ISBN (digital): 978-958-8994-81-9 2019
Capítulo de Investigación
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Ecos del Bicentenario de la Gran Colombia. Notas para un análisis de la génesis del latinoamericanismo
carlos.manrique@uniagustiniana.edu.co
Doctor en Ciencias Históricas. Docente e investigador, Universitaria Agustiniana, Bogotá, Colombia.
leonor.hernandez@uniagustiniana.edu.co
Doctora en Ciencias Históricas. Docente e investigadora, Universidad de La Habana, Cuba.
Manrique-Arango, C.M., & Hernádez-Foz, L.A. (2019). Ecos del bicentenario de la Gran Colombia. Notas para un análisis de la génesis del latinoamericanismo. En 1819 y construcción del Estado-Nación en Colombia (pp. 111-132). UAN, Editorial Unimagdalena, Editorial Uniagustiniana, & UAO.
Introducción
Doscientos años después, los ecos de las revoluciones de independencia en América Latina invitan a reflexionar sobre los principios que las inspiraron. Las mismas se inscribieron dentro del ciclo de revoluciones burguesas que se desarrollaron bajo el influjo de las concepciones antifeudales y anticlericales de la burguesía europea, cimentadas en los postulados de la Ilustración y encaminadas a eliminar los obstáculos al avance capitalista. En la región, la luchas por la independencia que se iniciaron a fines del siglo XVIII pretendieron la ruptura política con la metrópoli y la transformación de las estructuras económicas y sociales de carácter colonial. Si bien lo primero se logró, las transformaciones de las estructuras coloniales no se alcanzaron, en gran parte, debido al desgaste que sufrieron los grupos más radicales en los largos años de las luchas revolucionarias, lo cual permitió el ascenso de un orden conservador posindependentista.
Asimismo, en este 2019 se conmemora el bicentenario de la instauración de la Gran Colombia, un sueño de unidad de Simón Bolívar. De acuerdo con lo anterior, resulta importante tener claridad histórica sobre los meandros que ha recorrido el proyecto integracionista en la región, desde su formulación primigenia por Francisco de Miranda hasta la creación del vocablo de América Latina por el colombiano José María Torres Caicedo a mediados del siglo XIX.
Por tal motivo, el objetivo principal de este texto es el de exponer el proceso de estructuración del proyecto unionista regional desde Francisco de Miranda hasta José María Torres Caicedo.
Para ello, se empleó el método de la crítica histórica de fuentes. Se recopiló la información existente en las fuentes y se analizaron los fenómenos abordados, teniendo en cuenta el tiempo histórico en que se produjeron. Este método fue aplicado al campo de estudio de la historia de las ideas, en tanto esta permite estudiar el alcance de obras y movimientos intelectuales en un tiempo y espacio específicos. Debe precisarse que la historia de las ideas tiene como fundamento comprender las circunstancias en que se originan ciertas formas de pensar y trata de descubrir la difusión de las ideas en una sociedad determinada, así como la relación existente entre ellas y otros factores no meramente intelectuales: intereses y necesidades de la sociedad y de los individuos.36
Del hispanoamericanismo al latinoamericanismo
En su génesis, el hispanoamericanismo fue concebido como la unión necesaria de la América española en la lucha por su emancipación del colonialismo. Este proceso estuvo vinculado a la compleja formación de los Estados nacionales y de una identidad cultural a nivel nacional y subcontinental, nutrida por la preocupación acerca del ser americano. Fueron los criollos quienes, pese a su amplio espectro social y político, albergaron la construcción de un espíritu americano de alcance hemisférico, que requirió una amplia y comprometida elaboración conceptual.
Una de las primeras manifestaciones de la formación de una conciencia criolla la constituyó la reivindicación de la naturaleza americana en toda su especificidad. Ante las tesis que sostenían la inferioridad de estas tierras con relación a Europa, se sucedieron las defensas de los criollos americanos y principalmente de los naturalistas, a través de los estudios de la geografía, la naturaleza y el hombre americano. Era indispensable demostrar a los europeos la originalidad y la fortaleza de América, mostrando la grandeza de su clima, de sus recursos naturales, de su flora, de su fauna y, en general, de su medio natural.37 Entre las figuras que llevaron a cabo esta labor, se destacaron los sacerdotes Juan de Velasco, autor de la Historia del Reino de Quito; Juan Ignacio Molina con la Historia natural y civil de Chile y Francisco Javier Clavijero con la obra Historia Antigua de México. En palabras de Clavijero (1945, t. 6, pp. 89-90):
Si damos crédito al señor Buffon, la América es un país enteramente nuevo, apenas salido de debajo de las aguas que lo habían anegado, un continuo pantano en las llanuras, una tierra inculta y cubierta de bosques aun después de que ha sido poblada por los europeos, más industriosos que los americanos, o embarazadas por montañas inaccesibles, que no dejan más que un pequeño espacio de tierra para el cultivo y habitación de los hombres, tierra infeliz bajo un cielo avaro, en la cual todos los animales del antiguo continente se han degradado y los que eran propios de su clima son pequeños, deformes, débiles y privados de formas para la defensa.
Además, y tomando como ejemplo a México, Clavijero (1945, t. 6, p. 276) exaltaba a los pueblos originarios de estas tierras:
Pues bien, los mexicanos y todas las otras naciones de Anáhuac, […], tenían un sistema fijo de religión, sacerdotes, templos, […], tenían rey, gobernadores y magistrados; tenían […] ciudades y poblaciones […] grandes y […] bien ordenadas […]; tenían leyes y costumbres, cuya observancia celaban los magistrados y los gobernadores; tenían comercio […]; tenían distribuidas las tierras […]; ejercitaban la agricultura y otras artes, no sólo aquellas necesarias a la vida, sino aun las que sirven solamente a las delicias y el lujo. ¿Qué, pues, más se quiere para que aquellas naciones no sean reputadas de bárbaras y salvajes?
En igual sentido, se manifestaron los escritos del argentino Mariano Moreno, del hondureño José Cecilio del Valle, del ilustre médico Hipólito Unanue –autor de la conocida obra Observaciones sobre el clima de Lima y su influencia en los seres organizados, en especial el hombre, publicada en 1806– y el mexicano fray Servando Teresa de Mier. En Colombia se destacaron los criollos naturalistas Francisco José de Caldas y José María Salazar. Caldas publicó en el Semanario del Nuevo Reino de Granada un artículo que tituló “Del influjo del clima en los seres organizados”, en el que enfrentó los postulados racistas del abate Corneille de Paw, a quien llamó “obstinado enemigo de cuanto de bueno tiene la América” (Gerbi, 1993, p. 162).
Estas ideas profundizaron el ambiente de inconformidad existente en el subcontinente y posibilitaron la proliferación de los reclamos realizados por los criollos, tradicionalmente discriminados por la administración colonial. Así, hacia fines del siglo XVIII, como manifestación del creciente ambiente ilustrado, aparecieron los primeros periódicos, portadores de nuevas ideas y convicciones americanistas y las Sociedades Económicas de Amigos del País. Asimismo, de manera paralela, cobraba fuerza la búsqueda de las raíces autóctonas, mediante la indagación de las características de las culturas precolombinas.
La gestación de un proyecto político de emancipación continental encontró su maduración, por primera vez, en Francisco de Miranda, quien, inspirado por las ideas y el espíritu de la Ilustración, tuvo conocimiento de la disputa entre los naturalistas franceses y los sacerdotes jesuitas en torno a la condición del continente y del ser americano. En este contexto, Miranda empleó la Carta a los Españoles Americanos, de Juan Pablo Viscardo, y trocó su nombre por el de Americanos Españoles, para transformarla en un documento de agitación política para la causa independentista. Dicha Carta de Viscardo, reeditada por Miranda, contenía los primeros gérmenes de ruptura con la metrópoli: “consintamos, por nuestra parte, ser un pueblo diferente; renunciemos al ridículo sistema de unión con nuestros amos y tiranos […]. De esta manera la América reunirá las extremidades de la tierra, y sus habitantes serán atados por el interés común de una sola grande familia de hermanos” (Viscardo, 1977, t. 1, pp. 57-58).
En Miranda ya estaban presentes los dos proyectos utópicos más constantes en la mente hispanoamericana: la idea de unidad y la búsqueda del ser americano. Miranda concebía la unidad para la totalidad de los territorios bajo dominio español, a través de una sola república continental o una pluralidad de repúblicas vinculadas por medio de una liga o confederación (Ardao, 1993b, t. 1, p. 35).
Así, la búsqueda del ser americano implicaba la creación de un nombre para los territorios hispanoamericanos. Colombia sería la denominación adoptada en honor al insigne genovés. En este sentido, la Proclamación a los pueblos del continente colombiano se constituyó en el fundamento y la legitimación de la emancipación. En la misma, Miranda incitaba a los habitantes de “Colombia, Alias Hispanoamérica” a levantarse en armas, pues: “ha llegado ya el momento de vuestra emancipación y libertad. A la corona de España […], no le queda otro remedio […], sino la evacuación inmediata […] del continente americano, y el reconocimiento de la independencia de los pueblos que hasta hoy componen las colonias llamadas hispanoamericanas” (Miranda, 1993, t. 1, pp. 357-359).
A la luz del “Derecho de Gentes”, Miranda también realizó un análisis en virtud del cual dinamitaba las bases jurídicas de la presencia y permanencia de los españoles en estas tierras. En ausencia de los presupuestos para ejercer el derecho de conquista, calificó de “ridículo” el único título que podían esgrimir los conquistadores: la Bula emitida por el papa Alejandro VI. Por estas razones, Miranda (1993, t. 1, p. 363) conminaba al derrocamiento del régimen colonial:
Ciudadanos, es preciso derribar esta monstruosa tiranía […]: es preciso que las riendas de la autoridad pública vuelvan a las manos de los habitantes y nativos del país, a quienes una fuerza extranjera se las ha arrebatado. Pues es manifiesto (dice Locke) que el gobierno de un semejante conquistador, es cuanto hay de más ilegítimo, de más contrario a las leyes, y que debe inmediatamente derribarse. En fin, juntaos todos bajo los estandartes de la libertad.
No obstante, Miranda, como la mayoría de los ilustrados, aun los más radicales, no se apartaría de modo tajante de la religión católica. En su opinión, esta debería permanecer de manera imperturbable como la religión nacional, aunque la tolerancia se extendería sobre todos los cultos.
Por otra parte, una de las utopías unionistas más elaboradas, hacia fines de la gesta emancipadora, fue concebida por el hondureño José Cecilio del Valle, en su ya célebre escrito Soñaba el Abad San Pedro y yo también sé soñar de 1822 expuso su ideario americanista, democrático y liberal. En este ensayo, denunciaba la ayuda prestada por los Estados Unidos a España para impedir la independencia de las colonias. En su opinión, “la América estaba divida en dos zonas contrarias entre sí, oscura la una como la esclavitud, luminosa la otra como la libertad. El sur se cubría de sangre para defender sus derechos; y el norte mandaba millones al gobierno que intentaba sofocar aquellos derechos” (Valle, 1977, t. 2, p. 253).
Su idea integracionista se centraba en la reunión de un Congreso en Costa Rica, con la finalidad de crear una federación continental que posibilitara el enriquecimiento de todas las provincias de la América española a través de la firma de un tratado comercial. De igual modo, meditaba acerca de la importancia que tendría para la paz y la estabilidad de la región, la concertación de un pacto para evitar y dirimir los conflictos internos, así como los ataques e invasiones de potencias extranjeras. Valle (1977, t. 2, p. 255) expresaba que:
Yo quisiera:
Que en la provincia de Costa Rica […] se formase un Congreso general.
Que cada provincia de una y de otra América mandase para formarlo sus diputados o representantes.
Que unidos los diputados […] se ocupasen en la resolución de este problema: trazar el plan más útil para que ninguna provincia de América sea presa de invasores externos, ni víctima de divisiones intestinas.
Que […] formasen: primero la federación grande que debe unir a todos los Estados de América; segundo el plan económico que debe enriquecerlos.
Que […] se celebrase el pacto solemne de socorrerse unos a otros los Estados en las invasiones exteriores y divisiones intestinas.
Que […] se tomasen las medidas, y se formase el tratado general de comercio en todos los Estados de América.
A lo largo de su vida, Valle evolucionó desde las posturas típicas de un naturalista ilustrado, hasta consagrarse en el ámbito político como el precursor de la independencia centroamericana: “cuando no era libre mi alma, nacida para serlo, buscaba ciencias que la distrajesen, lecturas que la alegrasen. Vagaba por las plantas; estudiaba esqueletos; medía triángulos o se entretenía en fósiles” (Valle, 1977, t. 2, p. 256).
Precisamente, José Cecilio del Valle legaría, a través de su cuidada prosa, una de las sentencias más sugerentes para cualquier americanista, por su patriotismo militante: “la América será desde hoy mi ocupación exclusiva. América de día, cuando escriba; América de noche, cuando piense. El estudio más digno de un americano es la América” (Valle, 1977, t. 2, p. 256).
Parte de los escritos de del Valle fueron conocidos por Bolívar, quien vio en este ilustre y sabio centroamericano uno de los defensores más destacados del Nuevo Mundo. El pensamiento bolivariano se nutrió, desde el inicio mismo de la gesta emancipadora, del ideal unionista de Miranda (Ardao, 1993b, t. 1, pp. 35-49).
De hecho, Bolívar también priorizó la reflexión sobre dos tópicos esenciales para la mentalidad independentista: la identidad y la unidad. De la primera diría: “nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, […] que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles” (Bolívar, 1993, t. 1, p. 22).
La prédica del Libertador significaría un paso sustancial en la elaboración de un pensamiento capaz de explicar la esencia del ser americano como ente diferente a lo europeo y a lo indígena. Bolívar sentenciaría: “para nosotros la patria es América; nuestros enemigos, los españoles; nuestra enseña la independencia y la libertad” (Bolívar, 2006, p. 45).
En ese mismo contexto, alertó sobre el carácter insaciable del genio anglosajón que, a la altura de la tercera década del siglo XIX y aun sin convertirse los Estados Unidos en una potencia industrial y naval, ya representaba un peligro para el futuro de la América meridional. Fue su accionar el que cristalizó, de manera consistente, el ideal hispanoamericano y el espíritu antinorteamericano; ambos precursores del latinoamericanismo y el antimperialismo, que marcarán en adelante un sello al pensamiento y accionar político de la región.
El sueño de unidad continental, moldeado por una confederación con epicentro en Panamá, con forma de gobierno republicano, fue motivo impulsor de la gesta bolivariana. De ahí, la idea de un Congreso General en donde se fijarán los derroteros de la integración hispanoamericana. Para Bolívar (1993, t. 1, p. 30):
Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto Congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras partes del mundo.
Bolívar invitó a todas las naciones de la América meridional para reunirse en el Congreso Anfictiónico, el cual se realizaría en Panamá entre el 22 de junio y el 15 de julio de 1826. Dicha convocatoria no surtió el efecto esperado, por la ausencia de muchos miembros de los diferentes países y las presiones estadounidenses a los delegados. Al comprobar que en tales circunstancias su sueño continental era inviable, Bolívar pretendió llevarlo a cabo circunscribiéndose únicamente a los territorios de la Nueva Granada, Venezuela y Quito. Sin embargo, las discrepancias regionales y locales socavaron los pilares de la unidad.
Después del fracaso bolivariano de la Gran Colombia, el ideario político hispanoamericano se concentró primordialmente en la formación y consolidación de los Estados nacionales. Aunque había consenso en torno a la forma republicana de gobierno que adoptarían los países emergentes, las diferencias en torno al modelo administrativo a seguir sumieron a liberales y conservadores en las más cruentas guerras civiles.
Eso no significó la desaparición de la idea de la unidad hispanoamericana. Ante el avance del expansionismo estadounidense manifiesto, entre otras acciones, con las incursiones de William Walker en Centroamérica, los políticos de ambas tendencias continuaron aunándose bajo la bandera de la preservación de la independencia. Hasta ese momento tomaron parte en todos los esfuerzos integracionistas, incluido el Congreso de 1857, tanto representantes de las corrientes liberales como conservadoras (Soler, 1980, p. 158).
Paralelamente, a partir de entonces cobraron fuerza las reformas liberales, movidas por el afán de desmontar la estructura colonial e introducir a estos países en la vertiginosa locomotora del mercado mundial. El conservadurismo, por su parte, atado a formas de producción serviles y mostrando un carácter antinacional, comenzó a dejar atrás las formulaciones hispanoamericanistas y se tornó proclive al anexionismo.
Esas posturas se evidenciaron, por ejemplo, en Antonio José de Irisarri, prócer de la independencia chilena y figura de amplia proyección continental. Irisarri, quien en la primera etapa de su vida política tendría expresiones como: “tantos pueblos, aunque a primera vista parecen diferentes, no son sino partes de un mismo pueblo, separados por distancias más o menos grandes” (Irisarri, 1934, p. 3); luego declinaría en sus aspiraciones hispanoamericanistas al no hallarse estas en concordancia con los intereses que enarbolaba. Justamente, representando al gobierno de Rafael Carrera, se opondría en 1849 a un nuevo intento de unión centroamericana por medio de la transferencia de Belice a Inglaterra.
En definitiva, el motivo fundamental que delimitaría las posturas liberales y conservadoras, en torno al hispanoamericanismo, lo constituyó la intervención francesa en México (Soler, 1980, p. 177). Los primeros la rechazaron unánimemente desde diversas partes del continente y los segundos la apoyaron, defendiendo al Imperio de Maximiliano I y satanizando la personalidad de Benito Juárez, convertido en un “anticristo”.
Fue de las canteras del liberalismo de donde surgirían ahora los nuevos programas de unidad. Inspirados en la idea de la latinidad de la América, al sur del río Bravo, subrayaban su originalidad y grandeza frente al espíritu sajón, que ya dejaba marcas en la región. En tal sentido, la generación posterior a los próceres, conocida como de la “emancipación mental”, se destacó por poner énfasis no sólo en la unión de tipo defensivo, propia de la etapa de consolidación de la independencia, sino además en la unidad con miras al desarrollo espiritual y material de estos pueblos.
Francisco Bilbao y José María Torres Caicedo se convertirían en los primeros en referirse a la región con el nombre de América Latina. Inmersos en el debate acerca de las razas, propio del historicismo romántico, vieron en el elemento latino la herramienta para exaltar la historia y la tradición de estas tierras, en contraposición al espíritu individualista y expansionista de los Estados Unidos. En palabras de Bilbao, había que “unificar el alma de la América”. Ahora, la preocupación se centraba en una posible invasión de los Estados Unidos y en el temor, nunca extinto, de la reconquista europea. A juicio de Bilbao (1993, t. 1, pp. 56-61):
Ya vemos caer fragmentos de América en las mandíbulas sajonas del boa magnetizador, que desenvuelve sus anillos tortuosos. Ayer Texas, después el norte de México y el Pacífico saludan a un nuevo amo […]. Walker es la invasión, Walker es la conquista, Walker son los Estados Unidos […]. Los Estados Des-Unidos de la América del Sur empiezan a divisar el humo del campamento de los Estados Unidos. Se precipitan sobre el sur, y esa nación que debía haber sido nuestra estrella, nuestro modelo, nuestra fuerza, se convierte cada día en una amenaza de la autonomía de la América del Sur […]. El norte sajón condensa sus esfuerzos, unifica sus tentativas, armoniza los elementos heterogéneos de su nacionalidad para alcanzar la posesión de su Olimpo, que es el dominio absoluto de la América.
En opinión de Bilbao, había llegado el momento histórico de la unidad de la América del Sur. Su consecución inauguraba la segunda independencia, imprescindible para consumar la tarea de las armas. Para Bilbao, como para los hombres de su generación, la separación de España implicaba también la ruptura con la mentalidad de la vida colonial. Únicamente a través del desarrollo de un pensamiento propio podía alcanzarse el anhelado objetivo del progreso.
Asimismo, para Bilbao (1993, t. 1, pp. 64-65) el proyecto de unidad debía tener como principal pilar la creación de un Congreso americano:
He aquí lo que propongo:
La formación de un Congreso americano.
La primera nación que proclame esa idea, puede ofrecer su hospitalidad a la primera reunión y oficiar a las demás repúblicas para que envíen sus representantes […].
Reunido el Congreso, con autoridad legal para entender en todo lo relativo a lo que sea común, ese Congreso puede determinar la capital americana. Sus determinaciones no tendrán fuerza de ley sin la aprobación particular de los Estados […].
Siendo el Congreso el símbolo de la unión y de la iniciación, se ocupará especialmente de los puntos siguientes, que procurará convertir en leyes particulares de cada Estado.
- La ciudadanía universal. Todo republicano puede ser considerado como ciudadano en cualquier república que habite.
- Presentar un proyecto de código internacional.
- Un pacto de alianza federal y comercial.
- La abolición de las aduanas interamericanas.
- Idéntico sistema de pesos y medidas.
- La creación de un tribunal internacional, o constituirse el mismo Congreso en tribunal, de modo que no pueda haber guerra entre nosotros, sin haber antes sometido la cuestión al Congreso y esperado su fallo […].
- Un sistema de educación universal […].
- La formación de un Libro americano.
- La delimitación de territorios discutidos.
- La creación de una Universidad americana […].
- Que ese Congreso sea declarado el representante de la América en caso de conflicto con las naciones extrañas.
- El Congreso fijará el lugar de su reunión […], organizará su presupuesto y creará un Diario americano. Es así como creemos que de iniciador se convierta un día en verdadero legislador de la América del Sur.
- Una vez fijadas las atribuciones unificadoras del Congreso americano y ratificadas por unanimidad de las repúblicas, el Congreso podrá disponer de las fuerzas de los Estados Unidos del Sur, sea para la guerra, sea para las grandes empresas que exige el porvenir de América.
- Los gastos que exija la Confederación, serán determinados por el Congreso y repartidos entre las repúblicas […].
Para Bilbao (1993, t. 1, p. 63), la conformación de este Congreso resultaba imprescindible para la consecución de la estabilidad y la prosperidad de las sociedades latinoamericanas, pues:
La unión es deber, la unidad de miras es prosperidad moral y material, la asociación es una necesidad, aún más diría, nuestra unión, nuestra asociación debe ser hoy el verdadero patriotismo de los americanos del Sur […]. Uno es nuestro origen y vivimos separados. Uno mismo nuestro bello idioma y no nos hablamos. Tenemos un mismo principio y buscamos aislados el mismo fin. Para perfeccionarnos, la asociación es necesaria. Aislarse es disminuirse. Crecer es asociarse […]. La América pide la autoridad moral que la unifique.
Ahora bien, para Bilbao resultaba fundamental lograr llevar a la práctica su proyecto de unidad latinoamericana sobre la base de la libertad y de la república. Por esa razón, Bilbao consideraba que cada uno de los Estados al sur del río Bravo debían adoptar una serie de políticas comunes que abarcasen desde un pacto de alianza económica y comercial, la abolición de las aduanas internas, el establecimiento de un mismo sistema de pesos y medidas, el libre tránsito de las personas por los distintos territorios, el fomento del poblamiento de aquellas zonas todavía sin colonizar, la creación de un tribunal de justicia latinoamericano, el fomento de un sistema educativo propio que tuviese como pilares la creación científica y artística, y la formación de unas fuerzas armadas conjuntas.
De este grupo de medidas, Bilbao le concedía una especial importancia a la educación para lograr el desarrollo socioeconómico de estos países. De hecho, como lo expresó en su obra El Evangelio Americano de 1864, uno de los principales factores que podía conspirar contra el proyecto de la unidad latinoamericana era el que no se lograse hacer converger todo el talento intelectual de la región en la consecución de unos mismos objetivos. Esto, unido a la inferioridad de las fuerzas militares latinoamericanas con respecto a las de Europa y a las de los Estados Unidos, constituían riesgos serios para el éxito de la integración. En opinión de Bilbao (2008, p. 101):
He ahí los peligros. Él que no los vea renuncie al provenir, ¿habrá tan poca conciencia de nosotros mismos, tan poca fe de los estudios de la raza latinoamericana, que esperemos a la voluntad ajena y a un genio diferente para que organice y disponga de nuestra suerte? ¿Hemos nacido tan desheredados de las dotes de la personalidad que renunciaremos a nuestra propia iniciativa?
Por su parte, el pensamiento unionista de José María Torres Caicedo presentó en su evolución tres facetas: la original creación del vocablo América Latina en 1856; la concepción de una doctrina de unidad en 1861 y que apareció publicada en 1865 en su obra Unión Latino-Americana y, la fundación en París en 1879 de la Sociedad de la Unión Latinoamericana. Debe resaltarse que el ideario de Torres Caicedo se nutrió del pensamiento de Bolívar –al cual corresponde el merecido calificativo de “padre del hispanoamericanismo”–, de forjar una Liga americana, pero a diferencia de este fundamentaba su proyecto de Confederación con la participación de todos los pueblos descendientes del tronco común latino, incluyendo a la América portuguesa y francesa. Así, José María Torres Caicedo debe considerarse como el “padre del latinoamericanismo”, pues fue quien por primera vez predicó la unidad en una dimensión que superaba los marcos de Hispanoamérica, al definir el ser latino del subcontinente.
En un poema titulado “Las Dos Américas”, fechado el 26 de septiembre de 1856 en Venecia, Torres (1862, p. 459) exclamaba:
Esos pueblos nacidos para aliarse:
La unión es su deber, su ley amarse:
Igual origen tienen y misión;
La raza de la América Latina,
Al frente tiene la sajona raza,
Enemiga mortal que ya amenaza
Su libertad destruir y su pendón.
En ese sentido, debe señalarse que el alumbramiento del panlatinismo, se remonta a 1836 cuando en la “Introducción” a las Cartas sobre la América del Norte, Michel Chevalier hizo la siguiente caracterización del Nuevo Mundo: “Las dos ramas, latina y germana, se han reproducido en el Nuevo Mundo. América del Sur es, como la Europa meridional, católica y latina. La América del Norte pertenece a una población protestante y anglosajona” (Ardao, 1993a, p. 47). No obstante, en esta primera etapa de gestación del nombre de América Latina, sólo se hizo mención de la idea de la latinidad de América, sin que en ningún momento se avanzase más allá de una mera adjetivación. La sustantivación corrió por parte de Bilbao y Torres Caicedo, como lo señaló Ardao (1993a, pp. 53-54):
El pasaje de la idea de una América latina a la idea y el nombre de América Latina, no fue automático […]. Aquel pasaje de la mera adjetivación a la sustantivación gentilicia, no lo conoció nunca la “Europa latina”, expresión surgida al mismo tiempo y siempre de uso corriente. Menos aún las relativas a los sectores latinos –por igualmente latinizados– de todos los demás continentes: Norteamérica latina, África latina, Asia latina, Oceanía latina. […]. Sólo en el caso de nuestra América la expresión fue asumida, desde us orígenes, por la conciencia de una nacionalidad o supranacionalidad– que desde tiempo atrás pugnaba confusamente por definirse para de ese modo identificarse.
El pensamiento unionista de Torres Caicedo logró su máxima elaboración en la obra Unión Latino-Americana. Pensamiento de Bolívar para formar una Liga Americana; su origen y sus desarrollos, doctrina formulada por primera vez en 1861, publicada en París en 1865 y reeditada en la misma ciudad en 1872. Las “bases” para la unidad de América Latina propuestas por Torres (1882, pp. 96-99) abarcaban los siguientes aspectos:
- Reunión anual de una Dieta latinoamericana.
- Nacionalidad de los hijos de todos esos Estados, que deberían considerarse como ciudadanos de una patria común.
- Adopción de un principio fijo en materia de límites territoriales.
- Adopción de unos mismos códigos, pesos, medidas y monedas.
- Establecimiento de un tribunal supremo que decidiera amigablemente acerca de las cuestiones que se suscitaran entre dos o más repúblicas confederadas.
- Sistema liberal en materias comerciales, sin excluir el comercio de cabotaje.
- Sistema uniforme de enseñanza, declarando obligatoria y gratuita la instrucción primaria.
- Consagración del fecundo principio de la libertad de conciencia y de la tolerancia de cultos.
- Consagración de los principios modernos de la extradición de reos.
- Abolición de pasaportes.
- Fijación de un contingente de tropas y recursos para la común defensa.
- Ningún Estado latinoamericano puede ceder parte alguna de su territorio, ni apelar al protectorado de ninguna Potencia.
A pesar de su gran prestigio en Europa, Torres Caicedo careció del poder político necesario para convertir en un tratado multilateral este interesante proyecto de la Confederación latinoamericana; razón por la cual decidió fundar la “Sociedad de la Unión Latinoamericana”, en 1879, encargada de difundir el ideal y de interesar a los pueblos y gobiernos en esta noble y formidable tarea unificadora.
La “Sociedad de la Unión Latinoamericana” muestra que Torres Caicedo fue un hombre de pensamiento y acción. Éste fue su medio para difundir la necesidad de la unidad de la región. De hecho, más que la creación del vocablo América Latina y de su posterior doctrina de unidad, la tarea de difusión de estas ideas fue su verdadera obra magna.
En igual sentido, el joven Alberdi, al dar la independencia territorial como un hecho, centró su atención en la urgencia de la unidad para lograr la prosperidad comercial y material de las tierras americanas, única vía para acceder a la modernización. Europa, desde su punto de vista, ya había trocado su proyecto de conquista territorial por la mercantil. Por eso, realizó un llamado a “aliar las tarifas, aliar las aduanas, he aquí el gran medio de resistencia americana” (Alberdi, 1993, t. 2, p. 154).
Para Alberdi, en el nuevo contexto de la política internacional, la defensa de los intereses americanos debía mover a sus pueblos a reunirse en un Congreso, cuyo fin esencial no fuese la forja de una alianza militar, tal y como se había concebido el Congreso de Panamá, sino la alianza comercial y marítima. Eso no quería decir que éste no albergara un carácter político y defensivo ante los nuevos peligros que sobre la América se cernían. Según Alberdi (1993, t. 2, pp. 153-154):
Los actuales enemigos de la América están abrigados dentro de ella misma; son sus desiertos sin rutas, sus ríos esclavizados y no explorados; sus costas despobladas por el veneno de las restricciones mezquinas, la anarquía de sus aduanas y tarifas; la ausencia del crédito, es decir, de la riqueza artificial y especulativa, como medio de producir la riqueza positiva real. He aquí los grandes enemigos de la América, contra los que el uevo Congreso tiene que concertar medidas de combate y persecución a muerte.
Alberdi proponía la pronta elaboración de un derecho comercial de alcance continental, así como de un papel oneda americano. La unidad monetaria, afirmaba, se arantizaría por medio de la creación de un Banco, enerador de créditos para el impulso comercial (lberdi, 1993, t. 2, pp. 154-155).
Por su parte, el panameño Justo Arosemena, quien también utilizó el nombre de Colombia en el sentido irandino, abogó por “crear y consolidar nuestra acionalidad en el sentido político” (Arosemena, 1993, t. 2, pp. 349-350). La identidad de este continente, señaló, sólo podía construirse a través de un gobierno común, pues a sus pueblos: “los ligan lazos morales de religión, idioma, hábitos, vicios y virtudes” (Arosemena, 1993, t. 2, p. 350).
Para Arosemena, el legado unitario, de estirpe bolivariana, resultaba esencial para el despertar de la región. Según Arosemena (1980, t. 2, p. 457):
Nada más natural que la idea de la unión por pactos entre Estados débiles e independientes, de común origen, idioma, religión y costumbres, situados conjuntamente en una cierta disposición territorial, bañados por unos mismos ríos y mares, […], aspirando en igual grado y por idénticos medios a la más alta civilización, y propendiendo a establecer por sus mutuos […] esfuerzos el reinado absoluto de la justicia, por el derecho con los demás pueblos o gobiernos honrados, por la fuerza con los pueblos o gobiernos injustos.
Del mismo modo, Arosemena era partidario de la organización de los Estados suramericanos en una Liga, que debía fundarse sobre la base de la firma de un conjunto de tratados. Arosemena (1980, t. 2, p. 535) los enunció así:
- Un tratado de comercio y de navegación […].
- Un tratado que especifique los derechos y las obligaciones de los extranjeros […].
- Un tratado sobre los principales puntos del derecho internacional privado, como la validez y ejecución en un Estado de los testamentos, las sentencias, los títulos profesionales y demás actos civiles emitidos en otro Estado. Pudiera extenderse a otros objetos de la legislación judicial y penal […].
- Una convención consular.
- Una convención postal y telegráfica.
- Una convención de contingentes, así terrestres como marítimos, […] sobre defensa del territorio, la independencia y las instituciones […].
En resumen, señalaba Arosemena (1980, t. 2, p. 536):
- La Liga sudamericana es necesaria y es también practicable, si en ella se trabaja con tesón.
- Son puntos de partida para fundarla el deslinde territorial de los Estados y la ciudadanía de sus naturales donde quiera que residan […].
- La Liga tiene por objeto defender la independencia y la soberanía […].
- El elemento anfictiónico de la Liga tiene por objeto decidir las cuestiones entre los aliados, proscribiendo enteramente la guerra […].
En las décadas finales del siglo XIX, luego de ser funcional a la ruptura con el orden colonial y de generar las reformas para introducir nuestras economías en el mercado mundial, el liberalismo atravesó por un proceso de conservadurización. Consumado este hecho a partir de la alianza de los sectores moderados de ambas tendencias (grupos terratenientes, mineros, exportadores), se advertiría un viraje en las posturas políticas con relación a los Estados Unidos. Las naciones latinoamericanas, más dependientes ahora de la economía norteamericana, dejarían a un lado la formación de estructuras económicas y políticas capaces de establecer intercambios de todo tipo a nivel del subcontinente para adherirse a los dictados de unidad elaborados desde Washington.
El pensamiento unionista de inspiración democrática y liberal mostraría signos inequívocos de decadencia con el triunfo del panamericanismo para los años de 1880. Sólo un ejemplo, ya desde el Cuarto Congreso Hispanoamericano, celebrado en Lima en 1864, la posición pronorteamericana de la Cancillería argentina quedaba fijada en los siguientes términos: “buscar la armonía con los Estados Unidos, lejos de excluirlos y ponerse en disidencia con ellos” (Torres, 1865, p. 62).
Resulta esencial detenernos a reflexionar acerca de qué factores impidieron la consecución del sueño unionista latinoamericano. Muchos se pudieran mencionar, entre ellos: la existencia de grupos sociales aliados y dependientes al capital extranjero, interesados en preservar su poder local; la estructura económica heredada de la colonia que no favoreció el establecimiento de vínculos comerciales entre los distintos territorios y el fracaso de las reformas liberales, en su intento por vertebrar una nueva sociedad a partir de la independencia, dada la actitud conservadora de las élites que dirigieron los proyectos de construcción nacional.
Sumado a esas razones, debe valorarse otra circunstancia igualmente básica. Aunque históricamente se ha hecho énfasis en el carácter homogéneo de la América Latina, debido a su identidad lingüística, religiosa y de costumbres, no puede ignorarse su gran diversidad. Diversidad patente en sus orígenes: en la disímil procedencia de los conquistadores ibéricos y de las etnias indígenas que poblaban el continente americano a la hora de su llegada.
Sin embargo, a pesar del declive del liberalismo y del ideal unitario latinoamericano, del Caribe hispano, surgirían a fines de la centuria decimonónica nuevas utopías integracionistas. Las más elaboradas fueron expresadas por Eugenio María Hostos y José Martí (Soler, 1980, pp. 217-232). Este último desarrolló un ideario humanista, de profundo contenido social con tres aristas fundamentales: independentismo, latinoamericanismo y antimperialismo.
A modo de conclusiones
El ideal integracionista hispanoamericano logra su máxima elaboración con el Libertador Simón Bolívar. Impregnado, como otros próceres de la gesta emancipadora, del espíritu de la Ilustración y del ideario mirandino, vio en la unidad de todos los territorios de la América antes española, la fortaleza imprescindible para la consolidación de la independencia. Esta primera etapa del pensamiento unionista, de la cual tomaron parte liberales y conservadores, se esgrimió con criterios defensivos hacia una posible reconquista española. Bolívar, por su proyección continental, se erigió como “padre del hispanoamericanismo”.
La generación posterior a los próceres vislumbraba en la unidad la vía para alcanzar el desarrollo material, con vistas a acceder al progreso y a la civilización. El creciente expansionismo estadounidense constituiría otro acicate para los sectores que luchaban en pos de la unidad. Los debates en torno a la raza, con su dicotomía latino vs. sajón, aportarían el componente clave para que la concepción de unidad rebasara los estrictos territorios hispanoamericanos. De este modo, se sucederían las denuncias de destacados políticos e intelectuales de la época sobre el carácter invasor de la raza sajona. Esta segunda etapa estaría marcada por el repliegue del conservadurismo del proyecto unionista, dado por el avance de las trasformaciones alcanzadas por el liberalismo.
El debate sobre las razas, puesto sobre el tapete por el historicismo romántico, fue utilizado convenientemente por Torres Caicedo para afianzar su temprana vocación unionista y antinorteamericana, de estirpe bolivariana. Basado en la idea de la latinidad de la región, Torres Caicedo creó el vocablo América Latina, mérito compartido con el chileno Francisco Bilbao. De hecho, la creación de la expresión América Latina le permitió concebir una doctrina que rebasaría los estrictos marcos de la unidad hispanoamericana, perfilada por los próceres de la independencia al insertar en la misma a Brasil y a Haití.
Notas
36 Hay que señalar que la historia de las ideas, hasta los años sesenta del siglo XX, y en algunos casos con posterioridad, se centró fundamentalmente en el estudio de las ideas elaboradas por las élites. A partir de la década de los setenta, la historia de las ideas comenzó a cambiar a partir de las críticas formuladas por los representantes de la historia de las mentalidades, de la microhistoria y de la historia cultural. En América Latina, no obstante, no fue hasta los años noventa que la historia de las ideas comenzó a realizarse de manera distinta. Fue entonces cuando los historiadores empezaron a privilegiar el estudio de los complejos procesos de apropiación y reproducción de las ideas por disímiles grupos, incluidos los sectores populares, a partir del análisis de los más diversos tipos de fuentes (orales, escritas, etc.). Por ejemplo, en especial para los siglos del XVI al XX, se promovieron una serie de investigaciones centradas en recuperar las voces de grupos iletrados, a partir de la consulta de expedientes judiciales. Ciertamente, aun cuando puede señalarse que los testimonios de estas personas fueron recogidos por las élites, el valor fundamental de este tipo de fuentes radica en que a través de las declaraciones de los litigantes, testigos y jueces pueden estudiarse la difusión, apropiación y circulación de las ideas en un tiempo y espacio específicos.
37 Para los científicos del Viejo Continente, la reflexión racionalista les llevó a comparar la naturaleza y el hombre europeo con el paisaje natural y humano americano, llegando a la conclusión de “la inferioridad de América”, de su medio, clima, vegetación y elemento humano. América era inferior en todos los aspectos; todo en ella era raquítico y deprimente y, por ende, inferior a Europa. Entre estos científicos se hallaban los abates Corneille de Paw y Guillaume Thomas Raynal, el naturalista Georges Louis Leclerc, conde de Buffon y los filósofos David Hume y Voltaire.
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