoad
thorum et mutuam cohabitationem, que produce la simple suspensión de la convivencia de la pareja,
pero deja así subsistente el vínculo matrimonial de carácter sacramental y ciertos efectos derivados
de este, tales como el de la fidelidad y el derecho a alimentos. En dependencia de la causa, el
Tribunal Eclesiástico podía dictaminar que la separación fuese perpetua o temporal (Hernández Fox
10).
No obstante, como señala el jurista español decimonónico Francisco Gómez Salazar, en su libro
Instituciones de derecho canónico, las razones esgrimidas para entablar tal demanda debían ser
sumamente graves. Estas debían demostrar que las esposas o los esposos se veían impulsados a acudir
a ese recurso porque su integridad física y moral peligraban por culpa de sus consortes. Estas
causas abarcaban la herejía, la delincuencia, las enfermedades contagiosas incurables, el adulterio
y la sevicia (255). De esta manera, si un cónyuge estaba unido a un hereje, a un delincuente que
intentaba convertirlo en su cómplice o a alguien aquejado de una enfermedad como, por ejemplo, la
lepra30, poseía la facultad de solicitar el divorcio. Sin embargo, las
causas más invocadas en estos casos eran el adulterio y la sevicia.
Así, el adulterio tanto masculino como femenino, cometido sin mediación de la violencia, constituía
un buen motivo por el cual se concedía el divorcio perpetuo, puesto que se oponía a la propia
naturaleza del casamiento. Sin embargo, el cónyuge no podía entablar tal demanda cuando él mismo
había sido adúltero, obligaba a su pareja a prostituirse o la había perdonado, al mantener
relaciones sexuales con ella, después de conocer de su desliz (Hernández Fox 10). Por su parte, la
denuncia de la sevicia, tal como precisa Pedro Golmayo en Instituciones del derecho canónico,
resultaba lícita siempre que las golpizas “amenazaran seriamente de muerte o mutilación a la esposa”
(256). En las ocasiones en que los prelados determinaban la “inexistencia de pruebas suficientes”
para dictar la separación se advertía únicamente al esposo que en lo sucesivo tratase con mayor
mesura a su pareja.
El Sacro Sanctum, Oecumenicum Concilium Tridentinum, en su vigésimo cuarta sesión, celebrada el 11
de noviembre de 1563, sancionó que todos aquellos que negaran el derecho de la Iglesia de decretar
el divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem, por las razones que se han venido explicando,
debían ser excomulgados (224). Por su parte, su canon 12 ratificó que los jueces seculares no podían
intervenir en estos asuntos espirituales (224).
Las normativas del Concilio, confirmadas por el Papa Pío IV el 26 de enero de 1564, se aplicaron en
todos los territorios de Ultramar a partir de ese propio año, en virtud de la “Real Cédula del 12 de
julio”.
Las normas del derecho canónico referentes al matrimonio y al divorcio trascendieron a la
legislación civil española. En Las Siete Partidas se reconocía que este tipo de demandas podían
entablarse ante los juzgados eclesiásticos. Estos tribunales estaban presididos por los obispos,
quienes eran los jueces de primera instancia en todos los pleitos canónicos de sus diócesis y se
componían, por un provisor y vicario general, tres fiscales, un notario mayor y cuatro empleados en
calidad de oficiales y escribientes (Hernández Fox 12).
De acuerdo con lo estipulado, cuando alguno de los miembros de una pareja decidía divorciarse, tenía
que presentar sus solicitudes ante los provisores y los vicarios generales31. Los primeros pasos consistían en informar a los demandados los
detalles de los cargos que pesaban sobre ellos, ordenar a los fiscales que sacasen a las mujeres de
sus hogares y las depositaran en casas o instituciones en las que quedaran en todo momento a
disposición de los tribunales, ya fueran ellas las demandantes o las demandadas, e intentar
convencer a estas personas de que renunciaran a seguir adelante con los procesos de
divorcio.
En esos actos de conciliación, los fiscales recurrían a todo tipo de argumentos en procura de que
las parejas se juntaran de nuevo. Si estos intentos de reconciliación de los cónyuges fracasaban,
llovían las mutuas inculpaciones y se les concedía un lapso de veinte a ochenta días para exponer
los nombres de los testigos que serían interrogados. Invariablemente, a fin de que los magistrados
aceptaran la idea de que la cohesión de la familia se hallaba resquebrajada, se necesitaban
evidencias categóricas. Por tanto, los testigos tenían que ser presenciales, de modo que se
aceptaban en este punto hasta las declaraciones de los parientes, las cuales en otros tipos de
causas resultaban inadmisibles32.
Una vez iniciados los juicios y teniendo en cuenta que los maridos eran los administradores de sus
bienes, las esposas se veían precisadas a reclamarles el suministro de distintas sumas de dinero.
Estas cantidades resultaban imprescindibles para la compra de alimentos con los que mantenerse en
los lugares en que quedaban depositadas, y para el pago de las litisexpensas, es decir, de los
gastos relacionados con los procesos (Hernández Fox 12).
Carlos III, en su afán por restar poder a la Iglesia, promulgó la “Real Cédula del 22 de marzo de
1787”, en la que ordenó:
Que los Jueces Eclesiásticos solo deben entender en las causas de divorcio, que son espirituales y
privativas del fuero de la Iglesia, sin mezclarse bajo el pretexto de incidencia, anexión, o
conexión en las temporales, y profanas sobre alimentos, litisexpensas, o restitución de dotes, como
propias, y privativas de los Magistrados Seculares. (2)
Ante tales medidas, el Papa Pío VI, en su “Letra del 17 de septiembre de 1788”, ratificó que las
autoridades civiles no tenían ningún derecho a impartir justicia en los sumarios de nulidad
matrimonial y de divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem, pero tuvo que reconocer que
resultaba legítimo que lo hicieran en las materias señaladas por la referida Cédula (260).
Ahora bien, el divorcio era un recurso que utilizaban mayoritariamente las mujeres, tal como
muestran los documentos de este tipo que se han consultado de las ciudades de Cartagena y de La
Habana. Del total de veintinueve expedientes, solo uno fue interpuesto por un esposo. Este hombre
fue Mariano de Espinosa, residente de La Habana. A fines de septiembre de 1779, Espinosa interpuso
una demanda titulada “Mariano de Espinosa en lo autos de divorcio que sigue contra su mujer Antonia
Granados, insertándose interrogatorio sobre esta diligencia, acusando a su esposa Antonia Granados
de cometer adulterio”. En su declaración ante el Tribunal Eclesiástico, Espinosa describió que
encontró a su mujer “encerrada en el cuarto de su habitación a las once de la noche, el 18 de
septiembre de 1779, con Don Miguel de las Casas” (131v).
Por esta causa, Antonia fue depositada en la Casa de Recogidas, donde permaneció recluida todo el
tiempo que duró su juicio. Desde ese espacio, Antonia se defendió de la acusación de su marido,
afirmando que este había planeado todo con la colaboración de su mejor amigo, Miguel de las
Casas33, a fin de lograr solicitar el divorcio y de esa manera
deshacerse de ella. Para eso, explicaba Antonia, se había valido de lo siguiente:
Estando yo algo indispuesta del estómago, me dio un brebaje, diciéndome que era un digestivo con el
cual me aliviaría. […]. Así que lo tomé [...] y sentí un gran desvanecimiento. Al mismo tiempo, […]
viéndome con aquella fatiga y muy acongojada, me dijo: “no tengas cuidado que es el efecto del
digestivo”. Quedé totalmente aturdida y […] esto me duró hasta más de medianoche que volví en mí.
(133)
Mariano se aprovechó de su desmayo e hizo pasar a su cuarto a Miguel y le indicó que se acostase en
su cama junto con Antonia. Luego, Mariano aparentó llegar a su casa y haber atrapado in fraganti a
su esposa con su supuesto amante. Antonia argumentaba que Mariano había tramado esta situación
porque desde hacía mucho tiempo no quería convivir con ella.
Después de interrogar durante casi dos años a varios testigos del caso, el 16 de junio de 1781 el
provisor y vicario general del Tribunal Eclesiástico de La Habana, Luis Peñalver y Cárdenas,
concluía:
En los autos seguidos por Don Mariano Espinosa contra Doña Antonia Granados, su legítima mujer,
sobre divorcio perpetuo dice [...]: que respecto que las pruebas dadas por la Granados […]
indemnizan su inocencia en la parte que le atribuye Espinosa del adulterio, en que desea afianzar la
separación, se sirva mandar que estos cónyuges se reúnan que así lo requiere el vínculo conyugal y
es de hacer conforme a Justicia. Además, se consideró la debilidad del sumario, lleno de
estratagemas y premeditada invención, con que Espinosa parecía seducir al Tribunal para ameritar la
separación del matrimonio. (159v)
Como se mencionó, con la excepción de este caso, el resto de los expedientes de divorcio localizados
en el Archivo General de la Nación y en el Archivo Nacional de Cuba fueron iniciados por las
mujeres. Las causas que impulsaban a las esposas para reclamar el divorcio, ante las autoridades
correspondientes, eran la sevicia y el adulterio. No obstante, las mujeres recurrían al divorcio
cuando consideraban que era imposible conservar sus matrimonios tras sufrir por años con resignación
las humillaciones de sus maridos. En gran parte de los casos el divorcio había sido precedido por
denuncias formuladas ante los tribunales civiles porque sus maridos se resistían a proveerlas en sus
necesidades de alimentos, vestimentas, remedios, etc.34. Algunas
esposas referían, incluso, que durante años ni siquiera habían podido contarles sus desdichas a sus
familiares más cercanos porque sus consortes les tenían terminantemente prohibido salir a las calles
y recibir visitas en sus casas, de modo que ocultaban su situación real. Ese fue el caso de Catalina
Zabala, quien aparece en el expediente “Doña Catalina Zabala, mujer de Don Martín Bernabé por
divorcio”. El 25 de febrero de 1767, Catalina se presentó ante el provisor y vicario general del
Tribunal Eclesiástico de Cartagena de Indias, Agustín de Moncayo y Vivanco, a fin de solicitar el
divorcio perpetuo de Martín Bernabé por “la notoria sevicia, tiranía y malos tratamientos que me ha
hecho” (640). A continuación, Catalina detalló cómo su marido la golpeaba “fieramente, me castiga
como si yo fuera su esclava, […] sin causa, ni motivo alguno” (640).
A partir de ese día, Catalina vivió en distintas casas, en calidad de depositada. Primero,
permaneció en la morada de Isabel y Carlos Benedetti, y luego fue trasladada al hogar de María
Francisca de Borda y Esteban Gómez.
Doña Catalina Zabala, mujer legítima de don Martín de Bernabé Madero […] digo: que yo estoy
siguiendo causa de divorcio en el Tribunal Eclesiástico contra […] mi marido por la notoria sevicia,
tiranía y malos tratamientos que me ha hecho y me hallo en depósito de dicho Tribunal en la casa de
doña María Francisca de Borda, mujer legítima de don Esteban Gómez […], vecino de esta ciudad […],
solamente por la resistencia que hizo dicho mi marido a que se me pusiese en depósito en casa de
doña Catalina Delgado, después de haber estado en depósito en la casa de doña Isabel y don Mario
Benedetti. (641)
Cuando se leen estos decretos sobre los depósitos de las esposas que intentaban divorciarse se
develan al historiador las ideas de la época sobre la posición de las mujeres en la sociedad. El
lenguaje que se empleaba para describirlos muestra con claridad que a las mujeres se les consideraba
como simples cosas, a las que por su “fragilidad”, “irreflexión” e “incapacidad” para cuidar de sí
mismas debía “extraérseles” de los hogares maritales para “depositárseles” en lugares en los que se
responsabilizaba a los “depositarios” con su “custodia” y “seguridad”.
El depósito, al margen de garantizar que la esposa no fuera maltratada por su consorte en el
transcurso del juicio, era además una manera de controlar su conducta. La mujer tenía que vivir en
esta morada “recogidamente”, sin salir a pasear ni asistir a fiestas, e incluso para recibir las
visitas de sus familiares necesitaba que su depositario la autorizara. De este modo, se le
proporcionaba al marido la tranquilidad de que ella, en todo momento, le guardaría la fidelidad
requerida en el matrimonio35.
Todas las penurias que las mujeres atravesaban en los depósitos demostraban que estos se
consideraban una medida preventiva contra separaciones por causas leves. Además, el control que se
ejercía sobre ellas era un sustituto del desplegado por los maridos durante el matrimonio. Así
transcurrían los días de las depositadas, a la espera de una sentencia que les resultase
favorable.
En la práctica, sin embargo, la rigidez de este mecanismo dependía de dónde y bajo quién se
efectuaba. Por esa razón, Martín de Bernabé pidió al Tribunal Eclesiástico que Catalina fuese
trasladada al Convento de la Obra Pía de la Caridad de Nuestro Señor Jesucristo, fundado en 1640, la
institución que se utilizaba en Cartagena para el depósito de mujeres. Bernabé consideraba que allí
su esposa viviría de forma más estricta, como efectivamente ocurrió.
En Cartagena de Indias, en 3 de mayo de 1767, Doña Catalina Zabala depositada en el Convento de la
Obra Pía de la Caridad de Nuestro Señor Jesucristo por orden del Tribunal eclesiástico por causa de
divorcio perpetuo, quoad thorum et mutuam cohabitationem, ante Vuestra Señoría digo: que me hallo en
el dicho Convento privada de toda comunicación, indefensa, y casi presa, sin delito alguno que
merezca esta pena. (648)
Una situación similar atravesó María Carrasco en La Habana tras solicitar su divorcio, en enero de
1782, como consta en los “Autos seguidos por Doña María Carrasco contra Don Diego García sobre
divorcio”. Al presentar su petición, María relató que su esposo “mantuvo y mantiene comercio carnal
hasta con personas […] de las que ha tenido hijos” (1). García había violado en el propio lecho de
María, nueve años atrás, a la esclava Tomasa, perteneciente a su amiga Manuela Aguiar36. Fruto de ese acto abusivo, nació Anselmo, cuyo parecido físico con
su progenitor desmentía los reiterados intentos de este por negar su paternidad.
Sin embargo, para María lo más intolerable era la relación de concubinato de su esposo con María de
la Concepción Quiñones, con quien tenía un hijo. Carrasco narraba con lujo de detalles que su marido
pasaba más tiempo con su concubina que con ella. De hecho, era en la casa de María de la Concepción
donde él comía y dormía de manera habitual.
María insistió mucho en estos hechos, porque en concordancia con el doble rasero por el que se
juzgaba el adulterio, el concubinato era la principal manifestación de una relación de este tipo, ya
que era una unión que se mantenía de forma permanente y paralela al matrimonio. De este modo, las
mujeres debían demostrar que las relaciones extramatrimoniales de sus parejas resultaban tan
escandalosas que públicamente se contemplaba con vergüenza la manera en que su rol fundamental de
esposas era mancillado. Al respecto, expresaba María:
Hace trece años que contraje matrimonio con Diego García y en el decurso del tiempo le he tratado
con el amor y la fidelidad correspondiente a mi estado, cumpliendo con todas mis obligaciones.
Olvidando la mutua correspondencia con que debe mirarme ha quebrantado las leyes que le estrechan a
vivir en la observancia fiel de nuestro matrimonio, cometiendo el detestable crimen de adulterio,
que por más que he procurado abstraerlo de su perversidad con mis ruegos, lejos de adoptar un suave
temperamento, ha seguido con sus maldades, me trata con gran aspereza y no pudiendo desentenderme de
estos claros fundamentos […] solicito […] en este recto Tribunal mi demanda de divorcio quoad thorum
et mutuam cohabitationem entre mí y García, para que de esta suerte, constando mi inocencia, se
declare no hacer vida maridable con ese hombre. (2)
Tras su solicitud de divorcio, María fue depositada en la Casa de Recogidas. Debe explicarse que, en
el caso de La Habana, a diferencia de Cartagena de Indias, existían distintas instituciones para el
depósito de las mujeres según su estatus social.
Así, por ejemplo, la información contenida en diversos casos de divorcios indica que el Colegio de
San Francisco de Sales37, creado el 27 de febrero de 1689 por el obispo
Diego Evelino de Compostela, recibió en su seno a damas de familias ilustres y de clase media. En
este espacio, las depositadas quedaban sujetas a un régimen prácticamente monástico, con sus días y
noches consagrados a las oraciones y a las labores de costura y bordado. Todos sus pasos eran
observados tanto por el capellán administrador38 como por la directora
del colegio39.
Por cierto, en la “Real Cédula del 9 de junio de 1692”, transmitida al Gobernador interino de Cuba,
Severino de Manzaneda, en la que Carlos II aprobó la fundación del Colegio de San Francisco de
Sales, aparece también el visto bueno del rey para que se estableciese, en un inmueble comprado por
el obispo Compostela, una casa de recogimiento para mujeres divorciadas.
Y por lo que mira a las dos casas de recogimiento para las doce doncellas, y mujeres divorciadas, os
ordeno y mando examinéis con certeza e individualidad la seguridad y manutención […] señalada para
ambas casas y siendo la suficiente […] daréis licencia en mi nombre como Vice Patrono para su
fundación en forma […], eso con calidad que ninguna de ellas tenga Iglesia ni oratorio con puerta a
la calle, sino solo un oratorio privado en lo interior de cada uno, y dispondréis por lo que toca al
recogimiento para las mujeres divorciadas, que los maridos las sustenten en él, o señalen cantidad
fija para su anual alimento. (39)
No obstante, debe señalarse que después de muchos años de ardua búsqueda en diversos fondos del
Archivo Nacional fue imposible encontrar más información relativa a esta casa. Este hecho, sin
embargo, más que embargar de desaliento a los historiadores, constituye un acicate para continuar
tras su huella en nuevas investigaciones.
Mientras tanto, el Sínodo Diocesano, realizado en la Isla en junio de 1680 bajo la presidencia del
obispo Juan García de Palacios, y el cual fue aprobado por el monarca Carlos II en la “Real Cédula
del 9 de agosto de 1682”, estableció que a las mujeres pobres de La Habana se les debía trasladar al
Hospital de San Francisco de Paula (25). Erigido en 166840, este
hospital, el primero para mujeres que existió en Cuba, sirvió también durante décadas como cárcel de
mujeres. A partir de entonces, las esposas que intentaban divorciarse quedaban recluidas junto con
las demás presas que cumplían condenas, más o menos largas, por haber cometido distintos
delitos.
Unos regímenes similares de vida llevaban las que se hallaban encerradas en la Casa de Recogidas.
Entre ellas se encontraba María Carrasco, quien, en una carta dirigida al provisor y vicario general
Luis Peñalver y Cárdenas, el 18 de febrero de 1782, denunciaba que no se permitía que un médico
entrase a verla y a suministrarle algún remedio para los fuertes dolores estomacales que padecía
(11). De igual forma, denunciaba que era ilegal que el capellán administrador, Lucas Duarte, la
privara de hablar hasta con su abogado. Para María, el objetivo de estas medidas restrictivas era
claro: lograr que cediera en su firme resolución de divorciarse.
Vuestra Señoría […] no he podido lograr el consuelo que entre un médico a manifestarme los remedios
que traen mi restablecimiento. […] Y este es Señor, a la verdad, un recurso que no se le deniega al
reo de pena capital porque se instruye en la realidad de su dolencia: pues si esto se le concede a
un criminal acusado de homicidio: ¿con qué motivo se me niega a mí que soy inocente, que trato de
vindicar según Derecho las injurias que me ha causado el reprensible manejo de García? (24)
Una semana después, dada la pasividad e indiferencia de las autoridades frente a su situación, María
se escapó. La madre de la Casa de Recogidas, Rita Marina Guerrero, le refirió a Peñalver y Cárdenas
que María había logrado, con una excusa, subir al “piso alto y por un balcón que tiene la enunciada
vivienda que con poca distancia descansa sobre el tejado puso un taburete y se largó” (26).
Algo similar declaró ante el Tribunal Eclesiástico el capellán administrador Duarte: “Lo que puedo
informar sobre la ocurrencia de la fuga de Doña María Carrasco es que el día lunes 25 del corriente
se fue para los tejados a las dos de la tarde y que según se dijo, después quiso insultar a la Madre
Guerrero por la puerta de la calle” (25v).
Esta “fuga” de María causó un enorme escándalo, tanto en el seno de la Casa de Recogidas como en el
Tribunal Eclesiástico, el cual, tras este hecho, dio por finalizado su caso de divorcio. ¿Qué fue de
María tras su huida? Aunque esa pregunta no se puede contestar a cabalidad en estas páginas, de
acuerdo con la última declaración de Diego García en la que señalaba no conocer nada sobre el
paradero de su mujer varios meses después de su huida, ella —al menos durante un largo tiempo— no
volvió a su lado.
Si los sucesos relacionados con María Carrasco fueron muy comentados en las calles, seguramente su
caso no levantó las mismas murmuraciones que provocó en 1793 el de María Felicia de Jáuregui y
Aróstegui, cuya familia formaba parte de la oligarquía habanera. Tal como lo ilustra la consulta del
expediente “Cuaderno de Audiencia de las diligencias seguidas por Doña María Felicia Jáuregui contra
Don Francisco Bassabe sobre divorcio”, sin duda su proceso de divorcio fue uno de los más comentados
de esta época, un verdadero escándalo en La Habana. Cuando en la mañana del 29 de octubre de 1793,
María Felicia anunciaba su presencia ante el obispo Felipe José de Trespalacios y Verdeja, muy lejos
estaba dicho prelado de imaginar el motivo de tal visita. Una vez ante su Ilustrísima señoría, ella
refirió:
La sevicia cruel e inhumano trato que hacía tiempos experimentaba de su marido [Francisco José
Bassabe y Cárdenas], en términos de haberla puesto en los últimos momentos de perder la vida, lo que
había silenciado hasta entonces para que no saliera al público, ni trascendiera a otros,
desesperanzada ya de remedio intentaba divorciarse perpetuamente, mediante a que ella no había dado
causa o motivo para semejantes tratamientos, y le había guardado la lealtad y fidelidad debida a su
matrimonio. (1)
Ante los atónitos ojos de la sociedad habanera, se iniciaba así un juicio en el que se hallarían
inmersos los miembros de dos de sus más ilustres linajes: ella, una nieta de Martín de Aróstegui y
Larrea, quien fuera presidente de la Real Compañía de Comercio de La Habana; él, un nieto del
difunto alguacil mayor del Santo Oficio de la Inquisición, Francisco Bassabe y Urbieta. La
celebración de su boda, oficiada en la catedral el 5 de abril de 1785, se había concebido, como
otras entre primos, en aras de consolidar los lazos económicos y sociales que unían a ambas familias
(Hernández Fox 15).
Ahora, María Felicia volvía enferma a su casa natal en calidad de depositada, lo cual implicaba que
durante el tiempo que durase el litigio el padre era el responsable de custodiarla. Bassabe, por su
parte, se defendía ante el tribunal de las acusaciones que pesaban en su contra:
Mientras estuvo Doña María Felicia en mi casa, no se articuló ni la simple palabra de divorcio. Esta
maniobra y acto de hostilidad fue forjado en su casa paterna […], por espacio de un mes que medió
desde el día de su fuga41, al de su presentación en este juicio
[cursivas añadidas]. (5-6)
Además, inconforme con el proceder de los jueces, quienes desde un comienzo no pusieron punto final
a este asunto, solicitó al gobernador y capitán general Luis de las Casas y Aragorri hacer llegar al
monarca una carta en la que exponía la “deshonrosa” situación que atravesaba (Hernández Fox 16). De
este modo, el escándalo trascendió los umbrales insulares para filtrarse tras las puertas del
Despacho Real en Aranjuez. Carlos IV, como contestación, expidió la Real Cédula del 18 de abril de
1794, en la que encargaba:
Reverendo Padre Obispo de la diócesis de la Habana de mi Consejo. Con carta de 7 de enero de este
año trasladó el Gobernador y Capitán General de esta Isla una representación de Don Francisco
Bassabe y Cárdenas en que hizo presente que desde el 29 de octubre anterior le tenía preparada
acción de divorcio su mujer Doña María Felicia Jáuregui […]. Que se notaban en los decretos unas
dilaciones que harían interminable el juicio, […], suplicándome me dignase mandar libraros la
correspondiente misiva, a fin de que sin las demoras que advertía, le administréis justicia,
prescribiendo el término que pareciera más conforme dentro del cual determinaréis el expediente,
añadiendo el Gobernador en su citada carta que el referido Don Francisco Bassabe era un vecino
distinguido de esa ciudad, de conducta muy arreglada. (3v-5)
Los decretos en torno al caso adolecieron, sin embargo, de los retrasos burocráticos comunes a la
administración de justicia. A pesar de eso, los argumentos de la acusación fueron comprobados por
las certificaciones de los médicos. De hecho, María Felicia, en más de una ocasión durante el tiempo
que se prolongó el pleito, imploró al obispo Felipe José de Trespalacios y Verdeja42 que le autorizara a ir a los baños termales de Madruga, recomendados
por el doctor José Caro43, a fin de mejorar sus padecimientos de
hipocondría44, histeria45, trastornos
menstruales y otros que le quedaron como secuelas de los maltratos (Hernández Fox 17).
Al cabo de ocho años de litigio, Bassabe denunciaba a los jueces, el 27 de marzo de 1801, lo
siguiente:
Doña María Felicia no guarda vigoroso depósito en la casa de su padre, ni este observa y cumple con
las obligaciones de verdadero depositario de la persona de su hija. Yo la he visto sola muchas
veces, y acompañada de otras personas de su sexo, paseando por las calles y extramuros de esta
Ciudad a todas horas. Yo sé que es cierto que concurre a visitas y son estas, unas libertades de que
debía abstenerse en las circunstancias presentes, mayormente cuando las practica sin la compañía de
Don Juan Tomás de Jáuregui, encargado por el Tribunal de su custodia y de vigilar sobre sus pasos y
conducta. (6v-7)
A renglón seguido, exigía que su esposa fuera trasladada a un monasterio o al Colegio de San
Francisco de Sales. En vista de que el tribunal no se decidía a ejecutar su solicitud, al mes
siguiente Bassabe intentaba persuadir a los magistrados de la urgencia de esta, para lo cual usó un
nuevo argumento:
Doña María Felicia en vez de consuelo sirve de dogal y tormento a Doña María Ana Aróstegui su madre,
como que ha sido la verdadera causa de la lastimosa catástrofe que se nota en su razón. Era esta,
una señora dotada de juicio, prudencia y discreción en grado superior. Amaba con predilección a la
referida Doña María Felicia, pero conocía sus extravíos. (10v-11)
Este intento por acusar a María Felicia de incumplir con sus deberes conyugales y de ser la causa de
los trastornos de su madre tampoco resultó efectivo. El 23 de agosto de 1804, entre reclamos y
reproches, fallecía Francisco Bassabe y Cárdenas. Tres años después, como lo recoge el Libro de
matrimonios de españoles (1794-1812), su viuda contrajo nupcias con el oidor Honorario Nicolás
Taboada y Moscoso, oriundo de la provincia de Lugo (Hernández Fox 18). Tal como lo demuestra el caso
de María Felicia, los trámites de los procesos de divorcio solían prolongarse por años. Amén de que
los plazos para contestar cada uno de los nuevos autos introducidos por las distintas partes
resultaban prorrogables, los cursos de los juicios podían alterarse con una serie de prácticas
dilatorias, como, por ejemplo, pretextar enfermedades a fin de no comparecer frente a los jueces,
solicitar que a las mujeres se les cambiara de depósito o protestar acerca de las actuaciones de los
abogados.
Por otra parte, resultaba frecuente que los decretos —aunque debían extenderse con prontitud dada la
importancia que tenía la causa de que se trataba— experimentaran demoras. En algunos casos, no
resulta aventurado pensar que los jueces lo hicieron a propósito, con el fin de que las esposas
desistieran de sus demandas y volvieran al seno del hogar marital.
Es necesario señalar que las autoridades eclesiásticas tanto en Cartagena de Indias como en La
Habana fueron muy cautas para conceder el divorcio. De hecho, lo hicieron solo en aquellos casos en
los que se consideró no existía otro remedio, porque en la práctica la defensa de la unión conyugal
era mucho más importante para la Iglesia y el Estado que la aplicación literal de las leyes.
La sentencia de divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem, como se ha venido explicando,
implicaba que los esposos lograban hacer sus vidas completamente separadas a partir de ese momento,
pero ninguno de los dos, en vida del otro, podía volverse a casar. Si el marido era el que había
dado lugar al divorcio, como sucedía la mayor parte de las veces, perdía la administración de la
dote de su esposa, debía proporcionar el dinero necesario para el sustento de su familia durante la
separación y sus hijos quedaban al abrigo de la madre. Sin embargo, si se fallaba en contra de la
mujer, solo los hijos menores de tres años permanecían a su lado, hasta que cumpliesen esa edad y,
como es natural, sus bienes continuaban en manos del marido.
A partir de la “Real Cédula del 22 de marzo de 1787” los pleitos judiciales por la restitución de
las propiedades de las consortes, tanto en los tribunales eclesiásticos como en los civiles, se
convertían en largos y tortuosos sumarios, como lo ilustra el caso “Doña Teresa de Arias en los
autos del divorcio que ha seguido contra Don Pedro Antonio Benedit Horrutiner su esposo e incidente
sobre la restitución de su dote”. El Juzgado Eclesiástico había dictaminado el divorcio perpetuo
entre Teresa y Pedro Antonio, por adulterio y sevicia, en 1756. Siete años después, en 1763, Teresa
aún luchaba porque este le repusiese su dote.
Pedro Antonio, apoyado por su padre Pedro José Benedit, se rehusaba a cumplir con lo prescrito por
el Tribunal Eclesiástico, alegando que no contaba con el dinero suficiente. Ante esto, Teresa
ripostó con la exigencia de que las casas de su propiedad fueran subastadas públicamente. A dicha
solicitud también se negó Benedit Horrutiner, quien interpuso un nuevo recurso, por lo que no fue
hasta 1765 que Teresa pudo embarcarse hacia España con el dinero que su esposo le restituyó
(38).
Aún más penosos resultaban los pleitos en los que las madres reclamaban a sus maridos que les
entregaran sus hijos. En Cartagena, Catalina Zabala llevaba más de dos años sin poder ver a los
suyos. Martín de Bernabé había prohibido terminantemente que la visitasen en los distintos depósitos
en que había estado. No fue hasta mayo de 1769, una vez dictada la sentencia de divorcio perpetuo a
su favor, que Catalina pudo tener a sus hijos de nuevo a su lado. Este caso revela el trastorno
emocional que para los infantes también significaba vivir una experiencia de este tipo
(646).
Las historias de todas estas mujeres cartageneras y habaneras permiten comprender la complejidad de
las experiencias femeninas en este periodo, así como los mecanismos que asumieron para reivindicar
su derecho a existir.
Notas
28 En esta época, el término concubinato se empleaba para
designar la relación extramatrimonial permanente de un hombre con una mujer, con la que convivía
como si fuera su esposa.
29 El matrimonio rato, es decir, aquel que se ha celebrado
legítimamente pero que no se ha llegado a consumar, puede ser anulado.
30 Debe precisarse que las enfermedades muy graves, de fácil
transmisión por la cohabitación, no producían sentencias de divorcio a perpetuidad sino temporales,
porque la Iglesia consideraba que mientras las personas estaban vivas existía la esperanza de que se
restablecieran. Incluso, algunos canonistas se oponían a que fueran admitidas como causas para ese
tipo de rupturas. Pedro Golmayo, por ejemplo, en Instituciones del derecho canónico, aducía que eso
significaba desconocer la esencia de los deberes conyugales, y por el contrario estas situaciones
debían de servir para probar la constancia y amor de los esposos (71-73).
31 Como lo señala Francisco Gómez Salazar en Lecciones de
disciplina eclesiástica y suplemento al tratado teórico-práctico de procedimiento eclesiástico, el
juicio de divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem que se tramitaba en los tribunales
eclesiásticos era una causa civil que constaba de cuatro partes principales: 1) periodo jurídico:
desde la demanda hasta el señalamiento del término de prueba; 2) periodo histórico: el de las
pruebas; 3) periodo crítico: desde la publicación de las probanzas hasta la sentencia; y 4) periodo
transitorio: desde la apelación de la sentencia, si la hubiera, hasta su remisión a la Superioridad,
o la ejecución en su caso. Además, existía una etapa de preparación o antejuicio en la que se
intentaba que las partes llegasen a una avenencia (328).
32 Debe explicarse que siempre se citaba a los querellantes y
demandados a fin de que, si querían, pudieran asistir a las declaraciones de los testigos.
33 Al leer este caso, resulta llamativa la manera en que Antonia
se refería a la “íntima amistad” que existía entre su esposo y Miguel de las Casas. Al respecto, hay
que señalar que en Las Siete Partidas se estipulaba que cualquier persona que conociese a un “hombre
que hiciese pecado contra natura”, tenía la obligación de denunciarlo ante las autoridades
(409).
34 Las causas de sevicia y adulterio se consideraban causas
criminales, mientras las de falta de alimentos eran causas civiles.
35 Sin embargo, durante el proceso de divorcio, con el esposo no
se tomaba ningún tipo de medida para evitar que fuera infiel.
36 Durante el juicio, María pidió que la viuda de sesenta y dos
años, Manuela Aguiar, autorizara a Tomasa a declarar ante el provisor y vicario general, dado que a
una esclava se le prohibía prestar testimonio ante las autoridades, a no ser que se dirigiera al
síndico procurador general del Ayuntamiento por causa de un grave problema personal, sin la anuencia
de la propietaria o del propietario. Al conocer Diego García de esa solicitud de su esposa, amenazó
a Manuela con arrebatarle a la sierva y llevarla a la ruina si aceptaba. Finalmente, ella no se dejó
intimidar y Tomasa, también en un acto valiente, contó los detalles del atropello de que había sido
víctima (6-8).
37 El Colegio de San Francisco de Sales, conocido también como
Obra Pía de niñas doncellas, Obra Pía y Recolección de niñas doncellas de San Francisco de Sales,
Colegio de niñas pobres de San Francisco de Sales y Colegio de niñas educandas de San Francisco de
Sales, fue el primer centro en Cuba para la educación escolarizada de niñas. Alejandrina Penabad y
Enrique Sosa apuntan, en el primer volumen de su obra Historia de la educación en Cuba, cómo,
contrario a lo que se ha escrito al respecto, en la “Real Cédula del 5 de julio de 1690”, el Rey
Carlos II se refería a una carta de Compostela en la cual este le informaba que en unas casas
propiedad del Obispado se encontraban recogidas doce “doncellas nobles”, las cuales “con gran
consuelo de sus padres viven y se crían en virtud y buena conducta”. Eso quiere decir, subrayan los
autores, que las niñas internadas allí en ese momento eran hijas legítimas de familias conocidas que
podían pagar un estipendio —de ahí su condición de “doncellas nobles”— y que todas tampoco habían
quedado “huérfanas”, si al educarse en el colegio proporcionaban “consuelo a sus padres”
(91).
38 El 8 de junio de 1694 Compostela nombró como capellán
administrador del Colegio a Juan García del Valle, quien era su secretario de Cámara y Gobierno.
García del Valle ocupó el cargo hasta 1730.
39 Como señala Jorge Le Roy, en su obra Historia documentada del
Colegio de Niñas Educandas de San Francisco de Sales de La Habana (1689-1916), desde su creación
hasta 1851, que pasó a ser regentado por las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl, San
Francisco de Sales contó con varias directoras. Estas fueron siempre mujeres solteras o viudas sin
hijos, mayores de treinta años, de buena conducta y de una educación esmerada, con títulos de
maestras y entendidas en toda clase de labores. Se debe añadir que, así como ellas, trabajaban por
un sueldo en el colegio dos maestras, una enfermera y varias criadas (43-46).
40 En 1664, el presbítero Nicolás Estévez Borges, rector de la
Parroquia Mayor de La Habana, dejó un testamento en el que disponía la creación de una ermita con el
nombre de San Francisco de Paula y autorizaba al obispo y al gobernador de la Isla para que los
bienes restantes fueran empleados en las obras piadosas que mejor les pareciesen. Este dinero fue el
que se empleó en la construcción del Hospital de San Francisco de Paula.
41 Se ha resaltado la palabra fuga intencionadamente, pues los
términos suelen revelar las concepciones de una época determinada. Cuando una mujer se marchaba de
la casa del esposo se describía como una fuga, igual que la de un esclavo de su dueño, mientras si
lo hacía el propio hombre se denominaba simplemente abandono del hogar.
42 María Felicia de Jáuregui insistió reiteradamente en que fuera
el propio Felipe José de Trespalacios y Verdeja, primer obispo de la Iglesia Catedral de San
Cristóbal de La Habana, el que juzgara su caso y no el provisor y vicario general Luis Peñalver y
Cárdenas, debido a que este era familia de su esposo.
43 El doctor José Caro, médico general de los Reales Hospitales
de San Ambrosio y de la Fortificación de la Plaza de San Cristóbal de La Habana, fue quien extendió
asimismo al tribunal los certificados en los que constaban las enfermedades de María
Felicia.
44 La hipocondría es una afección caracterizada por una gran
sensibilidad del sistema nervioso, con tristeza habitual y preocupación constante y angustiosa por
la salud.
45 La histeria es una enfermedad nerviosa crónica, caracterizada
por una gran variedad de síntomas, principalmente funcionales y, a veces, por ataques convulsivos.
Conclusiones | Conclusions
Para el despotismo ilustrado la familia constituyó un espacio esencial de control social. Durante
los reinados de Carlos III y Carlos IV, entre 1759 y 1808, se aplicaron en Hispanoamérica diferentes
códigos que incrementaron la jurisdicción estatal sobre el matrimonio y la familia de todos los
sectores sociales. Esas disposiciones legales brindaron mayores poderes al padre en el seno familiar
y regularon la participación eclesiástica en tales asuntos. Esta política, orientada a la
preservación de las jerarquías sociales y de reafirmación de la estructura clasista-estamental de
las sociedades hispanoamericanas, se basaba en la noción según la cual el matrimonio era una forma
de alianza genuina para individuos de igual condición racial y social.
Junto con este cuerpo legal emergió en estos años una amplia gama de discursos normativos acerca de
la familia. A partir de la conjugación de distintas doctrinas religiosas, educativas, científicas y
políticas, se dictaban los principios morales para la formación de las conductas de los individuos,
en especial de las mujeres.
En este sentido, la legislación del despotismo ilustrado reforzó la normatividad que regía la vida
familiar, cimentada en los pilares del modelo monogámico patriarcal, el cual sancionaba la posición
subordinada de las mujeres frente a los hombres en los ámbitos familiar y social. Eso se expresaba
en que las mujeres no poseían personalidad jurídica propia, por lo cual, durante el matrimonio, los
maridos eran sus representantes, administraban sus bienes y ostentaban de manera exclusiva la patria
potestad sobre los hijos. Solo las esposas podían prescindir de su permiso para acudir ante los
tribunales en causas criminales y entablar litigios en su contra.
Así como en el resto de Hispanoamérica, esta normatividad se aplicó en Cartagena de Indias y en La
Habana en este periodo. Ambas ciudades portuarias eran dos sociedades con características similares
y diferentes en el plano socioeconómico. Mientras la economía cartagenera se sustentaba en el
comercio, la ganadería extensiva y las remesas de dinero de otras provincias del Virreinato de la
Nueva Granada, La Habana experimentó un crecimiento muy importante en estos años, sustentado en el
auge de la plantación esclavista y en el aumento del comercio.
La consulta de los padrones de Cartagena de 1777 y de La Habana de 1778 muestran también diferencias
en el plano poblacional y social. En el caso de Cartagena, la mayoría de sus habitantes eran libres
“de color” y había más mujeres que hombres. Entre tanto, en La Habana la población era
predominantemente blanca y masculina. De igual modo, en la urbe habanera se encontraba un mayor
número de esclavos con relación a Cartagena.
No obstante, estas diferencias, Cartagena de Indias y La Habana tenían importantes semejanzas en las
características de la vida familiar. En ambas ciudades, entre los miembros de la oligarquía, la
endogamia familiar se convirtió en una práctica muy común, tal como lo evidencia la revisión de los
estudios genealógicos de esta época. Asimismo, estas familias se caracterizaban por agrupar en una
misma vivienda a una amplia red de parientes, unidos por vínculos de consanguinidad y de afinidad,
junto con un número importante de esclavos.
Por su parte, en los sectores medios de Cartagena y de La Habana los núcleos familiares estaban
integrados, fundamentalmente, por parejas con sus hijos solteros. En el caso de las capas populares,
muchos hogares estaban conformados por personas que vivían en amancebamiento, entre otras razones
por la prohibición de los matrimonios interraciales y los costos y trámites que implicaban la
celebración de las bodas. En este sector las familias también estaban constituidas por madres solas
con sus niños, así como por una gran variedad de residentes que de algún modo estaban relacionados
entre sí y compartían la misma casa por necesidad o solidaridad.
Otra característica que tenían en común todos los grupos familiares de Cartagena y de La Habana era
la concepción patriarcal que asignaba un rol de sumisión y dependencia a las mujeres, y por la cual
se consideraban sus principales funciones las de esposa y madre. Así, tanto la Iglesia como el
Estado regularon estrictamente los comportamientos femeninos en los diversos espacios de la
sociedad. Esta codificación de la vida femenina abarcaba desde su vestimenta hasta su proyección
socio-laboral, la cual quedó marcada por las limitaciones que imponía la configuración de sus roles
familiares y sociales.
Todo esto generó múltiples situaciones de conflictos y transgresiones en las que las mujeres
supieron valerse para la defensa de sus intereses tanto de las pocas áreas en que se sancionaba de
modo formal su facultad para tomar decisiones como de otras en que podían ejercer un poder informal,
apelando a diversos recursos previstos por las leyes. En este sentido, los expedientes examinados de
adulterio, sevicia y divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem prueban que, tanto en Cartagena
como en La Habana, las mujeres asumieron un rol protagónico ante dichas situaciones en todas las
clases y estamentos sociales.
Los conflictos más comunes que tuvieron que enfrentar las esposas estuvieron relacionados con los
adulterios de sus parejas y con la sevicia. En esos casos las esposas tenían que demostrar en los
procesos judiciales que las infidelidades y las golpizas de sus parejas habían superado los límites
fijados por la moral para su tolerancia y que su vida y prestigio, en cuanto esposas y madres, se
hallaban gravemente comprometidos. Además, las mujeres que se encontraron en estas circunstancias
contaron con la ayuda solidaria de familiares, amigas y vecinas, sin las cuales no hubiesen
conseguido enfrentar sus problemáticas.
Asimismo, fueron las mujeres quienes con mayor frecuencia solicitaron el divorcio quoad thorum et
mutuam cohabitationem tras varios años de sufrir los atropellos de sus maridos. Las principales
causas que impulsaban a las esposas a entablar estas demandas eran la sevicia y el adulterio. Por lo
general, estos pleitos judiciales solían ser bastantes largos, con el fin de que las esposas
desistieran de sus demandas y volvieran al seno de los hogares maritales. Otro de los mecanismos de
estos procesos —el cual refleja la ideología de la época con relación a las mujeres— era el
depósito. Este tenía una función dual: a la vez que proveía a las mujeres de seguridad hasta que se
dictaran las sentencias, servía a la Iglesia y al Estado para controlar sus comportamientos,
mientras no estaban bajo la sujeción directa de los maridos.
Así, estas fuentes documentales ofrecen al historiador la oportunidad de confrontar la normatividad
que se hallaba vigente en la época con las prácticas de la vida diaria. El análisis de estos casos
demuestra que las esposas en Cartagena y en La Habana no siempre se comportaron como víctimas
indefensas que soportaban todos los desmanes de sus maridos. Su actitud de denuncia significó un
verdadero desafío a la autoridad masculina.
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Anexos | Annexes
Anexo 1. Extracto de la “Pragmática sanción en que Su Majestad establece lo conveniente para que
los hijos de familias, con arreglo a las leyes del Reino, pidan el consejo y consentimiento
paterno antes de celebrar esponsales”, del 23 de marzo de 1776
Don Carlos, por la gracia de Dios, Rey de Castilla, de León, de Aragón, […] de Navarra, de Granada,
de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, […] de Murcia, […] de las Islas de
Canaria, de las Indias Orientales y Occidentales, Islas y Tierra-Firme del Mar Océano, Archiduque de
Austria, Duque de Borgoña, de Brabante y de Milán, […] Señor de Vizcaya, y de Molina, &c.
Que siendo propio de mi Real autoridad contener con saludables providencias los desórdenes, que se
introducen con el transcurso del tiempo, […] y habiendo llegado a ser tan frecuente el abuso de
contraer matrimonios desiguales los hijos de familias, […] de que, con otros gravísimos daños y
ofensas a Dios, resultan la turbación del buen orden del Estado, y continuadas discordias, y
perjuicios de las familias, contra la intención y piadoso espíritu de la Iglesia, que aunque no
anula […] semejantes matrimonios, siempre los ha detestado […], como opuestos al honor, respeto y
obediencia que deben los hijos prestar a sus padres en materia de tanta gravedad e
importancia.
Y no habiéndose podido evitar hasta ahora este frecuente desorden, por no hallarse específicamente
declaradas las penas civiles en que incurren los contraventores, he mandado examinar esta materia
con la reflexión y madurez que exige su importancia, […] con particular encargo, de que dejando
ilesas las […] disposiciones canónicas en cuanto al Sacramento del Matrimonio para su valor […] y
efectos espirituales, me propusiese el remedio más conveniente, justo y conforme a mi autoridad Real
en orden al contrato civil y efectos temporales, que evite las desgraciadas consecuencias que
resultan de estos abusos.
Por la cual, y para la arreglada observancia de las leyes del Reino, desde las del Fuero-Juzgo, que
hablan en punto a matrimonios de los hijos o hijas de familias, mando: Que en adelante, conforme a
lo prevenido en ellas, los tales hijos e hijas de familias menores de veinte y cinco años, deban,
para celebrar el contrato de esponsales, pedir, y obtener el consejo y consentimiento de su padre; y
en su defecto de la madre; y a falta de ambos, de los abuelos por ambas líneas respectivamente; y no
teniéndolos, de los dos parientes más cercanos que se hallen en la mayor edad, y no sean interesados
o aspirantes al tal matrimonio; y no habiéndolos capaces de darle, de los tutores o curadores: bien
entendido que prestando los expresados parientes, tutores o curadores su consentimiento, deberán
ejecutarlo con aprobación del Juez Real, e interviniendo su autoridad, si no fuese interesado; y
siéndolo se devolverá esta autoridad al Corregidor o Alcalde Mayor Realengo más cercano.
[…]
Si llegase a celebrarse el matrimonio sin el referido consentimiento o consejo, por este mero hecho,
así los que lo contrajeren, como los hijos y descendientes que provinieren del tal matrimonio,
quedan inhábiles y privados de todos los efectos civiles, como son el derecho […] de suceder como
herederos […] en los bienes […] que pudieran corresponderles por herencia de sus padres o abuelos, a
cuyo respeto y obediencia faltaron.
[…]
Siendo mi intención y voluntad en la disposición de esta Pragmática el conservar a los padres de
familias la debida y arreglada autoridad, que por todos derechos les corresponde en la intervención
y consentimiento de los matrimonios de sus hijos, y debiendo dirigirse, y ordenarse la dicha
autoridad a procurar el mayor bien y utilidad de los mismos hijos, de sus familias y del Estado, es
justo precaver; al mismo tiempo el abuso y exceso, en que pueden incurrir los padres y parientes, en
agravio y perjuicio del arbitrio y libertad que tienen los hijos para la elección del estado, a que
su vocación los llama; y en caso de ser el de matrimonio, para que no se les obligue, ni precise a
casarse con persona determinada contra su voluntad, pues ha manifestado la experiencia que muchas
veces los padres y parientes, por fines particulares e intereses privados, intentan impedir que los
hijos se casen, y los destinan a otro estado contra su voluntad y vocación; o se resisten a
consentir en el matrimonio justo y honesto que desean contraer sus hijos, queriéndolos casar
violentamente con persona a que tienen repugnancia, atendiendo regularmente más a las conveniencias
temporales, que a los altos fines para que fue instituido el santo Sacramento del Matrimonio.
[…]
Y así contra el irracional disenso de los padres, abuelos, parientes, tutores o curadores, en los
casos y forma que queda explicada, respecto a los menores de edad, […] debe haber, y admitirse
libremente recurso sumario a la Justicia Real ordinaria, el cual se haya de terminar y resolver en
el preciso término de ocho días, y por recurso en el Consejo, Cancillería, o Audiencia del
respectivo territorio en el perentorio de treinta días; y de la declaración que se hiciese, no haya
[…] otro recurso, por deberse finalizar con un solo auto, ora confirme o revoque la providencia del
inferior, a fin de que no se dilate la celebración de los matrimonios racionales y justos.
[…]
Y para que lo contenido en esta mi Pragmática-Sanción tenga su pleno y debido cumplimiento, mando a
los del mi Consejo, Presidente, y Oidores de mis Audiencias y Cancillerías, y a los demás Jueces y
Justicias de estos mis Reinos, a quien lo contenido toque, o tocar pueda, vean lo que va dispuesto
en ella, y arreglándose a su serie y tenor, den los autos y mandamientos que fueren necesarios, sin
permitir se contravenga en manera alguna, […] Que así es mi voluntad; y que al traslado impreso de
esta mi Pragmática, firmado de Don Antonio Martínez Salazar, mi Secretario, Contador de Resultas, y
Escribano de Cámara más antiguo, y de Gobierno de mi Consejo […]. Dada en el Pardo a veinte y tres
de marzo de mil setecientos setenta y seis. Yo. El Rey.
Fuente: Pragmática sanción en que Su Majestad establece lo conveniente para que los hijos de
familias, con arreglo a las leyes del Reino, pidan el consejo y consentimiento paterno antes de
celebrar esponsales. Oficina de Don Antonio Sanz, 1776.
Anexo 2. Extracto de la “Real Cédula sobre
gracias al sacar” del 10 de febrero de 1795
Por cuanto habiéndome consultado mi Consejo de Cámara de Indias […] y hecho presente que los
servicios pecuniarios que por
gracias de esta clase se imponían a los que las obtenían, no guardaban proporción con la importancia
de ellas tuve por conveniente
prevenir al mismo Tribunal tratase de arreglar la cantidad que en
adelante debería satisfacerse por las indicadas gracias llamadas al
sacar que fueran de otro valor, según corresponde a su naturaleza
y circunstancia.
[…]
Arancel o Tarifa
[…]
Por la dispensación a una mujer de la edad que le falte de los 25
años que debe tener para ser tutora […] de los hijos que le quedaron
de su difunto marido deberá servir por cada año con 2200 [reales].
Por la licencia a una mujer para que sin embargo de pasar a segundas nupcias pueda continuar en la
tutela del hijo o hijos que le
quedaron del primer matrimonio, 6600 [reales].
Pero estas cuotas se deben aumentar según las calidades de personas o bienes. (…).
Por la legitimación a un hijo para heredar o hija que sus padres le
hubieron, siendo ambos solteros, se servirá con 4000 [reales].
Por las legitimaciones extraordinarias para heredar y gozar de la
nobleza de sus padres a hijos de caballeros profesos de las órdenes
militares, y casados, y otros de clérigos deberán servir unos y otros
con 24 200 reales.
Por las otras legitimaciones de la misma clase de las anteriores a
hijos habidos en mujeres solteras siendo sus padres casados con 19
800 [reales].
[…]
Por la dispensación de la calidad de pardo deberá hacerse el servicio de 500 [reales] e ídem de la
calidad de quinterón, se deberá
servir con 800 [reales].
[…]
Por tanto, mando a mis Virreyes, Audiencias y Gobernadores, de
mis dominios de Indias e Islas Filipinas hagan públicas en sus respectivos distritos el mencionado
Arancel para que con su noticia
puedan mis vasallos, y demás residentes en ellos, instaurar con el
debido conocimiento sus pretensiones […]. En Aranjuez, a 10 de febrero de 1795. Yo. El Rey.
Fuente: Real Cédula sobre gracias al sacar. Archivo Histórico Cipriano Rodríguez Santa María,
Gobierno, caja 39, carpeta 1, ff. 27-34.
Anexo 3. Extracto de la demanda entablada
por “Doña Josefa Claret contra su consorte
Don Juan Bautista Serra por sevicia”
Doña Josefa Claret, mujer legítima de Don Juan Bautista Serra,
como más haya lugar en Derecho y bajo la reserva de cuantos recursos me competen comparezco ante V.
S. y digo:
Que hace trece años contraje matrimonio con el antedicho sin que
llevase ningún capital, estableció una tienda de zapatería cargándome yo el trabajo de ribetear los
zapatos en que había el ahorro
de dos pesos, continuamos recíprocamente en nuestras tareas con
amor y buena correspondencia, y en esta suerte hoy se encuentran
por vía de gananciales, tres tiendas y un almacén de cueros.
Desde que este hombre empezó a mejorar de suerte fue declinando
su voluntad hacia mí de tal manera que no solo estoy reducida al último desprecio suyo, como si no
fuese su mujer, sino que de día en
día recibo los vituperios, los ultrajes y amenazas porque quiere que
yo le disimule los desórdenes […] con las propias esclavas llegando
al extremo, no solo de tratarme de ahogar hace tres días sino de
estarme botando insensatamente a la calle como si yo no tuviese
en los bienes tanto dominio como él. No es mi ánimo divorciarme
a menos que el reincida en su trato cruel y áspero, pero sí que el
Tribunal con conocimiento de sus imperfecciones le imponga las
reglas con que debe manejarse ceñidas a nuestra legislación real
y sagrados Derechos canónicos y con este objeto a V. S. suplico se
sirva disponer que se cite a mi marido a una concurrencia ante el
Asesor para que en ella sea reprehendido, se acuerde el modo con
que debe portarse y se le aperciba en el caso de faltar a las obligaciones que se le impongan o que
en otra manera haga abuso de la
autoridad de cabeza que tiene por el matrimonio.
Otrosí y porque en consecuencia de haberme querido ahogar y botarme de la casa mi marido, me abriga
Doña Lucía Ordóñez, viuda,
de madura edad y notoria honradez donde permanezco. Sírvase el
Tribunal declararme otra casa por depósito hasta los resultados de
la concurrencia.
Otrosí, a V. S. suplico se sirva mandar saber al citado mi marido, me
contribuya dos pesos diarios para los alimentos hasta la conclusión
de este asunto.
Habana, enero de 1808.
Josefa Claret.
Fuente: Doña Josefa Claret contra su consorte Don Juan Bautista Serra por sevicia. Archivo Nacional
de Cuba, Miscelánea de Expedientes, leg. 546, no. M, ff. 2-5v
Anexo 4. Extracto del “Expediente promovido por Lorenza Leal contra su marido Juan de Castro por
varios excesos”
Señor Gobernador,
Lorenza Leal, vecina de esta ciudad y legítima mujer de Juan de
Castro ante Vuestra Señoría con el mayor respeto dice:
Que hace tres años contraje matrimonio, sin que pueda decir haya
tenido desde entonces un solo momento de tranquilidad con dicho
mi marido, experimentando no otra cosa que vejaciones y maltratos, bajo cualquier aspecto, pero
mucho más cuando se embriaga,
que es muy frecuente. Entonces es que se transforma este hombre
y se convierte en fiera, por la voracidad que manifiesta, dirigiéndose siempre a mí, como aconteció
el veinticinco del […] pasado junio,
en cuyo día cometió el atentado contra Juan Márquez su cuñado,
después de haber dejado a este herido, se dirigió a mí con un machete que de no haber mediado el
accidente casual de dos hombres
que lo impidieron hubiera sido seguramente su víctima. No mediaron más que otros quince días después
de […] este hecho, cuando
dio la última prueba de su maledicencia, tirándome con una navaja
tres golpes de lo que me salvó solo mi buena suerte […], después
de este lance pude escaparme de su vista y […] di en un paraje con
el ayudante de Vuestra Señoría, quien tomó la providencia de que
se aprehendiese, como se verificó en efecto. Vuestra Señoría conocerá que estos hechos son de quien
no podrá jamás enmendarse siéndome imprescindible no verlo más. Mediante lo cual espero
que Vuestra Señoría obre en la justicia que acostumbra, asegurándome del modo que le dicte su
conocida prudencia mi vida, que de
otro modo está totalmente expuesta.
Cartagena de Indias, primero de agosto de 1806.
Fuente: Expediente promovido por Lorenza Leal contra su marido Juan de Castro por varios excesos.
Archivo General de la Nación, Juicios Criminales, leg. 193, ff. 834-834v.
Anexo 5. Extracto de la demanda entablada
por “Doña Catalina Zabala, mujer de Don
Martín Bernabé por divorcio”
Señor Gobernador y Comandante General. Doña Catalina Zabala,
mujer legítima de don Martín de Bernabé Madero […] digo: que yo
estoy siguiendo causa de divorcio en el Tribunal eclesiástico contra
[…] mi marido por la notoria sevicia, tiranía y malos tratamientos
que me ha hecho y me hallo en depósito de dicho Tribunal en la casa
de doña María Francisca de Borda, mujer legítima de don Esteban
Gómez […], vecino de esta ciudad […], solamente por la resistencia
que hizo dicho mi marido a que se me pusiese en depósito en casa
de doña Catalina Delgado, después de haber estado en depósito en
la casa de doña Isabel y don Mario Benedetti.
Vuestra Señoría, durante años no fue mi propósito divorciarme,
pero luego de haberme prometido en distintas ocasiones no ofenderme, y que en adelante me trataría
como mi legítimo marido
que es, continuó castigándome fieramente como si yo fuera su
esclava, lo que me motivó a seguir la causa por la cual pretendo
perpetuamente separarme del consorcio de dicho mi marido, por
la publicidad de sus tiranos hechos, y por lo cuales no le ha dado
motivo alguno.
Fuente: Doña Catalina Zabala, mujer de Don Martín Bernabé por divorcio. Archivo General de la
Nación, Juicios Criminales, leg. 215, ff. 641-641v.
Anexo 6. “Real Cédula del 18 de abril de 1794”
sobre el divorcio de Doña María Felicia de
Jáuregui y Don Francisco Bassabe y Cárdenas
Reverendo Padre Obispo de la Diócesis de la Habana de mi Consejo. Con carta de 7 de enero de este
año trasladó el Gobernador y
Capitán General de esta Isla una representación de Don Francisco
Bassabe y Cárdenas en que hizo presente que desde el 29 de octubre del próximo anterior le tenía
preparada acción de divorcio
su mujer Doña María Felicia Jáuregui, después de un trato dulce
y pacífico, habiéndola extraído con este objeto de su casa su padre y hermanos, logrando en seguida
el conveniente Decreto para
conservarla en depósito. Que se notaban en los decretos unas dilaciones que harían interminable el
juicio, sufriendo por este medio indirecto, que permanezca en un depósito peligroso, como os
lo tenía manifestado, añadiendo otras diferentes consideraciones
acerca del particular, y suplicándome me dignase mandar libraros
la correspondiente misiva, a fin de que sin las demoras que advertía, le administréis justicia,
prescribiendo el término que pareciera
más conforme dentro del cual determinaréis el expediente, añadiendo el Gobernador en su citada
carta que el referido Don Francisco Bassabe era un vecino distinguido de esa ciudad, de conducta
muy arreglada, sin que desde el mes de julio de 1790, en que tomó
posesión de su Gobierno hubiese ocurrido el menor incidente que
lo contradijera, logrando además en el público el mejor concepto y generalmente se había creído
reinaba la mejor armonía en su
matrimonio, por lo cual le había sorprendido a todos la novedad
ocurrida; y habiéndose visto en mi Consejo de Indias, con lo que en
su inteligencia expuso mi Fiscal, he de encargaros que procurando
evitar todo el artificio de las partes, le determinéis la sentencia a
la mayor brevedad, admitiendo solo aquellos recursos que fueren
conforme a derecho y dándome cuenta por mano de mi infrascrito
secretario que así es mi voluntad.
Aranjuez, a 18 de abril de 1794. Yo. El Rey. Por mandado del Rey,
Nuestro Señor, Antonio Ventura. Al Obispo de La Habana, encargándole a la mayor brevedad determine
la causa que promueve
Doña María Felicia de Jáuregui sobre divorcio con su marido Don
Francisco Bassabe.
Fuente: Cuaderno de Audiencia de las diligencias seguidas por Doña María Felicia Jáuregui contra
Don Francisco Bassabe sobre divorcio. Archivo Nacional de Cuba, Audiencia de Santo Domingo, leg.
43, no. 1, ff. 3v-5.