Ni calladas ni sumisas
Trasgresión femenina en Colombia,
siglos XVII-XX

Julio-29-2021
ISBN-13 (15) 978-958-5498-66-2
https://doi.org/10.28970/9789585498662

Libro de investigación



Ni calladas ni sumisas Trasgresión femenina en Colombia,
siglos XVII-XX



Neither silent nor submissive Female transgression in Colombia from 17th to 20th century



Mabel Paola López Jerez (editora académica)



Resumen



Este libro es una invitación a repensar las narrativas históricas colombianas tradicionales, que tienen muchas deudas sin saldar con las mujeres. A través de expedientes judiciales y fuentes orales, sonoras y fotográficas, busca recuperar las voces de esa mitad de la población que fue ignorada durante décadas por la historiografía y desvirtuar la creencia de su supuesta debilidad, sumisión y silencio. Las once investigaciones que componen la obra analizan a diversos grupos de mujeres entre los siglos XVII y XX para responder a preguntas del tipo ¿cómo eran construidas socialmente?, ¿qué se esperaba de ellas en cada periodo histórico?, ¿qué se consideraba una trasgresión femenina en cada época? y ¿cómo algunos comportamientos se fueron transformando o naturalizando con el paso del tiempo? En conjunto, el libro no solo evidencia la evolución de lo femenino en la larga dura­ción, sino que resalta la importante participación de las mujeres en la historia nacional.

Palabras Claves: transgresión femenina, historia de las mujeres, estudios de género, narrativas femeninas.

Cap 1
Cap 2
Cap 3
Cap 4
Cap 5
Cap 6
Cap 7
Cap 8
Cap 9
Cap 10
Cap 11


Prólogo



Agradezco a las autoras y a los autores del libro titulado Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX, compilado por Mabel Paola López Jerez, la oportunidad que me ofrecieron de elaborar el prólogo de un texto que representa la expansión del campo de la Historia de las Mujeres en Colombia desde la perspectiva de la trasgresión. Este campo abre posibilidades explicativas acerca de los procesos de construcción social y cultural de la nación que conviven con conflictos no resueltos y que, con frecuencia, derivan en las formas más cruentas de violencia, en las cuales las mujeres experimentan los sesgos de género en sus relaciones con la ley, dando lugar a la persistencia de barreras de acceso a la justicia. Por supuesto que en el libro también figura la responsabilidad penal de las mujeres en los casos a que hubiere lugar y, también, los sesgos de género que caracterizan la imposición de la ley.

El título del texto sintetiza la tonalidad de un conjunto de elaboraciones producto de ejercicios investigativos dedicados al quehacer de la disciplina histórica en el marco de procesos de formación en pregrado, maestría y doctorado en diferentes centros académicos de Colombia, América Latina y otros países. A mi juicio, los méritos de un trabajo como este, que merecen destacarse, son varios y de diferente orden. En principio, resalto la disposición de las autoras y los autores a un trabajo de reconocimiento mutuo y colaborativo que posibilita el avance hacia la consolidación de un campo que, con gran dificultad, ha logrado instalarse en los medios académicos colombianos.

Este es un distintivo de una generación que en el siglo XXI admite el legado de antecesoras y antecesores, quienes desde los años setenta del siglo XX emprendieron la tarea de examinar las especificidades de la historia de las mujeres en términos de las diferencias de género, clase, racialización, procedencia regional y otras dimensiones que permitieron una renovación metodológica: la interseccionalidad, con la cual se problematizan las interpretaciones que generalizan una única manera de habitar del mundo. Por lo demás, quienes nos invitan a la lectura de sus trabajos en esta compilación pertenecen a la generación que asumió el giro hacia nuevos problemas planteados por las preguntas acerca del lugar de las mujeres en la historiografía colombiana y latinoamericana, y hacen lo suyo para contribuir a la formulación de nuevos problemas de investigación y otras formas de abordarlos.

En esta oportunidad, acogiendo la sugerencia de Max Hering sobre las posibilidades analíticas de lo que significa la trasgresión para los estudios históricos, en los capítulos se observa la recuperación de experiencias en la vida de las mujeres del pasado, en los materiales de archivo que posibilitan los estudios de casos, en temporalidades breves y delimitadas con precisión. Las colaboraciones, agrupadas en tres secciones, designan las identidades femeninas que emergen: las mujeres incómodas, las compañeras de lecho y mesa rebeldes y las mujeres criminales.

Las primeras desafiaron a la sociedad de su tiempo acudiendo a la ley, a la palabra, a la gestión en sus recorridos por una institucionalidad tortuosa, bien fuera el convento, la cárcel o los tribunales; en ello se advierte la continuidad de la confianza de las mujeres en la ley y, también, un balance inestable de su acceso a la justicia, precisamente por ser mujeres. En otros espacios emblemáticos de la modernidad, como la radiodifusión, ya hacia la segunda mitad del siglo XX, las mujeres, que aún no eran ciudadanas, expresaron ante los micrófonos, de manera velada, la crítica al androcentrismo de la sociedad en que vivieron.

En el capítulo sobre las rebeldes en las relaciones íntimas se reiteran preguntas sobre las marcadas desigualdades de género en las relaciones de pareja que transitan al conflicto y a la violencia, y los sesgos en la aplicación de la ley. En particular, de manera rigurosa a las mujeres, ante la comisión de las trasgresiones a la exclusividad sexual impuesta por el mandato de la monogamia. En contraste, los hombres gozan de una gran permisividad y tolerancia respecto a sus relaciones paralelas.

En cuanto a las mujeres que atentaron contra la vida y la integridad de otras personas, el panorama ofrecido permite observar desde la comisión del delito en defensa propia que, de ser demostrada, abre la posibilidad al atenuante, hasta los actos deliberados, calculados y premeditados de eliminación del otro o la otra, por lo regular, personas muy cercanas (la pareja en uniones legales o consensuales, hijas o hijos). En estos casos, la imposición rigurosa de la ley penal, desde la pena capital y la cadena perpetua hasta los trabajos forzados, pasando por el encarcelamiento, movilizó diferentes estrategias. La mediación de la defensa, con frecuencia a cargo de defensores de pobres, en ocasiones argumentaba apelando a los criterios más conservadores como la debilidad femenina y su proclividad al mal o, en términos más progresistas, invocando la justicia hacia las mujeres empobrecidas y madres de familia, tal como se observa en los resultados de la revisión de las peticiones de reducción de las penas.

Lo descubierto en los expedientes judiciales, que son la materia prima de gran parte de los trabajos de esta publicación, acerca de los conflictos en las relaciones de pareja bien sea en el matrimonio o en las uniones de hecho efímeras o perdurables, permite una digresión. En las referencias ofrecidas en el libro sobre el adulterio bien vale la pena tener presente las continuidades de la reglamentación sobre la institución matrimonial desde la sociedad indiana en la cual se impusieron las disposiciones tridentinas, hasta la sociedad republicana, que las mantuvo vigentes durante buena parte del siglo XX. El matrimonio, según tales disposiciones, fue definido en virtud del orden de lo sagrado. Es decir, como un sacramento con cierta tonalidad civilizadora, como ha sido documentado por autores como Georges Duby en las sociedades europeas, para contener la práctica de larga duración del repudio a la esposa, que representó el riesgo de su encierro o el destierro y aún, su muerte, en especial, por parte de los caballeros de la aristocracia. Así, la indisolubilidad intentó ser una contención de los excesos caballerescos trasladados a América desde la ocupación castellana, a lo cual el clero, principalmente los confesores, se comprometía de manera decidida. No obstante, el reacomodo patriarcal enmascaró prácticas paternalistas que, también en la larga duración, impusieron como justificación protectora el confinamiento de las mujeres en el adentro, en el hogar y su dedicación exclusiva a los quehaceres de la reproducción y el mantenimiento de la vida.

buena parte del siglo XX. El matrimonio, según tales disposiciones, fue definido en virtud del orden de lo sagrado. Es decir, como un sacramento con cierta tonalidad civilizadora, como ha sido documentado por autores como Georges Duby en las sociedades europeas, para contener la práctica de larga duración del repudio a la esposa, que representó el riesgo de su encierro o el destierro y aún, su muerte, en especial, por parte de los caballeros de la aristocracia. Así, la indisolubilidad intentó ser una contención de los excesos caballerescos trasladados a América desde la ocupación castellana, a lo cual el clero, principalmente los confesores, se comprometía de manera decidida. No obstante, el reacomodo patriarcal enmascaró prácticas paternalistas que, también en la larga duración, impusieron como justificación protectora el confinamiento de las mujeres en el adentro, en el hogar y su dedicación exclusiva a los quehaceres de la reproducción y el mantenimiento de la vida.

La sacralización del matrimonio se sobrepuso a las tradiciones profanas, muy propagadas entre los sectores sociales que defendían intereses económicos, siendo el matrimonio por conveniencia un recurso muy difundido entre las familias de las élites. Por lo demás, tradiciones como el compromiso de infantes; la unión forzada de parejas dispares, en la cual la novia era mucho más joven que el contrayente; la compra de la novia y otros arreglos que propiciaban el ascenso social de uno u otro integrante de la pareja o evitaban su movilidad descendente, son un indicio de que el matrimonio no era un asunto de la libre y voluntaria elección de los contrayentes, sino de las alianzas entre grupos familiares. Es lo que explica que, de no afianzarse los sentimientos de aprecio, afecto y respeto en la pareja, se configuren los cuadros de tensión, desencuentro, hostilidad y violencia. La libre elección de la pareja es una de las adquisiciones de la Modernidad, lo mismo que la unión por amor o las posibilidades de su disolución consensuada.

por ambas familias de origen. El matrimonio a prueba o amaño era una práctica común en distintas organizaciones sociales. Esta unión podría ser perdurable o también se disolvía de común acuerdo, en cuyo caso las mujeres retornaban a sus lugares de origen con sus hijas e hijos, de haberlos, sin menoscabo de su reputación. El desprestigio de las madres que procreaban fuera del matrimonio se impuso con el proceso de cristianización, que difundió un modelo único de matrimonio, heterosexual, monógamo e indisoluble, suscitándose así las consecuentes tensiones con la diversidad de tradiciones indoamericanas. Esas tensiones se proyectaron a lo largo de los siglos de dominación colonial y durante un lapso importante de la vida republicana.

En los distintos capítulos del libro se vislumbran indicios de otras experiencias vitales en las que se manifiestan de manera contundente las diferencias de género. Las concepciones sobre el cuerpo, la sexualidad, la maternidad y la paternidad –sujetas al imperativo de la dicotomía potenciada por el cristianismo de la polaridad entre el espíritu y la materia– reducen a las mujeres a una mayor inclinación a regirse por las demandas de sus impulsos, atribuible a su debilidad; por lo cual requieren ser tuteladas por los varones envestidos de poder, empezando por el padre y el confesor y, por supuesto, por el esposo.

Esta compilación contribuye a nuevas problematizaciones de las relaciones de las mujeres con la ley de Dios, el Rey y el Padre, como lo plantea Elisabeth Badinter en sus estudios dedicados a la deconstrucción del “instinto materno” en el Antiguo Régimen. La autora analiza el tema a partir de la confirmación de la propagación del abandono de recién nacidos entre las mujeres de las élites, quienes delegaban el cuidado en jóvenes madres campesinas que oficiaban de nodrizas y, a su vez, exponían a sus hijos e hijas a la muerte también por el abandono. En esa lógica se abren las preguntas acerca de la presencia del padre y por qué la persistencia de la maternidad como imposición a las mujeres empobrecidas, quienes son las que reclaman ante los tribunales por alimentos.

Presentación

En sintonía con la historia de la trasgresión femenina —construida a pulso desde la década de 1990, pero especialmente desde la de los 2000—, Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX es una invitación a repensar las narrativas históricas colombianas que han dejado muchas deudas sin saldar con las mujeres. Por lo tanto, busca reconocer la agencia femenina en la larga duración y demostrar que entre las colombianas siempre han existido quienes, levantando su voz o rebelándose contra lo establecido, han abierto caminos en los ámbitos de los derechos civiles, políticos, económicos, sexuales e intelectuales para sus congéneres. Para ello apelamos a los expedientes judiciales y fuentes orales, sonoras y fotográficas, que permiten desvirtuar la creencia asociada a algunas épocas respecto a la supuesta debilidad, sumisión y silencio de las mujeres.

Las once investigaciones que componen esta obra caracterizan a diversos tipos de mujeres entre los siglos XVII y XX para responder a preguntas del tipo ¿cómo eran construidas socialmente?, ¿qué se esperaba de ellas en cada periodo histórico?, ¿qué se consideraba una trasgresión femenina en cada época? y ¿cómo los comportamientos trasgresores se fueron transformando o naturalizando con el paso del tiempo? Este ejercicio no solo evidencia la evolución de lo femenino a lo largo de la historia de Colombia, sino la articulación de ese proceso a la dinámica social y a la construcción de nación.

El libro está dividido en un balance historiográfico y tres partes, cada una de las cuales, a su vez, conserva un orden cronológico: “Mujeres incómodas”, “Compañeras rebeldes” y “Mujeres criminales”. En la primera parte, “Mujeres incómodas”, Carolina Abadía Quintero, a través del capítulo “‘A este convento entró el demonio con sus lazos’. Escritura y desobediencia femenina en el caso del sacrilegio del convento de Nuestra Señora de la Encarnación de Popayán, 1608-1613”, busca desvirtuar la sumisión de las monjas a las autoridades eclesiásticas en el siglo XVII y visibilizar su agencia económica, administrativa y política.

Entre tanto, Juan Sebastián Ariza Martínez evidencia las exigencias de las mujeres de los presos para lograr mejores condiciones de vida durante el encierro en el capítulo “Voces de la trasgresión: los discursos femeninos en las cárceles coloniales de Santafé, 1780- 1801”, y Maribel Venegas Díaz, a través del texto “Del caso de Juana Chicuasuque a una discusión sobre trasgresiones y formas de castigo, 1846”, ahonda en temas tan sensibles como el rechazo a los saberes ancestrales indígenas a mediados del siglo XIX y la creencia de que era legítimo asesinar a las mujeres de esa condición por el perjuicio que podían ocasionarle a los ciudadanos con la yerbatería

Esta parte finaliza con la curiosa aproximación a las mujeres incómodas que se hace en “Gloria Valencia de Castaño: tradición y trasgresión en voz de la primera dama de la radio colombiana, 1951-1966”, capítulo escrito por Daniela Moná Ramírez y Paula Orozco-Espinel. En su texto, las autoras demuestran que, gracias a su conformidad con ciertas normas de género y de clase, Valencia de Castaño se ubicó en un lugar privilegiado desde el cual pudo realizar pequeñas trasgresiones a lo largo de décadas.

La segunda parte del libro, “Compañeras rebeldes”, inicia con el capítulo “Las ‘malas esposas’ y la violencia femenina en el Nuevo Reino de Granada, 1721-1811”, de Mabel Paola López Jerez, que se suma a “Relaciones fatales y justicia: mujeres asesinas en la Gobernación de Popayán, 1837-1849”, de Esteffy Zharitd Agudelo Patiño; “‘Ocurrí a vuestra merced demandando verbalmente por los alimentos’: madres, hijos ilegítimos y justicia en las provincias de Cartagena y Santa Marta, 1763-1796”, de Lea Raquel Álvarez Hernández; y “Recluir, reformar y castigar. El beaterio La Merced de Cali en el caso de adulterio de Delfina Espinoza, 1846”, de Marcela Criollo Sánchez, para aportar una reflexión sobre el papel activo de las mujeres en los conflictos derivados de las relaciones afectivas, y las vías de hecho o de derecho como vehículos para reclamar alimentos y escapar a la violencia o al control masculino.

La última parte del libro, “Mujeres criminales”, es un acercamiento a la criminología histórica a través de capítulos que remiten a la trasgresión sexual femenina, considerada pecado y delito en la Colonia; a la violencia interpersonal y al tráfico de drogas. La sección comienza con el texto de Mateo Quintero López, “‘Exponerse públicamente a todo género de torpeza y sensualidad’. Prostitutas y prostitución en el territorio neogranadino, 1780-1845”, continúa con “Las quebrantadoras de la ley. Criminalización femenina durante la Regeneración, 1893-1896”, de Lorena P. González Zuluaga, y finaliza con la aproximación de Judith Colombia González Eraso a las “Mariguaneras”: traficantes de marihuana, entre antisociales y trasgresoras, Cali-Valle del Cauca, 1950-1960”.

Nuestro propósito es que estos capítulos contribuyan a demostrar lo inconveniente de hablar de “la mujer” en singular cuando hacemos investigación histórica. A lo largo del tiempo, las mujeres hemos sido plurales y cada una ha tenido una manera distinta de configurarse en la familia y en los espacios de sociabilidad. Las experiencias vitales de las protagonistas de nuestro libro, al igual de que las de muchas otras mujeres que vinieron después, fueron definidas por categorías de organización social como clase y raza. Esto nos muestra la importancia de una aproximación desde la interseccionalidad para el estudio de las mujeres en la historia.

Adicionalmente, las tres partes que conforman esta obra dejan claro que comprender la trasgresión femenina en la escala temporal obliga, en primera medida, a pensar en las situaciones de subordinación de las mujeres en la sociedad; en segunda instancia, en las posibilidades de agencia que estas ejercieron para desobedecer, rebelarse, infringir, defenderse, resistir, protestar, opinar y oponerse frente al sistema patriarcal; y en tercer lugar, a comprender que la trasgresión femenina no se nos presenta estática en la larga duración. Por el contrario, es producto de agencias y replanteamientos de esa otra mitad de la población que desde tiempos inmemoriales ha participado de la historia, aunque su voz hubiese sido silenciada en los libros.

Pese a que, especialmente desde hace una década, la historiografía iberoamericana empezó a manifestar un marcado interés por las trasgresiones y la criminalidad, el nuestro no es un libro producto de una tendencia académica, sino de la naturaleza misma de quienes somos sus autoras y autores.

Somos herederas de las primeras generaciones de mujeres historiadoras que con preguntas desde el presente consolidaron un espacio para nuestras congéneres en la agenda académica colombiana; participamos de los movimientos estudiantiles que en las calles o en las redes sociales luchan por la integridad de las mujeres y por una efectiva igualdad de los sexos en los ámbitos intelectual, político, judicial, económico, laboral y familiar; de grupos de jóvenes que se preguntan por temas sin los cuales es imposible explicar nuestra sociedad: como la sexualidad, la criminalidad o la violencia. Así mismo, este libro incluye como autores a hombres que, saliéndose de lo que la academia les propone investigar tradicionalmente, creen en nuestra apuesta política de devolver a las mujeres al teatro de la Historia.

Al situarnos en el límite de los temas canónicos, con nuestras respectivas investigaciones hemos incomodado de una u otra forma en las aulas, en los debates y en la historiografía. Esperamos hacerlo también con este libro, no solo porque plantea temas fundamentales para la historia de las mujeres en Colombia y porque rescata las voces de “malas”, “rebeldes”, “desarregladas” y “desordenadas”, sino porque con esta publicación nos replanteamos también las jerarquías que caracterizan la academia. De allí que en esta obra compartan espacio trabajos de pregrado, maestría y doctorado.

Queremos agradecerles inmensamente a los profesores Leonor Arlen Hernández Fox y Carlos Mario Manrique Arango, de la Uniagustiniana, quienes presentaron el libro a la Vicerrectoría de Investigaciones para su publicación; sin ellos esta obra no habría sido posible. Gracias también a la Editorial Uniagustiniana, especialmente a Ruth Elena Cuasialpud Canchala, coordinadora editorial y de difusión, por su impecable labor por más de un año.

A la Asociación Colombiana de Estudios del Caribe (Acolec) nuestra gratitud por haber acogido el libro en calidad de coeditora y promoverlo en sus redes académicas; particularmente al doctor Raúl Román Romero, su presidente, quien siempre se ha mostrado solidario con nuestra iniciativa.

Así mismo, un agradecimiento especial a los doctores Margarita Restrepo Olano, coordinadora del Programa de Historia de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, y Sergio Guerra Vilaboy, director del programa de Historia de la Universidad de La Habana Cuba, que se sumaron a este proceso contribuyendo con algunas evaluaciones académicas de su equipo docente.

-Las autoras y los autores


Historiografía de la trasgresión femenina



En Colombia, al igual que en otros países de Europa y América, las mujeres pasaron de ser invisibilizadas por la historiografía a convertirse en uno de los temas de investigación más atractivos de la historia social y económica. En el caso de los Estados Unidos, el cambio comenzó en la década de 1970 (2) , cuando se emprendieron grandes proyectos académicos interesados en incluirlas como protagonistas de las narrativas históricas. En el de Colombia, específicamente en cuanto a la historia colonial o del periodo indiano, María Himelda Ramírez recuerda que en el Congreso de Historia de 1987, Suzy Bermúdez llamó la atención respecto a la ausencia de investigaciones sobre las mujeres y la atribuyó a que la historia había sido tradicionalmente escrita por varones. En su momento, Jaime Jaramillo Uribe le respondió que dicho vacío historiográfico se debía a la lentitud de los cambios en las mentalidades, asociados a que la Revolución Francesa le había otorgado a la burguesía industrial, comercial y financiera los derechos y libertades de la ciudadanía, lo cual le permitía ser sujeto de la historia, mientras que la clase obrera, los campesinos y las mujeres tuvieron que esperar un siglo más para acceder a esos derechos. (3)

Con el propósito de equilibrar un poco la producción historiográfica —que para la década de 1960 apenas contaba con las importantes contribuciones de Virginia Gutiérrez de Pineda y Ligia Echeverri Ángel sobre la familia en Colombia, y para la década de 1980 con las de Patricia Londoño sobre la mujer santafereña (4) —, las primeras investigaciones que recuperaron el tema de la mujer en los periodos colonial y republicano abordaron el matrimonio, la sexualidad, el patriarcado y el control religioso, las indígenas, las esclavas, las escritoras, la vida conventual, y, posteriormente, el cuerpo, el honor, el vestido, las representaciones, la infancia y oficios como las colegialas, las maestras, las cuidadoras y las jefas de hogar.

En la década de 1990, la trasgresión femenina apenas empezaba a ser observada y se restringió a la historización de las prostitutas, hechiceras, sodomitas, criminales y las heroínas patrióticas a través de algunos capítulos de obras de compilación como Las mujeres en la historia de Colombia (5) , publicada en 1995 bajo la coordinación de Magdala Velásquez Toro, y el libro Aspectos de la vida social y cotidiana de Medellín: 1890-1930, de Catalina Reyes Cárdenas (6) , que pretendían ofrecer una mirada amplia a las diversas realidades femeninas en la larga duración.

Por trasgresión femenina entendemos las acciones que sitúan a las mujeres en el límite de lo permitido y las llevan a subvertir los ideales de la subordinación patriarcal, el recato, la conducta arreglada y la tolerancia al maltrato (7) . Tal y como lo mencionan Daniela Moná Ramírez y Paula Orozco-Espinel en su capítulo dentro de Ni calladas ni sumisas, la trasgresión se trata de un problema histórico que nos remite necesariamente a la norma y que está ligado a una posición de enunciación específica, que a su vez está en constante transformación. (8)

La trasgresión femenina como categoría analítica permite entonces no solo identificar las desviaciones o rupturas en un orden simbólico aceptado social e históricamente, sino también redefinir el modelo de fragilidad, inferioridad y maternidad cristiana en el que se ha encasillado, por lo general, a las mujeres. Se opta, al contrario, por un modelo en el que es posible reconocer la fuerza, la independencia, la determinación, la certeza y, hasta a veces, la plena consciencia de que era necesario rebelarse frente a la opresión.

Ahora bien, considerando que la interpretación de este concepto se encuentra atada a una matriz polisémica, resulta importante comprender las diversas manifestaciones trasgresoras desde el momento histórico que las secunda, y, sobre todo, desde las jerarquías sociales y de género que subyacen su accionar. Al considerar tales aspectos se hacen evidentes las profundas brechas que cotidianamente se gestaron entre los roles construidos por la sociedad colombiana y las estrategias que la feminidad asumió para apropiar lo normado.

A finales del siglo XX, Pilar Jaramillo de Zuleta comenzó una investigación exhaustiva sobre la vida cotidiana de las mujeres neogranadinas en los conventos y en la casa de recogidas de Santafé. Las monjas, las abadesas y las mujeres pobres, las desgraciadas y las delincuentes hicieron parte de sus intereses, y contribuyó a visibilizarlas como agentes sociales. En particular, abordó los roles intelectivos de las religiosas, su capital adquisitivo, su religiosidad y las destrezas que desarrollaron como maestras y administradoras.

Entre los escritos más notables de esta autora se encuentran “Las arrepentidas. Reflexiones sobre la prostitución femenina en la Colonia” (9) ; “La vida cotidiana en los conventos de mujeres” (10) y “La Casa de Recogidas de Santafé: custodia de virtudes, castigo de maldades; orígenes de la Cárcel del Divorcio” (11). Estos escritos hacen de Jaramillo de Zuleta una pionera en el estudio femenino conventual y en varios elementos que son fundamentales para aproximarse a los capitales simbólicos y a la corporalidad femenina en el claustro.

En un contexto historiográfico favorable al estudio de las mujeres en el periodo colonial y republicano, entre las décadas de 1980 y 1990, algunos autores privilegiaron las fuentes que permitían reconstruir los escenarios en los que se movía la élite, de modo que contribuyeron a la idea de un modelo virtuoso de mujer, que se creía aplicable de forma uniforme a todos los sectores sociales. No obstante, ese paradigma comenzó a romperse a finales de 1990, principalmente con el estudio de las fuentes judiciales, que permitieron entender que la mujer no era una categoría uniforme e inmutable.

Es importante aclarar que la aproximación a este tipo de documentos no solo enriqueció la historiografía al recuperar las voces de las implicadas en los procesos judiciales, sino que abrió la puerta a otra apuesta investigativa proveniente del derecho: la criminología histórica. Aunque en ese campo fueron pioneros autores como Jaime Jaramillo Uribe, Julián Vargas Lesmes, Guillermo Sosa Abella, Patricia Enciso, Iván Espinosa, Marta Zambrano Escovar, Zoila Gabriela de Domínguez y Gilma Alicia Betancourt (12), hasta 2014 fueron pocos los trabajos que se centraron en la mujer trasgresora desde los expedientes criminales, salvo los de Beatriz Patiño Millán para la provincia de Antioquia (13) o María Himelda Ramírez, quien analizó las instituciones asistenciales que acogían a estas mujeres para asegurar su corrección (14)

En esa línea historiográfica queremos destacar la investigación “La mujer en la criminalidad durante la Regeneración en Colombia”, tesis de pregrado de Lorena P. González Zuluaga (15). Su objetivo fue hacer un primer estudio y un esquema del panorama general de la aplicación de justicia respecto a las mujeres durante la Regeneración, además de abordar la concepción de la criminalidad femenina principalmente a partir de las solicitudes de rebaja de penas que llegaban a Bogotá desde los distintos lugares del país para delitos como el infanticidio, el homicidio, la tentativa de homicidio, el amancebamiento, el envenenamiento, las heridas, la bigamia y la falsedad, el robo, el parricidio y el incendio.

De otra parte, en esa perspectiva de los crímenes contra la persona cobra sentido el trabajo de pregrado La cocina de los venenos. Aspectos de la criminalidad en el Nuevo Reino de Granada, siglos XVII-XVIII (16), de Juan Sebastián Ariza Martínez (2015), quien destaca el papel de las mujeres criminales en varios juicios seguidos por el envenenamiento de algunas personas, ocurridos en diferentes regiones del Nuevo Reino de Granada (Tunja, Santafé, Cartagena, Nimaima, Citará, Antioquia, Gachetá, entre otros).

Otra perspectiva que se puede mencionar como fundacional en el estudio de las trasgresiones femeninas es aquella que se centra en los delitos contra la moral, que son muy relevantes para nuestro libro. Las primeras en contribuir a esa perspectiva fueron Susy Bermúdez (17), con Hijas, esposas y amantes. Ensayos sobre el género, clase, etnia y edad en la historia de Latinoamérica (1992); y Guiomar Dueñas, con el artículo “Adulterios, amancebamientos, divorcios y abandono: la fluidez de la vida familiar santafereña, 1750-1810” (1996) y el libro Los hijos del pecado: ilegitimidad y vida familiar en la Santafé de Bogotá colonial, 1750-1810 (1997). A ellas se sumarían Miguel Ángel Urrego, con Sexualidad, matrimonio y familia en Bogotá 1880- 1930 (1997); y Pablo Rodríguez, con Sentimientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada (1997). (18).

Dentro de la historiografía de los años 2000 pueden mencionarse otras investigaciones como Comportamientos ilícitos y mecanismos de control social en Bolívar Grande 1886-1905, de Ivonne Bravo (2002); Placer, dinero y pecado, historia de la prostitución en Colombia, de Aída Martínez y Pablo Rodríguez (2002); En busca de lo cotidiano: sexo, honor, fiesta y sociedad, siglos XVII-XIX, de Pablo Rodríguez, y La batalla de los sentidos. Infidelidad, adulterio y concubinato a fines de la Colonia, de Hermes Tovar Pinzón (publicado en 2004 y reeditado en 2012) (19).

En 2012, Max S. Hering Torres y Amada Carolina Pérez coordinaron la obra Historia cultural desde Colombia. Categorías y debates. En ella, Hering Torres, Jessica Pérez Pérez y Leidy J. Torres Cendales publicaron “Prácticas sexuales y pasiones prohibidas en el Virreinato de Nueva Granada” (20), texto en el que analizaron las distintas formas de trasgredir el orden de los cuerpos y la sexualidad. A través de la descripción de algunas formas ilícitas de relacionamiento carnal (amancebamiento, concubinato, sodomía, bestialismo y prostitución, entre otras), los autores demuestran que la sociedad neogranadina durante el período indiano vivió cotidianamente entre la ilegalidad y la desobediencia. Por ello postulan que ni el orden ni la disciplina social se fracturaron esporádicamente, pues era común que los hombres y las mujeres cedieran a sus pasiones sexuales a hurtadillas. En esta línea de los amancebamientos, concubinatos y adulterios que derivan en embarazos indeseados, con consecuentes abortos e infanticidios, Natalia Gutiérrez, Jenny Yamile Malagón Pinzón, María Emilia Mejía Espinosa, Lida Tascón Bejarano, Jenny Natali Julio Cantor y Laura Alejandra Buenaventura Gómez han hecho importantes aportes a la historiografía (21).

Aunada a esta de las relaciones ilícitas, otra temática que está tomando bastante fuerza en la historiografía de la trasgresión femenina es la de la violencia conyugal, en la cual, si bien las mujeres son las principales víctimas, también juegan un importante papel como victimarias. En la década de 1990 se realizaron algunos ejercicios de microhistoria con casos puntuales, como el texto Dionisia de Mosquera: amazona de la crueldad. Relato de un crimen pasional del siglo XVIII, de Vicente Silva (22) (1997), que aborda el asesinato del marido en el marco de un triángulo amoroso. Sin embargo, el que se puede considerar como el primer trabajo colombiano sistemático sobre los malos tratamientos, las sevicias y el homicidio en el contexto conyugal es de Víctor Uribe Urán. En su calidad de docente de la Universidad de Florida publicó el artículo “Colonial Baracunatanas and Their Nasty Men: Spousal Homicides and the Law in Late Colonial New Granada” (23) (2001); luego se interesó por el mismo tema en el México colonial (24) (2006) y finalmente publicó el libro Fatal Love: Spousal Killers, Law, and Punishment in the Late Colonial Spanish Atlantic (2015 y en español en 2020) (25).

Ahora bien, mientras que Víctor Uribe Urán hacía sus primeras contribuciones a la criminología histórica, en 2005 se daba a conocer en Bogotá el libro Conductas ilícitas y derecho de castigo durante la Colonia. Los casos de Chile y Colombia (26), en el cual la historiadora colombiana María Teresa Mojica y el historiador chileno René Salinas Meza buscaban entender las bases sociales y culturales que le dieron legitimidad y legalidad al castigo de la mujer a manos del marido durante los siglos XVII, XVIII e inicios del XIX en sus respectivos países.

Un trabajo que como tesis de maestría en 2005 y luego como libro en 2012 se apoyó en gran parte en lo planteado por Mojica y Salinas fue Las conyugicidas de la Nueva Granada. Trasgresión de un viejo ideal de mujer (1780-1830), de Mabel Paola López Jerez (27), quien rastreó los orígenes de una configuración violenta de relaciones de poder entre los esposos. Se centró en el asesinato del marido por parte de su mujer (conyugicidio), pero teniendo como telón de fondo algunos casos de malos tratamientos y sevicias, ello con el objeto de encontrar los argumentos de las agresoras y de las víctimas. Analizó el periodo de transición de la Colonia a la República (1780 a 1830), el cual fue influido por la introducción de las reformas borbónicas que afectaron la organización judicial y la persecución de este tipo de delitos en favor de la unidad familiar.

En marzo de 2020, López Jerez publicó su tesis de doctorado con el título Morir de amor. Violencia conyugal en la Nueva Granada, siglos XVI a XIX (28), que muestra dichos fenómenos como una dinámica de larga duración en la que las mujeres de los estamentos bajos y medios jugaban un papel determinante en la comisión de injurias verbales, de hecho, malos tratamientos, sevicias, abandonos y conyugicidios, muchas veces para detener los maltratos de sus compañeros. La autora propone que el advenimiento de las ideas ilustradas marcó una suavización del conflicto conyugal, especialmente en los estamentos altos, que tuvieron acceso a ellas.

Otros autores que recientemente han analizado las estrategias femeninas, en este caso jurídicas, para escapar a las sevicias e infidelidades de sus maridos, son Leonor Hernández Fox y Carlos Mario Manrique Arango en el libro Normas y trasgresiones: las mujeres y sus familias en las ciudades de Cartagena de Indias y La Habana, 1759-1808, un trabajo que tiene como valor agregado su propuesta de historia comparada entre estas dos importantes ciudades puerto del Caribe español en el siglo XVIII (29). Respecto a la violencia conyugal en los periodos posteriores, es clave mencionar otras autoras como Rocío Serrano; Guiomar Dueñas, Martha Lucía García Tapia de Villota y Gladys Rocío Ariza Sosa, a quienes se suma Óscar Armando Castro López (30) con el libro más reciente y novedoso en esta temática, por su énfasis en la criminología y la “enfermedad del honor”, dos discursos desde los cuales se justificaron los asesinatos de las mujeres en supuestos contextos de infidelidad a inicios del siglo XX.

Otra vertiente de la historiografía que aquí analizamos es la que visibiliza la agencia política de las mujeres, especialmente en el siglo XX. Resaltan las investigaciones de Lola G. Luna, quien publicó los libros Historia género y política movimientos de mujeres y participación política en Colombia, 1930-1991; Movimientos de mujeres y participación política, Colombia del siglo XX al siglo XXI y El sujeto sufragista, feminismo y feminidad en Colombia, 1950-1957 (31) —los dos primeros en colaboración con Norma Villarreal—, además de varios artículos sobre el tema. Así mismo, es pertinente mencionar los aportes de Luz Gabriela Arango Gaviria sobre las mujeres obreras; los de Rocío Pineda García sobre María Cano y los de María Eugenia Ibarra Melo sobre la identidad femenina en la guerrilla (32).

En esta misma línea, Judith Colombia González Eraso ha aportado sus análisis del movimiento sufragista colombiano de la década de 1950 a partir del caso de estudio de la periodista Clara Inés Suárez de Zawadski (33). Su tesis es que la columna de opinión “Ballet”, del periódico liberal Relator, operó como una tribuna de reivindicación y visibilización del sufragismo y el feminismo colombianos, así como del papel protagónico de las mujeres en las esferas socioculturales y políticas (34). Muy ligado a este tema podemos mencionar el del movimiento feminista, en el que destacan los trabajos de Doris Lamus Canavate, quien publicó el libro De la subversión a la inclusión: movimientos de mujeres de la segunda ola en Colombia 1975-2005, además de varios artículos, entre ellos, “La trasgresión de la cultura patriarcal: movilización feminista en Colombia (1975-1995)” (35).

En consonancia con las investigaciones ya mencionadas, desde inicios de los años 2000 se ha consolidado el interés historiográfico por las estrategias de las mujeres que se han abierto espacio en ámbitos tradicionalmente masculinizados. Dentro de esta línea merece particular atención la tesis doctoral “Las trayectorias femeninas y feministas hacia lo público en Colombia (1970-2000) ¿Inclusión sin representación?”, de María Emma Wills Obregón (36), en la que rastrea la incorporación de las mujeres colombianas al mundo político y académico durante las últimas décadas del siglo XX. Próximamente también se publicará “The trajectories of four women during the early history of the professional development of economics in Colombia, c. 1950-1970”, de Andrés Guiot-Isaac y Camila Orozco Espinel, cuya investigación analiza la incorporación de algunas mujeres a la disciplina económica en Colombia.

Para finalizar, recuperamos en este breve balance historiográfico sobre la trasgresión femenina —que bajo ningún motivo pretende abarcar todo lo publicado hasta 2021—, dos libros más de reciente publicación. En primer lugar, la obra de Max Hering Torres y Nelson Rojas, Microhistorias de la trasgresión (37), pionera en la historiografía específica que acá nos ocupa. Compila diez trabajos de investigadores que abordan delitos tales como el bestialismo, el robo de carne, el asesinato de amos por parte de esclavos, el suicidio, el infanticidio y los juegos prohibidos, entre otros, en un marco temporal que abarca del siglo XVII al XX (38). Cada uno de los artículos que componen esta obra marca un camino propio, pero coinciden en la técnica de detenerse en los detalles de las historias para pintar a través de una enriquecedora narrativa un cuadro que desde un caso particular permita describir un fenómeno criminológico particularmente interesante.

En segundo lugar, por sus aportes desde la historia decolonial —quizás una de las perspectivas analíticas con más potencial actualmente en la historiografía de la trasgresión— es fundamental mencionar a Demando mi libertad. Mujeres negras y sus estrategias de resistencia en la Nueva Granada, Venezuela y Cuba, 1700-1800 (39), obra editada por las profesoras Aurora Vergara Figueroa y Carmen Luz Cosme Puntiel y publicada por la Universidad Icesi en 2020. Se trata de una compilación de ocho trabajos elaborados desde la perspectiva del feminismo afrodiaspórico que, a partir de documentos de archivo como las peticiones de libertad, hace un esfuerzo colectivo por revisar las historias de mujeres africanas y afrodescendientes que, en medio de un contexto represivo, forzaron a las instituciones de la época a escuchar sus voces.

Como conclusión, señalar que los actos de trasgresión femenina son evidencia del intenso protagonismo político y social que han tenido las mujeres y demuestran que sus voces y acciones por momentos han sacado a la luz las contradicciones de la autoridad y la superioridad masculina. A la vez, indican que existieron diversos mecanismos y dispositivos que —apelando a los saberes, tradiciones, necesidades, instituciones o privilegios— transformaron las acciones trasgresoras femeninas en agencias históricas que reelaboraron la invisibilización y la pasividad con la que la historia tradicional ha definido a las mujeres.

-Las autoras y los autores

Notas

1 Este apartado recupera parte del balance historiográfico realizado por Mabel Paola López Jerez en su tesis doctoral “Trayectorias de civilización de la violencia conyugal en la Nueva Granada en tiempos de la Ilustración” (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2018) y fue complementado en varias sesiones de trabajo colaborativo con las autoras y los autores de esta publicación.

2 El texto clásico de Joan Scott, “Gender: A Useful Category of Historical Analysis”, American Historical Review, se publica en 1986 y en él se citan variados estudios históricos producidos desde 1970 sobre mujeres. En Estados Unidos el giro historiográfico está muy relacionado con los movimientos de Civil Rights y Womens Rights de aquella década.

3 María Himelda Ramírez, “Las mujeres y el género en la historiografía colombiana de la Colonia y el siglo XIX”, Luz Gabriela Arango Gaviria y Mara Viveros Vigoya (comps). El género: una categoría para las ciencias sociales (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2011), 73-95.

4 Virginia Gutiérrez de Pineda, La familia en Colombia. Trasfondo histórico, 1.ª ed. (Bogotá: Biblioteca Básica Colombiana 3, Colcultura, 1963). La familia en Colombia. Trasfondo histórico, 2.ª ed. (Medellín: Ministerio de Cultura, Editorial Universidad de Antioquia, 1997). Ligia Echeverri Ángel, Familia y vejez: realidad y perspectiva en Colombia (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia y Colciencias, 1994). “Tendencias o rupturas de la familia colombiana: una mirada retrospectiva y prospectiva”, Maguaré, vol. 10, n.° 9 (1994): 105-121. Patricia Londoño, “La mujer santafereña en el siglo XIX”, Boletín Cultural y Bibliográfico, vol. 21, n.° 1 (1984): 3-24.

5 Magdala Velásquez Toro (coord.), Las mujeres en la historia de Colombia (Bogotá: Consejería Presidencial para la Política Social, Presidencia de la República de Colombia, Grupo Editorial Norma, 1995). Jaime Borja, “Sexualidad y cultura femenina en la Colonia. Prostitutas, hechiceras, sodomitas y otras”, Las mujeres y la historia de Colombia, 1.a edición, tomo III (Bogotá: Consejería Presidencial para la Política Social Presidencia de la República de Colombia, Grupo Editorial Norma, 1995).

6 Catalina Reyes Cárdenas, Aspectos de la vida social y cotidiana de Medellín: 1890- 1930 (Bogotá: Colcultura, 1996).

7 Edgardo Castro. El vocabulario de Michel Foucault. Un recorrido alfabético por sus temas, conceptos y autores (España: Universidad Nacional de Quilmes, 2005).

8 Gonzalo Portocarrero, citado en: Max S. Hering Torres y Nelson A. Rojas, eds., “Transgresión y microhistoria”, en Microhistorias de la transgresión (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2015), 15. Sobre el lugar de enunciación, Paula Orozco-Espinel ha evidenciado en trabajos previos cómo diversas mujeres latinoamericanas, famosas y privilegiadas en términos de clase, han usado su posición para contraponerse de manera sutil a estereotipos de raza y género. Son ejemplos de esto “Carmen Miranda en Hollywood (1939-1945): En el centro de la pantalla, al borde de la historia,” Palabra Clave, vol. 22, n.° 4 (septiembre 16, 2019), y “Defenderse del mundo con las mismas armas que el mundo usa: Lupe Vélez y Dolores del Río (1921-1946)”. Tesis de Maestría (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2019)

9 Pilar Jaramillo de Zuleta, “Las arrepentidas reflexiones sobre la prostitución femenina en la Colonia”, en Pablo Rodríguez y Aída Martínez (Eds.) Placer, dinero y pecado. Historia de la prostitución en Colombia (Bogotá: Editorial Aguilar, 2002). Este capítulo también fue publicado en calidad de artículo de revista por el Boletín de Historia y Antigüedades para el mismo año.

10 Pilar Jaramillo de Zuleta, “La vida cotidiana en los conventos de mujeres”, en Beatriz Carvajal (Ed.), Historia de la vida cotidiana en Colombia (Bogotá, Editorial Norma, 1996).

11 Pilar Jaramillo de Zuleta, “La Casa de Recogidas de Santafé: custodia de virtudes, castigo de maldades; orígenes de la Cárcel del Divorcio”, en Boletín de Historia y Antigüedades, vol. 790, n.° 82 (1995): 631-653.

12 Jaime Jaramillo Uribe, “Mestizaje y diferenciación social en el Nuevo Reino de Granada en la segunda mitad del siglo XVIII”, Anuario Colombiano de la Cultura, vol. 3, n.° 2 (1965): 21-48. Julián Vargas Lesmes, “Vida inquieta y gente baldía” y “Zahúrdas de Plutón: Chicherías en Santafé”, La sociedad de Santafé de Bogotá (Bogotá: Centro de Investigación y Educación Popular, Cinep, 1990): 345-382. Guillermo Sosa Abella. Labradores, tejedores y ladrones. Hurtos y homicidios en la provincia de Tunja, 1745-1810 (Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, 1993). Patricia Enciso, Del desierto a la hoguera: la vida de Joseph Ximénez, un ermitaño acusado de hereje por la Inquisición de Cartagena de Indias (Bogotá: Editorial Ariel, 1995). Iván Espinosa, El sueño del ahorcado, una experiencia subjetiva de la pena de muerte a finales de la Colonia (Bogotá: Universidad de los Andes, 2008). Marta Zambrano Escovar, Trabajadores, villanos y amantes. Encuentros entre indígenas y españoles en la ciudad letrada, Santafé de Bogotá (1550-1650) (Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología e Historia, 2008). Zoila Gabriela De Domínguez, “Delito y sociedad en el Nuevo Reino de Granada. Periodo virreinal (1740-1810)”, Universitas Humanística, vol. 9, n.° 8 (diciembre de 1974): 281-398. Gilma Alicia, Betancourt M. “Género y delito en Cali (1850-1860) desde la ventana de un juzgado parroquial”, Gabriela Castellanos y Simone Accorsi (ed.). Género y sexualidad en Colombia y Brasil (Santiago de Cali: Facultad de Humanidades Universidad del Valle, 2002): 107-125.

13 Beatriz Patiño Millán. “La mujer y el crimen en la época colonial. El caso de la ciudad de Antioquia”, Cuadernos de Familia, n.° 7 (noviembre de 1992). Criminalidad, ley penal y estructura social en la provincia de Antioquia 1750-1820, 1.ª ed. (Medellín: Editorial Instituto para el Desarrollo de Antioquia, 1994). Criminalidad, ley penal y estructura social en la Provincia de Antioquia, 1750-1820, 2.ª ed. (Bogotá: Universidad del Rosario, 2013).

14 María Himelda Ramírez, “Las diferencias sociales y el género en la asistencia social de la capital del Nuevo Reino de Granada, siglos XVII y XVIII”, Tesis de Doctorado en Historia, Barcelona: Universidad de Barcelona, 2005. De la caridad barroca a la caridad ilustrada. Mujer, género y pobreza en la sociedad de Santafé de Bogotá, siglos XVII y XVIII (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2006). Las mujeres y la sociedad colonial de Santafé de Bogotá, 1750-1810 (Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología e Historia, 2000).

15 Lorena P. González Zuluaga, “La mujer en la criminalidad durante la Regeneración en Colombia”, Tesis de pregrado en Historia, Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2014.

16 Juan Sebastián Ariza Martínez, “La cocina de los venenos. Aspectos de la criminalidad en el Nuevo Reino de Granada, siglos XVII-XVIII”, Tesis de pregrado en Historia, Bogotá: Universidad Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, 2013. La cocina de los venenos: aspectos de la criminalidad en el Nuevo Reino de Granada, siglos XVII y XVIII (Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2015).

17 Susy Bermúdez, Hijas, esposas y amantes. Ensayos sobre el género, clase, etnia y edad en la historia de Latinoamérica (Bogotá: Ediciones Uniandes, 1992).

18 Guiomar Dueñas, “Adulterios, amancebamientos, divorcios y abandono: la fluidez de la vida familiar santafereña, 1750-1810”, Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, vol. 23 (1996): 33-48. Miguel Ángel Urrego, Sexualidad, matrimonio y familia en Bogotá, 1880-1930 (Bogotá: Ariel, 1997). Pablo, Rodríguez, Sentimientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá: Editorial Ariel, 1997).

19 Ivonne Bravo, Comportamientos ilícitos y mecanismos de control social en Bolívar Grande 1886-1905 (Bogotá: Ministerio de Cultura, 2002). Aída Martínez y Pablo Rodríguez, Placer, dinero y pecado, historia de la prostitución en Colombia (Bogotá: Aguilar, 2002). Pablo Rodríguez, En busca de lo cotidiano: sexo, honor, fiesta y sociedad, siglos XVII-XIX (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2002). Hermes Tovar Pinzón, La batalla de los sentidos. Infidelidad, adulterio y concubinato a fines de la Colonia, 2.ª ed. (Bogotá: Universidad de los Andes, 2012).

20 Max S. Hering Torres, Jessica Pérez Pérez y Leidy J. Torres Cendales, “Prácticas sexuales y pasiones prohibidas en el Virreinato de Nueva Granada”, en Max. S. Hering Torres y Amada Carolina Pérez (eds.) Historia cultural desde Colombia. Categorías y debates (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas; Pontificia Universidad Javeriana; Universidad de los Andes, 2012): 51-86.

21 Natalia Gutiérrez Urquijo, “Los delitos de aborto e infanticidio en Antioquia, 1890-1930”, Historia y Sociedad, vol. 17 (2009): 159-177. Jenny Yamile Malagón Pinzón, Escenas de pecado y delito. Relaciones incestuosas en la Nueva Granada (1648-1833) (Medellín: La Carreta Editores, 2011). María Emilia Mejía Espinosa, “La preocupación por el honor en las causas judiciales seguidas por adulterio en la Nueva Granada entre 1760 y 1837”, Tesis de pregrado en Historia, Bogotá: Universidad del Rosario, 2011. Lida Tascón Bejarano, “Sin temor de Dios ni de la real justicia. Amancebamiento y adulterio en la gobernación de Popayán, 1760-1810”. 1.ª ed. (Cali: Universidad del Valle, 2014). Jenny Natali Julio Cantor, “Sexualidad en la Independencia de la Nueva Granada (1810-1830)”, Tesis de Pregrado en Historia, Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2014. Laura Alejandra Buenaventura Gómez, Malas amistades: Infanticidios y relaciones ilícitas en la Provincia de Antioquia (Nueva Granada) 1765-1803 (Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2017).

22 Vicente Silva, Dionisia de Mosquera: amazona de la crueldad: relato de un crimen pasional del siglo XVIII (Bogotá: Temas de Hoy, 1997).

23 Víctor Uribe Urán, “Colonial Baracunatanas and Their Nasty Men: Spousal Homicides and the Law in Late Colonial New Granada”, Journal of Social History, vol. 35, n.° 1 (2001).

24 Víctor Uribe Urán, “Innocent Infants or Abusive Patriarchs? Spousal Homicides, the Punishment of Indians and the Law in Colonial Mexico”, Journal of Latin American Studies, vol. 38, n.° 4 (nov., 2006): 793-828.

25 Víctor Uribe Urán, Fatal Love: Spousal Killers, Law, and Punishment in the Late Colonial Spanish Atlantic (Stanford: Stanford University Press, 2015). Amores fatales. Homicidas conyugales, derecho y castigo a finales del periodo colonial en el Atlántico español (Bogotá: Universidad Externado de Colombia y Banco de la República, 2020).

26 René Salinas Meza y María Teresa Mojica, Conductas ilícitas y derecho de castigo durante la colonia. Los casos de Chile y Colombia (Bogotá: Centro de Investigaciones sobre Dinámica Social, Universidad Externado de Colombia, 2005).

27 Mabel Paola López Jerez, Las conyugicidas de la Nueva Granada. Trasgresión de un viejo ideal de mujer (1780-1830) (Bogotá, Ediciones Pontificia Universidad Javeriana, 2012). “Las conyugicidas de la Nueva Granada. Trasgresión de un viejo ideal de mujer (1780-1830)”, Tesis de grado para optar al título de Magíster en Historia, Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2005.

28 Mabel Paola López Jerez, Morir de amor. Violencia conyugal en la Nueva Granada, siglos XVI a XIX (Bogotá, Ariel, 2020). “Trayectorias de civilización de la violencia conyugal en la Nueva Granada en tiempos de la Ilustración”. Tesis de Doctorado en Historia, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2018.

29 Leonor Hernández Fox y Carlos Mario Manrique Arango, Normas y trasgresiones: las mujeres y sus familias en las ciudades de Cartagena de Indias y La Habana, 1759-1808 (Bogotá: Universitaria Uniagustiniana, 2020).

30 Rocío Serrano, “Matrimonio y divorcio durante el radicalismo liberal (1849- 1885)”, Anuario de Historia Regional y de las Fronteras, vol. 6, n.° 1 (2001): 224-245. Guiomar Dueñas, “Matrimonio y familia en la legislación liberal del siglo XIX”, Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, vol. 29 (2002): 167-193. Martha Lucía García Tapia de Villota, “La violencia conyugal contra las mujeres en la ciudad de Pasto, 1890-1936”, Tesis de Maestría en Historia, Medellín: Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, 2012. “La violencia conyugal contra las mujeres, un recorrido histórico por el fenómeno social”, Revista Investigiumire, Ciencias Sociales y Humanas, vol. 2, n.° 2 (noviembre, 2011). Gladys Rocío Ariza Sosa, “La violencia en las relaciones de pareja en Medellín y sus representaciones sociales”, Tesis de Doctorado Interfacultades en Salud Pública, Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2011. “Las representaciones sociales de la violencia en las relaciones de pareja en Medellín en el siglo XXI”, Revista CES Psicología, vol. 6, n.° 1 (2013): 134-158. Óscar Armando Castro López, Crímenes pasionales en Colombia, 1890- 1936. (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2020). “Crímenes pasionales en Colombia, 1890-1936”. Tesis de Doctorado en Historia, Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2017. “Crímenes Pasionales en Bogotá, 1900-1930”, Tesis de Maestría en Estudios Sociales, Bogotá: Universidad Pedagógica Nacional, 2011.

31 Luna G. Lola y Norma Villarreal, Historia, género y política. Movimientos de mujeres y participación política en Colombia, 1930-1991 (Barcelona: Seminario Interdisciplinar Mujeres y Sociedad, Universidad de Barcelona, CICYT, 1994). Movimientos de mujeres y participación política, Colombia del siglo XX al siglo XXI (Bogotá: Editorial Gente Nueva, 2011). Luna G. Lola, El sujeto sufragista, feminismo y feminidad en Colombia, 1950-1957 (Cali: Universidad del Valle, 2004).

32 Luz Gabriela Arango Gaviria, Mujer, religión e industria. Fabricato 1923-1982 (Medellín: Universidad de Antioquia, 1991). “Mujeres obreras, paternalismo e industrialización”, El trabajo Femenino en América Latina. Los debates de la década de los noventa, v.1. (México: Universidad De Guadalajara Ilsa, 1994): 271-294. Rocío Pineda García, “María Cano. Transgresión y transición femenina en los albores del siglo XX”, María Cano: 1887-2007. Una voz de mujer les grita, Clara Elena Gómez (Medellín: Ediciones Escuela Sindical Nacional, ESN, 2007). María Eugenia Ibarra Melo, Mujeres e insurrección en Colombia: reconfiguración de la identidad femenina en la guerrilla (Bogotá: Universidad Javeriana, 2009).

33 Judith Colombia González Eraso, El sufragismo en el “Ballet de Clara Inés”, Relator, 1950-1957. En Esteban Morera Aparicio, coordinador. Historia de Cali, siglo XX, tomo II, Política (Cali: Universidad del Valle, 2012).

34 González Eraso también es reconocida en el ámbito colombiano por el rescate que ha hecho de las heroínas en el periodo de la Independencia desde el análisis de las representaciones sociales insertas en la historiografía de finales del siglo XIX y de inicios del XX. En su último libro demuestra que la mujer aparece como una figura central de los relatos fundacionales de la nación colombiana porque más que como mujer real fue asumida como un símbolo o una metáfora de la virtud republicana. Judith Colombia González Eraso, Representaciones sobre las mujeres en la Independencia. Entre realidad y ficción. Nueva Granada, 1810-1830 (Cali: Universidad del Valle, 2019).

35 Doris Lamus Canavate, De la subversión a la inclusión: movimientos de mujeres de la segunda ola en Colombia, 1975-2005 (Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología e Historia, 2010). Doris Lamus Canavate, “La trasgresión de la cultura patriarcal: movilización feminista en Colombia (1975-1995),” La Manzana de La Discordia, vol. 8, n.° 2: 71-85.

36 María Emma Wills Obregón, “Las trayectorias femeninas y feministas hacia lo público en Colombia (1970-2000) ¿Inclusión sin representación?” (Austin, The University of Texas at Austin, 2004).

37 Max Hering Torres y Nelson Rojas (ed.), Microhistorias de la transgresión (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2015).

38 Una buena aproximación a esta obra y a otras que se han mencionado en este balance respecto a la criminología histórica en Colombia puede ser consultada en Kelly Johana Ariza Arias, Historia de la criminalidad: una reflexión sobre la reciente producción historiográfica en Colombia, Artificios. Revista Colombiana de Estudiantes de Historia, vol. 6 (noviembre, 2016): 11-27.

39 Aurora Vergara Figueroa y Carmen Luz Cosme Puntiel (coord.), Demando mi libertad. Mujeres negras y sus estrategias de resistencia en la Nueva Granada, Venezuela y Cuba, 1700-1800. Cali: Universidad Icesi, 2020.


Capitulo 1: PRIMERA PARTE / FIRST PART


Mujeres incómodas / Uncomfortable women



“A este convento entró el demonio con sus lazos”. Escritura y desobediencia femenina en el caso del sacrilegio del Convento de Nuestra Señora de la Encarnación de Popayán, 1608-1613

“To this convent the devil entered with his snares.” Writing and female disobedience in the case of the sacrilege of the Convento de Nuestra Señora de la Encarnación de Popayán, 1608-1613


Resumen



Este capítulo estudia una serie de escritos elaborados por las religiosas agustinas del Convento de Nuestra Señora de la Encarnación de Popayán con los que desobedecieron la autoridad episcopal y catedralicia que las juzgó por los delitos de sacrilegio y rebeldía entre 1608 y 1613. A través del análisis del expediente en su contra, que se encuentra en el Archivo General de Indias, fue posible concluir que la correspondencia de las religiosas sirvió para defenderlas, pero también operó como un dispositivo de expresión de la ilegitimidad que le atribuyeron al obispo fray Juan González de Mendoza, su juez. Este caso nos muestra que los conventos femeninos en el periodo virreinal neogranadino cotidianamente enfrentaban tensiones y conflictos con las autoridades eclesiásticas masculinas para defender sus costumbres.

Palabras clave: escritura femenina, vida conventual, sacrilegio, desobediencia.



Abstract



This chapter studies the written expressions of female disobedience led by the Augustinian nuns of the Convento de Nuestra Señora de la Encarnación de Popayán, against the episcopal and cathedral authority that judged them for the crimes of sacrilege and rebellion between 1608 and 1613. Through the analysis of the file against them, found in the General Archive of the Indies, it was possible to conclude that the correspondence of the nuns served to defend them, but also operated as a device of expression of the illegitimacy that they attributed to Bishop Fray Juan González de Mendoza, their judge. This case shows us that women’s convents in the viceregal period of Neo-Granada faced daily tensions and conflicts with male ecclesiastical authorities to defend their customs.

Keywords: women’s writing, convent life, sacrilege, disobedience.


Sobre la autora | About the author


Carolina Abadía Quintero [carolina.abadia@correounivalle.edu.co]

Doctora y maestra en Historia del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de Michoacán (México); magíster en Historia y licenciada del Departamento de Historia de la Universidad del Valle (Colombia). Investigadora del Grupo Religiones, Creencias y Utopías e integrante del Grupo de Estudios sobre Religión y Cultura, GERyC (México). Actualmente se desempeña como profesora hora cátedra del Departamento de Historia de la Universidad del Valle. Sus áreas de interés son la historia institucional de la Iglesia católica, la historia colonial y los estudios de circulación, redes y promoción eclesiástica.



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Abadía Quintero, Carolina. (2021). “‘A este convento entró el demonio con sus lazos’. Escritura y desobediencia femenina en el caso del sacrilegio del convento de nuestra señora de la encarnación de Popayán, 1608-1613”. Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX, editado por Mabel López Jerez, Editorial Uniagustiniana y Asociación Colombiana de Estudios del Caribe – ACOLEC, 2021, pp. 47-82.

Introducción

El convento de la Encarnación de Popayán fue fundado el 22 de julio de 1578 por el obispo fray Agustín de La Coruña1 , quien dispuso, por escritura de donación, la cesión de algunos bienes y rentas que deseaba invertir en “el remedio de doncellas pobres [para] aumentar la nobleza de esta ciudad de Popayán”(2) . Un total de 27 negros esclavizados, una hacienda en Chispio y Guábara(3) y 311 pesos fueron la base para la construcción y manutención del nuevo convento, bienes que debían ser administrados por los cabildos eclesiástico y civil de Popayán.

Para 1590 la Audiencia de Quito dio parte al rey de las obras de edificación del convento y se comprometió a cuidar del claustro “por ser cosa de importancia para el recogimiento de hijas de conquistadores y otras personas que han de unirse” (4) . Finalmente, el 20 de marzo de 1591 las primeras profesas que se integraron a él fueron las hermanas Leonor y María de Velasco(5) , y María de Pecellín, quienes eligieron a la última como primera priora y optaron por vestir el hábito de San Agustín y denominar al claustro como Nuestra Señora de la Encarnación.

Si bien la idea inicial del obispo La Coruña era que el convento albergara profesas pobres, lo que referencia la historiografía es que la mayor parte de las mujeres que ingresaban a este eran “naturales de la tierra” nacidas en familias descendientes de conquistadores, primeros encomenderos e integrantes de las corporaciones del poder político local, como el Cabildo secular(6) . En la época era casi que una regla que las familias prestantes, tanto indianas como peninsulares, que tenían hijas decidieran que sus vidas estuvieran dedicadas al claustro, por cuanto enviarlas a un convento representaba una elección que las alejaba parcialmente del mundo para dedicarse al matrimonio con Cristo.

Aunque, como ya lo enunciamos, en el periodo virreinal los conventos recibían mujeres blancas de familias privilegiadas, también vinculaban a mestizas, indias y negras libertas o esclavizadas que pudieran pagar su dote en condición de donadas o como criadas de las monjas profesas(7) . Ahora bien, dentro del convento, a pesar de que todas estaban dedicadas a la vida con el Señor, existían diferenciaciones que obedecían al tipo de profesión religiosa.

Así, estaban las monjas de velo blanco, llamadas también novicias, por cuanto eran jóvenes recién ingresadas a los claustros que debían demostrar su vocación religiosa para realizar la profesión; y las monjas de velo negro o profesas, denominadas como tal porque ya habían realizado su profesión y matrimonio espiritual, de quienes se elegía por periodo de tres años a la abadesa o priora, autoridad encargada del manejo y administración del convento, y de establecer interlocuciones con las autoridades eclesiásticas. A la par estaban las donadas, muchas veces mujeres que eran depositadas por sus esposos por una posible ausencia del hogar; y las niñas expósitas, abandonadas en las entradas de las iglesias o los conventos siendo infantes, y quienes por su calidad de huérfanas debían permanecer toda su vida en el claustro.

En 1608 Juan Montaño, deán de la catedral y vicario general del obispado por haber vacante episcopal, recibió denuncia de un sacrilegio de la clausura conventual en la Encarnación, que comprometía a tres monjas y tres frailes dominicos acusados de sostener relaciones pasionales, hecho que escandalizó a las ciudades de Popayán, Quito y la Corte en Madrid. La falta se habría configurado a partir de posibles entradas de los hombres al convento; salidas furtivas de las monjas; señalamientos de relaciones sexuales dentro del claustro; vínculos amorosos y el nacimiento de infantes.

A pesar de que estas son las acusaciones consignadas en la documentación, no existe certeza respecto a su veracidad, por cuanto en los interrogatorios las religiosas solo admitieron: primero, desobedecer al deán, quien en ausencia del obispo y como vicario general, en su calidad de autoridad, debía mantener el orden y la obediencia del convento femenino; y al obispo Juan González de Mendoza, quien asumiría el caso del convento al llegar a Popayán en 1609. Segundo, levantar falsos testimonios contra sus confesores(8) , acusados de mantener las relaciones sacrílegas. Este velo de duda se planteó por cuanto los interrogatorios realizados por el obispo estuvieron mediados por la aplicación de violencia física, es decir, de tortura, en las religiosas. Por lo tanto, confesar parasalvarse, así lo dicho fuera contrario a la realidad, era una posibilidad que considerar.

En 1610 la noticia llegó a los oídos del obispo de Popayán, fray Juan González de Mendoza, quien inició sus gestiones visitando los conventos de la ciudad y proponiendo reformas de costumbres que no cayeron bien entre la población local. El prelado se enteró del proceso adelantado por el deán precisamente en una visita al convento de la Encarnación. De este suceso se desprende el gran proceso acusatorio realizado por el obispo contra las monjas, los frailes dominicos implicados, el gobernador de Popayán, las autoridades de ambos cabildos y los vecinos de la ciudad(9) , y que desencadenaría el destierro de las monjas agustinas del convento de la Encarnación.

¿Cuál es exactamente la trasgresión de las monjas payanesas? En este capítulo planteamos que la falta de las monjas agustinas radica en el acto de desobediencia y en el desconocimiento de la legitimidad de la justicia episcopal para juzgarlas y castigarlas. Algunos testimonios del proceso revelan cómo las religiosas de la Encarnación, en cabeza de la priora suspensa, María Gabriela de la Encarnación, lideraron actos hostiles contra sus jueces masculinos, en particular los de la justicia ordinaria eclesiástica, representada por el deán de la catedral, quien en ausencia del obispo debía ejercer su papel como censor del convento, y luego el obispo fray Juan González de Mendoza.

Entre otros acontecimientos, las monjas decidieron no permitirles la entrada al convento a sus jueces, violar los castigos impartidos por ambos y escribir cerca de seis cartas al rey en las que mencionaban que ser mujeres y ser monjas no las hacía cortas de entendimiento para comprender que el obispo González de Mendoza las estaba utilizando para tomar represalias contra algunos de sus familiares, quienes se habían opuesto al prelado en varios asuntos y decisiones tomadas por él.

Las fuentes primarias que se abordan en este capítulo provienen en su mayoría del Archivo General de Indias y están compuestas por reales cédulas y cartas, además del expediente judicial que recogió la Audiencia de Quito sobre el proceso de sacrilegio del convento, el cual se encuentra en físico en la sección Audiencia de Quito. Respecto a las cartas escritas por las religiosas, cabe aclarar que, según disposición de derecho, cada texto o escrito redactado por ellas debía ser censado y revisado por su confesor, quien además podía figurar como el escritor original de dichos papeles. Dado lo anterior, no es posible identificar la autoría de las cartas analizadas en este capítulo, pero con las firmas que contienen las mismas sí podemos atribuirles voz y reconocimiento a las religiosas.

En dichas cartas las monjas expresaban que no aceptaban la disciplina y jurisdicción episcopal porque varios frailes de los conventos de San Agustín y Santo Domingo les habían mencionado que no debían obedecer al obispo, pues no era la autoridad competente para juzgarlas, de allí su oposición. El argumento de esta postura desobediente radicaba en que, al ser el convento de la Encarnación fundado en la regla de San Agustín, la competencia jurisdiccional recaía en el prior de la orden masculina homónima. No obstante esta interpretación, dicha competencia no recaía en el prior ni en los conventos de San Agustín en Popayán y Cali, que renunciaron a juzgar a las religiosas y reconocieron la competencia del ordinario en el juzgamiento, es decir, del obispo González de Mendoza.

Probablemente aconsejadas por los frailes de las órdenes mencionadas, las monjas actuaron en derecho, por lo que su desobediencia al prelado fue aprovechada por este para realizar una visita al convento y liderar la correspondiente corrección de costumbres. Este proceso ocasionó el castigo físico de varias de las monjas acusadas, ante lo cual otras optaron por mentir, señalarse entre ellas y aceptar cargos infundados y no comprobados con tal de no recibir la punición sobre sus cuerpos.

Ahora bien, las cartas referidas muestran una defensa irrestricta de su honor, el continuo señalamiento de su perseguidor —el obispo—, y el argumento constante de su quehacer como mujeres dedicadas a la fe. Esto, sumado a los testimonios que dieron en cuatro interrogatorios realizados entre 1608 y 1614 ante diversas autoridades eclesiásticas, demuestra que, en el caso de la vida conventual femenina, estar sujetas a la disciplina y al fuero masculino no les impidió resistir, denunciar y desobedecer a los varones, así como mantener su comunión y la unión como colectivo. Consideramos que estas actitudes en específico, más viniendo de mujeres dedicadas a la vida espiritual, supuestamente alejadas de la vida mundana, representan en sí una trasgresión.

Los sucesos de los que fueron protagonistas las monjas que aquí se estudian han sido mencionados brevemente por la historiografía: María Isabel Viforcos1(10) relaciona el sacrilegio y da por sentados tanto la culpa como el destierro de las monjas, sin ahondar en sus testimonios; Peter Marzahl(11) y Alexandra Méndez(12) también exponen el escándalo generado en Popayán, pero no hacen un análisis profundo de la suma de fuentes primarias que componen el caso de las monjas de la Encarnación. No obstante, ese vacío es atendido por un artículo de nuestra autoría, pronto a publicarse(13), en el que exponemos la síntesis y las características del proceso, al tiempo que exploramos quiénes son los protagonistas de este sacrilegio no comprobado que puso en tensión a la ciudad de Popayán en las primeras dos décadas del siglo XVII.

Estas ausencias y silencios coinciden con los pocos trabajos e investigaciones regionales dedicados al estudio de la vida conventual femenina en el suroccidente colombiano, a pesar de la existencia de variada documentación en el Archivo General de Indias y en el Archivo Central del Cauca entre los siglos XVI y XX, que habla de la importancia de los conventos de monjas en este espacio geográfico(14). En contraste, otro es el panorama con respecto a las investigaciones de claustros en Bogotá y Tunja, como bien se puede advertir en los trabajos realizados por María Constanza Toquicá(15), Jaime Humberto Borja(16), Sofía Brizuela(17) o Pablo Rodríguez(18). Este último publicó recientemente un artículo sobre las monjas endemoniadas del convento de Santa Clara en Trujillo (Perú) en el siglo XVII.

La historiografía con la que dialoga y trabaja la presente propuesta es especialmente la dedicada a los estudios sobre la vida conventual femenina desarrollados mayoritariamente en México por las historiadoras Josefina Muriel(19), Rosalba Loreto(20) y Asunción Lavrin(21). Hay que destacar también las reflexiones del Seminario Vida Conventual Femenina Novohispana, liderado por Manuel Ramos Medina(22) desde el Centro de Estudios de México Carso, que se ha constituido por más de veinte años en un espacio de diálogo y encuentro académico de investigadores y especialistas del estudio de los claustros femeninos.

Dicha historiografía ha señalado que no son una novedad ni los escándalos sexuales y amorosos ni los rompimientos de la clausura o los enfrentamientos entre las jurisdicciones eclesiásticas masculinas con conventos femeninos, por el contrario, este tipo de acontecimientos fueron permanentes en los claustros. Al respecto Asunción Lavrin menciona que “en todos los conventos femeninos existieron áreas vulnerables donde la esencia misma de la sacralidad corría el riesgo de ser desafiada y socavada”(23). Esta afirmación es importante en la medida que demuestra que las mujeres que ingresaban en los conventos profesaban formas de empoderamiento muchas veces propiciadas por la formación que recibían en estos mismos lugares y que les permitieron ser un grupo femenino privilegiado entre los diversos que existían en el mundo virreinal; uno que en determinadas ocasiones apeló a la desobediencia frente a sus censores masculinos para defender su vida en el claustro y su honor como religiosas.

Ahora bien, como señala Francisco Tomás y Valiente, desde la teología católica es posible entrever definiciones sobre el cuerpo, la sexualidad, el acto sexual y los roles que cumplen hombres y mujeres, que por supuesto encuentran un escenario de generación en los espacios conventuales, por lo que el rumor de presencias masculinas en los claustros podía activar el miedo frente al rompimiento de la clausura conventual por actos sacrílegos. De hecho, como señala este autor:
La Escolástica realiza una especie de jerarquía de los pecados de lujuria, porque aunque el acto sexual sea concebido en abstracto como la acción necesaria del hombre para seguir creando seres humanos, es evidente que el hombre tiene un apetito sexual al que puede ceder o no ceder y, según en qué circunstancias se da a ese apetito sexual, colabora rectamente con Dios en la creación de otros seres o, simplemente, satisface un instinto con independencia de aquella finalidad y, por tanto, pecaminosamente.(24)

Dicha escala incluye al estupro, al incesto, al adulterio y, por supuesto, al sacrilegio cometido con monjas, que genera mayor gravedad en el acto sexual(25). En este sentido, Michel de Certeau plantea que los claustros femeninos pueden ser vistos y estudiados como “teatros” en los que se escenificaban todas las tensiones, pasiones e intereses propios de cada época.

[Este teatro] tiene sus propias leyes; metamorfosea los problemas y las pasiones de los que se alimenta. Por una parte, hace que los rencores urbanos conduzcan a grandes y temibles interrogaciones: el Malo, Dios, el mundo natural o sobrenatural, etc. Las acorrala en esa confrontación con fines o referencias de los que carecen. Por otra parte, encierra los problemas más distintos en una alternativa que agrupa a todos los sí de un lado, y a todos los no del otro. Hay que estar a favor o en contra. Al trasladar las miles de querellas de una ciudad, la ley unitaria y monótona de una estructura bipolar las inserta a todas, de antemano, en una guerra de los dioses. Simplifica las elecciones; establece desde el principio un código normativo que las reduce a organizarse en el campo de Satanás o en el de Dios.(26)

Desde la perspectiva de De Certeau, es posible comprender los conventos como escenarios en los que tenía presencia la suma de tensiones de una sociedad. Y es eso precisamente lo que identificamos en el convento de la Encarnación de Popayán: conflictos y tensiones manifiestos entre la autoridad eclesiástica y los sectores privilegiados de la ciudad, entre las autoridades eclesiásticas en sí, y entre la autoridad episcopal y las monjas.

Que las agustinas payanesas afirmen ser víctimas de las persecuciones del prelado, quien quería vengar en ellas las afrentas de sus familiares con la autoridad obispal es una muestra y, además, el motivo para que desde sus cartas y testimonios estas mujeres defendieran su claustro y su honor como religiosas. No obstante, no sobra advertir que hasta antes de la llegada del prelado existió un clima de relajación en el convento. Así se comprueba en los primeros seguimientos y acusaciones realizados por el deán Montaño, provocados por la entrada continua de familiares, sirvientes, frailes de las religiones, entre otros.

Esta situación no era exclusiva de la Encarnación de Popayán, pues, como lo demuestra Margaret Chowning, hubo periodos de tolerancia ante la relajación de la regla monástica en los conventos femeninos y masculinos en las Indias. Cuando la autoridad episcopal intentaba imponer disciplina en medio de la mencionada relajación, se generaban resistencias caracterizadas por desobediencias, reinterpretaciones de la regla y la jurisdicción, es decir, pequeños actos de rebelión y agencias políticas activas de las monjas implicadas en estos casos en los que el honor de su profesión y el del claustro se veían en entredicho(27).

Cartas y correspondencias: desobediencia, rebelión y perdón


Asunción Lavrin afirma que la lectura y la escritura fueron “herramientas de privilegio” para las mujeres que vivían en los claustros(28). Así como a los conventos ingresaban algunas con ciertos aprendizajes, otras tenían la posibilidad de instruirse en estos espacios por una razón fundamental: “los conventos debían ser manejados por personas capaces de tomar en sus manos la administración institucional […] el analfabetismo no tenía cabida en una comunidad altamente organizada con múltiples intereses financieros y con la necesidad de mantener comunicación con un cuerpo de gobierno conformado por varones letrados”(29).

Las lecturas estaban centradas en devocionarios y textos exclusivos, mientras que, excepcionalmente, las prácticas de escritura pasaban por la redacción de obras de contenido literario y eclesiástico, diarios y cartas. Cada elaboración textual debía ser vista o supervisada por un confesor, quien incluso al denotar algún tipo de talento, instaba a la religiosa a escribir. El epistolario que se analiza en este capítulo responde al campo administrativo, que abarca “gran variedad de asuntos, desde solicitudes para llevar a cabo transacciones económicas hasta informes de problemas internos”(30); con este tipo de correspondencia es posible incluso hablar de una fenomenología del acto de escritura, definida por Julia Lewandowska como “los modos en los que una escritora está negociando, pensando y afrontando su situación sexuada cuando escribe”(31).

Las cartas de las religiosas de la Encarnación denotan dos asuntos fundamentales: desobediencia y temor. Si bien en el expediente del proceso no se encuentran ordenadas cronológicamente, en esta investigación hemos hecho el ejercicio de posicionarlas en el tiempo, dado que cada una se gesta en momentos coyunturales precisos del conflicto conventual como los interrogatorios a los que tuvieron que someterse las agustinas.

Los juicios contra las religiosas de la Encarnación tuvieron varios momentos entre 1608 y 1613. Fueron liderados, primero, por el deán Juan Montaño, ante la ausencia de prelado, y segundo, por el obispo Juan González de Mendoza, quien asumió su cargo episcopal en Popayán en 1610. A pesar de la petición de las monjas de ser juzgadas por el provincial de la regla a la que pertenecían, es decir de San Agustín, debe quedar claro que la jurisdicción del proceso ciertamente recaía en la justicia ordinaria del obispo, pues así estaba dispuesto por el derecho canónico debido a que la Encarnación era una fundación episcopal. En este sentido, aunque las primeras profesas hubiesen elegido vivir bajo la regla de San Agustín, era el prelado quien estaba a cargo de la clausura y cumplimiento de votos en el claustro.

Como establece la sección “Los religiosos y las monjas”, capítulo V del Concilio de Trento, los obispos debían mantener y “restablecer diligentemente la clausura de las monjas en donde estuviere quebrantada, y conservarla donde se observe en todos los monasterios que les estén sujetos con su autoridad ordinaria”(32). Los conciliosprovinciales indianos fueron un mecanismo de difusión y aplicación de las disposiciones tridentinas en Indias, razón por la cual tanto el III Concilio Provincial Mexicano (1585) como el III Concilio Provincial Limense (1583), en su calidad de canon normativo, definieron las normas y preceptos sobre los cuales debía regir la vida dentro de los claustros femeninos, entre otros asuntos. Así, el Tercer Concilio Provincial Mexicano (1585) sostenía:

A la clausura con las monjas y vírgenes consagradas a Dios, cuyo estado es tan odioso a los demonios, que por todas las vías procuran molestarlas y perturbarlas, de suerte que ningunas constituciones parecen ser bastantes para su guarda, si los prelados (a quien está dado el cuidado de ellas) no procuran con mucha diligencia que en esta parte nunca haya descuido, el cual no podría dejar de ser muy culpable en cosa de tanta importancia; pues por esto principalmente la santa iglesia les ha impuesto encerramiento y clausura, porque la ha tenido por necesario presidio.(33)

La primera carta corresponde al 3 de febrero de 1609 y fue redactada por la priora María Gabriela de la Encarnación y las religiosas Margarita de Jesucristo y María Magdalena de la Encarnación, a quienes se culpó de violar la clausura conventual en el primer proceso que lideró el deán Montaño. Las monjas escribieron a la Audiencia de Santa Fe para solicitar apelación, nulidad y agravio por las acciones y la sentencia recibida por el deán Montaño(34) y el secretario eclesiástico, Juan García Román.

Las agustinas denunciaban que: 1) no se les había permitido apelar dicha sentencia en la jurisdicción local; 2) en la visita hecha al convento no se les escuchó testimonio ni se les permitió la legítima defensa; 3) debían soportar como capellán a un clérigo de nombre Sebastián Zambrano, cercano a Montaño, quien o no admitía o no presentaba sus peticiones; y 4) no se les permitió saber quiénes eran los testigos que las acusaban, por cuanto las consideraban no fidedignas, dado que las monjas eran “mujeres encerradas en religión” que no sabían de pleitos. Además, resaltaban que en el proceso de ser castigadas habían sido violentadas físicamente, lo cual constituía un deshonor, máxime cuando no se habían considerado sus testimonios y defensas:

Luego la dicha sentencia quitándonos y despojándonos los dichos hábitos y velos negros […] con sus propias manos rompiéndolos con fuerza y violencia, dejándonos desnudas las carnes de fuera con mucha deshonestidad, y dándonos el dicho deán y bachiller Joan García Román, muchos mojicones y empellones, arrastrándonos por el suelo, y nos metieron en una cárcel tapiándonos la puerta donde estamos emparedadas y privadas de la habla de las demás monjas, haciéndonos injurias y afrentas y habiendo apelado por escrito no nos admitieron ni quisieron admitir la dicha apelación.(35)

Este fragmento revela tanto la escandalosa forma en que el deán realizó la visita y aplicó sentencia, como la indignación de las tres monjas, a quienes se les vapuleó su cuerpo físico, su honor espiritual y se les negó el derecho a utilizar los mecanismos legales para recusar a su juez. Con su relato querían demostrar que defendían tanto al claustro como su ser individual, apelando a los recursos brindados por el derecho.

Este último argumento sirve para comprender que las religiosas, a pesar de vivir en el encierro, eran conocedoras de los mecanismos legales que les permitían defenderse de la institucionalidad católica masculina que, como se entrevé en este caso, fue la causante de su desobediencia inicial. No sobra decir que este escrito les sirvió como mecanismo de defensa, pero también de solución, pues las tres firmantes se encontraban emparedadas (36), por lo que apelar al derecho les servía para obtener un recurso legal que las devolviera a la vida colectiva del claustro, como efectivamente sucedió.

Las siguientes correspondencias enviadas por las religiosas van a ser provocadas por un actor muy importante en el proceso de sacrilegio del convento de la Encarnación: el obispo fray Juan González de Mendoza. Si bien la llegada del nuevo prelado a Popayán en 1610 implicó sortear ciertos inconvenientes en la ceremonia de recibimiento, no era evidente que la relación inicial con las monjas fuera problemática, pues en carta del 4 de diciembre de 1609 las agustinas le solicitaron amablemente que vendiera los negros (seguramente de servidumbre) que había en el convento, a lo que González de Mendoza contestó que pediría consejo a los dos cabildos por estar recién llegado a la ciudad y no tener conocimiento de cómo proceder (37). ¿En qué momento se gestó el conflicto entre el claustro y el prelado? ¿Qué motivó la desobediencia de las agustinas de la Encarnación?

Tres meses atrás, el 13 de octubre de 1609, Diego González de Mendoza, provisor y sobrino del prelado, ordenó que las agustinas no salieran más allá de la puerta reglar, y prohibió cualquier tipo de comunicación verbal o escrita con el exterior, ya que el recién nombrado obispo se había enterado en su viaje camino a Popayán del proceso contra ellas seguido por el deán Montaño (38). Instalado en la capital episcopal, González de Mendoza procedió a darle seguimiento a la causa contra el convento, a revisar el proceso de Montaño a partir de una nueva visita al claustro y a expedir una orden el 15 de abril de 1610 en la que mandaba “que ninguna religiosa de dicho convento hable sin nuestra licencia expresa por escrito con ningún hombre así sea eclesiástico como seglar de cualquier calidad y condición que sea si no fuera compadre, hermano o primo hermano” (39).

Este interés de González de Mendoza por reabrir un proceso que gracias a una carta de las monjas había sido anulado por la Audiencia de Santa Fe provocó que las agustinas buscaran argumentos para evitar la visita del prelado al convento y, por ende, la revisión procesal. En este caso, las religiosas se negaron a obedecer al obispo motivadas por unos interrogatorios que hacen parte de la cabeza del proceso, en los cuales algunos frailes dominicos y agustinos les habrían mencionado a las monjas que no eran profesas debido a que su profesión religiosa no la habían hecho con el provincial de la orden. Adicionalmente, que su superior no era el obispo, sino el prior o provincial agustino más cercano, pues la fundación conventual había sido dedicada a la regla de San Agustín.

La postura de las monjas no pretendía desconocer el derecho, pues en la carta del 3 de febrero de 1609, antes referida, mencionaban que “estaban sujetas a la obediencia del prelado ordinario, el obispo”. ¿En qué momento la obediencia se convirtió en desobediencia?, ¿en qué momento la sujeción legítima a la jurisdicción episcopal se transformó en ilegítima? Consideramos que hubo una decisión consciente de las agustinas de mudar de jurisdicción y, con ello, oponerse a la sujeción episcopal, probablemente para proteger el claustro, pero también para ocultar sus acciones pasadas referidas a las salidas del convento y, en general, al continuo contacto que mantenían las religiosas con el mundo exterior. Las siguientes cartas de las religiosas buscaron demostrar por qué se negaban a aceptar el poder episcopal. En ellas le atribuían la responsabilidad de sus acciones a los religiosos, quienes, en su calidad de capellanes y confesores, en continuas ocasiones habían afirmado “que no tenían obligación de rezar el oficio divino” (40), “que los frailes agustinos y dominicos persuadían y decían públicamente que se podían ir a las casas de sus padres y madres y que se podían casar” porque no eran profesas (41).

La desobediencia al obispo vino acompañada de una demanda adicional. Las agustinas argumentaban no ser profesas sino recogidas, pues según el derecho nunca fue aprobada su sujeción a la regla de San Agustín. Por lo tanto, la profesión religiosa que habían realizado no era válida y las exceptuaba del cumplimiento cabal de la clausura y de sus votos, permitiéndoles y justificando una relación permanente con el exterior, por cuanto “las recogidas eran mujeres que voluntariamente vivían en casas particulares o en recogimientos en busca de un espacio que les permitiera llevar a cabo una vida retirada y en oración”(42). Usar ese argumento demuestra que los actos por los que fueron visitadas y juzgadas en 1609 habían existido, no obstante, se negaban a aceptar el rompimiento de la clausura y el sacrilegio en el claustro de la Encarnación, pues ni sus votos ni su profesión eran legítimos.

Con esta carta se evidencia un gesto de rebeldía de parte de las religiosas, quienes desde el derecho canónico se resistían a las decisiones del obispo y a la institucionalidad eclesiástica porque “el derecho dispone, da y concede libertad para que cada uno alegue de su derecho y justicia”(43). Por lo tanto, demandaban que se les liberara, que sus argumentos fueran escuchados y se les permitiera mantenerse en el claustro con el tipo de observancia y clausura que llevaban por costumbre: Decimos que muchos días a que por parecer y pareceres de hombres doctos que la profesión y voto solemne que hicimos pretendiendo profesar y guardar la regla de nuestro padre san Agustín y juntamente incorporarnos en su religión fue nulo y de ningún valor, y ahora de nuevo estamos confirmadas y enteradas en que no somos monjas profesas como constara por la bula y extravagante de Bonifacio VIII, y a declaración y expiación que sobre ella da el padre Manuel Rodríguez en sus cuestiones regulares en el primer tomo, cuestión primera, artículo II, donde pregunta que cosas sean necesarias para que el voto solemne sea válido y juntamente por el parecer del maestro Silvestro Bervo, religió, número 8vo y de otros muchos doctores y así por las razones y condiciones alegadas de estos autores que faltaron, así en el tomar de los hábitos como en la fundación del convento y profesión que hicimos hallamos que no somos monjas profesas, y porque esta es una materia tan grave en sí, y no poder hacer esto sin procurador y libertad de nuestra parte para que podamos conseguir y saber en el estado en que estamos y seguridad de nuestras conciencias […] suplicamos mientras esto se averigua y declara, nos deje libertad para seguir nuestro pleito, dar poder y poderes a procuradores no teniéndonos ni gobernándonos en este tiempo como a monjas profesas pues en la seguridad de nuestras conciencias no nos tenemos por tales.(44)

Desde las definiciones del orden jurídico de la Iglesia católica se demuestra que las monjas de la Encarnación no solamente desafiaban el sentido propio del recogimiento y la vida en clausura al ser acusadas de salir libremente por la ciudad de Popayán y permitir la entrada de seglares, sino al poner en discusión la idoneidad y legitimidad de quien por ley debía protegerlas y juzgarlas. ¿Qué información brindan los interrogatorios de las religiosas en este sentido?

La cabeza del proceso del interrogatorio de 1610, realizado por el administrador provincial y vicario general del obispado, menciona que el juicio tiene como causa que las monjas “no obedecen las censuras y algunas reducciones impuestas por el obispo”, quien las había “declarado excomulgadas por la inobediencia que han tenido no han querido guardar las dichas censuras, que [hacían] menosprecio de ellas”(45). Este interrogatorio indagó las razones por las cuales la priora suspensa María Gabriela de la Encarnación y dos monjas profesas habían quemado el cepo en el cual pagaban el castigo impartido por el prelado.

La priora María de los Ángeles mencionó en su testimonio que dentro del convento había un grupo de muchas monjas rebeldes “de las que tienen negada la obediencia a su señoría”(46) el obispo, y que, con respecto al asunto del cepo, las castigadas no habían violado el encierro impuesto. Esta versión fue corroborada por las profesas Blanca de Sotomayor y Elvira de Vargas. Como consecuencia de su desobediencia, las siguientes religiosas fueron encarceladas con grillos en las manos: María Gabriela de la Encarnación, Isabel de Jesús, Andrea María de la Encarnación, Juana de Ávila, Brígida de la Concepción, Andrea de San Pedro, Isabel de San Juan, Isabel de San Agustín, Catalina de San José, María de la Encarnación, Catalina de Santiago, Micaela (que era donada), Ana de los Reyes, Ana de la Cruz, Catalina de San Pedro, Francisca del Espíritu Canto y Juana de los Ángeles.

Por la presión del castigo y el encierro, poco a poco e individualmente, varias de las monjas rebeldes aceptaron acogerse a la jurisdicción del obispo y obedecerlo. No obstante, dentro del convento se gestó un clima de división entre las rebeldes y las que se mantuvieron sujetas a la obediencia episcopal, como lo menciona la priora María de los Ángeles:

en vísperas […] entraron las monjas que tienen negada la obediencia al señor obispo en el coro donde las querían decir y esta testigo las amonestó que saliesen fuera pues estaban descomulgadas [sic] y declaradas por tal por el dicho señor obispo por haber ido contra la obediencia y haber transgresado su mandato […] y las susodichas no querían salir fuera del coro y dijeron las dichas vísperas rezadas y la dicha abadesa vista su impertinencia y rebeldía salió del coro con las monjas que están debajo de la obediencia del señor obispo […] porque en presencia de esta testigo el padre fray Nicolás de Santa María a las más de ellas persuadió y dijeron que no estaban descomulgadas ni el señor obispo las podía descomulgar y que bien podían ir a los divinos oficios.(47)

En 1610 el obispo realizaría otro interrogatorio con el que buscaba indagar la razón de la desobediencia hacia su persona y jurisdicción, así como comprender por qué las religiosas le habían prohibido la entrada al claustro y se habían revelado contra las censuras que les había impuesto a algunas de ellas. Brindaron testimonio María Gabriela de la Encarnación, Brígida de la Concepción, Isabel de Jesús y Juana de Ávila, quienes, en síntesis, aceptaron su insubordinación señalando como autores intelectuales de su proceder e ilegitimidad a religiosos de los conventos de San Agustín y San Francisco. No obstante, aclararon que después del encarcelamiento dictado por el prelado le obedecieron y aceptaron sus sanciones(48).

La tercera carta escrita por las monjas es del 2 de agosto, probablemente, de 1610 (49). No se menciona a quién se remite. En ella, las religiosas admiten de manera espontánea y bajo su voluntad haber desobedecido al obispo de Popayán luego de haber sido persuadidas por los frailes del convento de Santo Domingo, quienes, siendo sus confesores, de manera continua les explicaron que el prelado no era su juez ni su superior. Advirtiendo su error, tanto la priora suspensa, María Gabriela de la Encarnación, como las otras diecisiete monjas (50) declararon estar “sujetas a la obediencia del señor obispo como estábamos antes de la dicha negación” (51) y pedían recibir un castigo misericordioso. Es importante advertir que las implicadas aceptaron su desobediencia y las posturas de rebeldía contra el deán de la catedral y el obispo Juan González de Mendoza, tal vez por el temor de recibir un castigo de degradación de sus votos o la pena de destierro a otros conventos.

La siguiente carta, de la que no consta fecha, pero que podemos ubicar entre 1611 o 1613, periodo de tiempo en el que fueron interrogadas por el obispo antes de ser desterradas, tiene como propósito argumentar la inocencia de las monjas, así como las razones que impulsaron la cabeza del proceso judicial en contra de ellas, en la que no aparecen cargos referidos al sacrilegio conventual, sino a sus continuos actos de desobediencia. En este documento se consignan tres acusaciones: 1) negar la obediencia al obispo; 2) negar la entrada del prelado al claustro de la Encarnación; y 3) la quema del cepo de castigo por parte de la priora María Gabriela de la Encarnación y de la monja Isabel de Jesús.

A las tres acusaciones las religiosas opusieron uno de los argumentos anteriormente referidos: fueron persuadidas y aconsejadas, esta vez por los frailes de los conventos de San Agustín y de Santo Domingo, de que no debían obediencia al obispo porque ellas vivían bajo la regla de la comunidad agustina y, por lo tanto, eran los varones de ese claustro quienes las regían y no el prelado. En adición afirmaban que los agustinos pensaban que ellas se encontraban “en mal estado y mala conciencia”, y que serían aquellos quienes, apelando a la Audiencia de Quito, demostrarían que las monjas tenían que sujetarse al provincial o prior agustino más cercano.

Esta idea justificaba las acciones de las religiosas, quienes bajo el pretexto “como mujeres que no sabemos de negocios, nos dejamos engañar de ellos [los frailes]” justificaban sus pequeños actos de rebelión contra el obispo fray Juan González de Mendoza. Esta situación se debe entender como un pleno conflicto entre jurisdicciones eclesiásticas enfrentadas por el control espiritual y material del convento de la Encarnación, situación particular en los territorios de predominio católico y, sobre todo, en el espacio indiano. Lo anterior se debe a que con el inicio del proceso de poblamiento se enfrentaron las corporaciones y poderes eclesiásticos contra las órdenes religiosas encargadas de buena parte del proceso de conversión y evangelización de los naturales, así como contra la iglesia jerárquica, organizada en diócesis, arquidiócesis, “centrada en las catedrales” y en el poder del obispo y su clero secular (52).

Mazín afirma al respecto: “la pugna entre ambos proyectos es uno de los temas más recurrentes en la historia de las Indias occidentales de la América virreinal” (53). En el caso que analizamos en este capítulo, la disputa en torno al convento de la Encarnación debe ser entendida como resultado de las tensiones entre las órdenes religiosas de la ciudad y el obispo, quien, a pesar de ser también agustino y de estar sujeto a su provincial, por su investidura representaba a todos los cleros y debía obediencia a la Corona debido a que el rey era el patrono de la Iglesia. Por lo tanto, el obispo era un agente de la monarquía. Esta sujeción estaba además mediada por el Patronato Regio, constituido por las cesiones eclesiásticas hechas a inicios del siglo XVI por el Papa en favor de la monarquía española y que determinó que el rey administrara los diezmos y se encargara del nombramiento de obispos y arzobispos.

A pesar de las acusaciones y señalamientos de las religiosas contra los agustinos, estas no generaron ningún tipo de disputa, como denota una carta enviada a fray Diego López, prior del convento de Cali y provincial de la orden en la gobernación de Popayán, en la que afirma “no ha encontrado ninguna cosa contra ningún religioso agustino y que los ha querido y quiere como sus hermanos”(54). En cambio, en el proceso se detiene a juzgar las actuaciones de las monjas y de los padres dominicos, señalados de entrar al convento y de encontrarse en aquel recinto con varias de ellas.

En este sentido, las religiosas agustinas y el claustro de la Encarnación fueron el eje de la discordia, sobre todo por el desconocimiento que aquellas hicieron de la legitimidad del prelado. Respecto al último cargo de quema del cepo, las acusadas mencionaban que debían atenerse a sus confesiones pasadas, en las que mencionaban que, por tener mucho frío, habían pedido un poco de fuego, que se esparció por la celda alcanzando los cepos, peligro que las obligó a liberarse de su prisión.

Vale decir que hay un tono muy particular en esta misiva, en la que impera la inocencia como valor y actitud, al tiempo que enuncia una suerte de conciencia de los actos perpetrados y de legitimidad de las posturas. Las religiosas se permitían no solo aceptar los actos de desobediencia, sino exigir en derecho su absolución y la libertad, dado que los culpables eran los frailes, quienes las habían persuadido de no acatar la ley y la jurisdicción episcopal.

En el interrogatorio de 1611 declararon Isabel de Santa Jesús, María de los Ángeles, Andrea de San Pedro, Blanca de Jesucristo e Isabel de San Jacinto, quienes afirmaron que en 1608 el deán Juan Montaño las había reprendido a todas “diciendo que mirasen cómo andaban,

que decían que sacaban por las paredes muchas monjas sus devotos y que las llevaban a sus casas, y que había muy pocos días que le había dicho un muchacho que una noche había visto sacar una monja de este convento por las paredes” (55). No obstante, ninguna afirmó o negó la certeza o idoneidad de la mencionada acusación, por lo que puede existir la posibilidad de que el convento tuviera un problema de relajación de las costumbres ligado a la continua presencia de seglares en el claustro.

El último interrogatorio que registra el expediente contra las monjas de la Encarnación es de 1614, un año después de haber sido desterradas 33 monjas rebeldes y obedientes a los conventos de Pasto y Quito por orden del obispo Juan González de Mendoza. Este nuevo procedimiento fue liderado por el padre fray Francisco de Hinojosa, prior del convento de Santo Toribio, en Pasto, y por fray Marcos de Flórez, prior provincial de Santa Catarina Mártir en Quito, quienes hacían las indagaciones al juicio y sentencias aplicadas por el prelado payanés a los tres frailes dominicos que según el proceso del año 1608, realizado por el deán Juan Montaño, ingresaron al convento de la Encarnación.

El interrogatorio que se les hizo a las religiosas depositadas tanto en Pasto como en Quito giró en torno a la inocencia o culpabilidad de los mencionados dominicos. Ellas declararon que les habían obligado a levantar falso testimonio contra estos varones, unas por recibir castigos físicos y otras por el temor a recibirlos ante las amenazas del obispo González de Mendoza, quien les había dicho a varias que “había de matar en el tormento sino declaraban en contra de los religiosos” (56), o que si declaraban en contra de los susodichos “las honraría y no las castigaría” (57).

Las dos últimas cartas de las religiosas fueron escritas al rey en 1628 y 1629 desde Quito, ya que la mayoría de ellas fue desterrada a los conventos de la Concepción, Santa Catalina y Santa Clara, según la sentencia episcopal(58). En ambos documentos pidieron que se les permitiera retornar a su convento en Popayán, dado que habían cumplido las sentencias de destierro por diez, seis y cuatro años que el obispo fray Juan González de Mendoza dispuso. Ambas peticiones eran elevadas al monarca por cuanto el sucesor de González de Mendoza, el obispo fray Ambrosio de Vallejo, no les daba la autorización de volver, por el gran escándalo que sus desobediencias y rebeliones habían causado dos décadas atrás en Popayán. Vallejo se mantuvo en la decisión de su antecesor por considerar que con las religiosas, el convento de la Encarnación de Popayán volvería a caer en las pasiones del demonio.

Conclusiones


Al final de la rebeldía vinieron el castigo y el destierro. No obstante, la riqueza de este sacrilegio en el convento de la Encarnación radica en que la sucesión de las trasgresiones y desautorizaciones a la autoridad masculina permitió hacer foco en la agencia femenina, invisibilizada, ausente o silenciada por la institucionalidad católica, y que es una huella de las posibilidades de liderazgo de las mujeres en los claustros entre los siglos XVI y XIX.

El objetivo de este texto fue comprender, desde fuentes como las cartas e interrogatorios, el punto de vista de las religiosas y los discursos que emplearon para oponerse, desobedecer y hacer admitir sus protestas. Así, las agustinas payanesas desafiaron la autoridad episcopal al concebir la naturaleza de su vida conventual desde el propio entendimiento de cómo debían ejercer su profesión religiosa. Estas actitudes, sumadas a la acusación de sacrilegio, provocaron que la situación del convento fuera vista como una señal de presencia demoniaca, lo cual no es una novedad en un contexto profundamente confesionalizado.

Como menciona Pilar Gonzalbo Aizpuru, “en cualquier época y en toda sociedad, todo individuo que llega a la edad adulta tiene una idea de qué lugar le corresponde, cuál es el comportamiento que se espera de él y qué recompensa se le ofrece si cumple lo establecido”(59). En el caso de las agustinas de la Encarnación, se evidencian tanto su consciencia como su voluntad de reconocer las rebeliones y desobediencias contra el obispo González de Mendoza, no sin antes dejar claro que ellas atendían a los consejos de sus confesores. Esta situación demuestra las posibilidades que tenían las mujeres de los claustros de desatender la autoridad episcopal en defensa de lo que consideraban válido, pues esa era la forma como asumían la disciplina y las costumbres conventuales. Así mismo, es evidente que las religiosas eran generadoras de tensiones que no pasaban inadvertidas en la sociedad virreinal y en las que la escritura fue utilizada como un artefacto cultural para pactar, negociar y desobedecer.

La sociedad payanesa estuvo profundamente vinculada al acontecimiento, de hecho, la presencia continua de vecinos, madres y familiares en los espacios de la clausura probablemente desataron los rumores de sacrilegio. Adicionalmente, las tensiones entre el clero regular y el poder episcopal encontraron en el convento de la Encarnación y en sus habitantes, las monjas agustinas, un espacio privilegiado de escenificación de los conflictos que existían entre estos dos colectivos, situación ante la cual las religiosas se situaron políticamente para deslegitimar al obispo y evadir un posible juicio en contra de la relajación de costumbres dentro de su claustro.

La trasgresión de las monjas está determinada no solo por el desafío y la rebeldía contra el prelado, sino por la forma en que consideraban y asumían su profesión religiosa. No obstante, su sentido de preservación las llevaba a defenderse de la autoridad masculina sin desatender sus obligaciones espirituales. En ese sentido, la rebeldía aquí expuesta es espiritual, jurisdiccional y profundamente política, por cuanto las agustinas defendieron su postura hasta que el obispo González de Mendoza, apelando al miedo y al castigo físico, hizo obedecer y prevalecer su mandato.

Ojalá este texto sirva para comprender que las mujeres que decidieron vivir en los claustros no se encontraban necesariamente sometidas, simplemente, en muchos casos fueron arbitrariamente silenciadas. Es imperativo reconocer sus reivindicaciones cotidianas, sus transformaciones personales y sus requerimientos ante la autoridad masculina para identificar sus contactos continuos con el mundo secular, sus privilegios y sus posibilidades de agencia dentro de los claustros, que más que espacios de aislamiento y resignación sirvieron también como escenarios de rebeldía, desobediencia y trasgresión


Notas:

1 Su nombre era Agustín Gormaz, natural de La Coruña del Conde, donde nació en 1508. Tomó el hábito de San Agustín muy joven. Llegó a Nueva España en 1534, en donde fue prior de varios conventos agustinos y catedrático de prima teología. Fue nombrado obispo de Popayán en 1562 y murió en Timaná en 1588. Ver, Juan Buenaventura Ortiz y Bueno y Quijano, Manuel Antonio, Historia de la diócesis de Popayán, dos estudios (Bogotá: ABC, 1945), 135-137.

2 “Donación del obispo de Popayán”, Popayán, 22 de julio de 1578, Archivo General de Indias [en adelante AGI], Audiencia de Quito, sig.: Quito,78, N.20, f. 2.

3 María Isabel Viforcos Marinas, “‘Las reformas disciplinares de Trento y la realidad de la vida monástica en el Perú virreinal’”, en Memoria del II Congreso Internacional ‘El monacato femenino en el Imperio español. Monasterios, beaterios, recogimientos y colegios’, ed. Manuel Ramos Medina (México: Condumex, 1995), 532.

4 “La audiencia de Quito sobre diversos asuntos”, Quito, 18 de abril de 1590, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito,8, R.24, N.81, f. 6v.

5 Hijas de doña Leonor de Velasco y Zúñiga y don Francisco Mosquera, capitán y conquistador del Perú, reconocido por ser uno de los encargados del apresamiento de Gonzalo Pizarro, fundador de la Real Audiencia de Quito y gobernador de Popayán en 1564. En Miguel Wenceslao Quintero Guzmán, Linajes del Cauca Grande.

Fuentes para la Historia. (Bogotá: Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Facultad de Ingeniería, CESO, 2006), 567-571.

6 Al respecto ver: Alicia Fraschina, “Las monjas de Buenos Aires en tiempos de la monarquía católica, 1745-1810”, Nuevo Mundo Mundos Nuevos [en línea], consultado el 27 de febrero 2021. URL: http://journals.openedition.org/nuevomundo/ 64592; Asunción Lavrin, Las esposas de Cristo. La vida conventual en la Nueva España (México: Fondo de Cultura Económica, 2016).

7 Incluso para el caso novohispano se dio la creación del convento de indias cacicas de Corpus Christi, que tuvo aprobación pontifica el 12 de junio de 1727, lo que demuestra su múltiple adecuación como corporación a la sociedad. Al respecto ver: Josefina Muriel, Las indias caciques de Corpus Christi (México: UNAM, 2001)

8 Sobre la relación entre las monjas y sus confesoras ver: Úrsula Suárez, Relación autobiográfica, Biblioteca Antigua Chilena (Santiago de Chile: Universidad de Concepción, 1984).

9 Para conocer las características del proceso, sus etapas y protagonistas, ver: Carolina Abadía Quintero, “De esposas de Jesucristo a esposas del demonio. El caso de sacrilegio del Convento de Nuestra Señora de la Encarnación de Popayán, 1608- 1629”, en Historias del Hecho Religioso en Colombia, José David Cortés Guerrero y Jorge Salcedo, eds. (Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2021)

10 Viforcos Marinas, “Las reformas disciplinares”.

11 Peter Marzahl, Una ciudad en el imperio. El gobierno, la política y la sociedad de Popayán en el siglo XVII (Popayán: Universidad del Cauca, 2013).

12 María Alexandra Méndez Valencia, Aspectos documentales del claustro de Nuestra Señora de la Encarnación de Popayán (Cali: Keter Ediciones, Feriva, 1994).

13 Abadía Quintero, “De esposas de Jesucristo a esposas del demonio. El caso de sacrilegio del Convento de Nuestra Señora de la Encarnación de Popayán, 1608-1629”

14 En este sentido hay que destacar las investigaciones de la doctora María Victoria Casas, quien desde hace unos años se ha dedicado al estudio de la colección de partituras y las prácticas musicales de la comunidad de Misioneras Agustinas Recoletas del Convento de La Merced en Cali. También desde el grupo de investigación Religiones, Creencias y Utopías se viene consolidando una línea de investigación en historia conventual femenina, en la que resaltan los prometedores trabajos de Marcela Criollo Sánchez, Edwin Yanguatín, Oriana Borrero y Claudia Castañeda.

15 María Constanza Toquica Clavijo, “Religiosidad femenina y la vida cotidiana del convento de Santa Clara de Santafé, siglos XVII y XVIII. Una mirada detrás del velo de Johanna de San Esteban”, Revista Colombiana de Antropología, vol. 37, n.° diciembre (2001): 152-186.

16 Jaime Humberto Borja Gómez, “Purgatorios y juicios finales: las devociones y la mística del corazón en el Reino de Nueva Granada”, Historia Crítica, vol. 39E, n.° noviembre (2009): 80-100, https://doi.org/10.7440/histcrit39E.2009.05; “El retrato de vidas ejemplares: monjas coronadas en el Nuevo Reino de Granada”, Red Cultural del Banco de la República”, consultado el

17 Sofía Brizuela, “¿Cómo se funda un convento? Algunas consideraciones en torno al surgimiento de la vida monástica en Santa Fe de Bogotá (1578 - 1645)”, Anuario de Historia Regional y de las Fronteras, vol. 22, n.° 2 (2017): 165-192; “El mayor escarnio que en esta tierra ha habido. Abuso de poder, persecución y violencia en torno a la fundación del Carmelo en Santafé de Bogotá (1597 - 1608)”, Fronteras de la Historia, vol. 24, n.° 1 (2019).

18 Pablo Rodríguez Jiménez, “Los demonios del convento. El caso de las monjas del convento de Santa Clara, Trujillo, Perú, siglo XVII”, Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, vol. 46, n.° 2 (julio, 2019): 261–93, https://doi.org/10.15446/ achsc.v46n2.78221.

19 Josefina Muriel, ed., Cultura femenina novohispana (México: UNAM, 1994); Conventos de monjas en la Nueva España (Ciudad de México: Santiago, 1946); Retratos de monjas (Ciudad de México: Editorial Jus, 1952); Los recogimientos de mujeres: respuesta a una problemática social novohispana, Serie Historia novohispana, vol.

20 Asunción Lavrin y Rosalba Loreto, eds., Diálogos espirituales. Manuscritos femeninos hispanoamericanos, siglos XVI- XIX (México: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla-Universidad de las Américas Puebla, 2006); Monjas y beatas. La escritura femenina en la espiritualidad barroca novohispana. Siglos XVII y XVIII (México: Universidad de las Américas Puebla, Archivo General de la Nación, 2002).

21 Lavrin, Las esposas de Cristo; “La autoridad cuestionada: epístolas de una crisis”, Historias, vol. 55, n.° agosto (2003): 59-69; ed., Sexualidad y matrimonio en la América hispánica. Siglos XVI-XVIII (México: Conaculta, Grijalbo, 1991); “La religiosa y su confesor. Epistolario de una clarisa mexicana, 1808-1802”, en Entre la solemnidad y el regocijo. Fiestas, devociones y religiosidad en Nueva España y el Mundo Hispánico, ed. Rafael Castañeda García y Rosa Alicia Pérez Luque (México: El Colegio de Michoacán, Ciesas, 2015): 29-56; Asunción Lavrin, “Abadesas novohispanas: representación y realidad histórica”, en Mujeres entre el claustro y el siglo: autoridad y poder en el mundo religioso femenino, siglos XVI-XVIII, (México: Sílex, 2018): 17-36, Asunción Lavrin, “La educación de una novicia capuchina”, Hispanófila: Literatura - Ensayos, vol. 171 (2014): 77-94.

22 Manuel Ramos Medina, ed., Memoria del II Congreso Internacional “El monacato femenino en el imperio español. Monasterios, beaterios, recogimientos y colegios” (México: Centro de Estudios de Historia de México, Condumex, 1995); Conventos de monjas: fundaciones en el México virreinal (Ciudad de México: Centro de Estudios de Historia de México, Condumex, 1996).

23 Lavrin, Las esposas de Cristo, 307.

24 Francisco Tomás y Valiente, “Capítulo 2. El crimen y pecado contra natura”, en Sexo barroco y otras transgresiones premodernas, de F. Tomás y Valiente et al. (Madrid: Alianza Editorial, 1990), 36.

25 Tomás y Valiente, “Capítulo 2. El crimen y el pecado”, 37

26 Michel De Certeau, La posesión de Loudun, edición revisada por Luce Giard, traducción de Marcela Cinta, Biblioteca Francisco Xavier Clavijero (Ciudad de México: Universidad Iberoamericana, 2012), 41.

27 Al respecto, Chowning menciona que los conflictos entre claustros femeninos y autoridades obispales fueron frecuentes en el periodo virreinal, por cuanto hubo obispos que intentaron imponer medidas disciplinares para solucionar la relajación de costumbres: no obstante, muchas de estas iniciativas encontraron la resistencia periódica de abadesas, monjas y claustros femeninos. Estas tensiones y conflictos, como menciona esta autora, son en sí familiares para quienes se dedican al estudio de las religiosas y conventos femeninos, en Margaret Chowning, Rebellious Nuns: The Troubled History of a Mexican Convent, 1752-1863 (Oxford: Oxford University Press, 2006), 4-5.

28 Lavrin, Las esposas de Cristo, 392.

29 Lavrin, Las esposas de Cristo, 392.

30 Lavrin, Las esposas de Cristo, 405

31 Julia Lewandowska, Escritoras monjas. Autoridad y autoría en la escritura conventual femenina de los Siglos de Oro, Clásicos Hispánicos. Nueva Época, n.° 17 (Iberoamericana, Vervuert, 2019), 413.

32 Concilio de Trento, “Sección Los religiosos y las monjas, Capítulo V. Providencias sobre la clausura y custodia de las monjas”, Hipertexto, El sacrosanto y ecuménico Concilio de Trento, 1563.

33 “Decreto 396, Libro Tercero. Título 13. De regularibus et monialibus [De los regulares y de las monjas]”, en Decretos del concilio tercero provincial mexicano (1585), Edición histórico-crítica y estudio preliminar por Luis Martínez Ferrer, prólogo Alberto Carrillo Cázares, revisión de textos latinos Alfonso C. Chacón Oreja, vol. II, Colección Investigaciones (Zamora: El Colegio de Michoacán, Universidad Pontificia de la Santa Cruz, 2009), 482.

34 Dicha sentencia castigaba a las religiosas con “privación de voto activo y pasivo, y del hábito y velo negro y en cárcel y emparedamiento por seis años”.

35 “Sobre sacrilegio en convento de Encarnación de Popayán”, 1608-1611, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, f. 1.

36 El emparedamiento posee dos definiciones para la época: 1) reclusión voluntaria de religiosas para fortalecer la vida espiritual; y 2) como un castigo en el que se encerraba a un “reo en un espacio estrecho, sin comunicación con el exterior, o a lo sumo un hueco o agujero, abierto a la altura el rostro, por el que se introducía algún alimento si se pretendía prolongar su agonía”, su objetivo como acto de castigo, era el de provocar la penitencia, en Raquel Fernández Díez y María Pilar Alonso Villar, “Las ‘muradas’: una elección de vida para mujeres eremitas” en Actas I Congreso Virtual sobre Historia de las Mujeres (del 15 al 31 de octubre de 2009): 1.

37 “Carta de las monjas sobre unos negros. Sobre sacrilegio en convento de Encarnación de Popayán”, 1608-1611, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, fs. 1-1v.

38 “Sobre sacrilegio”, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, f. 23

39 “Sobre sacrilegio”, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, f. 23.

40 “Declaración de monjas contra algunos frailes. Sobre sacrilegio en convento de Encarnación de Popayán”, 1608-1611, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, f. 1

41 “Declaración de monjas”, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, f.1.

42 Fraschina, “Las monjas de Buenos Aires”

43 “Sobre el sacrilegio”, 1608/1611. AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, f. 1.

44 “Sobre el sacrilegio”, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, fs. 1-1v

45 “Cabeza de proceso. Sobre sacrilegio”, 1608/1611, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, f. 10.

46 “Cabeza de proceso”, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, f. 6.

47 “Cabeza de proceso”, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, fs. 10-10v

48 “Auto en que se toma confesión a las religiosas. Sobre sacrilegio”, 1608/1611, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, fs. 15-20.

49 El documento no incluye el año en el que se escribió, solo día y mes.

50 Firman la carta: Juana del Espíritu Santo, suspensa; Brígida de la Concepción; doña Ana de los Reyes, conciliaria; Francisca del Espíritu Santo, conciliaria; doña María Gabriela de la Encarnación; Beatriz de Santa Clara; doña Mariana de Jesús; Isabel de San Agustín; Catalina de San Joseph; Ana de San Juan Bautista; Juana de los Ángeles; Isabel de San Juan; Catalina de Santiago; Jacinta Clara de Jesús; doña María de la Encarnación; Ana de la Cruz y Catalina de San Pedro, en “Sobre sacrilegio”, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, f.14.

51 “Carta de las monjas. Sobre sacrilegio”, 1608/1611, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, f. 14.

52 Óscar Mazín, Gestores de la real justicia. Procuradores y agentes de las catedrales hispanas nuevas en la corte de Madrid. I. El ciclo de México, 1568-1640 (México: El Colegio de México, 2007), 14

53 Mazín, Gestores de la real justicia, 14.

54 “Carta a fray Diego López. Sobre sacrilegio”, 1608/1611, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, f. 1.

55 “Información que don Juan Montaño que siendo provisor supo que salían monjas del convento y no lo remedió. Sobre sacrilegio”, 1608/1611, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, f. 1v.

56 “Sobre sacrilegio”, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, f. 10

57 “Sobre sacrilegio”, AGI, Audiencia de Quito, sig.: Quito, 91, f. 10.

58 Otras tantas fueron enviadas al Convento de la Concepción en Pasto.

59 Pilar Gonzalbo Aizpuru, Seglares en el claustro. Dichas y desdichas de mujeres novohispanas. La aventura de la vida cotidiana, serie Historia-Investigación (México: El Colegio de Mexico, 2018), 10.

Bibliografia

Fuentes primarias

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Capitulo 2


Voces de la trasgresión: los discursos femeninos en las cárceles coloniales de Santafé, 1780-1801

Voices of transgression: women’s discourses in the colonial prisons of Santafé, 1780-1801.


Resumen



El objetivo de esta aproximación es analizar los discursos y argumentos utilizados por las mujeres presas o con seres queridos retenidos en las cárceles de Santafé para conseguir beneficios que les permitieran sobrellevar la situación de encierro y aislamiento. De esta manera se busca identificar, por un lado, cómo aprovecharon su condición femenina para obtener beneficios y, por el otro, analizar el uso de tácticas destinadas a persuadir a las autoridades o a obtener la salida temporal de la cárcel. Para ello se establece un diálogo con investigaciones que han trabajado el tema de la trasgresión femenina, así como el uso de tácticas y estrategias con fines específicos. Este capítulo parte de la idea de la cárcel en el Antiguo Régimen como el lugar de retención y custodia de los criminales, y se sirve de los postulados de Michel de Certeau, quien asocia las tácticas a un mecanismo carente de poder, a partir del cual se obtienen beneficios temporales y sorpresivos.

Palabras clave: trasgresión femenina, administración de justicia, cárcel de Santafé, criminalidad femenina, encierro.

Abstract

The objective of this approach is to analyze the discourses and arguments used by women prisoners or women with loved ones held in Santafé prisons to obtain benefits that would allow them to cope with the situation of confinement and isolation. In this way, we seek to identify, on the one hand, how they took advantage of their feminine condition to obtain benefits and, on the other, to analyze the use of tactics aimed at persuading the authorities or obtaining temporary release from prison. To this end, a dialogue is established with research that has worked on the issue of female transgression, as well as the use of tactics and strategies for specific purposes. This chapter starts from the idea of prison in the Ancien Regimen as a place of retention and custody of criminals, and uses the postulates of Michel de Certeau, who associates tactics to a mechanism devoid of power, from which temporary and surprising benefits are obtained.

Keywords: female transgression, administration of justice, Santafé prison, female criminality, confinement.

Sobre el autor | About the author


Juan Sebastián Ariza Martínez [jariza@colmex.mx]

Estudiante de Doctorado en Historia, El Colegio de México; magíster en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador (2017); Historiador con mención en Antropología de la Universidad del Rosario (2013). Se ha desempeñado como profesor de cátedra de la Universidad del Rosario, investigador de la Biblioteca Virtual del Banco de la República de Colombia y asistente editorial de la revista Fronteras de la Historia del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH). Entre sus temas de investigación sobresalen la historia social y judicial en el período colonial. Algunas de sus publicaciones son La cocina de los venenos. Aspectos de la criminalidad en el Nuevo Reino de Granada, siglos XVII y XVIII (2015); Un largo camino. Universidad del Rosario, 365 años (2018) y Educación, arte y cultura. Contribuciones desde la Universidad del Rosario (2020), de los cuales fue editor académico; “¿Remedios o ponzoñas? Aproximación al uso de la yerbatería como método curativo en el Nuevo Reino de Granada durante el siglo XVIII”, publicado en el Anuario de Historia Regional y de las Fronteras 19, n.° 2 (2014), “Gobierno y administración de la cárcel de Santafé de Bogotá, 1772-1800”, publicado en Procesos. Revista Ecuatoriana de Historia (2017) y “Visitar y cuantificar: la población de la real cárcel de corte de Santafé según los libros de visita (1776-1783)”, que apareció en Fronteras de la Historia 25, n.° 1 (2020).

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Ariza Martínez, Juan Sebastián. “Voces de la trasgresión: los discursos femeninos en las cárceles coloniales de Santafé, 1780-1801”. Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX, editado por Mabel López Jerez, Editorial Uniagustiniana y Asociación Colombiana de Estudios del Caribe – ACOLEC, 2021, pp. 83-116.

Introducción


Como muchas de las cabeceras urbanas en las Américas, la Santafé colonial fue una ciudad desde la que se intentó organizar y aplicar justicia a los súbditos del Virreinato de la Nueva Granada. Para ello, se hizo necesaria la edificación y puesta en funcionamiento de varias instituciones que se situaron alrededor de la plaza mayor de la capital, a partir de las cuales se pretendía representar al rey mediante los diferentes órganos de emanación de poder, entre los que se encontraban la Iglesia, la Real Audiencia, el Cabildo y, como parte de los mecanismos de control y represión, la cárcel.

A este último espacio eran enviadas las personas que a través de sus acciones habían alterado el orden público y que, por lo tanto, debían ser castigadas y corregidas para evitar que otros las imitaran. En las siguientes líneas se parte de los conceptos de control, castigo y represión, expuestos por Michel Foucault, a partir de los cuales se entiende la cárcel como una institución del Antiguo Régimen utilizada para ejercer poder y coerción social sobre la población1 , principalmente sobre aquellos que con sus acciones ofendían a Dios, al rey y a otros sectores de la sociedad.

Sin embargo, lejos de desarrollar el análisis sobre la fortaleza de la institución, nos preguntamos por la manera en que las mujeres utilizaron sus discursos y tácticas para burlar la justicia y poner al límite a las instituciones y sus funcionarios. En este sentido, podemos señalar que se trata de una de las principales expresiones de trasgresión, entendida como una experiencia que parte del uso de gestos y la apropiación de un lenguaje (discursos) particular que reta las normas por un instante específico con el fin de conseguir beneficios particulares(2).

En este texto buscamos analizar los discursos de las mujeres como intermediarias ante la justicia santafereña, quienes interponían recursos ante las autoridades con el fin de obtener beneficios que les permitieran a ellas o a sus seres queridos palear las dificultades de vivir en el encierro y, en algunos casos, en aislamiento. De esta manera, se espera que este capítulo contribuya al estudio de la historia de las cárceles en la Nueva Granada, que permita profundizar acerca del rol de las mujeres que habitaron Santafé en las postrimeras del periodo colonial y que constituya en un aporte al estudio de la justicia en el Antiguo Régimen.

El periodo escogido para el artículo (1780-1801) corresponde a un momento de transformaciones administrativas que fueron impulsadas en el marco de las reformas borbónicas y adelantadas por algunos virreyes en la Nueva Granada con miras a la reestructuración urbana del virreinato, el fortalecimiento de espacios de control como la casa de expósitos y la cárcel de mujeres de Santafé, y el establecimiento de espacios apropiados para la administración de justicia y la aplicación de penas. Sin estas medidas seguramente la aplicación de justicia hubiera continuado afrontando dificultades como la dilatación de los procesos, la falta de aplicación de castigos y el aumento de los índices de criminalidad. La investigación finaliza a inicios del siglo XIX, cuando se pueden apreciar signos de la crisis imperial y la transformación hacia un periodo de cambios en la región neogranadina.

Para llevar a cabo la indagación se utilizaron seis procesos judiciales provenientes de varios fondos de la Sección Colonia del Archivo General de la Nación (Colombia), en los que se pueden identificar las peticiones que algunas mujeres hicieron ante el tribunal de justicia neogranadino. Estos testimonios se analizaron de forma cualitativa a la luz de herramientas teóricas sobre el castigo, la trasgresión y la aplicación de justicia, con el fin de ahondar en el rol de las mujeres que apelaron a las autoridades en el periodo de estudio para obtener beneficios.

El tema de la trasgresión femenina ha sido abordado en las últimas décadas por académicos de diferentes partes de América Latina, quienes han aportado una nueva interpretación sobre las mujeres y sus roles en la sociedad colonial para demostrar que se trataba de un grupo heterogéneo en el que también había quienes se alejaban del ideal cristiano de sumisión y obediencia, de acatamiento al pie de la letra de las reglas, las normas y los tratados moralistas. En su lugar, retaban a la autoridad, encontraban y utilizaban espacios que les permitían transgredir las normas de comportamiento para lograr sus cometidos(3) .

Para el caso que nos convoca, la trasgresión femenina se enmarca en el espacio carcelario para mostrar, como ya otros autores lo han mencionado, que las mujeres sí participaron en las decisiones que se tomaban en el escenario judicial durante el periodo colonial(4) .

Las mujeres de la cárcel o con familiares y amigos retenidas en ella, emplearon tácticas –entendidas desde la perspectiva de Michel de Certeau como acciones utilizadas por quienes permanecen en situación de debilidad y que aprovechan situaciones específicas para crear microespacios de poder– con el fin de obtener a cambio beneficios para sí mismas(5) . Podríamos señalar que utilizaron las visitas de las autoridades y situaciones particulares (como la enfermedad) para salir temporalmente del encierro. El resultado satisfactorio de dichas tácticas dependía, en últimas, de la astucia con que utilizaban la ausencia temporal de poder.

A diferencia de otras capitales virreinales, Santafé contó con tres cárceles –la real de corte, el divorcio y la cárcel chica–, además de otros espacios como cuarteles, hospitales y conventos que también funcionaron como lugares de retención, en los que se buscaba “limpiar” a la comunidad de personas que con sus acciones alteraban el orden social(6) . Al igual que las demás cárceles del virreinato, estaban ubicadas en el centro de la ciudad, sin embargo, en Santafé cada una de ellas se destinó a un grupo de personas diferente; por ejemplo, la cárcel de corte, que se edificó en 1556 junto a la Real Audiencia, sobre el costado sur de la plaza mayor, fue el espacio de reclusión masculina de aquellos que con su comportamiento ofendían a la Corona y lo que ella representaba(7) ; al frente de esta casa se instauró una columna en la que se ejecutaban castigos contra criminales y malhechores(8) . Dos cuadras hacia el occidente, aproximadamente por la calle que llevaba por nombre el Divorcio (actual calle 10 de Bogotá), se ubicó la cárcel de mujeres. Y en el costado occidental de la plaza, junto al Cabildo de la ciudad, la Cárcel Chica, en la que eran retenidos aquellos que cometían delitos relacionados con la organización y el funcionamiento de la ciudad.

La Casa del Divorcio tenía ciertas características que hacen de este un espacio particular. Por un lado, se trataba de un lugar que tenía varias funciones, pues no solo era la cárcel femenina de la ciudad. Además de albergar a las mujeres sindicadas de crímenes, también alojaba aquellas que se consideraba que no tenían los recursos para cumplir con sus obligaciones y responsabilidades y, por lo tanto, ponían en riesgo a sus familias; a ello se debe también el nombre de Casa de Recogidas. Por otra parte, también funcionó como espacio de amparo de niños expósitos de Santafé, en su mayoría recién nacidos abandonados por sus padres o parientes y que requerían de la tutela de mujeres que se encargaran de su crianza(9) .

Pensar en la Casa del Divorcio y el nombre que recibió muestra otra característica del ideal femenino en la época. Se trata de la noción de desamparo en la que se creía estaban las mujeres que no habían contraído matrimonio, a quienes se veía como alejadas de la moral cristiana que imperaba por ese entonces en la Nueva Granada, por lo que la mayoría de ellas eran consideradas débiles, incapaces y trasgresoras por no cumplir con uno de los modelos de vida de la época(10). Otro elemento que llama la atención es el hecho de que, a diferencia de los espacios de reclusión masculina, la Casa del Divorcio no se asociaba a una cárcel –quizás por ser el albergue de niños abandonados–, sino con un lugar que acogía a las mujeres y les permitía tener un espacio de reflexión sobre sus actuaciones asociadas al pecado y no a crímenes, como las relaciones ilegítimas, entre ellas el concubinato, el adulterio y el amancebamiento. Por el contrario, a inicios del siglo XIX la idea del Divorcio como reclusión sería ampliamente divulgada, y la casa, considerada un espacio con características similares a las otras cárceles de Santafé(11).

En el periodo de estudio las cárceles eran lugares temidos no solo por las implicaciones sociales que acarreaba estar retenido en ellas, sino porque las condiciones de encierro eran precarias, insalubres e incómodas. A lo anterior se sumaba el hecho de que tanto las cárceles del Antiguo Régimen como la manutención y el cuidado de los presos dependían en buena medida de sus familiares, y muchos de ellos sentían que quedaban en situación de abandono y soledad. Esto obligó a que llamaran la atención de las autoridades con el fin de obtener beneficios temporales o indefinidos, hecho que se manifestó a partir de peticiones escritas enviadas al alcaide o a las autoridades. Estas quejas que llegaban a manos de las autoridades se entienden como expresiones de sufrimiento que se acompañan de descontentos, reclamos y vejámenes; y que, por lo general, provenían de los presos pobres que recurrían al procurador o abogado encargado de su proceso para que interviniera a favor de ellos(12).

Asimismo, fue el mecanismo que encontraron las mujeres que permanecían en el encierro o que abogaban por sus familiares recluidos para retar al poder y a las autoridades con el fin de obtener beneficios. Así, sus discursos, provenientes de escenas de violencia y alteración del orden social, que las habían llevado a ser prendidas y estar en prisión o guardadas en la Casa de Recogidas, ahora transitaban en el ámbito del perdón, las súplicas y apelaban a la misericordia de las autoridades(13). Se trataba de una táctica a partir de la cual se pretendía despertar pesar y compasión en los procuradores y señores de la Audiencia, con el fin de que les permitieran salir del encierro en el que se encontraban. En este sentido, la idea de cárcel como un espacio propicio para la represión y el control se vio truncado no solo por las dificultades que tuvieron los gobernantes de ejercer el poder de forma adecuada, sino porque los discursos de las mujeres fueron empleados como un contrapeso a la idea de “control”(14).

En otras palabras, los discursos de las mujeres presas en el Divorcio o con familiares retenidos en la Cárcel de Corte, y la manera en que se dirigieron y actuaron frente a quienes se encargaban de la vigilancia en el encierro responden a una contienda por el dominio del poder y la obtención de utilidades. A partir del estudio de estas voces se busca tener una visión particular del entorno que las rodeó y que las llevó a quejarse por las condiciones de encierro en la cárcel, algo que no es novedoso desde la perspectiva de la población convaleciente, que a través de denuncias ofrece narrativas sobre su forma de vida(15).


Las voces femeninas del sufrimiento



Es importante tener en cuenta que los relatos aquí analizados estuvieron mediados por la mano de los escribanos, procuradores de pobres y médicos, quienes en algunas oportunidades eran los encargados de transmitir los sentimientos de los reos en sus informes. En estos se incluyen referencias a las instalaciones de la cárcel, como la presencia de humedad en las celdas, el extremo descuido de la casa en la que funcionaba el centro de reclusión, la falta de abrigo durante las noches y las carencias económicas e higiénicas que hacían que la estancia en prisión fuera un castigo previo a las condenas finales, pues en el periodo colonial la cárcel era un lugar de paso y no el espacio en el que se purgaban las penas(16).

Uno de los momentos que se entiende como microespacio de poder más recurrente en los procesos consultados es el de la enfermedad de los reos, pues la situación de encierro en la que permanecían hacía que sus padecimientos se prolongaran. De ahí la importancia de contar con una valoración médica que avalara su situación ante las autoridades y que, además, funcionara de medio de comunicación entre estas y los presos, pues los retenidos en su mayoría eran analfabetas y no conocían el lenguaje jurisprudencial para formular sus peticiones(17).

La presencia de intermediarios con la finalidad de solicitar auxilios para quienes permanecían en la cárcel fue una de las oportunidades que más utilizaron las mujeres que intentaban salir del encierro. En el caso de las visitas médicas, ellas aprovechaban su estado de salud para pedir, en primer lugar, que fueran trasladadas a un hospital, institución en la que recibirían una mejor atención y asistencia o, en caso de no ser posible, al menos obtener medicinas que les ayudaran a palear su sufrimiento(18).

El proceso para que los facultativos pudieran dar fe de la enfermedad de los reos era el mismo en todos los casos: luego de que el alcaide (administrador del centro de reclusión) informara al procurador del estado de salud del enjuiciado, se enviaba una petición a la Real Audiencia para que un médico lo asistiera(19). Si los oficiales lo consideraban pertinente, se autorizaba la visita del galeno, quien haría la valoración del caso y determinaría el nivel de gravedad de la enfermedad y las posibilidades de que se convirtiera en una epidemia. Luego, el médico debía dar las recomendaciones necesarias para la curación del reo y evitar el contagio de otros presos, por lo que dentro de sus conceptos se incluía la posibilidad de que estos salieran de la cárcel. Sin embargo, la fianza de salida era rechazada constantemente y las razones que la Audiencia tenía para negarla no figuran en los documentos(20).

Ante las negativas de los oficiales de la Audiencia, las mujeres acudían a sus defensores y, en algunos casos, también se dirigían a los médicos, a quienes consideraban una instancia secundaria, más fácil de persuadir y con la que tenían un trato más cercano. En la mayoría de los casos reiteraban el argumento de su mal estado de salud, pero en esta segunda oportunidad los testimonios se cargaban de más detalles sobre el mal que las aquejaba, con el fin de despertar en sus intermediarios sentimientos de compasión que posteriormente iban a ser transmitidos a los tribunales.

Tal es el caso de María Libarda Ramírez, detenida en el Divorcio, que en 1801 solicitó auxilio médico por la situación en la que estaba.

El encargado del peritaje fue Sebastián López Ruiz –reconocido por su pleito con Mutis por el descubrimiento de la quina–, quien determinó que la mujer se encontraba “tendida en el suelo, padeciendo de una calentura espesa, complicada con una hemorragia y eretismo histérico”(21). Luego de la revisión de López se determinó que, a pesar del avanzado estado de la enfermedad de Ramírez, la mejor opción era mantener a la rea en la cárcel y no trasladarla al hospital, por lo que la mujer acudió nuevamente a su defensa, probablemente para convencerlo de apelar a la determinación. En esta oportunidad se argumentó que María Libarda padecía de extrema necesidad física y espiritual, por lo que además de la administración de los sacramentos se hacía necesario que las autoridades o alguien que se apiadara de su situación corriera con los gastos de las medicinas que necesitaba(22).

Entre líneas puede leerse la forma en que los argumentos presentados por la defensa de Ramírez, quizás inspirados en su capacidad de persuasión, buscaban convencer a las autoridades de la gravedad de la enfermedad y el avanzado estado en que permanecía; la difícil situación económica en que se encontraba, que le impedía correr con los gastos propios de su curación y, finalmente, a la espiritualidad de Ramírez, afectada por su estancia en la cárcel. No obstante, la solicitud volvió a ser rechazada.

Vale la pena señalar que dentro de los argumentos presentados por la defensa de los presos y por las mismas mujeres se contemplaba apelar a la religiosidad y a la misericordia como elementos propios de la sociedad neogranadina de finales del siglo XVIII. Estos servían no solo como mecanismo de persuasión para lograr fianzas de soltura de los reos, sino también como una táctica para que los costos de estancia en la cárcel fueran cubiertos por las autoridades y no por los mismos presos, como estaba contemplado en los corpus legales.

El interés de las autoridades en atender las necesidades de la población pobre fue tanto que en febrero de 1775 el virrey Manuel de Guirior tomó la determinación de comercializar los productos extraídos de las minas de salitre de Rute y la Calera en Zipaquirá con el fin de destinar el dinero recolectado a la manutención de las cárceles y el hospicio y casa de mujeres del Divorcio en Santafé, “para los piadosos fines de la manutención de los pobres recogidos […] y queriendo mi piedad aumentar cuanto pueda este ramo en beneficio de tan religioso fin” (23).

De esta forma se garantizaba que al menos la manutención de los presos pobres y los cuidados arquitectónicos de las casas que funcionaban como cárceles tuvieran un respaldo económico de parte de las autoridades virreinales, pues, como ya se señaló, muchos presos terminaban en situación de abandono por parte de sus seres queridos y vivían en la pobreza dentro de la cárcel. La iniciativa de Guirior funcionó hasta inicios del siglo XIX, pero fue suprimida por el arzobispo y virrey José Antonio Amar y Borbón por las dificultades que enfrentó para recolectar el dinero (24).

En algunas ocasiones, cuando la salud y la religión no eran argumentos suficientes para convencer a las autoridades de otorgar la fianza, las mujeres apelaban a las condiciones físicas de la cárcel. Lo mismo hacían sus defensores, quienes, luego de las visitas y la evaluación del estado de su enfermedad, incluían en sus reportes descripciones sobre las celdas y la precariedad higiénica en que tenían que vivir las presas. Este fue el caso de Agustín Blanco, defensor de Juana Ortiz, retenida en el Divorcio, quien fue a la casa de expósitos y mujeres para evaluar las condiciones en que vivía dicha presa.

Durante su visita, Juana le manifestó que se encontraba mal de salud y sufría de calenturas, asma y diarrea, por lo que le solicitó que remitiera un auto a la Audiencia para que le permitieran salir a “medicinarse”. Durante la exposición de argumentos, el abogado defendió la importancia de que Juana obtuviera la fianza, pues estando en la casa de expósitos no mejoraría debido a “la incomodidad y desabrigo de la prisión”, problema al que se sumaba la falta de asistencia médica por la lejanía en la que se encontraba Juan Lagredo, encargado de la asistencia de Juana. En este caso, movido por la compasión que inspiraba la mujer por su estado, el abogado apeló también a que “no tiene con qué hacer el gasto de medicinas y pago del médico”, por lo que solicitó que las autoridades se apiadaran de ella (25).

El anterior es otro de los ejemplos de cómo las mujeres utilizaron microespacios de poder para obtener beneficios a su favor. Si bien la participación de Juana Ortiz en el ámbito legal estuvo limitada, al no poder dirigirse de forma directa ante las autoridades, sí logró que un tercero transmitiera sus sentimientos y apelara a su defensa. Se trataba de una táctica en la que los reclamos ante la justicia eran entregados con ayuda de un mediador, que no solamente tenía las capacidades de elaborar argumentos y presentar testimonios detallados sobre la vivencia de Juana en la cárcel, sino que gozaba de cierta posición de poder y dialogaba con las autoridades carcelarias y de la Audiencia, lo que le permitiría a la mujer persuadir a los jueces de forma indirecta y obtener beneficios a cambio.

Los detalles en los argumentos presentados por cada una de las partes involucradas en el proceso judicial constituyen uno de los elementos más relevantes de los expedientes estudiados. Se trata de narrativas propias de los documentos judiciales que pretenden recrear escenarios reales mediante el ofrecimiento de detalles minuciosos y expresiones que despiertan sentimientos en quien los lee (26). En algunas oportunidades la insistencia para lograr la salida de los reos tomaba mucho tiempo, al igual que los procesos, que en ocasiones pasaban de los dos años reglamentarios que establecían las leyes para permanecer en la cárcel (27). En el proceso que se le siguió a Juana Ortiz, luego de tres meses de súplicas ante las autoridades, Agustín Blanco informó que la mujer:

Ha sobrevenido gravedad por la peligrosa enfermedad […] y ahora me informa mi parte y el mayordomo de dicha real casa [de expósitos] que se halla resguardada por su enfermedad, echando sangre por la boca, con el mayor peligro de la vida y que no se ha podido poner en cura así por su pobreza, como por la extrema humedad e incomodidad de aquella casa, [pues] no hay pieza correspondiente donde ponerla [y ha padecido] hambres, necesidades y trabajos.(28)

Ello demuestra que los testimonios de los médicos y los oficiales, además de dar cuenta de los hechos, transmiten sentimientos de desamparo y dolor por situaciones y entornos particulares vividos por los presos, así como por las posibilidades de enfermar dentro de la cárcel. Adicionalmente, la táctica de persuasión utilizada por Juana Ortiz mediante la ayuda de terceros logró cambiar, al menos temporalmente, la mentalidad de las autoridades de la cárcel, como el alcaide del Divorcio. En este sentido, podemos anotar que los oficiales carcelarios no solo se encargaban de reprimir e intervenir a la población desordenada, sino que a través de la interpretación personal de lo que veían, mostraban en sus informes y memorias aquello que a simple vista no se podía conocer(29).

Benevolencia autoritaria y persuasión del discurso femenino


En otros procesos, seguidos en la Cárcel de Corte de Santafé, las voces femeninas también adquirieron cierta relevancia, pues utilizando los mismos microespacios de poder, las esposas intentaron persuadir a los señores de la Audiencia para lograr que sus maridos salieran del encierro o recibieran un trato privilegiado mientras permanecían en dicha condición.

Las tendencias historiográficas recientes han mostrado que las mujeres, lejos de ser consideradas como el sexo débil que seguía preceptos religiosos y modelos marianos, a fines del siglo XVIII habían logrado mayor autonomía sobre sus decisiones y actuaciones(30). Ejemplo de ello es el mismo hecho de que trasgredieran las normas y que, además, algunas lograran “retar verbalmente el poder masculino tanto en el espacio privado del hogar como en el espacio público, al que tenían mayor acceso”(31). Este hecho se ve materializado en las peticiones que hacían ante las autoridades y que eran presentadas por ellas mismas.

El protagonismo de las mujeres como defensoras o intermediarias de sus parejas en los procesos judiciales fue común en el periodo de estudio (1780-1801). Se trataba del ya mencionado dominio temporal de espacios de poder a los que no estaban acostumbradas, pues muchas de ellas habían sido excluidas de la esfera pública, y protagonizar esos comportamientos las hacía transgredir lo establecido y poner a prueba los límites de las autoridades. El análisis de sus peticiones permite identificar la utilización de un lenguaje o discurso particular que, como en los expedientes ya citados, pretende cambiar el pensamiento de las autoridades y generar lástima mediante actuaciones y gestos.

Sobre el tema de los recursos lingüísticos, James C. Scott señala que se trata de mecanismos utilizados por los subordinados, en este caso mujeres, con el fin de obtener beneficios mediante la manipulación del habla a través la elaboración de argumentos gramaticales complejos combinados con expresiones y formas corteses(32). En los procesos criminales consultados es común encontrar la implementación de llantos, reverencias y expresiones amables cuando las mujeres se dirigían a los señores de la Real Audiencia y a los alcaides, con el único objetivo de ponerlos a prueba, retar su autoridad, transgredir su comportamiento y, de esta forma, aliviar el sufrimiento de sus seres queridos retenidos en la cárcel.

Un ejemplo de lo anterior tuvo lugar en 1773 en Santafé, cuando la esposa de Ignacio Varela –sindicado de cometer varios delitos y preso en la Cárcel de Corte– planeó y ayudó a ejecutar la fuga de su marido. En el proceso judicial que se siguió en contra del alcaide Francisco Salgado, luego de que Varela escapara, el mayordomo aseguró que durante una visita que la mujer hizo a la cárcel le había “suplicado” que no le pusiera cadenas al preso durante la noche, lo que facilitó la fuga(33).

Según la defensa del alcaide, elaborada por él mismo, pues a diferencia de las mujeres de la mayoría los casos estudiados conocía los pormenores del proceso judicial, la esposa del reo (cuyo nombre se desconoce), había recurrido a él y a su “misericordia” para convencerlo de que no le pusiera los grilletes a Ignacio. En este proceso la actuación de la mujer puede interpretarse de dos maneras: por un lado, quería evitar que su esposo sufriera el dolor y sintiera incomodidad por el uso de las “prisiones” durante toda la noche, o al menos fue la idea que le dio a entender a Salgado(34); y por otro, detrás de sus peticiones escondía el verdadero motivo que le llevó a apelar al alcaide, este era, facilitar la fuga de Varela.

La dualidad del discurso de la mujer muestra cómo utilizó el lenguaje y los gestos como un vehículo para transgredir las normas de comportamiento y obtener a cambio la libertad de su marido. En principio se presentó ante el carcelero mayor y le pidió que se apiadara de Varela porque se encontraba “sumamente aquejado de salud” y el uso de las cadenas podía empeorar su estado. Esta solicitud fue aprobada por el alcaide porque había visto que antes de hablar con él la mujer había salido de la casa de la Real Audiencia, contigua a la Cárcel de Corte, y dio por hecho que esta había sido una orden dictada por los jueces que seguían el proceso contra Varela(35).

Además, Francisco Salgado llama la atención sobre la actuación de la mujer, quien a su juicio lo había engañado al pedirle que se compadeciera de Ignacio. Según su defensa, la esposa de Varela había llegado a la puerta de la cárcel y se había prendido de las rejas:

Convertida en un mar de lágrimas y suplicándole no se los remachase […]. Que no pudo menos que compadecerse más por aliviarle a la d[ic]ha pres[en]te congoja que por omitir el orden prevenido, difirió la ejecución hasta que la d[ic]ha [mujer] se apartase de la cárcel en cuyo intermedio le ocurrieron alg[uno]s negocios en los que se entretuvo hasta que llego el tiempo de asegurar en el calabozo los presos.(36)

Salgado cedió ante la petición de la mujer, quien a su juicio actuó de mala fe al intentar engañarlo con “falsas súplicas y lágrimas”, y permitió que el reo durmiera en un calabozo sin estar asegurado. Sin embargo, es importante entender el porqué de la actuación del alcaide, más allá de señalar las falencias de su administración y la forma en que la mujer logró persuadirlo. En su calidad de carcelero mayor, Salgado actuó como un agente protector que no solamente se compadeció de las palabras de la mujer, sino que hizo lo que, desde su perspectiva, era lo mejor en su calidad de oficial de la institución monárquica, mostrándose “misericordioso” y “compasivo” a los ojos de los fieles y la religión, y “benevolente” con su prójimo(37).

La actuación del alcaide, como lo señala Antonio Hespanha, también puede entenderse como una suerte de inversión en el interior de la Corona, pues al ser un oficial del rey debía reflejar su figura mediante actuaciones caritativas y amistosas, impregnadas de gratitud y favorabilidad para con sus súbditos(38). Si bien es cierto que estas últimas virtudes pertenecían al monarca, Salgado actuó guiado por ellas, sin detenerse a pensar en las implicaciones que acarrearía su determinación. Adicionalmente, fue presionado por la mujer, quien retó su posición de poder y puso a prueba su generosidad y caridad, lo que evidencia cómo la trasgresión utiliza gestos y lenguajes específicos para llevar momentáneamente situaciones al límite y luego volver a la normalidad(39).

Otro de los casos en los que las mujeres intercedían por sus esposos tuvo lugar el 27 de noviembre de 1749 cuando Gregoria Dávila, casada con el indio Victorino Pérez, intercedió ante los señores de la Audiencia para que otorgaran la libertad de su marido. Según la mujer, ella había tomado la determinación de acudir a pedir ayuda a las autoridades debido a que Victorino estaba incapacitado de hacerlo por su cuenta “por hallarse loco”. Sin embargo, previendo que su solicitud podría ser rechazada, acudió a una instancia menor, el Cabildo de Santafé, en donde convenció a los oficiales de ayudarle a redactar un oficio que argumentara la necesidad de darle libertad a Pérez.

Después de varios intentos obtuvo una certificación médica que respaldó su testimonio y se acercó a la Real Audiencia, donde señaló que “dicho mi marido se haya gravemente enfermo y de no ponerse en cura puede peligrar su vida”. Con este argumento Gregoria rogaba a las autoridades que se conmovieran y que “se le dé soltura bajo de fianza de cárcel segura para que se pueda curar y restituido que sea si no hubiere satisfecho la cant[ida]d que debiere sea vuelta de la prisión”(40).

El uso de lágrimas y promesas (muchas veces sin cumplir) fue otra de las tácticas implementadas por las mujeres durante los diálogos que tenían con los oficiales de la Audiencia. En sus peticiones, como el caso de Gregoria Dávila, imploraban a las autoridades que se apiadaran de ellas y sus conocidos, al tiempo que incluían expresiones de respeto y reverencia a partir de las cuales pretendían impresionar a quienes tenían el poder. Por ello es común encontrar expresiones como “a vuestra alteza pido y suplico”, “muy poderoso señor”, “Dios prospere su vida”, entre otras, detrás de las cuales se mantiene la táctica de usar un lenguaje que ensalce la labor de quien domina.

Adicionalmente, las mujeres actuaban de forma inusual a sabiendas de que estaban tratando con personas que tenían la capacidad de hacer daño y al mismo tiempo ayudar, por lo que ellas reforzaban y a veces sobreactuaban el trato refinado y la idea de subordinación con el único objetivo de obtener beneficios mediante destrezas de supervivencia propias de grupos que carecían de poder, pero que sabían guardar las apariencias para hacerles contrapeso a quienes los dominaban(41).

El desarrollo de tácticas y el uso de un lenguaje particular por medio del cual se rogaba a las autoridades que se apiadaran de la situación en que vivían los presos de las cárceles de Santafé no fue una característica propia de las mujeres de las castas. Uno de los casos más interesantes de la época es el de doña Magdalena Ortega y Mesa, esposa de Antonio Nariño, que estuvo preso en el cuartel de caballería de Santafé y posteriormente en Cartagena por haber traducido del francés al español los Derechos del hombre y del ciudadano. Al igual que en los casos reseñados, doña Magdalena utiliza expresiones cargadas de emociones, a partir de las cuales busca convencer a las autoridades de la inocencia de Nariño. En un memorial dirigido expresamente al rey, Ortega busca despertar compasión en el monarca narrando dificultades y penas que ella y sus hijos viven a causa de la permanencia de su esposo en la cárcel, así como los padecimientos que lo aquejan por estar privado de su libertad. En su carta, Ortega se dirigió a Carlos IV de la siguiente manera:

Habla con vuestra majestad una mujer desgraciada que ha sido presa de todos los males, una mujer que no tiene otro recurso que las lágrimas, una mujer que después de haber visto la ruina de su marido y de su casa, precipitada de repente en la miseria del estado de fortuna y comodidad en que se hallaba, se ve precisada a mendigar el pan con que debe conservar la existencia y la de cuatro hijos pequeños que la rodean, comprendidos infelizmente en la caída de su padre, víctimas inocentes de su mala suerte.(42)

Al igual que en los anteriores casos y contrario a lo que suele pensarse, las mujeres adquieren un protagonismo único cuando de la defensa de sus intereses ante la justicia se trata. No hablamos de casos en los que el hombre garantiza el buen comportamiento y el cumplimiento de los deberes de la mujer, sino que son ellas las que transitan por espacios poco comunes, como el ámbito judicial, provocan a las autoridades y toman la palabra de forma pasajera y momentánea con el fin lograr sus propósitos(43). Esta idea de mujer se contrapone a la ampliamente difundida para el periodo colonial, que las describe como sumisas, compañeras del hombre, encargadas particularmente de los espacios familiares y comunitarios, que enternecen a la sociedad y cumplen con el ideal femenino de la época.

Los procesos estudiados muestran una de las formas en que las mujeres de finales de la Colonia participaron de la esfera pública –en este caso específico, de aquella relacionada con la administración de justicia– mediante el uso de tácticas como el engaño, las actuaciones, gesticulaciones y un lenguaje particular, por medio de los cuales desafiaron el poder y los límites de las autoridades con el objetivo de obtener beneficios, lo que las ubica dentro de un selecto grupo de féminas que escaparon a los cánones de la época y participaron de escenarios en los que los hombres tenían una mayor inclusión. Este factor muestra que hay una delgada línea entre los espacios sociales separados para hombres y mujeres, y que los escenarios de participación social en el periodo de estudio varían constantemente y se reacomodan dependiendo de momentos o situaciones particulares que son aprovechados por las personas(44).

Los discursos y peticiones de las mujeres ante las autoridades aprovechaban situaciones particulares como la visita de los médicos y los abogados, el descuido de los carceleros mayores o, en el caso de doña Magdalena, su situación social y el acceso a los altos estamentos de la Corona, con el fin de obtener beneficios. Sus peticiones, al menos en los expedientes estudiados, eran escuchadas, y algunas de ellas, luego de varias insistencias, recibían respuestas aprobatorias por parte de las autoridades, que cedían conmovidas por la situación descrita por las dolientes, a quienes veían como carentes de protección y necesitadas.

Independientemente de la casta a la que pertenecieran, los mecanismos utilizados por las mujeres objeto de análisis en este capítulo fueron similares: sollozaban por el padecimiento de sus seres en prisión y por la mala vida que ellas y sus hijos debían llevar sin la compañía de sus maridos; expresaban sufrimiento, angustia y pesar en los autos que enviaban a los oficiales o pedían a terceros (que tenían más poder que ellas) que les ayudaran a redactar cartas y misivas para las autoridades, en las que se hiciera explícito el padecimiento de sus seres queridos dentro de la cárcel o la inocencia de los mismos. Todo ello demuestra tanto la importancia que tenían las mujeres dentro de los procesos judiciales como su agencia en calidad de intermediarias de sus esposos presos en la cárcel.


Conclusiones


Estas líneas constituyen un aporte para el estudio de la criminalidad, el análisis de la aplicación de justicia y el papel que jugaron las mujeres como intermediarias ante las instancias gubernamentales en Santafé a finales del periodo colonial. Igualmente, permiten comprender el funcionamiento de las cárceles en el virreinato, un tema que ha sido poco estudiado por la historiografía colombiana y en el que, sin lugar a dudas, se encuentra información importante acerca del modelo judicial aplicado en las postrimeras del periodo colonial. Además, mediante la identificación de microespacios de poder, se hizo una lectura crítica de los discursos femeninos utilizados como mecanismo de resolución de problemáticas que sufrían quienes vivían en las cárceles de Santafé.

Si bien la reflexión permitió llegar a conclusiones específicas sobre el rol de las mujeres como intermediarias ante la justicia, es importante aclarar que los casos analizados constituyen apenas una muestra representativa. Formular generalizaciones acerca del comportamiento femenino a fines del siglo XVIII es un objetivo que sobrepasa las intenciones de este capítulo y que únicamente puede llevarse a cabo a la luz de un análisis cuantitativo sobre el total de la población femenina de las cárceles en el periodo de estudio. En ese sentido, invitamos a realizar futuras investigaciones al respecto. Sin embargo, lo anterior no implica que el estudio aquí planteado no permita formular indicios y conocer casos particulares acerca del comportamiento de las mujeres frente a los organismos judiciales en las postrimeras del periodo colonial.

El análisis de los casos en los que las mujeres elevaron ante las autoridades peticiones de forma directa o con ayuda de sus intermediarios muestra testimonios y vivencias dentro de la cárcel colonial producidos en momentos de dolor, enfermedad o desesperación. Si bien no se trata de registros directos, pues prácticamente en todos los casos, con excepción del de doña Magdalena Ortega, contaron con la ayuda de terceros que redactaban sus peticiones, permiten reflexionar sobre los alcances que tenía el discurso femenino en la época cuando de suplicas, perdón y solicitudes de gracias se trataba.

El estudio de los seis procesos judiciales, ofrece luces para comprender, que algunos de los oficiales actuaban movidos por la posición social que ocupaban y dependiendo de a quiénes representaran; por otra parte, contribuye a identificar la manera en que los ademanes y expresiones particulares fueron utilizados por las mujeres para retar a la autoridad y, finalmente, permite identificar cómo las mujeres utilizaron a terceros para acceder a esferas sociales de las que tradicionalmente habían sido excluidas, como un mecanismo de obtención de microespacios de poder.

Respecto al lenguaje de los sentimientos y la forma en que estos eran expresados por las mujeres mediante autos, cartas, suplicas, exageraciones y actuaciones, este capítulo ayuda a comprender las relaciones establecidas entre ellas y las autoridades carcelarias, al tiempo que da cuenta de las diversas dinámicas y comportamientos de algunas santafereñas en las postrimeras del periodo colonial.

Las tácticas implementadas por las mujeres son discursos ocultos que llevan al límite las acciones y el pensamiento de las autoridades, y permiten que quienes permanecen en situación de dominación obtengan beneficios pasajeros. Sin embargo, para lograr lo anterior es necesario que las peticiones tengan lugar en un espacio social determinado, como la cárcel; que estén dirigidas a un público exclusivo, que en este caso son las autoridades carcelarias y los señores de la Audiencia; que cuenten con un lenguaje específico, cargado de exageraciones, expresiones de dolor o llanto; y que generen un “incesante conflicto entre los poderosos y los dominados”45 que se enfrentan entre sí, en este caso, mediante el aprovechamiento de microespacios de poder.

Por su parte, los sentimientos plasmados en las cartas y súplicas constituyen un campo de tensiones que invita a reflexionar acerca de lo que se dice, quién lo dice, porqué y cómo lo hace. El historiador, a través de la lectura de estos documentos debe imaginar tanto a la sociedad estudiada como a sus protagonistas con el fin de comprender las vivencias, aunque siendo consciente de la forma en que estas fueron producidas.

Finalmente, el estudio de los ruegos y oficios que las mujeres enviaron a la Audiencia permitió reflexionar acerca de la importancia que tenía su voz como un elemento a partir del cual se pueden imaginar y recrear los espacios de la cárcel y las dificultades de vivir en ella; además de conocer la forma en que estos discursos retaban a las instituciones coloniales. El hecho de que las autoridades respondieran de forma positiva a las súplicas de las mujeres muestra la importancia que para el periodo de estudio tenían el perdón y los actos de benevolencia por parte de quienes gobernaban la cárcel e impartían justicia.


Notas:


1 Michel Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión (México: Siglo XXI, 1984): 29-37.

2 Michel Foucault, “Prefacio a la transgresión”, Crítique, Hommage á Goerges Bataille, 195-196 (1963): 751-769.

3 Respecto a la trasgresión y la historia de las mujeres en América colonial ver: Bernard Lavallé, Amor y opresión en los Andes coloniales (Lima: Instituto de Estudios Peruanos; IFEA: 1999); Víctor Uribe-Urán, “Colonial Baracunatanas and their Nasty Men. Spousal Homicides, the Punishment of Indians and the Law in Late Colonial New Granada”, Journal of Social History, vol. 35, n.° 1 (2001): 43-71; Beatriz Patiño Millán, Criminalidad, ley penal y estructura social en la provincia de Antioquia, 1750-1820 (Bogotá: Universidad del Rosario, 2013); María Himelda Ramírez, De la caridad barroca a la caridad ilustrada. Mujer, género y pobreza en la sociedad de Santafé de Bogotá, siglos XVII y XVIII (Bogotá: Universidad Nacional, 2006); Suzy Bermúdez, Hijas, esposas y amantes. Género, clase, etnia y edad en la historia de América Latina (Bogotá: Universidad de los Andes, 1992); López Jerez, Las conyugicidas de la Nueva Granada. Transgresión de un viejo ideal de mujer (1780-1830) (Bogotá: Universidad Javeriana, 2012); Jaime Borja, “Sexualidad y cultura femenina en la Colonia. Prostitutas, hechiceras, sodomitas y otras”, en Las mujeres y la historia de Colombia, Magdala Velásquez, editora. (Bogotá: Grupo Editorial Norma, 1995): 47-71; Ann Twinam, Vidas públicas, secretos privados: género, honor, sexualidad e ilegitimad en la Hispanoamérica colonial, (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2009).

4 Catalina Villegas del Castillo, Del hogar a los juzgados: reclamos familiares en los juzgados superiores en el tránsito de la colonia a la república, 1800-1850, (Bogotá: Universidad de los Andes, 2006); Uribe-Urán, “Colonial Baracunatanas and their Nasty Men”, 43-71; Elizabeth Dore y Maxine Molyneux, Hidden histories of gender and the State in Latin America, (Durham: Duke University Press, 2000).

5 Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano, vol. 1 (México: Universidad Iberoamericana, 2007), 43-44; Pedro Oliver Olmo, Cárcel y sociedad represora. La criminalización del desorden en Navarra (siglos XVI-XIX), (Bilbao: Servicio Editorial Universidad del País Vasco, 2001), 92.

6 Aude Argouse, “Archivos de la vulnerabilidad. Reos en Santiago de Chile (1650- 1780)”, Clío y crimen, vol. 12 (2015): 204; Ricardo Salvatore, Carlos Aguirre, y Joseph Gilbert, Crime and punishment in Latin America (Austin: Unviersity of Texas, 1996); Juan Sebastián Ariza Martínez, “Visitar y cuantificar: la población de la Real Cárcel de Corte de Santafé según los libros de visita (1776-1783)”, Fronteras de la Historia, vol. 25, n.° 1 (2020): 105.

7 Respecto a la caracterización de los delitos mayormente cometidos en Santafé y por los cuales los habitantes del virreinato eran puestos en la cárcel ver: Juan Sebastián Ariza Martínez, “Visitar y cuantificar: la población de la Real Cárcel de Corte de Santafé según los libros de visita (1776-1783)”, Fronteras de la Historia, vol. 25, n.° 1 (2020): 102-121.

8 Al respecto, vale la pena señalar que, según las consideraciones judiciales del Antiguo Régimen, la punición, junto con el castigo y la intimidación, tenían un objetivo particular en la población, pues se buscaba generar conciencia y aleccionamiento mediante la imposición de sanciones ejemplarizantes que ayudaran a que los criminales no contaran con imitadores. Para ampliar información sobre este tema y el caso particular de Bogotá ver: Francisco Tomás y Valiente, “El derecho penal como instrumento de gobierno”. Estudis: Revista de historia moderna, vol. 22 (1996): 250-253; José Luis de las Heras Santos, “El sistema carcelario de los Austrias en la Corona de Castilla”. Studia Historica. Historia Moderna vol. VI (1988): 523-559; Julián Andrei Velasco Pedraza, Justicia para los vasallos de su majestad. Administración de justicia en la Villa de San Gil, siglo XVIII, (Bogotá: Universidad del Rosario, 2015), Julián Vargas Lesmes, Historia de Bogotá, vol. 1 (Bogotá: Villegas Editores, 2007), 123-26 y 132.

9 Benjamín Gaitán Villegas, La plaza de Bolívar. 47 años de historia de Bogotá (Bogotá: Academia Colombiana de Historia; Universidad de América, 2010), 45-52; Pilar Jaramillo de Zuleta, “La Casa de Recogidas de Santa Fe. Custodia de Virtudes. Castigo de maldades. Origen de la Cárcel del Divorcio”, Boletín de historia y antigüedades, vol. 790 (1995): 631-653; María Himelda Ramírez, “Expósitos, mendigos y montes píos en la época colonial. La asistencia social y la beneficencia en Santafé de Bogotá”, Credencial Historia, vol. 129 (2000). https://www.banrepcul tural.org/biblioteca-virtual/credencial-historia/numero-129/expositos-mendi gos-y-montes-pios-en-la-epoca-colonial

10 Dolores Juliano, “Delito y pecado. La transgresión en femenino”, Política y Sociedad, vol. 46, n.° 1 (2005): 81.

11 Jorge Soto von Armin, Santafé carcelaria. Historia de las prisiones en la capital de Colombia, 1846-1910 (Bogotá: Alcaldía Mayor de Bogotá, 2018); Yudy Alexandra Avendaño Cifuentes, “Romper el modelo: mujeres, delitos y reclusión en la Cárcel del Divorcio de Santafé (1816-1836)”, Maguaré, vol. 32, n.° 1 (2018): 47-74.

12 Existen varias reflexiones en torno a la pobreza y a quienes se consideraban pobres en el siglo XVIII. Dado que este debate excede los límites de la investigación, se entenderá como pobres a aquellas personas desamparadas que en ocasiones pasaban frío y hambre durante su permanencia en prisión, que carecían de propiedades y, por lo tanto, no tenían cómo costear su estancia en el encierro ni los trámites gubernamentales que este implicaba. Respecto a la definición de pobreza y las quejas ver: Adriana María Alzate Echeverri, Geografía de la lamentación. Institución hospitalaria y sociedad, Nuevo Reino de Granada, 1760-1810, (Bogotá: Universidad del Rosario; Universidad Javeriana, 2012), 6, 15-26; Pedro Carasa Soto, “Cambios en la tipología del pauperismo en el Antiguo Régimen”, Investigaciones históricas: época moderna y contemporánea, n.° 7 (1987): 131-150; Norman Martin, “Pobres, mendigos y vagabundos en la Nueva España, 1702-1766: antecedentes y soluciones presentadas”, Estudios de historia novohispana, vol. 8 (1985): 99-126

13 La misericordia era entendida como una virtud inclinada al ánimo, que buscaba compadecerse de los trabajos o miserias de los demás. DRAE (1734), T. 4: http:// web.frl.es/DA.html

14 Juan Sebastián Ariza Martínez, “Gobierno y administración de la cárcel de Santafé de Bogotá, 1772-1800”, Procesos: Revista Ecuatoriana de Historia, vol. 46, n.° 2 (2017): 9.

15 Argouse, “Archivos de la vulnerabilidad”, 202-214; Arlette Farge, Efusión y tormento: el relato de los cuerpos. Historia del pueblo en el siglo XVIII, (Buenos Aires: Katz Editores, 2008), 73.

16 El tema de falta de abrigo e insalubridad en la cárcel no fue único en Santafé. En las cárceles de los virreinatos de Nueva España y del Río de la Plata también se hace mención a las recurrentes quejas por las malas condiciones de vida de los presos, que sumadas al hacinamiento, eran propicias para la expansión de enfermedades.Al respecto ver: Lucas Esteban Rebagliati, “‘Los pobres encarcelados’. Prácticas y representaciones de los presos de la cárcel capitular en el Buenos Aires tardocolonial”, Trabajos y Comunicaciones 41 (2015). http://www.trabajosycomu nicaciones.fahce.unlp.edu.ar/article/view/TyC2015n41a02; Antonio Castillo Gómez, “El aguacate y los plátanos. Cárcel y comunicación escrita en ambas orillas del atlántico (siglos XVI y XVII)”, Grafías del imaginario. Representaciones culturales en España y América (siglos XVI- XVIII), Carlos Gonzáles y Enriqueta Vila, compiladores, 76-77.

17 Argouse, “Archivos de la vulnerabilidad”, 10

18 Respecto al funcionamiento de los hospitales en el virreinato ver: Alzate Echeverri, Geografía de la lamentación. Institución hospitalaria y sociedad, Nuevo Reino de Granada, 1760-1810.

19 Según las Leyes de Indias, toda cárcel debía estar regida por un alcaide o carcelero mayor, encargado de gobernar el presidio y garantizar la guardia y custodia de los presos. Además, debía garantizar que el espacio estuviera en orden y aseado, aunque esto último no siempre se cumplía. Respecto a las funciones y elecciones del alcaide ver: Leyes de indias, lib. 7, tít. 6, ley VII, VIII y IX; Novísima recopilación, lib. 12, tít. 38, leyes IV y XXV; DRAE, T. 1, http://web.frl.es/DA.html; Ariza Martínez, “Gobierno y administración…”, 12-14.

20 Archivo General de la Nación (AGN), Sección Colonia, Fondo: Criminales (Juicios), Tomo 16, documento 12; AGN. Colonia, Criminales (Juicios), T, 78, doc. 13; AGN. Colonia, Criminales (Juicios), T. 104, doc. 11.

21 AGN. Colonia. Criminales (Juicios), T. 16, doc. 12. f. 440 r. El eretismo histérico hace referencia a una enfermedad nerviosa en la que se presentan anomalías funcionales y ataques convulsivos.

22 AGN. Colonia. Criminales (Juicios), T. 16, doc. 12. f. 439 r.

23 AGN, Colonia, Policía, T. 1, doc. 1, ff. 5 r-6 v. El salitre, junto con el carbón y el azufre, fue uno de los principales productos minerales extraídos en el Nuevo Reino de Granada para la fabricación de pólvora. También hace referencia a la sal que se saca de la tierra y se dispone en vasijas de barro para su manipulación. DRAE, T. 4, 1739.

24 AGN, Colonia, Policía, T. 6, doc. 1, ff. 1 r-4 v.

25 AGN. Colonia, Criminales (Juicios), T. 78, doc. 13, f. 441 r

26 Natalie Zemon Davis. Fiction in the Archives. Pardon Tales and their Tellers in Sixteenth Century France, (Stanford: Stanford University Press, 1987), 4.

27 Ariza Martínez, “Gobierno y administración…”

28 AGN, Colonia, Criminales (Juicios), T. 78, doc. 13, f. 443 r. Énfasis añadido.

29 Arlette Farge y Jacques Revel, La lógica de las multitudes. Secuestro infantil en París, 1750, (Rosario: Homo Sapiens Ediciones, 1998), 47.

30 Bermúdez, Hijas, esposas y amantes…; Isabel Cristina Bermúdez, “Las representaciones de la mujer. La imagen de María santa y doncella y la imagen de Eva pecadora y maliciosa”, Castas, mujeres y sociedad en la Independencia, 45-47. Bogotá: Ministerio de Educación Nacional, 2009); Silvya Benítez Arregui, Voces de mujeres de la plebe en el hospicio de Quito, (Quito: Corporación Editora Nacional; Universidad Andina Simón Bolívar, 2015); Twinam, Vidas públicas, secretos privados…; Víctor Uribe-Urán, “Colonial Baracunatanas and their Nasty Men”, 43-71; Víctor Uribe-Urán, Amores fatales. Homicidas conyugales, derecho y castigo a finales del periodo colonial en el Atlántico español, (Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2020); Nicholas A. Robins, De amor y odio. Vida matrimonial, conflicto e intimidad en el sur andino colonial, 1750-1825, (Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2019); Mabel Paola López Jerez, Morir de amor. Violencia conyugal en la Nueva Granada, siglos XVI a XIX, (Bogotá: Ariel, 2020).

31 López Jerez, Las conyugicidas…, 119.

32 James C. Scott, Los dominados y el arte de la resistencia. Discursos ocultos, (México: Ediciones Era, 1990), 55-58.

33 AGN, Colonia, Criminales (Juicios), T. 135, doc. 2, ff. 218 v. y 221 r.

34 Las prisiones hacen referencia a las cadenas, grilletes y demás instrumentos utilizados en las cárceles para mantener a los reos asegurados y evitar su fuga. Ariza Martínez, “Visitar y cuantificar”, 105.

35 AGN, Colonia, Criminales (Juicios), T. 135, doc. 2, ff. 218 v. y 221 r.

36 AGN, Colonia, Criminales (Juicios), T. 135, doc. 2, ff. 218 r. Énfasis añadido.

37 Al respecto puede anotarse que los sentimientos morales, la benevolencia, la compasión y la gratitud jugaron un papel importante en las relaciones sociales y la dimensión política en las sociedades de Antiguo Régimen, pues a partir de ellas se establecieron valores a partir de los cuales se determinó el orden social. Margarita Garrido Otoya, “Do Recognition and Moral Sentiments Have a Place in the Analysis of Political Culture? Honor, Contempt, Resentment and Indignation in the late Colonial Andean America”, Storia della Storiografía, vol. 67, n.° 1 (2005): 69.

38 Antonio Hespanha, La gracia del derecho. Economía de la cultura en la Edad Moderna (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1993), 156-157.

39 Foucault, “Prefacio a la transgresión”

40 AGN, Colonia, Caciques e Indios, T. 6, doc. 63, ff. 1050 r.-1051 v

41 Scott, Los dominados y el arte de la resistencia…, 24-25.

42 Guillermo Hernández de Alba, El proceso de Nariño a la luz de documentos inéditos (Bogotá: Editorial ABC, 1958), 278-279.

43 Respecto al ideal de mujer en la colonia ver: Pablo Rodríguez, Sentimientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada, siglo XVII (Bogotá: Planeta, 1997), 227; Bermúdez, “Las representaciones de la mujer…”, 46; Twinam, Vidas públicas, secretos privados…

44 Twinam, Vidas públicas, secretos privados…, 50-55; Leonore Davidoff, Worlds Between: Historical Perspectives on Gender and Class (Nueva York: Routledge, 1995); Asunción Lavrin, editora. Las Mujeres latinoamericanas: perspectivas históricas (México: Fondo de Cultura Económica, 1985); Steve Stern, La historia secreta del género. Mujeres, hombres y poder en México en las postrímeras del periodo colonial (México: Fondo de Cultura Económica, 1999), 415.

45 Scott, Los dominados y el arte de la resistencia…, 38.

Bibliografia

Fuentes primarias
Archivos

Archivo General de la Nación (Bogotá, Colombia)
Juicios Criminales
Tomo 16, documento 12
Tomo 78, documento 13
Tomo 104, documento 11
Tomo 135, documento 2

Policía
Tomo 6, documento 1
Caciques e indios
Tomo 6, documento 63
Impresos
Las Siete Partidas del sabio rey don Alfonso Nono [1265]. Juan Brocar [ed.?], s.l.:
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Capitulo 3


Del caso de Juana Chicuasuque a una discusión sobre trasgresiones y formas de castigo, 1846

From the case of Juana Chicuasuque to a discussion about transgressions and forms of punishment, 1846


Resumen


Este artículo examina el expediente judicial por la muerte de la indígena Juana Chicuasuque en Chocontá en 1846, como un ejercicio que problematiza las tensiones entre una trasgresión relacionada con tradiciones indígenas como la yerbatería y las ideas liberales sobre civilización y progreso que buscaban sancionar las prácticas ancestrales a mediados del siglo XIX en la Nueva Granada. En su desarrollo se describe y analiza la escena en la que murió Juana, los motivos por los que fue asesinada y los alegatos a favor de la conmutación de la pena de muerte a los autores de su crimen. En este caso sobresale el abogado Salvador Camacho Roldán, un personaje fundamental en la historia intelectual del momento. El hilo que atraviesa el capítulo y constituye el punto central de reflexión es la violencia sobre el cuerpo como una práctica que debe aprobarse o reprobarse según el sujeto y el propósito que cumple para armonizar relaciones de poder en la sociedad.

Palabras clave: trasgresión, yerbatería, indígenas, violencia, castigo, pena de muerte, Salvador Camacho Roldán

Abstract

This article examines the judicial file for the death of the indigenous Juana Chicuasuque in Chocontá in 1846, as an exercise that problematizes the tensions between a transgression related to indigenous traditions such as yerbatería and the liberal ideas about civilization and progress that sought to sanction ancestral practices in the mid-nineteenth century in New Granada. In its development, it describes and analyzes the scene where Juana died, the reasons why she was murdered and the arguments in favor of the commutation of the death penalty to the perpetrators of her crime. The lawyer Salvador Camacho Roldán, a fundamental character in the intellectual history of the time, stands out in this case. The thread that runs through the chapter and constitutes the central point of reflection is violence on the body as a practice that should be approved or disapproved according to the subject and the purpose it serves to harmonize power relations in society.

Keywords: transgression, yerbatería, indigenous people, violence, punishment, death penalty, Salvador Camacho Roldán.



Sobre la autora | About the author


Maribel Venegas Díaz [mavedi38@gmail.com]

Licenciada en Ciencias Sociales de la Universidad Pedagógica Nacional y magíster en Historia de la Universidad Nacional de Colombia. Se interesa por la historia del delito, el castigo y la cárcel. Formó parte del comité organizador del VI Simposio Internacional de la Red de Historiadoras e Historiadores del Delito en las América (Bogotá) y coordinó la línea Instituciones de castigo y control social. Ha trabajado en la creación de contenidos pedagógicos en ciencias sociales para la educación básica y media.



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Venegas Díaz, Maribel. “Del caso de Juana Chicuasuque a una discusión sobre trasgresiones y formas de castigo, 1846”. Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX, editado por Mabel López Jerez, Editorial Uniagustiniana y Asociación Colombiana de Estudios del Caribe ACOLEC, 2021, pp. 117-150.

Introducción

Agustina Lara y Salvador Villagrán eran esposos. Un día murió Agustina y Salvador cayó gravemente enfermo. Finalmente, falleció el 26 de octubre de 1846. Ese día, la madre de Agustina, Mónica Sarmiento, junto con uno de sus hijos, un hermano de Salvador y la esposa de este último, acordaron citar a los nueve días a la indígena Juana Chicuasuque porque creían que había ocasionado la muerte de la pareja.

El martes 3 de noviembre de 1846, cuando Juana llegó a la casa de Mónica, además de los ya referidos, la aguardaban ocho personas: los hijos de Mónica: Pioquinto, Agustín, Justa y Esteban; Ezequiel Villagrán, de siete años y nieto de Mónica; y los familiares del yerno de Mónica: sus hermanos Tiburcio y Francisca, y la esposa de Tiburcio: Agustina Bonifacio. El 4 de noviembre de 1846, Cecilio Guerra informó al alcalde de Chocontá que había encontrado el cadáver de una mujer en el río Funza. El reconocimiento fue hecho por Salvador Porras y Vicente Carmelo.

Con ese aviso se abrió la causa criminal contra “Mónica Sarmiento y socios”(2) por el homicidio de Juana Chicuasuque.

En las sentencias se condenó a muerte a los autores principales –Mónica, Esteban Tiburcio y Agustina Bonifacio–, mientras que a los demás se les atribuyeron otras penas, de acuerdo con las disposiciones de la época(3) . El presidente de la República, Tomás Cipriano de Mosquera, les conmutó la pena de muerte a los autores principales el 31 de mayo de 1848(4) . Así concluyó el proceso.

Hecho este recuento, surgen varias preguntas sobre el caso de Juana Chicuasuque. El capítulo responde algunas de ellas a través de dos elementos centrales en la historia: la violencia en la escena del crimen y los alegatos en contra de la pena de muerte, a la que fueron condenados inicialmente los autores del homicidio. El estudio de la violencia desde estas dos vertientes permite comprender el asesinato de la indígena en una atmósfera de difusión de ideas liberales acerca del castigo y la pena de muerte, a la vez que problematiza los alcances de la trasgresión de la yerbatería en la población neogranadina.

El texto se divide en tres partes, cada una busca agregar progresivamente elementos a la historia en un crescendo de detalles e indicios que aparecen en el expediente judicial y que son cotejados con fuentes secundarias para alcanzar una mejor aproximación a los temas que iluminan el caso(5) . En la primera parte se describe cómo murió Juana. Nos centramos en los medios y recursos que evidencian la violencia física en prácticas punitivas por mano propia que, al parecer, eran recurrentes en un sector de la población. En la segunda parte analizamos qué trasgresión cometió Juana y en virtud de la cual fue objeto de “estropeos”. El propósito de este apartado es evidenciar la violencia que buscaba aplacar y dominar a quienes osaban alterar relaciones de conocimiento y poder.

En la tercera parte se problematizan los argumentos en contra de la pena de muerte para los cuatro reos principales y, en un acápite especial, se aborda la posición de Salvador Camacho Roldán frente al tema. Mostramos la violencia como un elemento indeseable en la aplicación del castigo oficial, pero también el guiño o la aceptación tácita de las autoridades a prácticas punitivas extraoficiales que regulan las relaciones sociales, corrigen a los trasgresores y aseguran la marginalidad de unos frente a otros en casos en los que no alcanza la acción de la ley, como el de Juana. Para concluir, se presentan algunas ideas sobre la violencia, su presencia en los proyectos modernos y en la ejecución del castigo.

David Garland, importante teórico del castigo como una compleja institución que interactúa con esferas socioeconómicas, políticas y culturales, señala que si las sanciones y condenas ocurren fuera del sistema legal –por ejemplo, en la escuela, la familia, las instituciones militares y los centros de trabajo–, se habla de una práctica punitiva(6) , que abarca a la justicia por mano propia. Por el contrario, “el procedimiento legal que sanciona y condena a los trasgresores del derecho penal de acuerdo con categorías y procedimientos legales específicos”(7) , se conoce como castigo o castigo legal. A través de estos dos conceptos se contextualizan las violencias presentes en la historia de Juana y se problematizan sus usos en el desarrollo del presente capítulo.

El expediente judicial en el que reposa el “voluminoso y delicado proceso”(8) contra “Mónica Sarmiento y socios” (inédito) es una fuente idónea para conocer a las mujeres trasgresoras, las violencias relacionadas con ellas y la atmósfera de difusión de las ideas liberales a mediados del siglo XIX en Colombia. Este tipo de fuentes evidencia la voz indirecta de personas iletradas y marginadas, cuyas historias, de otra forma, no se conocerían ni quedarían registradas.

El caso de Juana devela, además, las tensiones en las que vivía parte de la población marginada en la República de la Nueva Granada. Por otro lado, el expediente contiene como primicia la voz de un joven letrado liberal que se alza en los estrados judiciales en contra de la pena de muerte: Salvador Camacho Roldán, el abogado defensor de los cuatro reos. En la pluma de este intelectual(9) —quien formó parte de un grupo social que logró ascender social y económicamente entre 1850 y 1870(10) y fue ponderado como uno de los más destacados jurisconsultos de su época(11)— se evidencia la posición de la élite neogranadina en contra de sujetos, prácticas y saberes que chocan con los ideales de progreso y civilización de la nación, a la vez que se defiende un discurso en contra de la violencia que encarna la pena de muerte. En el capítulo se incluyen extractos del expediente para apreciar la voz del letrado y los argumentos de los sujetos implicados en el crimen de Juana.

Así, sin pretender ser un caso modélico a partir del cual se hagan generalizaciones sobre los fenómenos y las problemáticas que se analizan, es relevante y con él se busca contribuir al estudio de las violencias contra las mujeres indígenas, de la yerbatería y de la pena de muerte en un periodo poco estudiado: el de mediados del siglo XIX(12). Adicionalmente, revela las tensiones en la difusión de las ideas liberales ad portas de los cambios institucionales que estas inspiraron a mediados del siglo XIX (13). Se espera que este capítulo estimule nuevas interpretaciones y discusiones de los temas que aborda. A continuación, se narrará la historia de Juana Chicuasuque. Advertimos que algunas descripciones pueden herir la sensibilidad de los lectores.

La horrorosa escena de la tarde del tres de noviembre

El cuadro con el que se encontraron Salvador Porras y Vicente Carmelo el 4 de noviembre de 1846 en el puente de Pedro Ladino del río Funza, cerca de Chocontá, era digno de un titular en un periódico amarillista: la víctima, Juana Chicuasuque, aparecía “con señales de azotes desde el pescuezo hasta los pies, por delante y por detrás, cuyas señales no se podían contar, con una herida en su pecho o mamila y otras en una sien: con dos parches de pelo arrancado en la cabeza y con gotas de sebo en la cara”(14).

El asombro de las autoridades de la época era evidente. En el expediente aparecen menciones como “la referida escena horrorosa”(15) y “la escena bárbara y cruel que se presentó en casa de Mónica Sarmiento”(16). ¿Qué pasó exactamente aquel día para dejar semejantes huellas en el cuerpo de Juana y causar tal reacción en las autoridades? En el cadáver se evidenciaba una violencia marcada por azotes y tormentos.

“La Chicuasuque fue atraída a aquella fatal casa gozando de completa salud”(17), “indefensa y desapercibida”(18) de lo que le ocurriría. Estando dentro, “Mónica Sarmiento y socios” comenzaron lo que las autoridades calificaron como “estropeos” —expresión que puede ser o bien un eufemismo para referirse a un acto cruel o bien una naturalización de la violencia entre la población—. Según sus mismas confesiones, Esteban, Pioquinto y Agustina Bonifacio le dieron rejazos; no más de doce, confesaron los dos hombres. Francisca le dio tres puños; Justa, “tres palmaditas”(19); Agustín, dos puños, y Tiburcio, “cuando más le habría dado dos latigazos con un lazo y dos puños”(20). Francisca le alcanzó la candela a Mónica para quemarle el cabello (“las mechas”) a Juana e intentó hacer lo mismo con su cuerpo, pero Francisca lo evitó, quitándole el tiesto.

Todo esto ocurrió dentro de la casa en un clima en el que todos los procesados, “a pesar de haber pretendido debilitar la parte que tomaron en el acontecimiento de la tarde del tres de noviembre, no pudieron menos que exponer haber contribuido con su contingente de maltratos para estropear y atormentar a la Chicuasuque”(21).

Luego, Juana fue amarrada por los pezones con una cabuya delgada, la colgaron de una viga y, nuevamente, fue objeto de cruentos “estropeos”. Después, Tiburcio y Esteban la descolgaron. La mujer estaba “un poco viva”(22) y la arrastraron al patio, en donde al poco rato se veía como muerta. Tras preguntarse en voz baja qué harían con ella, “Mónica Sarmiento y socios” consideraron abrir un hoyo en la cementera o tirarla al páramo. Finalmente, “deliberaron arrojar su cadáver al río para sepultar en él el cuerpo de su atroz delito”(23). Juana fue introducida en un costal, Tiburcio lo cargó y fue con Agustín y Pioquinto a arrojar el cuerpo sobre el puente. Los eventos del 3 de noviembre duraron un poco más de una hora y, mientras tanto, la víctima permaneció desnuda, inerme y en completo silencio.

En la “escena horrorosa” destacan los azotes, un castigo muy propio del periodo de la Colonia y, lastimosamente, naturalizado como práctica punitiva en algunos sectores sociales y justificado para infringir violencia contra sujetos considerados inferiores, por ejemplo, los niños y las mujeres. Como acto violento, los azotes evidencian la furia y el ímpetu contra el cuerpo, es decir, se trató de una práctica punitiva atroz.

Los maltratadores de Juana contaban con más recursos económicos que ella. Así lo demuestra el hecho de que fuese citada con el “ardid”(24) de darle una mazorca. Este gesto simboliza poder, ya que quien lo protagoniza tiene comida no solo para consumir sino para “dar y compartir”(25). Por otro lado, “Mónica Sarmiento y socios” contaban con el dinero para sufragar las costas procesales, incluso, Justa ofreció pagarles a los dos testigos de los hechos “porque no se supiera nada”(26). Finalmente, el silencio que guardó Juana mientras era maltratada y su reducción por parte de nueve miembros de una misma familia es señal de que estaba en condiciones de inferioridad respecto a sus maltratadores. “Mónica Sarmiento y socios” tuvieron alguna autoridad sobre Juana y se aprovecharon de ella para azotarla y darle una “lección de subordinación”(27).

La ominosa práctica de azotar, junto con la de atar, colgar y quemar a las mujeres, como lo hicieron con Juana, se presentaba en la Colonia y en la primera mitad del siglo XIX(28) con regularidad. Por ejemplo, en 1807 José de los Reyes azotó a su mujer, parturienta de veinticuatro días, colgándola de pies y manos a las vigas de la casa, hasta dejarle “la piel ayagada”(29). A Paula Zapata (1793) su marido la había flagelado, “reduciéndola a la condición de un animal”(30). Juan Rodríguez (1809-1810) amarró a su esposa Rosa Barea de las muñecas con un lazo y la colgó contra unas vigas de su casa para golpearla con un rejo de dos ramales porque ella había empeñado una gargantilla sin su consentimiento(31). Si bien estos maltratos tuvieron motivaciones diferentes a las de “Mónica Sarmiento y socios”, coinciden en el tipo de víctimas: las mujeres, a quienes se les doblegó como “animales” y se les dejó en estado de postración como efecto de la flagelación.

Ahora bien, a las acciones espontáneas con manos, pies y azotes, que se evidencian contra Juana, se suma un último elemento que ya se venía manifestando: los tormentos. “Mónica Sarmiento y socios” infligieron en su víctima dolores incesantes, no súbitos. La testigo María Guadalupe confesó que “todos se cebaban cruelmente en la desgraciada”(32), le pegaron “como tigres cebados”(33), “Mónica Sarmiento y toda su familia le daban cruelmente”(34), y “todos le pegaban indistintamente”(35). Tiburcio afirmó que Pioquinto le pegó a Juana “sin misericordia”(36). Una evidencia de que querían atormentarla es el hecho de que Mónica intentara quemarle el cabello y que, como lo manifestó la testigo María Guadalupe, luego de sacar a la víctima al patio y dejarla desnuda intentaran hacer una hoguera para incinerarla(37).

La “escena horrorosa” del 3 de noviembre de 1846 en un paraje rural de Chocontá evoca una práctica punitiva que no es sui generis en Colombia: la justicia por mano propia. La pregunta que surge en este punto es por qué Mónica Sarmiento y sus familiares la emprendieron de esa manera contra Juana Chicuasuque. Sin duda, la muerte de Agustina Lara y Salvador Villagrán tuvo relación con el llamado para pegarle. Veamos entonces en qué trasgresión incurrió la víctima y qué motivó la venganza en su contra.

Un ser maléfico

(38)
Salvador Camacho Roldán subrayó en el expediente judicial la razón por la cual Juana fue maltratada: era una yerbosa o yerbatera. El gesto de resaltar ese atributo en cursivas o en comillas dentro del documento tal vez tuvo como propósito hacerlo sobresalir en el caso. Si a esto se suma el hecho de que la mujer fue identificada por las autoridades como indígena, el análisis de los motivos por los cuales “Mónica Sarmiento y socios” la emprendieron contra ella se torna más complejo, pues si bien la condición étnica no es empleada para justificar la violencia de la práctica punitiva, sí permite trazar las tensiones, realidades e imaginarios que la alimentaron:

[…] teniendo Mónica Sarmiento y la mayoría de sus socios o compañeros en el delito la creencia de que Juana Chicuasuque, según ellos dijeron, era una yerbosa o yerbatera(39) que había causado grandes males a las familias de los reos, entre tales la muerte de Agustina, hija de Sarmiento y la de Salvador Villagrán su yerno, y amenazándolos con otros males, combinaron entre algunos de los reos el plan de llamar a la Chicuasuque a la casa de la Sarmiento con el fin de pegarle, como dijeron los mismos reos, para que no les hiciera tanto mal.(40)

Como se entiende por la cita, no todos los que participaron creían que Juana era yerbatera; tampoco estaban seguros de que hubiera ocasionado la muerte de Agustina Lara y su esposo. Francisca Villagrán afirmó que le dio tres puños a Juana y “le dijo yerbatera(41) porque las otras mujeres le decían que había matado a su hermano”(42). Justa acometió en contra de Juana porque oyó que decían que había causado la muerte de su hermana y su yerno(43).

Agustina Bonifacio también manifestó estar presa “por la mortandad de esa mujer, llamada Juana Chicuasuque, de quien decía Mónica Sarmiento que era una yerbatera y le había ocasionado la muerte “a una de sus hijas llamada Agustina”, y a Salvador Villagrán, cuñado de la confesante”(44). Esteban y Tiburcio, por su parte, sostuvieron que no creían que Juana fuera yerbatera. Según el último de ellos, “Mónica Sarmiento los había metido en todo”(45); los demás hombres no se manifestaron al respecto. Visto esto, se puede concluir que el ejercicio de la yerbatería y el fracaso del “enyerbe”, junto con los imaginarios que alimentaban a los victimarios, fueron suficientes para justificar la violencia en contra de Juana.

La yerbatería se entiende como el arte de sanar a través del uso de yerbas y compuestos. ¿Quién era la yerbatera en aquella época? Una curandera no titulada que fabricaba, recetaba y suministraba medicina a través de plantas y sustancias para mejorar la salud de un enfermo(46). Las yerbateras adquirían sus conocimientos sobre las plantas del contexto familiar y de la tradición oral de una población conformada por indígenas, africanos y blancos, quienes, así mismo, contaban con múltiples influencias(47) culturales. Adicionalmente, es preciso aclarar que las yerbateras no pertenecían a un solo estamento social, podían ser indias, negras o, en menor medida, mestizas(48). Teniendo en cuenta el legado prehispánico, así como la poca disposición de facultativos para la época, las yerbateras fueron parte del entorno colonial.

El ejercicio de esta actividad no estuvo exento de tensiones. Si la yerbatera no lograba sanar o causaba la muerte del enfermo con la dosis suministrada, era señalada de bruja o hechicera(49). En esa falta de cálculo estribaban los resquemores hacia los alcances, poder y fines del enyerbe y, en especial, hacia la yerbatera. La creencia respecto a esta mujer era, entonces, que podía utilizar sus conocimientos para sanar o para hacer maleficios y envenenar; aunque ello también ocurriera por accidente.

La yerbatería fue sancionada desde la Colonia como una trasgresión contra la Iglesia. El empleo de plantas a las que se les atribuían propiedades curativas franqueaba los límites que Dios les había dado a los hombres, pues era él quien sanaba, por lo tanto, los que practicaban la yerbatería cruzaban los límites establecidos por las normas eclesiásticas y accedían a un espacio de poder. La divinidad de Dios y el reconocimiento de su omnipotencia se minaban cuando en una comunidad había individuos que lo desconocían y se atribuían la posibilidad de curar o la delegaban en las plantas.

Otro factor por el que esta práctica fue sancionada era la posibilidad de modificar las relaciones entre los individuos, al permitirles acceder en las consultas a espacios de socialización con personas que no eran de su misma comunidad o estamento(50). En el caso de las indígenas, lo anterior adquiría mayores dimensiones porque en ellas convergían dos clases de estereotipos que las hacían trasgresoras: ser mujeres, y como tal, de una constitución débil a través de la cual se creía que el demonio actuaba más libremente(51); y ser indígenas, por lo tanto, asociadas a la figura de Eva: mujer lujuriosa, de instinto criminal y agresiva(52). De esta forma, la yerbatera se situaba en la antípoda de la blanca y española, una mujer de moral intachable y que materializaba los valores de la virgen María(53).

La práctica de la yerbatería empezó a condenarse penalmente desde la Colonia y específicamente con las reformas borbónicas. Dentro de estas se estipuló que el ejercicio de curar a través de plantas quedaba restringido solo a quienes tuvieran formación universitaria(54), lo cual significó sancionar por estafador a quien, valiéndose de conocimientos y técnicas de herbolaria, utilizara la yerbatería; también a los que curaban a través de supersticiones(55). Sin embargo, la escasez de facultativos licenciados para curar enfermedades hizo que, a pesar de la sanción penal, si un enfermo no mejoraba, se llamara a la yerbatera(56).

Pero la sanción a la yerbatería no solo fue institucional, sino también social. Hubo neogranadinos que la cuestionaron y acusaron a quienes la practicaban de haber intentado envenenarlos(57). En las postrimerías del periodo colonial, tanto las autoridades civiles y eclesiásticas como los “nativos cristianizados” equipararon a las yerbateras a hechiceras y rechazaron contundentemente sus prácticas(58). El caso de Juana Chicuasuque reafirma precisamente la aversión a quienes trataban las plantas curativas a mediados del siglo XIX.

“Mónica Sarmiento y socios” reconocieron implícitamente a Juana como homicida “envenenadora”(59) y la acusaron de emplear las yerbas con fines maléficos(60). La muerte de Agustina Lara y Salvador Villagrán los llevó a creer que los merodeaba una indígena que ostentaba un poder tal que podía quitarles la vida, por lo tanto, representaba un peligro. Ellos pensaban que si ya había causado dos muertes, era factible que acabara con más miembros de sus familias. Ante el poder de aquella mujer debía alzarse uno mayor y sobrecogedor, capaz de reprimirla, minarla, amedrentarla.

¿Qué hacer entonces? Podrían haber acudido a las autoridades y comprobar que Juana había administrado sustancias o bebidas venenosas a Agustina Lara y a Salvador con el fin de matarlos. De haber sido cierto, Juana hubiera sido condenada a muerte, como lo disponía el Código Penal de 1837 en el artículo 650, “De los envenenamientos”(61), que englobaba prácticas relacionadas con la yerbatería. Sin embargo, decidieron tomar la justicia en sus manos.

En el expediente se evidencia la rabia contra Juana: la afirmación de Agustina Bonifacio de que “ayudó a cometer el delito porque le dijeron que la Chicuasuque era yerbatera y le dio cólera y le pegó”(62); la confesión de Francisca de que “le dio tres puños en la espalda y le dijo ‘yerbatera’ porque las otras mujeres le dijeron que había matado a su hermano”(63); y la actitud de Justa, quien, al pegarle, le decía “que era una yerbosa”(64).

La magnitud de la violencia sobre el cuerpo de Juana muestra que para “Mónica Sarmiento y socios” el supuesto poder de la indígena era una realidad irrefutable y, por lo tanto, temible. Al “cebarse” de manera tan atroz contra su cuerpo buscaron aplacar el poder que representaba Juana; sosegar la ira y disminuir el temor.

Los imaginarios sobre la yerbatería y el supuesto error en la utilización de las plantas atizaron la violencia desenfrenada con la que se maltrató tan cruelmente el cuerpo de Juana Chicuasuque, dando lugar así a un “furor diabólico”(65), como lo denominó el juez. Una mirada tanto a los argumentos de este funcionario del Distrito Judicial de Cundinamarca como a los del abogado defensor y el presidente de la República, en los oficios que otorgaron la conmutación de la pena de muerte a los autores principales del crimen de Juana, permite explorar la atmósfera de difusión de las ideas liberales en Colombia y las perspectivas de orden civilizatorio sobre la pena de muerte, práctica considerada por estas corrientes como un castigo inhumano y violento. También, comprender la molestia y el desprecio de la élite a prácticas, sujetos y conocimientos alejados de los ideales de progreso y civilización.

Por motivos de conveniencia pública

La muerte de Juana fue castigada con otra muerte, la decretada por la justicia contra los reos. No obstante, el juez del caso le manifestó al presidente de la República que

la piedad, la compasión (que sí pueden tener cabida en el corazón de un Juez, después de haber cumplido con lo que debe a la justicia) lo mueven a dar el último paso de someter el proceso a la consideración de V.E, para que se sirva resolver si hay motivo suficiente de conveniencia pública, para la conmutación de la tremenda pena a que han sido condenados aquellos cuatro desgraciados.(66)

Uno de los motivos esbozados para la conmutación de la pena era la disparidad de intereses y opiniones de los reos(67). El juez sostenía que Esteban y Tiburcio no creían que Juana fuera “yerbosa”, pero Mónica y Agustina Bonifacio sí. A pesar de eso, las dos mujeres no tuvieron la misma participación en los hechos, pues mientras que Mónica “procedió con deliberada intención, y conocimiento”(68), Agustina no(69). Salvador Camacho Roldán, el abogado defensor de los reos, lo expone con mayor atención:

Ocho indios(70) estúpidos fueron a la vez los homicidas de Juana Chicuasuque: distintos en edad, sexo, costumbres e ideas, no era posible que todos coincidieran en un mismo sentimiento respecto de su víctima, ni que todos tuvieran igual voluntad de maltratarla en el mismo grado. Preciso era sí, que fuesen ocho voluntades distintas, distintas en su acción, y que no permitiéndoles su estupidez tener en cuenta al cometer el delito, el efecto de la voluntad de los otros, obtuviesen un resultado contrario a la voluntad de todos; que no habiéndose propuesto dar la muerte a una mujer, resultase que habían cometido un asesinato.(71)

Se ve entonces que, además de tener intenciones y sentimientos diferentes hacia Juana, los reos actuaron como ignorantes que no miden los efectos de sus acciones. El juez lo define como “falta de ilustración”(72), que se evidencia en que tomaron la justicia por sus propias manos. Ellos suponían que actuaban por un bien general y, por creencias obscuras, consideraban que los indígenas utilizaban ciencias maléficas que amenazaban la existencia de su grupo familiar, ello debido a un legado cultural colonial. Camacho Roldán lo amplía:

El delito que hoy se quiere castigar con tanta severidad no fue originado por un sentimiento de maldad refinada, sino antes bien por un pensamiento extraviado de justicia y de conveniencia general. Quisieron sus autores castigar a una mala mujer que por medio de yerbas de efectos ocultos pero maléficos amenazaba su propia existencia y aun la de otros hombres, e impedir que el ejercicio de esa ciencia tenebrosa causase con sus sobrenaturales efectos males mayores. Erigido este principio en precepto legal por el obscurantismo de los conquistadores de nuestro suelo, él se ha conservado y trasmitido hasta nuestros días entre una raza desgraciada a la que no ha podido penetrar la luz de la civilización del siglo.(73)

Según el abogado defensor, los reos actuaron guiados por una falsa creencia introducida por el Imperio español y que pervivía a mediados del siglo XIX en una parte de la población que todavía no había recibido las ideas ilustradas. Por lo tanto, le pidió al presidente de la República que atendiera “solamente a las circunstancias de los delincuentes, porque solo estas pueden servir de termómetro para medir el grado de malicia de un delito”(74).

Además de argumentar los efectos que causó el Imperio español en suelo americano con sus ideas supersticiosas y evidenciar como consecuencia concreta de ese obscurantismo la muerte de Juana, Camacho Roldán, en su petición de conmutación de la pena de muerte, va un paso más allá en la defensa de “Mónica Sarmiento y socios” y, a reglón seguido, admite la posibilidad de que sea verdad que existan conocimientos secretos a la luz de la ciencia europea, potencialmente mortales no solo para Mónica y sus familiares, sino para la humanidad. Por lo tanto, argumenta, el asesinato de la indígena Juana se habría perpetrado en defensa propia:

¿y si esta creencia de los indios [aquella de que las yerbas tienen poderes maléficos que amenazan la existencia de los hombres] no es una mera preocupación, sino una verdad que vela sombría debajo de sus hogares? ¿si es como muy posible, se conservan todavía entre ellos esos misteriosos secretos de los venenos vegetales desconocidos a la ciencia médica de la Europa y fuera del alcance por lo mismo de la acción de las autoridades públicas? Si los poseedores de estos secretos en vez de emplearlos en provecho de la humanidad, son en sus manos un instrumento mortífero de sus odios y de sus venganzas ¿no sería una crueldad castigar con la muerte a esos infelices solo porque tratan de defenderse con la muerte de un ser maléfico de los males que de otro modo no podrían evitar?(75)

Aquí Camacho Roldán apela a la incertidumbre que pueden generar entre las autoridades y las élites los conocimientos que escapan a la ciencia, a la vez que excusa el accionar de los victimarios de Juana como la única salida válida en una situación semejante. No obstante, la justificación de la práctica punitiva que condujo a la muerte de Juana no fue exclusiva de Camacho Roldán, pues el Tribunal de Cundinamarca la compartía. Así lo demuestra el hecho de que en lugar de nombrar un buen fiscal para un caso en el que todos los acusados confesaron su participación en la violenta escena que llevó a la muerte de la indígena, se inclinara por seleccionar a un reconocido abogado defensor para los reos. No en vano, el juez manifestó que Camacho Roldán era un abogado activo e inteligente(76) y también que “ha desempeñado el oficio de tal defensor de un modo honroso y a entera satisfacción del tribunal”(77).

En este punto es importante ahondar en el papel que ocupaban los indígenas en la sociedad decimonónica, pues, tal como lo refleja el expediente, las élites neogranadinas los repudiaban por considerarlos “inferiores y estúpidos, incluso aquellos sedentarios e hispanizados”(78). Si bien se trató de subsanar las diferenciaciones respecto a los indígenas en lo formal y legal, específicamente a través de las constituciones de 1821 y 1843, que los reconocían como ciudadanos aunque sin derecho al voto en gran parte del territorio, la verdad es que en la práctica las élites nunca estuvieron interesadas en su integración política ni los consideraron como sus iguales(79). En los archivos parroquiales a mediados del siglo XIX todavía se hacían distinciones étnicas para mostrar quiénes eran indígenas(80), como en el caso de Juana, que es referida como tal en el expediente de su asesinato.

Los indígenas también eran molestos para las élites en términos económicos, pues si bien no afectaban el patrimonio de los esclavistas como lo hacían los negros, que reclamaban su libertad(81), en la opinión de algunos dirigentes sí obstaculizaban el desarrollo de la República por cuanto mantener los resguardos impedía que las tierras comunales entraran en el mercado y frenaba la mano de obra libre(82). La solución a tal problemática fue ambigua: de un lado, aunar esfuerzos para homogeneizar, en lo económico, lo cultural y lo genético(83), a la población indígena sedentaria; de otro, “ordenar y significar la diferencia”(84), es decir, concederles un espacio social “a esos ‘otros’ que se imaginaban como inferiores y se reducían a categorías como ‘mestizos’ (sin acceso al poder), ‘indios’ y ‘negros’”(85) para justificar relaciones de poder(86).

Dentro de los argumentos de Camacho Roldán tendientes a desvirtuar la pena de muerte para “Mónica Sarmiento y socios”, un recurso compartido con el juez fue considerar a los acusados como sus iguales en calidad de granadinos. Camacho refería la importancia de que se “ahorre la efusión de sangre granadina”(87) de “cuatro semejantes a nosotros”(88), a lo que el presidente asintió afirmando que aquello era “necesidad superior”(89). La autoridad también consideraba que había conveniencia pública en que “el Gobierno manifieste a los granadinos el interés que le inspira la conservación de la vida del más infeliz, del menor, del más desvalido de ellos”(90). En tal sentido, convirtió la conmutación de la pena de muerte a los reos en un asunto político.

En esta postura del juez hay un reconocimiento y una sensibilidad hacia el cuerpo y la humanidad de los reos, pues se trataba de miembros de la República de la Nueva Granada. El hecho se enmarca en la atmósfera de difusión de las ideas liberales a mediados del siglo XIX, dentro de las cuales, aunque se acepta implícitamente la violencia por mano propia en contra de los indígenas, se visibilizan los discursos sobre la humanización de las penas. En este caso y sin importar que sean cercanos o no a los centros de poder, los reos son considerados como granadinos y sus vidas, dignas de conservación.

A lo largo del expediente de Juana se leen apelativos que expresan el rechazo que los tres letrados sentían hacia la pena de muerte, como “espectáculo tan cruento”(91), “pena terrible”(92), “tremenda pena”(93), “cruento sacrificio”(94) y “patíbulo horrendo”(95). Para el juez y el presidente, “excede los límites de la vindicta de la sociedad”(96).

La ejecución de la pena de muerte aparece entonces como el ejercicio de una violencia desbordada sobre el cuerpo del reo. En lugar de generar rechazo y aversión hacia el delincuente, el garrote, que era la forma en la que se ejecutaba la pena(97), incitaba la piedad hacia los condenados. Esta última percepción es la del juez, quien afirma que su ejecución desvirtúa la pena “por la compasión a la que induce”(98). El presidente, por su parte también afirmó que en la pena de muerte “existe más bien la compasión por las víctimas que llaman al crimen”(99).

En la solicitud de conmutación de la pena capital a los autores principales del asesinato de Juana Chicuasuque, Camacho Roldán condensa las anteriores posiciones sobre la crueldad de la pena, que remonta al régimen colonial español, al tiempo que denota la influencia de las ideas liberales que estaban permeando los círculos letrados a mediados del siglo XIX:

Pasaron ya los tiempos de la gentilidad, en que las manos irritadas de uno que dejó de existir se aplacaban con el sangriento holocausto de muchas víctimas humanas. Las tendencias del siglo, los progresos de la civilización y la influencia de los principios de caridad de la religión cristiana, condenan ya la pena de muerte como un espectáculo sangriento inhumano y arbitrario inútil para prevenir los delitos, e inmoral a los ojos de todo pueblo sensible.(100)

Las afirmaciones del abogado defensor denotan, además, la conciliación de las ideas europeas de la humanización de las penas con los principios del cristianismo que sustentaban la organización social neogranadina. Camacho Roldán finaliza su carta solicitándole al presidente que

liberte de un patíbulo horrendo a estos cuatro condenados cuya vida está hoy en manos de VE: y entonces entre lágrimas de felicidad que verterán esos desgraciados devueltos a la vida, ellos bendecirán el nombre de VE. en nombre de un Dios justo y clemente.(101)

Si bien no ha sido posible encontrar otras posiciones del presidente Tomás Cipriano de Mosquera y del juez sobre el particular, lo enunciado refleja el papel estelar de Salvador Camacho Roldán en discusiones referidas al proyecto liberal para la República.

La figura de Camacho Roldán

Hacia mediados del siglo XIX, Salvador Camacho Roldán era uno de los jóvenes neogranadinos más activos en la política nacional. Nació en una familia liberal que se aventuró a emplearse para asegurar su diario vivir, como lo muestra su ingreso al mercado laboral a los catorce años para sostener a su madre y a seis hermanos, a diferencia de la “ociosa clase terrateniente criolla” que ostentaba modos de vida coloniales(102). Perteneció a la generación nacida en los años de la Primera República, educada en escuelas públicas y “expuesta a una variedad de ideas extranjeras mucho más amplia de la que era posible antes de la Independencia”; varones que “habían recibido la influencia de las corrientes liberales —políticas, sociales y económicas— que constantemente ganaban popularidad en el mundo occidental”(103). Estos hombres en formación exigían mayor participación en la política y abogaban por el resquebrajamiento de las estructuras imperantes “que impedían la formación de un Estado moderno”(104), especialmente las coloniales. Para 1848, año en el que participó como abogado en la causa contra “Mónica Sarmiento y socios”, Camacho Roldán tenía apenas veintiún años y empezaba a ser reconocido como ciudadano.

En el ambiente de mediados del siglo XIX hay evidencia de las posiciones del joven Camacho Roldán a favor de las medidas liberales. Por ejemplo, en abril de 1849, junto con Antonio María Pradilla y Medardo Rivas, inició una campaña a favor de la abolición inmediata de la esclavitud(105). La propuesta de los tres jóvenes coincidió con el momento en el que se abolía también la pena de muerte por delitos políticos de rebelión, sedición, traición y conspiración. Por aquel entonces eran evidentes las discusiones entre los liberales gólgotas y los draconianos; estos últimos, llamados así por su apoyo a la pena capital(106). Todo indica que en aquellos años las discusiones sobre la pena de muerte estaban en la atmósfera política nacional, como lo muestra el hecho de que en el Senado se hundiera una iniciativa para abolir dicho castigo en todos los casos en los que se aplicaba(107).

La postura de Camacho Roldán respecto a la pena de muerte se debe entender en el marco de estos debates en los que la supresión de la misma también pudo ser un guiño a castigos utilitaristas como el trabajo, nada desdeñables para un hombre de empresa y “administrador preocupado por la inversión eficiente de recursos”(108), por lo que fue reconocido en su época. Por ejemplo, en el sonado caso de la ejecución de Raimundo Russi, quien dirigió una banda de ladrones en Bogotá en 1851, Camacho Roldán manifestó que la pena de muerte se aplicó a pesar de las solicitudes de conmutación que habían hecho “movidas por el sentimiento de horror a esta pena que ya se había formado y extendido en esos días de predominio de la causa humanitaria”(109). En sus memorias, el joven liberal aducía a la pena capital como una de las “costumbres crueles y estúpidas”(110) que la Independencia había dejado en pie.

Años más tarde indicó que la abolición de ese tipo de condena, lograda en 1863, era una manifestación de los cambios políticos que trajo “la idea liberal”(111), una “feliz iniciativa” que “ha sido uno de los puntos notables en que nuestras costumbres se separan de la tradición española de venganza y de lucha sin misericordia entre los hijos de un mismo país”(112). Lo cual le da completo sentido a su posición como abogado defensor en la causa por la muerte de Juana Chicuasuque.

Sobre esto último llama la atención la cercanía entre algunas frases de Camacho Roldán en el expediente y aquellas de Manuel de Lardizábal y Uribe en Discurso sobre las penas. Por ejemplo, el jurisconsulto español se refiere al imperio de la razón como uno de los pasos de la sociedad para llegar “a la humanidad, civilización y cultura, que es el principal distintivo de nuestro siglo”(113), mientras que Camacho Roldán, como se vio páginas atrás, se refiere a los granadinos como los principales autores de la muerte de Juana Chicuasuque, una “raza desgraciada a la que no ha podido penetrar la luz de la civilización del siglo”(114).

También afirma que “las tendencias del siglo”(115) condenan la pena de muerte; una idea que hace eco de aquella de Lardizábal, según la cual el advenimiento de una costumbre general que ha dejado en desuso la pena de quemar vivo al delincuente, y que es “conforme a la humanidad y el carácter del siglo, sería muy conveniente confirmarla expresamente por las leyes, cuando se trate de la reforma”(116). Finalmente, tanto Camacho Roldán como Lardizábal abogan por la clemencia —del presidente, el primero, y del soberano, el segundo—, “esta virtud que es la más bella prerrogativa del trono”(117) y que, para el abogado de los reos principales por el asesinato de Juana se encarna en la conmutación de la pena de muerte a sus defendidos(118)

De las discusiones sobre la humanización de las penas y contra de la pena de muerte en aquella época se beneficiaron “Mónica Sarmiento y socios”, ya que finalmente fueron exonerados del último suplicio. No obstante, no deja de llamar la atención el doble estándar de las élites respecto a la violencia corporal, pues, por un lado, hay una dosificación de su uso cuando se hace referencia a los acusados, ya que son granadinos y sus vidas son valiosas en un Estado como la Nueva Granada, que busca tener instituciones modernas y con aires democráticos(119). Pero, por otro, la violencia hacia Juana sí se puede tolerar porque apunta hacia los indígenas, sujetos incómodos para los proyectos de progreso y civilización que dicta el modelo europeo.

Ya fuese que Juana hubiera causado la muerte de Agustina Lara y Salvador de forma intencional o no, sus tradiciones indígenas, que se reflejaban en los conocimientos sobre la herbolaria y su continua difusión, contrariaban la doble intención de la élite de homogeneizar a la población o de asignarle un lugar en la sociedad. Por lo tanto, la justicia por mano propia en contra de las yerbateras cobraba sentido por tratarse de “seres maléficos”, a la vez que beneficiaba a la élite, porque le evitaba la fatiga de usar su fuerza para reprimir a aquellas trasgresoras. Entre tanto, en el caso de “Mónica Sarmiento y socios”, ciudadanos granadinos, las sensibilidades hacia el cuerpo sufriente son de otra naturaleza.

Conclusión

La historia relacionada con la muerte de Juana Chicuasuque remite, ineludiblemente, a un énfasis en la violencia como elemento inherente a los proyectos modernos, pero también como parte cada vez menos deseable del castigo legal a mediados del siglo XIX en Colombia. Los proyectos modernos, aunque prometan erradicar la violencia, no pueden subsistir sin ella, ya que está en “el mito fundacional en el que se sustentan”(120). Por ello, en un contexto en el que se clamaba por la humanización de las penas, se “premiaba” el uso de la justicia por mano propia. Parte de la población indígena no encajaba en los proyectos civilizatorios, por lo tanto, la élite llegó a aceptar prácticas que buscaban moldear a esos individuos y homogeneizarlos para que formaran un cuerpo social, como se muestra en la acción deplorable en la que Juana perdió la vida.

De otro lado, el caso de Chicuasuque ineludiblemente remite a una reflexión sobre el paso del castigo sobre el cuerpo al “encarcelamiento penal”(121) como la sanción por excelencia del mundo moderno. En los contextos europeo y estadounidense, Michel Foucault señala que entre finales del siglo XVIII y principios del XIX se extinguió el “castigo-espectáculo”(122), representado en suplicios como el de la pena de muerte(123). El dolor del cuerpo en sí dejó de ser un elemento constitutivo de la pena, y el castigo comenzó a dirigirse hacia el corazón, disposiciones, voluntad y pensamiento del reo(124). Es decir, se castigaría principalmente el alma.

En dicha transición, el italiano Cesare Beccaria fue uno de los primeros juristas en condenar la violencia de los suplicios(125). Consideraba que el fin de las penas no era “atormentar ni afligir a un ser sensible”(126), sino impedir que el reo causara nuevos daños a los ciudadanos y disuadir a los demás de la comisión de actos iguales(127). Por lo tanto, la pena de muerte era inútil e innecesaria(128) y debía desaparecer.

Dicha discusión es muy sugerente e invita a estudios detallados que, como en el caso de Juana, surjan de las realidades y contextos locales. Por lo pronto, a partir del envenenamiento de Agustina Lara y Salvador, que presuntamente hizo la indígena, se entretejió una historia que impactó más allá del contexto rural de Chocontá y puso sobre la mesa importantes tensiones de la sociedad neogranadina. El caso debe quedar, ante todo, como ejemplo de los actos de violencia que, con diferentes matices, han marcado la vida de muchas mujeres en diferentes lugares de América Latina y cuyas raíces históricas se deben trazar y analizar a fondo, como se invita aquí.

Notas:


1 Este capítulo se basa en la investigación realizada para optar el título de Magíster en Historia en la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, titulado “El Centro de Reclusión de Guaduas (1844-1866). Castigo y modernidad en Colombia”. La información que contiene fue ampliada con base en un documento que finalmente no formó parte de la tesis. Agradezco a mi director, el profesor Max S. Hering Torres, a quienes integran su seminario de tesistas y a Diana P. Fique, por los valiosos comentarios y observaciones a este texto.

2 Archivo General de la Nación (AGN), Bogotá, Sección República, Fondo Juzgados y Tribunales, t .27, f. 777r.

3 Francisca y Justa fueron condenadas a pena de dieciséis años de trabajos forzados y dieciséis meses de presidio en la casa de reclusión del primer distrito; Agustín, a dieciséis años de trabajos forzados en Panamá y dieciséis meses de presidio en el del primer distrito; y Pioquinto a ocho años de trabajos forzados en Cartagena y dos años de reclusión en la casa del primer distrito. Además, debieron pagar las costas procesales “mancomunadamente” y resarcir los daños e indemnizar los perjuicios causados. Codificación nacional de todas las leyes de Colombia desde el año de 1821, hecha conforme a la Ley 13 de 1912, 6:527, como aparece en los artículos 74 y 76 del Código Penal de 1837.

4 Por el Decreto del 15 de diciembre de 1843 al presidente se le otorgó la facultad de conmutar la pena capital

5 Se hace referencia al método indiciario planteado en Carlo Ginzburg en Huellas. Raíces de un paradigma indiciario. En Tentativas, 93-155. Morelia: Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2003.

6 Término y definición utilizados por David Garland. Castigo y sociedad moderna. Un estudio de teoría social (México: Siglo Veintiuno, 1990), 33.

7 Garland, 33.

8 AGN, República (JT), t .27, f. 769v

9 Mabel Paola López Jerez afirma que, en el siglo XVIII, fue gracias a los intelectuales de las élites de las principales ciudades del país “que jugaron como procuradores de pobres (defensores públicos), fiscales, abogados acusadores, alcaldes ordinarios, del primer y segundo voto, de la hermandad o jueces que se empezó a extender un discurso civilizatorio de la violencia conyugal”. “Trayectorias de civilización de la violencia conyugal en la Nueva Granada en tiempos de la Ilustración”. Tesis de Doctorado en Historia (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2018), 30.

10 Marco Palacios, El café en Colombia 1850-1970. Una historia económica, social y política, 4.a ed. (México D.F.: El Colegio de Mexico, 2009), 164-165.

11 Salvador Camacho Roldán, Notas de viaje (Colombia y Estados Unidos de América), tomo. I. (Bogotá: Talleres Gráficos del Banco de la República, 1973), VIII.

12 Al respecto, es poca la bibliografía que aborda el tema. La tesis doctoral de Mabel Paola López Jerez sobre la violencia conyugal entre parejas formales e informales en el siglo XVIII y en los primeros once años del siglo XIX cuenta con muy pocos casos de indígenas y ninguno relacionado con esclavizados debido a que se centra en los fondos de Juicios y Asuntos Criminales exclusivamente, dejando de lado otros en los que reposan los expedientes relacionados con esos dos grupos sociales. Los temas también son abordados en los trabajos de Juan Sebastián Ariza, La cocina de los venenos. Aspectos de la criminalidad en el Nuevo Reino de Granada, siglos XVII y XVIII (Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2015); Héctor Cuevas Arenas, Tras el amparo del rey. Pueblos indios y cultura política en el valle del río Cauca, 1680-1810 (Ecuador: Flacso Ecuador, Editorial Universidad del Rosario, 2020). Guillermo Sosa Abella, Labradores, tejedores y ladrones. Hurtos y homicidios en la provincia de Tunja, 1745-1810 (Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, 1993); y César Augusto Aguirre Galindo, “El Paradigmático caso de Cipriana Parra. Una anciana curandera del altiplano cundiboyacense en el emprendimiento en la república neogranadina” (Tesis de pregrado, Universidad Externado de Colombia, 2012).

13 Los discursos liberales de mediados del siglo XIX se han estudiado respecto a la expulsión de los jesuitas, por ejemplo en: José David Cortés Guerrero, La expulsión de los Jesuitas de la Nueva Granada como clave de lectura del ideario liberal colombiano de mediados del siglo XIX, Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, vol. 30 (2003): 199-238. También existe un estudio sobre su discusión en la prensa de opinión entre integrantes de los partidos Liberal y Conservador en Juan Pablo Guerra Lopera, Las reformas liberales en la Nueva Granada a mediados del siglo XIX. De la prensa de opinión a la guerra, Quirón. Revista de Estudiantes de Historia, vol. 1, n.o 1 (diciembre de 2014): 71-82. Finalmente, hay un estudio sobre las nuevas prácticas y sociabilidades entre la élite y otros sectores sociales que suscitaron las reformas liberales en la Nueva Granada a mediados del siglo XIX, en Nelson Enrique Laguna Rodríguez, Documentos plebeyos frente a las reformas liberales del siglo XIX (1848-1863), Vínculos, vol. 6, n.o 1 (2009): 84-97, https://doi. org/10.14483/2322939X.4145.

14 AGN, República (JT) 27, f. 778r.

15 AGN, República (JT) 27, f. 772v.

16 AGN, República (JT) 27, f. 770v.

17 AGN, República (JT) 27, f. 776r.

18 AGN, República (JT) 27, ff. 778v; 778r.

19 AGN, República (JT) 27, f. 774v.

20 AGN, República (JT) 27, f. 773r.

21 AGN, República (JT) 27, f. 776v.

22 AGN, República (JT) 27, f. 773v.

23 AGN, República (JT) 27, f. 777v.

24 AGN, República (JT) 27, f. 778v.

25 Esta conclusión se toma del análisis de Ariza sobre la simbología de la alimentación en el Nuevo Reino de Granada, 156.

26 AGN, República (JT) 27, f. 771r.

27 Alejandra Araya, Azotar. El Cuerpo, prácticas de dominio colonial e imaginarios del reino a la República de Chile, en Formas de Control y Disciplinamiento. Chile, América y Europa, siglos XVI-XIX, ed. Verónica Undurraga y Rafael Gaune (Santiago de Chile: Uqbar Editores, 2014), 212.

28 El azote era frecuentemente empleado por los amos para doblegar a los sujetos esclavizados en la Colonia.

29 Mabel Paola López Jerez, Trayectorias de civilización de la violencia conyugal en la Nueva Granada en tiempos de la Ilustración (Tesis doctoral, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2018), 207.

30 López Jerez, 250.

31 López Jerez, 422.

32 AGN, República (JT) 27, f. 771v.

33 AGN, República (JT) 27, f. 771v

34 AGN, República (JT) 27, f. 771r.

35 AGN, República (JT) 27, f. 770r.

36 AGN, República (JT) 27, f. 773v.

37 AGN, República (JT) 27, f. 770r.

38 AGN, República (JT) 27, f. 839v.

39 Palabras subrayadas en original.

40 AGN, República (JT) 27, ff.769r-770v.

41 Palabra entre comillas en el original.

42 AGN, República (JT) 27, f. 774v.

43 AGN, República (JT) 27, f. 774r.

44 AGN, República (JT) 27, f. 773r.

45 AGN, República (JT) 27, f. 774v.

46 Ariza, 165.

47 Ariza, 121, 164.

48 Ariza, 168.

49 Ariza, 165.

50 Diana L. Ceballos se refiere a los “intermediarios culturales”, quienes se mueven entre diferentes esferas por sus oficios. Por ejemplo, parteras, lavanderas, médicos y comerciantes. Diana Luz Ceballos Gómez, Hechicería, brujería, e Inquisición en el Nuevo Reino de Granada: un duelo de imaginarios (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 1995), 52.

51 Jaime Humberto Borja, Sexualidad y cultura femenina en la colonia. Prostitutas, hechiceras, sodomitas y otras transgresoras, en Las mujeres en la historia de Colombia, ed. Magdala Velásquez Toro, tomo. 3 (Bogotá: Norma, 1995), 49-50.

52 Borja, 66.

53 Borja, 51.

54 Ariza, 80.

55 Ariza, 80-81.

56 Ariza, 100.

57 Ariza, 81.

58 Ariza, 182.

59 Ariza, 151.

60 AGN, República (JT) 27, f. 770v.

61 Codificación nacional de todas las leyes de Colombia desde el año de 1821, hecha conforme a la ley 13 de 1912, 6:527.

62 AGN, República (JT) 27, f. 773r.

63 AGN, República (JT) 27, f. 774v.

64 AGN, República (JT) 27, f. 774r.

65 AGN, República (JT) 27, f. 777v.

66 AGN, República (JT) 27, f. 836v.

67 Otro motivo expuesto por los letrados para pedir la conmutación de la pena de muerte fue que había pasado un año y seis meses entre el crimen y la ejecución de la máxima pena; por lo tanto, la corporal perdía todo el sentido.

68 AGN, República (JT) 27, f. 832r.

69 AGN, República (JT) 27, f. 832r.

70 Creemos que el apelativo “indio” es utilizado por Salvador Camacho Roldán como una forma despectiva para referirse a sujetos iletrados como “Mónica Sarmiento y socios”, mas no porque estos últimos fuesen indígenas; de haberlo sido, hubiera quedado explícito en el expediente judicial, como ocurrió en el caso de Juana.

71 AGN, República (JT) 27, ff. 838v-838r.

72 AGN, República (JT) 27, f. 836r.

73 AGN, República (JT) 27, f. 838r.

74 AGN, República (JT) 27, f. 838v.

75 AGN, República (JT) 27, ff. 838r-839v.

76 AGN, República (JT) 27, f. 769v.

77 AGN, República (JT) 27, ff. 779r-780v.

78 David Bushnell, Colombia, una nación a pesar de sí misma: de los tiempos precolombinos a nuestros días, trad. Claudia Montilla V. (Bogotá: Planeta, 2004), 277.

79 Bushnell, 271.

80 Bushnell, 39.

81 Bushnell, 277.

82 Bushnell, 277.

83 Bushnell, 277.

84 Max S. Hering Torres, Orden y diferencia. Colombia a mediados del siglo XIX, en Ensamblando heteroglosias, ed. Olga Restrepo Forero (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2013), 375.

85 Hering Torres, 375.

86 Además del texto de David Bushnell para abordar la población indígena en la sociedad decimonónica, puede estudiarse el texto de Hans-Joachim König, En el camino hacia la nación. Nacionalismo en el proceso de formación del Estado y de la nación de la Nueva Granada, 1750 a 1856, trad. Dagmar Kusche y Juan José de Narváez (Bogotá: Banco de la República, 1994).

87 AGN, República (JT) 27, f. 839v.

88 AGN, República (JT) 27, f. 838r.

89 AGN, República (JT) 27, f. 835r.

90 AGN, República (JT) 27, f. 837v.

91 AGN, República (JT) 27, ff. 833v; 835r; 838v.

92 AGN, República (JT) 27, f. 838v.

93 AGN, República (JT) 27, f. 836v.

94 AGN, República (JT) 27, f. 838v.

95 AGN, República (JT) 27, f. 839v.

96 AGN, República (JT) 27, ff. 833v; 835r. Si bien el juez y el presidente hacen la misma aseveración, el presidente matiza su afirmación al escribir que la pena de muerte excede los límites de la vindicta pública “en cierta manera” (835r).

97 Según el diccionario de la Real Academia Española, el garrote es el “procedimiento para ejecutar a un condenado comprimiéndole la garganta con una soga retorcida con un palo, con un aro metálico u oprimiéndole la nuca con un tornillo”. La pena del garrote aparece instituida en el artículo 32 del Código Penal de 1837.

98 AGN, República (JT) 27, f. 833v.

99 AGN, República (JT) 27, f. 835r.

100 AGN, República (JT) 27, f. 839v.

101 AGN, República (JT) 27, f. 839v.

102 Iván González Puccetti, Salvador Camacho Roldán: entre la normatividad y el espíritu práctico, en El radicalismo colombiano del siglo XIX, ed. Rubén Sierra Mejía (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas. Departamento de Filosofía, 2006), 42-43, https://repositorio.unal.edu.co/ handle/unal/2941.

103 Bushnell, 148.

104 Cortés, 205.

105 Cortés, 303.

106 Bushnell, 161.

107 José Wilson Márquez Estrada, La nación en el cadalso. Pena de muerte y politización del patíbulo en Colombia: 1800-1910, Revista Historia y Memoria, n.° 5, 2012.

108 González, 41.

109 Salvador Camacho Roldán, Memorias (Bogotá: Editorial Bedout, 1923), 227.

110 Camacho, 52.

111 Camacho, 65.

112 Camacho, 65.

113 Manuel Lardizabal y Uribe, Discurso sobre las penas (Argentina: Editorial del Cardo, 2003), www.biblioteca.org.ar.

114 AGN, República (JT) 27, f. 839v.

115 AGN, República (JT) 27, f. 839v.

116 Lardizabal y Uribe.

117 Lardizabal y Uribe.

118 AGN, República (JT) 27, f. 838v.

119 Cortés, 205.

120 Edwin Cruz Rodríguez, Violencia y Crisis de La Modernidad, en Crisis de La Modernidad, emancipación y alienación, ed. Julio Quiñonez Páez (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2011), 123.

121 Michel Foucault, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, trad. Aurelio Garzón del Camino, 1.a ed. (Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2002), 234.

122 Foucault, 17.

123 La pena de muerte era un suplicio porque no se trataba simplemente de la privación de la vida, sino de la ocasión de “retener la vida en el dolor, subdividiéndola en miles de muertes y obteniendo con ella, antes de que cese la existencia, “‘the most exquisite agonies’”. Foucault, 39.

124 Foucault, 18-24.

125 Foucault, 16.

126 Cesare Beccaria, Tratado de los delitos y de las penas, Historia del derecho 32 (Madrid: Universidad Carlos III de Madrid, 2015), 33.

127 Beccaria, 34.

128 Beccaria, 57.



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Capitulo 4



Gloria Valencia de Castaño: tradición y trasgresión en voz de la primera dama de la radio colombiana, 1951-1966

Gloria Valencia de Castaño: tradition and transgression in the voice of the first lady of Colombian radio, 1951-1966


Resumen

Este estudio se ocupa de la participación de Gloria Valencia de Castaño en la radiodifusión colombiana entre el comienzo de la década de 1950 y mediados de la década de 1960. Valencia de Castaño es conocida como “la primera dama de la televisión colombiana”. Hoy en día siguen siendo muchas las personas que la recuerdan por su aparición en programas como “Carta de Colombia” (RTI Televisión, 1970-1979) y “Naturalia” (RTI, 1974-1993). Aun cuando fue su participación en la televisión lo que la posicionó en la memoria de los colombianos, este capítulo postula que su triunfo en la pantalla chica es “la puntada final” de una carrera adelantada y consolidada en la radio. Analizamos la voz femenina en la radio en general y, específicamente, la importancia que tuvo el quehacer radiofónico de Valencia de Castaño para abrirle espacios a la participación de mujeres en contextos tradicionalmente masculinizados. Nuestras principales fuentes documentales son registros de los programas radiales “Cosas de mujeres” (1951-1955) y “El espacio de Gloria” (1965-1966). Este material fue producido y difundido en su momento por la HJCK: el mundo en Bogotá, una de las primeras emisoras culturales independientes en el país y donde Valencia era la principal voz femenina.

Palabras clave: Historia de la radio en Colombia; Gloria Valencia de Castaño; mujeres en la radio; luchas feministas del siglo XX; trasgresión femenina



Abstract

This study focuses on Gloria Valencia de Castaño’s participation in Colombian radio broadcasting since the beginning of the 1950s and continuing into the mid-1960s. Valencia de Castaño is known as “the first lady of Colombian television.” Today many people continue to remember her for her appearance in television shows such as “Carta de Colombia” (RTI Televisión, 1970-1979) and “Naturalia” (RTI, 1974-1993). Even though her participation on television placed her in the memory of many people in Colombia, this chapter is built on the idea that her success on the small screen is the ultimate achievement of an advanced and well-consolidated career on the radio. In the following pages we deal with the voice of women in this mass media and the role that Gloria Valencia de Castaño’s work in radio broadcasting played in opening spaces for women’s participation in traditionally masculinized spaces. Our main documentary sources are records of the radio programs “Cosas de Mujeres” (1951-1955) and “El espacio de Gloria” (1965-1966). This audio material was produced and broadcasted at the time by HJCK to the world in Bogotá. The HJCK was one of the first independent radio stations with cultural content in the country and Valencia de Castaño was their main female broadcaster.

Keywords: History of Colombian broadcasting; Gloria Valencia de Castaño; women in radio; 20th Century Feminist Struggles; female transgression


Sobre las autoras | About the authors


-Daniela Moná Ramírez [dmonar@unal.edu.co]

Historiadora de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá. Trabajó como catalogadora para el Archivo Sonoro de RTVC, Sistema de Medios Públicos, dentro del Proyecto de Recuperación del Patrimonio Digital de la Radio y la Televisión Pública Nacional llamado Señal Memoria. Hace parte del grupo de investigación “Prácticas culturales, imaginarios y representaciones”. Asimismo, está vinculada al Colectivo Red de Huertas de Suesca, donde trabaja en procesos socio-pedagógicos alrededor de la gestión responsable del agua, la agricultura familiar, la salvaguarda de conocimientos tradicionales y la recuperación de suelos. Tiene experiencia en pedagogía infantil y educación ambiental en Colombia y Alemania. Se interesa por los modos que permiten generar vínculos de fascinación con el entorno natural y con la memoria histórica en las diferentes esferas de la sociedad en favor de una cultura de paz y de un presente sostenible.

Paula Orozco-Espinel [paula.oe@pitt.edu]

Historiadora y magíster en Estudios de Género en la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá. Actualmente es estudiante del doctorado en Historia de la Universidad de Pittsburgh, Estados Unidos con financiación de una beca Fulbright. Hace parte de los grupos de investigación “Relaciones Internacionales e Historia Transnacional” y “Prácticas Culturales, Imaginarios y Representaciones”. En términos generales, se interesa por el rol de las mujeres en procesos históricos transnacionales. Ha investigado sobre la participación de actrices latinoamericanas en la industria fílmica mexicana y estadounidense (1921-1946). Recientemente publicó “Carmen Miranda en Hollywood (1939-1945): en el centro de la pantalla, al borde de la historia”, Palabras Clave, 22 (4, 2019). Actualmente trabaja sobre la historia transnacional de las luchas feministas de la segunda mitad del siglo XX en Colombia. Adicional a su trabajo académico es activista por los derechos humanos de las mujeres. Desde el Colectivo Género y Seguridad promueve la erradicación de las violencias basadas en género en contextos universitarios.



Cómo citar en MLA / How to cite in MLA


Moná Ramírez, Daniela y Orozco-Espinel, Paula. “Gloria Valencia de Castaño: tradición y trasgresión en voz de la primera dama de la radio colombiana, 1951-1966”. Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX, editado por Mabel López Jerez, Editorial Uniagustiniana y Asociación Colombiana de Estudios del Caribe – ACOLEC, 2021, pp. 151-191.



Introducción


Gloria Valencia de Castaño es conocida en el país como “la primera dama de la televisión colombiana”. Ella nació el 27 de julio de 1927 en Ibagué, Colombia. Vivió sus primeros doce años de vida en su ciudad natal, donde asistió al colegio de La Presentación(2) . En 1939 fue internada por decisión familiar en el Liceo Nacional Femenino en Bogotá, donde culminó su bachillerato(3) . Inmediatamente después de terminar ese nivel de formación y con apenas diecisiete años, comenzó a desempeñar el cargo de secretaria en la Policía Nacional. En palabras de Gloria Molano Devia, “fue ahí, precisamente, el lugar donde surgió el amor imperecedero entre ella y un bogotano de raigambre antioqueña, Álvaro Castaño Castillo, quien, por ese entonces, adelantaba su trabajo de grado para optar por su título de abogado”(4) . Esta historia mítica de “amor imperecedero” ha sido repetidamente contada, con más o menos bombos, en los medios de comunicación colombianos. Es pública, inclusive, la versión de Álvaro Castaño Castillo, quien narra la atracción que sintió por “aquella jovencita” la primera vez que la vio.

En junio de 1947, Álvaro Castaño Castillo y Gloria Valencia de Castaño se unieron en matrimonio. En aquel momento en el país comenzaba el periodo denominado por la historiografía como La Violencia(5) . En medio del ambiente de polarización y falta de legitimidad política que se vivía, hubo varios e importantes esfuerzos de particulares por abrir espacios educativos que se alejaran de la lucha bipartidista(6) . Gloria Valencia de Castaño y su esposo estuvieron a la cabeza de uno de estos. Ellos, junto con un grupo de excelsos pensadores que incluía a Eduardo Caballero Calderón, Alfonso Peñaranda, los hermanos Hernando y Alfonso Martínez Rueda y Gonzalo Rueda Caro, decidieron abrir una emisora radial con el objetivo de llevar a las masas la “alta cultura”. Así, el 15 de septiembre de 1950 se inauguró la emisora HJCK: el mundo en Bogotá(7) .

En las próximas páginas nos vamos a concentrar en el quehacer radiofónico de Gloria Valencia de Castaño en la HJCK durante las décadas de 1950 y 1960. Hoy en día siguen siendo muchas las personas que recuerdan a esta influyente mujer por su aparición en programas de televisión como “Carta de Colombia” (RTI Televisión, 1970 y 1979) y “Naturalia” (RTI, 1974 y 1993). Sin embargo, aun cuando su rol en la televisión la posicionó en la memoria de muchos colombianos, nosotras sostenemos que su triunfo en la pantalla chica es la puntada final de una carrera adelantada y consolidada en la radio. Buscamos entonces hacer un recuento de su carrera en diálogo con el lugar de la radio en la construcción y transformación de “la mujer colombiana” —como aparece en nuestras fuentes— y de otras identidades colectivas vigentes en el país durante nuestro periodo de estudio. Para reflexionar sobre la participación de las mujeres en los medios de comunicación masiva en Colombia y, más ampliamente, para avanzar en los estudios sobre la presencia y participación de las mujeres en la vida pública del país, partimos de algunos de los programas radiales que ella dirigió y presentó.

Esta investigación busca ser un aporte a la historiografía sobre la radio en Colombia, en tanto aún es mucho lo que hay por hacer en este campo. Al respecto, el sociólogo Carlos Eduardo Valderrama señala el desfase que existe en la cantidad de análisis sobre la televisión, en comparación con otros medios de comunicación masiva como objeto de estudio, incluida la radio(8) . Así, al abordar el quehacer radiofónico de Gloria Valencia de Castaño queremos contribuir a la comprensión de la historia de la radio en Colombia en términos generales. A nivel más específico, estamos también aportando a la construcción de la historia de la HJCK, una emisora radial excepcional en la historia del país por las características de sus programas y su prolongado tiempo de duración al aire.

La radiodifusión en Colombia ha sido trabajada principalmente desde el campo de la comunicación como parte del interés que tuvieron a partir de los años sesenta algunas instituciones gubernamentales por los usos de los medios de comunicación masiva(9) . Desde la disciplina histórica han sido pocos los análisis que se han hecho al respecto. Resalta el libro Todo viene y todo sale por las ondas: formación y consolidación de la radiodifusión colombiana, 1929-1954, derivado de la tesis doctoral de la historiadora Catalina Castrillón Gallego y publicado en el 2015. Allí se reconstruyen la implementación y el desarrollo de la radio en el país y se problematiza este medio de comunicación masiva a lo largo del tiempo, abriendo ventanas de análisis para futuras investigaciones. Entre otras, se señala la necesidad de realizar estudios particulares sobre la actividad radial como un nuevo campo laboral y profesional para las mujeres. Con nuestra investigación no solo atendemos a este llamado, sino que partimos del caso particular de Gloria Valencia de Castaño para continuar resaltando la importancia de la radio frente a los cambios sociales y culturales del siglo XX en Colombia.

Las fuentes documentales sobre las que se basa este trabajo son registros de programas radiales transmitidos por la HJCK. Nos adentraremos en la década de 1950 a partir de grabaciones del programa “Cosas de mujeres” (1951-1955) y en la década de 1960 a través de los registros disponibles de “El espacio de Gloria” (1965-1966). Del primero de estos programas contamos con dieciocho registros sonoros de una duración que oscila entre los diez y los quince minutos; y del segundo disponemos de diez registros de aproximadamente diez minutos cada uno(10). En este trabajo no solo nos acercamos a los contenidos de dichos programas, sino también a los significados que llevan consigo los formatos radiales utilizados, pues entendemos que en la radio no solamente las palabras están cargadas de sentido, sino que los géneros, las estéticas y las formas hacen parte fundamental del mensaje(11).

En pocas palabras, cuando nos planteamos revisar la participación de Gloria Valencia de Castaño en la radiodifusión colombiana no solamente nos ocupamos de un individuo y sus actos, sino del medio en el que se da su agencia y del entramado social en el que dicho medio se encuentra. Cuando Valencia de Castaño habla en la radio no solamente se trata de ella: habla la radio misma, con sus formatos, cánones y reglas. Este es, además, un medio cuyo lugar en el tejido social está en constante transformación, según la interacción con otros medios de comunicación masiva(12). Identificamos entonces que la radio actúa en el entramado social al exponer, reproducir y transformar discursos, entre los que se encuentran debates sobre el rol de las mujeres en la sociedad. Por tanto, tratamos cada registro sonoro no solamente como portador de unos contenidos específicos, sino como parte de un medio de comunicación que significa en sí mismo y que tiene un lugar en la vida cotidiana de la audiencia.

Al analizar las fuentes encontramos que en los programas de Gloria Valencia de Castaño existe una presencia de prácticas comunicativas que van y vienen de la tradición a la trasgresión. Su conformidad con ciertas normas de género y de clase la ubicó en un lugar privilegiado desde el cual pudo realizar pequeñas trasgresiones a lo largo de décadas. De allí que en este capítulo sostengamos que la primera dama de la radio y la televisión en Colombia ejerció su labor desde la tradición, desde las estéticas legítimas para su tiempo, pero quebrantando ciertos límites con el uso de la ironía, la opinión sobre temas de interés público y la visibilización de algunas mujeres que participaron en espacios tradicionalmente masculinizados.

Vemos el constante empuje que Gloria Valencia de Castaño realizó en la radio como un acto trasgresor en cámara lenta; como una labor cargada de paciencia histórica, pues no rompió de forma contundente con relaciones de poder en un momento dado, sino que desplazó ciertos límites a lo largo del tiempo.

Entendemos la trasgresión como un problema histórico que nos remite necesariamente a la norma. Un acto es valorado como trasgresor según una posición de enunciación específica, que a su vez está en constante transformación(13). Lo que ayer fue trasgresor no necesariamente lo es hoy, o lo que en un contexto geográfico representa un cruce de los límites establecidos en otro puede ser una práctica cotidiana apenas perceptible. En este sentido, “la trasgresión no solo depende de la subjetividad, también acaece en un tejido histórico y cultural altamente conectado y cambiante”(14).

A lo anterior habría que sumarle que las prácticas consideradas trasgresoras no son homogéneas y no tienen el mismo carácter entre sí. Podemos estar ante crímenes como el homicidio o ante el cuestionamiento de ciertas normas sin que se incurra en el rompimiento de la ley. La gama de actos que pueden ser observados como trasgresiones es muy amplia y pasa tanto por la ruptura explícita de ciertas normas como por la controversia y el dilema en una red de significados. Bajo este punto de vista, como se dijo, cuando hablamos de trasgresión en el quehacer de Gloria Valencia de Castaño en la radio no nos referimos a una ruptura de las leyes vigentes en el momento, sino que hablamos de una variedad de prácticas que empujaron los límites establecidos en las redes de significados en las que ocurrieron dichas prácticas.

En esta medida, nuestra investigación pretende contestar algunas ideas que deslegitiman las luchas feministas por encontrar que, o bien son innecesarias en tanto los derechos civiles de hombres y mujeres fueron igualados a mediados del siglo pasado, o bien son inútiles pues no tienen resultados efectivos y medibles. Nosotras queremos enfatizar que han sido mujeres de carne y hueso, como nuestra protagonista, quienes con pequeños y grandes esfuerzos han ganado a pulso la presencia y representación de nuestro género en la “esfera pública”. Además, ponemos sobre la mesa que muchas discusiones, en las que —por la selección de fuentes primarias y métodos de análisis— se han priorizado los puntos de vista de hombres, también fueron llevadas por mujeres que conversaban entre ellas en diferentes contextos y espacios, incluido el radial. Estas mujeres, algunas conocidas y otras anónimas, avanzaron durante años ideas que hoy están asociadas a la construcción de un mundo más igualitario en términos de género.



Entre el salón de costura y la Constituyente


En 1953 subió al poder en Colombia el general Gustavo Rojas Pinilla y durante su gobierno se inauguró la televisión en el país. Desde entonces, Gloria Valencia de Castaño apareció también en este nuevo medio de comunicación. Arrancó presentando “Conozca los autores” (Televisora Nacional, 1953) y enseguida siguió con “El lápiz mágico” (Televisora Nacional y programadora Punch, 1954-1955). Este último ha sido descrito como “un programa de carácter periodístico, impregnado de una crítica muy sutil, pero significativa”(15). En él participaron Gloria Valencia de Castaño, en su calidad de presentadora, y tres de los mejores caricaturistas del momento: Chapete (Hernando Turriago Riaño), (Hernán) Merino y (Enrique) Carrizosa (Castro)

En palabras coloquiales, Valencia de Castaño y estos caricaturistas “le ponían picante al asunto con dibujos de doble sentido y uno que otro vainazo a la clase política”(16). Su aguda lectura de la realidad político-social, en plena dictadura militar, llevó a que “El lápiz mágico” fuera censurado por el Gobierno y, poco después, cancelado. El mismo año en que esto ocurrió se empezó a transmitir por la HJCK el programa radial “Cosas de mujeres”. Cada semana, Gloria Valencia de Castaño —conductora y directora— entablaba un diálogo con una mujer destacada en campos tradicionalmente masculinizados, como la política, la educación, la literatura y el deporte. El formato utilizado buscaba llegar a los oyentes por medio de simulacros de conversación: una supuesta charla de amigas en la sala de la casa, pero transmitida por radio los martes a las siete de la noche.

En “Cosas de mujeres”, más que simplemente visibilizar a pioneras en ámbitos que hasta hacía poco habían sido exclusivos de los hombres, se exaltaba a las invitadas por medio de un lenguaje grandilocuente. Esto se evidencia en la forma como Gloria Valencia de Castaño presentaba a sus entrevistadas y las actividades que ellas realizaban. Las mostraba como “centrales”, poseedoras de “una vasta cultura y una alta inteligencia”, y en ocasiones también de “una exquisita sensibilidad”. Este tratamiento se les daba no solamente a las mujeres que efectivamente sobresalían en sus campos, sino que aplicaba también a quienes eran menos destacadas. Tal es el caso de la bibliotecaria Gilda de Tello, quien además de trabajar en el Centro Colombo-Británico participaba de un grupo de teatro compuesto mayoritariamente por aficionados (The Bogotá Players). En esta entrevista, Gloria Valencia de Castaño resalta las “actividades destacadas” de la invitada que, según dice, la convertían en “miembro muy principal” del grupo, aunque la postura de la propia De Tello al respecto era mucho más moderada(17).

A diferencia de “El Lápiz Mágico”, no encontramos evidencia histórica que sugiera que “Cosas de mujeres” haya sido censurado. Sin embargo, lo cierto es que se trataba de un espacio con profundos contenidos políticos que cuestionaba las jerarquías sociales, en especial aquellas asociadas al género. De hecho, podemos decir que lo que es constantemente “femenino” son las entrevistadas, no a lo que ellas hacían referencia. Aun así, quizá una de las razones por las que el programa evadió el control del régimen militar fue la inocencia y apoliticidad que se le podía atribuir a algo nombrado como “cosas de mujeres”: cosas mundanas, cotidianas, irrelevantes. Bajo este nombre la crítica “sutil pero significativa” —como aquella que ya había intentado “El Lápiz Mágico”— resultó más permisible. Esto no parece haber sido accidental.

A lo largo de este apartado sostenemos que Gloria Valencia de Castaño utilizó conscientemente las presunciones conservadoras sobre los roles de género para procurar que sus profundos contenidos generarán menos recelos. Para no romper el espejismo, las críticas a las realidades políticas y sociales del país no solían hacerse de golpe. Se construían mediante gestos, comentarios e insinuaciones de forma sutil, pero constante a lo largo de todas las emisiones.

Un primer elemento que nos permite señalar que Gloria Valencia de Castaño adelantó conscientemente pequeñas y grandes trasgresiones en su programa es que existen guiños irónicos en las entrevistas que en ocasiones ponen sobre la mesa lo que de fondo se está haciendo. En su diálogo con Amalia Samper Gnecco, directora coral y pedagoga musical, por ejemplo, el tema principal es la aplicación de la pedagogía Montesori con niños de cuatro y cinco años a través del canto y las artes. Sin embargo, la entrevista comienza con la pregunta: “Amalia, para no hacer quedar mal a los señores que aseguran que siempre las mujeres estamos hablando de fiestas, modas o chismes, pues, cuéntame, ¿qué tal el baile de anoche?”(18). Solo después de esto se pasa a discutir temas pedagógicos, profundamente relevantes en un momento en el que se estaba reflexionando sobre el sistema educativo nacional y se adelantaban diferentes iniciativas públicas al respecto(19).

Gloria Valencia de Castaño sabía cómo complacer y retar a su público en “la justa medida”, para mantener tradiciones y al mismo tiempo transgredir. Otro excelente ejemplo de esto es cuando, antes de arrancar su entrevista con Isabel Lleras de Ospina, poetisa colombiana, Gloria Valencia de Castaño hace un pequeño recuento de las emisiones previas. Este tipo de ejercicio no era típico de todas las transmisiones, al contrario, aparece como una excepcionalidad en este caso. Valencia de Castaño dice:

Aquí tenemos nuevamente “Cosas de mujeres”. En estas entrevistas hemos escuchado ya a Magdalena Feti de Holguín, hablándonos del museo que dirige, de sus libros, de sus inquietudes. Vino después Amalia Samper a relatarnos la historia de sus coros. La semana siguiente Margot Cuellar de Argaez nos contó cómo formó poco a poco el Bogota Business College; y, como siempre tratamos cosas de mujeres, hace tres semanas la princesa Kuraki(20) nos habló deliciosamente sobre su casa de alta costura. Vino luego Josefina Valencia de Hubach, delegada a la Constituyente, y sin discusión una de las mujeres más importantes de nuestro país. Finalmente, la semana pasada, Clara Nieto de Ponce de León se refirió en este programa a su diaria columna en El Tiempo y a las realizaciones de su oficina de decoración.(21)

En su recuento, Gloria Valencia de Castaño va y viene entre “las cosas de mujeres” y las cosas tradicionalmente masculinizadas realizadas por algunas mujeres. Para bajar los escudos de quien escucha, se menciona que Feti de Holguín habla de “sus inquietudes”, pero no se dice que estas tenían que ver con las luchas por el sufragio femenino; se mencionan los coros de Samper, pero sus reflexiones sobre pedagogía infantil quedan por fuera; y, sobre todo, se enfatiza el título del programa. —¿Acaso fui yo quién oyó mal y Gloria empezó a hablar sobre luchas feministas cuando estaba hablando de alta costura? Para las y los oyentes de mediados de la década de 1950, quienes no podían hacer lo que nosotras y rebobinar el audio para verificar, preguntas como esta probablemente quedaron sin respuesta más de una vez.

Es muy llamativo que casi todas las mujeres entrevistadas se prestan a la estrategia utilizada por Gloria Valencia de Castaño en el programa. La misma Isabel Lleras de Ospina, por ejemplo, parece no tener problemas con que la conductora del programa se refiera a ella repetidamente como “Isabelita”. Otro ejemplo es la conversación con Clara Nieto, quien es presentada al inicio como decoradora de vitrinas. Ya avanzada la entrevista nos enteramos de que, además, ella escribe para la página social de El Tiempo, un trabajo que, según dice, realiza luego de las cinco de la tarde cuando termina su trabajo en su empresa de decoración de vitrinas(22).

La posibilidad de que Gloria Valencia de Castaño y sus entrevistadas pudieran hacer juegos y mezclas entre “las cosas de mujeres” y los problemas de “interés público” estuvo profundamente respaldada por el medio en el cual tuvieron lugar las entrevistas. La radio ha tenido por décadas la capacidad de irrumpir en el espacio íntimo y acompañar las actividades cotidianas con voces que, aún siendo externas, pasan a ser parte de nuestro entorno inmediato. De ahí que desde los estudios de la comunicación se haya sostenido que la radio ha demostrado su capacidad para diluir las fronteras existentes entre lo público y lo privado(23).

Más adelante complejizaremos esta perspectiva que separa “lo público” de lo “privado”. Por ahora, basta decir que al concentrarnos en el caso específico de “Cosas de mujeres” es posible pensar que cuando se les permite a unas mujeres específicas entrar a “lo público” —en este caso concreto, al transmitir sus voces por un medio de comunicación masiva en horario estelar—, pero bajo formatos de “lo privado” —una conversación entre amigas en la sala de la casa que escuchamos en nuestra propia sala—, no solamente se diluyen las fronteras entre lo público y lo privado, sino que, más aún, se reta la existencia misma de estas fronteras y, sobre todo, la asociación de las mujeres únicamente con una de ellas.

Para profundizar en este aspecto, a la hora de analizar algunas de las entrevistas transmitidas en “Cosas de mujeres”, retomamos la crítica que Nancy Fraser hace a la definición de esfera pública de Jürgen Habermas(24). Entre otros aspectos, Fraser cuestiona el posicionamiento de Habermas según el cual una multiplicidad de esferas públicas resulta perjudicial para el ejercicio democrático. Por el contrario, señala cuán ventajoso ha sido para los grupos subalternos —mujeres, trabajadores, personas no blancas, gays y lesbianas, por ejemplo— desarrollar espacios contrapúblicos subalternos (subaltern counterpublics) para discutir entre ellos, elaborar estrategias y expandir los espacios discursivos(25).

En una de las emisiones de “Cosas de mujeres”, Gloria Valencia de Castaño conversó con la destacada feminista Ofelia Uribe de Acosta. En esa entrevista la invitada hace referencia a espacios que podrían entrar en la categoría de contrapúblicos subalternos, entre ellos varias “convenciones femeninas”. Específicamente menciona su participación en un congreso de mujeres en el que presentó una ponencia sobre el Régimen Patrimonial en el Matrimonio.

Es altamente probable que Ofelia Uribe de Acosta haga referencia en su entrevista al Cuarto Congreso Internacional Femenino, que tuvo lugar en Bogotá en 1930, del cual participó en calidad de delegada de Boyacá(26). Las ideas presentadas por ella y otras mujeres en este congreso tenían el objetivo de influir en el debate sobre el proyecto de ley reformatorio del Código Civil, que fue presentado en el Congreso de la República por Enrique Olaya Herrera bajo el auspicio y revisión del ministro de Gobierno, Carlos E. Restrepo.

Poco después de inaugurarse el congreso, algunas delegadas fueron nombradas para que se reunieran con Restrepo y unos cuantos parlamentarios a fin de invitarlos a la sesión sobre las capitulaciones matrimoniales(27). Restrepo y otros aceptaron la invitación. Gracias a ello se logró que el congreso femenino entrara en diálogo con espacios tradicionales de decisión política y que la agenda de las feministas avanzara respecto a los derechos civiles de las mujeres.

Tan solo dos años más tarde se reformó la situación jurídica de incapacidad civil de las mujeres casadas mediante la promulgación de la Ley 28 de 1932. Se consiguió que tuvieran la libre administración y disposición de sus bienes(28). Pese a la robustez de esta victoria, en la entrevista que Ofelia Uribe de Acosta le concede a Gloria Valencia de Castaño no se hace ninguna mención explícita a la importancia de que los espacios públicos subalternos de mujeres entren en diálogo con aquellos tradicionales de decisiones políticas. En cambio, sí se hace bastante énfasis en la necesidad de que las mujeres entren a la esfera pública hegemónica consiguiendo su nombramiento en cargos públicos, como, por ejemplo, en los ministerios. Siguiendo a Fraser, podemos decir que la ocupación de cargos públicos por parte de mujeres resultaría ventajosa para los intereses feministas en tanto las designadas participaran también de otros espacios donde los intereses feministas se conceptualizaran, es decir, espacios donde se elaborara un lenguaje y se definieran unas prioridades colectivas.

Respecto a “elaborar un lenguaje”, vale la pena identificar el modo en que Ofelia Uribe de Acosta y Gloria Valencia de Castaño se refieren a las luchas de las mujeres. Al inicio del programa, la conductora presenta a Uribe de Acosta como una “mujer de gran inteligencia” que pertenece al grupo de mujeres precursoras del “movimiento feminista colombiano”(29). Sin embargo, durante el resto de la entrevista se habla de movimiento femenino y se hace referencia a “la tercera fuerza femenina” y a la “organización femenina actual”.

El uso de la palabra feminista al inicio del programa y su desaparición en el resto de la transmisión nos hace pensar que la primera alusión pudo deberse a un lapsus, al olvido momentáneo de que se estaba haciendo un simulacro de lo privado. El término feminista, como en otras latitudes, probablemente no era visto en Colombia como estratégico a la hora de entrar en las esferas públicas hegemónicas para la conquista de ciertos derechos(30). Valencia de Castaño y su entrevistada sabían que se requería utilizar lenguajes velados que no generan tanto escozor.

Así, vemos que para mediados del siglo XX en Colombia mujeres como Ofelia Uribe de Acosta parecen haber no solo logrado conceptualizar sus intereses políticos, sino, además, utilizar un lenguaje estratégico para avanzar en sus objetivos. Lastimosamente, su caso no corresponde a la regla. En Colombia, una mayor presencia de mujeres en la política no significó automáticamente una mayor representación de los intereses feministas. Durante estos años hubo cada vez más mujeres nombradas en cargos públicos. Rojas Pinilla, por ejemplo, encargó durante su gobierno a su hija María Eugenia Rojas de la administración de programas de bienestar social y nombró a la primera gobernadora y a la primera ministra. No obstante, dicha presencia de mujeres en lo público no llevó los intereses feministas a estas esferas públicas hegemónicas. Maria Emma Wills trata ampliamente este fenómeno en su tesis doctoral. En sus palabras, “pueden ingresar más mujeres a la política [...] pero estas trasgresiones de presencia no convierten a sus gestoras automáticamente en portadoras de voces disidentes frente a las concepciones de la feminidad y la masculinidad imperantes”(31).

Para fortuna de todas, más allá del desbalance que Wills describe entre presencia y representación en el caso colombiano, hubo, por supuesto, mujeres que como Ofelia Uribe de Acosta llevaron a espacios públicos hegemónicos los intereses feministas. Valdría la pena recordar por ejemplo a Josefina Valencia de Hubach, a quien, como se señaló arriba, también entrevistó Gloria Valencia de Castaño en su programa y quien fue, además, justamente la primera gobernadora nombrada por Rojas Pinilla. Valencia de Hubach y Esmeralda Arboleda de Uribe fueron las encargadas de representar a la “organización femenina” ante la Asamblea Nacional Constituyente (ANAC) de 1954. En “Cosas de mujeres”, Valencia de Hubach declara que confiaba en que habría otra mujer además de ella en las deliberaciones de la ANAC, pero hace énfasis en que “en el caso de haber sabido que iría yo sola, habría aceptado, no como un honor o una situación personal, sino porque no era posible después de haber pedido representación a nombre de la organización femenina, rehusarla por el temor de quedarse sola”(32).

En este punto, vale la pena volver a la protagonista de este capítulo: Gloria Valencia de Castaño. Ella, no en el campo de la política sino en el de los medios de comunicación, invirtió la paradoja de la presencia y la representación descrita por Wills. En ese momento, en la radio cultural no había muchas mujeres locutoras, por no mencionar siquiera escritoras y directoras de programas. Entre las pocas resaltan Cecilia Fonseca de Ibáñez como locutora en la Radio Nacional y Marta Traba como crítica de arte en los medios de comunicación masiva(33). Sin embargo, Gloria Valencia de Castaño logró avanzar ideas trasgresoras sobre el rol de la mujer en la sociedad y su capacidad de ser gestora y comunicadora de la cultura, las artes y la política.

Presentó sus ideas no solamente en sus “conversaciones entre amigas”, sino en el medio de comunicación masiva que es la radio. La misma diferenciación entre qué es público y qué es privado es un campo de contestación discursiva; no existen barreras naturales entre una y otra cosa. Valencia de Castaño lo supo y saltó a la cuerda con esta diferenciación, se movió entre lo mundano y lo político, y recolocó lo tradicionalmente femenino y lo trasgresoramente feminista del lado que mejor le convenía con cada nuevo brinco.

Según Fraser, las etiquetas de público y privado suelen deslegitimar unos intereses, puntos de vista y temas, a la vez que valorizan otros(34). Esto generalmente resulta ventajoso para grupos e individuos dominantes, y desventajoso para sus subordinados. Pero Valencia de Castaño no solo retó las divisiones tradicionales y las jerarquías asociadas a estas, sino que justamente aprovechó elementos de las jerarquías para contestarlas, sutilmente, pero con firmeza.

El simulacro de lo privado que es “Cosas de mujeres”, en la práctica permitió poner en la esfera pública debates que algunos pudieron considerar que no pertenecían a ella. Gloria Valencia de Castaño, ya desde la década de 1950, logró posicionar temas de gran relevancia política y cultural entre aquellos que las mujeres podían discutir públicamente. Ella logró que sus palabras no solo no fueran censuradas por la dictadura militar, sino que pudieran ser admisibles en las salas de muchas casas, y que su voz y figura fuesen inclusive legitimadas y respaldadas por su medio y sus colegas, como se verá con mayor profundidad en la siguiente sección.


Gloria Valencia de Castaño abre nuevos espacios

En la década de 1960 comienza a transmitirse por la HJCK “El espacio de Gloria”, un programa conducido por “la figura femenina más popular de Colombia: Gloria Valencia de Castaño”(35). No encontramos información específica sobre el horario en el que se hacía la emisión, sin embargo, a partir de la revisión de lo consignado en la catalogación de Señal Memoria, así como de nuestra propia escucha atenta al material sonoro disponible, podemos deducir algunos elementos. “El espacio de Gloria” se trató de un programa que pretendía acompañar “los oficios del hogar”(36) y era, al parecer, transmitido todos los días por la mañana, tal vez con la excepción de los fines de semana. Esto lo suponemos por el cierre habitual de cada transmisión, donde una voz masculina dice “Gloria las espera mañana y a la misma hora”(37).

En las transmisiones de este programa ya no oímos una conversación entre mujeres, sino que escuchamos a una en particular que se dirige directamente al público para opinar y discernir sobre temas de interés general. Gloria Valencia de Castaño se remite explícitamente a un público femenino, a la vez que trata asuntos tradicionalmente masculinos, como el flujo de capital o los usos políticos de la publicidad. Identificamos, pues, un paso de la visibilización de mujeres concretas y su agencia en la década de 1950 a un posicionamiento de la voz femenina que sienta puntos de vista, discute e incluso juzga y afirma, sin necesidad de acudir al simulacro de una conversación íntima. Dicha voz se refiere a su público como “la mujer colombiana”, una figura retórica que nos da elementos para reflexionar sobre la construcción de identidades colectivas por medio de la radio en la década del sesenta en el país.

En el contexto del Frente Nacional, Gloria Valencia de Castaño continuó apareciendo en la televisión en programas como “El mundo infantil” (Punch, 1959-1960) y “Feliz cumpleaños Ramo” (RTI, 1964- 1969). En esa misma época, RTI (Radio y Televisión Interamericana) la invitó a participar como presentadora en dos de sus programas estrella: “Haga lo que haga, Milo le paga” y “Aerocóndor en el Aire”. La continua presencia de Gloria Valencia de Castaño en la televisión colombiana no fue en detrimento de su quehacer en la radio. Como afirman las comunicadoras Ángela María Carreño y Ángela María Guarín, “la presencia de Gloria Valencia de Castaño fue

fundamental, no solo para la HJCK sino para toda la radio colombiana”(38). Incluso podemos decir que su presencia en ambos medios de comunicación masiva la fue posicionando como una figura llamativa e importante para el entonces llamado “desarrollo cultural” del país. Esto es crucial a la hora de escuchar los archivos sonoros en los que la voz de Valencia de Castaño quedó registrada en la década de 1960, pues no se trataba de alguien marginal, sino de una mujer que ya tenía una trayectoria en la radio y que había entrado con éxito en la televisión. Estamos, pues, ante una voz femenina cargada de credibilidad y legitimada por su gremio.

A diferencia de otros muchos casos en los que el trabajo y las ideas de mujeres son adjudicadas a sus esposos, o por lo menos sus contribuciones a proyectos adelantados en pareja son minimizadas, Gloria Valencia de Castaño y Álvaro Castaño Castillo fueron vistos y mostrados como pares. En las efemérides que la HJCK celebraba con motivo de algunos aniversarios solía narrarse la fundación de la cadena radial y se ponía a Valencia de Castaño como parte del grupo de personas que se interesaron por promover contenidos educativos y culturales al aire.

Asimismo, al escuchar los archivos sonoros de la HJCK que se encuentran en Señal Memoria, podemos oír cómo las voces masculinas que rodeaban a Gloria Valencia de Castaño la enaltecían. En una entrevista que le hicieron desde la Organización de Estados Americanos (OEA) en Washington en 1960, por ejemplo, se oye lo siguiente: “amigos de las Américas, en la voz de la OEA en Washington, tenemos hoy la visita de la primera figura femenina de la televisión colombiana, es Gloria Valencia de Castaño, animadora, comentarista y directora de programas”(39). No hay duda de que la voz de Valencia de Castaño tenía entonces un lugar privilegiado en este mundo de lo sonoro que llegaba a muchos hogares por medio de la radio en las décadas de 1950 y 1960 en Colombia.

Para comprender los archivos sonoros en la red de significados en la que fueron emitidas estas ondas, consideramos pertinente no solo identificar cómo era vista la figura de Gloria Valencia de Castaño, sino caracterizar a la radio como medio de comunicación masiva. En la década de 1960 esta era utilizada para “modelar la conciencia de quienes oían”. Se creía que era un medio privilegiado para realizar esta función en tanto tenía la capacidad de entrar en la intimidad de las personas(40).

Más aún, la radiodifusión en Colombia llamó la atención como instrumento de cambio social, en vista del efecto que tuvo la toma de la Radiodifusora Nacional en 1948 durante el Bogotazo para movilizar masas. Así, para la década de 1960, ya pasado el gobierno militar de Rojas Pinilla, los medios de comunicación masiva eran vistos como herramientas eficaces dentro de los planes de desarrollo, tanto urbano como rural, que se estaban adelantando en el país. Muestra de ello es el hecho de que instituciones públicas y privadas como el Instituto Agropecuario Colombiano (ICA) y la Asociación Cultural Popular (ACPO) mostraron un gran interés por generar conocimiento sobre las comunicaciones(41).

Entre las iniciativas privadas cuyos principios de desarrollo cultural estuvieron en sintonía con los objetivos de la radio pública se encuentra también la HJCK, donde se transmitía “El espacio de Gloria”(42). En este sentido, la radio como “instrumento de cultura” ocupó a diferentes sectores de las élites colombianas, quienes adelantaron propuestas comunicativas más allá de las instituciones gubernamentales. Este medio se utilizó entonces para educar, informar y, en general, para envolver a las masas con unos criterios de estética y unas opiniones concretas propias de lo que las gentes de radio llamaron “alta cultura”.

La capacidad envolvente de la radio hace referencia al hecho de que un grupo de personas distanciadas físicamente oyen al mismo tiempo unos mismos contenidos, una misma música, unas mismas voces. Este efecto envolvente junta de cierto modo a los y las oyentes que están corporalmente distantes. De este modo se formaron públicos, identidades grupales y cultura de masas en los contextos donde la radio jugaba un papel protagónico(43), como en la Colombia de la segunda mitad del siglo XX. Teniendo en cuenta lo anterior podemos decir que la voz de Gloria Valencia de Castaño sonaba por medio de un artefacto cuyo papel en la sociedad estaba sujeto en gran medida a los planes de desarrollo que se adelantaban en ese momento en el país, tanto desde el sector público como del privado, y a unos criterios estéticos propios de una élite cuyos referentes culturales provenían especialmente de Europa(44).

Ahora, para comprender mejor los contenidos de “El espacio de Gloria” es importante tener en cuenta también que para los años en los que se transmitió este programa la televisión ya hacía parte de la constelación de medios de comunicación masiva en Colombia. Esto generó movimientos en cuanto a los significados y usos de la radio. Antes de que se introdujera la televisión en el país, la radio cumplía, entre otras, la función de entretener. Por ello, en la década de 1940, además de los programas informativos y educativos, se transmitían conciertos en vivo y radioteatros(45).

Con la llegada de la televisión en 1954 inició la transmisión de teleteatros como una de las primeras modalidades de ficción televisiva, con la participación de actores provenientes de la Radiodifusora Nacional(46). De este modo, la televisión pasó a asumir el papel de entretención, dejándole a la radio las noticias o los reportajes más especializados. Así, para los años en que se transmitió “El espacio de Gloria” (1965-1966) la radio hacía parte de la vida cotidiana y acompañaba las actividades diarias con música y, sobre todo, con programas educativos e informativos.

En “El espacio de Gloria” Valencia de Cataño se dirigía a su público en el femenino de la primera persona plural. Para la Navidad de 1965, por ejemplo, dice: “espero que volvamos a reunirnos a nuestras charlas de cada mañana” para seguir conversando sobre “cosas de todos los días”(47). Nos parece importante aclarar que en nuestra investigación no nos ocupamos de quienes escuchaban el programa radial que estamos analizando. No caracterizaremos al grupo de personas que efectivamente oían de forma habitual la voz de Valencia de Castaño mientras realizaban sus oficios en el hogar. A partir del material del que disponemos podemos dilucidar en qué consistía ese “nosotras” al que hacía referencia desde el punto de vista de quien emitía la información. Es audible el esfuerzo que hizo Valencia de Castaño por generar públicos e identidades colectivas, pues con su lenguaje agrupaba a un conjunto imaginario de mujeres. Dicho imaginario es lo que nos ocupa en estas páginas(48).

Así, una vez caracterizada la radio y el rol que pudo tener en la sociedad colombiana de los años sesenta, podemos pasar a revisar la idea de “mujer colombiana” que Gloria Valencia de Castaño agrupó bajo el concepto de “nosotras” en sus programas matutinos. En una de las transmisiones de “El espacio de Gloria” se habla sobre el papel de las mujeres en la sociedad y en el mundo laboral en Colombia. Allí nos dice que “vivimos muy poco enteradas de cosas que nos atañen y de cosas que son importantes para nuestro país, para nuestros Gobiernos”(49). Este inicio del programa no solamente les hace eco a las entrevistas de “Cosas de mujeres”, analizadas en el apartado anterior, donde mujeres como Ofelia Uribe de Acosta y Josefina Valencia de Hubach hablaron de sus actividades en el movimiento femenino colombiano. Es una invitación sobre todo para que mujeres del común —es decir, que no ocupan cargos públicos ni tampoco pertenecen a las altas esferas de movimientos sociales— estén enteradas de la política. Decía:

Cada día todas tenemos que tratar, en la medida de nuestras posibilidades, de estar al tanto de todas estas cosas que conforman el mundo de lo contemporáneo y, concretamente, nuestra realidad. [...] Si cada día sabemos un poquito más, si cada día tratamos de enterarnos mejor de todas las cosas que atañen a lo mejor que tiene que ver con lo nuestro, entonces eso será bueno para nosotras, para nuestro hogar, para nuestros esposos.(50)

Es interesante oír cómo Valencia de Castaño hace explícito que su llamado no va en contra, sino a favor de la institución de la familia, punto que se desarrollará más adelante. Por ahora, lo que queremos resaltar es que se construye esta categoría imaginaria de un “nosotras” como sujetos políticos.

En la misma emisión, luego de expresar la necesidad de que las mujeres se mantengan enteradas de asuntos importantes para sí mismas, para sus hogares y para su país, comenta una investigación que realizó la colombiana Libia Stella Melo. Allí invita a sus oyentes a apoyar el trabajo de la autora, quien, según dice Valencia de Castaño, “recopila a centenares y centenares de mujeres de todo el país que se dedican a diversas actividades”(51). Aun cuando no se hace mención explícita del título del libro, creemos que se trata de Valores femeninos de Colombia, publicado en 1966. Entre las “cientos de mujeres” recopiladas en esta publicación se encuentra Ofelia Uribe de Acosta. Esto nos lleva a pensar en que el libro de Libia Melo y el programa radial que analizamos en el apartado anterior, “Cosas de mujeres” (1951-1955), hacen parte de una misma red de esfuerzos colectivos por visibilizar y poner en valor el quehacer de las mujeres a mediados del siglo XX en el país.

Después de una pausa musical, Valencia de Castaño comenta nuevamente sobre el libro de Melo: “es el primer intento serio que se hace en recopilar, en una especie de directorio nacional, las mujeres importantes de nuestro país con sus distintas actividades, con sus diversas realizaciones”(52). Enfatiza en el tiempo que duró la investigación y presenta el libro como “herramienta de consulta”, como referente para las lectoras, en donde pueden revisar diversas actividades que en ese momento realizan las mujeres en Colombia.

Valencia de Castaño dice explícitamente: “la verdad es que yo pienso que un esfuerzo como este merece por parte de todas nosotras no solo una felicitación realmente calurosa, sino además un apoyo especial”(53). En este sentido, la categoría de mujer colombiana y el grupo de mujeres al que se refieren las locuciones hacían parte de un esfuerzo por formar sujetos que se apoyaran mutuamente, consolidando así un “nosotras” sororo. Más aún, así como en el libro de Melo “hay desde las maestras hasta las científicas, pasando absolutamente por todas las profesiones”, las mujeres que se encuentran bajo el “nosotras” de Gloria Valencia de Castaño son aquellas de quienes no solo se espera apoyo para Melo, sino que trabajen y se muevan de forma destacada en todos los espacios de la sociedad.

Encontramos en ese mismo sentido audios de “El espacio de Gloria” en los que se apela a las mujeres como sujetos capaces de comentar “cosas serias”, de opinar y tener responsabilidad frente a temas que se estaban debatiendo en distintas esferas públicas, pero “como quien no quiere la cosa”. Este es el caso de un par de transmisiones en las que se habló de fuga de capitales bajo comentarios sobre una revista femenina extranjera, por un lado, y de los usos de la publicidad en planes de desarrollo, por otro.

En el primer caso Gloria Valencia de Castaño no establece una separación entre lo que es serio y lo que no. Lo que hace es un llamado a entender las acciones individuales como parte de la economía nacional. Dice que “nosotras a veces somos un poco inconscientes cuando elegimos lo que nos gusta o lo que nos complace. Un poco a tontas y locas a veces”(54). Nos pide en cambio ver la gran escala y responsabilizarnos de los efectos que pueden tener en el país acciones cotidianas. Se queja del hecho de que se esté consumiendo una revista “que está financiada exclusivamente a base de anuncios de nuestro país, [...] que está siendo editada en un país distinto al nuestro y que, además, todo el producto de estos avisos sale limpiamente de las fronteras colombianas, convertido en dólares que vuelan sin que nosotras los volvamos a ver”(55). Así, para Gloria Valencia de Castaño, el acceso a las recetas y las historias románticas requiere una reflexión patriótica.

En el segundo caso, se habla “de algo que nos rodea a todas, todos los días, en todos los momentos”: la publicidad. Aquí Valencia de Castaño diferencia los usos “frívolos” de los usos “serios” que se hacen de la publicidad en diferentes contextos. A su vez, estratégicamente difumina las barreras de estas divisiones para incluir a las mujeres en los debates que le interesan. Dice cosas como: “si quieren sigamos hablando de este tema, que es serio pero que para nosotras conversándolo así simplemente en una mañana puede no ser tan serio como parece, ¿no creen?”(56). Es decir, al tiempo que se opina respecto a temas “serios”, como los usos políticos de la publicidad, se hacen comentarios que velan o disminuyen esa seriedad para que sean admisibles cuando salen de una voz femenina. Es una estrategia para entrar en debates tradicionalmente masculinizados sin representar una amenaza para los roles de género dominantes en ese momento. Así, volvemos nuevamente a un punto ya mencionado en el apartado sobre “Cosas de mujeres” para tener una nueva perspectiva sobre la trasgresión de largo aliento de Gloria Valencia de Castaño.

A partir de los archivos sonoros que hemos analizado podemos decir que la idea de “mujer colombiana” que Gloria Valencia de Castaño cobijó con un “nosotras” en su programa matutino de la década de 1960 hace referencia a una mujer que se informa, celebra los logros de otras mujeres, participa en asuntos políticos y opina sobre temas de interés público. En el discurso de Valencia de Castaño esta mujer no representaba un peligro para “su hogar”, es decir, para el modelo de familia hegemónico a mediados del siglo XX en Colombia.

Este tipo de posicionamiento es implícitamente tranquilizador en el marco de debates que se venían dando por décadas sobre cómo la igualación de derechos civiles sin distinción de sexo, así como la participación de las mujeres en espacios educativos y de decisión política, podrían afectar la estabilidad de la institución de la familia. En la década de 1930, durante la época de la batalla por el acceso a la educación superior para las mujeres, estaba la preocupación de que el conocimiento profesional rompiera con la división sexual del trabajo y, por ende, con la base de las estructuras familiares(57).

Asimismo, en los debates en torno al derecho al voto femenino también aparecieron voces de duda que argumentaban que “otorgar derechos a la mujer, y particularmente a la casada, implicaba la disolución de la familia o del matrimonio”(58), pues habría peleas entre los esposos que podrían resultar inclusive en divorcios. En oposición, “las feministas argumentaron que la participación de la mujer en la vida ciudadana llevaría a una comunidad moral más solidaria”(59). En esta línea se inserta Valencia de Castaño cuando hace énfasis en que la participación y agencia por parte de las mujeres en asuntos gubernamentales y “públicos” son indispensables para el desarrollo del país, pues “el avance de la mujer” es para ella “el avance de la cultura”(60).

La caracterización que Valencia de Castaño hace de ese “nosotras” va más allá de juntar con su lenguaje a un grupo de mujeres. Ella inclusive se pone a sí misma como ejemplo de “la mujer colombiana” de la que habla, como lo prueban otras piezas del archivo consultado. En una de las transmisiones de 1966 hace una descripción de Popayán, una ciudad colombiana que se encuentra al suroccidente del país, sobre la cordillera occidental. Aun cuando Valencia de Castaño llega a esta ciudad con motivo del Primer Festival Nacional de Cerámica, su descripción se centra en la arquitectura colonial, el paisaje urbano y la vida universitaria. Compara Popayán con otras ciudades para diferenciar lo “bonito” de lo “feo”, generando así unas nociones estéticas y una opinión concreta sobre la ciudad y su gente.

Además, los adjetivos que adjudica a la ciudad los utiliza también para describir a la gente que la habita: “carácter lleno de sobriedad”, “gracia escondida”, “cosa suave, discreta, de infinita elegancia”. En cuanto a los jóvenes universitarios, se refiere a ellos como “gentes que están estudiando las cosas de hoy, gentes que están pensando como se piensa en los sitios de más avanzada en el mundo entero”. Ya iniciado el programa escuchamos:

“muchas de ustedes se estarán preguntando, pero qué importancia tiene para nosotras el que Gloria nos diga sus experiencias personales. Saben una cosa, yo creo que sí tiene importancia. Tiene importancia porque no son las experiencias de Gloria, son las experiencias de una colombiana, las sensaciones de una colombiana frente a una ciudad nuestra”(61). De este modo, se sostiene que lo que le sucede a Gloria Valencia de Castaño, le ocurre a una mujer colombiana y, por lo tanto, concierne a las mujeres como grupo identitario.

Podemos concluir este apartado recordando que “El espacio de Gloria” fue presentado como aquel de “la mujer colombiana”. Es importante reiterar que no nos referimos a un grupo de mujeres caracterizado demográficamente, sino a la idea de mujer que Gloria Valencia de Castaño construyó por medio de la radio en Colombia. Es audible, además, que ella tenía noción de las lógicas que regían el medio de comunicación masiva por medio del cual llegaban las ondas sonoras a la intimidad de varios hogares. Al parecer, reconocía la capacidad que tienen los medios de comunicación para crear identidades colectivas y utilizó la radio para formar una idea de “mujer colombiana” por medio de pequeñas pero constantes menciones. Ella utilizó, además, modelos, lenguajes e ideas tradicionales respecto al rol de las mujeres en la sociedad para avanzar en la inclusión y presencia de las mujeres en todos los contextos y espacios sociales, al unísono con las conquistas de derechos civiles que otras colombianas llevaban adelantando desde hacía décadas en el país.


Conclusión

La voz de Gloria Valencia de Castaño irrumpió en la intimidad de muchas familias como la voz de una dama, con contenidos y estéticas tradicionales en cuanto a los roles de género de la época, pero traspasando los límites de aquello que se enmarcaba dentro de lo masculino y lo femenino, como la participación política o la conciencia económica a la hora de consumir cualquier producto. Así, identificamos que su conformidad con ciertas normas de expresión de género —como su voz, los formatos radiales que utilizó y la presentación “velada” que realizó de los temas centrales— le permitieron al mismo tiempo avanzar con la reconceptualización de los roles asociados a las mujeres. Lo anterior evidencia una trasgresión de largo aliento por parte de Gloria Valencia de Castaño realizada desde modelos y lenguajes tradicionales a lo largo de décadas, pero superando los límites establecidos en términos de género en cuanto a los espacios en los que las mujeres tenían voz y agencia.

A partir de lo anterior queremos ir un poco más allá en cuanto al quehacer de Gloria Valencia de Castaño en la radio y su importancia respecto a las diferentes luchas feministas que tuvieron lugar en la segunda mitad del siglo XX. Como ya hemos mencionado, por un lado, Valencia de Castaño visibilizó y enalteció el trabajo de varias mujeres en diferentes ámbitos y, por otro, puso en boca de una mujer temas “serios” y reflexiones que para las décadas de 1950 y 1960 habían sido asociadas a lo masculino. Estas trasgresiones en cuanto a los estereotipos de género estuvieron cargadas de paciencia histórica, al darse de forma constante durante años, sin romper de tajo con ciertas normas estéticas. Dichas trasgresiones —sutiles, constantes y veladas—, suelen pasarse por alto al no ser, precisamente, “ruidosas” o “contundentes”. Nosotras queremos resaltar la importancia de lo sutil en la lucha por espacios de participación y de inclusión de los grupos subalternos en los contextos hegemónicos. Esta forma de trasgresión no es necesariamente la ideal ni la ponemos por encima o por debajo de otras formas. Es una más, valiosa e interesante en sí misma.

La perspectiva en la que diversos actos pueden ser leídos como trasgresores y oídos como disonantes nos permite diversificar la mirada hacia el pasado y afinar la escucha de aquella información que se nos puede estar dando con guiños, susurros e ironías. Por esto, las y los invitamos a seguir revisando las fuentes sonoras que hacen parte de los programas que nosotras analizamos en estas páginas. Más aún, invitamos a revisar con perspectiva de género todo el material radiofónico que hace parte del archivo de la HJCK y de la Radiodifusora Nacional de Colombia.

Este archivo no solamente tiene información para seguir indagando sobre la historia de la radio en el país y el lugar que las voces femeninas tuvieron en este medio de comunicación. Consideramos también pertinente y necesaria una revisión exhaustiva y curiosa de estos registros radiales para abordar actores y luchas sociales que son difíciles de rastrear en otros archivos, pero que por fortuna dejaron una huella en las cintas magnéticas. Mujeres en la educación, feminismo barrial, imaginarios sobre el campo y la ciudad, y participación política de las mujeres fuera de Bogotá son solo algunos de los temas que nuestra aproximación nos permitió identificar en estas fuentes.

Específicamente sobre el material sonoro en el que la voz de Gloria Valencia de Castaño dejó su registro aún es bastante lo que falta por revisar y estudiar: las entrevistas que le hicieron otros locutores a Gloria Valencia de Castaño, los comentarios de ella en programas de otras personas, su participación en algunos radioteatros, las transmisiones radiales del programa de televisión “Carta de Colombia” son ejemplos del inmenso registro que se encuentra en el archivo de Señal Memoria asociado a ella. Este material resulta ser tan amplio, rico y extenso que el análisis de la carrera de Valencia de Castaño no se agota en absoluto con esta investigación.

Ahora bien, la ventana que nosotras abrimos respecto al quehacer de ella en la radio logra iluminar su carrera para futuras investigaciones. Dejamos sobre la mesa que, más adelante, cuando se da el clímax de su carrera con “Carta de Colombia” (RTI Televisión, 1970 y 1979) y “Naturalia” (RTI, 1974 y 1993), no estamos simplemente frente a una “presentadora” —como los créditos de estos programas sugieren—, sino ante una periodista con una carrera ya consolidada y cuyo trabajo guardó siempre una coherencia editorial a pesar de estar dividido entre la radio y la televisión(62).

Así, la carrera de Gloria Valencia de Castaño nos muestra nuevamente que la historia de la televisión guarda una estrecha relación con la historia de la radio, como ha sido ampliamente sostenido por la historiografía. La radio fue parte de un sistema en el que coexistió con otros medios de comunicación, donde no hubo necesariamente anulación, sino diálogo y flujo de formatos, contenidos y voces. De ahí que esta investigación en términos más generales aporte a la comprensión de ambos medios de comunicación y adelante esfuerzos para futuros análisis en estos campos.

Notas:


1 Una versión previa de este trabajo fue presentada en el grupo de investigación “Relaciones Internacionales e Historia Transnacional” en junio de 2020. Agradecemos la generosa retroalimentación que recibimos y, particularmente, las sugestivas propuestas de bibliografía y metodología brindadas por la profesora Gisela Cramer y por Nayeli Andrade Fajardo.

2 Gloria Molano Devia, “Gloria Valencia de Castaño. Una mirada al imaginario de una niña que quiso ser maestra”, en Tolimenses que dejan huella, vol. 4 (Ediciones Unibagué, 2017), 32, http://repositorio.unibague.edu.co:80/jspui/handle/20. 500.12313/88.

3 El desplazamiento de Valencia de Castaño hacia Bogotá hizo parte del masivo movimiento migratorio del campo a la ciudad que se dio en Colombia durante el siglo XX. En 1938 la proporción de habitantes urbanos en el país era del 31%. Este número se elevó al 39% en el censo de 1951, y para 1964 ya había alcanzado el 52%. David Bushnell, Colombia: Una nación a pesar de sí misma. Nuestra historia desde los tiempos precolombinos hasta hoy (Bogotá: Planeta, 2007), 295.

4 Molano Devia, “Gloria Valencia de Castaño. Una mirada al imaginario de una niña que quiso ser maestra”, 33.

5 Bushnell, Colombia, 291.

6 Un ejemplo de esto en la fundación de la Universidad de los Andes en 1948 por Mario Laserna, Francisco Pizano de Brigard, Alberto Lleras Camargo y Nicolás Gómez Dávila. Este grupo de hombres buscó fundar una institución de educación superior independiente y al margen de las pugnas bipartidistas del momento, enfocada en la producción de conocimiento y la profesionalización de ciertas disciplinas.

7 Lamicé Mira Restrepo, “¿Quién era Gloria Valencia de Castaño, la primera dama de la televisión colombiana?”, Desde la Biblioteca, vol. 48 (2014): 18.

8 Carlos Eduardo Valderrama, “La investigación en comunicación en Colombia (1980-2004)”, Nómadas (Col), vol. 31 (octubre 2009): 267.

9 Ver Valderrama, 2009.

10 Estos archivos sonoros se conservan en la Fonoteca de Señal Memoria dentro del Sistema de Medios Públicos del país. Para esta investigación nosotras accedimos a los recursos digitales disponibles en línea. El primer encuentro con este material sonoro se dio en el 2017 mientras Daniela Moná Ramírez trabajó como catalogadora en la Fonoteca de Señal Memoria. Durante la catalogación y gracias a la interlocución con el equipo de trabajo, surgieron muchas de las preguntas e inquietudes que guiaron esta investigación.

11 El historiador Fabio López de la Roche señala la importancia de los géneros y los formatos que se utilizan en los medios de comunicación masiva a la hora de historizar los mismos. En el análisis de los medios de comunicación a lo largo del tiempo es necesario ver los géneros como formas desde las que se producen ciertas representaciones sociales y la comunicación misma. Ver: Fabio López de la Roche, “Presentación del dossier sobre historia de los medios de comunicación social y del periodismo en Colombia”, Historia Crítica, vol. 28 (septiembre 2004): 7-19.

12 Respecto al papel que cumple la radio en la sociedad colombiana, ver: Catalina Castrillón Gallego, Todo viene y todo sale por las ondas: formación y consolidación de la radiodifusión colombiana, 1929-1954, primera edición, Clío (Medellín, Colombia: Editorial Universidad de Antioquia, 2015) y Nelson Castellanos, “La radio colombiana, una historia de amor y de olvido”, Signo y Pensamiento XX, vol. 39 (2001): 15-23. Respecto a la importancia de la radio para la cultura popular o de masas en otros contextos geográficos, ver: Oscar Bosetti et al., “El consumo radiofónico en las décadas de 1960 y 1970: un acercamiento a la historia de la radio desde la perspectiva de las audiencias” (Carrera Comunicación Social, Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales, UCES, 2017) y Carlos Monsivais, “La agonía interminable de la canción romántica”, Comunicación y cultura, vol. 12 (agosto 1984): 21-39.

13 Esta forma de entender una práctica como transgresora, según el lugar de enunciación desde el que se la juzga, la tomamos del sociólogo peruano Gonzalo Portocarrero, citado en: Max S. Hering Torres y Nelson A. Rojas, eds., “Transgresión y microhistoria”, en Microhistorias de la transgresión (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2015), 15, https://www.uneditorial.com/microhistorias-de-la-trans gresion-historia.html.

14 Hering Torres y Rojas, 17.

15 Molano Devia, “Gloria Valencia de Castaño. Una mirada al imaginario de una niña que quiso ser maestra”, 38.

16 Señal Memoria. “El Lápiz Mágico con el que se dibujaban las noticias de Colombia”. https://www.senalmemoria.co/articulos/el-lapiz-magico-con-el-que-se-di bujaban-las-noticias-de-colombia.

17 Gloria Valencia de Castaño, “Entrevista a Gilda de Tello”, Cosas de mujeres (Bogotá: HJCK, 1953), Señal Memoria, https://catalogo.senalmemoria.co/cgi-bin/koha/ opac-detail.pl?biblionumber=26192.

18 Gloria Valencia de Castaño, “Entrevista a Anastasia”, Cosas de mujeres (Bogotá: HJCK, n.d.), Señal Memoria, https://catalogo.senalmemoria.co/cgi-bin/koha/op ac-detail.pl?biblionumber=29280&query_desc=kw%2Cwrdl%3A%20costura#ht ml5media.

19 En julio de 1954, cuando Gloria Valencia de Castaño entrevistó a Amalia Samper Gneco, el gobierno militar de Gustavo Rojas Pinilla estaba adelantando unas mejoras técnicas para las campañas de alfabetización que se realizaban en las escuelas radiofónicas del sistema educativo de la Acción Cultural Popular (ACPO), fundadas en 1947, más conocidas como Radio Sutatenza. En una nota de Señal Memoria, por ejemplo, se recuerda que “el 7 de noviembre de 1954 Rojas Pinilla viajó a Sutatenza, Boyacá, para la inauguración de un transmisor de gran potencia y nuevos equipos para la difusión radial de las escuelas radiofónicas que estaban a punto de iniciar su primera campaña masiva de alfabetización”. Luis Alfonso Rodríguez Norato, “Las escuelas radiofónicas y el gobierno militar en 1954”, www.senalmemoria.co, septiembre 2, 2019, https://www.senalmemoria.co/EscuelasRadiofonicasYGobiernoMilitar.

20 Aquí Gloria Valencia de Castaño hace referencia a una entrevista en la que se habla sobre las actividades que se llevan a cabo en un salón de alta costura de Bogotá. En esta transmisión dice “aquí tenemos nuevamente, ´Cosas de mujeres´; y hoy sí que es verdad que son exclusivamente para mujeres. Nuestra entrevistada es Anastasia, cuyo nombre es conocido entre las damas elegantes de Bogotá, que son clientas habituales de este salón de alta costura. Anastasia, casada con el príncipe Boris Kuraki [...]”. Valencia de Castaño, “Entrevista a Anastasia”. El énfasis es nuestro.

21 Gloria Valencia de Castaño, “Entrevista a Isabel Lleras de Ospina”, Cosas de mujeres (Bogotá: HJCK, 1951), Señal Memoria, https://catalogo.senalmemoria.co/cgibin/koha/opac-detail.pl?biblionumber=28451#html5media. El énfasis es nuestro.

22 Gloria Valencia de Castaño, “Entrevista a Clara Nieto de Ponce de León”, Cosas de mujeres (Bogotá: HJKC, 1954), Señal Memoria, https://catalogo.senalmemoria. co/cgi-bin/koha/opac-detail.pl?biblionumber=29294.

23 Christine Erik, por ejemplo, sostiene que “during this era, radio blurred the boundaries between public and private space and gave the female voice a heightened profile at a moment at which women were demanding new rights and challenging the relegation of the feminine to the private realm” [Durante esta época, la radio desdibujó los límites entre el espacio público y el espacio privado y dio a la voz femenina un perfil elevado en un momento en el que las mujeres reclamaban nuevos derechos y desafiaban la relegación de lo femenino al ámbito privado]. Christine Ehrick, Radio and the Gendered Soundscape: Women and Broadcasting in Argentina and Uruguay, 1930-1950 (Cambridge: Cambridge University Press, 2015), 2, https://doi.org/10.1017/CBO9781139941945.

24 Nancy Fraser, “Rethinking the Public Sphere: A Contribution to the Critique of Actually Existing Democracy”, Social Text, 1990, 56-80.

25 De acuerdo con Nancy Fraser, las subaltern counterpublics son arenas discursivas que se desarrollan en paralelo a las esferas públicas oficiales “where members of subordinated social groups invent and circulate counter discourses to formulate oppositional interpretations of their identities, interests, and needs” [donde los miembros de grupos sociales subordinados inventan y circulan contradiscursos para formular interpretaciones de oposición respecto a sus identidades, intereses y necesidades]. Fraser, 67.

26 Lucy M. Cohen, Colombianas en la vanguardia, Clío (Medellín: Universidad de Antioquia, 2001), 69.

27 Cohen, Colombianas en la vanguardia, 84-85.

28 Paola Marcela Gómez Molina explica en términos más generales qué implicó este cambio en la legislación: “Antes de esta reforma, las mujeres casadas colombianas eran jurídicamente incapaces, esto es, no tenían autonomía para realizar ningún acto jurídico, como celebrar un contrato, y eran tratadas igual que los menores de edad y los dementes. Con la reforma, la mujer casada adquirió plena capacidad civil en igualdad de condiciones que su esposo y las mujeres mayores de edad solteras”. Paola Marcela Gómez Molina, “Régimen patrimonial del matrimonio: contexto histórico que rodeó la promulgación de la Ley 28 de 1932”, Revista Estudios Socio-Jurídicos, vol. 17, n.° 1 (2015): 43-78, http://dx.doi.org/10.12804/ esj17.01.2014.02.

29 Gloria Valencia de Castaño, “Entrevista a la escritora y periodista Ofelia Uribe”, Cosas de mujeres (Bogotá: HJCK, 1954), Señal Memoria, https://catalogo.senalme moria.co/cgi-bin/koha/opac-detail.pl?biblionumber=26190. El énfasis es nuestro.

30 Para más información al respecto, ver la conferencia de la historiadora Francesca Denegri en la que habla sobre las respuestas ambivalentes del movimiento sufragista hispánico a las sufragistas británicas a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Allí se hace referencia a los debates en torno al uso de la palabra feminista que tuvieron las mujeres argentinas durante esta época. Francesca Denegri, “Hispanic Feminist responses to the British Suffragettes”, https://www.canninghouse. org/canning-insights/hispanic-feminist-responses-to-the-british-suffragettes.

31 Maria Emma Wills Obregón, “Las trayectorias femeninas y feministas hacia lo público en Colombia (1970-2000) ¿Inclusión sin representación?” (Austin: The University of Texas at Austin, 2004), 9-10.

32 Gloria Valencia de Castaño, “Entrevista a Josefina Valencia de Hubach”, Cosas de mujeres (Bogotá: HJCK, n.d.), Señal Memoria, https://catalogo.senalmemoria. co/cgi-bin/koha/opac-detail.pl?biblionumber=29281&query_desc=bc%2Cwrd l%3A%20HJCK-DGW-073887#descriptions.

33 Existe un extenso material de archivo sonoro sobre Cecilia Fonseca de Ibáñez y Marta Traba en la Fonoteca de Señal Memoria. Para mayor información ver: José Perilla, “Cecilia Fonseca de Ibáñez: un broche dorado para cerrar el homenaje a la mujer”, www.senalmemoria.co, abril 4, 2015, https://www.senalmemoria.co/ articulos/cecilia-fonseca-de-ibanez-un-broche-dorado-para-cerrar-el-home naje-la-mujer.

34 Fraser, “Rethinking the Public Sphere: A Contribution to the Critique of Actually Existing Democracy”, 73.

35 Gloria Valencia de Castaño, “Platos navideños del mundo”, El espacio de Gloria (Bogotá: HJCK, 1965), Señal Memoria, https://catalogo.senalmemoria.co/cgi-bin/ koha/opac-detail.pl?biblionumber=29191.

36 En varios de los archivos sonoros Gloria Valencia de Castaño hace mención explícita de ello. Ver, por ejemplo, Gloria Valencia de Castaño, “Las mujeres”, El espacio de Gloria (Bogotá: HJCK, n.d.), https://catalogo.senalmemoria.co/cgi-bin/ koha/opac-detail.pl?biblionumber=29184.

37 Valencia de Castaño, “Platos navideños del mundo”

38 Ángela María Carreño Malaver and Ángela María Guarín Aristizábal, “La periodista en Colombia. Radiografía de la mujer en las redacciones” (Tesis de pregrado, Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana, 2008), https://www.javeriana.edu.co/ biblos/tesis/comunicacion/tesis121.pdf. Citado por: Molano Devia, “Gloria Valencia de Castaño. Una mirada al imaginario de una niña que quiso ser maestra”, 43.

39 “Entrevista a Gloria Valencia de Castaño” (Bogotá: HJCK, 1960), Señal Memoria, https://catalogo.senalmemoria.co/cgi-bin/koha/opac-detail.pl?biblionumber =26343&query_desc=kw%2Cwrdl%3A%20Premio%20Nemqueteba#html5media.

40 Luisa Acosta sostiene que “los medios de comunicación, como sistemas de expresión, tienen una función modeladora de conciencia, por un lado, y por otro se han convertido en instrumento de control y cambio social”. Luisa Acosta, “La emergencia de los medios masivos de comunicación”, en Medios y nación. Historia de los medios de comunicación en Colombia (Bogotá: Aguilar/Ministerio de Cultura, 2003), 248.

41 Ver: Valderrama, “La investigación en comunicación en Colombia (1980-2004)”.

42 En el discurso de inauguración de la Radiodifusora Nacional de Colombia, el 1.° de febrero de 1940, Eduardo Santos Montejo se refiere a la Radiodifusora Nacional de Colombia como “instrumento de cultura”. Allí se dice, además, que “esta radiodifusora pertenece a la nación colombiana y ha de estar siempre a su servicio exclusivo. Estarán excluidas de ella las polémicas personales, las voces de discordia, las propagandas interesadas”. Años después, Álvaro Castaño Castillo expresa en distintos momentos lo importante que fue la Radiodifusora para su trabajo radiofónico. La radio pública fue un referente para la radio privada con interés en el desarrollo cultural en Colombia. Al respecto se puede revisar el catálogo de Señal Memoria. Ver: “Presidente Eduardo Santos inaugura la Radiodifusora Nacional de Colombia”, febrero 1.°, 2016, https://www.senalmemoria.co/articulos/presiden te-eduardo-santos-inaugura-la-radiodifusora-nacional-de-colombia.

43 Gisela Cramer sostiene que, más que otros medios de comunicación, la radio es capaz de transformar una mentalidad colectiva entre individuos que están físicamente separados. Gisela Cramer, “How to Do Things with Waves: United States Radio and Latin America in the Times of the Good Neighbor” in Media, Sound, and Culture in Latin America and the Caribbean (USA: University of Pittsburgh Press, 2012), 37.

44 Los contenidos mismos que se pueden encontrar en los archivos sonoros de la Radiodifusora Nacional y de la HJCK ponen a Europa como referente cultural de quienes lideraron estas emisoras. Las referencias históricas, estéticas y musicales a los países europeos son frecuentes e incluso constantes. Encontramos, por ejemplo, los programas sobre historia de la música de Otto de Greiff o las referencias que hacía Gloria Valencia de Castaño a la cooperación cultural existente entre Colombia y países como Francia e Inglaterra.

45 El cambio del rol social que cumple la radio con la llegada de la televisión es un fenómeno común en varios países. Para al caso argentino, durante las mismas décadas ver: Bosetti et al., “El consumo radiofónico en las décadas de 1960 y 1970: un acercamiento a la historia de la radio desde la perspectiva de las audiencias”.

46 “Con respecto a los primeros géneros se destaca la radionovela, en auge en la década de 1940, y antecesora del teleteatro. Como caso representativo, la historiografía recuerda la famosa radionovela El derecho de nacer (1950), que, con una transmisión de por lo menos tres veces al día, llenaba los bares y cafés de las grandes y pequeñas ciudades”. María Isabel Zapata y Consuelo Ospina de Fernández, “Cincuenta años de televisión en Colombia. Una era que termina. Un recorrido historiográfico” (Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2004), 11.

47 Gloria Valencia de Castaño, “Mensaje de Navidad”, El espacio de Gloria (Bogotá: HJCK, 1965), Señal Memoria, https://catalogo.senalmemoria.co/cgi-bin/koha/ opac-detail.pl?biblionumber=29193#html5media.

48 Por supuesto, no negamos que la percepción y el papel activo de escucha por parte de los oyentes son también elementos constitutivos del significado durante el proceso comunicativo; sin embargo, este componente está fuera de los límites de la presente investigación.

49 Gloria Valencia de Castaño, “Las mujeres”, El espacio de Gloria (Bogotá: HJCK), Señal Memoria, https://catalogo.senalmemoria.co/cgi-bin/koha/opac-detail.pl? biblionumber=29184.

50 Gloria Valencia de Castaño, “Las mujeres”, El espacio de Gloria.

51 Gloria Valencia de Castaño, “Las mujeres”, El espacio de Gloria.

52 Gloria Valencia de Castaño, “Las mujeres”, El espacio de Gloria.

53 Gloria Valencia de Castaño, “Las mujeres”, El espacio de Gloria.

54 Gloria Valencia de Castaño, “Revistas femeninas”, El espacio de Gloria (Bogotá: HJCK, 1966), Señal Memoria, https://catalogo.senalmemoria.co/cgi-bin/koha/ opac-detail.pl?biblionumber=29183.

55 Gloria Valencia de Castaño, “Revistas femeninas”, El espacio de Gloria.

56 Gloria Valencia de Castaño, “La publicidad”, El espacio de Gloria (Bogotá: HJCK, 1966), Señal Memoria, https://catalogo.senalmemoria.co/cgi-bin/koha/opac-de tail.pl?biblionumber=29186.

57 Lola Luna G. y Norma Villarreal, Historia, género y política. Movimientos de mujeres y participación política en Colombia, 1930-1991 (Barcelona: Seminario Interdisciplinar Mujeres y Sociedad/Universidad de Barcelona/CICYT, 1994), 85-86.

58 Luna G. y Villarreal, 87.

59 Luna G. y Villarreal, 87.

60 Gloria Valencia de Castaño, “Las mujeres”, El espacio de Gloria.

61 Gloria Valencia de Castaño, “Popayán”, El espacio de Gloria (Bogotá: HJCK, 1966), Señal Memoria, https://catalogo.senalmemoria.co/cgi-bin/koha/opac-detail.pl? biblionumber=29185.

62 Gloria Valencia de Castaño participó de manera paralela en la radio y la televisión. En 1958, por ejemplo, apareció en el programa “Antaño y hogaño” (Punch). En este, ella y su equipo buscaron rescatar las tradiciones nacionales a través de un programa televisivo formativo. Simultáneamente, en radio se abrió el magacín “El mundo en Bogotá” (HJCK, 1958-1962), cuyo propósito fue ampliar el horizonte de la cultura de los colombianos, mediante el acercamiento a temáticas relacionadas con el cine, la literatura, el teatro, las artes plásticas, etc. Molano Devia, “Gloria Valencia de Castaño. Una mirada al imaginario de una niña que quiso ser maestra”, 40.



Bibliografía

Fuentes primarias

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“Presidente Eduardo Santos inaugura la Radiodifusora Nacional de Colombia”, febrero 1.°, 2016. https://www.senalmemoria.co/articulos/presidente-eduar do-santos-inaugura-la-radiodifusora-nacional-de-colombia.

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___ . “Entrevista a Clara Nieto de Ponce de León”. Cosas de mujeres. Bogotá: HJKC, 1954. Señal Memoria. https://catalogo.senalmemoria.co/cgi-bin/koha/ opac-detail.pl?biblionumber=29294.

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___ . “Popayán”. El espacio de Gloria. Bogotá: HJCK, 1966. Señal Memoria. https://catalogo.senalmemoria.co/cgi-bin/koha/opac-detail.pl?biblio number=29185.

___ . “Revistas femeninas”. El espacio de Gloria. Bogotá: HJCK, 1966. Señal Memoria. https://catalogo.senalmemoria.co/cgi-bin/koha/opac-detail.pl?biblio number=29183.
-Fuentes secundarias


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Capitulo 5: SEGUNDA PARTE / SECOND PART


Compañeras rebeldes / Rebellious companions



Las “malas esposas” y la violencia femenina en el Nuevo Reino de Granada, 1721-1811

The “bad wives” and female violence in the Nuevo Reino de Granada, 1721-1811


Resumen

Por medio de diversos casos de sevicias y conyugicidio, este capítulo busca ubicar a la defensa propia y a la agresión interpersonal como trasgresiones radicales al mandato de la subordinación femenina al marido en el Nuevo Reino de Granada entre 1721 y 1811. Dicho fenómeno se sitúa en el marco de una agencia femenina en la época por parte de las mujeres de los estamentos bajos (mestizas pobres, indígenas y negras libertas) para defender su integridad física y las libertades individuales no institucionalizadas, conseguidas gracias a las labores económicas desempeñadas en el espacio público. El capítulo hace evidentes las tensiones entre el ideal de la perfecta casada y el estigma de la mala esposa en el marco de los procesos por violencia conyugal de mujeres contra sus maridos.

Palabras clave: violencia conyugal, violencia interpersonal, asesinato del esposo, derecho masculino de castigo, defensa propia, mujeres trabajadoras


Abstract

Through various cases of mistreatment and conjugicide, this chapter seeks to place self-defense and interpersonal aggression as radical transgressions of the mandate of female subordination to the husband in Nuevo Reino de Granada between 1721 and 1811. This phenomenon is situated within the framework of a female agency at the time by women from the lower classes (poor mestizo, indigenous and free black women) to defend their physical integrity and individual, non-institutionalized freedoms, achieved thanks to the labor economic activities performed in public space. The chapter makes evident the tensions between the ideal of the perfectly married and the stigma of the “bad wife” in the context of the processes for conjugal violence of women against their husbands.

Keywords: marital violence, interpersonal violence, husband murder, male right to punishment, self-defense, working women



Sobre la autora | About the author


Mabel Paola López Jerez [mplopezj@unal.edu.co]

Doctora en Historia de la Universidad Nacional de Colombia y magíster en Historia de la Pontificia Universidad Javeriana. Máster en edición de la Universidad Autónoma de Madrid y Comunicadora Social-Periodista de la Universidad Central e Inpahu. Es autora de los libros Morir de amor. Violencia conyugal en la Nueva Granada, siglos XVI a XIX (2020) y Las conyugicidas de la Nueva Granada. Trasgresión de un viejo ideal de mujer, 1780-1830 (2012). También ha publicado varios artículos, el más reciente, “Civilización de la violencia conyugal en la Nueva Granada en el marco de las estrategias de movilidad social a finales del periodo virreinal”. Cuadernos de Historia, n.° 54 (2021), de la Universidad de Chile. Desde marzo de 2020 es creadora y conductora del Vblog de Youtube La historia detrás de los libros, en el que hace reseñas periodísticas de investigaciones históricas de Iberoamérica. Actualmente es la coordinadora de Divulgación y Publicaciones del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (Icanh).

Cómo citar en MLA / How to cite in MLA


López Jerez, Mabel Paola. “Las ‘malas esposas’ y la violencia femenina en el Nuevo Reino de Granada, 1721-1811”. Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX, editado por Mabel Paola López Jerez, Editorial Uniagustiniana y Asociación Colombiana de Estudios del Caribe – ACOLEC, 2021, pp. 197-231.



Introducción


Cuando nos hablan de la familia en el periodo indiano, con facilidad nos imaginamos una cotidianidad mediada por la estricta religiosidad y regulada por la institución del matrimonio, en la que las mujeres estaban completamente subordinadas a los hombres y donde la fidelidad conyugal, especialmente la femenina, era una constante. Así lo esperaban la Iglesia católica y la corona española, que a través de la promulgación del Concilio de Trento, Las Siete Partidas, la Novísima Recopilación y las Leyes de Toro habían intentado instaurar unos principios básicos de comportamiento. A esta normatividad se añadían estrategias de diferenciación social como la Pragmática Sanción de 1776 para evitar los matrimonios entre individuos de desigual linaje. Es decir, impedir que los privilegiados blancos peninsulares y criollos se mezclaran con los mestizos, indígenas y negros libertos o esclavizados, objeto de las más inmisericordes persecuciones(2) .

Para alcanzar este propósito, las autoridades civiles y eclesiásticas se servían de la confesión, los sermones, los catecismos, los manuales moralistas y de conducta, la coerción de las autoridades judiciales o, en el caso de los españoles y criollos de élite, de la formación de las jóvenes en los conventos para contraer matrimonio o tomar los hábitos, y de los varones en los colegios mayores y en las universidades para entrar a las órdenes religiosas o desempeñarse como oficiales de la corona.

No obstante, la realidad era que la mayor parte de la población neogranadina no estaba casada, no practicaba la exclusividad sexual, engendraba hijos fruto de “relaciones ilícitas” e interraciales, las

madres eran abandonadas con su prole y en los hogares se vivía un alto grado de violencia entre sus integrantes. En esta dinámica, las agresiones entre los cónyuges derivaban de la tradición ancestral de castigar físicamente a las mujeres(3) y de la resistencia de algunas de ellas –generalmente las mestizas pobres, indígenas y negras libertas–, quienes se oponían mediante la defensa propia. En este sentido, durante el periodo indiano se habrían sentado las bases de fenómenos familiares de larga duración que hasta el día de hoy tienen lugar en Colombia, como el adulterio, la crianza de hijos exclusivamente por sus madres y la violencia conyugal.

Desde los inicios de la monarquía hispánica en el territorio neogranadino (siglo XVI) las relaciones conyugales estuvieron signadas por la influencia de dos matrices culturales: de una parte, el moralismo castellano, que promovía la subordinación femenina al marido amparado en una supuesta inferioridad biológica e incapacidad de raciocinio de la mujer, a quien consideraba un ser imperfecto y pecador que debía ser corregido mediante el castigo físico (aunque también le demandara al marido su cuidado y protección); y de otra, la configuración de relaciones maritales prehispánica, que si bien era más simétrica y de hecho poligínica —lo que la hacía más libre— también implicaba maltratos de parte del marido, generalmente bajo los efectos de la chicha y contra las esposas mayores, por quienes ya no sentía deseo alguno.

A la tradición de agredir a la esposa, historiadoras como María Teresa Mojica y Viviana Kluger la han denominado deber-derecho masculino de castigo(4) , que en teoría debía ejercerse con moderación, no obstante, poco se decía en las leyes sobre el límite permitido a los maridos. Por esa razón, hasta muy entrado el siglo XIX, muchas mujeres murieron a causa de los castigos excesivos de sus parejas en la monarquía hispánica a los dos lados del Atlántico. En particular, los cónyuges se obsesionaban por inscribir su jurisdicción en el cuerpo femenino a través de la agresión a los senos y los genitales, pero sus golpizas también podían lesionar, amputar, fracturar o hacer abortar a las mujeres cuando estaban embarazadas.

La única barrera que se le puso a esta práctica fue la condena a la sevicia en el curso del siglo XVII, delito que se caracterizaba por agresiones sistemáticas y graves que ponían en peligro la vida de la víctima. Dicha práctica se consideraba el punto máximo del maltrato antes de que se cometiera el conyugicidio, categoría en la cual cabría el homicidio de la esposa, llamado genéricamente desde la Antigüedad uxoricidio.

De configurarse la sevicia, las pocas neogranadinas que hubieran contraído matrimonio podían solicitar la separación de lecho y mesa o el divorcio perpetuo, lo que no implicaba que se pudieran volver a casar. Por su parte, los hombres violentos que incurrían en ese delito debían pagar varios años de presidio o ser desterrados para proteger a las esposas.

Tanto la formación recibida por parte de los padres como el moralismo castellano (aplicado en catecismos, manuales de confesión, obras piadosas, manuales de conducta, de instrucción general e incluso en la literatura y en el refranero popular) operaron durante siglos como dispositivos de control(5) o como coacciones externas(6) que naturalizaron tanto la subordinación femenina al marido como la tolerancia ante el castigo masculino. Por esa razón, a inicios del siglo XIX con dificultad las mujeres denunciaban los maltratos y los cónyuges pocas veces eran condenados. De este panorama da cuenta la escasa cantidad de casos encontrados en el Archivo General de la Nación, la mayor parte de los cuales serían elevados ante la Real Audiencia de Santafé en el periodo virreinal o el Supremo Tribunal de Justicia en la primera República para apelar las decisiones de los alcaldes ordinarios en las provincias.

Las historias solían llegar a oídos de las autoridades por los vecinos, que las alertaban de los maltratos efectuados por los maridos, generalmente a puerta cerrada. Otros pocos expedientes, en particular de mestizas adineradas, fueron abiertos por las casadas que argumentaban sevicia con la esperanza de romper una relación conyugal inconveniente y que ponía en peligro su integridad física. De su propia pluma o representadas por abogados, ellas exigían ser tratadas como compañeras y no como esclavas, argumento de corte ilustrado esgrimido por sus defensores, como lo demostramos en nuestro libro Morir de amor. Violencia conyugal en la Nueva Granada, siglos XVI a XIX(7) .

Sobre ese tipo particular de agencia femenina asociada a las vías legales, Leonor Hernández Fox y Carlos Mario Manrique Arango aclaran que la actitud de denuncia de las mujeres casadas demuestra que las esposas no siempre se comportaron como víctimas indefensas que soportaban todos los desmanes de sus maridos(8) . Según los académicos, al acudir ante los estrados judiciales para defender su integridad, desafiaban a la autoridad masculina, al igual que lo hacían al responder a las denuncias por adulterio en su contra, entabladas por sus maridos a causa de la celotipia, el desamor o para enmascarar otro tipo de intereses.

Aunque la configuración matrimonial “canónica” implicara tolerancia ante el castigo y existieran opciones legales para denunciar los maltratos que superaban el límite permitido, en este capítulo nos centraremos en un grupo de mujeres que tomaron la justicia por mano propia. Ellas vivían realidades que alteraban la balanza de poder con sus maridos y que las llevaban inevitablemente a situarse en el límite de lo permitido y a subvertir los ideales femeninos de la subordinación patriarcal, el recato, la conducta arreglada y la tolerancia al maltrato, es decir, las conducían inevitablemente a la trasgresión(9) .

Las mestizas pobres, las indígenas y las negras libertas(10), a quienes nos referimos, tenían una capacidad de movimiento en el espacio público y un contacto con terceros que les eran vedados a las blancas peninsulares, a las criollas, a las mestizas pudientes y, parcialmente, a las esclavas. Las mujeres subalternas eran trabajadoras que se desempeñaban como chicheras, revendedoras, lavanderas, planchadoras y costureras, entre otros oficios que tenían lugar en los mercados, calles y plazas públicas. Adicionalmente, eran “altivas, respondonas” y bebían chicha o aguardiente con sus congéneres y amigos de forma abierta y escandalosa.

Al respecto, Luis Bustamante Otero nos aclara que: “en la mayor parte de estos casos, su trabajo tenía un carácter autogestionario, en el sentido de autoempleo en pequeños negocios; asimismo, como agentes económicos que eran, varias de ellas desarrollaron habilidades para desenvolverse en el teje y maneje de los duros negocios callejeros y obtener ingresos que les daban una cierta independencia económica”(11).

El hecho de salir al espacio público, de construir redes de solidaridad con amigos y vecinos, de recibir dinero a cambio de su trabajo y de poder disponer del mismo para su manutención y la de su familia, sin depender de un hombre, implicó una suerte de individuación femenina(12) que “rompió las cadenas de la vigilancia y el control masculino por parte de los padres, hermanos, esposos y hasta amantes”(13) y las llevó a resistir el castigo físico cuando las agresiones llegaban a niveles intolerables.

Por esa razón, tanto en calidad de víctimas como de victimarias, ellas se convirtieron en las principales protagonistas de la violencia conyugal entre finales del siglo XVIII e inicios del XIX, justo cuando, inspiradas en la Ilustración, las autoridades virreinales implementaron las reformas borbónicas que, entre muchas otras medidas administrativas, sanitarias y educativas, libraban una verdadera batalla contra los sectores subalternos, tildados peyorativamente de vagos y maleantes. Sus integrantes eran apresados por permanecer en el espacio público, por beber chicha, por protagonizar riñas o, simplemente, por tratarse de mestizos pobres, indígenas y negros libertos, arrojados al desprecio por una sociedad estamental en la que el color de piel, la pureza de sangre, la legitimidad, el nivel social y la calidad(14) eran marcadores definitivos.

Según lo registran los abogados acusadores en los procesos judiciales contra estas mujeres, se trataba de personajes que respondían “al puño con puño”(15), al punto de quitarles la vida a sus maridos en contextos de legítima defensa o con la ayuda de amigos o amantes. Pero no solo se trataba de la defensa propia o de la premeditación, sino de una forma de relacionamiento agresivo con los cónyuges que no fue tan excepcional como se pensaría, y tampoco muy denunciada por los maridos para evitar poner en cuestión el orden patriarcal(16). Así lo evidencian tanto las historias que describiremos más adelante como las encontradas por Víctor Uribe Urán para España, Nueva España y el Nuevo Reino de Granada(17) o las referenciadas por Luis Bustamante Otero para la Lima virreinal(18).

No en vano, Uribe Urán afirma que la violencia conyugal no obedecía a “explosiones aleatorias y aberrantes de agresividad, sino más bien a disputas sistemáticas de género sobre la autonomía y la obediencia, deferencia, sexo, dinero, tareas domésticas, relaciones con los hijos y los familiares, el consumo de alcohol del compañero y los conflictos generales en torno a la forma en que los hombres y las mujeres entienden los derechos y deberes maritales recíprocos”(19). De hecho, apunta una tesis bastante arriesgada,

en Nueva España y Nueva Granada era tres veces más probable que las mujeres mataran a sus cónyuges que a cualquier otra persona. […] incluso eran las mujeres, más que los hombres, las que cometían la mayoría de los homicidios en España ligados a las aventuras extramaritales. Muchas veces estos actos no eran en defensa propia. Los motivos iban de la respuesta frente a la agresión masculina contra la autora u otros miembros del hogar hasta el deseo de una esposa de dejar a su marido por su amante.(20)

En esa dinámica de conflicto marital, Bustamante Otero encontró en Lima que cuando los hombres denunciaban los malos tratamientos de sus esposas apelaban a diversas estrategias discursivas para “guardar las formas”, evitando referir y pormenorizar los incidentes de maltrato que sufrieron. De esta forma, buscaban encubrirlos tras la supuesta imposibilidad de “gobernar” a sus mujeres.

Esto supuso presentar a estas como indóciles, desobedientes y libertinas, personas incapaces de cumplir con lo que de ellas se esperaba en su rol de madres y esposas, no faltando, por lo mismo, acusaciones alusivas a posibles inquietudes adulterinas por parte de ellas —muchas veces carentes de sustento, pero otras tantas debidamente fundamentadas y reales—, así como denuncias por abandono, gastos excesivos, hurto, celotipia, alcoholismo e interferencia de parientes, entre otras razones menos comunes.(21)

Particularmente desde la década del noventa del siglo XX, la historiografía iberoamericana sobre el periodo indiano o de la Colonia se refirió esporádicamente a la violencia conyugal —especialmente a la sufrida por las mujeres— en trabajos sobre la vida cotidiana, la historia de la familia o en análisis de la criminalidad masculina o femenina. No obstante, a inicios del siglo XXI y en una historicidad marcada por el fortalecimiento del feminismo, la implementación de políticas públicas para combatir la violencia contra la mujer, la incorporación de categorías analíticas derivadas de los estudios de género y el desarrollo de la historia de las mujeres, el tema de la violencia conyugal entre los siglos XVI y XIX empezó a desarrollarse en forma.

Desde la perspectiva de género, que permite identificar las formas de ser mujer y de ser hombre en el periodo de estudio, y con el análisis del discurso de los expedientes judiciales, de la legislación y de los manuales moralistas y de conducta como herramienta de investigación, podemos mencionar, entre otros trabajos iberoamericanos los de Antonio Gil Ambrona (2008)(22), Tomás Mantecón (2009)(23), María Luisa Candau y Alonso Manuel Macías (2016)(24) en el territorio castellano; los de Víctor Uribe Urán (2001, 2006, 2015 y 2020)(25), María Teresa Mojica (2005) y Mabel Paola López Jerez (2012)(26) en el Nuevo Reino de Granada; los de Luis Bustamante Otero (2019) y Nicholas Robins, (2019)(27) para Lima; los de Dora Dávila Mendoza (2005)(28), Ana Lidia García Peña (2002)(29) y Águeda Venegas de la Torre (2018)(30) para México; el de Fernanda Molina (2013)(31) para las sociedades andinas; los de Viviana Kluger (2003) para Río de la Plata(32); los de Eugenia Rodríguez Sáenz (2000, 2001)(33) para Costa Rica; el de Leonor Hernández Fox y Carlos Mario Manrique Arango (2020)(34) para La Habana y Cartagena de Indias y el de Frédérique Langue (2005)(35) para Venezuela.

Pese a los aportes de dichos trabajos, se reconoce la necesidad de analizar la violencia conyugal a la luz de nuevas perspectivas como la interseccionalidad(36), que al cruzar variables como etnia, clase y género, permitan entender las fisuras de los modelos femeninos y masculinos que imponía la sociedad de la época, así como las apropiaciones y reinvenciones de las representaciones en tal sentido. Este enfoque nos permite deconstruir la criminalidad de los estamentos bajos y comprender que el relacionamiento violento entre cónyuges obedece a: 1) procesos de exclusión histórica que se hacen evidentes con las leyes de vagos y maleantes de las reformas borbónicas, 2) a las feminidades y virilidades propias de esos grupos sociales, 3) a dinámicas de supervivencia y 4) a una continua tensión en el matrimonio debido a la alta individuación de las mujeres trabajadoras(37).

Así mismo, el análisis de la agencia femenina en el periodo indiano para resistir a la violencia conyugal institucionalizada y defendida por la Iglesia católica, la sociedad y los abogados más tradicionalistas es indispensable para desvirtuar la supuesta sumisión femenina en el contexto neogranadino, superar el paradigma de la víctima pasiva y reconocerle a la mujer su calidad de actora principal y no secundaria en la historia social. De allí que en este capítulo ella aparezca no solo como mujer, esposa y madre, sino como trabajadora, trasgresora y agente de cambio.

De igual forma, historiar a las esposas(38) agredidas en el contexto conyugal y que defendieron su vida o intentaron cambiar la balanza de poder en el matrimonio también nos muestra la complejidad de las relaciones de interdependencia en el periodo de estudio (entre esposos, entre estamentos y entre géneros) y desvirtúa la idea de apacibilidad en el Nuevo Reino de Granada de finales del siglo XVIII e inicios del XIX, abriendo las puertas a un escenario de luchas por el control del poder en el matrimonio, por la supervivencia económica, por el honor y por la vida.

Por medio de diversos casos de sevicias y conyugicidio, este capítulo busca ubicar a la defensa propia y a la agresión interpersonal como trasgresiones radicales al mandato de la subordinación femenina al marido en el Nuevo Reino de Granada entre 1721 y 1811. Para cumplir con dicho propósito identifica las representaciones de la perfecta casada en manuales de conducta canónicos y en circulación en la época de estudio, así como en algunos de los discursos de los abogados más tradicionalistas en los procesos judiciales por violencia conyugal. Acto seguido los pone en diálogo con los eventos trasgresores de la sumisión femenina al marido.

Si bien el capítulo expondrá algunos elementos cuantitativos derivados de un corpus documental de 144 expedientes judiciales por violencia conyugal femenina y masculina en el periodo de estudio, analizados en la investigación doctoral que sustenta este escrito(39), desde el punto de vista metodológico apelará al análisis del discurso como medio de identificación de las representaciones de mujer y sus tensiones con las acciones delictivas femeninas tendientes a defender la vida o a equilibrar la balanza de poder en la pareja. De esta forma, a través de algunos extractos, el capítulo recuperará los argumentos de defensa de las trasgresoras.

Las perfecta casada y la mala esposa


Siguiendo el ejemplo de las castellanas, las neogranadinas fueron formadas para la sumisión conyugal a través de la literatura moralizante que se había producido en la monarquía hispánica desde el siglo XV, particularmente los manuales de conducta para los cónyuges, como La perfecta casada(40), de fray Luis de León; Instrucción de la mujer cristiana, de Juan Luis Vives(41); De cómo ordenar el tiempo para que sea bien expendido, de Fray Hernando de Talavera(42), La familia regulada, con doctrina de la Sagrada Escritura y santos padres de la Iglesia católica, del padre Antonio Arbiol(43) o Del amor en el matrimonio, para el uso de la S. M. Josefa Valencia de Acevedo,

traducido al castellano por Joaquín Acosta en 1800(44). Dichas obras imitaban el modelo del Jardín de las nobles doncellas, de Fray Martín de Córdoba, obra insigne del siglo XV y que había sido elaborada para la infanta doña Isabel, reina católica de Castilla.

Los textos moralistas tenían como antecedente o eran complementados por tratados de medicina y jurídicos influidos por las ideas clásicas de Platón, Aristóteles, Quintiliano, Valerio Máximo, Fulgencio, san Pedro, san Juan Crisóstomo y San Jerónimo, entre otros autores, que buscaban justificar la desigualdad de la mujer respecto al hombre desde la fragilidad biológica y la incapacidad jurídica para autogobernarse. De allí que la consideraran de temperamento melancólico, débil, frágil, blanda y de naturaleza poco razonable y enferma.

A partir de una estrategia narrativa que oponía a las buenas esposas a las malas, las obras moralistas, editadas innumerables veces entre los siglos XV y XIX y traducidas a varios idiomas, buscaban moldear el comportamiento de las casadas para garantizar la armonía conyugal y legitimar el deber-derecho masculino de castigo a la mujer. La forma de hacerlo era reiterar una serie de representaciones misóginas enmarcadas en lo que Jean Delumeau(45) ha denominado el miedo a la mujer que, proveniente de culturas como la griega, la romana y la judeocristiana, la mostraba como un ser creado para atormentar a los hombres con todos los males posibles e impedirles vivir en felicidad(46); un ser inferior del que se dudaba si debía ser ubicado en el mundo de los humanos o en el de los animales(47); un individuo que debía someterse al marido, como al Señor, “pues el varón es cabeza de la mujer, como también Cristo es cabeza de la Iglesia, cuerpo suyo, del cual él es el Salvador. Mas así como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo” (Efesios, V, 22-24).

En este capítulo no nos centraremos tanto en perfil de la perfecta casada, sino que buscaremos bosquejar las características de la mala esposa, frecuentemente atribuidas por los juristas más tradicionalistas del Nuevo Reino de Granada a las mujeres que violentaban a sus maridos en defensa propia, por conflictos de poder o dentro de triángulos amorosos.

La mala esposa materializaba a la Eva pecadora y era registrada por autores como fray Luis de León como falta de vergüenza, sin modestia y mesura, soberbia, altiva, que mandaba a su marido, era celosa, conflictiva, chismosa y envidiosa. Se diferenciaba de la perfecta casada en que no gustaba de permanecer en casa, asistía a fiestas, era perezosa, poco religiosa y derrochadora. Una “sinvergüenza” a quien la calle conducía a los peores pecados, entre ellos el adulterio(48).

Un ejemplo específico de las malas esposas nos lo ofrece Antonio de Guevara (1480-1545), paje de Isabel La Católica y miembro de la Orden de San Francisco, en el Libro del elocuentísimo emperador Marco Aurelio con El reloj de príncipes, publicado en 1529 en España. En opinión de Guevara, estas eran insubordinadas, soberbias, rencorosas, rencillosas e interesadas. “Todas las mujeres quieren hablar y quieren que todos callen. Todas quieren mandar y no quieren ser mandadas; todas quieren ser libres y que todos les sean cautivos; todas quieren regir y ninguna ser regida. Finalmente, una cosa sola quieren, y en esta todas conforman, y es que quieren gozar de los que aman y vengarse de los que aborrecen”(49).

Por esa razón, los conflictos en el hogar son elevados por este autor a la condición de una guerra que causa tormento en el mal casado. Según él, las mujeres quieren mandar al marido, y si este no pone límites, “sepan que jamás les hallarán fin ni cabo”(50). No obstante, no es partidario del uso excesivo de la violencia física o del homicidio de la mujer, “porque, a la verdad, la mujer que no se enmienda diciéndole palabras recias y lastimosas, menos se enmendará aunque la maten a palos ni puñaladas”(51).

Pero ello no implica que deje de lado el deber-derecho masculino de castigo, pues les recomienda a los esposos castigar a sus mujeres en secreto y después honrarlas en público. Por su parte, a las esposas las acusa de atrevidas cuando enfrentan a su marido(52). La intención de Antonio de Guevara es, en sus palabras, “avisarles a las buenas esposas que hay muchas buenas y castigar a las malas, que hay muchas malas […] Porque mi opinión es que la buena mujer es como el faisán, del cual estimamos en poco la pluma y tenemos en mucho la carne; y la mala mujer es como la raposa, de la cual tenemos en mucho la pelleja y aborrecemos la carne”(53).

La misoginia europea no se conformó con expresarse de esta forma en la literatura moralizante, en la medicina o en el derecho, sino que también llegó a los textos de interés general, como la Biblioteca Azul en Francia, a través de la cual exaltó a la buena mujer mientras que contra la mala esposa promovió toda suerte de conductas violentas en defensa del marido, pues se creía que ella era un ser malévolo creado por Satán para desgracia y muerte de los hombres.

En la investigación doctoral que inspira este capítulo(54) encontramos que la naturalización de estas ideas en el Nuevo Reino de Granada produjo que desde mediados del siglo XVIII e inicios del XIX ocurrieran 144 casos de violencia conyugal(55) expresados en tipologías como las infidelidades, los abandonos, las injurias verbales y de hecho, los malos tratamientos, las sevicias y, particularmente, el conyugicidio, definido páginas atrás y que en el caso de la mujer también se conocía como uxoricidio, mientras que el del marido se denominaba parricidio, filicidio o maridicidio. Las injurias de hecho solían estar acompañadas de las verbales y producían lesiones muy leves (golpes, empujones, rasgaduras de ropa, etc.), mientras que los malos tratamientos causaban heridas propiamente dichas y las sevicias eran agresiones graves y sistemáticas que ponían en peligro la vida de la víctima(56).

La mayor parte de los casos (99, correspondientes al 68,8 %) se relacionan con los mestizos pobres, los indígenas y los negros libertos, entre los que se encuentran jornaleros, herreros, carpinteros, labradores, hilanderas, lavanderas, revendedoras, etc. El segundo sector en importancia es el de los mestizos adinerados (32 casos, con un 22,2 %), conformado por comerciantes, artesanos, militares, etc. Y, finalmente, el sector menos representativo es el de los blancos peninsulares y los criollos, del que hacen parte familias dueñas de haciendas o que desempeñan importantes cargos en la administración, que protagonizan 13 casos (9 %).

Mientras los mestizos pobres, los indígenas y los negros libertos son más propensos a conductas asociadas a la agresión física, como las injurias de hecho y los malos tratamientos (18 casos), las sevicias (17 casos) y los conyugicidios (52), los mestizos adinerados figuran más en los casos de abandono (16) y divorcio (5), y los blancos peninsulares y los criollos, en los procesos de separación (6) o divorcio (4).

La mayor parte de los casos por violencia conyugal en el Nuevo Reino de Granada entre 1721 y 1811 era abierta por cuenta de los maltratos de los maridos, quienes protagonizaban 93 casos (64,5 %),

dejando a las mujeres como perpetradoras de 51 (35,5 %), de los cuales 7 en realidad se refieren al abandono de la pareja y 15 son solicitudes de separación o divorcio. Ahora bien, haciendo una desagregación por tipologías del delito encontramos 39 agresiones físicas o verbales, 37 de las cuales fueron cometidas por hombres. A estos comportamientos se suman los abandonos del cónyuge, en los cuales 12 de los 19 casos son protagonizados por los maridos, así como 10 de los 11 casos de “amistades ilícitas”.

Sin embargo, cuando se trataba de asesinar al cónyuge (54 casos de los 144 analizados) esta investigación reporta una conclusión muy interesante, pues el número de asesinatos de la esposa es similar al de los homicidios del marido: 28 casos de asesinatos de mujeres o uxoricidios frente a 26 casos de homicidios de hombres, denominados como conyugicidios, maridicidios o parricidios. La mayoría tienen un trasfondo de desamor o infidelidad. Esta tipología de la violencia conyugal ya había sido analizada por nosotros años atrás en Las conyugicidas de la Nueva Granada. Trasgresión de un viejo ideal de mujer, 1780-1830(57), libro en el que ahondamos en las modalidades del homicidio de la pareja (en defensa propia, por conflictos de poder o en el marco de triángulos amorosos).

En este capítulo, las malas esposas, “poco sufrida[s] […] bastante altiva[s] […] vora[ces] y respondona[s]”(58), salen a la luz cuando se atreven a denunciar a sus maridos, por lo cual son catalogadas por los abogados más ortodoxos como serpentones, “en cuyo seno no confían los maridos sus ahogos, cuidados y pesadumbres”(59). Mujeres que también entienden de pendencias “y juega[n] el puño con ventaja cuando llega la ocasión”(60).


El detrás de bambalinas del conflicto conyugal


En los estamentos sociales bajos, donde se ubicaban las mestizas pobres, las indígenas y las negras libertas, las relaciones de interdependencia en la pareja eran diferentes a las de la élite (blancas peninsulares y criollas) y los sectores medios (mestizas adineradas), donde predominaban las perfectas casadas y los hombres que ejercían con éxito su dominación.

Entre los subalternos, los maridos vulnerados por la desobediencia de las trabajadoras buscaban recuperar su poder a puerta cerrada protagonizando los peores castigos, no obstante, las malas esposas no se quedaban inermes ante el maltrato. De su conducta trasgresora en el espacio público dio cuenta Bárbara Ortega en 1801 en la parroquia de Santo Ecce Homo de La Matanza(61). Luego de que los vecinos la vieran profiriendo dicterios contra el marido en la calle mientras peleaban frente a todos, este apareció muerto dentro de su hogar a causa de seis heridas con arma cortante en el pecho, en la cara, en un brazo y en una costilla. Antes del crimen, sus conocidos los habían visto bebiendo chicha y aguardiente, primero en la tienda de Pedro Díaz, luego en la de Pedro Salcedo y después en la de Alejo Rojas(62).

En otro contexto, en Barichara, en 1802, Ignacio Rojas, vecino del lugar, había escuchado que dentro de su vivienda María Dolores le gritaba al marido “¡tírame, zambo!” y luego el hombre había salido herido. El altercado se había producido porque el hombre quería entrar a un cuarto al que su mujer le había dicho claramente que no ingresara. Por quererlo “mandar”, desconociendo su autoridad masculina, el hombre le arrojó un palo que usaba para espantar a los marranos y ella, en respuesta, tomó un cuchillo de cocina y lo atacó(63).

En el procedimiento de confesión la mujer señalaba “que ella y dicho su marido habían bebido chicha bastante todo el día, no solo en su bodega, sino en casa de Manuel Córdova, y en la bodega de Matías Leguizamón, y que a las seis de la noche de este día no estaba esta en su juicio, por cuya razón no supo lo que hizo, y que no supo cuándo la trajeron a la cárcel”(64).

A los asesinatos del marido por conflictos de poder o en defensa propia se sumaban aquellos premeditados que buscaban deshacerse de una relación inconveniente, como el ocurrido en 1782 en el sitio de Naranjito, en los extramuros de Socorro. Cansada de que su marido le diera mala vida y la tratara con crueldad, María Eugenia Quintero le propinó a Salvador Rugeles dos heridas fatales de dos dedos al lado del corazón y en el vientre, que al parecer habían sido hechas con arma punzante y cortante(65). Según la vecina Juana Murillo, la mujer de Rugeles mandó llamar a su hijita para pedirle que fuera a ver qué estaba haciendo su taita. Al regresar ella y decirle que estaba durmiendo boca arriba, la esposa entró a la habitación y al rato se escucharon los gritos de muerte del difunto, que poco después expiró cayéndose al suelo.

Por su parte, Cecilia Heredia, en 1800 en Medellín, era procesada por el asesinato de su esposo, Ignacio Torres(66), con quien peleaba con frecuencia y se amenazaban mutuamente. La noche de los hechos, Ignacio la había arrastrado por el suelo luego de golpearla brutalmente. Ella, furiosa, sacó un cuchillo y forcejeó con él largo rato hasta que finalmente se lo clavó, lo derribó en el suelo y huyó. El cirujano José Antonio Velázquez dictaminó que el hombre había perdido la vida por cuatro heridas, una que del costado pasaba al omoplato en la espalda, otra que cubría el encaje del brazo sobre el hombro en la coyuntura y era de cuatro dedos de honda, una tercera que le había afectado la punta del lomo superficialmente y la última se encontraba cerca de la tetilla derecha. Según el especialista, las heridas, al parecer, habían sido dadas a traición por la especie y lugar en el que estaban.

Ahora bien, en cuanto a casos de triángulos amorosos, en 1750, en Chaparral, Teresa Saavedra y Matías Sánchez eran procesados por asesinar a Jacinto de la Barrera, marido de Teresa(67). En la casa de los esposos se oyeron gritos y clamores a la Virgen en la madrugada. Los vecinos Bárbara de Porras, Pedro Alejandro Rodríguez e Hipólita Díaz del Campo, sorprendidos por los lamentos, fueron a ver lo que pasaba. La esposa los tranquilizó diciendo que su marido castigaba a su hijo Javier, pero en realidad lo que sucedía era que Matías Sánchez, con quien Teresa tenía ilícita amistad desde hacía tres años, había asesinado a Jacinto de la Barrera porque la iba a golpear con un garrote —seguramente luego de descubrir la infidelidad—. El amante creía que el esposo podía matarla, por eso la defendió atacándolo con una pedrada en la cabeza, luego Teresa y él escondieron el cadáver y lo llevaron a un río.

Así mismo, en 1779, en Vélez, Juliana Zambrano y Francisco Robles eran procesados por el conyugicidio de Juan Rodríguez Olarte, marido de Juliana(68). El crimen se había descubierto cuando las autoridades encontraron a un hombre muerto en la quebrada del Paso del Ganado en la hacienda de Pozo Negro. El cadáver tenía una herida de navaja en la tetilla del lado derecho y varias en la cara y la cabeza. El móvil del crimen era que el marido había encontrado a los amantes en la cama en pleno acto carnal. Dentro del proceso fueron capturados junto a Juan Andrés, el hijo de ella. Los tres confesaron verbalmente haber ejecutado la muerte.

Otro caso extraordinario por los niveles de trasgresión sexual de la mujer, que merece ser enunciado en este capítulo, es el de Rosalía Álvarez, quien fue procesada en 1793 en Biracachá por asesinar a José Ignacio de la Parra con la ayuda de Juan Francisco Daza, con quien sostenía público concubinato luego de tener también ilícita amistad con el padre de aquel(69). El marido estaba al tanto de la conducta de su mujer y en varias ocasiones la reprendió, llegando a darle golpes. Por el deseo de permanecer con su amante, entre ella y Daza habían amenazado al marido con matarlo a puñaladas o ahorcado; luego huyeron.

Un día el marido fue encontrado con señales de ahorcamiento, heridas en la piel, un cardenal (morado) en un brazo y las piernas muy moreteadas, acardenaladas y con muchos rasguños, así como la espalda salpicada de cardenales y la cara muy hinchada. Según los testigos, el marido había amenazado con ahorcarse, pero su esposa también había anunciado que lo mataría en un monte o en la cama. El cómplice de la mujer era el tercer hombre con el que engañaba al marido. Del primero había tenido dos hijos y con el que estaba implicada en el crimen había sido encontrada in fraganti en pleno acto sexual, de allí que hubiera amenazado a su marido.

A pesar de que los casos enunciados reflejen claramente una conducta trasgresiva encarnada en el perfil de la mala esposa, es importante aclarar que muchos otros conyugicidios ocurrieron en contextos en los que las mujeres se ajustaban al perfil de la perfecta casada. Es decir, eran sumisas y obedientes a sus maridos, les soportaban continuas infidelidades e infinidad de maltratos, pero en un momento en el que su vida peligraba, y sin pretender acabar con la de sus parejas, al defenderse, los asesinaron.

Tal fue el caso de María del Carmen Martínez(70), quien se enfrentó a su marido en la noche del 11 de agosto de 1805 en Simacota luego de haber sido atendida por la esposa de su vecino por una primera golpiza que la había dejado “bañada en sangre y demostrando estar media aturdida”(71). En el segundo episodio el esposo quiso golpearla de nuevo y en el forcejeo ella lo hirió con un cuchillo de cocina bajo los efectos del alcohol y de la ira.

Otra historia similar fue la de Cristobalina González, ocurrida en 1795, en Chagre. Se trataba de una mujer de condición social media casada con Félix Borrallo, sargento del Real Cuerpo de Artillería. Era procesada por degollar a su marido luego de una discusión por las frecuentes infidelidades del militar y en la que este la amenazó con su sable(72). La mujer afirmaba haber tomado un cuchillo que casualmente se encontraba debajo de la cama, se lo puso cerca del cuello y en medio de los confusos hechos el hombre se hirió de muerte.

Francisco Cobeña, uno de los sirvientes del difunto, señalaba que la mujer había gritado “¿me vas a sacar la espada a mí?”, luego de lo cual subió y lo vio a él tendido en el suelo. Según el empleado, el sargento le daba mala vida a su mujer, tanto de hecho como de palabras, y cuando ella le reclamaba por verse con su manceba la agredía enfurecido. La última vez le había lanzado una tinaja de vino a la cara y luego quiso pegarle con un taburete y un palo.

Para finalizar este apartado de casos, queremos señalar que los maltratos sistemáticos a los cuales se veían abocadas las mujeres, bien se tratara de perfectas casadas o malas esposas, podían llevar a unos niveles de odio contra el marido tales, que a la hora de asesinarlo se desplegara una fuerza inusitada que dejaba el cuerpo de la víctima absolutamente lesionado. Ese tipo de crímenes, encajados en la sevicia, solían cometerse bajo los efectos sedantes del aguardiente o la chicha. Un caso que llama la atención es el de María Manuela Amesquita y Ramírez, quien en 1801, en San Sebastián de La Plata, asesinó a su marido Vicente Liscano(73).

La mujer estaba bebiendo aguardiente con su cuñada y cuando entró a su casa a dormir tuvo una pelea con el marido porque este le quitó de la faltriquera (bolsita que se llevaba en la cintura) seis reales de su propiedad. Como al exigirle que se los devolviera su reclamo no tuvo ningún efecto, se fue a la cocina y luego a la entresala. Cuando ingresó al cuarto y encontró al esposo dormido, llevada por el alcohol, decidió tomar un hacha y darle un golpe fatal, al cabo del cual le produjo otros trece hachazos que le destrozaron el cráneo.

Las autoridades también encontraron una herida que iba del cuello al pecho y que había sido ejecutada con un machete grande.


Conclusiones


A través del análisis de casos de sevicias y conyugicidios protagonizados por mestizas, indígenas y negras libertas del Nuevo Reino de Granada entre 1721 y 1811, en este capítulo intentamos mostrar cómo la defensa propia y la agresión interpersonal constituyeron conductas trasgresoras del mandato de subordinación femenina al marido, que tanto la Iglesia católica como las autoridades hispánicas y la sociedad en su conjunto les demandaban a las perfectas casadas de la época.

En el texto evidenciamos que al aplicar la interseccionalidad al análisis de las familias neogranadinas es posible identificar diferencias sustanciales entre los distintos individuos que las conformaban. Dependiendo del cruce de variables como la clase, la raza y la calidad, unas eran las mujeres blancas peninsulares, criollas o mestizas adineradas y otras las mestizas pobres, las indígenas y las negras libertas. Las esclavizadas neogranadinas quedaron por fuera de nuestro análisis por la selección de las fuentes, pero la historiografía más reciente ha aclarado que los matrimonios en dicho estamento no fueron frecuentes y tampoco el uso de la violencia conyugal(74).

Las blancas peninsulares, las criollas o las mestizas adineradas, debido al comportamiento ajustado a los cánones que se les demandaba socialmente, eran catalogadas como perfectas casadas, mientras que las mestizas pobres, las indígenas y las negras libertas eran la encarnación de las malas esposas. Como vimos en este texto, los atributos de uno y otro modelo fueron dictados desde el siglo XV por la literatura moralista castellana, a la que se sumaron los textos médicos, jurídicos y de interés general, que se fueron naturalizando con el paso del tiempo. Estas coacciones externas ejemplarizantes partían de una mirada dual en la que las buenas mujeres se oponían a las malas, y que buscaba mostrar las bondades de portarse bien y las consecuencias de no hacerlo.

A través de los casos referidos visibilizamos la agencia de las mujeres de los sectores subalternos contra la violencia de sus maridos. Generalmente eran trabajadoras que se movían por el espacio público, que administraban su propio dinero, tenían redes de amigos y frecuentaban espacios de sociabilidad como las tiendas, donde consumían chicha y aguardiente de igual a igual con los hombres. Bien fuera en legítima defensa, de forma premeditada o en el marco de triángulos amorosos, estas mujeres se resistieron a la subordinación masculina y defendieron su integridad física de las agresiones cotidianas de sus parejas.

El texto deja esbozados algunos temas que podrían dar lugar a nuevas investigaciones sobre la trasgresión de las mujeres trabajadoras del periodo indiano, como las redes de vecinas y amigas construidas para resistir a la violencia de los hombres; la altivez con la que se enfrentaban a ellos; el consumo de las bebidas alcohólicas de forma desproporcionada; la libertad sexual que operaba dentro de relaciones afectivas informales; la concepción de hijos cuyos padres no eran sus esposos y, finalmente, la tolerancia de muchos hombres tanto a las infidelidades como a las conductas violentas de sus mujeres, que se contradice con la virilidad popular tradicional.

Estas no son más que otras facetas de unas trasgresoras de carne y hueso que siempre estuvieron allí y que, no obstante, por los sesgos de fuentes, enfoques e intereses, se escaparon a la mirada de los historiadores colombianos durante décadas. En este capítulo pretendimos visibilizarlas con la intención de demostrar que las resistencias femeninas a los abusos masculinos no son cosa de los últimos dos siglos, sino que se gestaron desde el inicio del periodo indiano y, con seguridad, mucho más atrás con los indígenas originarios de nuestro territorio, en el que las mujeres eran más valoradas y fueron elegidas como cacicas en el Caribe y en el interior, donde defendieron a sus pueblos de los castellanos con su propia vida.


Notas:

1 Este capítulo es producto de la investigación de mi autoría “Trayectorias de civilización de la violencia conyugal en la Nueva Granada en tiempos de la Ilustración”, presentada a la Universidad Nacional de Colombia en 2018.

2 Catherine Lacaze, Ronald Soto-Quirós y Ronny J. Viales-Hurtado (comp.), Historia de las desigualdades étnico-raciales en México, Centroamérica y el Caribe, siglos XVIII -XXI (Costa Rica: Centro de Investigaciones Históricas de América Central y Ameriber-Université Bordeaux Montaigne, 2020).

3 Francisco Javier Sánchez-Cid, La violencia contra la mujer en la Sevilla del Siglo de Oro (1569-1626) (Sevilla: Secretariado de Publicaciones Universidad de Sevilla, 2011). Antonio Gil Ambrona, Historia de la violencia contra las mujeres, misoginia y conflicto matrimonial en España (Madrid: Editorial Cátedra, 2008). Rachel Soihet, “Mulheres pobres e violencia no Brasil urbano”, História das mulheres no Brasil, Del Priore, Mary (ed.) (São Paulo: Editora Contexto, 2012). Steve, Stern, La historia secreta del género. Mujeres, hombres y poder en México en las postrimerías del periodo colonial (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1999). René Salinas Meza, “Conceptualización de conductas ilícitas”. René Salinas Meza y María Teresa Mojica, Conductas ilícitas y derecho de castigo durante la colonia. Los casos de Chile y Colombia (Bogotá: Centro de Investigaciones sobre Dinámica Social, Universidad Externado de Colombia, 2005): 19-26. Francisca Rengifo S., Vida conyugal, maltrato y abandono. El divorcio eclesiástico en Chile, 1850-1890 (Santiago: Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, Dibam y Editorial Universitaria, 2011). Sonya Lipsett-Rivera, “La violencia dentro de las familias formal e informal”. Pilar Gonzalbo Aizpuru y Cecilia Rabell (coord.), Familia y vida privada en la historia de Iberoamérica (México: Centro de Estudios Históricos, Colegio de México, Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México, 1996): 325-386.

4 María Teresa Mojica, “El derecho masculino de Castigo en la Colonia”, René Salinas Meza y María Teresa Mojica, Conductas ilícitas y derecho de castigo durante la Colonia. Los casos de Chile y Colombia. (Bogotá: Cuadernos del cids, Centro de Investigaciones sobre Dinámica Social, Universidad Externado de Colombia, 2005): 87-194. Viviana Kluger, “Casarse, mandar y obedecer en el Virreinato del Río de la Plata: un estudio del deber-derecho de obediencia a través de los pleitos entre cónyuges”, Fronteras de la Historia, vol. 8 (2003): 135-158. “La familia ensamblada en el Río de la Plata 1785-1812”. Escenas de la vida conyugal. Los conflictos matrimoniales en la sociedad virreinal rioplatense (Buenos Aires, Editorial Quorum, 2003).

5 Giorgio Agamben, ¿Qué es un dispositivo?, Sociológica, vol. 73, n.° 26 (2011): 249-264.

6 Norbert Elias, “El cambiante equilibrio de poder entre los sexos. Un estudio sociológico procesual: el ejemplo del antiguo Estado Romano”, La civilización de los padres y otros ensayos (Santafé de Bogotá: Grupo Editorial Norma, 1998). El proceso de la civilización (México: Fondo de Cultura Económica, 1987). La sociedad cortesana (México: Fondo de Cultura Económica, 1996).

7 Mabel Paola López Jerez, Morir de amor. Violencia conyugal en la Nueva Granada, siglos XVI a XIX (Bogotá: Ariel, 2020): 327-348.

8 Leonor Hernández Fox y Carlos Mario Manrique Arango, Normas y trasgresiones: las mujeres y sus familias en las ciudades de Cartagena de Indias y La Habana, 1759-1808 (Bogotá: Universitaria Uniagustiniana, 2020), 59. Así mismo, los corpus jurídicos de la época les daban a algunos tipos de mujeres la capacidad de gestionar sus propiedades y hacer negocios. Sobre el particular ver Óscar Armando Perdomo Ceballos, Las señoras de los indios: el papel de la división social del trabajo a partir del parentesco en el desarrollo de la encomienda en la Tierra Firme, 1510-1630 (Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología e Historia, 2016). Kimberly Gaudeman, Women’s Lives in Colonial Quito: Gender, Law, and Economy in Spanish America (Austin: University of Texas Press, 2003). Andrew B. Fisher y Matthew D. O’Hara, eds. Imperial Subjects: Race and Identity in Colonial Latin America (Estados Unidos: Duke University Press, 2009). Alejandra B. Osorio, Inventing Lima: Baroque Modernity in Peru’s South Sea Metropolis (Estados Unidos: Palgrave Macmillan, 2008). Alicia Torres, “La Real Pragmática en la Real Audiencia de Quito: raza, clase y género hacia fines de la Colonia”, Hispanic American Historical Review, vol. 100, n.° 4: 595-621.

9 Edgardo Castro. El vocabulario de Michel Foucault. Un recorrido alfabético por sus temas, conceptos y autores (España: Universidad Nacional de Quilmes, 2005).

10 No relacionamos casos de esclavizadas porque el fondo de Juicios Criminales del Archivo General de la Nación consultado no los contempla debido a dinámicas propias de la época y a políticas de archivo que condujeron a su dispersión en el fondo Negros y Esclavos y otros. Adicionalmente, el matrimonio en ese estamento fue poco frecuente por la resistencia de las mujeres al sacramento y por la negativa de los amos a financiarlo. Es importante aclarar que la violencia conyugal no era permitida entre los esclavizados debido a que ocasionaba daños en la propiedad del amo. Recomendamos ver el reciente trabajo de Robinson Salazar Carreño, Familias de esclavos en la villa de San Gil (Nuevo Reino de Granada), 1700-1779: parentesco, supervivencia e integración social (Bogotá: Universidad del Rosario, 2020). En cuanto a los procesos por violencia conyugal en las familias indígenas, sobre los que ocurre el mismo fenómeno de archivo y que se encuentran de preferencia en el fondo Caciques e Indios, las mujeres denunciaban frecuentemente el maltrato por parte de sus maridos bajo los efectos de la chicha y en el marco de relaciones adúlteras. Recomendamos ver la reciente investigación de Héctor Cuevas Arenas, Tras el amparo del rey. Pueblos de indios y cultura política en el valle del río Cauca, 1680-1810 (Bogotá: Universidad del Rosario, Flacso Ecuador, 2020).

11 Luis Bustamante Otero, Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795- 1820) (Lima: Fondo Editorial Universidad de Lima, 2019), 124.

12 La individuación es un proceso ligado al sistema filosófico del individualismo que considera al sujeto el fundamento y fin de todas las leyes y relaciones morales y políticas de la sociedad. En la práctica se materializa en el desarrollo y resguardo de la persona, sus bienes e integridad. Concepto construido a partir de Ana Lidia García Peña, El fracaso del amor. Género e individualismo en el siglo XIX mexicano (Ciudad de México: El Colegio de México, UNAM, 2006), 33.

13 Bustamante, 124.

14 La calidad se referiría al estatus económico y su relación con un comportamiento y unas prácticas cotidianas honorables. Max Hering Torres, “Sombras y ambivalencias de la igualdad y la libertad en Colombia a principios del siglo XIX”. José David Cortés (ed.), El bicentenario de la Independencia. Legados y realizaciones a doscientos años (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2014), 133.

15 Hermes Tovar Pinzón, La batalla de los sentidos. Infidelidad, adulterio y concubinato a fines de la Colonia, 2.ª ed. (Bogotá: Universidad de los Andes, 2012).

16 Bustamante, 205.

17 Víctor Uribe Urán, Amores fatales. Homicidas conyugales, derecho y castigo a finales del periodo colonial en el Atlántico español (Bogotá: Universidad Externado de Colombia y Banco de la República, 2020).

18 Bustamante, 205.

19 Uribe Urán, 2020, 30.

20 Uribe Urán, 2020, 32.

21 Bustamante, 205.

22 Gil Ambrona

23 Tomás Mantecón, “Civilización y brutalización del crimen en una España de Ilustración”, en Manuel-Reyes García Hurtado (coord.), La vida cotidiana en la España del siglo XVIII (Madrid: Silex, 2009): 95-124.

24 Alonso Manuel Macías Domínguez y María Luisa Candau Chacón, “Matrimonios y conflictos: abandono, divorcio y nulidad eclesiástica en la Andalucía moderna (Arzobispado de Sevilla, siglo XVIII)”. Revista Complutense de Historia de América, vol. 42 (2016): 119-146.

25 Víctor Uribe Urán, Amores fatales. Homicidas conyugales. Fatal Love: Spousal Killers, Law, and Punishment in the Late Colonial Spanish Atlantic (Stanford: Stanford University Press, 2015). “Innocent Infants or Abusive Patriarchs? Spousal Homicides, the Punishment of Indians and the Law in Colonial Mexico”, Journal of Latin American Studies, vol. 38, n.° 4 (2006): 793-828. “Colonial Baracunatanas and Their Nasty Men: Spousal Homicides and the Law in Late Colonial New Granada”, Journal of Social History, vol. 35, n.° 1 (2001).

26 Mabel Paola López Jerez, Las conyugicidas de la Nueva Granada. Trasgresión de un viejo ideal de mujer (1780-1830) (Bogotá: Ediciones Pontificia Universidad Javeriana, 2012).

27 Bustamante y Nicholas A. Robins, De amor y odio: vida matrimonial, conflicto e intimidad en el sur andino colonial, 1750-1825 (Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2019).

28 D. Dávila Mendoza, Hasta que la muerte nos separe: el divorcio eclesiástico en el Arzobispado de México, 1702-1800 (México D. F., El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos; Universidad Iberoamericana; Universidad Católica Andrés Bello, Caracas, 2005).

29 Ana Lidia García Peña, Violencia conyugal: divorcio y reclusión en la Ciudad de México, siglo XIX. Tesis doctoral en Historia (México: El Colegio de México, 2002).

30 Águeda Venegas de la Torre, “Muertes por honor: homicidios contra mujeres durante la primera mitad del siglo XIX”, Revista Temas Americanistas, vol. 41, n.° diciembre (2018): 119-138.

31 Fernanda Molina, “Violencia conyugal en las sociedades andinas (siglo XVII). Hacia una definición histórica y cultura, Surandino Monográfico, vol. 3 (2013): 48-62.

32 Kluger, “Casarse, mandar y obedecer”, “La familia ensamblada”.

33 Eugenia Rodríguez Sáenz, Hijas, novias y esposas. Familia, matrimonio y violencia doméstica en el Valle Central de Costa Rica (1750-1850) (Heredia, Costa Rica, Editorial Universitaria Nacional; Plumsock Mesoamerican Studies, 2000). Reformando y secularizando el matrimonio. Divorcio, violencia doméstica y relaciones de género en Costa Rica (1800-1950). En P. Gonzalbo Aizpuru (Coord.), Familias iberoamericanas: historia, identidad y conflictos (México D. F., El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 2001), 231-275.

34 Hernández y Manrique, Normas y trasgresiones.

35 F. Langue, Las ansias de vivir y las normas del querer. Amores y “mala vida” en Venezuela colonial. Nuevo Mundo. Mundos Nuevos, Biblioteca de Autores del Centro, 2005. Recuperado de http://nuevomundo. revues.org/639

36 Kimberle Crenshaw, “Demarginalizing the Intersection of Race and Sex: A Black Feminist Critique of Antidiscrimination Doctrine, Feminist Theory and Antiracist Politics”, The University of Chicago Legal Forum, vol. 140 (1989): 139-167.

37 Una apuesta en ese sentido es nuestra tesis doctoral Mabel Paola López Jerez, “Trayectorias de civilización de la violencia conyugal en la Nueva Granada en tiempos de la Ilustración”. Tesis de Doctorado en Historia (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2018), posteriormente publicada bajo el título Morir de amor. Violencia conyugal en la Nueva Granada, siglos XVI a XIX.

38 Es importante aclarar que en este texto consideramos como tal tanto a aquellas unidas a los hombres mediante el sacramento del matrimonio como a las que establecieron relaciones

39 López, 2018.

40 Fray Luis de León, La perfecta casada (Barcelona: Biblioteca clásica española, 2.ª ed. 1889).

41 Juan Luis Vives, Instrucción de la mujer cristiana (Alcalá de Henares, 1529).

42 Citado por Kluger, “Casarse, mandar y obedecer”.

43 Antonio Arbiol, La familia regulada, con doctrina de la Sagrada Escritura y Santos Padres de la Iglesia Católica (Barcelona, 1791). informales del tipo amancebamiento o concubinato.

44 Del amor en el matrimonio. Traducción de Joaquín Acosta para uso de la señora María Josefa Valencia de Acevedo. Biblioteca Nacional, manuscrito. Libros Raros y Curiosos, 151, ff. 85-93.

45 Jean Delumeau, El miedo en Occidente (siglos XIV-XVIII), una ciudad sitiada (Madrid: Editorial Taurus, 1989).

46 Jean Claude Bologne, Historia de la pareja (Bogotá: Fondo de Cultura Económica, 2017). 1.ª ed. Histoire du couple (París: Les édition Perrin, 2016), 22.

47 Anthony Pagden, La caída del hombre. El indio americano y los orígenes de la etnología comparativa, traducción de Belén Urrutia Domínguez (Madrid: Alianza Editorial, 1988), 72.

50 Del Río 29.

51 Del Río 31.

52 Del Río 31.

53 Del Río 30.

54 López, 2018.

55 Nos referimos a López 2012, 2018 y 2020.

56 López, 2020, 89.

57 López, 2012.

58 Archivo General de la Nación (AGN), Sección Colonia (SC), Juicios Criminales (19), tomo 61, documento 5, ff. 597r, 600r, 605r.

59 AGN. SC19.109.D17, f. 778v.

60 AGN. SC19.87.D4, f. 122r.

61 AGN. SC19.53.D9, ff. 937-971

62 AGN. SC19.53.D9, ff. 941r-941v.

63 AGN. SC19.32.D4, ff. 422-452

64 AGN. SC19.32.D4, f. 424r.

65 AGN. SC19.36.D1, ff. 1-180

66 AGN. SC19.117.D4, ff. 228-305

67 AGN. SC19.108.D16, ff. 922-969

68 AGN. SC19.45.D23, ff. 784-860

69 AGN. SC19.144.D14, ff. 403-486

70 AGN. SC19.61.D5, ff. 525-635

71 AGN. SC19.61.D5, f. 560v

72 AGN. SC19.63.D10, ff. 629-662

73 AGN. SC19.127.D13, ff. 422-535

74 Salazar, 2020.


Bibliografía

Fuentes primarias

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Capitulo 6



“Ocurrí a vuestra merced demandando verbalmente por los alimentos”. Madres, hijos ilegítimos y justicia en las provincias de Cartagena y Santa Marta, 1763-1796

“I have come to your mercy verbally demanding for alimony.” Mothers, Illegitimate children and justice in the Provinces of Cartagena and Santa Marta, 1763-1796


Resumen

Este texto aborda casos de mujeres de distintas condiciones que se dirigieron ante las justicias del Nuevo Reino de Granada para interponer demandas contra algunos hombres que, según ellas, no cumplían los deberes propios de padres y/o esposos. Usaron los discursos de la época sobre lo que debía ser una recta administración de justicia con el fin de obtener dictámenes judiciales que las favorecieran en sus reclamos. De esa manera se convirtieron en actoras importantes ante los tribunales a los que recurrieron para exigir sus derechos.

Palabras clave: justicia, mujeres, demandas por alimentos, ilegitimidad, trasgresión.


Abstract

This text deals with cases of women from different walks of life who went before the courts of the Nuevo Reino de Granada to file lawsuits against some men who, according to them, did not fulfill their duties as fathers and/or husbands. They used the discourses of the time on what should be an upright administration of justice in order to obtain judicial rulings that favored their claims. In this way they became important actresses before the courts to which they resorted to demand their rights.

Keywords: justice, women, lawsuits for food, illegitimacy, transgression.


Sobre la autora | About the author


Lea Raquel Álvarez Hernández [leaalvarez@mail.uniatlantico.edu.co]

Estudiante del doctorado en Historia y Estudios Humanísticos: Europa, América, Arte y Lenguas, Universidad Pablo de Olavide de Sevilla (España). Historiadora y magíster en Historia de la Universidad del Atlántico (Colombia). Docente catedrática del programa de Historia y Cátedra universitaria e Integrante del Grupo de Investigaciones Históricas en Educación e Identidad Nacional (Gihein), Facultad de Ciencias Humanas, Universidad del Atlántico. Ha publicado las siguientes investigaciones en coautoría: ¿Mujeres “ciudadanas” ?: El uso de una noción en la temprana República de Colombia (1821-1825) junto con Diana Carolina Quintero y Delito contra las autoridades reales: El homicidio del alcalde ordinario del pueblo de indios de San Juan de Ciénaga (1805-1807) con María Del Mar Garrido De Oro.


Cómo citar en MLA / How to cite in MLA

Álvarez Hernández, Lea Raquel. “Ocurrí a vuestra merced demandando verbalmente por los alimentos". Madres, hijos ilegítimos y justicia en las provincias de Cartagena y Santa Marta, 1763-1796”. Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX, editado por Mabel López Jerez, Editorial Uniagustiniana y Asociación Colombiana de Estudios del Caribe – ACOLEC, 2021, pp. 233-261.



Introducción

Dominga Barrera, María Mercedes Sevillano y Manuela Antonia Gómez fueron tres mujeres que entablaron demandas por alimentos ante los tribunales del Nuevo Reino de Granada contra sus exparejas, pese a que dichos hombres no eran sus esposos desde el punto de vista legal o religioso. En este texto analizamos los argumentos que presentaron ante las justicias de las provincias de Cartagena y Santa Marta entre 1763 y 1796.

Desde finales del siglo XX, la historiografía sobre las mujeres ha hecho una revisión de su papel como actoras sociales y de su agencia seleccionando relatos particulares y tratando de reducir la escala de observación para encontrar peculiaridades con el fin de relacionarlas con un contexto más global. A partir de esa perspectiva, el presente trabajo busca mostrar y explicar la participación de las mujeres del periodo neogranadino en relaciones ilegítimas que fueron visibilizadas en el ámbito judicial, específicamente a través de las demandas por alimentos. Pretendemos romper con la idea tradicional de que las mujeres en general fueron seres pasivos e inactivos en la sociedad de la cual hicieron parte y que siempre rigieron su comportamiento con base en las leyes y el papel que les fue asignado.

Al analizar la defensa de sus derechos legales en las contiendas por alimentos nos acercamos a los argumentos que esgrimían las mujeres que estaban envueltas en pleitos derivados de relaciones ilegítimas y advertimos los roles que asumieron en estas circunstancias. De esta forma pretendemos hacer un aporte que contribuya a llenar los vacíos historiográficos que aún existen respecto a la vida de las mujeres y la familia en la época colonial. Dichos vacíos siguen latentes pese a los esfuerzos de grandes historiadoras e historiadores que se esmeran por dar a conocer un tema amplio y con muchas franjas inexploradas, principalmente en el territorio que hoy llamamos Caribe colombiano.

La legislación castellana impuesta por los españoles a los reinos indianos revela una tradición jurídica ligada a los principios judeocristianos y católicos. Esta normativa le asignó a la mujer una función social que reposaba exclusivamente en la maternidad, el cuidado de sus hijos, el marido y, en general, el hogar, siguiendo el ejemplo recibido por la Virgen María. El modelo de la madre de Jesús también representaba la resignación ante el dolor y la humillación ante la muerte del mesías que salvó al mundo del pecado cometido por Eva. Por su parte, esta última era la antítesis de María. Como lo explica Inírida Morales Villegas, “el establecimiento de arquetipos para condicionar la identidad y el comportamiento de los individuos fue una de las estrategias ideológicas empleadas para consolidar la estructura social del régimen colonial”(1) .

La legislación que regía la vida familiar estaba conformada principalmente por las Leyes de Toro, las Siete partidas y los códigos reales borbónicos, que entre 1759 y 1808 instituyeron el ritual del matrimonio como “el fundamento de la familia y de la legitimidad de los descendientes, base esencial de una sociedad sana y ordenada”(2) . Sin embargo, muchas conductas humanas escaparon al control legislativo, que se centraba, sobre todo, en las uniones conyugales de calidades similares.

Para esta época la diferenciación social entre la población en general y las mujeres en particular se hacía a partir del color de la piel, de la calidad y de la raza. Por ejemplo, ante los tribunales no tenían el mismo estatus las blancas de clase alta que una mestiza o una zamba. Muchas veces, las faltas al “deber social” de las primeras fueron más cuestionadas que las de las mestizas, a quienes se les veía “menos mal” demandar a sus parejas, pese a estar en amancebamiento y tener como producto niños ilegítimos.

A pesar de que pudiera pensarse que estas concepciones sociales coartaron significativamente a ciertas féminas para que acudieran a los tribunales, en nuestra investigación encontramos diversas demandas de mujeres de distintas calidades que se quejaron cuando vieron en peligro sus vidas y el bienestar de sus hijos.

A partir de las anteriores apreciaciones, las preguntas que pretendemos responder en este trabajo son las siguientes: ¿en qué consistió la trasgresión social de estas mujeres que defendieron la alimentación de sus hijos ante los estrados judiciales?, ¿cómo instauraron sus reclamaciones? y ¿cómo fueron representadas en los expedientes judiciales y en las leyes de la segunda mitad del siglo XVIII?

La trasgresión es entendida por Max S. Hering Torres como fruto de una contradicción entre el ordenamiento jurídico y la realidad cotidiana vivida desde tiempos coloniales(3) . El autor plantea que es posible que la práctica de transgredir, por tratarse de algo desviado, muchas veces se ignore por su recurrencia y otras se trivialice por la misma cotidianidad. Así que define el concepto de acuerdo con las actuaciones que van en oposición a las normas, por ejemplo, el abuso de los límites y del control. Para él, “la trasgresión refiere una variedad de prácticas: traspasar, irrespetar, infringir, pecar, delinquir y resistir, pero implica, asimismo, crimen y abyección”(4) .

La comprensión de la trasgresión dependerá mucho del contexto en el que se inscriba, pues al definirse como práctica “hace alusión a las acciones de individuos que permiten la ‘producción, negociación, transacción y contestación de significados de redes y relaciones de poder mayores’”(5) . En ese sentido, Inírida Morales Villegas, al referirse a las esclavas y libres negras de la época colonial, explica el mismo término como “el principio de construcción de la identidad de mujer real, producto de la resistencia al estereotipo socialmente impuesto y aceptado”(6) .

El análisis de la trasgresión en la vida de las mujeres en la época colonial rompe con paradigmas como la aparente sumisión a las leyes patriarcales y la inmovilidad ante diversas circunstancias que las afectaban. Así mismo, demuestra que las mujeres no se quedaron inermes cuando vieron vulnerados los derechos fundamentales de sus vástagos. Por lo tanto, defendieron la manutención de sus hijos ilegítimos, procreados en relaciones de amancebamiento, conductas no muy bien vistas por la sociedad. No podemos obviar tampoco a quienes, siendo esposas, también reaccionaron ante las injusticias que percibieron de parte de los padres contra sus hijos.

Respecto al tema de la ilegitimidad podemos decir que hacía referencia tanto a las mujeres cuyas relaciones no se enmarcaban en el orden “natural” divino, como a aquellos hijos nacidos en relaciones “ilícitas”, los cuales eran considerados impuros, pues “nacen de las mujeres que están en la putería […] nacen de las mujeres que tienen algunos por barraganas de fuera de sus casas”(7). .

Encontramos que en el periodo colonial el tema era frecuente y extensivo a los diferentes sectores sociales, aunque se mostrara habitualmente entre los más bajos de la población. Lo claro e innegable es que estas conductas terminaron siendo parte del tejido social de la época. Además, “la ilegitimidad fue, junto al concubinato, el mecanismo primario en que se fundó el mestizaje como proceso socio-racial que dio origen a la sociedad colonial el carácter de multiétnica”(8) .

La ilegitimad pudo haber sido ocasionada por diversos motivos como el crecimiento demográfico, la gran cantidad de mujeres, el mestizaje, la movilidad geográfica o el alto costo de los matrimonios, entre otros. Al producirse embarazos ilegítimos, muchas veces los padres incumplían con la manutención de los hijos, lo que eventualmente ocasionaba una demanda de parte de la mujer. Es fundamental anotar que, aunque en las relaciones no hubiese un vínculo matrimonial, “se reproducían las mismas dinámicas de poder y de relación de las uniones formales, de allí que en situaciones de violencia [o falta de los alimentos a los hijos] exigieran la acción de la justicia y la protección de la mujer”(9) .

La monarquía española mostraba en estos casos su faceta paternalista y mediante la Real Cédula de las Gracias al Sacar”(10) hacía extensivos ciertos beneficios a los nacidos en relaciones no formales. Guiomar Dueñas ha señalado que era común encontrar vástagos en los estamentos inferiores, pero aclara que también se bautizaban niños de padres desconocidos de los estamentos altos y el cura anotaba y dejaba clara la descendencia noble de la criatura(11). En efecto, el párroco sabía cuál era el origen social y en secreto de confesión quedaba resguardado el honor de los progenitores del recién nacido.

Las fuentes analizadas en este capítulo contribuyen a mostrar uno de los problemas familiares que sigue enfrentando la sociedad colombiana, el no reconocimiento de las criaturas por parte de algunos padres que se niegan a brindarles la asistencia que requieren. No podemos igualar las épocas ni los sujetos en cuestión, pero sí identificar las coincidencias históricas del problema ya mencionado, que década tras década empuja a las madres solteras o divorciadas a defender los derechos de sus hijos.

Este trabajo fue elaborado desde la perspectiva de género, entendida como “una herramienta que da cuenta de las complejidades de las acciones y de la vida de mujeres y hombres en diálogo con otras categorías que permiten mostrar las condiciones y circunstancias base de las decisiones políticas y de poder”(12). Además, “gracias al empleo de la categoría género se distingue a los hombres y mujeres, como tales, en un momento histórico y se destaca que, más que naturaleza, son el resultado de un proceso social que configura sus características en cada tiempo y espacio”(13).

En un primer momento se presentarán casos de demandas por alimentos interpuestas por mujeres que tenían “amistades ilícitas” previas. En la segunda parte, tomando en cuenta las narraciones mencionadas, ilustraremos “la vida real” de las mujeres y la que pretendían las leyes. Por último, formularemos unas conclusiones abiertas con el propósito de generar nuevos debates y proponer temas y perspectivas acerca de las formas de trasgresión que las mujeres adoptaron para defenderse a sí mismas y a sus hijos.

Falsas promesas de matrimonio

A la viuda Dominga Barrera, José de los Santos Castro le había prometido matrimonio una de las tantas noches que estuvieron juntos. Corría el año de 1798 y la mujer se encontraba convencida de su próximo casamiento, además estaba embarazada de su prometido. Sin embargo, cuando dio a luz se enteró que el padre de su neonato estaba enamorado de otra mujer y comprometido también con ella.

Molesta y confundida, Dominga tomó a su bebé de dos meses y se dirigió ante el alcalde ordinario de la villa Santa Cruz de Mompox e interpuso una demanda contra el hombre que le había faltado. Curiosamente, dicha mujer no demandó nada para sí misma, sino para su hijo mediante estas palabras: “ocurrí al juzgado de vuestra merced demandándole verbalmente por los alimentos, y precisos gastos de educación con que debe contribuir a su hijo […] vestido, gastos de médico, y botica en cualquier enfermedad”(14).

Mediante una notificación escrita, el alcalde ordinario, don Martín Ribón, mandó a llamar al juzgado a José de los Santos Castro, quien compareció sin oponer resistencia. Ese día fue citada también la mujer. Ahí estaba, frente a frente con el hombre causante de sus disgustos emocionales y económicos. El acusado aceptó haber efectuado compromiso de casamiento con las dos mujeres y propuso dar dos pesos de mantenimiento a su hijo hasta los cinco años. El alcalde le preguntó a María Dominga si estaba de acuerdo con lo propuesto por José de los Santos y ella asintió. Al ver que las dos partes del caso estaban conformes, el juez ordinario profirió dictamen y fijó las fechas en las cuales el padre de Fermín debía pagar la cuota. Finalmente, dio por cerrada la demanda.

Aunque José de los Santos le incumplió la promesa matrimonial a Dominga Barrera, ella no lo demandó por esa falta, que legalmente era castigada como una manera de proteger los esponsales y sancionar relaciones sexuales de las que nacían niños indeseados, lo cual era recurrente en la época colonial. El compromiso matrimonial se hacía antes del casamiento, de palabra y con obsequios que recordaban un acuerdo que podía ser privado entre los dos novios o en compañía de sus padres. A finales del siglo XVIII e inicios del XIX las demandas por incumplimiento del compromiso matrimonial fueron relegadas a un segundo plano por ser tantas y tan comunes en el Nuevo Reino de Granada, tanto así que en 1804 las leyes españolas ordenaron que se hicieran por escrito, de lo contrario no se aceptarían demandas ante los juzgados.

En la práctica, muchos hombres hacían promesas de matrimonio para que las mujeres cedieran al encuentro sexual. Desde luego, dichos matrimonios eran postergados por años, constituyendo un amancebamiento del cual nacían hijos naturales que podían ser legitimados al momento de que los padres contrajeran nupcias y se bautizaran, con la “complicidad absoluta”(15) de la Iglesia.

El incumplimiento a la palabra de matrimonio se presentó en todos los estamentos, desde los indígenas hasta los blancos peninsulares, aunque fuera más visible entre los libres de todos los colores, porque quizás la élite se cuidaba más de no ventilar su deshonor. La secuencia de los hechos pocas veces terminaba bien: una promesa de matrimonio, relaciones sexuales y un embarazo que era determinante para una demanda por alimentos. La frecuencia con la que se presentaban estos casos evidencia un “espacio de libertad para la seducción”(16) en la sociedad neogranadina.

Anotado lo anterior no podemos definir con exactitud los motivos que Dominga Barrera tuvo para no demandar esta falta. Quizás no le interesaba continuar su vida con un hombre que la había traicionado, y solo quiso asegurar el bienestar y la alimentación de su recién nacido. Sus argumentos frente a los tribunales descubren la sagacidad y conciencia de su demanda. Ella presentó el recurso y compareció ante un juez y frente al hombre con quien mantuvo una relación ilícita a razón de “la suma pobreza a la que quedé reducida”(17). Escuchó, alegó y participo en el acuerdo, pues según las leyes, las viudas, como ella, gozaban de una capacidad de representación propia que les era negada a las mujeres casadas.

Hasta este punto el conflicto pareció ser resuelto, pero los problemas en la vida de los implicados y sus familias harían que en 1800 José de los Santos Castro se presentara ante los mismos juzgados en calidad de demandante. El hombre solicitaba que la custodia del niño les fuera otorgada a él y a su esposa, “habiéndose informado de personas prácticas que tiene derecho para reclamarlo a los tres años de edad”(18). El hombre intentaba detener las continuas peleas con su conyugue por el pago de los dos pesos a Dominga Barrera para el mantenimiento de su pequeño hijo, ya que le era “muy gravoso”. El escrito fue enviado a un nuevo alcalde ordinario de primera nominación y, además, subdelegado de las reales rentas de dicha villa y departamento, don Leandro Antonio Cherneca.

Cuando recibió la notificación y citación, Dominga llegó escandalizada ante el alcalde ordinario. Manifestó su negativa a entregar a su hijo antes de lo dictaminado, citó la sentencia anterior y la edad del niño. El nuevo alcalde pidió los documentos que soportaban la decisión del juez anterior y ordenó a José de los Santos pagar en una próxima reunión las mesadas atrasadas. El día de la cita la mujer no llegó y José de los santos se presentó con el dinero.

Al parecer, a la mujer ya no le importaba hablar nuevamente con José de los Santos. Con anticipación había remitido una carta a la Real Audiencia en la que justificaba su antigua relación con el hombre. Señalaba que “la culpa de violar las leyes de mi viudedad” fueron del hombre, pues este le hacía “continuas dadivas […] que quebrantan peñas”. Lo acusó de engañarla y dejarla luego que “sació su apetito” y de no pagar las mesadas para su hijo decretadas por el alcalde ordinario, quien “conocía mi justicia”. Además, agregó ser “constante la antipatía” que le tenía la esposa de José de los Santos Castro, lo cual podía ocasionar que la mujer tratara mal a su niño. Por lo tanto, pidió que por ningún motivo le entregasen su hijo a otra persona, “que aquí en esta villa la justicia es de respectos humanos y no nos mira a los pobres”(19).

La Real Audiencia dictaminó a favor de Dominga Barrera, arguyendo no encontrar motivos de peso para contradecir la sentencia anterior del exalcalde ordinario, con la que las dos partes estuvieron de acuerdo. Además, anotó que si la mujer se sentía agraviada se comunicara de nuevo con la Real Audiencia y en caso de no tener dinero, solicitara un defensor de pobres.

Este caso es relevante porque muestra a una mujer viuda totalmente libre y que se presentó ante los jueces, exigió y citó las leyes que la favorecían, muy seguramente en compañía de un abogado. Respondió sin mesura al que fue su “amistad ilícita” y defendió a su hijo de quien ella consideró un peligro. “El estado de viudez se convirtió así en la condición ideal que le permitió a la mujer gozar de su plena capacidad civil”(20). Sin embargo, las mujeres viudas no fueron las únicas que reclamaron sus derechos y los de sus hijos.

Cabe anotar que era normal que las mujeres viudas quedaran expuestas a relaciones ilícitas, que concibieran hijos en condición de ilegitimidad y que vivieran una vida de “libertinaje” con compañeros ocasionales o duraderos, casi que siempre sin volver a contraer nupcias. Muchas de ellas, de los estamentos medio y bajo, tuvieron que llevar el peso del hogar, y las que contaban con herencias o dotes de padres o esposos debían administrarlas. También hubo quienes se hacían cargo de pulperías y mercados, lavaban y cocinaban, eran aguateras, leñateras, molenderas y costureras, entre otros oficios. En la provincia de Buenos Aires, Claudia Contente señala que las viudas y otras mujeres solteras a finales del siglo XVIII y principios del XIX trabajaban dentro y fuera de sus hogares como jefas de familia y en tareas artesanales(21). Cada día conocían más de política, leyes y demás temas a través de la socialización en sus actividades diarias y obligatorias para la supervivencia, y muchas veces, los oficios a los que se dedicaron las exponían a “una posición incierta y vulnerable respecto a las normas de feminidad y de vergüenza características de la tradición hispánica”(22).


La negra adúltera

Una demanda por alimentos también motivó un recurso interpuesto por María Mercedes Sevillano ante el gobernador de Cartagena en 1782. Esta mulata había sido esclava de doña Leonor Sevillano, quien antes de morir le otorgó la libertad. Estando casada y en ausencia de su marido mantuvo una “ilícita amistad” con el teniente don Pedro Bocio. Las huidas furtivas con el amante dejaron como consecuencia un hijo que dio a luz una madrugada como aquellas en que se escapaba para verse con el teniente. Pero esta vez estaba sola, su amante no quiso volver a verla desde que se enteró de su retraso menstrual; tampoco estaba su esposo, pues había fallecido días antes.

La mujer solicitaba que el teniente le pagara ochenta pesos por los malestares ocasionados durante su preñez, los cuales la habían dejado arruinada. Señalaba que le había enviado muchas razones con personal eclesiástico que medió en su caso, pero el hombre nunca respondió a las solicitudes del cura.

El teniente, al ser avisado de la demanda de la mujer por medio de un oficio, “se denegó manifestando no considerarse obligación alguna a semejante desembolso porque ni tenía por suyo aquel embarazo [pues] dicha mujer que atendida su inferior clase y calidad podía pasar bien con su trabajo de batea y costura”(23). El gobernador de Cartagena, en su calidad de juez del caso, le dio la razón al teniente y, de acuerdo a “su justicia”, exhortó a María Mercedes a desistir de la demanda, dio por terminado el asunto y cerró el caso.

Cuando se agotaban las instancias iniciales en el proceso judicial, que correspondían a los jueces del lugar donde se residía, bien fuera un alcalde de la Santa Hermandad, un alcalde ordinario, uno de primera o segunda nominación o el gobernador, se podía acudir en segunda instancia a la Real Audiencia. Los textos enviados al tribunal eran la última oportunidad para mostrar y convencer a las autoridades de que los derechos del demandante habían sido vulnerados en las etapas previas del proceso.

Por lo tanto, María Mercedes, aconsejada por un abogado de pobres, se dirigió a la Real Audiencia, presidida en ese entonces por el virrey Antonio Caballero y Góngora. La comunicación enviada por la mujer fue devuelta al gobernador de Cartagena, a quien se interrogaba por las razones para cerrar el caso. En su respuesta, el juez señaló que “considerando evacuado el asunto no tuve por necesario informar de ellos a vuestra excelencia […] huyendo de mortificar su vida con tan desagradables especies”(24). Dado que para emitir sentencia las autoridades judiciales debían conseguir que las partes llegaran a un acuerdo, la Real Audiencia solicitó copia del proceso de María Mercedes.

El escrito del gobernador al virrey y las excusas manifestadas por el padre de la criatura dejan claro el desprecio con el cual eran tratados los esclavos y negros libertos por parte de algunas autoridades. Si bien a las mujeres de ese estamento se les exigía un comportamiento mariano, al igual que a las demás de la sociedad neogranadina, el trato hacia ellas era más duro y exigía “un trabajo arduo”, pues las autoridades consideraban que debido a su procedencia, raza y categorización económica poseían “atributos o defectos específicos”(25).

Dentro de los arquetipos difundidos entre los esclavos el de la negra buena se oponía por razones obvias al de la negra mala. Esta última, “desde las perspectivas de los otros constituía el contramodelo de la esclava ideal y desde la perspectiva de las mujeres negras, la trasgresión, es decir, el principio de construcción de la identidad de mujer real, producto de la resistencia al estereotipo socialmente impuesto y aceptado”(26). En este sentido, la mujer negra se resistía a esos prototipos femeninos impuestos, no como un acto de rebeldía contra la sociedad, sino en atención a las necesidades de una mujer real con sus múltiples manifestaciones.

Cuando apeló ante la Real Audiencia, María Mercedes era consciente de que su “ilícita amistad” con el teniente configuraba un adulterio, por eso intentó desvirtuar la imagen de Eva pecadora y señaló ser “una mujer casada […] de arreglada conducta”, que escuchó los ruegos repetidos de don Pedro Bocio para que “condescendiese a sus inhonestos deseos”, hasta que en una noche oscura cuando su esposo se ausentó, como “frágil caí”(27).

Después de esa noche aseguró que no quiso verlo más. Sin embargo, el teniente seguía insistiéndole, así que ella intentó evitarlo durante meses, pues “consideraba que de acceder a ellos peligraba enteramente mi honor [Hasta que] como frágil reincidí en el pecado varias veces de que resultó quedar yo embarazada”(28).

En las sociedades coloniales, “lo que se erige como dogma es resistido y, como en toda resistencia, hay una habitación para la clandestinidad, el secreto, la mesura, la paciencia y el terror”(29). En el caso de María Mercedes, aunque nadie la vio con su amante ni la delató, esa secuencia de la clandestinidad se configuró con las ausencias de su marido. Además, las penurias económicas que ella pasaba en soledad la hicieron acceder a la insistencia del teniente y darles rienda suelta a sus pasiones desenfrenadas.

La mujer intentaba hacerle ver a las autoridades que el suyo había sido un pecado inducido por un hombre que deseaba su cuerpo mientras su esposo habitaba y dormía en otro lugar. Pretendía eximirse de la responsabilidad de sus actos convenciendo a los jueces de que la fragilidad era inherente a ella en tanto mujer. En este sentido, el teniente era el único responsable de las acciones sexuales pecaminosas.

En la legislación hispánica el adulterio configuraba un pecado que ofendía a Dios y a la familia, al tiempo que representaba la “destrucción del orden social”(30). Sin embargo, en este caso la Iglesia medió entre la mujer y el hombre sin prestar demasiada atención al pecado. Tal parece que en el contexto patriarcal paternalista de la época la alimentación de los hijos estaba por encima del pecado sexual. No tuvimos acceso a la sentencia de la Real Audiencia, pero los escritos consultados muestran la rigurosidad con que se llevó a cabo el proceso de la mujer en esta instancia.

Seis hijos ilegítimos

Tal como en el caso anterior, en el cual ante la negativa de las primeras instancias judiciales las madres abandonadas acudían a la Real Audiencia para que se tramitaran sus demandas por alimentos, en 1796 Manuela Antonia Gómez envió comunicación a Santafé para enterar a los jueces de su caso. La mujer vivía amancebada en la villa de Mompox con don Esteban Pupo, administrador de la Real Alcabala del mismo sitio, quien era el padre de seis de sus trece hijos. Un día, cansada y queriendo “huir del pecado, a que me tuvo sujeta, sin temor a Dios, y a la justicia”(31), decidió partir con sus hijos hacia Cartagena, lugar del que era vecina.

Si bien las leyes de Indias señalaban al amancebamiento como uno de los pecados públicos que causaban escándalo, y le ordenaban a los virreyes, presidentes y gobernadores castigarlo(32), al parecer escapaba al control de las autoridades o estaba naturalizado debido a su frecuencia en ciertos territorios. Las trasgresiones sexuales eran transversales a todos los estamentos sociales, pero se combatían con celo en la élite dadas las consecuencias económicas y para el honor que debían enfrentar las familias cuando la mujer era infiel o se fracturaba el matrimonio, base de la sociedad. No obstante, deshacer la unión conyugal era bastante complejo en el caso del sacramento religioso, pues se trataba de un vínculo indisoluble, mientras que las relaciones ilícitas se rompían simplemente a través del abandono.

Manuela argumentó haber dejado a su amante para no seguir pecando contra Dios ni contra la ley y fue clara al responsabilizar a don Esteban Pupo de las relaciones sexuales que dieron lugar a seis de sus hijos. Aseguraba que el hombre la “tuvo sujeta” a vivir con él. Si bien no sabemos a ciencia cierta las razones de fondo por las cuales esta mujer decidió dejar de vivir con el administrador de la Real Alcabala de Mompox, lo que sí podemos observar es que las mujeres podían establecer este tipo de relaciones ilícitas con cierta libertad.

Una vez instalada en Cartagena, con algún dinero que tenía ahorrado y con el compromiso de don Esteban de mandarle la alimentación para sus hijos, la mujer reinició su vida lejos de aquel hombre que ya no le despertaba los mismos sentimientos de tiempo atrás. En este caso, el hecho de que dos personas vivieran en amancebamiento durante años, engendrando gran cantidad de hijos naturales, muestra que la ilegitimidad se fue constituyendo en un factor cotidiano y normal de las sociedades de la época, pues “alcanzó formas y expresiones de vida que indican que se trataba de algo más que un arrebato emocional”(33).

El proceso continuó en enero de 1796, cuando Manuela Antonia interpuso recurso ante la Gobernación de Cartagena, que, a su vez, lo remitió al alcalde ordinario don Manuel de Otoya. Según las declaraciones de Manuela, don Esteban no había querido responder económicamente por la alimentación y enfermedades de sus hijos. No pasó mucho tiempo de la radicación de aquel escrito cuando un día cualquiera el hombre se apareció en la casa de Manuela para rogarle que volviera a Mompox, sin embargo, ella se negó. A raíz de la respuesta, Pupo decidió llevarse a sus hijas, dejándole los dos niños menores y un reducido monto de dinero para los alimentos. Los dos hijos enfermaron y la mujer se vio “precisada a echar mano de varias prendas de oro de que me valí vendiendo unas y empeñando otras”(34).

Manuela Antonia recibió una notificación del alcalde ordinario de Cartagena en abril del 1796 en la que se le informaba que una decisión judicial la obligaba a entregarle el resto de sus hijos al padre. Así que se quejó ante la autoridad e insistió en que Pupo pagara el dinero prometido y le devolviera unos muebles y enseres que había dejado en la casa donde había vivido con él. Para el efecto levantó con el escribano un inventario detallado de todas las pertenencias dejadas en la villa de Mompox y aclaró que no iba a discutir sobre la “quitada” de sus hijos porque se ocuparía en otros oficios “que mui bien /R/ pudiera por aquel derecho que no pueden privar los padres a las madres hasta cierta edad aun asistiéndolos de un todo porque yo he procurado instruirlos en las doctrinas cristiana y primeras letras como lo acredita la certificación del presbítero don Diego Iglesias”(35).

Sin embargo, un mes después Manuela le escribió al virrey, don José de Espeleta, señalando que sus hijos eran maltratados por el padre; mostró una certificación del cura del lugar, quien hacía constar la buena educación que ella les daba, y nuevamente insistía en la devolución de sus muebles. Al parecer, las mujeres solteras hacían uso de su capacidad civil y jurídica sin mayores restricciones. Se dirigían a los juzgados, aun reconociendo el carácter “desviado” de sus conductas y siempre atribuyéndoles la responsabilidad de las mismas a los hombres. Ignoramos cuál fue la decisión del virrey en este caso.

Conclusiones


Las historias aquí analizadas nos permiten comprender que en el periodo de estudio de que trata este capítulo las mujeres fueron consideradas frágiles, sin control de su sexualidad y sin voluntad propia. Así lo señalaban las autoridades, pero también ellas mismas cuando pretendían justificar sus pecados y delitos sexuales. Para defenderse acusaban a los hombres de haberlas provocado mediante la seducción, las dádivas, la insistencia para tener relaciones sexuales esporádicamente o a través de la promesa de formar una familia informal. La responsabilidad de lo ocurrido quedaba en los varones bajo el argumento de que finalmente los pensantes eran ellos.

Hombres y mujeres establecían relaciones fugaces y de largo y mediano plazo sin casarse. Quizás ello se debiera a los costos del matrimonio, a las rígidas reglamentaciones jurídicas o a la flexibilidad de un sector de la sociedad que aceptaba el incumplimiento de las promesas matrimoniales (como el caso de Dominga Barrera) o simplemente no tenía mucho que perder, grandes dotes que retener ni fortunas que heredar.

En todos los casos enunciados la justicia eclesiástica y la civil se abstuvieron de juzgar penalmente a los individuos implicados en el amancebamiento. A las mujeres, quienes se apropiaban de los recursos legales mediante términos como “mi justicia”, “su justicia”, se les permitió entablar libremente demandas por alimentos en favor de sus hijos, recursos que fueron cotidianos a finales de la Colonia y que no desaparecieron a inicios del siglo XIX.

En toda la América española aumentaron las mujeres que llevaron este tipo de casos a los tribunales. Antes de interponer sus demandas, muchas de ellas intentaron llegar a un acuerdo con los hombres fuera del espacio jurídico, haciendo efectivo lo que Valentina Bravo llama “justicia negociada”(36), aunque muchas veces no lo conseguían. Un ejemplo de ello es el caso de María Mercedes Sevillano, quien pretendía que, por consejo de un eclesiástico, el hombre que la embarazó respondiera, al menos económicamente, por su hijo.

Ahora bien, es importante aclarar que las demandas por alimentos no fueron exclusivas de las mujeres con relaciones afectivas informales, pues quienes estaban resguardas por la institución matrimonial también acudieron a los petitorios para defender los derechos que su estado civil les otorgaba tanto a ellas como a sus hijos. Un ejemplo de ello es el caso de doña Josefa De la Rocha, quien, en 1796, desde Santa Marta, demandó a su esposo, el abogado de la Real Audiencia don Manuel Campuzano, por haberse ido a Santafé, no mandar el dinero para la alimentación de sus dos hijas y no estar presente en la casa para ejercer su papel de padre y esposo.

La suya era una familia acomodada, pues doña Josefa de la Rocha figura en los archivos como heredera de las encomiendas de su padre, así mismo, don Manuel Campuzano aparece como titular de cargos muy importantes en la época. En efecto, en una búsqueda por el archivo encontramos que en 1774 el abogado era gobernador interino de lo político en Maracaibo, además letrado. En 1792 y 1793 se posesionó como teniente de gobernador de Santa Marta y auditor de Guerra. En 1785 fue titulado encomendero de Chía, cargo que también se le atribuyó a su esposa.

En 1787 figura en los documentos representando a otro encomendero de Fagua por ser “agregado de Fagua por doña María Josefa de la Rocha su mujer”. En 1781 solicitó ser nombrado abogado de la Real Audiencia en Santafé, y en 1788 representó la reconstrucción de una iglesia en Chía, “como marido, y en conjunta persona de doña María Josefa de la Rocha, encomendera del pueblo de Chía”(37).

Al parecer, la pareja volvió a hacer vida maridable, pues hombre y mujer aparecen juntos en varios negocios de los cuales dejaron registro en Santa Marta, como se anotó. Mencionamos este caso para demostrar que, aunque las demandas por alimentos fueron menores en las clases acomodadas y en los matrimonios formales, también ocurrieron.

En el caso de las mujeres que no eran cobijadas por el sacramento del matrimonio, al no poderse beneficiar de los derechos que este otorgaba, entendieron que sus posibilidades de defensa se restringían a una demanda judicial en la que, además de solicitar recursos para la alimentación de sus hijos, intentaban comprobar la paternidad del demandado. Valga aclarar que en la época el simple hecho de aceptar haber tenido relaciones sexuales valía como prueba de paternidad y obligaba a los hombres a cumplir con una pensión de alimentos para sus hijos ilegítimos(38).

En los casos analizados en este capítulo observamos que las mujeres solteras con hijos podían comparecer ante los juzgados por sí mismas o mediante un abogado o procurador de pobres, quienes cuando las defendían “resaltaban su carencia de luces y su poco entendimiento”(39), argumento que refleja el carácter paternalista de la época monárquica.

Si bien las leyes restringían a la mujer al ámbito del hogar, fueron muchos los vacíos respecto a sus posibilidades de acción en el ámbito jurídico. Por esta razón, “al faltar estos preceptos específicos para regular de manera amplia y sistematizada la capacidad jurídica de la mujer en la esfera del derecho de obligaciones, ellas encontraban en la misma ley la forma de evitar responder a compromisos legales”(40). No obstante, la debilidad expuesta por las mujeres en sus discursos se contradecía en la práctica cuando mantenían a sus hijos sin ayuda paterna o cuando, siendo de estamentos bajos, consiguieron incluso darles dotes a sus hijas para el matrimonio.

En términos cuantitativos es imposible saber las dimensiones del fenómeno analizado en este capítulo, máxime si tenemos en cuenta la frecuencia con que los juicios se desarrollaron de manera verbal. De hecho, los litigios orales fueron cotidianos debido al analfabetismo de muchos de los jueces encargados de los pleitos(41).

María Eugenia Albornoz señala que la abundancia de pleitos que se presentaban diariamente en primera instancia hacía que muchas veces los tribunales se encontraran saturados(42). La idea de los juicios verbales era, entonces, dar una solución rápida e inducir al mutuo acuerdo entre las partes, tal cual ocurrió con Dominga Barrera, cuyo caso analizamos páginas atrás. En caso de manifestarse alguna inconformidad, según Albornoz, las partes buscaban seguir la causa en otro juzgado, tal como hizo la referida Dominga.

Ese y los demás casos nos permiten observar que las mujeres no aceptaban con pasividad las sentencias o los acuerdos orales desarrollados en los tribunales. Un ejemplo es el caso de María Mercedes Sevillano, quien se dirigió a la Real Audiencia y señaló con nombre propio al juez que no le dio trámite a su demanda.

Si bien los juicios verbales parecían rápidos y efectivos, muchos de ellos resultaban problemáticos, pues cuando la causa se quería revivir mediante una nueva demanda o por algún defecto señalado, era necesario buscar certificaciones del juez que había llevado a cabo el pleito verbal, quien podía ya no encontrarse en su cargo. Se entendía que algún escrito, así fuera enunciativo, guardaba la fe del caso. En este sentido, “la justicia era servida” de múltiples maneras: hablando, escribiendo, oyendo, repitiendo o presenciando(43). Las certificaciones eran analizadas nuevamente por parte de los nuevos jueces, quienes se asesoraban con abogados para analizarlas, aunque fueran solo un resumen corto del caso.

Para cerrar, queremos mencionar que la trasgresión que protagonizaron las madres solteras de la Nueva Granada al acudir a los tribunales para solicitar alimentos para sus hijos no es única en el contexto indiano, pues Silvia Mallo(44) menciona para el virreinato de Río de la Plata las constantes quejas que llegaron a la Real Audiencia buscando que a las mujeres se les respetaran sus derechos. La autora también muestra que muchos maridos y padres se quejaron en los tribunales o en los periódicos porque las mujeres no se sujetaban a su autoridad.

Dos casos que menciona y que llaman la atención son los de una mujer que logró la destitución de un alcalde de la Santa Hermandad y otra que amenazó a su padre por sus continuos maltratos y luego lo denunció ante las autoridades. Adicionalmente, señala que las mujeres casadas, solteras y viudas salían a los teatros, fandangos y hacían apuestas en las calles y espacios públicos. Las esclavas muchas veces se veían en espacios abiertos, acudían a bailes sin permiso, llegaban ebrias a las casas de sus propietarios y peleaban a golpes con sus amas. Adicionalmente, a la hora de entablar sus demandas, las mujeres del Virreinato de Río de la Plata reivindicaron el respeto de sus bienes, pertenencias y dineros prestados a crédito producto de su trabajo individual.

Este capítulo nos ha permitido acercarnos a diversos temas que merecen ser atendidos en futuras investigaciones. Por ejemplo, las reclamaciones de las viudas ante los estrados judiciales antes, durante y después de la época de la independencia(45); la administración de justicia y el papel de los procuradores de pobres, quienes debido a su rol como defensores de los “desvalidos” de la época (los ancianos, niños y mujeres) recurrentemente aparecieron en los procesos interpuestos por las madres abandonadas.

Por otro lado, merece la atención analizar en futuras indagaciones cómo las sociedades coloniales, incuestionablemente católicas, se volvieron cada vez más tolerantes y flexibles ante una gran variedad de conductas pecaminosas. Esta flexibilidad y permisividad de la Iglesia hizo de los curas cómplices de las relaciones ilegítimas de los estamentos medios y bajos, mientras que resguardaban el honor de las mujeres en los sectores altos.

Notas:

1 Inírida Morales Villegas, “Mujer negra, mirar del otro y resistencias. Nueva Granada, siglo XVIII”, Memoria y Sociedad, vol. 15 (2003), 53.

2 Asunción Lavrin, “La mujer en la sociedad colonial hispanoamericana”, Historia de América Latina, Leslie Bethell (ed.), vol. 4 (México: Editorial Crítica, 2000): 109- 137. Citado en Leonor Hernández Fox, Normas y transgresiones. Las mujeres y sus familias en las ciudades de Cartagena de Indias y de La Habana (1759-1808) (Bogotá, Uniagustiniana, 2020).

3 Max S. Hering Torres, Nelson A. Rojas, Transgresión y microhistoria (España: Universidad Nacional de Colombia, 2015), 9.

4 Hering, Transgresión y microhistoria, 11.

5 Hering, Transgresión y microhistoria, 11.

6 Morales, Mujer negra, mirar del otro y resistencias, 55.

7 Las Siete Partidas, Partida Cuarta, Título 15, Ley 1.

8 Roraima Estaba Amaiz, “Entre pardo y mestizo: ambigüedad socio-étnica, conflicto y negociación en la incorporación de los libres de color mezclado en el caribe continental tardo-colonial (Costa Rica, Panamá, Cartagena de Indias y Venezuela)”, en Catherine Lacaze, Ronald Soto-Quirós y Ronny J. Viales-Hurtado (eds), Historia de las desigualdades étnico-raciales en México, Centroamérica y el Caribe (siglos XVIII-XXI) (Costa Rica: Universidad de Costa Rica, Ameriber, 2019), 35.

9 Mabel Paola López Jerez, Morir de amor. Violencia conyugal en la Nueva Granada siglos XVI a XIX (Bogotá: Ariel, 2020), 73.

10 Hernández, Normas y transgresiones, 34.

11 Guiomar Dueñas Vargas, Los hijos del pecado. Ilegitimidad y vida familiar en la Santafé de Bogotá Colonial 1750-1810 (Bogotá: Editorial Universidad Nacional, 1997).

12 Julia Tuñón, “Las mujeres y su historia. Balance, problemas y perspectivas” en Elena Urrutia (ed.), Estudios sobre las mujeres y las relaciones de género en México aportes desde diversas disciplinas (México: Colegio de México, 2002), 388.

13 María Himelda Ramírez, “Las mujeres en la Independencia de la Nueva Granada. Entre líneas”, Revista La Manzana de la Discordia, vol. 5, n.° 1 (2010), 47.

14 Archivo General de la Nación, de aquí en adelante, (AGN) Fondos: Civiles (Asuntos) Bolívar -Civiles-Bolívar, SC.11,4, f. 524v.

15 Pablo Rodríguez, Seducción, amancebamiento y abandono en la Colonia (Medellín: Editorial Lealon, 1991), 22.

16 Rodríguez, Seducción y amancebamiento, 66.

17 AGN, SC.11,4, f. 529v

18 AGN, SC.11,4, f. 523r

19 AGN. SC.11,4, f. 526r, 529r, 530v, 535r.

20 Marta Lux Martelo, Mujeres patriotas y realistas entre dos órdenes: Discursos, estrategias y tácticas en la guerra, la política y el comercio (Nueva Granada, 1790-1830) (Bogotá: Editorial Universidad de los Andes, 2014), 71.

21 Claudia Contente, “Las mujeres, sus bienes y el estado civil, entre costumbres y legislación. Las jefas de familia de la campaña de Buenos Aires de los siglos XVII y XIX”, Revista de Historiografía, vol. 26 (2017): 67-83.

22 Dueñas, Los hijos del pecado, 171.

23 AGN. Negros y Esclavos PAN:SC.43,4, D.18. f. 40v.

24 AGN. SC.43,4, D.18. f. 40v.

25 Morales, Mujer negra mirar del otro, 53

26 Morales, Mujer negra mirar del otro, 46.

27 AGN. SC.43,4,D.18. f. 41r.

28 AGN. SC.43,4,D.18. f. 41r.

29 Hermes Tovar Pinzón, La batalla de los sentidos. Infidelidad, adulterio y concubinato a fines de la Colonia, 2ª ed. (Colombia: Universidad de los Andes, 2013).

30 Tovar, La batalla de los sentidos, xv.

31 AGN. Miscelánea, SC.39,42,D.21. f. 577v

32 Las Leyes de Indias con las posteriores a este código vigentes hoy y un epílogo sobre las reformas legislativas ultramarinas por don Miguel de la Guardia, tomo IV Ley XXVI, Biblioteca Judicial, 1889.

33 Rodríguez, Seducción y amancebamiento, 78.

34 AGN. SC.39,42,D.21. f. 210v

35 AGN. SC.39,42,D.21. f. 210v

36 Valentina Bravo, “Le ofreció dinero para que no lo demandase”. Justicia negociada y género en prácticas de resolución de conflictos por pensión de alimentos. Chile Central, 1788-1840, Revista Trashumante: Revista Americana de Historia Social, vol. 11 (2018): 147.

37 AGN, Poblaciones-VAR:SC.46,5,D.35; CO.AGN.SC.37.95.105; Encomiendas:SC.25, 13,D.4; Encomiendas:SC.25,6,D.13; Miscelánea:SC.39,62,D.39, Encomiendas:SC.25, 20,D.5. f. 215v

38 Bravo, “Le ofreció dinero para que no lo demandase”, 150.

39 Bravo, “Le ofreció dinero para que no lo demandase”, 179.

40 Contente, Las mujeres, sus bienes y estado civil, 72-73.

41 En la época era muy común que los jueces fueran iletrados. De hecho, los letrados casi siempre eran los procuradores, quienes contaban con el título académico de abogados. Este fenómeno obedecía a que todos los alcaldes, sin excepción, los capitanes de guerra y gobernadores, entre otras autoridades, cumplían las funciones de jueces, y aquellos puestos recaían en individuos sin alfabetización.

42 María Eugenia Albornoz, “El mandato del silencio perpetuo. Existencia, escritura y olvido de conflictos cotidianos en Chile, 1720-1840” en Tomás Cornejo y Carolina Gonzáles (eds.), Justicia, poder y sociedad en Chile: Recorridos históricos, (Santiago: Universidad Diego Portales, 2007).

43 María Eugenia Albornoz, El mandato del silencio, 5.

44 Silvia Mallo, “La mujer rioplatense a fines del siglo XVIII. Ideales y realidad”, Revista Anuario del IEHS (1992): 117-132.

45 En un trabajo recientemente publicado en coautoría con la Historiadora Diana Quintero, se señala el papel de mujeres viudas o con esposos desaparecidos en las guerras de independencia que se presentaban como ciudadanas antes las justicias y eran reconocidas de esa forma por las autoridades de la Gran Colombia. La intención de las mujeres era reclamar propiedades, pensiones y demás derechos que consideraban suyos al haber muerto sus maridos. Quintero, Diana y Álvarez, Lea. “¿Mujeres ‘ciudadanas’ ?: El uso de una noción en la temprana República de Colombia (1821-1825).” Las ciencias humanas en el Caribe colombiano. Miradas interdiscilinares, editado por Luis Alfonso Alarcón Meneses, Eva Sandrin García Charris y Tomás Caballero Truyol, Barranquilla: Universidad del Atlántico, 2021.


Bibliografía

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Capitulo 7



Relaciones fatales y justicia: mujeres asesinas en la gobernación de Popayán 1837-1849

Fatal relationships and justice: female assassins in the Popayán Province, 1837-1849



Resumen

En este capítulo se pretende estudiar la forma en que la mujer se vinculó a la criminalidad en Popayán durante el periodo republicano y cómo operó la justicia en los casos de homicidio en los que se veía implicada. El tema se aborda desde una mirada interdisciplinar para establecer un diálogo entre la historia, la sociología, la antropología y la criminología. El texto se centra en siete casos de mujeres asesinas, a quienes ubica en escenarios contrarios a su deber ser para estudiar los motivos que las llevaron a alterar el orden social y judicial de mediados del siglo XIX en la región de Popayán. Se caracterizan dos tipos de homicidio: el cometido contra el marido para defender la vida en contextos de violencia conyugal reiterada (las conyugicidas) y el ejecutado contra la pareja con la ayuda de un amante para resolver un triángulo amoroso.

Palabras clave: criminalidad femenina, homicidas conyugales, orden social, triángulos amorosos, periodo republicano Colombia.

Abstract

This chapter aims to study the way in which women were linked to criminality in Popayán during the Republican period and how justice operated in the homicide cases in which they were involved. The subject is approached from an interdisciplinary perspective to establish a dialogue between history, sociology, anthropology and criminology. The text focuses on ten cases of murderous women, whom it places in scenarios contrary to their duty to study the reasons that led them to alter the social and judicial order of the mid-nineteenth century in the Popayán region. Three types of homicide are characterized: the one committed against the husband to defend life in contexts of repeated conjugal violence (the spouses), the one executed against the couple with the help of a lover to solve a love triangle, and the women who murdered other people (women and men) with brutality to resolve domestic power tensions.

Keywords: female criminality, conjugal murderers, social order, love triangles, republican period Colombia.



Sobre la autora | About the author


Esteffy Zharitd Agudelo Patiño [zharitd.21@gmail.com]

Licenciada en Historia de la Universidad del Valle. Participó como ponente en el XIX Congreso Colombiano de Historia celebrado en Armenia en el año 2019 y en el II Foro Interno de Estudiantes de Historia de la Universidad del Valle, de 2018, con la ponencia “Del hogar a la prisión: mujeres criminales en la Gobernación de Popayán. 1837-1850”. También fue ponente en el VII Coloquio de Estudiantes de Historia de la Universidad Pontificia Bolivariana con el mismo tema. El capítulo que se presenta en este libro es una síntesis de su investigación de pregrado para optar al título de licenciada en Historia de la Universidad del Valle.


Cómo citar en MLA / How to cite in MLA

Agudelo Patiño, Esteffy Zharitd. “Relaciones fatales y justicia: mujeres asesinas en la gobernación de Popayán 1837-1849”. Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX, editado por Mabel López Jerez, Editorial Uniagustiniana y Asociación Colombiana de Estudios del Caribe – ACOLEC, 2021, pp. 263-295.


Introducción

Durante el régimen colonial (siglos XVI a XIX), en la Nueva Granada se impuso el legado cultural español permeado por imaginarios binarios sobre la mujer (Eva o María(1) ), sin embargo, en la gobernación de Popayán aquellas de alto, medio y bajo estamento social, debido a sus circunstancias particulares, abordaron de maneras diferentes sus roles en la sociedad(2) , sin importar los discursos hegemónicos que se tejían alrededor de ellas y su comportamiento.

Como lo hemos visto en los capítulos anteriores de este libro, las mujeres de la época fueron mucho más allá de las restricciones que les atribuía el sistema patriarcal predominante, desde el cual se postulaba que ellas eran unas eternas menores de edad que debían estar bajo la custodia de una figura masculina que garantizara su utilidad dentro de las familias y el cumplimiento de sus deberes como perfectas esposas, madres e hijas de Dios, lo que justificaba el hecho de que se les controlara y vigilara. Sin embargo, el control ejercido por las instituciones y sociedad en general no fue del todo efectivo, al menos para el periodo estudiado, pues algunas, de manera trasgresora para el momento, se vincularon al mundo del trabajo, a la escritura, a la política o a la criminalidad, etc.

Este último ámbito, que podría considerarse como un camino hacia la desviación, según la codificación penal de 1837, que consideraba como delito “la voluntaria y maliciosa violación de la ley por la cual se incurre en alguna pena”(3) , es el tema del que nos ocupamos en estas páginas; específicamente del delito de homicidio. Para la época, que las mujeres se vieran inmiscuidas en los caminos de la delincuencia era impensable, repudiado y generaba temor en las poblaciones más tradicionalistas, que rechazaban la rebeldía del sexo femenino y sus conductas inmorales. Particularmente, escandalizaba el homicidio, en el cual se veía involucrado un conjunto de infracciones contra las personas y la moral, en el menor de los casos.

La trasgresión femenina por la vía de la criminalidad, además de ser un problema para las autoridades, era una vergüenza para las familias y los vecinos, ya que trascendía el tiempo y el espacio. Recordemos que “la vergüenza, como el honor, era hereditaria: si el honor se trasmitía por el padre, la vergüenza se heredaba de la madre”(4) . De esta forma, que las mujeres trasgredieran lo instituido para su sexo implicaba, en primer lugar, desafiar la autoridad masculina y la capacidad de los maridos de dirigir y mantener en orden su hogar y a su mujer. Adicionalmente, con su comportamiento criminal las féminas no solo ofendían a una persona o a su familia, sino, y sobre todo, a Dios(5) .

En el periodo de estudio se consideraba que las “malas mujeres” alteraban el orden legal, social y moral. Dicha creencia residía en el peso que se le concedió a los elementos religiosos, éticos y morales hasta bien entrado el siglo XIX, siglo en el que, a pesar de los esfuerzos de las élites por aplicar los principios ilustrados y modernizar algunas instituciones, como aquellas del ámbito judicial, siguió primando la tradición española producto de tres siglos de dominación

En el ámbito académico, el estudio de la mujer y la criminalidad ha despertado el interés de sociólogos, antropólogos, psiquiatras, abogados, criminalistas e historiadores. Los primeros, desde finales del siglo XIX, y los últimos, un poco más tarde, pretendieron identificar las razones por las que una mujer se insertaba en los senderos de la delincuencia. Cesar Lombroso, considerado uno de los padres de la criminología, en su estudio The female ofender (1895) sería uno de los pioneros en este tema. A partir de los estudios de antropometría y craneometría, que médicos, antropólogos y anatomistas como Franz Joseph Gall, Paul Broca y Paul Topinard venían realizando respecto a la influencia del tamaño cerebral de las personas en el desarrollo de su inteligencia Lombroso creó su teoría biológica de la criminalidad femenina. Se pretendía argumentar que “el cerebro de los individuos blancos de clase acomodada y sexo masculino fuese más grande que el de las mujeres, los pobres y los miembros de razas inferiores”(6).

Los postulados de la criminología decimonónica se basaban en las diferencias físicas entre las mujeres criminales y las que no lo eran, lo cual supuso separar a las “honradas” de las ladronas y prostitutas, pues estas últimas eran el ejemplo más claro de la degeneración física y psíquica en la población femenina, lo que lo llevó a catalogarlas como delincuentes natas(7) . Para Lombroso estas mujeres “tenían menor capacidad craneal, eran menos inteligentes que la mujer no delincuente y presentaban virilidad en su fisonomía”(8) , es decir, eran similares a los hombres y, por ello, tendían a delinquir. No obstante, hay que aclarar que, según el criminólogo, los hombres eran quienes, por naturaleza, poseían la fuerza y la astucia para cometer los delitos, lo que explicaba su mayor participación en los actos criminales en comparación con las mujeres.

Al igual que este autor, los teóricos Paul Julius Möbius, William I. Thomas y Sigmund Freud apoyaban el postulado del origen biológico de la criminalidad y lo atribuían a las anomalías fisionómicas y psicológicas de la mujer, limitaciones que le impedían comprender los ordenamientos jurídicos y sus valores. Por el contrario, Edwin H. Sutherland y Otto Pollack, así como la antropóloga Margaret Mead, propusieron como tema de discusión el factor social de la criminalidad.

Partiendo de la asociación diferencial con el entorno y del rol social desempeñado por las mujeres, argumentaban que la conducta de una mujer dependía de si se le había enseñado a vivir bajo normas y si sobre ella había recaído un mayor control social(9). Por lo tanto, aquellas que por su condición económica o étnica estaban en desventaja respecto a las primeras y en quienes la vigilancia social no funcionaban adecuadamente, solían asociarse con delincuentes y aprender ese comportamiento porque los criminales se hacían, no nacían(10).

Ya para finales del siglo XX surgió otra perspectiva de la mujer criminal gracias a los movimientos feministas que pretendían derribar estas conclusiones obtenidas en su gran mayoría por hombres(11). Según expertas como Carol Smart, Maureen Cain, Rita J. Simón y Freda Adler, entre otras, la incongruencia de los estudios masculinos radicaba en que habían pretendido explicar el fenómeno de la criminalidad a partir de la naturaleza masculina y forzosamente buscaban ajustar estas teorías a la situación de la mujer, generando consigo discriminación y prejuicios sexistas respecto a la delincuencia femenina.

Para estas autoras, la criminalidad femenina estaba relacionada con “la tesis de la liberación”, dado que en los grupos sociales en donde las mujeres tenían acceso a las mismas posiciones sociales que los hombres se presentaba la disminución de sus diferencias y, con ello, la delincuencia de las mujeres se iba equiparando a la de los hombres, así como el tratamiento que la justicia les daba a ellas. Por lo tanto, concluyeron que a la par que las mujeres iban adquiriendo igualdad en el ámbito social y económico, también lo iban haciendo en la delincuencia(12).

Desde la historiografía, en Colombia se destacan algunas investigaciones sobre criminalidad femenina entre los siglos XVI a XIX como las de Beatriz Patiño Millán, Mabel Paola López Jerez y Andrea García Amézquita. La historiadora Beatriz Patiño Millán fue una de las pioneras en el tema en el país, dentro de sus obras más importantes se encuentran: Criminalidad, ley penal y estructura social en la Provincia de Antioquia 1750-1820, en la que aborda la delincuencia entre los antioqueños de la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del XIX, y las leyes penales que regulaban estos actos(13). Por otra parte, Mujeres y el crimen en la época colonial. El caso de la ciudad de Antioquia, publicado en 1995, se convertiría en un punto de partida para aquellos que se interesan por la relación mujer-criminalidad en nuestro país.

En esta publicación, Patiño Millán sería la primera historiadora colombiana en mostrar que la mujer tuvo un papel importante dentro de los numerosos conflictos y delitos que se producían en las relaciones interpersonales, como injurias, lesiones leves y homicidios, ya fuese como víctimas o agresoras(14). Adicionalmente, resaltó el papel de las autoridades, quienes, en su intento de perseguir y sancionar estas conductas, convirtieron los tribunales en escuelas de comportamiento, dado que los delitos se presentaban en los estamentos sociales bajos como consecuencia de la carencia de un proceso educativo que moldeara las conductas.

En 2012, Mabel Paola López Jerez publicó la investigación Las conyugicidas de la Nueva Granada: trasgresión de un viejo ideal de mujer(15), que clasifica y estudia veintitrés casos judiciales en donde la mujer fue judicializada por acabar con la vida de su esposo. La autora también plantea al económico y social como factores relacionados con el delito femenino, dado que las analizadas desempeñaban oficios como labradoras, hilanderas y lavanderas, es decir, pertenecían a los estamentos sociales bajos. El hecho de que estas mujeres no contaran con acceso a una educación moral fortalecida ni a una vigilancia, por haber tenido que salir del ámbito doméstico para ayudar con el sostenimiento económico de sus familias, les daba más libertad y explicaba que en la mayoría de los casos adoptaran una actitud rebelde y contestataria hacia sus esposos y hacia la sociedad en general.

Por último, el estudio realizado por Andrea García Amézquita(16), Monjas, presas y “sirvientas”. La cárcel de mujeres del Buen Pastor, una aproximación a la historia de la política criminal y del encierro penitenciario femenino en Colombia, 1890-1929, evidencia todas las prácticas efectuadas por las religiosas de la Congregación del Buen Pastor de Angers para garantizar la moralización y expiación de las culpas de las condenadas. En su periodo de encierro, a las presas se les obligaba a cumplir con estrictas rutinas que implicaban la realización de diversos oficios “propios de su sexo”, por ejemplo, barrer, cocinar, etc., y el fortalecimiento de su fe y moral con instrucciones y una educación religiosa. Para García Amézquita, estas actividades, además de poner en una doble condición a la mujer delincuente (presas-sirvientas), eran utilizadas con la finalidad de reeducarlas para que se introdujeran al orden social establecido. La autora llega a la conclusión de que esta cárcel, además de ser una institución de encierro para la corrección de delincuentes, fue una “organización racional, diseñada en todos sus aspectos para ser efectiva en el cumplimiento de los objetivos de la comunidad religiosa”(17).

En consonancia con la línea de investigación mujer/criminalidad, este capítulo pretende hacer un aporte al estudio de las que se vieron involucradas en asesinatos y fueron condenadas por las leyes en un contexto en el que la construcción del Estado moderno y la República liberal se veían como los máximos proyectos a realizar. Partiendo de lo anterior, analizamos siete expedientes judiciales de mitad del siglo XIX que reposan en el Archivo Central de Cauca, en los cuales se evidencia la relación de la mujer con el homicidio; la legislación, específicamente con el Código Penal de 1837; y la justicia. Esto con el objetivo de ubicar a las féminas en escenarios contrarios a su deber ser, estudiar qué motivos las llevaron a cometer el crimen y observar el tratamiento que les dieron las autoridades en estos casos particulares. Partiendo de que los expedientes analizados son apenas una muestra, se seleccionaron con criterios de completitud, por cuanto se pueden encontrar muchos más que no se hallan íntegros o están demasiado deteriorados.

Dentro de los expedientes analizados se caracterizan especialmente dos tipos de homicidio y, con ellos, sus móviles: el cometido contra el marido para defender la vida en contextos de violencia conyugal reiterada (las conyugicidas(18)) y el ejecutado contra la pareja con la ayuda de un amante para resolver un triángulo amoroso.

En este mismo orden será presentada la casuística encontrada dentro de la tesis de pregrado que le da origen a este capítulo(19).


Índice de criminalidad femenina en Popayán a mediados del siglo XIX

En el Archivo Central del Cauca (ACC), Fondo República-Judicial, reposan 4.414 expedientes judiciales que contienen casos desde 1830 hasta 1860, aproximadamente. Dentro de este acumulado, 503 causas involucran a una o varias mujeres acusadas criminalmente(20) de participar como cómplices o encubridoras, o de ser las principales ejecutoras en una variedad de delitos contra las propiedades, las personas, la moral etc. En lo concerniente al asesinato, se encuentran 57 expedientes en los que se judicializó a las mujeres, cifra que, aunque bastante baja en comparación con el número total de causas femeninas, permite evidenciar los conflictos cotidianos que sufrían, las circunstancias en que ocurrían y sus maneras de afrontarlos

En un total de 26 casos la víctima fue el esposo; en 6 expedientes, sus hijos; en 4 casos, los parientes y en 21, otras personas ajenas a su círculo familiar. Podemos decir entonces que las principales víctimas de las mujeres asesinas eran sus parientes, y en la mayoría de los casos, su esposo. Los principales motivos del crimen fueron: la defensa personal y la infidelidad por parte de la mujer, quien por esconder un “amor ilícito” asesinaba o ayudaba a asesinar a su esposo(21). En los otros casos de asesinato que involucran a personas diferentes al cónyuge aparecen móviles que van desde los celos y la furia hasta la venganza.

Matar o morir: el caso de las conyugicidas

Según Pablo Rodríguez(22), había pocos acontecimientos tan decisivos en la vida de una mujer como su matrimonio. Desde niña era educada y preparada para asegurar que su desempeño como esposa cumpliera con lo establecido por Dios y la Iglesia. Ella debía ser buena, honesta y “engendrar en el corazón de su marido una gran confianza […] Pagarle con bien, y no con mal, todos los días de su vida”(23). Esto significaba estar confinada en el hogar, porque, como lo mencionaba Fray Luis De León, las que encerradas y ocupadas estén en sus casas, “no darán así a sus maridos motivos de celos ni se pondrán ellas en peligro”. También debía regir su casa y su familia; saber coser, cocinar y fregar, así como entregar su vida al cuidado de su esposo e hijos, siendo amorosa y comprensiva.

“Realizadas las nupcias, su vida se partía en dos. Adquiría la mayoría de edad, de hija pasaba a ser esposa, se convertía en madre. Tal como se esperaba, obtenía dominio sobre su mundo doméstico, y su prole nacía en forma legítima”(24). Sin embargo, esa mayoría de edad a la que se refiere Pablo Rodríguez era relativa, porque en

aquel estado su condición de subordinación al marido no era diferente de la que tenía respecto a su padre o hermanos antes del matrimonio. De acuerdo con Michelle Perrot, la mujer casada era dependiente jurídica, sexual y económicamente de su marido, por lo que además de tener que seguir todas las órdenes de su consorte podía ser “corregida” como un niño desobediente por el jefe de la casa, depositario del orden doméstico(25).

En nuestro periodo de estudio (1837-1849), -como lo hemos mencionado anteriormente, a pesar de la implementación de un nuevo ordenamiento jurídico como lo fue el código penal de 1837, este no implicó una renegociación de las tradiciones, prácticas ni costumbres heredadas del Imperio Español, mucho menos lo fue respecto a los roles de género, por lo que se siguió legitimando el sometimiento de la mujer y la violencia de la que era víctima dentro del matrimonio. De hecho, algunos sectores de la sociedad consideraban que si el hombre golpeaba a la mujer, ello era una respuesta a su conducta desviada; igualmente, siempre y cuando el castigo fuese moderado, las autoridades judiciales no lo consideraban como maltrato(26).

En ocasiones, los maridos sobrepasaban el límite de la “violencia correctiva”, causándoles graves lesiones a sus esposas, que las dejaban enfermas por varios días o que, incluso, les producían la muerte(27). En otras oportunidades, la mujer llevada por el acaloramiento que despertaban las riñas y discusiones o como reacción para salvaguardar su vida, la cual se veía en extremo peligro debido a la forma en la que estaba siendo maltratada, incurría en el conyugicidio. Así sucedió en los tres casos que veremos a continuación.

El primero de ellos es el de María Celedonia Mosquera, natural y vecina de la parroquia del Tambo, mayor de veinticinco años, de oficio labradora y de religión católica apostólica y romana(28), quien fue acusada por su hermano, Manuel Valentín Mosquera, de haber asesinado a su marido, José Honorio Caicedo, con un cuchillo mientras discutían. En su declaración, al preguntársele por los motivos del asesinato la mujer expuso lo siguiente:

Que ella no tuvo intención de matar a su esposo, pero que habiendo estado su esposo peleando con la confesante y habiéndole pegado algunos golpes, la sacó para afuera agarrándola de la cintura y con un machete en la mano tratando de darle con él. Entonces la confesante, que tenía un cuchillo en la mano y que le había acabado de quitar a su marido lo mató sin intención, enterrándose su mismo marido el cuchillo al irla a abrazar para sacarla afuera y cortarle el cabello. Que al ver esto le preparó un caldo de sustancia para darle hirviendo, que estaba privado. Que llevaba el cuchillo en la mano todavía y lo puso en su lado, que también llevaba dos tizones de candela y unos trapos para quemar y atajarle la sangre. Que le abría ella la boca y le echaba el caldo, pero ya estaba muerto, y que el pleito se originó porque su marido no la dejaba ir a Quilcacé a traer remedios para su hermano que estaba enfermo.(29)

En aquella sociedad la mujer debía pedirle permiso al marido antes de tomar alguna decisión, lo cual no quiere decir que se conformara con lo estipulado por su pareja, pues, como lo vemos, Celedonia insistía en que la dejara ir a comprarle los remedios a su hermano, conducta que desató la ira de su esposo ante la negativa de su mujer de acatar su decisión. Según las creencias de la época, si la mujer no entendía por las buenas, al igual que los niños, debía hacerlo por las malas, por esto su esposo la agredió para impedir que menoscabara su autoridad. Su intención era demostrarle a la mujer que él era quien mandaba en su hogar y corregir su conducta sublevada, porque se tenía la idea de que “unos golpes a tiempo podían evitar que la persona se descarriase, y del castigo físico aplicado a su hora, sin miramientos, pero sometido a la razón, podía depender la bondad, e incluso la excelencia, del individuo en el futuro”(30).

En el discurso de Celedonia se observa la magnitud que alcanzaba el maltrato conyugal, que generalmente llegaba a los límites de la sevicia, que, como lo explica Mabel Paola López Jerez, se diferenciaba de las lesiones leves (golpes y empujones) y constituía agresiones graves y sistemáticas que ponían en peligro la vida de la víctima(31).

En ese sentido, dado que Caicedo golpeaba a su mujer con un machete, su castigo puede ser catalogado de cruel y efectuado con la intención de ocasionarle un daño severo, acción que generó que en el acto de exaltación, esta le diese una puñalada que sellaría el destino de los dos. La agresión le ocasionó la muerte al marido y a la mujer, la convirtió en una asesina; según el abogado acusador, en un demonio a quien se le debían atribuir las desavenencias entre ellos, lo que la hacía acreedora a la pena de último suplicio(32).

Por su parte, en opinión del abogado defensor, la mujer debía ser absuelta del delito porque el asesinato había sido fortuito: “dice en su confesión y hay que aceptar en toda esta, pues no hay más pruebas, que, en el acto de cogerla su esposo de la cintura para sacarla afuera y cortarle el pelo, se le enterró el cuchillo que ella tenía en la mano, en esto no hubo intención, ni hubo acto deliberado, hubo sí una funesta casualidad”(33). El jurista añadía que el hecho de que la mujer confesara su crimen e intentara auxiliar al esposo era prueba de su inocencia y estaba cobijada por el artículo 647 del Código Penal como una atenuante.

Para el juez supremo de letras, aunque estaba probado el hecho por el que Celedonia era juzgada como reo de asesinato, según lo dispuesto en el artículo 610 del código, no era claro cuál de los dos miembros de la pareja había incitado la riña, por lo que la mujer no podía ser condenada por un asesinato en primer grado y, mucho menos, a pena de muerte. El 28 de abril de 1849 el juez le aplicó a María Celedonia una sentencia de cuatro años a trabajos forzados, que debía cumplir recluida en una casa destinada para tal fin en la ciudad(34). Adicionalmente, le asignó el pago de las costas procesales, como era costumbre, “lo que era una pena relativamente dura, si se tiene en cuenta que la mayoría eran personas pobres”(35). Dado que la condenada se desempeñaba como labradora, esta suma pudo representar quizás la venta de algún bien (si es que lo poseía) o el endeudamiento con un tercero, porque, a diferencia de los hombres, las mujeres condenadas a trabajos forzados, según el artículo50 del Código Penal, no podían hacer suyo el producto de su trabajo.

En circunstancias similares a las de María Celedonia Mosquera ocurrió el conyugicidio perpetrado por María Josefa Cobo, quien fue acusada ante el juez de haber asesinado a su esposo, Domingo Solarte, de una herida en la parte lateral izquierda del abdomen cuando se encontraban discutiendo. Según las declaraciones de los testigos.

Josefa cobo asesinó a su finado esposo en un acto de acaloramiento, pues se encontraban peleando, y en un instante de la discusión Domingo alcanzó una escopeta que tenía colgada y por pegarle con esta a la procesada sufrió el golpe la Velasco (testigo) que se hallaba atrás de ella. Luego en el camino de Rulamito hizo el amague de dispararle otra vez la escopeta que llevaba, y fue en este acto en donde la Cobo, quien tenía un cuchillo en sus manos, le causó la herida que lo llevó a la muerte.(36)

En defensa de la mujer, el abogado Pedro Antonio Medina señaló lo siguiente:

Agotado el sufrimiento de Josefa cobo con los malos tratamientos que diariamente recibía de solarte en quien no encontró un fiel amigo, un compañero compasivo, un tierno esposo, sino un capital enemigo, le dio en el acto de una defensa legítima y con el objeto de repelar a un adversario atrevido y más poderoso que ella una pequeña herida de cuya resulta y por falta de una pronta y escrupulosa asistencia murió el expresado solarte. Este hecho es el que ha motivado la seguida de esta causa y por él se intenta hacer sufrir a la Cobo una pena a que no es acreedora; porque considerando el asunto detenidamente lo único que resulta es que cumplido con el deber de conservarse y como son excederse en el derecho de defensa, y nadie ha imaginado jamás que es delito el cumplimiento de una obligación indispensable en el ejercicio de un derecho. Expuesto y reproduciendo todo lo favorable que suministra el proceso, el defensor pide a vuestra excelencia se sirva revocar la sentencia consultada y declarar libre de todo cargo a la rea.(37)

Como vemos, el abogado señaló la conducta del esposo de atrevida, dada la frecuencia con la que violentaba a su esposa y reconoció el derecho de la mujer a defenderse, aun cuando, según la costumbre, el hombre tenía todo el deber de castigarla por sus comportamientos desviados o por no obedecerlo. El defensor se apoyaba en el artículo 468 del Código Penal, que sostenía que “la mujer que abandonare la casa de su marido, o rehusare vivir con él, o cometiere graves excesos contra el orden doméstico, o mostrare tan mala inclinación que no basten ni corregirla las amigables amonestaciones de su marido, será a solicitud de éste apercibida por el juez”(38). Del texto el abogado recalcaba la “amonestación amigable”. Ello se debía a que, si bien la legislación no excluía el maltrato como forma de castigo para las malas esposas, llamaba a evitar los excesos, que, de hecho, fueron muy frecuentes en la época de estudio, pues los maridos solían golpear sistemáticamente y con crueldad a sus mujeres.

María Josefa fue condenada por asesinato en tercer grado a pagar la pena de cuatro años de trabajos forzados debido a que en el homicidio “no se observó premeditación, ni acechanza alguna” por parte de la mujer para cometer el crimen. Este relato permite ilustrar la dinámica violencia/resistencia tanto por parte del hombre como de la mujer porque, aunque desde todas las esferas se justificaba castigar a las féminas por pensarse que era responsabilidad del hombre asegurarse de su buena conducta, como lo demuestran los casos enunciados, algunas de ellas reaccionaban a este mandato y se defendieron de los castigos y “malos propósitos de sus esposos”(39). El último caso de violencia doméstica que traemos a colación en este primer apartado y que terminó en tragedia fue el asesinato perpetrado por María Zambrano contra José Murcia. El 15 de agosto de 1840, el juez parroquial de San Pablo fue notificado de la muerte de aquel hombre, motivo por el cual procedió al arresto de su esposa, de oficio lavandera, acusada de haber sido la autora del crimen. También hizo el reconocimiento del cadáver por medio de peritos juramentados, quienes hallaron “en el lado izquierdo, en el vacío del pescuezo una herida de cuatro dedos de profundidad y una de latitud, dirigida hacia el corazón y hecha con cuchillo”(40). En su confesión la mujer dijo que:

por haber llorado un niño pequeño que tenía el finado acariciando, y haberle mandado que no lo meciera porque lloraba y haberle pegado a una de sus hijas, se trabaron en palabras y el difunto entró a un aposento y sacó unas riendas para pegarle. Que la confesante no ha tenido la intención de matarlo, porque la confesante, que tenía en sus manos un cuchillo de cocina que cogió para defenderse, le hizo la herida de que murió a un cabezazo que le tiró el difunto y se encontró con el cuchillo, al poco rato expiró su marido y en ese momento salió y lo cogió y abrazó diciendo ¡hay bendita!, ¿Qué fue lo que hice? ¿Qué fue lo que me sucedió?(41)

Al igual que en los dos casos anteriores, el abogado de María Zambrano apeló al argumento de la defensa personal, pues “el acto amenazador del marido fue el que produjo en la debilidad natural de una mujer una violencia irresistible” (42). Conforme al artículo 106 del Código Penal: era excusable el homicidio cometido contra su voluntad, forzado en el acto de cometerla por alguna violencia a que no haya podido resistir”(43), por lo tanto, solicitaba que la mujer fuera liberada de los cargos y declarada inocente.

Para el Tribunal del Distrito, el homicidio debía graduarse como voluntario en tercer grado, puesto que, aunque era claro que la mujer había asesinado a su esposo, no lo había hecho con premeditación, por tanto, la condenó a sufrir la pena de cuatro años de trabajos forzados, cuatro años más de destierro a veinte leguas del lugar en que cometió el delito y a pagar las costas procesales.Como vemos, en los hogares de las mujeres de estamentos bajos el mandato de obediencia, sumisión y paciencia a los maridos no se cumplía. María Zambrano reconoció que había tomado el cuchillo para defenderse, lo que la ubica en “un papel activo en la agresión al retar el poder del victimario”(44). Su actitud contestataria se puede analizar a la luz de la teoría del rol social, planteada por Margaret Mead(45), quien en su investigación titulada Sexo y temperamento en las sociedades primitivas concluye que la delincuencia femenina se presentaba cuando las mujeres se revelaban y contradecían el rol socialmente impuesto para ellas(46).

Por tanto, podría decirse que es en la transformación de su rol tradicional en el hogar que estas conyugicidas adquieren la confianza para trasgredir de manera amenazante la supremacía masculina y resistirse ante los abusos de sus maridos, quienes se suponía eran las figuras de máxima autoridad. Al desempeñarse como labradoras, lavanderas o hilanderas, aportaban económicamente a los gastos de su familia y no estaban en su condición normal, es decir, a la sombra del esposo(47).

En síntesis, estos asesinatos fueron puramente circunstanciales y la condición de víctimas de golpes y malos tratos fue la que finalmente convirtió a las mujeres en victimarias. Lo que sugerimos es que ellas no eran del todo unas asesinas despiadadas que planearon y ejecutaron a sangre fría un asesinato, como sí ocurrió con las mujeres que veremos a continuación.


El adulterio: “un delito que conduce a otro más horrendo”

El adulterio era una trasgresión sexual en la que una persona casada incumplía la fidelidad conyugal, por lo que en la época constituyó una ofensa grave a la intimidad y la armonía matrimonial(48). Tanto los hombres como las mujeres podían ser judicializados por este delito, no obstante, según Joaquín Escriche, el delito era castigado de forma diferencial, pues para la ley, el adulterio lo constituía solo la infidelidad cometida por la esposa(49). Las antiguas leyes, particularmente Las Siete Partidas, lo proclamaban así: “del adulterio que hace el varón con otra mujer no nace daño ni deshonra a la suya […] del adulterio que hiciese su mujer con otro, queda el marido deshonrado”(50). Por lo tanto, era común y aceptado que el esposo engañase a su esposa con una mujer soltera, pero cuando la infidelidad ocurría con una casada, el hombre se arriesgaba a ser judicializado, pues lo que se castigaba era que vulnerara el honor del marido de aquella, que pusiera en entredicho su virilidad y que con su conducta ayudase a la mujer a atentar contra la institución familiar.

Esta disposición no varió a lo largo del siglo XIX porque en el Código Penal republicano no se decretó un solo artículo que concediera pena al hombre que engañara a su mujer, antes bien, según el artículo 729, la mujer adúltera debía ser castigada con la pérdida de todos los derechos de la sociedad marital y con la reclusión por el tiempo que quisiese su marido, siempre y cuando este no sobrepasase el límite de diez años. Adicionalmente, el artículo 730 consideraba sujeto punible a los cómplices de adulterio, condenándolos a sufrir igual tiempo de reclusión que la mujer y al destierro del distrito parroquial mientras viviese el marido, si así lo decidía aquel.

Pese a los esfuerzos normativos por regular y castigar las relaciones ilícitas, entre 1837 y 1850 dicha práctica estaba lejos de ser erradicada en la gobernación de Popayán, dado que se presentaron 46 causas criminales seguidas a mujeres por este delito. Además, de los 26 casos de asesinato en los que la víctima fue el esposo, en 12 expedientes el móvil que incentivó el crimen fue una relación extramatrimonial.

Algunas mujeres, en “un esfuerzo por vivir sus pasiones con libertad”(51), acabaron con la vida de sus esposos o sus rivales, o en su defecto incitaron a sus amantes para que fuesen ellos quienes ultimarán a sus consortes. Un ejemplo es la causa criminal seguida contra Casimiro Güengüe y Micaela Valenzuela, vecinos de la provincia del Chocó, por haber asesinado al esposo de la mujer, de nombre José María Poso. El 2 de diciembre de 1846, el hijo de la mujer, Bernabé Poso, dejó en conocimiento de las autoridades el crimen de la pareja de amantes, ocurrido en realidad cuatro meses atrás, pero que había mantenido oculto a causa de las amenazas de su progenitora y del mancebo, “que en caso de que descubriera el asesinato de su padre tendría que correr igual suerte”(52).

A pesar de que al principio de su confesión Micaela pretendió cambiar los hechos y negar el cargo,

poco tiempo después, acusada por su propia conciencia, confesó su misma complicidad: por venganza dice ella de los azotes que entonces le dio y lo que es más demostrado, por gozar al cabo en fría y criminal tranquilidad de sus criminales pasiones. En todo el transcurso del año celebraron varias conferencias en las que repetían la conjuración contra el infortunado favorecedor del asesinato. Él proponía hacer uso de la lanza y ella rechazaba este medio sustituyéndolo por envenenarlo, pues creía que de este último modo quedaría impunido el nefasto adulterio que había cometido y el atroz asesinato que proyectaban ejecutar.(53)

Al igual que las asesinas por defensa propia, Micaela era maltratada por su esposo, cuestión que la llevó a llenarse de resentimiento hacia su consorte a lo largo del tiempo y a alimentar la sed de venganza. No obstante, a diferencia de aquellas, esta mujer ideó por varios meses la manera en que podía hacerle pagar a su esposo por todas las agresiones y el maltrato sufrido. Además de acabar con su verdugo, pretendía llevar con total libertad su amorío con Güengüe, por lo que lo incitaba constantemente con promesas de una vida juntos para que le ayudase a efectuar el plan.

Llegando al fin las vísperas del día del delito a una nueva conjuración, y las sugestiones, consejos y las promesas de la Valenzuela de ser su concubina, lo resuelven a perpetrar el delito el sábado ocho de agosto. En este día salió de su casa Pozo en compañía de su hijo Bernabé, de su pérfida esposa, y del declarante, y se dirigieron a un monte inmediato con el objeto de labrar unas paletas o tablas para canaletas, y después de haberse internado llegó Pozo a un punto donde se dividía el camino en dos partes y en este punto el declarante que iba atrás le atravesó con su lanza. Cayó aquel desgraciado en tierra y entonces (según refiere este) le quitó su criminal mujer un hacha que llevaba y se la dio a él, quien haciendo uso de ella le acabó de quitar la vida. En seguida enterraron el cadáver e intimaron al joven Bernabé.(54)

Hasta este momento Micaela se mostraba solamente como autora intelectual del plan, pero con las declaraciones de Güengüe salía a relucir su participación material y complicidad en el asesinato. Por lo tanto, el fiscal le solicitó al juez la pena capital para el hombre y la de complicidad en primer grado para su concubina, lo que le mereció dieciséis años de trabajos forzados, un año y cuatro meses de presidio en el establecimiento de reclusión del Segundo Distrito y tener que presenciar la ejecución de la pena impuesta a su cómplice. Adicionalmente, a ambos se les demandó el pago de las costas, daños y perjuicios.

El segundo proceso en el que se judicializó el doble delito (concubinato y asesinato) fue entablado contra Guillermo del Sol y Rita Becerra por el homicidio alevoso perpetrado el 15 de julio de 1838 en la persona de Hilario Casierra, esposo legítimo de la última y primo del primero, vecinos del río del Patía. La causa inició con el descubrimiento del cadáver de Casierra en las márgenes de ese afluente en la playa denominada Gallinazo.

Dado que las averiguaciones mostraban como principales sospechosos al primo y a la mujer del difunto, el juez de primera instancia procedió a su arresto para tomar la versión de los hechos, sin embargo, de manera anticipada, en el acto de captura el hombre les contó a los encargados de llevarlo preso cómo sucedieron los hechos y confesó su responsabilidad en el crimen. Al respecto dijo: que el homicidio resultó de “un incestuoso y adulterino amancebamiento entre él y la esposa de su primo porque querían vivir libremente su amancebamiento y disfrutar de los bienes del asesinado”(55), por ello ingresó a la casa aprovechando que el occiso se encontraba dormido y cometió el crimen. Por su parte, al preguntársele a Rita Becerra sobre su participación en el asesinato, ella rindió una versión diferente, según la cual “solo levantó la varilla del toldo que cubría a su esposo mientras dormía porque obedeció a aquel que la amenazaba con la muerte”(56), acto seguido, Del Sol cogió a golpes a Casierra hasta ocasionarle la muerte, después la mujer y el hombre se dispusieron a botar el cadáver en el río.

Según esto, la participación de la mujer en el crimen de su marido había sido producto del terror que le había causado ver a su amante en el silencio de la noche con un machete en la mano, por lo que no pudo menos que “callar, temer, temblar y permanecer inmóvil bajo la pena de ser sacrificada en unión de su marido”(57). No obstante, el juez desestimó la posibilidad de que Rita Becerra hubiese actuado obligada por su mancebo, pues permitió que el cadáver de su marido fuese arrojado al río, se quedó viviendo con el asesino después del fallecimiento de su esposo, no delató al perpetrador y lo encubrió cuando le fue preguntado dónde estaba su cónyuge, a lo cual contestó: “que se había ido a pescar, cuando antes le había dicho a los testigos Joaquín del Sol, Norberto Rodríguez y Ventura España que su marido se había perdido”. Para las autoridades, estas eran pruebas suficientes de que la mujer actuaba deliberadamente

y que era tan culpable como su concubino, motivo por el cual fue declarada como cómplice y encubridora del delito. Según el artículo 100 que mandaba que los cómplices fuesen castigados con las dos terceras partes de la pena impuesta por la ley a los autores, fue condenada a cumplir 16 años de trabajos forzados, un año y medio de reclusión, el pago de las costas procesales y a presenciar, según el artículo 101, la ejecución de su cómplice.

Por otra parte, pese a que en la mayoría de los casos de asesinato por triángulos amorosos la víctima fatal fue el esposo de la mujer, también, y de manera particular, existieron otros episodios donde la persona asesinada por los amantes fue la esposa del hombre involucrado en la relación ilícita, tal como lo narran las causas criminales contra Ana María Millán y Dolores Cruz. En el primer caso, el asesinato se cometió el día 5 de febrero de 1837 entre las nueve y diez de la noche, cuando “estando ya acostada Rosa María Cruz Molina y las demás personas de su familia, sin que hubiese luz en la casa, gritó aquella que la mataban a patadas. Inmediatamente se levantó Bárbara Morales, prendió luz y acudió luego donde la Molina, a quien halló ya expirando”(58). Según los testimonios de los que acudieron al llamado de auxilio de la mujer, la encontraron toda ensangrentada junto con su hijo de siete días de nacido, al cual se encontraba amamantando. Al observarla detenidamente pudieron notar dos heridas, una en el muslo y otra en el dedo meñique.

Poco después entró a la casa el esposo de la mujer agredida, Ángel Rojas, y al observar el crimen desnudó y trasladó el cadáver de su mujer con sus propias manos a otra habitación y ordenó que no dejaran entrar a nadie extraño a su casa. Al día siguiente, muy temprano, condujo el cuerpo al panteón, lo enterró y les dijo a los vecinos que había muerto de pasmo, pues se encontraba recién parida. Entre tanto, a los familiares les explicó que las heridas que presentaba Molina se las había hecho con las varillas de la cama(59), tal vez al haber sufrido un desmayo por los dolores del cólico que estaba padeciendo.

La explicación resultó muy sospechosa y el hermano del asesino, José Rojas, acudió al juez parroquial segundo del sitio de Ballano, jurisdicción de Toro, para que iniciara la investigación. El juez del sumario ordenó la exhumación y reconoció el cuerpo de Rosa el 9 de febrero. El cadáver no solo tenía las dos heridas de las que hablaban los testigos, sino cinco más, una de las cuales era en el corazón y la otra en el empeine, dictamen que ponía en evidencia que la mujer fue asesinada de la manera más “alevosa y cruel que pudiera imaginarse”(60), por lo que el caso debía seguir su curso y no desestimarse.

En la etapa de indagación de testigos salió a relucir el público concubinato de Ángel Rojas con Ana María Millán y los comentarios que esta mujer les hacía a sus vecinos de que el hombre iba a quedar viudo y que su mayor deseo era casarse con él. Por este motivo, el juez mandó tomar declaración a los infieles, quienes negaron rotundamente su responsabilidad en la muerte de Rosa María. Pese a esta declaración y a que no se encontró ni un solo testigo directo del hecho, para comprobar la culpabilidad de la acusada y el encubrimiento de su amante, el juez se basó en las diversas afirmaciones que aportaban más de “setenta vecinos” que vieron a la sospechosa con un cuchillo cerca a la casa de la occisa pocos minutos después del hecho. Finalmente, tras un dilatado juicio criminal, el juez condenó a Ana María Millán a la pena de último suplicio, lo mismo que Ángel Rojas, su cómplice.

Al igual que esta mujer, en otro caso, Dolores Cruz, movida por los celos, la envidia y la rabia que le producía no poder gozar libremente de su amante, asesinó a la mujer de su mancebo, Juana Josefa Arana. El domingo 12 de marzo de 1843, entre las dos y las tres de la tarde, Juan y Dolores Cruz, sobre quienes pesaba el delito de amancebamiento público, estrangularon a Juana Arana en la espesura del monte del Guayabal de Roldanillo. En sus confesiones ambos reos declararon que prepararon con anticipación de ocho meses la muerte de la mujer buscando cuidadosamente la ocasión perfecta para “cometer el más horrendo asesinato en una persona débil e indefensa por naturaleza, sin otra esperanza que la de continuar con su vida de libertinaje”(61).

Desde tiempo atrás, ambos habían concertado reunirse en el punto del Guayabal para ejecutar el crimen. Juan sería el encargado de “sacar a su esposa de su casa con engaños llevándola, al parecer, a una diversión inocente como el sacar colmenas; premeditado que manifiesta toda la corrupción de Juan y Dolores cruz al valerse de la ciega obediencia de una infeliz mujer para sobre seguro y sin dificultad consumar su intención”(62).Ambos la cogieron para ponerle el rejo en el cuello, ambos la ahorcaron y ambos la sepultaron: hechos que se corroboraron con los reconocimientos que los reos hicieron del cadáver el día que se exhumó. Juan señaló el lugar de la sepultura y el palo con el que cometió el crimen, dato en el que se apoyó el juez, quien los declaró a él y a Dolores Cruz reos de asesinato en primer grado y los condenó a la pena de muerte, además de declararlos infames y sujetos al pago mancomunado de las costas procesales.

Estos asesinatos por triángulos amorosos evidencian que las mujeres podían cometer el crimen por motivos diferentes a los malos tratamientos de los que eran víctimas por parte de sus esposos. Ellas terminaban cometiendo dos delitos infames para la época: por un lado, el concubinato, que además de constituir una afrenta a la moral cristiana era una trasgresión al modelo de familia y matrimonio(63) y, por el otro, el asesinato mediante “uniones criminales”(64) que buscaron, de la manera más alevosa y cruel, sacar del medio a “personas inocentes”.

Conclusiones

Se cree que la naturaleza femenina, al permitirle a la mujer “dar vida”, le atribuye un instinto y amor maternal(65), es decir, actitudes cariñosas y protectoras hacia el prójimo. Sin embargo, como lo hemos visto en este capítulo, en el periodo 1837-1850 en la República de la Nueva Granada existió una brecha insondable que separaba a la mujer ideal de la real. Las asesinas de mediados del siglo XIX, consideradas por la sociedad de la época como monstruos(66), fueron trasgresoras porque con su conducta se distanciaron de lo legalmente determinado. Pese a los discursos “liberales” y “modernizadores” divulgados por los padres de la patria, en la época se seguía reproduciendo el imaginario colonial que restringía a la mujer al ámbito doméstico y que evaluaba su utilidad por labores hogareñas y familiares realizadas. De ella se esperaba que cuidara abnegadamente de sus hijos y esposo y llevara una vida religiosa y ajustada a la moral.

En este capítulo hicimos foco en otros aspectos de su vida cotidiana y ampliamos su campo de acción más allá de la familia y la Iglesia para observar lo que ocurría entre el hogar, las calles y los juzgados escenarios que contemplaban otras dinámicas sociales y, con ellas, una nueva configuración de sus relaciones y realidades. En el texto demostramos que estas mujeres trasgresoras no fueron un agente histórico pasivo, pues aquí se observan contestatarias, reactivas, apasionadas y protagonizando conductas que rompían los imaginarios de quienes querían pensar y sentir por ellas.

Contrastar los expedientes judiciales, que evidencian una realidad en un tiempo y un espacio, con los discursos que sobre las mujeres se han creado en la larga duración permite visibilizar a la mujer criminal como un agente histórico importante, que con sus actuaciones dio cuenta de las falencias sociales, económicas y judiciales del naciente sistema republicano. Respecto a las circunstancias y motivaciones que rodearon los crímenes: tres de ellos ocurrieron en un momento de exaltación, mientras que en los cuatro restantes, por concubinato, estos se dieron de manera premeditada. Los detonantes de estas conductas estuvieron asociados a la dinámica matrimonial y extramatrimonial, es decir, relaciones fatales que albergaban el amor, el desamor, las problemáticas de pareja, la violencia conyugal, la defensa personal, las relaciones ilícitas y la ira. De los siete casos analizados, en cinco la víctima fue el esposo y en los dos restantes, las mujeres rivales de las esposas oficiales.

En todos ellos el asesinato se perpetró de manera violenta mediante el uso de armas como cuchillos, lanzas y machetes. Ese alto grado de violencia, posiblemente, pudo ser el “grito de rebelión” y la exteriorización de una serie de sentimientos de represión, odio, ira etc. que guardaron especialmente las mujeres a lo largo de su vida. Así mismo, una forma de reaccionar contra una sociedad que las controlaba y restringía cotidianamente. Por último, es importante mencionar que la mujer criminal de mediados del siglo XIX no solo se veía impulsada por sentimientos de amor y pasión para cometer el homicidio, existieron otras que, aunque en menor medida, sucumbieron a la venganza y la envidia, y bajo sus efectos ejercieron violencia y asesinaron a sangre fría a personas cercanas a su círculo familiar, a sus vecinas y a otros individuos, trascendiendo las problemáticas de pareja y convirtiendo su conducta violenta en un asunto de interés y preocupación general.

Notas:

1 Michelle Perrot, Mi historia de las mujeres. 1ª ed. En español. (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica de Argentina S.A, 2009), 69.

2 Isabel Cristina Bermúdez, Imágenes y representaciones de la mujer en la gobernación de Popayán. 1ª ed. (Quito: Corporación Editora Nacional, 2001), 44.

3 Codificación Nacional de todas las leyes de Colombia desde el año 1821. Art. 1.° del Código Penal de 1837, Título primero: disposiciones generales (Bogotá: Imprenta Nacional, 1924).

4 María Angélica Díaz, “Condición femenina y estatus jurídico. La interpretación del Derecho según el jurisconsulto J. Escriche”. Anuario, vol. 5 (2003):109-124.

5 Juliano Dolores, “Delito y pecado. La transgresión en femenino”. Política y Sociedad, vol. 46, n.° 1 y 2 (2009): 79-95.

6 Stephen Jay Gould, La falsa medida del hombre (Barcelona: Editorial Crítica, 2011), 79.

7 César Lombroso, Los criminales (Barcelona: Centro Editorial Presa), 27-32.

8 Eva Casanova Caballer, “Las mujeres delincuentes un estudio de revisión”. Trabajo final de grado (Barcelona: Universitat Jaume España, 2017).

9 Otros abordajes criminológicos importantes que explican la incidencia del entorno social en los comportamientos criminales son: la propuesta de Emile Durkheim, la teoría de la anomia, el labelling approach o teoría del etiquetado, y el marco teórico de Michel Foucault. Ver: David Garland, Castigo y sociedad moderna. Un estudio de teoría social (México: Siglo XXI, 2010)

10 Casanova, 14.

11 Casanova, 19.

12 Sobre delincuencia femenina ver: Irene Rodríguez Pina, “Criminología feminista”. Crimina (Centro para el Estudio y la Prevención de la Delincuencia, 2016): 1-16. Varlam Shálamov, Relatos de Kolimá. Ensayos sobre el mundo del hampa, vol. VI (Barcelona: Minúscula Editorial, 2017).

13 Beatriz Patiño Millán. Criminalidad, ley penal y estructura social en la provincia de Antioquia 1750-1820. (Medellín: Editorial Instituto para el Desarrollo de Antioquia, 1994).

14 Beatriz Patiño Millán, “Las mujeres y el crimen en la época colonial. El caso de la ciudad de Antioquia”. En Las mujeres en la historia de Colombia, tomo. II, ed. Camilo Calderón Schrader (Bogotá: Norma, 1995): 77- 119.

15 Mabel Paola, López Jerez. Las conyugicidas de Nueva Granada, trasgresión de un viejo ideal de mujer. 1ª ed. (Editorial Pontificia Universidad Javeriana: Bogotá, 2012), 50.

16 Juli Andrea García, “Monjas, presas y ‘sirvientas’. La cárcel de mujeres del Buen Pastor, una aproximación a la historia de la política criminal y del encierro penitenciario femenino en Colombia, 1890-1929”. Tesis de maestría (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2014).

17 García. 73.

18 Los términos conyugicidio o conyugicidas son retomados de López, 2012, quien, a su vez, los recuperó directamente de los expedientes judiciales de la Nueva Granada entre 1780 y 1830 (Archivo General de la Nación). También fueron empleados por algunos jurisconsultos en épocas posteriores, como lo muestra Carlos Vidal Riveroll, “Definición y descripción de Conyugicidio”. Diccionario Jurídico Mexicano (México: Suprema Corte de Justicia de México, 1994).

19 Esteffy Zharitd Agudelo Patiño, “Del hogar a la prisión: mujeres criminales en la Gobernación de Popayán. 1837-1850”. Tesis de pregrado (Buga: Universidad del Valle, 2019).

20 Que existan 503 expedientes criminales donde se acusaba a la mujer de haber infringido las leyes republicanas no es garante de que todas ellas fuesen culpables, puesto que, del total de casos, solo 143 procesadas fueron condenadas y 124 absueltas. Es decir, comprobaron su inocencia o por falta de pruebas y veracidad de los testigos no hubo mérito para continuar el proceso. En los 236 casos restantes no consta la sentencia debido a que los expedientes están inconclusos o a que la clasificación del fondo que se encuentra en línea y que sirvió para la elaboración de la investigación no aporta la información suficiente sobre el veredicto de los jueces respecto a las sentencias.

21 Vale la pena aclarar que dentro de los motivos pasionales que suscitaron el asesinato, la víctima no siempre fue el hombre, dado que en un total de cuatro causas que se consideran dentro de la categoría de otros la persona asesinada fue la esposa.

22 Pablo Rodríguez, “Las mujeres y el matrimonio en Nueva Granada”. En las mujeres en la historia de Colombia, tomo. II, ed. Camilo Calderón Schrader (Bogotá: Norma, 1995): 204-239.

23 Fray Luis De León, “La perfecta casada”, 1583.

24 Rodríguez Pablo, “Las mujeres y el matrimonio, 204.

25 Perrot, 36.

26 Alexander Zambrano Blanco, El infierno de un sacramento: los malos tratos a las mujeres en matrimonio en Venezuela, 1700-1820. 1ª ed. (Venezuela: Centro Nacional de Historia, 2009), 109.

27 Si bien dentro del conyugicidio se considera la muerte de alguno de los cónyuges a manos de su consorte, el uxoricidio ha sido el termino más empleado cuando la víctima es la esposa.

28 Causa criminal contra María Celedonia Mosquera por homicidio perpetrado en su esposo, José Honorio Caicedo. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 280 (1849), f. 10v.

29 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 280 (1849), f. 15r.

30 María Rodríguez Shadow y Lilia Campo Rodríguez. “Mujeres: miradas interdisciplinarias” (México: Colección Estudios de Género Serie Antropología de las Mujeres, 2019), 194. 31 Mabel Paola López Jerez, “Trayectorias de civilización de la violencia conyugal en la Nueva Granada en tiempos de la Ilustración. Tesis doctoral. (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2018), 253.

32 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 280 (1849), f. 10 r.

33 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 280 (1849), f. 5.

34 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 280 (1849), f. 17 r.

35 Patiño, 89.

36 Causa criminal contra María Josefa Cobo por el homicidio de su esposo Domingo Solarte. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 161 (1842), f. 6.

37 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 161 (1842), f. 3.

38 Codificación nacional, artículo 468.

39 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 161 (1842), f. 4.

40 Causa criminal contra María Zambrano por el asesinato de su esposo José Murcia. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 129 (1841), f. 2.

41 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 129 (1841), f. 2.

42 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 129 (1841), f. 3.

43 Codificación nacional, artículo 106.

44 López, “Las conyugicidas de Nueva Granada”.

45 Gudrun Stenglein, “Revisión crítico-comparada de las principales teorías científico-sociales sobre la delincuencia femenina”, Revista Europea de Historia, de las Ideas Políticas y de las Instituciones Públicas, vol. 5 (2013): 27-104.

46 Para ampliar este tema ver: Becker, Howard. Outsiders, hacia una sociología de la desviación (Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 2012).

47 Rodríguez, “Criminología feminista”, 7.

48 Díaz, “Condición femenina”, 15.

49 Díaz, “Condición femenina”, 16.

50 Las Siete Partidas. Del sabio rey don Alonso el nono; glosadas por el licenciado Gregorio López, Oficina de Benito Cano Tomo III, (1789).

51 Causa criminal contra Micaela Valenzuela y Casimiro Güengüe por el homicidio de José María Poso. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 248 (1846- 1847), f. 1.

52 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 248 (1846-1847), f. 8r.

53 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 248 (1846-1847), f. 12.

54 Causa criminal contra Rita Becerra y Guillermo del sol por el asesinato de Hilario Casierra. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 112 (1838), f. 14r.

55 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 112 (1838), f. 5r.

56 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 112 (1838), f. 14r.

57 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 112 (1838), ff. 19 y 20.

58 Causa criminal contra Ana María Millán por el homicidio perpetrado en la persona de Rosa Cruz Molina. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 107 (1838), f. 2.

59 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 107 (1838), ff. 3-5

60 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 107 (1838), ff. 9-10.

61 Causa criminal contra Dolores Cruz por el homicidio de Juana Arana. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 183 (1843), f. 3r.

62 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 183 (1843), f. 3r.

63 Lida Tascón Bejarano, “Sin temor de Dios ni de la real justicia. Amancebamiento y adulterio en la gobernación de Popayán, 1760-1810”. 1ª ed. (Cali: Universidad del Valle, 2014), 185.

64 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 183 (1843), f. 6v.

65 Cristina Palomar, “Maternidad: historia y cultura”, Revista de Estudios de Género La Ventana, vol. 22 (2005), 36.

66 Laura Casas Díaz, “Las malas mujeres. Concepción Arenal y el presidio femenino en el siglo XIX”. Trabajo fin de grado (Barcelona: Universitat Autónoma de Barcelona, 2018), 4.



Bibliografía


Fuentes primarias

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ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 107 (1838)

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Impresos

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Capitulo 8


Recluir, reformar y castigar. El beaterio La Merced de Cali en el caso de adulterio de Delfina Espinoza, 1846

To confine, reform and punish. The La Merced of Cali beguinage in the case of adultery by Delfina Espinoza, 1846



Resumen

Durante la primera mitad del siglo XIX, la República de la Nueva Granada, y en general los territorios de América Latina que continuaron valorando la tradición teológica medieval sobre la condición femenina, hallaron en la práctica del encierro y la reclusión de mujeres trasgresoras una forma eficaz de moldear el deber ser republicano. Reconociendo que en Colombia no son numerosas las investigaciones sobre este tema, por medio de un estudio de caso sobre adulterio femenino, este capítulo pretende analizar cómo las mujeres de la época resistieron a los dispositivos de reclusión creados para contener sus comportamientos ilícitos.

Palabras clave: beaterio, trasgresión femenina, adulterio femenino, reclusión, disciplina social.


Abstract

During the first half of the nineteenth century, the Republic of New Granada, and in general the territories of Latin America that continued to value the medieval theological tradition on the female condition, found in the practice of confinement and reclusion of transgressor women an effective way to shape the duty to be a republican. Recognizing that research on this subject is not numerous in Colombia, through a case study on female adultery the text seeks to analyze how women of the time resisted the devices of confinement created to contain their illicit behavior.

Keywords: Beguinage, Female transgression, Female adultery, Imprisonment, Social discipline.



Sobre la autora | About the author


Marcela Criollo Sánchez [gloria.criollo@correounivalle.edu.co]

Licenciada en Historia y estudiante de la Maestría en Historia de la Universidad del Valle. Integrante del Semillero Estudios de la Iglesia Católica en Colombia y del Grupo de Investigación Religiones, Creencias y Utopías de la Universidad del Valle. Sus trabajos están relacionados con el estudio de las comunidades religiosas femeninas en Colombia durante los siglos XVIII y XX, la historia de las mujeres y la investigación en didáctica de la historia desde una perspectiva sociocultural. Ha participado como ponente en eventos celebrados en Colombia, Perú y Ecuador.

Cómo citar en MLA / How to cite in MLA

Criollo Sánchez, Marcela. “Recluir, reformar y castigar. El beaterio La Merced de Cali en el caso de adulterio de Delfina Espinoza, 1846”. Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX, editado por Mabel López Jerez, Editorial Uniagustiniana y Asociación Colombiana de Estudios del Caribe – ACOLEC, 2021, pp. 297-324.



Introducción

Con el interés de modernizar el espíritu colonial de honor y castidad impuesto a las mujeres, el siglo XIX neogranadino adoptó un modelo que, a través del culto materno y virtuoso de la virgen María, personificaría en la familia el microcosmos del naciente Estado(1) . Desde tal propuesta se estableció que el comportamiento femenino debía ser intachable y la mujer, debía recluirse en lo doméstico, adornar el hogar con suavidad y ser un apoyo para el hombre(2) . Pero este ideal, aunque fue acogido parcialmente, no terminó siendo común en la cotidianidad que vivieron las mujeres decimonónicas, pues, como veremos a continuación, estas, por medio de diversos actos escandalosos, entre los que sobresalió el adulterio, atentaron constantemente contra los roles de género y el statu quo designado para su condición.

El caso sobre el cual versará el presente capítulo tuvo lugar en el año 1846, fecha en la cual el señor Manuel Cárdenas, por medio de su apoderado y pariente Eleuterio Cárdenas, presentó ante la curia de Popayán una demanda de divorcio contra su consorte Delfina Espinoza por haber violado el pacto de fidelidad del matrimonio. Al considerar esta acción como un atentado directo al honor familiar, los hermanos Cárdenas —haciendo uso de sus facultades de derecho de corrección(3) — pedían a las autoridades eclesiásticas no solo dar buen término a la separación con la señora Espinoza, sino conceder su respectiva reclusión en el beaterio La Merced de Cali(4) , con el fin de que sus pecados fueran reencausados.

Si bien la anterior descripción no es algo excepcional para la época, lo que resulta llamativo del proceso es la controversial forma en que la demandada asumió las disposiciones masculinas que la justicia propuso para ella. Lejos de aceptar complacientemente el castigo que el orden simbólico y legal le impuso, Delfina Espinoza emprendió un camino de resistencia a su reclusión, se negó a admitir su infidelidad como pecado y apeló a sus capacidades económicas y sociales para escapar al deber de obediencia(5) conyugal que la sociedad patriarcal le asignaba.

Al analizar la cotidianidad que cercó este proceso de divorcio lograremos evidenciar tanto la dinámica social de las relaciones maritales en la República de la Nueva Granada como las representaciones que se tejieron sobre la mujer, los dispositivos de regulación pensados para contener sus comportamientos ilícitos y las diversas formas de trasgresión que surgieron para revertir la práctica del encierro femenino. Este último elemento será de singular importancia, ya que la trasgresión, más allá de ser considerada como un estado límite, nos lleva a pensar en términos históricos en una variedad de prácticas desde las cuales los actos de infringir, pecar y resistir cobran lugar. Al entender dicho concepto desde esta perspectiva encontraremos relevancia en las acciones de individuos que como Delfina Espinoza controvirtieron roles, significados, redes y relaciones de poder mayores(6) .

Pero ¿por qué razón el adulterio femenino era condenado a través del aislamiento social de la mujer?, ¿cómo el beaterio La Merced de Cali se convirtió en un espacio de sanción y corrección de diversas trasgresiones?, ¿cuáles fueron las estrategias que utilizaron las mujeres para resistir a dicha reclusión? Las respuestas a estos interrogantes, que se abordarán ampliamente en este capítulo, están atadas a diversas representaciones que sobre el matrimonio, la figura femenina y la potestad masculina fueron instauradas y acogidas en la sociedad occidental desde periodos antiquísimos.

Encontramos, por ejemplo, que desde el libro del Génesis, contenido en las Sagradas Escrituras, hasta el proceso de institucionalización matrimonial en la Edad Media se argumentaba con frecuencia la condición pecadora e inferior de la mujer ante el varón. Durante décadas se afirmó desde los discursos cristianos que, la mujer debía asumir el castigo, la dominación y la voluntad del hombre porque era él quien conservaba la prelación divina, mientras ella representaba un reflejo secundario de esa imagen(7) .

Ahora bien, si nos trasladamos de tal contexto para situar la discusión en el periodo que comprende este estudio, podemos ver que la representación de la mujer, y particularmente de la esposa, en la República de la Nueva Granada escapaba de dicha tradición pecadora en tanto cumpliera con la función reproductora y cuidadora del hogar(8) , pero si por el contrario una esposa accedía a los deseos carnales por fuera de los fines matrimoniales, su cónyuge tenía la potestad de desplegar corrección y castigo de acuerdo con los reglamentos morales y eclesiásticos que la época permitía.

Lo anterior nos permite concluir que, debido a la estrecha relación que existió entre el matrimonio neogranadino y el ideal de sexo-pecado(9) difundido por la tradición teológica, el recurso del encierro bajo la figura de los beaterios se presentó como una forma de control que permitió hacia los años cuarenta del siglo XIX recluir, reformar y castigar el cuerpo de las mujeres que contravinieron el modelo femenino propuesto.

Esbozado el problema de investigación, es importante mencionar que los estudios sobre conductas femeninas desviadas y sus respectivos castigos se han analizado de forma general en diversas corrientes como la historia del género, la organización de roles en los diversos niveles de la jerarquía social o bien en perspectivas en las cuales preponderan el honor, la sexualidad, el matrimonio y la ilegitimidad como actividades de la vida cotidiana que llegan a dar cuenta del espíritu de una época. No obstante, aún con los valiosos elementos que estos enfoques aportan a las ciencias sociales, encontramos que la historiografía colombiana le ha prestado poca atención tanto al poder eclesiástico —que a través de instituciones conformó un cuerpo normativo que rigió la conducta social femenina— como a las diversas respuestas de la población femenina frente a dichas disposiciones.

Asumiendo la dificultad bibliográfica que cobija al tema en todo el país, en este capítulo hemos decidido acudir a los aportes de algunos investigadores iberoamericanos, entre los que se destacan María de Deus Beites(10), con sus estudios sobre la mujer bahiana en los recogimientos coloniales; Adriana Porta(11) y Alicia Fraschina(12), quienes analizan la feminidad en reclusión para el espacio argentino; Christine Hunefeldt(13), con sus trabajos sobre los beaterios limeños del siglo XIX y, finalmente, Josefina Muriel(14), Asunción Lavrin(15), Rosalva Loreto y José Luis Cervantes(16), encargados de historizar beaterios y depósitos en el caso mexicano.

A partir de las propuestas construidas por dicho círculo de autores podremos entender que si bien la Iglesia y las autoridades civiles en América Latina utilizaron este tipo de lugares como medio de represión para las mujeres cuando se atrevieron a transgredir las pautas conductuales que la sociedad había reconocido como valores propios de ellas, también existieron diversas tácticas femeninas desde las cuales se resistió a la privación de la libertad.

Con el propósito de enriquecer este campo de estudio en el ámbito colombiano, el trabajo dialogará con la perspectiva de estrategias y tácticas propuesta por el historiador francés Michel De Certeau(17).

Entendiendo el primer término como el lugar desde donde se despliegan las relaciones de poder y las tácticas como la forma en la que la población responde, lograremos apreciar que la mujer común no fue tan débil ni tan inerme como se creyó tradicionalmente. Esta propuesta evidenciará que incluso los grupos considerados subalternos acudieron de manera habitual a tácticas o maneras de hacer que subvirtieron las realidades y las disposiciones dadas, evidenciando con ello que no existió un total condicionamiento de los individuos a los discursos, los sistemas o los dispositivos de control.

Al ser este marco de análisis una suerte de modelo para identificar las formas de ejercer el poder y, a la vez, una posibilidad de entender cómo las personas respondieron a dicho ejercicio en la cotidianidad, se espera que al poner esos elementos en discusión con las fuentes eclesiásticas extraídas del Archivo General de la Nación y del repositorio documental que hizo parte del beaterio La Merced de Cali, así como con los códigos civiles que se establecieron en dicha época, se encuentren insumos para comprender una de las facetas que tuvo la trasgresión femenina en la primera mitad del siglo XIX caleño.


Ideales y representaciones de la mujer en el siglo XIX

Según el libro del Génesis, después de crear el Cielo y la Tierra Dios reconoció la importancia de dar vida a un hombre a imagen y semejanza suya que ejerciera poder sobre toda la creación(18). Fue así como del polvo de la tierra dio forma a un cuerpo masculino, convirtiéndolo en un ser viviente que se encargara de emular toda su magnificencia… Pero, de acuerdo con el Evangelio, en corto tiempo Dios percibió que aquel individuo se encontraba incompleto, así que lo sumió en un sueño profundo para sacar de su costado una figura que acompañaría su vida y a la cual llamaría mujer porque del hombre fue tomada(19). Los pasajes que dan continuidad a aquel episodio fueron ampliamente divulgados en la doctrina católica y han servido de aliciente para posicionar las representaciones que sobre la mujer se han tejido históricamente.

A través de una matriz discursiva se narró que la compañera creada para el hombre sucumbió a la tentación y arrastró a la humanidad fuera del Edén que el creador había preparado. Por tanto, el pecado original fue asociado a la feminidad y desde dicho locus enunciativo los calificativos de curiosidad, malicia o debilidad se consideraron adecuados para definir a la mujer, ocasionando con ello que desde la Antigüedad el mundo occidental perfilara el sometimiento de lo femenino a lo masculino desde varios ejes. La mujer fue asociada a ámbitos subrepticios y mágicos, oscuros y maliciosos, lujuriosos y satánicos, al tiempo que se la posicionó como madre a través de la proliferación del culto cristiano y materno de María(20). Por lo tanto, la mujer siempre debía ser vigilada, cuidada y protegida por el varón en calidad de esposo (físico/espiritual) o padre.

Dicha concepción, aunque con fluctuaciones, no dejó de manifestarse durante el siglo XIX neogranadino, pues siguió demandándole a las mujeres reprimir su deseo sexual y cualquier manifestación de placer corporal(21) en aras de alcanzar el progreso que la República requería en el afianzamiento del proyecto nacional. Para lograr tal propósito, las instituciones jurídicas y las autoridades eclesiásticas difundieron a través de la educación, la prensa y la vida asociativa(22) el rol femenino de buena esposa, madre y cristiana; convirtiendo a las mujeres que no se comportaban según estos principios en trasgresoras(23) que debían ser perseguidas y castigadas por su incumplimiento a la nación y a la moral religiosa.

Con la naturalización femenina extendida desde los textos sagrados hasta las instituciones decimonónicas, el cuerpo de las mujeres fue visto en la época como un escenario de control en el cual el padre, el esposo o el sacerdote tenían jurisdicción para guiar. De acuerdo con la historiadora Carmen Ramos Escandón, la aplicación de la ley ha tenido históricamente lugar en el cuerpo, ya que es este el espacio específico de corrección y coacción; sin embargo, no se ha ejercido el mismo grado de sujeción sobre todos los cuerpos. Tomando como referencia documentos desde el periodo virreinal hasta la actualidad podemos evidenciar que es el cuerpo de la mujer, en su naturaleza física, el que resulta espacio de sometimiento por antonomasia(24). En efecto, tanto en el discurso religioso como en el de la legislación civil, el cuerpo del individuo, y sobre todo la representación de este a través de la feminidad, dieron ocasión a la reglamentación de su conducta.

Ahora bien, considerando este modelo patriarcal no es difícil imaginar que para mantener el orden social se hayan creado espacios de encierro femenino familiar e institucional. El primero de ellos tuvo como propósito asignarle a la mujer el “derecho doméstico”(25) como una forma de garantizar su permanencia en la familia y el hogar; y el segundo, a través de conventos, casas de recogidas o beaterios, pretendió disciplinar las desviaciones morales de las escandalosas y pecadoras mujeres de la época.

Aunque ambos escenarios se convirtieron en una práctica común durante el siglo XIX, las fuentes primarias resguardadas en los archivos nacionales dan mayor cuenta de las formas institucionales y reglamentadas de encierro. Por tal razón, este capítulo se enfoca en dar elementos para comprender el papel correctivo cumplido por el beaterio La Merced de Cali a propósito del caso de adulterio cometido por Delfina Espinoza en el año 1846.


El beaterio La Merced de Cali, reformador de malas mujeres

Hacía el año 1739, un grupo de mujeres devotas y piadosas de la ciudad de Santiago de Cali hicieron explícito su interés de vivir en un espacio de recogimiento que propiciara un encuentro íntimo con Dios. Según los documentos que dan cuenta de esta iniciativa y los cuales se encuentran custodiados en la Biblioteca de San Agustín(26) de dicha ciudad, estas mujeres recurrieron a fray Javier de Vera, prior del convento agustino de Nuestra Señora de Gracia, quien junto al obispo de Popayán, fray Fermín de Vergara, hicieron viable la creación de una casa beaterio en aras de responder con ello no solo a los intereses devocionales de aquellas damas, sino también prestar a la comunidad una casa que sirviera como sitio de reclusión para atender las necesidades y carencias de las mujeres pecadoras(27). De acuerdo con la licencia obispal, era condición “que en la referida casa se deje libre una cuarta parte, y en ella se fabriquen tres o cuatro piezas pequeñas para poner en ellas algunas mujeres pecadoras y escandalosas, las que no han de tener comunicación ninguna con las buenas, porque no las perviertan con sus vicios”(28).

Considerando esta disposición, el beaterio La Merced se convirtió desde aquella época en un lugar en el cual fluctuaron la reclusión, la reforma y el castigo, a la par que sirvió como espacio de devoción y tránsito para una vida espiritual. La doble función que cumplían este tipo de lugares no fue exclusiva del territorio neogranadino, por el contrario, la historiografía iberoamericana(29) ha sostenido que debido a las disímiles condiciones que América presentó en la adopción de las prácticas conciliares europeas, las instituciones femeninas creadas en el territorio fueron mutando de acuerdo con las necesidades que el contexto temporal y social demandaba. En dichos tránsitos y mutaciones estos lugares cumplieron un rol decisivo en la organización de la vida femenina siglos atrás. No obstante, un acercamiento a la cotidianidad que circundó su funcionalidad nos permite observar no solamente la adaptación y eficacia de su filosofía correctiva, sino el rechazo a la misma(30).

Regidas por un estricto horario y separadas según la causa de su ingreso, las mujeres que accedían al beaterio debían iniciar el día con el aseo personal y enseguida dirigirse al oratorio o al lugar destinado para comunicarse con Dios, donde leían las Sagradas Escrituras, pedían perdón y daban gracias por encontrarse fuera de los peligros del mundo. Terminado este encuentro tomaban el almuerzo, ordenaban sus dormitorios y se dedicaban en las horas restantes a desempeñar las labores comunes que la priora del lugar les asignaba periódicamente. Cerraban el día con una jornada nocturna de rezos, platicas piadosas y, en algunas ocasiones, el estudio de determinados libros de teología.

Ahora bien, teniendo en cuenta ese estricto estilo de vida, podemos comprender las múltiples dificultades de tolerancia y adaptación a la rutina que presentó el grupo de mujeres “desviadas” que eran depositadas a la fuerza en estos espacios por sus esposos. A diferencia de las monjas o devotas que ingresaron con la intención de dedicar su vida a la religiosidad, las catalogadas como “malas mujeres” anhelaban la libertad. Por esa razón, mientras algunas recluidas caían en la depresión y el desasosiego, otras, como Delfina Espinoza, se negaron a aceptar este tipo de corrección como estilo de vida y, en última instancia, optaron por la fuga.


Historia de un escándalo: el adulterio femenino de Delfina Espinoza

El 7 de mayo de 1846, Manuel Cárdenas, por medio de su apoderado y hermano Eleuterio Cárdenas, presentó ante la curia de Popayán una demanda de divorcio contra su consorte Delfina Espinoza por haber violado el pacto de fidelidad que implicaba el matrimonio. Según su declaración, en ausencia del cónyuge la demandada sucumbió a la tentación carnal y, compartiendo la cama con otro hombre, destruyó la honra masculina de su esposo. Por esta razón, no solo era necesario poner fin al vínculo conyugal por medio del divorcio(31), sino emplear un castigo que sirviera como mecanismo moral de corrección ante la conducta desviada de la mujer. En palabras del apoderado, el esposo solicitaba,

que la señora su esposa, salga de la casa de su madre la señora Josefa Micolta en que permanece hasta ahora, y pase en depósito al beaterio de la Merced bajo la inmediata inspección de su Abadesa. […] Él tiene todavía derecho sobre su esposa, y lo tiene para designar el lugar en donde quiera que esté: él quiere y me ordena que pida se le ponga en el beaterio y yo obediente a sus órdenes así lo exijo. Allí se le pasarán los alimentos decretados por la autoridad civil y en ese lugar de recogimiento al lado de las virtuosas mujeres que lo habitan y privada de la vista del seductor, ella tendrá ocasión de reflexionar el mal que se ha hecho, el escándalo que ha dado y el precio del tesoro que perdió en ese esposo que la idolatraba, ella llorará allí sus extravíos y tal vez será este el medio de reducirla a mejor vida, pero aun cuando esto no fuese, se evitarán al menos los desórdenes mientras se termina el pleito […]. (32)

Este fragmento nos permite analizar tres aspectos importantes en torno al pleito conyugal, a saber: la representación negativa del adulterio femenino en la ciudad; el derecho de corrección masculino empleado para justificar el castigo que debía ser impuesto a la mujer trasgresora y, finalmente, la función que cumplió el beaterio La Merced de Cali en los procesos de divorcio durante la primera mitad del siglo XIX.

Sobre el primer punto, la historiografía nacional ha coincidido que con la implementación de las reformas borbónicas en el territorio americano se empezaron a transformar la cotidianidad y el clima moral de la época, pues con ellas no solo se pretendía centralizar la administración comercial y de justicia, sino condenar los actos que atentaran contra el orden familiar ideal. En este contexto, las conductas desviadas, y especialmente las cometidas por las mujeres, fueron catalogadas como una alteración del deber ser cívico y el cristiano(33).

Ahora bien, si analizamos el tratamiento y castigo que se le dio al adulterio durante la época, es posible encontrar una relación desigual e inequitativa de género(34): mientras para acusar a la mujer de haber cometido infidelidad solo era necesario comprobar un acto de amistad ilícita, en el caso del hombre debía certificarse el amancebamiento dentro de la casa familiar, es decir, verificar la cohabitación sentimental con la amante en la morada matrimonial, o bien demostrar el concubinato por fuera del hogar con una mujer que también estuviese casada.

De acuerdo con la historiadora Mabel López Jerez, debido al nivel de trasgresión que implicaba respecto al sacramento del matrimonio, el adulterio era perseguido con más decisión por parte de las autoridades que el amancebamiento y el concubinato, por ser estos considerados actos de lujuria(35) que debían ser procesados por la legislación penal. De esta manera, cayó sobre el individuo adúltero todo el peso del oprobio colectivo, en contraste con las formas de corrección impuestas a los amancebados y concubinos.

Aunque para el hombre la forma de vivir la relación conyugal no era un asunto público regulado constantemente por autoridades civiles, la mujer, al ser considerada un ser inferior que debía estar bajo la tutela varonil del padre o el esposo, debía aceptar el castigo proferido por su guardián moral. Bajo dicha condición encontramos entonces que en el caso latinoamericano fue común recluir a las adúlteras en hospicios que funcionaban como cárceles, con el fin de que estuvieran aisladas y pudiesen “limpiarse” de su pecado(36). Si bien esta práctica puede ser vista desde el presente como un atentado a la libertad femenina, en dicha época terminó siendo uno de los mecanismos de sanción más comunes y validados por la legislación civil, como consta en el artículo 729 del código penal de 1837:

La mujer casada que cometa adulterio, perderá todos los derechos de la sociedad marital, y sufrirá una reclusión por el tiempo que quiera el marido con tal que no pase de diez años. Si el marido muriere sin haber pedido la soltura, y faltare más de un año para cumplirse el término de la reclusión, permanecerá en ella la mujer un año después de la muerte del marido, y si faltare menos tiempo acabará de cumplirlo.(37)

El beaterio La Merced respondió a la necesidad de disciplinar el cuerpo de la mujer, y la sociedad caleña encontró en él un espacio propicio para tramitar los casos de divorcio en los cuales el honor del hombre corría peligro. De acuerdo con el proceso seguido a Delfina Espinoza podemos entender que la reclusión tenía por objeto “satisfacer a la vindicta pública, por haber ultrajado con descaro los deberes con que están ligados los esposos y dan al sacramento del matrimonio sobre todo el resplandor y respeto que se merece por la mutua fidelidad que se juran los que contraen”(38).

El caso de Delfina Espinoza y Manuel Cárdenas nos lleva a comprender que la preocupación por el honor (ligado en la mayoría de los casos a la sexualidad) fue un asunto tan relevante en la sociedad republicana que muchos de los pleitos conyugales que se instauraron ante las autoridades eclesiásticas se basaron en su defensa. Categorizar el adulterio como delito buscaba preservar el ideal de familia dictado por la Iglesia, al igual que el honor(39) de hombres y mujeres, rechazando comportamientos que iban claramente en contra de los preceptos de castidad, fidelidad, celibato y pureza(40).


El proceso de divorcio: ¿un medio para restituir derechos o para coartarlos?

En términos formales, un proceso de divorcio iniciaba cuando el procurador de la Audiencia Arzobispal, como apoderado de quien lo pedía, presentaba ante el provisor y vicario general del arzobispado la demanda de divorcio(41). En ella se hacía un resumen de las razones que tenían los cónyuges para pedir la separación, presentando las pruebas o testigos necesarios para comprobar sus argumentos y, posteriormente, el procurador, tomando partido por alguna de las partes, solicitaba que la mujer fuera depositada o recluida en alguna institución acreditada, en la cual el marido debía pagar oportuna y cumplidamente la manutención de su esposa. Sin embargo, aunque esta fue la forma más común de llevar a cabo el proceso, en diferentes casos, como el que nos compete estudiar en este texto, los testigos estuvieron ausentes y hubo resistencia a acatar lo resuelto por la justicia.

Como bien se señaló líneas atrás, el señor Manuel Cárdenas argumentaba que su esposa había quebrantado la institución matrimonial y familiar a través del adulterio, pero la esposa respondió con controvertidas razones en su defensa:

Solicito a las autoridades me excusen de cumplir mi paso al beaterio La Merced porque son muy peregrinas las razones que presentan los autores de esta causa en mi contra. Primero, la mujer también puede presidir divorcio de su marido por la misma causa que a mí se me imputa y no se ha visto alguna vez el seguimiento de tal causal recluir al marido en un convento o en otra casa de reclusión y nada de esto pone las mismas normas que hay para el uno hay para el otro de los conyugues […] y si soy tan mala como dicen, no sería prudencial ponerme en un lugar en donde podía seducir y escandalizar a las demás mujeres […] Omito decir otras cosas que reservo para el tribunal superior a donde he apelado y para cuyo recurso voy a instituir lo conveniente a mi apoderado en Popayán.(42)

Los argumentos de la acusada son una evidencia de que la sexualidad y las relaciones de género inmersas en los vínculos de pareja han sido un complejo cultural históricamente determinado en sintonía con las instituciones sociales y políticas, así como con concepciones particulares del mundo. Su narración expresa la forma como ella vivía las normas y como asumía el incumplimiento de lo moral o legalmente establecido. Así mismo, deja en evidencia de qué clase de riesgos consideraba prioritario defenderse, qué estigmatizaciones no se resignaba a aceptar y qué recursos utilizaría para esquivar lo que consideraba “las peores posibilidades”.

Espinoza tomó una actitud dinámica y legalista, empeñándose en demostrar que su conducta sexual, lejos de ser parte de un pecado por el cual debía perder su libertad, era una manifestación humana a la que hombres y mujeres accedían cotidianamente. Con esta afirmación señalaba la posibilidad de adjudicarse el deseo para sí misma por fuera del canon sexual de la reproducción. Del mismo modo, en este argumento encontramos que, así como el trato dado a hombres y mujeres acusados de adulterio no era el mismo, la sociedad consideraba las relaciones ilícitas más graves en el caso femenino y, por ende, cualquier infracción cometida por ellas se perseguía con el doble rasero del pecado y el delito(43).

En el marco de esta interpelación, la acusada recurrió ese mismo mes a un recurso de fuerza, agregando lo que consideraba elementos de peso en contra del señor Manuel Cárdenas y pidiendo así a las autoridades eclesiásticas que los tuviesen en cuenta antes de proceder a castigarla.

Antes debo decir a vosotros que soy mujer legítima de Cárdenas amigo íntimo de Obando que emigró con este al Perú y que allí se mantienen ambos con muchos deseos de hacer la guerra a la Nueva Granada según la voz pública. Algo más podía agregar a esto de tantas cosas de que hablan todos, pero me abstengo de hacerlo porque mi objeto en esta representación es solamente llamar por ahora la atención de vosotros hacía mi marido que a pesar de tener perdidos los derechos de ciudadano y de considerárselo generalmente como enemigo capital de la República se la ha rehabilitado en la curia de Popayán, dando curso a la demanda de divorcio que a nombre suyo ha puesto su hermano el señor Eleuterio Cárdenas.(44)

Valiéndose del clima político que cercó desde inicios del siglo XIX el territorio neogranadino, Delfina Espinoza no actuó según las reglas de juego que regularon el trámite, sino que elaboró una táctica que le procurara un pronunciamiento a su favor(45), acusando a su consorte de enemigo de la patria y, por tanto, inhabilitado legalmente para llevar a cabo un juicio. No obstante, dicha estrategia no dio el fruto esperado y se vio obligada a interponer nuevos recursos de defensa entre los meses de julio y agosto de aquel año.

Apelando ante el gobernador de la Provincia de Buenaventura su injusto arresto y el mal proceder que las autoridades payanesas estaban desarrollando en su contra, Espinoza señaló en tres comunicaciones más algunos aspectos importantes que denotan un buen conocimiento de la ley y una intención liberal en su pensamiento sobre la condición femenina. A saber, expuso que al haber abandonado su marido el hogar que compartían, para embarcarse en las ideas incendiarias del militar José María Obando, ella lo dejó de considerar el civil hombre con el cual contrajo matrimonio y había dado por terminada su compañía en el lecho matrimonial(46).

Del mismo modo, señaló ante las autoridades la importancia de considerar en su pleito los artículos 187 y 190 del Código Penal de 1845, en los cuales se explicitaban los atentados contra la libertad individual y las detenciones arbitrarias por parte de funcionarios no contemplados en la ley. Con ello reconocía la ilegitimidad eclesiástica en un pleito que, según su consideración, era de carácter civil. Para finalizar, a través de este recurso sostenía que el Obispado de Popayán no podía arrestar “a ninguna persona legal sin el auxilio del juez secular”(47).

Ahora bien, si esta serie de comunicaciones escandalizaron a la ciudad de Santiago de Cali, la forma como concluiría el divorcio de esta pareja terminó por conmocionar la cotidianidad de los habitantes más conservadores y religiosos de la época. Una vez la parte demandada presentó los recursos de fuerza ante la Gobernación de Buenaventura, el apoderado de su consorte se dirigió nuevamente a la jurisdicción de Popayán solicitando la presencia de un juez letrado que impidiese la burla que la señora Espinoza intentaba hacerle a la justicia para no acatar el depósito en el beaterio La Merced.

Con dicha solicitud, y después de realizar una descripción sobre los deberes morales y cívicos que habían sido quebrantados en el adulterio femenino, consiguió que el 27 de agosto de 1846 el provisor del Obispado de Popayán fallara a su favor ordenando, “por tanto, en nombre de nuestra santa madre Iglesia a quien todos estamos obligados a obedecer ordenamos y mandamos al cantón de Cali que luego de recibir este auto proceda a poner en depósito en el beaterio de la Merced a Delfina Espinoza como se le tiene prevenido bajo la responsabilidad que haya lugar y nos dé cuenta con las diligencias originales(48)”.

Bajo tal respuesta y habiendo perdido las capacidades legales para obtener amparo, Delfina Espinoza fue buscada por las autoridades locales el once de septiembre en la casa de su madre, la señora Josefa Micolta, con la intención de llevarla inmediatamente al lugar destinado para su remoralización; sin embargo, para sorpresa de ellos y de la población caleña, dicha mujer escapó del resguardo familiar arguyendo que no aceptaría en vida la privación del contacto con el mundo(49).

Ante su inesperada fuga, los hermanos Cárdenas insistieron en dos comunicaciones adicionales que se indagara a todos los curas del cantón por el paradero de la mujer trasgresora. Entre los meses de septiembre y noviembre de 1846 el nombre de Delfina Espinoza se persiguió desde el oprobio colectivo por las parroquias de Santiago de Cali, Jamundí, el Salado y Yumbo, sin resultado alguno.

Con este tipo de procesos podemos evidenciar las diversas formas en que las mujeres del siglo XIX lograron transgredir lo normado. Desde su cotidianidad, la figura femenina que este documento nos presentó dialogó con el poder masculino para impedir un castigo que consideraba injusto, pero, además, ante la carencia de éxito en su pleito, centró sus esfuerzos en salir del espacio doméstico que habitaba, separándose por completo de los roles asignados a su condición.

Desde otra perspectiva, se aprecia que los hombres de la familia, a quienes históricamente habían correspondido el castigo y la remoralización de la mujer pecadora, auspiciados por la Iglesia y el Estado(50), empezarían a perder control en la medida en que nuevas concepciones sobre lo femenino —devenidas de las ideas ilustradas y las nacientes políticas liberales— ganaban terreno en el país. Tal como lo señaló el historiador español Bartolomé Clavero(51), considerando que existe una complementariedad entre la lógica del poder y la del castigo, las formas de transgredir la norma deben entenderse desde la relación con las propuestas de sociedad imperante. Cada argumento señalado en este proceso por Delfina Espinoza en 1846 terminaría siendo aceptado legal y paulatinamente en el país años más tarde con la reglamentación del divorcio civil.


Conclusión

El deber ser de las relaciones conyugales en la sociedad colombiana ha tambaleado históricamente por diversos factores, entre ellos, las habituales referencias a encuentros ilegítimos, agresiones maritales, abandonos o divorcios desde el periodo colonial hasta la actualidad. Con ello se ha dibujado un paisaje en el que las reglas y comportamientos de pareja promulgados por los ideales hispano-cristianos no solo se fueron adaptando a las condiciones del territorio americano, sino que se vieron enfrentados a prácticas de resistencia que contravinieron constantemente lo normado.

El documento del Archivo General de la Nación que nos ha traído a esta reflexión es muestra de lo anterior. Por medio del caso de adulterio cometido por Delfina Espinoza podemos constatar que, si bien los vínculos extramatrimoniales fueron tan comunes en la época como la misma unión conyugal promulgada por la Iglesia, la sociedad caleña seguía concibiendo el deseo sexual de la mujer como una expresión del pecado que atentaba contra la moral nacional y, por tanto, merecía ser castigado a través de la remoralización del cuerpo y el espíritu. En ese sentido, es pertinente el acercamiento histórico a una institución tan diversa y plurifuncional como el beaterio La Merced, pues, tal y como se expuso, si vamos más allá de la comprensión institucional de este tipo de lugares podemos obtener un panorama amplio de los sujetos femeninos para quienes fue creado.

En síntesis, el pleito estudiado refleja que Delfina Espinoza enfrentó una fuerte lucha entre el poder eclesiástico y el poder masculino de su cónyuge en un momento en el que la representación de la mujer continuaba atada a un ideal de fragilidad e inferioridad ante el varón, y pese al discurso patriarcal imperante, ingenió tácticas de resistencia al sector dominante, llegando incluso a defender un rescate de la autonomía de su cuerpo y su derecho a liberarse del control que ejercía su marido.

Como todo problema histórico que parte de inquietudes del presente, este trabajo ha abordado la trasgresión desde un punto de vista cultural y microhistórico(52), en el cual la contestaria figura femenina estudiada nos ha llevado a cuestionar las concepciones sociales, morales y legales diferenciadas para el tratamiento de la trasgresión del adulterio que se implementaron en la Nueva Granada. Evidentemente, los argumentos de defensa presentados por la acusada y las tácticas empleadas para esquivar su castigo son una temprana muestra de la exigencia que las colombianas efectuaron ante una sociedad que no concebía de la misma manera la trasgresión realizada por un hombre que la protagonizada por una mujer.


Notas:

1 Isabel Cristina Bermúdez, “El ángel de hogar: una aplicación de la semántica liberal a las mujeres en el siglo XIX andino”, Revista Historia y Espacio, vol. 30 (2008): 11-41.

2 María Sobeira Nieto, “Con el aroma de una taza de café: la educación familiar para el honor, la fidelidad y la virtud”. En Honor y sexualidad y transgresión en Mérida. Siglos XVIII-XIX, coord. Luis Alberto Ramírez Méndez (Venezuela: UNERMB, 2016), 80-83.

3 María de Deaus Beites, “Mujeres en el Brasil colonial. El caso del recogimiento de la Santa Casa de la Misericordia de Bahía a través de la depositada Teresa de Jesús”. En Historias compartidas. Religiosidad y reclusión femenina en España, Portugal y América. Siglos XV-XIX, Coords. María Isabel Viforcos y Rosalva Loreto López (México: Universidad de León, 2007): 339-342.

4 De acuerdo con los archivos privados que custodia la Biblioteca San Agustín del convento La Merced de Cali, se evidencia que este beaterio fue fundado en el año 1739 por la gestión de fray Javier de Vera y las disposiciones del Obispado de Popayán con el fin de crear un espacio de recogimiento espiritual para distinguidas y devotas damas caleñas. Archivo La Merced Cali (ALMC), Documentos fundacionales de la orden, 1739-1847.

5 Viviana Kluger, “Casarse, mandar y obedecer en el Virreinato del Río de la Plata: un estudio del deber-derecho de obediencia a través de los pleitos entre cónyuges”, Fronteras de la Historia, vol. 8 (2003): 131-151.

6 Max Sebastián Hering Torres, Microhistorias de la transgresión (Colombia: Universidad Nacional de Colombia, Universidad Cooperativa de Colombia, Universidad del Rosario, 2015).

7 Georges Duby, El caballero, la mujer y el cura: el matrimonio en la Francia feudal (Madrid: Taurus ediciones, 1980).

8 Isabel Cristina Bermúdez, La educación de las mujeres en los países andinos. El siglo XIX (Ecuador: Universidad Andina Simón Bolívar, Corporación Editora Nacional, 2015).

9 Michel Foucault, Historia de la sexualidad I: La voluntad de saber (Madrid: Siglo XXI, 1997).

10 Beites, “Mujeres en el Brasil colonial, 340.

11 Adriana Porta, “La residencia: un ejemplo de reclusión femenina en el periodo tardo-colonial rioplantense. 1777-1805”. En Historias compartidas. Religiosidad y reclusión femenina en España, Portugal y América. Siglos XV-XIX, Coords. María Isabel Viforcos y Rosalva Loreto López (México: Universidad de León, 2007), 391-399.

12 Alicia Fraschina, “Primeros espacios de religiosidad femenina en el Buenos Aires colonial: 1640-1715”. En Historias compartidas. Religiosidad y reclusión femenina en España, Portugal y América. Siglos XV-XIX, Coords. María Isabel Viforcos y Rosalva Loreto López (México: Universidad de León, 2007), 315-330.

13 Christine Hunefeldt, “Sobre los beaterios y los conflictos matrimoniales en el siglo XIX limeño”. En: La familia en el mundo Iberoamericano, Coord. Pilar Gonzalbo y Cecilia Rabell (México: Instituto de Investigaciones Sociales, 1994), 227-262.

14 Josefina Muriel, Los recogimientos de mujeres. Respuesta a una problemática social novohispana (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1974).

15 Asunción Lavrin, Sexualidad y matrimonio en la América Hispánica, siglos XVI-XVIII (México: Grijalbo-Conalcuta, 1991).

16 José Luis Cervantes, “Por temor a que estén sueltas. El depósito de esposas en los juicios de divorcio eclesiástico en la Nueva Galicia, 1778-1800” (Tesis doctoral, Universidad de Guanajuato de México, 2013).

17 Michel De Certeau, La invención de lo cotidiano: las artes de hacer, Tomo I (México: Universidad Iberoamericana, 1999).

18 Génesis 1:27, Biblia digital, en: https://www.bibliacatolica.com.ar/genesis-3.html

19 Génesis 2:23, Biblia digital, en: https://www.bibliacatolica.com.ar/genesis-3.html

20 Magdalena Velásquez, Catalina Reyes y Pablo Rodríguez, Las mujeres en la historia de Colombia. Mujeres y sociedad, Tomo II, Consejería Presidencial para la Política Social (Bogotá: Editorial Norma, 1995).

21 María del Rosario Romero Contreras, Amor y sexualidad en Santander. Siglo XIX (Bucaramanga: Universidad Industrial de Santander, 1998), 91-110.

22 Gilberto Loaiza Cano, Sociabilidad, religión y política en la configuración de la nación colombiana 1820-1866 (Bogotá: Universidad Externado, 2011).

23 Jaime Humberto Borja, “Sexualidad y cultura femenina en la Colonia. Prostitutas, hechiceras, sodomitas y otras transgresoras”, en Las mujeres en la historia de Colombia: Mujeres y cultura, Tomo III (Bogotá: Consejería Presidencial para la Política Social, Presidencia de la República de Colombia y Grupo Editorial Norma, 1995), 48.

24 Carmen Ramos Escandón, Cuerpos construidos cuerpos legislados. Ley y cuerpo en el México de “fin de siécle”, en Enjaular los cuerpos: normativas decimonónicas y normatividad en México, Julia Tuñón, ed. (México, Colegio de México, 2008), 69-73.

25 Mónica Ghirardi y Jaqueline Vassallo, “El encierro femenino como práctica. Notas para el ejemplo de Córdoba, Argentina, en el contexto de Iberoamérica en los siglos XVIII y XIX” (Comunicación presentada en el III Congreso de la Asociación Latinoamericana de población, ALAP, Córdoba, Argentina, 24-26 de septiembre del 2008) http://www.alapop.org/alap/images/DOCSFINAIS_PDF/ALAP_2008_FI NAL_300.pdf

26 Principal acervo documental de la Comunidad de Misioneras Agustinas Terciarias Recoletas de Santiago de Cali. En adelante, las referencias a este repositorio se realizarán bajo la abreviatura ALMC (Archivo La Merced Cali).

27 ALMC, Documentos fundacionales de la orden, 1739-1847, f. 10 v.

28 ALMC, Documentos fundacionales de la orden, 1739-1847, f. 14 r.

29 Ana Lía García Peña, El fracaso del amor. Género e individualismo en el siglo XIX mexicano. (México: El Colegio de México, Universidad Autónoma de México, 2006), 134.

30 Josefina Muriel, “Recogimiento de mujeres en la ciudad de México”, en Los recogimientos de mujeres. Respuesta a una problemática social novohispana (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1974), 95.

31 Para la época, la religión católica seguía considerando al matrimonio como un sacramento indisoluble, sin embargo, los consortes tenían la posibilidad de apelar a la simple suspensión de la convivencia de pareja, denominada “separación de lecho y mesa”, en circunstancias sumamente graves y que atentaban contra el honor, la salud o la integridad. Pablo Rodríguez, Seducción, amancebamiento y abandono en la Colonia (Bogotá: Fundación Simón y Lola Guberek, 1991).

32 Archivo General de la Nación, Archivos Privados, Fondo Arquidiócesis de Popayán, 1846, f. 1 r.

33 Zoila Gabriel de Domínguez, “Delito y sociedad en el Nuevo Reino de Granada. Periodo Virreinal (1740-1810)”, Revista Universitas Humanística, vol. 8, (1979): 281-313.

34 Rocío Serrano Gómez, “Matrimonio y divorcio durante el radicalismo (1849- 1885)”, Revista Anuario de Historia Regional y de las Fronteras, vol. 6, n.° 1 (2001): 7-31.

35 Mabel Paola López Jerez, “Trayectorias de civilización de la violencia conyugal en la Nueva Granada en tiempos de la Ilustración”. Tesis de doctorado (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2018), 162.

36 Ramón Gutiérrez, Cuando Jesús llegó, las madres del maíz se fueron. Matrimonio, sexualidad y poder en Nuevo México, 1500-1846 (México: Fondo de Cultura Económica, 1993).

37 Código Penal de la Nueva Granada, Tratado II, Parte IV, Capítulo V: Del adulterio y el estupro alevoso, artículo 729, 1845.

38 Archivo General de la Nación, Archivos Privados, Fondo Arquidiócesis de Popayán, 1846, f. 29 r.

39 El honor masculino para la época debe entenderse como una virtud que tenía un vínculo más social que individual. En él se conjugaban la pureza de sangre, la capacidad adquisitiva y en la mayoría de los casos, la regulación de la sexualidad femenina.

40 María Emilia Mejía, “La preocupación por el honor en las causas judiciales seguidas por adulterio en la Nueva Granada entre 1760 y 1837” (Monografía de pregrado, Universidad Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario de Bogotá, 2011), 6.

41 Muriel, “Recogimiento de mujeres en la ciudad de México”, 60-61.

42 Archivo General de la Nación, Archivos Privados, Fondo Arquidiócesis de Popayán, 1846, f. 5 v.

43 Pablo Rodríguez, “El amancebamiento en Medellín, siglos XVIII-XIX”, Revista Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, vol. 18-19 (1991): 33-46.

44 Archivo General de la Nación (AGN), Archivos Privados (AP), Fondo Arquidiócesis de Popayán (FAP), 1846, f. 14 r.

45 Catalina Villegas del Castillo, “Del hogar a los juzgados: reclamos familiares ante la Real Audiencia de Santafé a finales del periodo colonial (1800-1809)”, Revista Historia Crítica, vol. 31 (2006): 107-110.

46 AGN, AP, FAP, 1846, f. 17 r.

47 AGN, AP, FAP, 1846, f. 18 v.

48 AGN, AP, FAP, 1846, f. 26 r.

49 AGN, AP, FAP, 1846, f. 31 r.

50 Dolores Juliano, “Delito y pecado. La transgresión en femenino”, Revista Política y Sociedad, vol. 46, n.° 1 (2009): 79-95.

51 Francisco Tomás y Bartolomé Clavero, Sexo, barroco y otras transgresiones premodernas (Madrid: Alianza, 1999), 53-56.

52 Max Sebastián Hering Torres, Microhistorias de la transgresión (Colombia: Universidad Nacional de Colombia, 2015).


Bibliografia


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Capitulo 9: TERCERA PARTE / THIRD PART


Mujeres criminales / Female criminals



“Exponerse públicamente a todo género de torpeza y sensualidad”: prostitutas y prostitución en el territorio neogranadino, 1780-1845

“To expose oneself publicly to all kinds of awkwardness and sensuality”: prostitutes and prostitution in the territory of New Granada, 1780-1845



Resumen

Este texto propone un acercamiento a la idea y a la figura de la prostituta en el territorio neogranadino entre 1780 y 1845 para rastrear una práctica sexual trasgresiva que no fue tolerada ni permitida, sino señalada y juzgada. Desde el periodo colonial hasta inicios de la República, fue asumida como un atentado contra las buenas maneras, sin embargo, en la legislación posterior se denominó prostituta a toda mujer que se diera a los placeres sexuales por acuerdo de dos partes; adicionalmente, se le consideró “vaga” y “holgazana”. Este capítulo, se sirve de expedientes judiciales de Medellín, Bogotá y Popayán, así como de fuentes impresas que permiten analizar encuentros furtivos y la manera en que fueron descubiertos y percibidos. De igual manera, el texto evidencia que las mujeres señaladas de prostitutas fueron consideradas desordenadas, escandalosas, desarregladas, vagas y públicas.

Palabras clave: Prostitución, prostituta, mujeres, desorden, práctica sexual, justicia, encierro, Nueva Granada.


Abstract

This text proposes an approach to the idea and to the figure of the prostitute in the New Granada territory between 1780 and 1845 in order to search a transgressing sexual practice which was not tolerated or allowed, but pointed out and judged. During the colonial period until the making of the Republic, the prostitution was assumed as an offense against good manners; nevertheless it would be with the new lagistation when it was referred like a prostitute to every woman who practiced sexual pleasures in a contractual way, besides they were considered like “lazy” and “slacker”. Then, this chapter serves by itself of judicial expedients from Medellin, Bogotá and Popayán, as well as printed sources that permit to analyze furtive and clandestine encounters, the manner how they were noticed and exposed and likewise, how the women distinguished like prostitutes were considered untidy, scandalous, disorganized, slacker and public.

Key words: Prostitution, prostitute, women, disarray, sexual practice, justice, seclusion, New Granada



Sobre el autor | About the author

Mateo Quintero López [mateo.quintero@upb.edu.co]

Historiador de la Universidad Pontificia Bolivariana, sede Medellín. Monitor del curso Historia de Colombia II: Colonia (2019-2020). Becario Fomento a la investigación Estímulos Bicentenarios: Independencia y República, 2019, del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (Icanh). Estudiante Distinguido del Programa de Historia UPB, 2016 y Reconocimiento Icanh en el marco del XIX Congreso Colombiano de Historia (2019). Becario de la Fundación Solidaria UPB. Organizador de los eventos académicos Coloquio de Estudiantes de Historia UPB (2014, 2015, 2016); Seamos realistas, pensemos lo imposible: los ecos del mayo del 68. Conmemoración de los 50 años y Voces ruidosas, silencios eternos: Georges Duby y la polifonía del mundo medieval. Ponente en el I Congreso Internacional de Historia (Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, Perú).

Cómo citar en MLA / How to cite in MLA

Quintero López, Mateo. “Exponerse públicamente a todo género de torpeza y sensualidad": prostitutas y prostitución en el territorio neogranadino, 1780-1845”. Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX, editado por Mabel López Jerez, Editorial Uniagustiniana y Asociación Colombiana de Estudios del Caribe – ACOLEC, 2021, pp. 329-363.



Introducción

(1)
Corría el año 1835 cuando en la ciudad de Popayán, Distrito del Cauca, Josefa Arze y su hija, María Manuela Arze, fueron apresadas bajo el cargo de escandalosas y beodas (embriagadas). En la investigación, el juez primero de primera instancia Luis Molina advertía que Josefa “se entregaba al licor del aguardiente”(2) , además, que en compañía de su hija “causaban escándalos”(3) , entre ellos el concubinato(4) de la madre. Fueron detenidas por un tiempo, sin embargo, contaron con la visita y defensa del abogado José Rafael Yrurita, quien apeló múltiples veces a favor de ellas.

Aunque el letrado aceptaba que Josefa era “una mujer entregada a la bebida”(5) , para él, este no era un motivo suficiente para tenerlas tras las rejas a ella y a su hija, no obstante, reconocía que los desórdenes que causaban alteraban la tranquilidad. En el mismo proceso, ante los comentarios de los testigos contra las mujeres, Yrurita admitió que “son unas escandalosas, unas mujeres entregadas al mundo”(6) .

El abogado se acogió a la legislación del período indiano y la que se fue construyendo a inicios de la República para argumentar que ninguno de los delitos de los que se les acusaba era motivo para atribuirles penas tales que las privaran de la libertad. “La beodez de Josefa Arze, (…) no es un delito: pues aunque a la verdad es un vicio detestable, ningún granadino debe ser juzgado y penado por él, como se previene en el artículo 191 de nuestra Constitución”(7) . Y respecto a las acusaciones de supuestas conductas sexuales irregulares sostenía “Que por ley de Partida (…), es permitido una concubina honesta; y por lo mismo en caso de que ellas se hallaran en este estado, no pueden ser castigadas, pues la ley lo tolera”.(8)

El abogado logró que el juez Luis Molina les concediera la libertad a sus defendidas. Ello fue posible, por una parte, gracias a los argumentos en derecho, pero, por otro, debido a que, como anota Gilberto E. Parada, si bien las autoridades buscaron “disminuir la prostitución y la vagancia”(9) , la trasgresión y continuo desorden se seguían presentando porque eran tolerados por la ley; la prostitución, por ejemplo, era considerada un mal menor. Debido a lo anterior, mientras que el escándalo y la continua borrachera de la principal acusada concentraron la atención de las autoridades, su infracción sexual pasó a un segundo plano e incluso se consideró “honesta”, al admitir que el concubinato era permitido.

El caso deja abiertos varios interrogantes, tales como ¿eran las Arze mujeres escandalosas y nada más? ¿Era acaso el “concubinato honesto” una forma de pensar la nueva idea de prostitución? ¿Eran el escándalo, la borrachera, la vulgaridad, el relajamiento de las normas, la subvención del orden y la permanencia en los espacios públicos sinónimo de prostitución? En este capítulo proponemos ofrecer respuestas desde la genealogía de la discursividad, desde los regímenes de enunciación(10) de los juzgados y los pulpitos, que no son otra cosa que las palabras dichas y la forma en que se adecúan dentro de un suceso. Así mismo, las respuestas se complementan a partir de los dispositivos de control(11) (los escritos, las leyes, los códigos y las ordenanzas).

En los procesos judiciales del período indiano la prostitución tenía una forma difusa de concebirse, no se sabía con certeza qué era o cómo pensarla, sin embargo, se hacían constantes referencias a ella, como lo veremos más adelante. En su momento imperaba una sexualidad que no se podía expresar pública y notoriamente; se buscaba hacerla “desaparecer a la menor manifestación –actos o palabras–”(12). En ese sentido, si bien era reconocida como un medio para la reproducción, usarla como mecanismo de recreo, placer y encanto era un delito y, a su vez, un pecado(13).

La prostitución en el territorio neogranadino combinó prácticas, hábitos y lenguajes provenientes de las comunidades indígenas, peninsulares, africanas y criollas, a la luz de las normas, las leyes y los preceptos de la fe. Analizarla a partir de la historiografía nacional implica serias dificultades, especialmente para el momento independentista, pues la prostituta y su práctica sexual, o bien se han dado por sentadas o bien se han dejado de lado, dando la impresión de no existir. Ello ha generado confusiones conceptuales que hacen perder a estas mujeres en la fogosidad de otros delitos sensuales y sexuales, que si bien están relacionados con la prostitución, no son iguales. Adicionalmente, la temática ha sido objeto de generalizaciones inadecuadas, teniendo en cuenta la escasa documentación que existe sobre el tema en los archivos.

Este capítulo busca comprender la idea de trasgresión sexual, extraída de Max S. Hering, Jessica Pérez y Leidy J. Torres(14), y la de desorden, propuesta por Beatriz Patiño Millán(15). A ellas sumamos los aportes historiográficos sobre el tema de la prostitución en el siglo XVIII de Pablo Rodríguez, Pilar Jaramillo, Jaime Borja, María Himelda Ramírez y Beatriz Patiño Millán. Así mismo, para la Independencia, los aportes de Martha Lux Martelo y, para el siglo XIX, los de Natalia Botero y Aída Martínez(16).

No se pueden desconocer tampoco los aportes historiográficos latinoamericanos que, de una u otra forma, robustecen el corpus temático de la sexualidad en la temporalidad estudiada en este capítulo. Entre ellos destaca la compilación Sexualidad y matrimonio en la América hispánica, siglos XVI al XVIII (1991), de Asunción Lavrin, en la que Richard Boyer contribuye con el estudio “Las mujeres, la mala vida y la política del matrimonio”. Así mismo, resaltamos la obra Los recogimientos de mujeres, de Josefina Muriel (1974). De Marcela Suárez Escobar, Sexualidad y norma sobre lo prohibido. La ciudad de México y las postrimerías del virreinato (1999); y de Andrea Rodríguez Tapia, “La castrejón", una ‘alcahueta’ o ‘lenona’ ante la justicia criminal en Nueva España, 1808-1812” (2016). Otras obras también fundamentales son Pecados públicos, la ilegitimidad en Lima, Siglo XVIII, de María Emma Manarelli (1994), y “Recluidas y marginadas. El recogimiento de mujeres en el Buenos Aires colonial”, de Marina Paula de Palma (2009)(17).

A través de sus textos buscamos encontrar las diferentes manifestaciones de la prostitución en cada época, además de identificar las reflexiones comunes sobre el tema, los análisis de su aparición pública y clandestina, la dificultad de definir la prostitución y los mecanismos que operaron para regularla. A partir de las definiciones aportadas por Hermes Tovar, Pablo Rodríguez y Mabel López(18) podemos diferenciar prácticas como el amancebamiento, el adulterio y el concubinato de la prostitución y, a su vez, observar las similitudes. Finalmente, desde los escritos de Adriana M. Alzate, Julián Vargas(19) es factible entender los espacios en que se dio esta práctica sexual: calles, mangas, arrabales, chicherías y pulperías, como focos del desorden y caldo de cultivo para la trasgresión.

Este capítulo busca acercarse, desde el estudio de los expedientes judiciales, tanto coloniales como republicanos, a las mujeres que se dieron a la práctica sexual ilegítima de la prostitución(20). Análogamente, diferencia los distintos significados de la palabra prostituta durante el período en cuestión, mientras, apoyado en fuentes primarias impresas, revela las diferentes ópticas del poder. Brevemente, busca analizar las diferentes formas en que se corrigió la trasgresión y se ponen en valor los conceptos trasgresión sexual y desorden, que vinculan el análisis tanto de los juicios como de las fuentes primarias impresas y la discusión teórica-historiográfica.


En la bruma del concepto: la prostitución entre los dos regímenes

El Diccionario de Autoridades en el año de 1737 y el Diccionario de la Real Academia de la Lengua en 1788 definían a la puta como “la mujer ruin que se da a muchos”(21). A su vez, el primero añadía el refrán “Puta la madre, puta la hija, y puta la manta que les cobija. Refr. con que se nota a alguna familia o junta de gente, donde todos incurren en un mismo defecto”(22). Adjetivos tales como “ramera” y “zorra” tenían la misma definición: una mujer pública que se daba a los deleites sexuales a cambio de un valor ya monetario, ya en enseres o en víveres. Por su parte, el Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes y sus correspondientes en las tres lenguas francesa, latina e italiana definía a la prostituta con una gran cantidad de sinónimos como “mujer perdida”, “mujer de reja”, “pública”, “ramera”, “de fortuna”(23), adjetivos que se mantuvieron hasta la primera mitad del siglo XIX.

En Europa, los burdeles operaron en las afueras de las ciudades, en los villorrios y en los puertos marítimos y fluviales, donde ocupaban calles y callejones enteros. Las prostitutas estaban ubicadas en lugares que pagaban impuestos al reino y hacían parte de una jerarquía prostibularia en la que una persona ejercía las veces de administradora (abadesa o proxeneta), un grupo de mujeres prestaban los servicios sexuales y uno que otro hombre dotaba de seguridad al recinto, lo que permite deducir con claridad que la prostitución en España era un oficio(24).

Entre tanto, esta actividad en la Nueva Granada, pese a ser cotidiana y proscrita (clandestina), según el refrán ya citado, se daba en familias donde una o dos eran prostitutas y el resto posibilitaba los encuentros con los clientes. Pese a la especificidad de la actividad, palabras como “pública”, “deshonesta”, “escandalosa” y “puta” fueron empleadas para señalar o injuriar a muchas mujeres. Por ejemplo, en San Jerónimo (Provincia de Antioquia en 1801), José Figueroa le gritó a doña Rita Rodríguez, esposa legítima de don Toribio García, que ella era “una mujer puta y amancebada”(25). El hecho motivó una denuncia ante la justicia real, debido a que ponía en riesgo su honorabilidad y la de su familia.

Mientras que en Europa y en el Virreinato de Nueva España existían lugares para ejercer la prostitución, como los prostíbulos y las tabernas(26) –pues, a partir de los argumentos del tomismo, en aquellas latitudes era considerada como un mal necesario que protegía la institución matrimonial(27)–, las fuentes documentales consultadas para este capítulo permiten sospechar que en la Nueva Granada los prostíbulos no existían y que la prostitución tuvo que esperar hasta finales del siglo XIX para ser aceptada como un oficio(28).

Una evidencia del carácter clandestino y proscrito de la prostitución en el territorio neogranadino, que impedía su ejercicio en locales especiales, es que cuando la conducta escandalosa se ponía en conocimiento de las autoridades eclesiásticas o civiles, estas tomaban cartas en el asunto, encarcelaban a las mujeres y les aplicaban penas que iban desde el encierro forzado hasta el destierro. En cuanto a los hombres, de acuerdo a su posición social, se les imponían multas o se les exigía retornar con sus esposas, como en el caso de don Manuel Calero, vecino de Buga, pero residente en Timaná, acusado en 1802 de tener ilícita amistad con Teresa Márquez. La ordenanza formada por los jueces que llevaron el proceso reza así:

Señalándosele por último, y perentorio término el de diez días contados desde la notificación de este en adelante para que salga de la jurisdicción, trasladándose a su propio domicilio, o donde resida su legítima consorte, bajo de percebimiento, de que no verificarlo se procederá contra su persona, y bienes, conforme a derecho.(29)

Otros castigos frecuentes para los trasgresores sexuales eran la casa por cárcel, los trabajos forzados (especialmente en Cartagena en el período indiano)(30) o el destierro, como sugería fray Joaquín de Finestrad para combatir el desorden: “Los vagos, díscolos y malcontentos son miembros corrompidos de la República y es menester separarlos para conservar su buen orden y esplendor”(31).

El destierro se convertía entonces en una forma de sujetar a los desordenados, pero en especial a las mujeres de vidas airadas, quienes al poblar tierras nuevas se regeneraban y creaban colectivos poblacionales, incrementaban el erario público, se ocupaba de la mano de obra y hacían vidas maridables sanas para el orden social. Así lo ordenó Juan Antonio Mon y Velarde en su calidad de gobernador de la Provincia de Antioquia cuando recibió las quejas del Cabildo de la Villa de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín en 1787, pues esta pequeña población era aquejada por “mujeres mal entretenidas”(32). El oidor, “con su típica y borbónica minuciosidad calculó el eventual número de nuevos vecinos que perdería la villa”(33) si estas mujeres desarregladas se enviaban presas a Santafé para recomponer su destino, como lo sugería el Cabildo(34). Por ello, ordenó que se casaran con holgazanes y malentretenidos, de tal forma que se acrecentaran las manos útiles y se enriqueciera la villa y todo Antioquia(35).

En la Nueva Granada, tanto en el periodo indiano como en el republicano, uno de los fenómenos que imposibilitó la visibilidad de la prostitución fue la relación sexual interétnica entre amo y esclava, pues, al ser socialmente tolerada esta práctica, algunos neogranadinos de cierta condición social no buscaban placer afuera de su estancia y salvaguardaban con ello la vergüenza pública. A pesar de que el contacto sexual con las esclavas muchas veces era conocido por las esposas, se ejecutaba de forma clandestina y era tolerado debido a que el fruto de esa unión poseía una calidad inferior. Si bien muchas veces el amo le otorgaba su libertad al vástago, no solía reconocer su paternidad, lo cual protegía el honor familiar.

En Cancán, provincia de Antioquia, en 1798 el administrador del estanco de aguardiente, don Guillermo Antonio Cantallos, tenía un “concubinato viejo”(36) con la esclava Candelaria, comprada en la Villa de Medellín, casada con un hombre libre y que tenía dos hijos nacidos y “otro en el vientre”. Sobre este último se había extendido el rumor de que era de Guillermo, su amo(37). La noticia causó gran impacto no solo porque quien la denunció fue el presbítero vicario don José Zevallo, sino porque llegó hasta el virrey don Pedro Mendinueta y Múizquiz. Este caso fue uno de tantos en los que las relaciones interétnicas posibilitaron puntos de fuga y heterogeneidades en las relaciones sexuales ilegítimas en el tránsito del mundo indiano al republicano.

Entre tanto, en otros estamentos la prostitución en las épocas del virreinato y la República se desarrolló con encuentros fortuitos en mangas, orillas de los ríos, en matorrales y cultivos. Muchas veces, en las horas de la noche, cuando había mermado la mirada fiscalizadora de una sociedad encorsetada, las citas se daban a poca luz, en habitaciones cerradas y aisladas, en las bodegas de las chicherías y pulperías, en los arrabales, donde solo unos cuantos consentían los encuentros y viabilizaban las pasiones sexuales de los amores imposibles.

Los gestos y las acciones producto del coqueteo y la seducción “se reducía[n] a un ruido, a una mirada, a la imagen de un saludo retirado y a la semántica de unas palabras atadas a gestos que, acusadores ocasionales, traducían de manera muy particular ante una autoridad competente”(38). Por ello, esconderse, alejarse, huir y silenciarse eran las maneras perfectas de no ser descubiertos, puestos en boca de todos, tras las rejas o enviados a un nuevo paraje lejos de ese amor pasional que resultaba, sin duda, insostenible. Un caso de esta naturaleza se presentó en San Jerónimo, jurisdicción de Antioquia en 1793. Rufina León fue acusada de sostener una amistad ilícita con Marcelo Mena (jornalero del sitio), relación que era consentida por la familia del hombre que, adicionalmente, sabía del estado de preñez de Rufina. Cuando las autoridades seculares prendieron al mancebo, Rufina sintió temor y huyó por el río hasta Anzá, en compañía de su madre. Las autoridades la buscaron hasta dar con ella y ponerla presa(39).

Las fuentes consultadas para este capítulo permiten señalar que en el territorio neogranadino tanto en el periodo indiano como en el republicano la prostitución no fue un oficio sino una práctica sexual, dado su carácter individual. Cuando más, se realizaba en compañía de otra mujer que no era sino una cómplice que auspiciaba el encuentro, una alcahueta, casi siempre la madre o una hermana(40). En espacios donde las autoridades no estaban presentes, las expresiones físicas cotidianas tenían una suerte de “libertad”(41): las palabras, las conversaciones, los juegos corporales, los enlaces amorosos y filiales, lo impúdico y lo vulgar. Para hablar de oficio nos tendríamos que referir a la agremiación y al taller, al colectivo que lo ejercía en conjunto, realidad que no se evidencia en los documentos de archivo de la Nueva Granada. Incluso, los lugares que la historiografía señala como prostíbulos eran realmente chicherías y pulperías, tiendas donde hombres y mujeres se reunían a beber, socializar, alimentarse y liberar sus deseos sexuales en alguna habitación o en las bodegas que resguardaban tinajas de chicha, guarapo y algunos víveres de compraventa(42).

Por lo tanto, mediante la lectura de los documentos de esta investigación se puede deducir que la prostitución fue una práctica, una forma de sociabilidad mediada por el sexo y lo sensual, por las conversaciones, los tratos y contratos no legales, por los romances ilícitos y por el tránsito y permanencia en espacios específicos, en este caso, los que estaban entre la mirada de las majestades y las autoridades republicanas. Esta entrega sexual apasionada, las más de las veces, era acompañada por un pago o un reconocimiento. Cabe destacar que el amancebamiento y el concubinato, prácticas que lindaron con la prostitución, tenían de por medio ya regalos, ya compromisos monetarios o alimenticios que permitían su continuidad.

En cuanto a la prostituta, no solo era aquella mujer que se entregaba a un hombre a cambio de dinero o algún objeto, sino también la que se salía del margen que suponía el modelo mariano de rectitud, virtud, vergüenza, pudor, honor y recato que debía poseer una dama(43), aquella formadora de nuevos ciudadanos y forjadora de buenas costumbres(44) durante la República. En consecuencia:

La mujer debía evitar las relaciones sexuales si permanecía soltera o cuidar su virginidad hasta su matrimonio. Supuestamente, las mujeres estaban “dentro” del control sexual o “fuera” de él, y la sociedad no admitía “términos medios”. Por tal motivo, las solteras que perdían la virginidad, o las casadas descarriadas, se veían privadas de toda honorabilidad. Estaban “fuera del control” y se aproximaban a la categoría moral, si no a la condición real, de prostitutas.(45)

Jaime Borja, Beatriz Patiño Millán y Pilar Jaramillo han sostenido que el concepto de la prostituta es “escurridizo”, dado que las mujeres que se encajan en él no tuvieron espacios claros para su acción, lo que hace que sea difícil denominarlas como “auténticas rameras, en el sentido clásico del término”(46). Además, la sociedad señalaba todos los actos trasgresores y los veía y asociaba a pecados públicos(47): la mujer que era madre soltera, la que había perdido la virtud a causa de promesas incumplidas, la viuda que frecuentaba viviendas de hombres, la que a deshoras (especialmente la noche) surcaba las calles en compañías deshonestas (hombres ebrios, de comportamientos dudosos y malos procederes), las negras libres y mestizas que sin sujeción obedecían a sus impulsos y deseos de ser felices gozando de las fiestas, pese a que en el día las vieran como mujeres trabajadoras que sostenían sus hogares(48); también aquellas que, entregadas al licor y a la vagancia, terminaban enredadas en relaciones sexuales(49).

Al respecto, fueron frecuentes las quejas de Joseph Francelino Martínez, alcalde ordinario de segundo voto del Valle de Upar, quien mediante una representación solicitó prohibir las celebraciones populares denominadas bundes, pues consideraba que a ellas “regularmente concurren personas de baja esfera, vagamundas, hijos de familia, y esclavos de que resultan innumerables pecados”(50). El baile, el festejo o el jolgorio eran espacios de celebración en los que aumentaban las posibilidades de trasgredir el orden, delinquir y darle rienda suelta a las pasiones. Por ello, tanto autoridades seculares como clérigos de todos los rangos pidieron prohibir o reducir las fiestas que no fueran sagradas o cívicas.

Ahora bien, en el proceso de la Independencia, las mujeres que seguían a las tropas, especialmente las patriotas, eran consideradas por el clero, las autoridades seculares y las familias realistas como mujeres sin sujeción, que habían roto los compromisos y daban rienda suelta a sus impulsos, además porque la vida en los recorridos de las campañas tendía a tener excesos como el sexo, el licor y los juegos. A raíz de ello se sancionó a las mujeres por participar de estos espacios que, en teoría, eran únicamente para los hombres. Conviene observar el caso del padre Felipe Fernández, quien en 1814, en la ciudad de Santafé, exhortaba a las patriotas para que no se alejaran del reino del cielo, por lo tanto, les recomendaba “enmendaos de esa mala vida. Hacedla antes que os asalte un[a] muerte repentina. […] tanto abandono en vuestras obligaciones, tanta falta de celo con vuestras hijas: tantas licencias vedadas como habéis concedido; tanto comercio ilícito como habéis permitido”(51).

En el proceso de Independencia la mujer fue un agente fundamental en el desempeño de las campañas de ambos bandos. Sin embargo, como afirma Martha Lux, las tropas, de orden masculino, pasaron por pueblos, villas y ciudades en muchas ocasiones arremetiendo contra la sociedad, pero especialmente contra las mujeres, que pagaron las cuentas al ser sometidas a torturas de carácter sexual. Por esa razón las prostitutas tampoco se visibilizaron en la Nueva Granada en ese periodo, pues o bien los ejércitos apagaban sus placeres sexuales y su sed de venganza en mujeres a las que arrancaban el honor, el pudor y la dignidad(52), o llevaban en sus filas a prostitutas que cuidaban de los heridos, los uniformes, la costura, los alimentos y el espionaje.

Adicionalmente, también se dieron encuentros con prostitutas en las guarniciones realistas, donde los soldados, cuando no se adiestraban física y bélicamente, se deleitaban sexualmente mientras otros bailaban, bebían, jugaban o dormían(53). Pero, además de las prostitutas, en las guarniciones también había otras mujeres trasgresoras que se daban a la pasión a cambio de algún peso para comprar alimento sin la necesidad de recurrir constantemente a la entrega de su cuerpo.

A la luz de los casos estudiados hasta aquí podemos concluir que la prostitución, así como las demás prácticas sexuales ilegítimas: concubinatos, amancebamientos, concubinatos adulterinos, adulterios, incestos, pecados contranatura, entre otros(54), tenía un espacio tenue pero latente en las contravenciones del orden. La prostitución, al igual que todas las relaciones ilegítimas, fue un dolor de cabeza para las autoridades y la denominada gente decente, pues a pesar de que la Corona y la Iglesia buscaban cuidar la institución del matrimonio, las socializaciones sexuales ilícitas lo ponían en peligro. Por ello, muchas de las denuncias eran interpuestas por esposas abandonadas a su suerte con unos cuantos hijos; mujeres dolidas por la traición de los maridos; esposos iracundos por el adulterio de sus esposas; padres y madres molestos por hombres que acechaban y pretendían a sus hijas sin su consentimiento o las desfloraban dejándolas ante a la sociedad como “putas”.

Varias de estas situaciones tenían como telón de fondo esposos cansados de fingir amor, mujeres que buscaban revelarse contra sus padres, hombres que en su libertad aprovechaban para aventurarse en los brazos de una amante apasionada. En ese sentido, la sexualidad en esta sociedad no era tan rígida como parece, puesto que al menor descuido se viabilizaba el amor imposible. Estas conductas iban en contravía de dispositivos como las Leyes de Indias, las Leyes de Toro, las Siete Partidas del Rey don Alfonso X “El Sabio” y la Novísima Recopilación de Leyes de Indias, que marcaban las pautas jurídicas para contener y limitar las relaciones ilícitas entre los amantes, mientras que desde los discursos eclesiásticos se postulaba el dogma de la castidad y la pureza, al tiempo que los sermones, pinturas y manuales llamaban a la vida matrimonial inscrita en la moral.

A partir de los estudios de caso y de las conclusiones extraídas de los avances historiográficos se puede deducir que en la Nueva Granada la coquetería, la sensualidad, las miradas, los gestos, las palabras y la sexualidad en sí no fueron acciones simples, por el contrario, desde los estamentos más bajos hasta los más altos se vieron casos en los que el desenfreno sexual fue análogo a la religiosidad y la moralidad. En particular se puede mencionar los romances de Inés de Hinojosa narrados por fray Juan Rodríguez Freyle, o la historia del virrey Solís y la “marichuela”. Ambos permiten comprender las particularidades de la sexualidad hipócrita del período indiano. Otros casos particulares de amor apasionado o “loco” son los de Micaela Mutis, sobrina del ilustrado don José Celestino Mutis, quien estando casada tuvo una larga historia que rayaba entre la sexualidad y lo prohibido con Juan Bautista González Serrano, tal como lo hiciera Manuelita Sáenz con el Libertador Simón Bolívar, relación en la que primó un amor epistolar que fue más allá de cualquier miedo(55).


“Ilícito y escandaloso trato”: las Calderón, prostitutas y chicheras

En el barrio de Las Nieves en la ciudad de Santafé, capital del Virreinato de la Nueva Granada, vivían las hermanas Rosalía y Teresa Calderón con su madre, Teresa Rubio. Atendían una chichería que estaba en la esquina de la calle de La Alameda, donde dispensaban alcohol, aguapanela y chocolate; lo propio para un sitio de socialización de la época. Ellas estaban a la vista de todos y eran conocidas por su vida escandalosa, hecho que un día motivó una denuncia ante la Real Audiencia, en la que se advertía el “ilícito y escandaloso trato”(56) que tenían las hermanas con dos hombres casados, ambos respetados señores en la ciudad: don Vitorino Ronderos, abogado de la Real Audiencia, y don Agustín Vélez, quien tenía un hijo ilegítimo con Rosalía.

La denuncia interpuesta por don Juan Antonio Guzmán, Petronila Gayseca, su esposa, y la criada de estos, María, puso en marcha una ronda cuyo destino era la casa de las Calderón y que debía ser efectuada por un oidor que tenía fama de temperamental, severo y puntual con el cumplimiento de las leyes: don Juan Antonio Mon y Velarde Cienfuegos y Valladares(57). Al leer los testimonios de los tres declarantes el regente mandó poner a las Calderón tras las rejas en la Cárcel del Divorcio, luego de lo cual rindieron testimonio en compañía del Procurador del Número de la Real Audiencia, don Clemente Robayo, por ser menores de edad.

Como de costumbre en los juzgados, Teresa y Rosalía negaron los delitos de los que se les acusaba. Teresa explicó que don Vitorino Ronderos frecuentaba la casa, pero “no es con malicia ni interés alguno malo”(58), por el contrario, van con amigos y con el único fin de “refrescar con dulce y chocolate”(59), y que en tanto se acaba lo pedido, pagan y se van. Además, como su trabajo es el de atender, ninguna “se reúsa ni impide la entrada de cuantos allí van por el fin de vender sus agencias”(60). Rosalía negó los tratos ilícitos con don Agustín Vélez, pero curiosamente aceptó que tres meses atrás había parido un hijo suyo. Explicaba que él frecuentaba la chichería “con otros amigos unas veces a fumar tabaco, otras a tomar dulce y chocolate, otras a descansar y que pagan lo que piden, y muchas ocasiones cuando no llega, manda por tabacos y candela pagando”(61).

Luego de recibir los testimonios, el oidor ordenó ponerlas en libertad sin pena ni castigo, solo con la amonestación de que compusieran sus vidas, minimizaran los escándalos y se alejaran de sus tratos ilícitos. No obstante, el 3 de septiembre del mismo año de 1782, cuatro meses después de haberlas puesto en libertad, María Liberata Antonio y María de los Ángeles Galeano le dijeron al oidor que las Calderón seguían con su “amistad ilícita”(62), la cual es “pública y notoria en toda la vecindad”(63). Los denunciantes sostenían que la madre, Teresa Rubio, era “consentidora”, pues “vive junto con ellas, y además lo escandaloso de palabras torpes pleitistas y revoltosas sin temor de Dios, ni de la Real Justicia”(64).

Las declaraciones tomadas fueron contundentes para poner a las Calderón y a Teresa Rubio nuevamente ante la autoridad secular. María Liberata Galeano reiteraba la amistad ilícita de Rosalía y Teresa con don Agustín y don Victorino, dado que “ambos frecuentan la casa continuamente tanto de día como de noche, y que las dichas no le ha servido de corrección la prisión”. Aducía que: “son muy voraces en el hablar palabras sucias, levantándose las faldas públicamente, y diciendo cosas dignas de castigo”, las cuales omitió con el fin de “no lastimar los oídos de los señores jueces”. María Dolores compareció asegurando que lo dicho por Liberata y Antonio era cierto, sin agregar más.

Como se mencionó líneas atrás, la prostitución no solo se definía como la unión ilícita de los cuerpos en la intimidad, sino también como la voracidad de los comportamientos, la impertinencia de las palabras, la frecuencia en espacios que levantaban sospecha, tal como sucedió en el caso de las Calderón. El 5 de septiembre, en compañía del escribano, don Joaquín Maldonado y otras autoridades, Mon y Velarde salió en una ronda hasta la casa de las mujeres. Ingresó por las tapias y, una vez adentro, preguntó quiénes eran y que hacían allí aquellos hombres que estaban llevando puestos vestidos, capas y sombreros. El oidor les ordenó irse a sus respectivas viviendas con sus familias, mientras se dirigía a las habitaciones de las Calderón, a quienes encontró en sus camas, las hizo poner de pie, vestirse y las condujo a la Cárcel del Divorcio, en donde quedaron bajo la potestad del alcalde para que las pusiera bajo su “guardia y custodia”(65). En prisión, las hermanas dijeron al escribano que no habían tratado a los dos hombres y que ellos frecuentaban la tienda como clientes comunes y corrientes, pero que además su madre, que seguía acusada de ser consentidora, les prohibía estar cerca de ellos. No obstante, el oidor ordenó un castigo severo, consecuente con la práctica sexual de la prostitución: el destierro.

Respecto que las tres resultan reos Teresa Rubio, Teresa Calderón y su hermana Rosalía no son domiciliarias de esta capital, se les hará salir, y saldrán, efectivamente sin pérdida de tiempo para el pueblo de Facatativá, cuyas justicias vigilarán sobre la vida y costumbres de las expresadas, sin permitirles nuevo regreso a esta capital.(66)

Como lo ordenaban las Leyes de Indias(67), el 16 de septiembre de 1782 fueron enviadas al destierro. Viene bien anotar que este mecanismo de punición, y por supuesto de disciplinamiento, era frecuente en el ámbito judicial. Ya lo había anotado Joaquín de Finestrad, pero también lo hizo efectivo Mon y Velarde en su visita y reforma a la provincia de Antioquia, con el fin de extirpar los agentes sociales no aptos para el funcionamiento del bien común y la salud moral.


“Por la calle sin oficio ni destino alguno”: las López, prostitutas desterradas

En 1845, en Medellín, dos hermanas: Dolores y Marcelina López, fueron señaladas de prostitutas y vagas. La segunda era madre de dos hijos ilegítimos de José Arroyabe. Las mujeres habían estado en boca de muchos medellinenses debido a que paseaban “por la calle sin oficio ni destino alguno”(68). Marcelina y Dolores sobrevivían con la venta de bizcochos y licor en una pulpería. Cuando la primera fue llamada a comparecer, delante de los jueces sostuvo, de manera contundente, que ella no era ni prostituta ni vaga, pese a que los testigos las señalaban a ella y a su hermana como mujeres “de costumbres viciosas”(69). Marcelina argumentaba tener un oficio: “ya en el horno, ya doblando tabacos, ya sirviendo y, por último, labrando jurias de marranos para vender en compañía de mi hermana Dolores, que juntas administramos una tiendita de pulpería”.(70)

Su declaración no convenció a las autoridades, dado que sobre ellas pesaban testimonios como el de Nepomuceno Zapata, quien sostuvo que ambas no eran “de buena moral ni de costumbres arregladas”(71), además, eran reputadas de prostitutas y que en la pulpería solo vendían licores. Este argumento, el de “la gente decente”, pesaba más que el de la propia defensa, por lo que fueron recluidas en la cárcel. Las autoridades les ordenaron partir a Neira7(72) para poblar una tierra nueva, sin embargo, bajo súplicas y ruegos para que denegaran el fallo se les concedió un perdón bajo la promesa de comportarse como personas arregladas que podrían permanecer en Medellín. No obstante, en cuanto los funcionarios dieron la espalda, volvieron a sus andanzas, desobedecieron las leyes y trasgredieron nuevamente todo tipo de orden y autoridad, por lo que fueron devueltas a prisión mientras se pensaba un castigo ejemplar que pusiera fin a sus desórdenes.

El hermano de las mujeres intentó obtener su custodia, se comprometió a sujetarlas y a encausar su comportamiento, pero para su desgracia, Marcelina y Dolores burlaron una vez más a las autoridades y se fugaron. La población y las autoridades buscaron aunadamente a las dos mujeres para desterrarlas de Medellín a La Comiá(73). En 1846 lograron capturar a Marcelina, pero Dolores siguió prófuga. El destierro fue un castigo aplicado con severidad tanto en el antiguo como en el nuevo régimen, con el fin de fomentar la utilidad de los individuos, la expiación de los comportamientos deplorables, la reparación de los honores perdidos y el fomento de nuevos poblados, que si bien estaban formados por una gran porción de personas rechazadas socialmente, también debían reinventar sus conductas y responder honradamente ante la sociedad, las autoridades y la fe.


Consideraciones finales

En la Nueva Granada, entre los siglos XVIII y XIX, las fuentes consultadas para este capítulo nos llevan a pensar que la prostitución no fue un oficio como tal, sino más bien una trasgresión sexual silenciada y clandestina, no obstante, poco tolerada socialmente, que se llevó a cabo las más de las veces con la ayuda de uno o varios miembros de la familia, en especial la madre o algún hermano.

Lo que hemos propuesto en este capítulo es referirnos a ella en términos de una práctica ilícita, ya que se relaciona con actos cotidianos como la sexualidad y con otros elementos cotidianos que generaban una sociabilidad al margen de lo permitido. En nuestro territorio la prostitución, como postula Juan Carlos Jurado, no fue más que una trasgresión de la cotidianidad, mujeres “altivas y desabrochadas dispuestas a ganar el pan feriando sus encantos”(74). Sería hasta la segunda mitad del siglo XIX que la prostitución se toleraría y se le asignarían espacios para normalizarla mediante leyes y códigos.

En este capítulo explicamos que a la luz del reformismo borbónico y hasta la naciente República, la prostitución estuvo enmarcada en vicios y espacios, que como se nombró acá, eran radios de trasgresión. La fiesta, por ejemplo, fue un tormentoso dolor de cabeza para las autoridades, pues por más que se tratara de aquellas de carácter cívico o religioso, el descontrol se daba por algún lado.

Es importante manifestar que, a la hora de definirla, la prostitución neogranadina se presenta de manera amplia, como si se tratara de un abanico de posibilidades interpretativas. Sin embargo, en materia metodológica, dilucidar los casos requiere contrastarlos con el estamento social (el colectivo de cada época) y con las demás prácticas sexuales reprochadas por su ilegitimidad. Es lo que se puede ver en los dos casos trabajados en extenso en este capítulo, pues, por un lado, las Calderón mantuvieron un ilícito comercio que se batía entre el concubinato y el amancebamiento y, por otro, las hermanas López fueron acusadas puntualmente de ser vagas, malentretenidas y prostitutas.

Para finalizar, queremos aclarar que la honestidad del concubinato que argumentó el abogado de las Arze en la historia con la que iniciamos este capítulo es en realidad un ejercicio retórico de defensa, pues, realmente, toda mujer que se entregaba a los deleites y aventuras pasionales era nominada como deshonesta, tanto social como jurídicamente. Esa circunstancia aproximaba a las Arze, como a todas las trasgresoras de este capítulo, a la prostitución, hecho que intentó ser suavizado con el término “la honestidad del concubinato”. Por otro lado, desde el radio de trasgresión, la deshonestidad toma fuerza cuando observamos los espacios donde se llevaron a cabo los hechos: tabernas y chicherías, pulperías y mangas, plantaciones y periferias, zonas rurales y alejadas de los centros urbanos, puesto que allí el relajamiento de las costumbres y la custodia de las autoridades era débil o, incluso, inoperante, lo que les permitía a los amantes apasionados dar rienda suelta a sus impulsos.

Rastrear, desde la práctica, a las mujeres señaladas como prostitutas en el territorio neogranadino entre 1780 y 1845 es una tarea difícil, pero, como advierte Ann Twinam, al unísono con Jaime Borja, Jaime Jaramillo y Beatriz Patiño Millán, observar las palabras, los comportamientos y las formas de sociabilidad manifestadas en los expedientes judiciales de las mujeres acusadas de amancebamiento, adulterio, concubinato, concubinato adulterino o desacato a las normas permite entender que la prostituta está reflejada en toda mujer contraventora del orden y de la ley. Sin embargo, ello no implica que en cada caso de trasgresión reconozcamos un caso de prostitución. Por lo tanto, nuevamente dejamos aquí planteada la pregunta ¿quién era y quién no era prostituta en el antiguo régimen y en la naciente República neogranadina?


Notas:

1 Esta investigación es producto de la tesis de pregrado “La muger ruin que se da a muchos": prostitución, feminidad y control social en el territorio neogranadino, 1780-1845. Contribución al estudio de la trasgresión sexual en la transición de la Colonia a la República”. Asimismo, parte de este trabajo de grado fue auspiciado por la beca Fomento a la investigación Independencia y República: Bicentenario 2019, del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (Icanh).

2 Archivo Central del Cauca (ACC). Sección República, Fondo Juicios Criminales. Sj. 5379, JIV 17cr. Año, 1835. f. 3v.

3 ACC, Sección República, Juicios Criminales, Sj. 5379, JIV 17cr. Año, 1835, f. 3v.

4 “Generalmente, el amancebamiento era una convivencia sostenida entre solteros que poco se diferenciaba del matrimonio oficial, mientras que el concubinato era una relación episódica. De otra parte, el adulterio y la bigamia implicaban que uno de los miembros de la pareja hubiese contraído matrimonio con otra persona”. Mabel Paola López, Morir de amor. Violencia conyugal en la Nueva Granada. Siglos XVI al XIX (Bogotá: Ariel, 2020), 77.

5 ACC, Sección República, Juicios Criminales, Sj. 5379, JIV 17cr. Año, 1835, f. 6r.

6 ACC, Sección República, Juicios Criminales, Sj. 5379, JIV 17cr. Año, 1835. f. 6r.

7 Constitución Política del Estado de Nueva Granada de 1832, título X: Disposiciones generales, artículo 191: Ningún granadino será juzgado ni penado, sino en virtud de una ley anterior a su delito, y después de habérsele citado, oído y convencido en juicio”. Tomado de: https://www.funcionpublica.gov.co/eva/gestornormativo/ norma.php?i=13694. / ACC, Sección República, Juicios Criminales, Sj. 5379, JIV 17cr. Año, 1835, f. 3v.

8 ACC, Sección República, Juicios Criminales, Sj. 5379, JIV 17cr. Año, 1835, f. 6r. El subrayado es del autor.

9 Gilberto Enrique Parada García, Ley formal y ley material. La ley penal y su codificación en la Constitución del Estado colombiano, 1819-1837 (Ibagué: Editorial Universidad del Tolima, 2014), 115.

10 Michel Foucault, La arqueología del saber (México: Siglo XXI, 2010), 170.

11 Giorgio Agamben, “¿Qué es un dispositivo?, Sociología 26, n.° 73 (2011): 249-264. Michel Foucault, La microfísica del poder (Madrid: La Piqueta, 1992).

12 Michel Foucault, Historia de la sexualidad. La voluntad de saber (México: 1987, Siglo XXI), 8.

13 Jean-Louis Flandrin, “La vida sexual matrimonial en la sociedad antigua: de la doctrina de la Iglesia a la realidad de los comportamientos”, en Philippe Ariès y André Béjin (Dr.) Sexualidades occidentales (Buenos Aires: Paidós, 1987), 155.

14 Max S. Hering Torres, Jessica Pérez Pérez y Leidy J. Torres Cendales, “Prácticas sexuales y pasiones prohibidas en el Virreinato de Nueva Granada”, en Max S. Hering Torres y Amada Carolina Pérez Benavides (Edit.) Historia Cultural desde Colombia. Categorías y debates (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas: Pontificia Universidad Javeriana: Universidad de los Andes, 2012): 51-86.

15 Beatriz Patiño Millán, Criminalidad, ley penal y estructura social en la provincia de Antioquia, 1750-1820. (Bogotá: Universidad del Rosario, 2013).

16 Pablo Rodríguez, “Servidumbre sexual. La prostitución en los siglos XV-XVIII”, en Aída Martínez y Pablo Rodríguez (Comp). Placer, dinero y pecado. Historia de la prostitución en Colombia (Bogotá: Aguilar, 2002): 67-89. Beatriz Patiño, “Las mujeres y el crimen en la época colonial”, en Magdala Velásquez (Dir. Acad.) Mujeres en la historia de Colombia. Mujeres y sociedad, t. II (Bogotá: Editorial Norma, 1995): 77- 118. Pilar Jaramillo de Zuleta, “Las arrepentidas. Reflexiones sobre la prostitución femenina en la Colonia”, Boletín de Historia y Antigüedades LXXXIX, n.° 817 (2002): 217-254. Jaime Humberto Borja, “Sexualidad y cultura femenina en la Colonia. Prostitutas, hechiceras, sodomitas otras trasgresoras”, en Magdala Velásquez (Ed.) Historia de las mujeres en Colombia. Mujeres y cultura, tomo III (Bogotá: Norma, 1995): 47-71. María Himelda Ramírez, De la caridad barroca a la caridad ilustrada. Mujeres, género y pobreza en la sociedad de Santa Fe de Bogotá, siglos XVII y XVIII (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas, 2006). Martha Lux Martelo, Mujeres patriotas y realistas entre dos órdenes. Discursos, estrategias y tácticas en la guerra, la política y el comercio (Nueva Granda, 1790-1830) (Bogotá: Editorial Universidad de los Andes, 2014). Natalia Botero, “El problema de los excluidos. Las leyes contra la vagancia en Colombia durante las décadas de 1820 a 1840”, Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura 39, n.° 2 (2012): 41-68. Aída Martínez, “De la moral pública a la vida privada, 1820-1920”, en Pablo Rodríguez y Aída Martínez (Comp.) Placer, dinero y pecado. Historia de la prostitución en Colombia (Bogotá, Aguilar, 2002): 129-164. Hermes Tovar Pinzón, La batalla de los sentidos. Infidelidad, adulterio y concubinato a fines de la Colonia. Bogotá: Universidad de los Andes, 2013. Pablo Rodríguez, En busca de lo cotidiano: Honor, sexo, fiesta y sociedad Siglo XVII-XIX (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2002). Mabel Paola López, Morir de amor. Violencia conyugal en la Nueva Granada. Siglos XVI al XIX (Bogotá: Ariel, 2020).

17 Richard Boyer, “Las mujeres, la mala vida y las políticas del matrimonio”, en Asunción Lavrin (Coord.) Sexualidad y matrimonio en la América hispánica, siglos XVI al XVIII (México: Grijalbo, 1991); Josefina Muriel, Los recogimientos de mujeres (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1974); Marcela Suárez Escobar, Sexualidad y norma sobre lo prohibido. La ciudad de México y las postrimerías del virreinato (México: Universidad Autónoma Metropolitana, 1999); Andrea Rodríguez Tapia,`La castrejón’, una ‘alcahueta’ o ‘lenona’ ante la justicia criminal en Nueva España, 1808 - 1812”, en Alberto Baena Zapata y Estella Roselló (coords.), Mujeres en la Nueva España (México: Universidad Nacional Autónoma de México / Instituto de Investigaciones Históricas, 2016): 205-232; María Emma Manarelli, Pecados públicos, la ilegitimidad en Lima, Siglo XVIII (Lima: Ediciones Flora Tristán, 1994); Marina Paula de Palma, “Recluídas y marginadas. El recogimiento de mujeres en el Buenos Aires colonial”, Tesis de grado, Universidad de Buenos Aires, 2009.

18 Tovar Pinzón, La batalla de los sentidos. Pablo Rodríguez, En busca de lo cotidiano: Honor, sexo, fiesta y sociedad Siglo XVII-XIX (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2002). López, Morir de amor.

19 Adriana María Alzáte, Suciedad y orden. Reformas borbónicas en la Nueva Granda, 1760-1810. (Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología e Historia/Editorial Universidad de Antioquia/Editorial Universidad del Rosario, 2007); Julián Vargas Lesmes, La sociedad de Santa Fé colonial (Bogotá: Cinep, 1990).

20 Los archivos que aquí se trata, son: Archivo General de la Nación (AGN), Archivo Histórico de Antioquia (AHA), Archivo Central del Cauca (ACC) y Archivo Histórico de Medellín (AHM).

21 Diccionario de Autoridades, tomo V, 1737. Tomado de: http://web.frl.es/DA.html

22 Diccionario de Autoridades, tomo V, 1737. Tomado de: http://web.frl.es/DA.html

23 Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes y sus correspondientes en las tres lenguas francesa, latina e italiana. 1788. Esteban de Terreros y Pando. Madrid, tomo III, Viuda de Ibarra. http://ntlle.rae.es/ntlle/SrvltGUIMenuNtlle?c md=Lema&sec=1.1.0.0.0.

24 Pablo Rodríguez Jiménez, “Las mancebías españolas”, en Aída Martínez y Pablo Rodríguez (Comp). Placer, dinero y pecado. Historia de la prostitución en Colombia. (Bogotá: Aguilar, 2002): 40-45.

25 Archivo Histórico de Antioquia (AHA). Sección Colonia, Fondo Juicios Criminales. B. 78. Legajo. 1800-1820. Doc. N. 27, ff. 1r-2r.

26 Andrea Rodríguez Tapia, “’La castrejón’, una ‘alcahueta’ o ‘leona’ ante la justicia criminal en Nueva España, 1808-1812”, en Alberto Baena Zapata y Estella Roselló (coords.), Mujeres en la Nueva España (México: Universidad Nacional Autónoma de México/Instituto de Investigaciones Históricas, 2016), 205.

27 Sergio Ortega Noriega, “El discurso teológico de santo Tomás de Aquino sonde el matrimonio, la familia y los comportamientos sexuales”, en El placer de pecar y el afán de normar. Seminario de Historia de las Mentalidades (México: Joaquín Mortiz/Instituto Nacional de Antropología e Historia, Editorial contrapuntos, 1987), 33-34.

28 Martínez, “De la moral pública”, 150.

29 Archivo General de la Nación (AGN), Sección Colonia, Fondo Juicios Criminales, Legajo 100, doc. 20, año 1803, ff. 894v -895r.

30 Patiño, “Las mujeres y el crimen”, 101; Andrés David Muñoz Cogaría, “Delito y punición en la gobernación de Popayán. Discurso y praxis penal en el tránsito de la Colonia a la República (1750 -1820), Quirón, vol. 4, n.° 2, (2016): 24.

31 Margarita González, Fray Joaquín de Finestrad. El vasallo instruido en el estado del Nuevo Reino de Granada y en sus respectivas obligaciones. 1789 (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2000), 164.

32 Archivo Histórico de Medellín (AHM), Sección Colonia, Concejo de Medellín. Año, 1787. Tomo 39, f. 6r.

33 Luis Miguel Córdoba Ochoa, “Una villa carente de paz, quietud y tranquilidad. Medellín entre 1675 y 1720”, Historia y Sociedad, N 5, (1996): 17.

34 Luis Miguel Córdoba Ochoa, De la quietud a la felicidad. La Villa de Medellín y los procuradores del cabildo entre 1675 y 1785 (Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, 1998), 183.

35 AHM. Sección Colonia, Concejo de Medellín, Año, 1787. Tomo 39, f. 14r.

36 AGN, Sección Colonia, Juicios Criminales, SC.19, 210, D.3, año 1798, f. 190v.

37 AGN, Sección Colonia, Juicios Criminales, SC.19, 210, D.3, año 1798, f. 190v.

38 Tovar, La batalla de los sentidos, 13

39 AHA, Sección Colonia, Juicios criminales, Legajo 1780-1800, Caja B-95, f. 13r.

40 Jaramillo, “Las arrepentidas”, 112-113.

41 Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano 2: habitar, cocinar. (México D. F.: Universidad Iberoamericana, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, 1996): 22-23.

42 Como lo advierte Pilar López-Bejarano, las chicherías se convirtieron en “centros de cohabitación, de trabajo, de diversión y de encuentro social”. En el período de la Independencia, especialmente en el momento de las guerras (1815-1821), las chicherías fueron propicias para la socialización y la planeación de las asechanzas, las conspiraciones y los ataques patriotas. Las mujeres estuvieron al frente de la mayoría de estos lugares y participaron de importantes conversaciones. Pilar López-Bejarano, Gente ociosa y malentretenida. Trabajo, y pereza en Santafé de Bogotá, siglo XVIII (Bogotá: Universidad de los Andes, 2019), 182. Lux, Mujeres patriotas y realistas, 111. Vargas Lesmes, La sociedad, 283.

43 María Himelda Ramírez, De la caridad barroca, 105. Inés Quintero Montiel, La criolla principal. María Antonia Bolívar, hermana del Libertador (Caracas: Fundación Bigott, 2003), 20.

44 Ana Catalina Reyes y Lina Marcela González, “La vida doméstica en las ciudades republicanas”, en Beatriz Carvajal (Ed.), Historia de la vida cotidiana en Colombia (Bogotá: Editorial Norma, 1995), 214.

45 Ann Twinam, “Honor, sexualidad e ilegitimidad en la Hispanoamérica colonial”, en Asunción Lavrin (Coord.), Sexualidad y matrimonio en la América hispánica: siglos XVI-XVIII. (México D. F.: Grijalbo, 1991): 130.

46 Borja, “Sexualidad y cultura femenina en la Colonia”, 55.

47 María Emma Mannarelli, Pecados públicos. La ilegitimidad en Lima, siglo XVII (Lima: Flora Tristán, Centro de la Mujer Peruana, 2004), 30.

48 Pablo Rodríguez, “El mundo colonial y las mujeres”, en Magdala Velázquez (Ed.), Las mujeres en la historia de Colombia (Bogotá: Editorial Norma, 1995), 91.

49 Natalia Botero Jaramillo, “El problema de los excluidos”, 54; Juan Carlos Jurado, Vagos, pobres y mendigos. Contribución a la historia social colombiana, 1750-1850 (Medellín: La Carreta Editores, 2004), 29. Juan Carlos Vélez Rendón, “Contra e juego y la embriaguez. Control social en la Provincia de Antioquia durante la primera mitad del siglo XIX”, en Eduardo Domínguez (Dir. Acad.) Todos somos historia: Control e instituciones, tomo 3 (Medellín: Editorial Universidad de Antioquia, 2010), 67.

50 AGN, Sección Colonia, Miscelánea, SC. 39, Documento 73, año 1784, ff, 789r -789v.

51 Biblioteca Nacional, Fondo Quijano 157, Santa Fe de Bogotá, 1814, tomado de: Lux, Mujeres patriotas y realistas, 54.

52 Lux, Mujeres patriotas y realistas, 135.

53 Juan Marchena Fernández, Gumersindo Caballero y Diego Torres, “La vida de guarnición”, en El ejército de América antes de la Independencia. Ejército regular y tropas americanas (1750-1815) (Madrid: Mapfre, 2005) 447.

54 Véase: Leonardo A. Vega Umbasia, Pecado y delito en la Colonia. La bestialidad como forma de contravención sexual (Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, 1994). Catalina Villegas del Castillo, Del hogar a los juzgados. Reclamos familiares en los juzgados superiores en el tránsito de la Colonia a la República, 1800-1850 (Bogotá: Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Ciencia Política, CESO, Ediciones Uniandes, 2006). 55 Comunicación personal de Manuela Sáenz a Bolívar, 1825. Tomado de Yobenj Aucardo Chicangana, Carmen Lucía Cataño, Yohana Josefa Rodríguez, Fragmentos de la Independencia. Cartas, diarios y memorias de nuestra historia (Medellín: Metro de Medellín/Comfama/Universidad Nacional de Colombia, 2010), 36. Juan Rodríguez Freyle, El Carnero (Bogotá: Panamericana Editorial, 2009). Margarita Restrepo Olano, “La leyenda de un genio travieso. Apuntes sobre el romance del virrey Solís y la Marichuela”, en Credencial Historia, 277 (2012). Tomado de: https://www. banrepcultural.org/biblioteca-virtual/credencial-historia/numero-272/apuntes-sobre-el-romance-del-virrey-solis-y-la-marichuela. Aída Marínez Carreño, “Conflictos de lealtades: el caso de Micaela Mutis Consuegra”, en Boletín de Historia y Antigüedades, 790, vol. 82 (1995): 655-676. Inés Quintero Montiel, “Bolívar: las mujeres, la política y la gloria”, en Credencial Historia, 274 (2012). Tomado de: https://www.banrepcultural.org/biblioteca-virtual/credencial-historia/numero274/bolivar-las-mujeres-la-politica-y-la-gloria. 56 AGN, Sección Colonia, Juicios Criminales, SC. 19, tomo 88, doc. 31, f. 573r. (todos los fragmentos citados de las fuentes primarias están trascritos de manera fidedigna).

57 Luis Latorre Mendoza, Historia e historia de Medellín (Medellín: Instituto Tecnológico Metropolitano, 2006), 52.

58 AGN, Sección Colonia, Juicios Criminales, SC. 19, tomo 88, doc. 31, f. 577v.

59 AGN, Sección Colonia, Juicios Criminales, SC. 19, tomo 88, doc. 31, f. 578r.

60 AGN, Sección Colonia, Juicios Criminales, SC. 19, tomo 88, doc. 31, f. 578r.

61 AGN, Sección Colonia, Juicios Criminales, SC. 19, tomo 88, doc. 31, f. 581r.

62 AGN, Sección Colonia, Juicios Criminales, SC. 19, tomo 88, doc. 31, f. 583v

63 AGN, Sección Colonia, Juicios Criminales, SC. 19, tomo 88, doc. 31, f. 884r

64 AGN, Sección Colonia, Juicios Criminales, SC. 19, tomo 88, doc. 31, f. 884r.

65 AGN, Sección Colonia, Juicios Criminales, SC. 19, tomo 88, doc. 31, f. 589 r.

66 AGN, Sección Colonia, Juicios Criminales, SC. 19, tomo 88, doc. 31, ff. 605 v-606 r.

67 Recopilación de Leyes de los Reinos de Indias, tomo II, libro VII, título XX, Ley XX (Madrid, 1774).

68 AHA, Sección República, Documentos, Tomo 1530, Documento, 2, f. 250v.

69 AHA, Sección República, Documentos, Tomo 1530, Documento, 2, f. 251r.

70 AHA, Sección República, Documentos, tomo 1530, documento, 2, f. 254r.

71 AHA, Sección República, Documentos, tomo 1530, documento, 2, f. 252r.

72 Neira estaba al sur de la Provincia de Antioquia, hoy es un municipio en el departamento de Caldas. Este lugar fue fundado en 1842 por un grupo de colonos que llegaron del hoy departamento de Antioquia.

73 La Comiá es un lugar que se fundó entre 1830 y 1838, cuando don Manuel Herrera se asentó allí con su familia y unos vecinos de Titiribí. Estaba ubicada en el suroeste de la provincia de Antioquia y hoy ocupa el municipio de Concordia, fundado oficialmente en 1848.

74 Jurado, Vagos, pobres y mendigos, 29.


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Capitulo 10


Las quebrantadoras de la ley. Criminalización femenina durante la Regeneración, 1893-1896

Lawbreakers. Female criminalization during Regeneration, 1893-1896



Resumen

A partir del estudio de casos del Fondo de Rebajas de Penas del Archivo General de la Nación, de los códigos penales, judiciales y civiles, y de la Constitución de 1886, este texto busca demostrar que la relación estrecha entre el Estado y la Iglesia católica que se dio durante el período denominado como la Regeneración fortaleció los controles legales y morales sobre el cuerpo femenino a partir de las ideas del pecado y del positivismo aplicadas a las mujeres que eran castigadas por diferentes crímenes, tales como parricidio, heridas, asesinato y envenenamiento. Los juicios en los que estaban implicadas como acusadas las convirtieron instantáneamente no solo en quebrantadoras de la ley sino de la moral y el “deber ser” de la época.

Palabras clave: Criminalización femenina, Regeneración, Fondo Rebaja de Penas, Códigos Penal, Judicial y Civil.

Abstract

This text seeks to demonstrate from the study of cases of the Fund for Reduction of Penalties of the General Archive of the Nation, of the Criminal, Judicial and Civil Codes, and of the Constitution of 1886. The close relationship between the State and the Catholic Church that occurred during the period known as the “Regeneration”, strengthened the legal and moral controls over the female body based on the ideas of sin and positivism that were applied to women who were punished for different crimes, such as parricide, injuries, murder, poisoning, among others; and these trials in turn made them instantly breakers not only of the law but also of morals and the ‘ought to be’ of the women in that period of the history.

Keywords: Female criminalization, Regeneration, Penalty Reduction Fund, Criminal, Judicial, and Civil Codes.



Sobre la autora | About the author

Lorena P. González Zuluaga [lpgonzalezzzm@gmail.com]

Historiadora de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá y magíster en Historia de la Universidad de Sakarya, Turquía. Algunas de sus líneas de investigación son historia de las mujeres en Colombia; historia del feminismo y debates historiográficos sobre las teorías de género en la historia de Colombia y el mundo. También ha explorado la historia y cultura latinoamericanas; la historia y cultura africanas; el Medio Oriente y las migraciones. Este capítulo de libro se basa en la investigación elaborada durante su pregrado, titulada “La mujer en la criminalidad durante la Regeneración en Colombia”.


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González Zuluaga, Lorena P. “Las quebrantadoras de la ley. criminalización femenina durante la regeneración, 1893-1896”. Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX, editado por Mabel López Jerez, Editorial Uniagustiniana y Asociación Colombiana de Estudios del Caribe – ACOLEC, 2021, pp. 365-396.


Introducción

Antes del período de la Regeneración (1886 y 1899), Colombia tuvo un Estado federal y laico basado en el liberalismo radical. No obstante, con la Constitución de 1886, “el Estado renunció a una parte de la soberanía lograda en 1863 frente a un fuerte poder religioso de carácter supraestatal”(1) . La nueva Carta Magna “siguió el lema autoproclamado de la Regeneración, entendido como la remodelación del Estado nación según los tres ideales antiliberales del unitarismo, el catolicismo y la hispanidad”(2) . Por ello, el historiador José David Cortés afirma que en aquel período confluyeron dos fenómenos: “la Regeneración y la Romanización, [lo que] hizo que la institución eclesiástica colombiana tomara características especiales y jugara un papel importante en un período de conservadurización social”(3) .

En este capítulo pretendemos mostrar, a partir del estudio de las solicitudes de rebajas de penas, que durante el período de la Regeneración, debido al acercamiento entre el Estado y la Iglesia, se extendió el concepto de moral religioso a los ámbitos jurídico, legal e institucional, los cuales, a su vez, convirtieron a las mujeres en quebrantadoras de las leyes, no solo civiles sino “divinas”, debido a la normatización y al fortalecimiento de algunos controles sobre el sujeto femenino, particularmente los relacionados con su sexualidad. En este sentido, a partir de la influencia de la Iglesia católica —dada por el acercamiento entre Estado e Iglesia— y de la paulatina inserción de conceptos positivistas(4) sobre el perfil del criminal, se endureció el concepto de pecado a través de las leyes y las instituciones, con lo que se amplificó el espectro de las trasgresiones para las mujeres de la época. No obstante, es importante aclarar que la legislación penal del siglo XIX ha sido caracterizada como perteneciente a la Escuela Clásica del derecho, debido a que los principios de la Escuela Positivista fueron debatidos y rechazados por muchos sectores católicos, sobre todo por la negación del libre albedrío.

En términos prácticos, lo anteriormente planteado se plasmó en la aversión al sexo, “haciendo de la pureza sexual el elemento clave de la moralidad cristiana”(5) ; lo cual fortaleció algunos controles sobre el sujeto femenino relacionados con la imagen impura e inferior de las mujeres y hasta de su maldad, creada, según comenta Michelle Perrot en su texto Mi historia de las mujeres, por las religiones monoteístas, pero también por los controles propios de la Modernidad, que con algunos avances científicos y médicos lograron vincular la anatomía, la higiene y la salud con la “condición moral, espiritual e intelectual de los seres humanos”(6) . Esta última se fundamentaba, principalmente, en la moral católica, lo cual generó controles sobre el sujeto femenino bajo la justificación —ya no solo religiosa sino médica— de que las mujeres “habían sido dotadas por la naturaleza de un organismo que por su mayor sensibilidad y fragilidad estaba especialmente destinado a las labores de la maternidad. Esta circunstancia las situaba en un nivel moral superior al del hombre y las destinaba a propagar la ‘raza humana’(7) .

Un ejemplo de cómo la relación Estado-Iglesia y la simpatía de los regeneradores por las teorías positivistas fortalecieron los controles sobre el cuerpo femenino a través de las leyes y las instituciones, lo que además reforzó la coerción de su sexualidad, es la relación análoga que se hacía entre ser mujer y madre, la cual, de hecho, se había mantenido estable desde inicios del siglo XIX, debido a que los períodos de la Independencia y de los gobiernos liberales no representaron cambios significativos en los roles de género ni en las relaciones de poder entre los mismos. La población femenina quedó entonces situada en un círculo cada vez más cerrado en el que todas las justificaciones religiosas y científicas propias de la Regeneración aumentaron la posibilidad de que las mujeres se convirtieran fácilmente en quebrantadoras de la ley, ya fuera penal o civil.

Aunque las protagonistas de este capítulo proceden de diferentes regiones del país y “la vida cotidiana y las costumbres familiares […] se generalizan en la mayoría de las ciudades colombianas durante los siglos XIX y XX”(8) , no se puede universalizar un “ideal” de (única) mujer; porque, aunque muchas veces en la historia se ha presentado a la población femenina como compuesta por sujetos “singulares” y “homogéneos”, los archivos criminales, por ejemplo, nos han mostrado mujeres diversas y plurales.

Las protagonistas de este capítulo se caracterizan por ser de estamentos sociales bajos, mestizas, sin educación, muchas de ellas analfabetas(9) , oriundas de las provincias y con una calidad de vida precaria; sin embargo, a su vez, contaban con una “libertad” de movimiento de la que carecían las mujeres de los estamentos altos. Si en la base de la pirámide social las mujeres eran las encargadas de

salir a la plaza a vender sus productos, en la élite, por el contrario, no podían ir al exterior de sus viviendas solas, tenían restringido su movimiento público a situaciones específicas, como la realización de obras de caridad o beneficencia y, por supuesto, asistir a la iglesia, para lo cual debían estar acompañadas de sus criadas. Además, para cualquier actividad pública debían contar con la autorización del patriarca de la casa, fuera este su padre, hermano, esposo o, en su defecto, cualquier hombre de su familia.

En el caso de las mujeres pobres, según lo explican Catalina Reyes y Lina Marcela González, ya que pocas veces podían permanecer exclusivamente en el hogar, por lo que se veían obligadas a emplearse como sirvientas en otras casas, ya fuera como lavanderas, aguadoras y carboneras o en cualquier otro oficio, circulaban por la ciudad y sus hábitos y costumbres eran menos rígidos que los de las mujeres de los sectores medios y altos(10). Otros oficios a los que se dedicaban las féminas de estamentos bajos y de origen mestizo eran aquellos relacionados con el trabajo doméstico de las casas de la alta sociedad, tales como nodrizas, cocineras y cargueras.

Es importante señalar que las mujeres en esta época no estaban incluidas en la categoría de ciudadanos, ya que, según el artículo 15 de la Constitución Colombiana de 1886, era reservada a “los colombianos varones mayores de veintiún años que ejerzan profesión, arte u oficio, o tengan ocupación lícita u otro medio legítimo y conocido de subsistencia”. No obstante, esto no significa que no fueran parte del imaginario de “nación”, ya que para las representaciones binarias de la época, el hombre era ciudadano y la mujer era la portadora de los valores de la nación. Por lo tanto, la “pureza de la mujer” se traducía en la “pureza de la nación”

Así, “la institución familiar se constituyó, a todo lo largo del siglo XIX, en la base de la sociedad colombiana y en el espacio apropiado para inculcar los hábitos y valores morales de los cuales dependían, no solo la estabilidad de la familia, sino la de la nación. El espacio doméstico era el lugar indicado para establecer costumbres, comportamientos éticos y religiosos rígidos y austeros”(11).

Desde la Colonia, el honor familiar estaba anclado a la sexualidad y a la pureza sexual de las mujeres, lo que explica la importancia de que las de élite no salieran solas a la calle y por qué los padres y maridos cuidaban con tanto recelo a sus hijas y esposas, procurando la virginidad antes del matrimonio y cuidando que todo hijo fuera legítimo. En “la época no existía capital más preciado que el del honor. Este era asunto de hombres, aunque encarnado en sus mujeres”(12).

Sin embargo, una realidad era la de las señoritas de la alta sociedad y otra la de las mujeres labradoras y de clases bajas, que se veían enfrentadas al “riesgo” permanente de quebrantar el “deber ser” al que eran llamadas debido a su libertad de movimiento por las ciudades. Se encontraban casos en lo que algunas “se enamoraban de sus patronos o de tenderos, soldados, policías, músicos de las bandas municipales o de estudiantes, y se convertían […] en presas fáciles de la seducción. El resultado de estos encuentros furtivos era muchas veces un embarazo indeseado”(13).

Aunque los hijos ilegítimos y las madres solteras abundaran, ello no significó una aprobación social de dichas realidades, por el contrario, “esta situación les hacía perder el empleo, exponerse a la vergüenza pública y a los castigos paternos que la mayoría de las veces llegaban al maltrato físico. Muchas de ellas abandonaron sus hijos como expósitos en las puertas de los conventos e iglesias, otras, más arriesgadas, practicaron el aborto y, tal vez las más ignorantes y acosadas, llegaron a la realización del infanticidio”(14).

Este tipo de situaciones, aunadas a la violencia interpersonal con vecinos, llevaron a las mujeres a quebrantar las leyes convirtiéndolas en trasgresoras sociales. Sin embargo, es importante señalar que si bien de acuerdo al ideal de las mujeres de finales del siglo XIX –en el que reposaba la pureza de la nación– la “trasgresión” se convertía casi que en cualquier acción que rompiera con el ideal femenino tanto social como jurídico de la época, no todas las trasgresiones eran necesariamente un delito. A través del análisis de las solicitudes de rebaja de penas y de su aprobación o negación se pueden identificar las diferentes trasgresiones penales que cometían las mujeres. También es posible considerar algunas de ellas como trasgresiones sociales relacionadas con su honor/deshonor, buen comportamiento/mal comportamiento, madre-esposa/sin hijos-soltera, etc.


Los códigos

Con la instauración del proyecto regenerador a través de la Constitución de 1886, del Código Civil de 1873 (adoptado por la Ley 57 de 1887) y de los Códigos Penal y Judicial de 1890, se puede evidenciar el fortalecimiento de algunas prácticas que ya se acostumbraban en algunas regiones conservadoras de nuestro país. No obstante, esto no significó que durante la Regeneración existiera un sistema penitenciario sólido, ya que como menciona July Andrea García, “durante el periodo conservador no se gestó una política criminal en estricto sentido, con un derrotero político y un aparato administrativo y financiero para tal fin, pero definitivamente sí se dieron las condiciones y se suscitaron imaginarios que obligaron al Estado a tomar decisiones e iniciar proyectos para contrarrestar la problemática de la criminalidad”(15). De este modo, en algunos apartados del Código Penal de 1890 podemos ver cómo se cargan de significados morales las trasgresiones penales. Por un lado, encontramos los relacionados con las relaciones ilícitas y, por el otro, los vinculados al “honor”.


Relaciones ilícitas

En el Código Penal encontramos en el Libro Segundo el Título 8: Delitos contra la moral pública, Capítulo 2: Alcahuetería, apartado que se refiere a la vida sexual de las mujeres y cómo estas acciones eran repudiadas y castigadas penalmente:

Art. 424. Toda persona que recibiere en su casa mujeres para que allí abusen de su cuerpo, será condenada a reclusión por uno o dos años.

Art. 425. En la misma pena incurrirán los padres o madres de familia que, en su propia casa, permitan o toleren que sus hijas reciban hombres para que abusen de sus cuerpos, sin perjuicio de la pena en que incurran por contribuir a la corrupción de ellas.(16)

En el mismo libro y título se encuentra el Capítulo 5: Amancebamientos públicos, en el cual, aunque se tipifica a hombres y mujeres de igual manera, son castigados diferencialmente. En el caso de las mujeres, sufrirían, además de la reclusión, la pena que pudiera ser impuesta por la acusación del adulterio por parte del marido:

Art. 454. Si el amancebado fuera hombre casado y no estuviere legítimamente separado de su mujer, sufrirá una reclusión por seis meses a un año.

Art. 455. Si fuere mujer casada, que no estuviere legítimamente separada de su marido, sufrirá igual tiempo de reclusión, a reserva de la pena que hubiere de aplicársele si el marido la acusare como adultera.(17)

Finalmente, encontramos un apartado específico para el adulterio, en el Libro Tercero, Título 1: Delitos contra las personas, Capítulo 9: Adulterio, estupro alevoso y seducción.A diferencia de los artículos relacionados con el amancebamiento, aquí se tipifica el adulterio cometido por la mujer, pero no el del hombre:

Art. 712. La mujer casada que cometa adulterio, sufrirá una reclusión por el tiempo que quiera el marido, con tal que no pase de cuatro años. Si el marido muriere sin haber solicitado la libertad de la mujer, y faltare más de un año para cumplirse el término de la reclusión, permanecerá en ella un año después de la muerte de aquél. Si faltare menos de un año, permanecerá en la reclusión hasta que acabe de cumplir su condena.

Art. 713. El cómplice en el adulterio sufrirá arresto por el tiempo de la reclusión de la mujer. Después de cumplir esta pena, será desterrado a diez miriámetros, por lo menos, del lugar en que se cometió el delito, o del de la residencia de la mujer, por el tiempo que viva el marido, si este lo pidiere; pudiendo en cualquier tiempo levantarse el destierro a solicitud del mismo.

Art. 714. La mujer queda libre de la pena de adulterio en los casos siguientes:

guientes: 1.° Si el marido ha consentido el trato ilícito de su mujer con el adúltero;

2.° Si voluntaria y arbitrariamente ha separado de su lado y habitación a la mujer, contra la voluntad de esta, o la ha abandonado del mismo modo;

3.° Si tiene manceba dentro de la misma casa en que habite con su mujer; y

4.° Por condonación que el marido haga de la injuria.(18)

Podemos observar cómo es definido, reglamentado y penalizado el adulterio a partir de la figura femenina. Ya que se habla solamente de la “mujer casada que cometa adulterio”, pero no del “hombre casado que cometa adulterio”. Adicionalmente, cuando se hace menciona al hombre, la referencia a él es como “cómplice”. Sumado al Código Penal, encontramos sobre este mismo tenor en el Código Civil de 1873 (adoptado por la Ley 57 de 1887) un apartado relacionado con la infidelidad conyugal en el proceso de divorcio. Aunque por estar consignada en dicha reglamentación(19) la infidelidad constituye una causa civil y no penal, sí influye en la formación de juicio de valor debido a que, en el caso de los hombres, se denominaba amancebamiento y en el de las mujeres, adulterio(20).

Estamos ante una típica diferenciación de sexo-género, en la que el mismo hecho (infidelidad dentro del matrimonio) es definido desde diferentes discursos. En el caso de las mujeres, estas eran juzgadas dentro de su condición de casadas; pero en el de los hombres, estos lo eran dentro de la condición de solteros. Es decir, a los hombres se les obviaba la condición de casados en el juicio de infidelidad. Este tipo de acciones le daban a las mujeres una carga extra, no solo de trasgresión legal sino moral y “divina”. Las mujeres no solo eran juzgadas judicial y penalmente, sino también moralmente, ya que “se considera que el delito implica una doble falta, contra las leyes humanas y contra la naturaleza. […] Esa naturaleza asignada se corresponde con lo que durante siglos se interpretó como la voluntad divina, por lo que todo delito femenino tiende a verse implícitamente como pecado”(21).


Honor

En el Código Penal se hace referencia al honor a partir de dos situaciones: la primera, relacionada con el homicidio por causa de la defensa del honor de alguna mujer de la familia o que estuviera bajo su tutoría, la segunda, con las mujeres que cometían aborto para “salvar su honor”, veamos la primera:

Art. 591. El homicidio es inculpable absolutamente, cuando se comete en cualquiera de los casos siguientes:

9.° En el de cometer el homicidio en la persona de su mujer legítima, o de una descendiente del homicida, que viva a su lado honradamente, a quien sorprenda en acto carnal con un hombre que no sea su marido; o el que cometa con la persona del hombre que encuentre yaciendo con una de las referidas; y lo mismo se hará en el caso de que los sorprenda, no en acto carnal, pero si en otro deshonesto, aproximado o preparatorio de aquel, de modo que no pueda dudar del trato ilícito que entre ellos existe.(22)

En la cita se justifica el homicidio cuando se encuentra a la mujer teniendo alguna relación ilícita. Los artículos 606 y 607 también se refieren al mismo hecho:

Art. 606. El homicidio voluntario que uno cometa en la persona de su hermana, de su nuera o entenada, o de la pupila que estuviera bajo su guarda, o de la sobrina carnal, que vivan a su lado honradamente, cuando las sorprenda en acto carnal con un hombre que no es su marido, o el que cometa entonces con el hombre que yace con ellas, será castigado con la pena de uno a cuatro años de reclusión.

Art. 607. Si la sorpresa no fuere en el acto carnal, sino en otro deshonesto, aproximado o preparatorio del primero, se aplicará la misma pena, aumentada de una tercera parte más.(23)

La segunda referencia al honor en el Código Penal es la de las mujeres que cometían aborto para salvar su reputación:

Art. 616. La madre que, por ocultar su deshonra, matare al hijo que no haya cumplido tres días será castigada con la pena de uno a tres años de prisión.

Los abuelos maternos que, para ocultar la deshonra de la madre, cometan este delito, con la de tres a seis años de prisión.(24)

Art. 641. La mujer embarazada que para abortar emplee, a sabiendas, o consienta en que otro emplee, algunos de los medios expresados en el artículo 638, sufrirá la pena de uno a tres años de reclusión, si resulta el aborto, y de seis meses a un año si no resulta.

Art. 642. Pero si fuere mujer honrada y de buena fama anterior, y resultare, a juicio de los jueces, que el único móvil de la acción fue el de encubrir su fragilidad, se le impondrá solamente la pena de tres a seis meses de prisión, si el aborto no se verifica; y de cinco a diez meses, si se verifica.(25)

En cualquier caso, el proyecto regenerador influyó tanto en el discurso de la modernidad como en las disposiciones morales de la Iglesia católica, en la cual reposaba gran parte de la responsabilidad de ordenar la sociedad. Aunque los discursos de la modernidad y los morales puedan parecer contradictorios, en el Código Penal es evidente su comunión. Por ejemplo, el artículo 640, que se refiere al aborto, señala:

No se incurrirá en pena alguna cuando se procure o efectúe el aborto como un medio absolutamente necesario para salvar la vida de una mujer, ni cuando en conformidad con los sanos principios de la ciencia médica, sea indispensable el parto prematuro artificial. No por eso debe creerse que la ley aconseje el empleo de esos medios que generalmente son condenados por la Iglesia. Únicamente se limita a eximir de pena al que, con rectitud y pureza de intenciones, se cree autorizado para ocurrir a dichos medios.(26)


Lo que nos cuenta el Fondo de Rebaja de Penas

Para esta investigación se tuvieron en cuenta 29 procesos de mujeres, los cuales registran 33 delitos y hacen parte de los primeros 6 tomos del Fondo de Rebaja de Penas (1887-1901) de la Sección República del Archivo General de la Nación (AGN), el cual está conformado por 56 tomos. Estas solicitudes eran dirigidas al presidente de la República y relacionan generalmente los siguientes documentos requeridos para llevar a cabo el trámite: certificación del director de la cárcel sobre el comportamiento de la rea, la sentencia de condena, tiempo cumplido y la solicitud de rebaja de la reclusa. Los documentos nos muestran que mientras algunas alegaban buena conducta, otras simplemente apelaban a la gracia que otorgaban los distintos medios legales (art. 8 de la Ley 56 de 1886; art. 114 del Código Penal de 1890 y Ley 102 de 1892, etc.).

En las peticiones se puede encontrar reclusas por un abanico de delitos que van desde amancebamientos, incendios y robos hasta heridas, envenenamiento, parricidios, infanticidios y asesinatos. Como se mencionó anteriormente, para la época, las mujeres se encargaban especialmente del trabajo doméstico y del cuidado de la familia dentro de sus casas o de viviendas ajenas, y se desempeñaban como cuidanderas, sirvientas, lavanderas, etc. Al respecto, Michelle Perrot sostiene que “se las pone a trabajar más temprano en las familias populares, campesinas u obreras […]. Se las recluta para tareas domésticas de toda clase”(27). De las 29 estudiadas en este trabajo, ninguna hacía parte de los estamentos altos de la sociedad, lo cual demuestra la pluralidad de las condiciones sociales de las mujeres en este período, que ha sido analizado tantas veces única y exclusivamente desde las clases altas e ilustradas.

A la hora de estudiar las solicitudes de rebajas de pena, las autoridades analizaban el tipo de delito, la forma en que se había desarrollado y el comportamiento de la delincuente en su comunidad y en la prisión. En el proceso era muy importante el concepto expedido sobre este último particular, debido a que, como menciona Pablo Rodríguez, para el período de la Colonia lo que continuó siendo importante durante la República, el honor de la casa no era un bien privado sino público y claramente el honor de una persona estaba representado en su “buen” o “mal” comportamiento, así “en el honor se fundaba el buen nombre y buena fama de una persona o una familia ante la comunidad”(28). Por lo tanto, el honor estaba constantemente en la palestra pública, en donde todos los ciudadanos operaban como jueces y vigilantes, ejerciendo tanto control como castigo a quien se atreviera a vulnerarlo. Finalmente, también era determinante la interpretación hecha por el juez. Así encontramos, por ejemplo, que de las 33 solicitudes de rebaja de pena fueron aprobadas el 60,6%; negadas el 33,4% y no registran decisión el 4%.

De los 29 procesos aquí estudiados, 17 tienen que ver con la sexualidad de las mujeres. De acuerdo con Michel Foucault, la sexualidad es “producto de discursos y prácticas sociales en contextos históricos determinados. [La cual] tuvo su evolución histórica, se fue conformando a partir del siglo XVIII mediante los discursos médicos, demográficos, pedagógicos, llegando así a constituir una ‘unidad artificial’ capaz de agrupar ‘elementos anatómicos, funciones biológicas, conductas, sensaciones y placeres’(29), unidad que organizó a los sujetos, en este caso a las mujeres, en torno a un buen comportamiento moral relacionado estrechamente con su correcta conducta sexual.

La anterior afirmación no implica que a los hombres no se les evaluará su alta moralidad a partir de los comportamientos sexuales, es más bien que a partir de la “justificación” que se daba en el siglo XIX sobre la condición de ser madre-mujer se crearon modelos de control más fuertes sobre las mujeres y, a la vez, se relajaron los del hombre. Esto lo podemos ver reflejado en los casos de abandono de niños (para la época de la Regeneración denominado exposición de niños(30)), en los abortos y en los pleitos por pasión y celos, los cuales eran presentados de manera tal que las mujeres parecían seres menos razonables que los hombres, lo que era justificado con el discurso de que aquellas eran más dadas a sus pasiones que a la reflexión. Por supuesto, estos argumentos no son exclusivos del ocaso del siglo XIX, también se encuentran en épocas precedentes y posteriores, por ejemplo, en los manuales de higiene, en los cuales se adapta el discurso religioso del pecado al científico de la higiene.

Volviendo a nuestro tema, a través del análisis de los procesos criminales de las mujeres podemos ver materializado lo que Gayle Rubin proponía sobre la sexualidad, al referirse a esta como un conjunto de disposiciones a través de las cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de actividad humana. En este caso, a través de las solicitudes de rebaja de penas podemos constatar que desde los discursos religiosos y positivistas se establecieron controles a las necesidades sexuales y fueron replegando a las mujeres cada vez más en nuevos espacios de quebrantamiento de la ley.

La aprobación o negación de las solicitudes estaba ligada a distintas circunstancias, bien fuera el concepto que se tenía sobre la mujer, su comportamiento como rea, su rol de madre, su reputación como mujer, su honor, el supuesto “buen comportamiento” —asignado por la naturaleza—, la crueldad excesiva con la que cometía el crimen o la gravedad del delito; todas estas, categorías relacionadas con la idea de mujer o del rol femenino de la época. Al menos en los casos aquí estudiados, las solicitudes que fueron aprobadas no estuvieron motivadas por el arrepentimiento de las mujeres, sino más bien por el buen comportamiento que en general mostraban en su comunidad –lo que está relacionado en buena medida con lo que los demás consideraban una conducta adecuada–, además de las razones que las llevaron a cometer el delito y por la manera de ejecutarlo.

Más allá de la cuantificación de las solicitudes, buscamos analizar a las mujeres que estaban detrás de esos delitos. Por ejemplo, la mayoría de casos de robo se dieron por o en complicidad con la “sirvienta” de la casa, labor que, como ya vimos, era desempeñada ampliamente por mujeres de recursos sociales bajos, mestizas e indígenas. “La mayoría de las trabajadoras domésticas eran jóvenes campesinas de las zonas más cercanas. En ciudades como Barranquilla y Cali procedían de la población negra y en Bogotá eran indias”(31). También es importante aclarar que el ideal femenino no solo era asimilado y usado por las instituciones en su objetivo de controlar y regular, sino que era instrumentalizado por las reclusas, los peritos y demás sujetos de la sociedad. De hecho, las instituciones se basaban en él para juzgar el comportamiento de las mujeres, y algunas reclusas hacían lo propio para mostrarse indefensas y frágiles.


Las quebrantadoras de la ley

Hemos seleccionado tres de los veintinueve casos analizados para traer a colación en este capítulo los argumentos que las reas emplearon para justificar su solicitud de rebaja de penas. En ellos, generalmente, se nota el esfuerzo por demostrar arrepentimiento. Adicionalmente, se remiten a la ley para instaurar su petición. 1. Micaelina Calderón de Guzmán

Delito: Heridas

Lugar: Cundinamarca

Solicitud rebaja: 1895 (negada)

Pena: 9 años de reclusión

Expediente: AGN, Sección República, Fondo Rebaja de Penas, Tomo 5



Dentro de la solicitud de rebaja de la quinta parte de su condena, Micaelina Calderón muestra su hondo pesar por las consecuencias que el delito trajo a su familia.

Hace ya cuatro años que me hallo sufriendo las consecuencias de mi delito; soy madre legítima de nueve niños, entre ellos hay dos mujeres que necesitan de inmediato cuidado, pues están en la edad de que la madre necesita velar más por ellas que en ninguna otras. Además, mi esposo es sumamente pobre y el solo no puede atender a esos seres.(32)

Luego continúa:

y ese hogar que antes era la dicha de mi buen esposo y de mis queridos hijos hoy se halla entristecido y regado con las lágrimas que por mi culpa se han derramado. Deseo con todo mi corazón humillado acortar mi pena para que pronto vuelva al hogar de mi familia, a amparar especialmente a mis hijas de tantas desgracias a que estamos expuestas las mujeres en la edad de 14 y 15 años que es que mis hijas tienen. A Uldarico Triana, sentenciado por el propio delito cometido entre los dos a igual pena que la mía, le fue comedida la rebaja de 5ª parte a pesar de que este no tenía tantas razones como las que a mí me asisten.(33)

Micaelina Calderón tenía nueve hijos legítimos –lo que significa que estaba casada legalmente–, su familia era de origen humilde y ella, además, no sabía escribir, pues todos los documentos que debían

ser firmados dentro de la solicitud de rebaja de pena llevaban la rúbrica de su hermano, Domingo Calderón.

A pesar de que según el certificado de la penitenciaría su conducta era ejemplar y de que a su cómplice le aprobaron la rebaja, la de ella fue negada. En su caso, el crimen que cometió fue calificado dentro de la más alta sevicia. Según consta en el auto de proceder de esta solicitud, el 8 de octubre de 1889 fue denunciada por violación de domicilio y heridas graves a la cuidandera Avelina Vásquez. Allí se menciona la “impresión desagradable” que produjo la lectura del informativo del caso, pues reflejaba los caracteres de la crueldad y la astucia de Micaelina para perpetrar el delito, “impulsada indudablemente por la pasión fuerte de los celos”(34), aunque en ningún momento se expliquen hacia qué o quién.

El caso produjo estupor debido a que, al parecer, Micaelina contrató a Uldarico Triana y a otro hombre para que le ayudarán a someter a Avelina Vásquez con el fin de herirla, “olvidando el decoro que es connatural a la mujer, levantó los vestidos de su víctima, dejándola en descubierto, y con una navaja de que estaba armada, le cortó casi por completo las partes genitales dejándolas prendidas todas de una débil membrana”(35), además, le cortó la raíz del cabello y un pedazo de oreja.

Llama la atención que lo que usualmente era encargado a peritos hombres en este caso fuera realizado por mujeres en el reconocimiento inicial. En el proceso aparecen cuatro informes de peritaje que se le hicieron a la víctima en el transcurso de algunas semanas con el fin de registrar el estado de sus lesiones. Para la época, un caso como estos podía derivar en homicidio (según el Código Penal de 1890) si la persona moría hasta sesenta días después de haber recibido las heridas y si se comprobaba que el deceso era como consecuencia de ellas. Si bien en el proceso de Micaelina las heridas que cometió sobre Avelina no le causaron la muerte, sí le produjeron daños irreparables que, como se menciona en el proceso, la inhabilitaron para la procreación, debido a que le cortó el cuello de la matriz. Felisa Bohórquez y María Torres, encargadas del peritaje inicial, manifestaron ante el Juzgado:

que acababan de practicar un reconocimiento minucioso en la persona de Avelina Vásquez, y han hallado que se ha cometido un delito vergonzoso y sumamente atroz, que le han hallado los brazos y piernas magulladas a pala, el pecho y garganta y cuello muy amoratado, en la cabeza dos cortadas que dan al hueso, dos cortadas más, una en cada oreja quedando un pedazo colgando, mutilado el pelo. [Sosteniendo con la] mano los labios de la vulva y apretando fuertemente, le cortaron con algún instrumento bastante afilado de arriba para abajo, dejando el hueso de la vejiga completamente destapado hasta la extremidad de la vulva, quedándole el pedazo colgando únicamente de ahí, que esta herida se abrió después bastante y que se ve de una manera horrorosa.(36)

Zandra Pedraza y Walter Bustamante sostienen que los ideales que se enseñaban a las mujeres colombianas en el siglo XIX buscaban generar un buen comportamiento y una buena moral femeninos, no obstante, el caso de Micaelina Calderón evidencia diversas trasgresiones a través de un delito completamente feminizado —si es que puede llamarse así—. Feminizado en el sentido de que la agresora y la víctima son mujeres, pero especialmente por el delito cometido específicamente contra el sexo(37) y los símbolos asignados históricamente a la mujer. Los documentos que contiene esta solicitud no se refieren al móvil del delito y queda sin respuesta cuál fue la verdadera razón de esta agresión.

Sobre el cuerpo femenino y su lugar en la historia, Michelle Perrot sostiene que “la mujer es, ante todo, una imagen. Un rostro, un cuerpo, vestido o desnudo. La mujer es apariencias […]. Hasta el siglo XIX, se examinaba ‘lo de arriba’: [es decir] la cara, y luego el busto”(38). Finalmente, comenta, el cabello es el símbolo de la feminidad, una síntesis de sensualidad. Por lo tanto, podemos concluir que la rapadura del pelo a Avelina le impuso lo que Perrot define como un signo de ignominia contra los vencidos. La despojó de una de sus armas simbólicas de seducción, degradando su cuerpo con el corte del cabello.

En segundo lugar, al atacar el sexo de la víctima, Micaelina afectó otra de las características propias de la mujer del siglo XIX: su capacidad de procrear, que determinaba la relación con la familia y le dada un lugar en la sociedad. Para los jueces, esta delincuente era una quebrantadora de la ley que no merecía la aprobación de su solicitud de rebaja de penas por la sevicia con que cometió el delito y, sobre todo, por la carga moral relacionada con su condición de mujer. Veamos el argumento de los jueces:

cada uno de los actos que constituyeron este delito [fue] hecho [con] mucha crueldad, pues no solamente se contentaron con darle de garrotazos, sino que le mutilaron las orejas, las partes genitales y todavía en ese estado Micaelina todavía ejercitó su venganza dándole nuevos garrotazos aún por encima de una criatura inocente. = Hay más todavía; el ser mujer la que la atacó en presencia de dos hombres.(39) 2. Isabel Benalcazar

Delito: Homicidio

Lugar: Cauca

Solicitud rebaja: 1893 (aprobada)

Pena: 6 años de reclusión

Expediente: AGN, Sección República, Fondo Rebaja de Penas, Tomo 2



Isabel Benalcazar, en oficio dirigido al gobernador del departamento del Cauca, presenta la siguiente justificación para su solicitud de rebaja de pena:

En guarda de mi honra y de la de mi esposo; y no teniendo otro medio para resistir la violencia que contra mí intentó un seductor infame y alevoso y después de haber huido cuanto me fue posible, me vi en la necesidad de defender con un arma. El seductor murió, pero yo fui condenada, como autora principal de delito de homicidio, a sufrir seis años de presidio que estoy descontando resignada hace más de tres años, durante cuyo tiempo mi conducta ha sido ejemplar y no he tratado de fugarme.(40)

Fue condenada a seis años de reclusión por la muerte de José María Díaz, quien falleció tres días después de que ella le propiciará una herida en el vientre. Al inicio del proceso no se especifica el motivo de las heridas, sencillamente figura el posterior deceso del hombre. No obstante, en una declaración posterior ella expone lo siguiente:

José María Díaz hombre depravado quiso, en ausencia de mi marido, violarme por la fuerza: yo me defendí cuanto pude, hui, me refugié en el interior de mi casa; pero él me siguió a todas partes y cuando ya las fuerzas me faltaban, tomé un arma que hallé a mano y… salvé mi honor quedando el agresor gravemente herido: después murió. Esta [es] la historia de mi desgracia; y por este hecho se me condenó a la pena de seis años de reclusión, es decir, en tercer grado y en circunstancias atenuantes, porque el Sr. Juez sé se penetró de los poderosos motivos que me obligaron a cometer este delito, si delito puede llamarse el hecho que dejo narrado.(41)

En este caso la solicitud fue aprobada y la trasgresión de Isabel Benalcazar fue aceptada, justificada y redimida por las autoridades. Una hipótesis respecto a la aprobación es que probablemente el juez comprendió las razones de las heridas, lo que posiblemente esté relacionado con la importancia del honor femenino en la época, ya que “el cuerpo de la mujer [era] el soporte del honor y la legitimidad de toda la familia, sobre este recaían los valores éticos y morales que exigía la sociedad”(42). Aunque el proceso no expone cuáles fueron los argumentos para aprobar la rebaja de la pena, encontramos en el Código Penal, Libro Tercero, Título 1: Delitos contra las personas, Capítulo Uno: Homicidios, que:

Art. 587. El homicidio se reputa simplemente voluntario cuando se comete mediando alguna de las circunstancias siguientes:

1.ª Por una provocación, ofensa, agresión, violencia, ultraje, injuria o deshonra grave, que inmediatamente antes del homicidio se haga al propio homicida, o a su padre o madre, abuelo o abuela, hijo o hija, nieto o nieta, marido o mujer, hermano o hermana, suegro o suegra, yerno o nuera, cuñado o cuñada, entenado o entenada, padrastro o madrasta, o persona a quien se acompañe. En este caso se comprende no sólo el que mata a virtud de la provocación, sino el que por ella promueve riña o pelea, de que resulte la muerte del ofensor;

2.ª Por un peligro, ultraje o deshonra grave, que fundadamente tema el homicida inmediatamente antes del homicidio, contra sí mismo o contra alguna de las personas expresadas en el número anterior.(43)

Si bien en el Código Penal no se habla explícitamente del homicidio en defensa del honor, sí existen algunas alusiones indirectas muy importantes, por ejemplo, la “deshonra grave”, que pudo contribuir a la aprobación de esta solicitud de rebaja. Por su parte, la autora Elisa Speckman explica que en la época esas consideraciones eran usuales para “los que actuaban en defensa de su reputación mancillada por palabras o acciones, a los que defendían la honra femenina y, por tanto, la familiar”(44).

Este es el único caso sobre el honor y la violación que se encuentra en nuestro estudio. Aclaramos que, aunque los códigos penales de la época no hicieran referencia directa al honor, sí lo hacen a la violación (conducta referida con esa palabra por la condenada en este caso). En el Código Penal, artículo 739, del Capítulo Once: Disposiciones varias relacionadas con la materia de que trata este Título, Título Primero: Delitos contra las personas, Libro Tercero se desarrolla el término de la siguiente manera:

Art. 739. Los reos de violación o rapto de mujer, serán también condenados, por vía de indemnización:

1.° A dotar a la ofendida, si fuere soltera o viuda;

2.° A reconocer al hijo como natural, si los padres fueren personas libres; y

3.° En todo caso, a mantener la prole.(45)

Adicionalmente, la vulneración a la integridad sexual femenina también es referida por el Código Penal con otros términos, tales como los que se encuentran en el Libro Tercero, Título Primero: Delitos contra las personas, Capítulo Octavo: Raptos, fuerzas y violencias contra las personas: violación de los enterramientos:

Art. 681. El que sorprendiendo de cualquier otro modo a una persona y forzándola con igual violencia o amenazas, o intimidándola de una manera suficiente para impedirle la resistencia, o dándole bebidas narcóticas, aunque no la lleve de una parte a otra, intente abusar deshonestamente de ella sufrirá la pena de seis a ocho años de presidio.

Si se consumare el abuso sufrirá el reo dos años más de presidio.

Art. 682. Si fuere casada la mujer contra quien se cometa fuerza, en cualquiera de los casos anteriores, sufrirá el reo dos años más de presidio y destierro a diez miriámetros por menos mientras viva el marido.(46) 3. Paula Cortés

Delito: Parricidio

Lugar: Antioquia

Solicitud de rebaja: 1896 (negada)

Pena: 20 años de reclusión

Expediente: AGN, Sección República, Fondo Rebaja de Penas, Tomo 4



El 11 de noviembre de 1895, en su solicitud de rebaja de pena, Paula Cortés manifestaba lo siguiente:

Yo Paula Cortés condenada a sufrir 20 años de presidio por habérseme conmutado de la de muerte, estoy en peor situación que otros muchos reos que han alcanzado rebaja de 5.ª parte. Soy una mujer muy pobre y mi familia que es numerosa necesita de mi trabajo para ayuda de su sostén, por otra parte, mi pena es crecidísima y con lo que pagué después de deducir la rebaja de 5.ª a que tengo derecho, según el artículo 114 del Código Penal y la gracia de otra 5.ª que hoy solicito, es castigo muy suficiente para expiar la falta que cometí por desgracia y que todo día me causa gran arrepentimiento.(47)

En 1893 fue acusada de dar a luz una niña que nació viva y a la cual dio muerte con golpes en la cabeza y luego enterró. Cortés ya había tenido otra hija que fue recogida por una “persona caritativa”. Esta mujer trabajaba como “sirvienta” y en la documentación es descrita como soltera, de baja posición social, huérfana hacía ya algún tiempo y “de vida desarreglada, no tenía a quien respetar ni a quien temer, ni estaba por salvar su honra”(48).

Mientras en el periodo de la Regeneración era frecuente que en los sectores populares, medios y en la élite los hombres concibieran hijos en relaciones ilícitas antes del matrimonio sin que fueran juzgados estrictamente por ello, otro era el trato que recibían las mujeres por el mismo comportamiento. A pesar de la alta casuística esto no significó que la norma se suavizara. Por el contrario,

las mujeres seguían siendo juzgadas duramente, lo que paradójicamente las convertía en potenciales quebrantadoras de la ley y del modelo de pureza y honor, ligado a su origen social y racial. De hecho, “durante todo el siglo XIX, en casi todo el país el número de hijos ‘naturales’ era superior al de los legítimos”(49) y la mayoría de estos eran de costureras, sirvientas, lavanderas, nodrizas, aguateras, o hijas de familias empobrecidas y jornaleras, quienes terminaban asumiendo el rol de madres solteras(50).

La trasgresión de Paula Cortés fue catalogada desde el Código Penal de 1890 como parricidio(51) (asesinato de un descendiente o de un ascendiente). Veamos las reflexiones de los jueces de la época sobre el particular:

que la muerte dada a una criatura es un hecho criminoso y altamente escandaloso; ni aun los criminales carecen del instinto del amor a sus hijos y en muchos de ellos se nota un interés vivísimo por conservarlos y cuidarlos con esmero. – […] La Cortés no alegó, ni pudo alegar, como excusa, […] el respeto a la sociedad ni el temor a sus padres […] vivía en una casa donde no había ni recato ni mucho pudor(52)

A pesar de que en la época fuera comprensible que la mujer cometiera delitos para proteger su imagen ante la sociedad, en este caso dicho argumento no tiene razón de ser, pues la delincuente era catalogada como de “malas costumbres”. Fue señalada por su “vida desarreglada, [que] no tenía a quién respetar ni a quién temer, ni estaba por salvar su honra”(53), lo que la ponía frente a los ojos fustigantes de la comunidad como una mujer sin honor y ajena a las cualidades angelicales y purificantes de las que estaban revestidas las “honradas”. Peor aún, Cortés rompía completamente con el ideario de “ama de casa”, de guardiana del hogar y de la familia, al ser capaz de matar a su propia criatura(54).


Conclusiones

Se puede afirmar que en el periodo de la Regeneración se divulgó un ideal femenino compuesto por varios elementos: un buen comportamiento, la moral católica, el “instinto” de madre, la obediencia, la cercanía al pecado y el honor; todas estas, características a partir de las cuales se buscaba regular la conducta de la mujer dentro de la sociedad y atribuirle a ella una gran responsabilidad moral. Los comportamientos contrarios a este ideal convirtieron a la población femenina en trasgresora. Adicionalmente, las disputas de poder sobre el sujeto femenino a través de las leyes fueron constantes durante este período histórico y, a su vez, se convirtieron en lo que Joan Scott denomina un legitimador de las relaciones sociales (basadas en las diferencias que distinguen los sexos) una forma de relación de poder.

El hecho de que la moral religiosa permeara de alguna forma el campo jurídico marcó una ampliación del espectro de acciones en las cuales las mujeres podían subvertir el orden moral y religioso, debido a que, si bien los códigos y leyes se hacían pensado en salvaguardar la moral y el honor de la nación —muchas veces encarnado en las mujeres—, también era una realidad que buena parte de ellas no tenía los medios para cumplir con ese ideal de “honor

mujer-nación” por condiciones sociales, económicas, raciales y de alfabetismo. Por ejemplo, vemos que en la cotidianidad no siempre “el marido debía protección a la mujer, y la mujer obediencia al marido”. El quebrantamiento de estas leyes también amplificó las fisuras y matices sociales que se presentaban en la pluralidad de las mujeres de finales del siglo XIX, pues quienes contrariaron el “deber ser” femenino por defender su honor, por vulnerabilidad o por el simple hecho de trabajar fuera del hogar se convirtieron en trasgresoras.

Para finalizar, queremos resaltar el papel de las historiadoras en el desarrollo de la Historia de las Mujeres, ya que, aunque por siglos hemos sido reducidas a la condición de “la madre, la hermana o la hija de”, o sencillamente no hemos existido en el relato de la historia, nuestro campo de estudio ha avanzado; sin embargo, aún no ha cambiado lo suficiente. Por ello, desde este ejercicio de escribir sobre las mujeres trasgresoras de finales del siglo XIX también hacemos un llamado a reflexionar sobre lo fundamental que es seguir iluminando espacios dentro de la historia de las mujeres, pues aunque “para escribir la historia hacen falta fuentes, documentos, huellas”(55), y muchas veces carecemos de ellas, también es cierto que no es una tarea imposible y eso ha quedado demostrado especialmente en los últimos veinte años, periodo en el cual las iniciativas de nuevas historiadoras han abierto paso y encendido la luz en nuevos caminos de nuestra historia, la Historia.


Notas:

1 Bernd Marquardt, “Estado y constitución en la Colombia de la Regeneración del Partido Nacional 1886-1909”, Ciencia Política, vol. 11 (enero-junio, 2011): 66.

2 Marquard, 60-61. 3 José David Cortés Guerrero, “Regeneración, intransigencia y régimen de cristiandad”, Historia Crítica, vol. 15 (1997): 3.

4 La filosofía y la sociología positivistas se caracterizaron, según María de la Luz Lima, por constituir una escuela determinista “que consideraba que hay una serie de circunstancias físicas o de circunstancias sociales que encaminan al hombre a delinquir”. Dicha escuela estudiaba el delito a través del método científico, de ahí la importancia de la labor de peritaje dentro de las investigaciones. Esto propició una doble justificación (religiosa y científica) de la superioridad moral de la mujer y de la necesidad de controlar y divinizar todo lo relacionado con la sexualidad de la misma. María de la Luz Lima, Criminalidad femenina. Teorías y reacción social (México: Editorial Porrúa, 2004), 86.

5 Guiomar Dueñas Vargas, Del amor y otras pasiones. Élites, política y familia en Bogotá, 1778-1870 (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2014), 41.

6 Zandra Pedraza Gómez, “Al borde de la razón: sobre la anormalidad corporal de niños y mujeres”, en Cuerpos anómalos, ed. por Max Hering Torres (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008), 210.

7 Pedraza, 215.

8 Catalina Reyes y Lina Marcela González, “La vida doméstica en las ciudades republicanas”, en Historia de la vida cotidiana en Colombia, ed. por Beatriz Castro Carvajal (Bogotá: Editorial Norma,1996), 205.

9 Esto se puede constatar en los archivos de Solicitud de Rebajas de Penas del Archivo General de la Nación, pues muchas de estas solicitudes eran firmadas por algún hermano o conocido de la mujer solicitante de la rebaja, ya que la rea no sabía leer ni escribir.

10 Reyes y González, 219.

11 Reyes y González, 214.

12 Pablo Rodríguez Jiménez, “Casa y orden cotidiano en el Nuevo Reino de Granada, S. XVIII”, en Historia de la vida cotidiana en Colombia, ed. por Beatriz Castro Carvajal (Bogotá: Editorial Norma,1996), 122.

13 Reyes y González, 223.

14 Reyes y González, 224.

15 July Andrea García Amezquita, “Monjas, presas y ‘sirvientas’. La cárcel de mujeres del Buen Pastor, una aproximación a la historia de la política criminal y del encierro penitenciario femenino en Colombia 1890-1929”. Tesis de Maestría (Universidad Nacional de Colombia, 2014).

16 Código Penal de la República de Colombia (Bogotá: Imprenta de “La nación”, 1890), 63. Subrayado propio.

17 Código Penal de la República de Colombia, 66.

18 Código Penal de la República de Colombia, 105-106.

19 El Código Civil es el texto legal que se encarga de regular las relaciones civiles entre las personas tanto físicas como jurídicas.

20 Artículo 154 del Código Civil de 1873 adoptado por la Ley 57 de 1887.

21 Dolores Juliano, “Delito y pecado. La transgresión en femenino”, Política y Sociedad 46, n.° 1 y 2 (2009): 80.

22 Código Penal de la República de Colombia, 91.

23 Código Penal de la República de Colombia, 93.

24 Código Penal de la República de Colombia, 93.

25 Código Penal de la República de Colombia, 97.

26 Código Penal de la República de Colombia, 96-97. Subrayado propio.

27 Michelle Perrot, Mi historia de las mujeres (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2009), 54.

28 Rodríguez Jiménez, 124.

29 Gabriela Castellanos, Sexo, género y feminismos: tres categorías en pugna (Cali: La Manzana de la Discordia, 2006), 2.

30 Código Penal de la República de Colombia (Bogotá: Imprenta de “La nación”, 1890): Art. 725. Los que voluntariamente expongan o abandonen un hijo suyo de legítimo matrimonio y menor de siete años cumplidos, no siendo en casa de expósitos, hospicio u otro sitio equivalente, bajo la protección de la autoridad pública, sufrirán una reclusión de uno a tres años.

31 Reyes y González, 222-223.

32 AGN, Sección República, Fondo Rebaja de Penas, tomo 5, f. 790v.

33 AGN, Sección República, Fondo Rebaja de Penas, tomo 5, f. 790r.

34 AGN, Sección República, Fondo Rebaja de Penas, tomo 5, f. 795v.

35 AGN, Sección República, Fondo Rebaja de Penas, tomo 5, f. 797v.

36 AGN, Sección República, Fondo Rebaja de Penas, tomo 5, f. 798v.

37 Sexo entendido como la diferencia anatómica que clasifica a hombres y mujeres.

38 Perrot, 62.

39 AGN, Sección República, Fondo Rebaja de Penas, tomo 5, f. 799r. Subrayado en el texto original.

40 AGN, Sección República, Fondo Rebaja de Penas, tomo 2, f. 384v.

41 AGN, Sección República, Fondo Rebaja de Penas, tomo 2, f. 386v–386r. Subrayado mío.

42 Gutiérrez, 162.

43 Código Penal de la República de Colombia, 89. Subrayado propio.

44 Elisa Speckman, Crimen y castigo (México: El Colegio de México, 2002), 312.

45 Código Penal de la República de Colombia, 108-109.

46 Código Penal de la República de Colombia, 102.

47 AGN, Sección República, Fondo Rebaja de Penas, tomo 4, f. 393v.

48 AGN, Sección República, Fondo Rebaja de Penas, tomo 4, f. 395v.

49 Reyes y González, 215.

50 Reyes y González, 215.

51 “Art. 593. El homicidio toma la denominación de parricidio cuando se cometa en la persona de algún ascendiente o descendiente o cónyuge, a sabiendas de que existe el vínculo expresado. Al parricidio son extensivas las calificaciones de premeditado, asesinato, simplemente voluntario e involuntario que se han dado al homicidio común”. En: Código Penal de la República de Colombia (Bogotá: Imprenta de “La nación”, 1890), 91.

52 AGN, Sección República, Fondo Rebaja de Penas, tomo 4, f. 396r.

53 AGN, Sección República, Fondo Rebaja de Penas, tomo 4, f. 395v.

54 Una historia similar puede ser observada en Piedad del Valle, “Amores criminales. Un caso de parricidio en Colombia”, Microhistorias de la transgresión. Max Hering Torres y Nelson A. Rojas, eds. (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, Universidad Cooperativa de Colombia, Universidad del Rosario, 2015): 197-229.

55 Perrot, 25.


Bibliografía

Fuentes primarias

Archivo General de la Nación
Sección República

Fondo Rebaja de Penas. Tomo 1. Período: 1887-1901.

Fondo Rebaja de Penas. Tomo 2. Período: 1887-1901.

Fondo Rebaja de Penas. Tomo 3. Período: 1887-1901.

Fondo Rebaja de Penas. Tomo 4. Período: 1887-1901.

Fondo Rebaja de Penas. Tomo 5. Período: 1887-1901.

Fondo Rebaja de Penas. Tomo 6. Período: 1887-1901.

Impresos

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Código Penal de la República de Colombia. Bogotá: Imprenta de “La nación”, 1890.
-Fuentes secundarias
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Castellanos, Gabriela. Sexo, género y feminismos: tres categorías en pugna. Cali: La Manzana de la Discordia, 2006.

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Del Valle, Piedad. “Amores criminales. Un caso de parricidio en Colombia”, Microhistorias de la transgresión. Max Hering Torres y Nelson A. Rojas, eds., 197- 229. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, Universidad Cooperativa de Colombia, Universidad del Rosario, 2015.

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Reyes, Catalina y González, Lina Marcela. “La vida doméstica en las ciudades republicanas”. En Historia de la vida cotidiana en Colombia, editado por Beatriz Castro Carvajal, 205-239. Bogotá: Editorial Norma, 1996.

Rodríguez Jiménez, Pablo. “Casa y orden cotidiano en el Nuevo Reino de Granada, S. XVIII”. En Historia de la vida cotidiana en Colombia. editado por Beatriz Castro Carvajal, 103-129. Bogotá: Editorial Norma, 1996.

Speckman, Elisa. Crimen y castigo. México: El Colegio de México, 2002.




Capitulo 11


“Mariguaneras”: traficantes de marihuana, entre antisociales y trasgresoras, Cali-Valle del Cauca, 1950-1960

“Mariguaneras”: Marijuana traffickers, among antisocial and transgressor women in Cali, Valle del Cauca, 1950-1960.



Resumen

Hasta bien avanzado el siglo XX, el uso y consumo de la marihuana fue visto por los medios de comunicación, en especial por la opinión pública, como un problema de carácter social y legal. El estigma que sufrieron las mujeres que cultivaron, traficaron o consumieron la denominada “yerba maldita” estaba asociado desde lo legal a un comportamiento “desviado” de las normas y las leyes, así mismo, eran vistas como trasgresoras culturales del modelo de feminidad asignado a su condición social. Desde las fotografías y los discursos del diario El País, en este capítulo visualizaremos e historizaremos a las mujeres denominadas como “antisociales” de la ciudad de Cali y el Valle del Cauca entre las décadas del cincuenta y el sesenta, antes del conocido “boom cannábico” del setenta, quienes estuvieron vinculadas con actos ilícitos asociados a la marihuana. Queremos demostrar que antes de la “bonanza marimbera” ya existían el cultivo, el tráfico y el consumo de carácter micro, cotidiano y marginal. Mujeres y hombres de diferentes razas y edades eran parte de ese mercado clandestino.

Palabras clave: mujeres, marihuana, traficantes, Diario El País, Valle del Cauca, Cali


Abstract

Until the late of the twentieth century, the use and consumption of marijuana was seen by the media, especially by public opinion, as a social and legal problem. The stigma suffered by women who cultivated, trafficked or consumed the so-called “cursed weed” was legally associated with behavior that was “deviant” from the norms and laws, and they were also seen as cultural transgressors of the model of femininity assigned to their social status. From the photographs and discourses of the newspaper El País, in this chapter we will visualize and historicize the women known as “antisocial” in the city of Cali and Valle del Cauca between the fifties and sixties, before the well-known “cannabis boom” of the seventies, who were linked to illicit acts associated with marijuana. We want to show that before the “marijuana bonanza” there was already micro, daily and marginal cultivation, trafficking and consumption. Women and men of different races and ages were part of this clandestine market.

Keywords: Women, marijuana, traffickers, El País newspaper, Valle del Cauca, Cali



Sobre la autora | About the author

Judith C. González Eraso [judith.gonzalez@correounivalle.edu.co]

Candidata a Doctorado en Sociología de Flacso-Ecuador; licenciada y magíster en Historia de la Universidad del Valle. Ha sido profesora hora catedra e investigadora en el Departamento de Historia, en el Instituto de Psicología, la Escuela de Trabajo Social y en el Departamento de Geografía y Ciencias Sociales de la Universidad del Valle, sedes Cali y Buga. Sus intereses académicos se insertan en los campos de la historia de las mujeres en Colombia, la historia intelectual y la cultura letrada de los siglos XIX y XX. Ha publicado varios artículos, capítulos y libros sobre las mujeres y el movimiento sufragista; las mujeres en la Independencia; historias de la prensa y la opinión pública; sociabilidades católicas y laicas, entre otros temas. Es integrante del Centro de Estudios Histórico-Ambientales (CEHA) de la Universidad del Valle.

Cómo citar en MLA / How to cite in MLA

González Eraso, Judith C. ‘Mariguaneras’: traficantes de marihuana, entre antisociales y trasgresoras, Cali-valle del cauca, 1950-1960”. En López Jerez, M. (ed.). Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX. Bogotá: Editorial Uniagustiniana y Asociación Colombiana de Estudios del Caribe – ACOLEC, 2021, pp. 397-426.



Introducción

En Colombia son pocos los estudios historiográficos que se centran en el tema de los sujetos y su relación con el cultivo, el consumo y el tráfico de drogas. Sobre la marihuana o cannabis las aproximaciones se han dado más desde la historia del tráfico y la legislación que trató de regularlo. Eduardo Sáenz, uno de los investigadores más autorizados sobre las drogas y el narcotráfico en Colombia y América Latina, ha resaltado la vital importancia del tema para el siglo XX. De hecho, hace unas décadas se quejaba de que no existían estudios históricos sistemáticos

que tengan una utilización de archivos, materia prima básica de los trabajos históricos. Esto, a pesar de que una buena cantidad de estudios sobre el problema contemporáneo dedican una introducción “histórica” al problema. Además, las referencias históricas se refieren generalmente a los orígenes del negocio de narcóticos en los años sesenta y setenta y no analizan el asunto en las décadas anteriores.(1)

A pesar de la denuncia que hiciera Sáenz en su momento, algunos trabajos apenas han hecho énfasis en el ámbito punitivo o en la producción de leyes y decretos en la larga duración y otros han abordado el narcotráfico desde la perspectiva actual. Adicionalmente, algunos autores han analizado el denominado boom cannábico de los setenta en relación con el hippismo y la revolución cultural y juvenil, un mal “made in USA”(2) que condujo a la alta demanda de la variedad colombiana denominada Santa Marta Golden(3) consumida ampliamente por los “jóvenes yanquis”(4). Las mujeres cultivadoras, traficantes o consumidoras de marihuana aparecen entonces por fuera de las investigaciones históricas(5) , al menos desde una perspectiva de raza y género que se centre en las agentes marginales(6) y traficantes(7) .

Eduardo Sáenz señaló que en los años cuarenta del siglo XX el puerto de Barranquilla era la zona de consumo y comercialización de la marihuana en Colombia, con redes en los departamentos del Atlántico, Bolívar, Magdalena y Antioquia. En 1952, el Ministerio de Relaciones Exteriores señalaba a Santa Marta, capital del Magdalena, y a la Sierra Nevada como los sitios en donde se cultivaba la yerba y se trasladaba a los Estados Unidos en cargas de banano. Ya en la década del sesenta el cultivo estaba presente en departamentos como el Valle del Cauca y Caldas. “En el primero, la marihuana se cultivaba en Cali y Buga, donde eran voluminosas la producción y el tráfico”(8) , también en Cauca, Tolima, Huila, Cundinamarca, Bogotá y Quindío, es decir, prácticamente en toda la geografía nacional.

Colombia se suscribió a la Convención Única de Estupefacientes en 1961 y el derecho penal paso a ser el principal instrumento implementado por el Estado para enfrentar las fases del ciclo de la droga, incluido el consumo(9) , lo que indica que antes de ese momento la legislación sobre el tema era dispersa.

Las primeras reglamentaciones sobre el uso de drogas se ubican en la década del veinte, sobre todo aquellas de carácter farmacológico y de control médico, como la Ley 11 de 1920. Uprimny y Guzmán mencionan que la primera norma que imponía la privación de la libertad por tráfico de drogas era el Código Penal de 1936, que prohibía extraer opio y alcaloides de la coca, así como distribuirlos.

La Ley de 1946 cambió el arresto por prisión por penas relativamente bajas, no obstante, en las décadas del treinta y el cuarenta se crearon medidas represivas como el registro de toxicómanos. A comienzos del cincuenta, la legislación empezó a ocuparse de la represión del consumo, que fue castigado penalmente por primera vez entre 1951 y 1955, precisamente con el uso de la marihuana(10).

En la década del cincuenta y tiempo atrás, especialmente en el veinte, el tráfico de marihuana no era un tema relevante en materia de criminalidad en Colombia. Este cobraría fuerza apenas entre el setenta y el ochenta, cuando se estableció formalmente un sistema punitivo contra el narcotráfico(11).

Estamos de acuerdo con Eduardo Sáenz cuando afirma que la producción de marihuana en Colombia fue vista en la época del boom cannábico de los sesenta y setenta como un mal venido desde afuera. Sin embargo, antes de ese momento ya existía todo un mercado para el consumo doméstico, lo que demostraremos en esta investigación. No obstante, hay que reconocer que de los Estados Unidos sí provino “la percepción negativa e ilegal de su cultivo y consumo, visto como un problema de salud pública”(12) asociado, sobre todo, a los estratos pobres y racializados, y a los inmigrantes latinos. Para Howard Becker,

Todos los grupos sociales establecen reglas y, en determinado momento intentan aplicarlas. Estas reglas sociales definen las situaciones y comportamientos considerados apropiados, diferenciando las acciones “correctas” de las “equivocadas” y prohibidas, [donde la persona que infringe las reglas es vista como “especial” y etiquetada] como alguien incapaz de vivir según las normas acordadas por el grupo y que no merece confianza. Es considerado un outsider, un marginal.(13)

Esta idea de aplicación de las reglas e infracciones es un mecanismo que hace que algunas personas rompan las reglas y otras las impongan. En nuestro caso, en consonancia con Becker, a través de las reglas y leyes sobre el consumo de drogas, sobre todo contra las mujeres infractoras, el Estado usa su poder policial para hacer cumplir lo dictaminado, pero también emplea el poder de las leyes para someter y clasificar. A ello se suma la persuasión de la opinión pública para crear discursos morales, etiquetas o categorías con la cuales denominar a las infractoras, antisociales, marginadas y trasgresoras por posesión, tráfico o consumo de marihuana.

Los denominados “antisociales” representaron para la época diversos tipos de “conductas desviadas” que fueron etiquetadas por agentes del orden formal, ya se tratara de jueces, policías o médicos, o del orden informal, como la familia, la religión y la opinión pública. Como tal se referían a prostitutas, alcohólicos, drogadictos, homosexuales, ladrones, vagos y trastornados mentales.

Estas teorías del etiquetamiento y los procesos de clasificación de conductas desviadas fueron usados como herramientas de criminalización a través de la creación de un perfil, de una conducta, casi siempre estandarizado, “el ofensor vive en un mundo diferente. Ha sido etiquetado, y el proceso de criminalización antecede a una etiqueta. De ese modo, el criminal u ofensor se limita a interactuar solo con otras personas que estén en su misma situación”(14). Por lo tanto, el espacio social y la personalidad fueron factores para etiquetar la conducta de los demás; métodos usados regularmente en los años treinta y cincuenta en la criminología, la psiquiatría, la psicología y el derecho.

Aquí no haremos una historia de la desviación, tampoco una patologización de los sujetos etiquetados o estigmatizados como drogadictos, simplemente analizaremos cómo se marginalizó y estigmatizó a las mujeres traficantes de marihuana a través de discursos e imágenes que las subalternizaron desde una fuerte carga de racismo, clasismo y discriminación de género.


El avance de la criminalización

En la década del cincuenta se criminalizaron el consumo y el tráfico de la marihuana en la legislación colombiana. A los detenidos por traficar se les aplicó la Ley Lleras, que para 1955 había sido reformada por el Decreto-Ley 004, que especificaba quiénes eran considerados antisociales: los etiquetados como “caseros”, “estucheros”, “vagos”, “marihuaneros” y “atracadores”.

Según Goffman, “la sociedad misma establece los medios para categorizar a las personas y los comportamientos de atributos que se perciben como corrientes y naturales en los miembros de cada una de esas categorías. El medio social establece las categorías de personas que en él se pueden encontrar”(15). A primera vista, se crean los atributos para configurar la “identidad social” que es representada como desviada y marginal, en este caso, la de los cultivadores, traficantes y consumidores de marihuana.

En consonancia con lo expuesto por el autor, el Decreto 1669 de 1964 consideró el uso de drogas como una conducta “antisocial” e introdujo el término toxicomanía, por tal razón, “se determinó la aplicación de medidas sanatorias en sitios especiales, hasta obtener la rehabilitación completa del consumidor. Además, se penalizó cualquier consumo de sustancia estupefaciente”(16). El decreto dictaminó la sentencia y el castigo por el porte, consumo o tráfico de marihuana. Art. 23: “El que sin permiso de la autoridad cultive, labore, distribuya, venda, suministre, aun, cuando sea gratuitamente, use o tenga en su poder, la marihuana (Cannabis sativa o Cannabis índica) incurrirá en relegación a colonia agrícola de dos a cinco años”(17).

A este artículo se añadía el problema del consumidor, quien no iría a la colonia penal sino a una casa de reposo u hospital: “Cuando el que use la marihuana requiera tratamiento especial en casa de reposo u hospital, a juicio de los médicos legistas, se impondrá como única medida internación en establecimiento adecuado por el tiempo necesario para su curación”(18).

El artículo 25 se ocupaba de castigar el uso de sitios como casas y locales para el consumo o venta de marihuana y otros estupefacientes. “El que destine casa, local o establecimiento para que se haga uso de la marihuana o de cualquier sustancia estupefaciente o permita en ellos tal uso incurrirá en relegación a colonia agrícola de dos a cuatro años y clausura del establecimiento, casa o local”(19).

Las leyes de colombianas sobre el cannabis estaban en consonancia con la declaración de las Naciones Unidas, cuya Convención Única de 1961, enmendada por el Protocolo de 1972, acordó el fundamento del régimen global del control de drogas. El organismo internacional incluyó en su “lista amarilla” de prohibición el uso, la fabricación o la obtención de resinas y extractos de cannabis. En el Convenio de 1971 sobre Sustancias Psicotrópicas emitió la llamada “lista verde”, que incluyó el tetrahidrocannabinol entre las 121 sustancias sometidas a fiscalización por parte de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE)(20).


Mujeres de la “yerba maldita” en Cali

Los discursos e imágenes sobre las mujeres traficantes capturadas y expuestas ante la opinión pública en las décadas del cincuenta y sesenta en Cali giran en torno a su condición de “antisociales” y trasgresoras; son evidentes los factores de distinción asignados desde el género, la raza, la clase, la edad y el lugar, lo que hace que las representaciones e imágenes en torno a ellas sea variada.

Se las vinculaba a un espacio de enunciación, es este caso, a uno territorial y socialmente negativo, como los barrios marginales, las plazas de mercado, las galerías o las peyorativamente denominadas “ollas” o “zonas negras o rojas”, sitios de invasión o lugares periféricos. Se trataba de escenarios que en el imaginario de lo urbano moderno eran tildados de ausentes de civilización, sitios “sin Dios ni ley”, no lugares dentro de la sociedad ideal, y en los cuales sus habitantes eran la imagen contrapuesta del “buen ciudadano” y la ciudad modernizada. Espacios visualmente desagradables, grotescos y sucios, que no representaban ningún valor social, pues la marginalidad y la pobreza eran la cara del paisaje cotidiano, y la fealdad era aumentada por sus habitantes.

Estas percepciones sociales estigmatizantes eran frecuentemente referenciadas en el periódico El País. Así mismo, en las representaciones visuales que encontramos en las fotografías que se tomaban en estos procesos de captura y fotorreportaje son significativos los elementos de racialización y raza, así como de género; distinciones a las que se añaden las connotaciones asimétricas de sus protagonistas, derivadas de su condición social marginal.

Las mujeres que habitaron en estos espacios eran etiquetadas por la prensa como “antisociales”, y estigmatizadas como “ladronas”, “prostitutas” y “criminales”. Eran catalogadas como tales así solo hubieran sido capturadas traficando con marihuana. Se les estigmatizaba por su estrato social, lo cual, para los analistas sociales de la época, ya demarcaba un horizonte de expectativa como agentes activos del mundo ilegal y criminal.

Estas mujeres traficantes transgredían el estereotipo de supuesta fragilidad y dependencia femenina, lo que las situaba por fuera del espacio idílico “del hogar, dulce hogar”, pues lo doméstico-íntimo otorgado por el matrimonio no era para ellas, como sí pudo serlo para sus congéneres blanco-mestizas de clases medias y burguesas.

Dichas trasgresoras circulaban en el espacio público de las conocidas “zonas negras” u “ollas”, sitios masculinizados representados como lugares del hampa, del tráfico y consumo de drogas, alcohol y prostitución, mundo donde primaban la delincuencia y el crimen, espacios de sociabilidad marginal de los cuales hicieron parte muchas mujeres. Esa es la historia que nos interesa reconstruir, la de las mujeres trasgresoras que cultivaron, traficaron o consumieron marihuana.

Como lo vimos párrafos atrás, el consumo de esta sustancia ha sido etiquetado como nocivo e ilegal no solo desde los juicios morales, sino también desde disposiciones judiciales y médicas. De allí que según el imaginario social(21) de la época, a sus clientes o consumidores habituales se los considerara propensos al crimen y la violencia, pues fumarla llevaba a robar y matar. Esta idea la encontramos reflejada en 1945 cuando José Noel Osorio fue acusado de asesinar a una “bella muchacha”. El investigador judicial lo catalogó como “marihuanero reconocido, a quien varios lo acusan de haber asesinado en Bogotá a otra muchacha”. La víctima, Margarita Muñoz, fue asesinada con “27 feroces puñaladas” porque no accedió a sus pretensiones amorosas. Durante la investigación, en la zona de tolerancia de Cali, Dora Marín afirmó que conoció a Osorio en Bogotá, y lo acusó de “haber dado muerte a otra mujer en esa capital”(22).

De otra parte, en un reportaje de 1955 se indicó que en una batida a los hospedajes, restaurantes y hoteluchos aledaños a las galerías fueron capturados un gran número de “antisociales”, entre ellos, 200 hombres y 85 mujeres, de las cuales más de cincuenta estaban infectadas con enfermedades venéreas. Muchas de ellas fueron ingresadas al Profiláctico Municipal para controlar su dolencia y otras que tenían antecedentes o demandas pasaron directamente a la cárcel del Buen Pastor en Cali(23). En las batidas realizadas por la Policía en estos barrios era común encontrar a mujeres ejerciendo la prostitución clandestina (práctica sexual de la economía marginal), una forma en que ganaban los ingresos para su manutención y la de sus familias.

La “yerba maldita”

En los años cincuenta se empezó a castigar el consumo de la marihuana(24). Se la consideraba maldita porque atentaba contra la moral católica y los buenos valores. Tales fueron las consideraciones contra Candelaria Benítez y Cupertina Mejía, quienes a finales de los años cuarenta traficaban con la “peligrosa droga” a las afueras de una taberna ubicada en la plaza de mercado en la carrera 10.° entre calles 13 y 14 en el centro de Cali. Fueron atrapadas por la Policía con una banda de tres hombres: Claudio Bernal, Rodolfo Mina y Carlos Isáziga, denominados por el periodista como “una cuadrilla de viciosos” y “antisociales”, banda que ingería “la siniestra planta mezclada con aguardiente”; una bebida con la que “celebraban los más extremados bacanales, lo que unía a estos degenerados a una apasionada afición por la propiedad ajena”(25). El reportero creía que las mujeres seducían a sus víctimas dándoles a tomar esa bebida.

Tras su captura, los hombres fueron llevados a la colonia penal de Alaska, en la ciudad de Buga, y se les condenó a pagar cárcel y trabajos forzados entre seis meses y tres años, o igual pena en confinamiento. Las mujeres, entre tanto, fueron remitidas a la cárcel del Buen Pastor en Cali.

La introducción de marihuana a los penales o correccionales por parte de las mujeres sería una práctica comúnmente registrada en la prensa. A continuación, en la imagen 1 vemos a Nila Sánchez posando para el camarógrafo cruzada de brazos y dando la espalda a la marihuana incautada que trató de entrar a la cárcel de Villanueva en Cali. “Disimulada en un costal de naranjas, la marihuana era para el recluso Hernando Rojas, ocupante de la celda 951 del pabellón 3 y amante de Nila”(26).

En el informe presentado por el periodista o policía, casi siempre se refería y especificaba las relaciones personales de las mujeres capturadas con los hombres que esperaban la mercancía: si eran parientes, parejas, amigas, clientes o “amantes”. También se destacaban las estrategias y tácticas aplicadas por aquellas que pretendían camuflar la yerba e ingresarla a los penales, como la de las naranjas, que intentó Nila, u otras como el uso de niños como caletas o escondites.

No todos los casos de introducción de marihuana a los penales quedaron registrados en imágenes de prensa, este es el caso de Damaris Popo y Graciela Palacios en 1957, dos mujeres que pretendían ingresar tres onzas de marihuana al patio 2 para el recluso Efraín Palacios escondidas en los pañales de una niña de brazos que cargaba la primera de ellas, a quien según el reportero “se notaba nerviosa e impaciente, el recluso era reconocido por traficar la yerba dentro de la cárcel de Villanueva, a Graciela se le encontró un papel en el que le daban indicaciones de cómo ingresar la marihuana”(27).

Como Damaris y Graciela, varias mujeres fueron encarceladas por el delito de tráfico de la sustancia dentro de la misma cárcel o en diferentes centros penitenciarios de hombres. Al ser capturadas eran conducidas a reclusorios o cárceles para mujeres, como le sucedió en 1960 a Rosalba Martínez, quien pretendía ingresar doscientos cigarrillos, más o menos diez arrobas de “yerba”, a la cárcel de Villanueva en Cali(28).

Otras mujeres eran capturadas en sus propias viviendas por ejercer el tráfico, tal es el caso de María Cruz Caicedo y María Cecilia Montaño, cuya morada fue allanada por agentes secretos del Servicio de Inteligencia de Colombia (SIC) del Valle.

La casa estaba ubicada en la calle 14 con carreras 11 y 12, centro de la ciudad, donde le fueron incautadas “cerca de diez mil papeletas de marihuana y dos frascos con extraños líquidos que se creen sean burundanga, como dinero en efectivo y joyas”(29), luego de lo cual fueron trasladas a la cárcel. También se encontraron paquetes de semillas de la “yerba verde” para continuar con el cultivo y su posterior tráfico. El dinero en efectivo obtenido de esa labor sumaba 417 pesos, también se hallaron seis anillos de oro, lo que demuestra que muchas mujeres subsistían gracias a la economía ilegal y a los negocios de compra y venta de objetos robados en sus propios domicilios.

En las descripciones periodísticas era muy común que la prensa relacionara a la expendedora con sus clientes y parejas, que eran capturados infraganti. La captura significaba revivir la escena cotidiana y hacer todo un performance. En la imagen 2 se muestra a la pareja de esposos Roberto Caicedo y María Solís, quienes fueron hallados por las autoridades cuando fumaban marihuana en “su propio apartamento”, situado dentro de un café de la carrera 11 con calles 13 y 14, en el centro de la ciudad.

María se encuentra liando (o “pegando”, en el argot popular) un cigarrillo de marihuana con sus propias manos mientras su compañero Roberto la observa. Hay rastros de “yerba”, entre papeletas y cigarrillos, escondidos en el colchón de paja. Estos son encontrados por el policía que realiza el allanamiento en la habitación. La pared del cuarto está adornada por collages de recortes de prensa. Según el periodista, el lugar “era visitado por otros elementos adictos al peligro tóxico”(30).

A continuación, se ilustran las capturas de parejas traficantes de marihuana. En primer lugar, a María Librada Pretelly, quien fue sorprendida con la sustancia en el momento en que se disponía a expenderla en el centro de Cali, en la carrera 10 entre calles 14 y 15. Al ser capturada por agentes del SIC, confesó su delito cuando le preguntaron si la “yerba maldita” o “veneno verde”, como es llamada, era de su propiedad: “Yo tenía una plantación de marihuana a las orillas del río Cauca, pero ya se terminó”, contestó.

Con la implicada fue capturado Alfonso Méndez, un cliente que saboreaba un cigarrillo de marihuana(31). Como él, en la época fueron reportados varios casos de fumadores capturados mientras consumían(32). En otra redada se visualiza a Ester Julia González y a Juan de Dios Cortés cuando son capturados por agentes del SIC en el barrio Terrón Colorado de Cali. Llevaban doce papeletas de marihuana y semillas revueltas con arena dentro de una bolsa(33).

Las mujeres no solo vendían la yerba, sino que también la trasportaban de un barrio a otro o de una ciudad a otra, como Mercy de Duque y Aurora María Mina, capturadas en la madrugada en la vía “recta Cali-Palmira” mientras viajaban en un carro en compañía de Roberto Antonio Valencia y Ernesto Duque, el esposo de Mercy. En la cojinería y la guantera del vehículo habían escondido la “yerba verde” y algunos cigarrillos ya armados(34). Según agentes del SIC, la plantación de yerba de estos individuos estaba ubicada por los lados de Buga. A los implicados se les aplicó la Ley Lleras.

Adicionalmente, en la década del sesenta encontramos en Buga a Araceli Moreno Rodríguez, viuda de Cárdenas, quien como María Librada Pretelly, ya mencionada, cultivaba la yerba para obtener un recurso con el cual financiar a su familia. Según el informe policial, en casa de los Moreno Rodríguez se sembraba para que luego Carmen Castaño distribuyera el producto entre los “adictos a la yerba maldita”. Los funcionarios trataban de esclarecer la forma en que hacía llegar las papeletas a dos los reclusos de la colonia de Alaska, quienes, a su vez, la distribuían en el lugar(35).

En la misma ciudad de Buga, Raquel Díaz González, de treinta años, fue hallada con diez arrobas de marihuana. Días después, en otra noticia, se aclaró que en realidad se trataba de quince arrobas incautadas en inmediaciones de Buga en la vereda Los Mates, corregimiento de San Pedro. El inspector manifestaba haber visto “los más grandes cultivos de la fatídica yerba” en el predio que ocupaba como arrendataria Díaz González, quien en su defensa alegó “que su compañero de vida marital la había llevado [la planta] hasta ese lugar, pero ignoró tener conocimiento del mencionado cultivo”(36). Al ser capturadas, algunas mujeres apelaban al discurso de “la inocencia femenina” y el desconocimiento del cargo del que se les imputaba, como sucedió con Raquel.

A finales de la década del cincuenta, en Pradera, jurisdicción de San Isidro, en la propiedad de Bellavista, del señor Jacinto Flórez, fue capturada con doce papeletas de marihuana Irma Tulia Parra, quien distribuía la mercancía en Pradera. Vendía la yerba al trabajador de la finca Bellavista, Eliécer Díaz, quien camuflaba la plantación en medio de otros cultivos(37).

Las redes de siembra y compra de marihuana en las zonas rurales del Valle del Cauca eran parte del llamado “rebusque” dentro del espacio urbano, mientras que en el rural se trataba de una economía de subsistencia asociada a la cotidianidad del campesinado y de los pobladores rurales más pobres y humildes, quienes no contaban con grandes hectáreas de cultivo, sino que eran aparceros o arrendatarios de un pequeño lote de tierra u ocultaban sus plantaciones cannábicas a orillas del río Cauca. Mientras que la siembra se desarrollaba en las zonas rurales, la distribución o tráfico, se hacía en los centros y periferias urbanas.

Al parecer, varias de las mujeres que se ganaban la vida traficando con marihuana fueron capturadas con sus hijos e hijas, con niños de brazos o muy pequeños, como lo muestra el caso de Damaris Popo y Graciela Palacios. En otros casos eran capturadas madre e hija, como María Camacho o Machado y María de la Cruz Machado en 1960, a quienes se les incautó en su lugar de residencia (casa 11-119 con calle 14) “la yerba maldita”. Además, les fueron hallados billetes avaluados en $ 1.700 pesos, “que les ofrecieron las marihuaneras a los agentes de la Policía que las detuvieron, para tratar de sobornarlos”(38). El periodista que reportó este caso comenta que madre e hija “distribuían la marihuana a la cárcel de Villanueva y otras zonas y establecimientos”, actividad por la cual fueron recluidas en la cárcel del Buen Pastor.

También eran capturadas mujeres adultas mayores, como Julia Rita Muriel, quien fue sorprendida por agentes del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) en su casa en Cali (calle 17 n.° 12-38), en la que se le decomisaron ocho libras de marihuana que guardaba dentro de un escaparate. En el interrogatorio no quiso delatar a su distribuidor, solo aseguró que la compró en Tuluá. Los agentes llegaron por coincidencia a la casa de Muriel, pues en realidad perseguían a un “antisocial” ladrón de bicicletas que se había escondido en su morada, lo que condujo a la búsqueda y requisa del lugar(39).

Respecto a estos casos de “madres traficantes” encontramos un reportaje titulado “Promiscuidad tras las rejas”, que describe los lugares donde eran recluidas estas mujeres: “Es de común ocurrencia ver cómo en la misma celda donde se hallan mujeres marihuaneras, atracadoras y sindicadas por delitos contra la integridad personal y la propiedad privada, también se encuentran menores de edad semi-desnudos soportando el frío de la celda y el hambre, lo que en muchos casos se prolonga varios días”.

Ese fragmento denota que las mujeres no cumplían su rol social y cultural de “buenas madres y esposas”. Al parecer, una capturada podría tener varios hijos o ser madre soltera o cabeza de hogar, tener relaciones monogámicas seriales o vivir en poliandría y dedicarse también a la prostitución, pues el mismo título del artículo las cataloga, sin más, dentro de la promiscuidad. No se las asocia al sacramento del matrimonio ni al espacio doméstico, pues ese precepto y ese espacio son su antítesis como mujeres trasgresoras.

Para el reportero, que representaba la voz pública de la sociedad, sin recato alguno, estas mujeres criminalizaban y traficaban con sus hijos e hijas, pero luego, al ser capturadas los utilizaban para despertar lástima en las autoridades: “Cuando la mujer es citada ante el inspector y este considera que es merecedora a una sanción, a ver que se presenta con un menor, se busca la manera de que el niño sea dejado en poder de algún tutor, pero la madre se niega a ello y manifiesta en la mayoría de los casos que comparte la misma suerte con su hijo”. El reportero les pide a las autoridades competentes que tomen cartas en el asunto, pues se debía evitar que los “niños se enrutaran por los caminos del mal, corriendo la misma suerte que sus padres”(40).


Conclusiones

Esta investigación, centrada en un estudio de caso de Cali y el Valle del Cauca sobre las mujeres trasgresoras que cultivaban, traficaban o fumaban marihuana a mediados del siglo XX, es un abrebocas para que futuras investigaciones ahonden en la historia y la historiografía de la trasgresión femenina en relación con diversos campos culturales, políticos, jurídicos, etc. A través de ellas se esperaría poder visibilizar y situar su agencia, discursos y prácticas en los cambios y continuidades de las sociedades, contextos y tiempos en los que se desenvolvieron. Una historia del siglo XX colombiano sin la historia de las drogas es una historia incompleta, así como hacer una historia de la marihuana sin tener en cuenta a sus agentes productores y consumidores se queda en el mero discurso.

Las mujeres marginalizadas y etiquetadas como “antisociales” a mediados del siglo XX transgredieron los roles y espacios asignados para la época, eran parte de las áreas y prácticas de sociabilidades trasgresoras y prohibidas. No se trataba de agentes pasivos y, a pesar de moverse en el mundo de la ilegalidad, eran madres, hijas, hermanas, tías y conformaban familias diferentes al modelo nuclear.

En la década del cincuenta las feministas sufragistas blancas y burguesas, en su mayoría casadas, quienes contaban con una casa y un esposo proveedor (aunque no todas), reivindicaban la igualdad femenina y criticaban la opresión sexista mientras gozaban de sus privilegios de clase y raza, que les permitían viajar, escribir y habitar los espacios permitidos de la ciudad moderna, así como tener un estilo de vida confortable(41). Entre tanto, la gran mayoría de las mujeres estaban excluidas de aquellos privilegios.

El espacio urbano también era habitado por las mujeres de clase obrera y las que emigraban del campo a la ciudad y se ganaban la vida en todo tipo de oficios. Vivían en los sectores populares y marginales y tenían otras condiciones sociales, económicas y culturales, atravesadas también por la raza y la clase, pero que en su caso las dejaban en desventaja respecto a las blancas burguesas y de clase media, muchas de ellas también trasgresoras, pero de manera distinta a las traficantes de drogas, prostitutas, ladronas y criminales.

Las marginadas circulaban y formaban parte de espacios de rebusque dentro de la economía ilegal en galerías, plazas de mercado y en el centro de la ciudad, donde quedaban ubicados prostíbulos, cafetines y hoteles. Habitaban los barrios periféricos, sitios de invasión y entornos rurales. Viajaban de un lugar a otro, utilizaban la noche, el día y la madrugada para autogestionar su supervivencia y la de los suyos.

Este escrito no es una apología o una romantización de la pobreza y lo marginal, ni una crítica al feminismo hegemónico de la época, no obstante, trata de rescatar la diversidad de las mujeres que estaban situadas en el contexto histórico de mediados del siglo XX. Hacemos un llamado a entender que ni en ese periodo ni ahora las mujeres son todas iguales. Están atravesadas por diferencias de clase, raza, género, orientación sexual, edad, lugares de habitación y procedencia.

La apuesta por visibilizar la subalternización de la que fueron objeto las denominadas “traficantes o antisociales” es una invitación a destacar que la subalternidad no es una construcción identitaria, sino una condición y configuración del otro que está atravesada por diferentes factores, como los que acabamos de enunciar.

Estas traficantes eran trasgresoras de la ley, de las normas y de los estereotipos de feminidad. Al parecer, no gozaron de una formación educativa, académica o política ni cultivaron los valores morales exigidos por la religión y las buenas costumbres. Debemos reconocer que no todas tomaban el té, jugaban a las cartas o hablaban de sus derechos como mujeres; modelos y estereotipos de mujer que han sido los más representados en nuestra historiografía local y regional en el periodo de estudio.

Anexos





Imagen 1. “Nila Sánchez”
Fuente: Diario El País, Año VIII, n.° 2.563 (Cali, junio 28 de 1957), 3





Imagen 2. Pareja capturada, mujer liando un cigarrillo de marihuana
Fuente: “Cuando fumaban marihuana los sorprendió la policía anoche”, Diario El País, Año V. n.°1.633
(Cali. Noviembre 6 de 1954), 3





Imagen 3. Parejas capturadas traficando marihuana
Fuente: “María Librada Pretelly y Alfonso Méndez”, Diario El País, Año V. n.° 1.649, (Cali, noviembre 22 de 1954),
4; “Ester Julia González y Juan de Dios Cortes”, Diario El País, Año: VIII, n.° 2488 (Cali, marzo 27 de 1957), 3






Imagen 4Mujeres traficando marihuana
Fuente: “María Camacho o Machado y María de la Cruz Machado (madre e hija)”. Diario El País (Cali, noviembre 17 de 1960), 7; “Julia Rita Muriel”, Diario El País (Cali, diciembre 20 de 1960), 7.


Notas:

1 Eduardo Sáenz, “La prehistoria de la marihuana en Colombia: consumo y cultivos entre los años 30 y 60”, Cuadernos de Economía, vol. XXVI, n.° 47 (2007), 210.

2 Sáenz, 205-222.

3 Judith C. González E. “Marihuana, hippismo y rock en Cali (1970-1977)”, en Antonio Echeverry (ed.), De mayo del 68 a la Cali del 70. Ensayo en perspectiva latinoamericana de una década que transformó al mundo, 130-131 (Cali: Programa Editorial de la Universidad del Valle, 2020).

4 Para un estudio reciente sobre el boom ver el trabajo Lina Britto: Marijuana Boom The Rise and Fall of Colombia’s First Drug Paradise (University of California Press, 2020).

5 Sin embargo, Eduardo Sáenz sí menciona algunos casos de mujeres en sus estudios, como aquellas que en las décadas del treinta y cuarenta fueron capturadas por traficar clorhidrato de cocaína o por cultivar hoja de coca; las que traficaron con heroína en la década del cincuenta, y aquellas que cultivaron y traficaron marihuana en la del sesenta. Eduardo Sáenz, “Prehistoria del narcotráfico en Colombia. Serie documental desde la Gran Depresión hasta la Revolución Cubana”. Innovar, n.° 8 (1996), 70-76. “Ensayo sobre la historia del tráfico de drogas psicoactivas en Colombia años 30s y 50s”, Iberoamericana, año 9, n. ° 35 (2014), 102. Sáenz, 2007, 217-218.

6 El estudio pionero sobre los consumidores de marihuana en el campo sociológico lo encontramos en Howard Becker, quien centró su análisis en las experiencias de los marginados etiquetados como desviados en su obra Cómo fumar marihuana y tener un buen viaje: una mirada sociológica (Buenos Aires: Siglo XXI, 2016). Su trabajo más representativo fue Outsiders: Hacia una sociología de la desviación (Buenos Aires: Siglo XXI, 2009). Becker es visto como el primer sociólogo que en los años cincuenta habló del “uso recreativo” de la marihuana cuando todos hablaban de “abuso” (Buenos Aires: Siglo XXI, 2016), 9-13.

7 En México encontramos el trabajo sobre una mujer traficante entre los años 30s y 60s que narra la historia de Lola la Chata dominada la primera mujer traficante transnacional de marihuana, heroína y morfina entre México y Estados Unidos, siendo requerida por la justicia norteamericana. Elaine Carey, “Selling is More of a Habit than Using”, Narcotraficante Lola la Chata and Her Threat to Civilization, 1930-1960, Journal of Women’s History vol. 21, n.° 2 (2009), 62-89.

8 Sáenz, 214-216.

9 Rodrigo Uprimny y Diana Esther Guzmán. La política criminal frente a las drogas en Colombia. En Beatriz Caiuby y Thiago Rodríguez (eds.), Drogas, policía y sociedad en América Latina y el Caribe, t. VI (México: CIDE, 2015), 114.

10 Uprimny y Guzmán, 115.

11 Para Darío Betancourt y Marta Luz García, “La invención del término narcotráfico se debe a la administración Reagan, que en 1982 declaró la guerra contra las drogas como objetivo prioritario de la seguridad nacional, momento en el cual todas las acciones de las autoridades norteamericanas se concentraron en la lucha contra la cocaína, primordialmente”. En Contrabandistas, marimberos y mafiosos: historia social de la mafia colombiana 1965-1992 (Bogotá: Tercer Mundo, 1994), 37.

12 Sáenz, 206.

13 Becker, “Outsiders”, 21-38.

14 Wael Hikal. “Howard Becker: ¿El contemporáneo de la escuela de Chicago? La teoría del etiquetamiento en el proceso de criminalización”, Vox Juris vol. 33, n.° 1 (2017), 101-112.

15 Erving Goffman, “Estigma e identidad social”, en Estigma. La identidad deteriorada (Buenos Aires, Madrid: Amorrortu, 2006): 11-12.

16 Rodrigo Uprimny, Sergio Chaparro y Luis F Cruz, Delitos de drogas y sobredosis carcelaria en Colombia (Bogotá: Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad, Dejusticia, 2017), 18.

17 “Decreto 1669 de 1964”. Diario Oficial. Año C. n.° 31430 (Bogotá, 5, agosto, 1964), 3.

18 “Decreto 1669 de 1964 Art. 23”. Diario Oficial. Año C. n.° 31430 (Bogotá, 5, agosto, 1964), 3.

19 “Decreto 1669 de 1964. Art. 25”. Diario Oficial. Año C. n.° 31430, 5 (Bogotá, agosto, 1964), 3.

20 Adriana C. Campos y Jairo Téllez M. “Indicadores epidemiológicos del consumo de cannabis”, en Campos Jairo Téllez Mosquera (ed). Marihuana-cannabis aspectos toxicológicos, clínicos, sociales y potenciales usos terapéuticos (Bogotá: Ministerio de Defensa y del Derecho, Universidad Nacional de Colombia, 2015).

21 Por imaginario social entendemos “una construcción histórica que abarca el conjunto de instituciones, normas y símbolos que comparte un determinado grupo social, y que pese a su carácter imaginado opera en la realidad ofreciendo tanto oportunidades como restricciones para el accionar de los sujetos”. C. Castoriadis, Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto (Barcelona: Gedisa Editorial, 1988), 199.

22 “Esclarecido el horrendo asesinato de la ‘Casa Verde’, la bella muchacha fue asesinada a formonazos por José Noel Osorio”. Diario El Crisol. Cali. Edición 8, n.° 6.800 (Cali, mayo 16 de 1949), 1-5.

23 “Antisociales y mujeres enfermas caen en batida de la Policía”, Diario El País (Cali, enero 27 de 1955), 3.

24 Uprimny, Chaparro, Cruz, 17-18.

25 “Banda de marihuaneros se descubrió en la ciudad. La componían elementos de ambos sexos y cayó presa por la autoridad cuando menos lo esperaban”, Diario El Crisol, n.° 1733 (Cali, junio 12 de 1949), 5.

26 “Nila Sánchez”, Diario El País, Año VIII. n.° 2.563 (Cali, junio 28 de 1957), 3.

27 “Dos mujeres detenidas por traficar con la Marihuana”, Diario El País, Año. VIII, n.° 2.409 (Cali, enero 7 de 1957), 3.

28 “Mujer tenía diez arrobas de la yerba”, Diario El País (Cali, julio 5 de 1960), 7.

29 “La yerba maldita. Decomisadas diez mil papeletas de marihuana y burundanga”, Diario El País (Cali, abril 14 de 1956), 3.

30 “Cuando fumaban marihuana los sorprendió la Policía anoche”, Diario El País, Año V. n.°1.633 (Cali, noviembre 6 de 1954), 3.

31 “Dueños de una plantación de marihuana”, Diario El País, Año V. n.°1.649 (Cali, noviembre 22 de 1954), 4-16.

32 “De Palmira: Capturados dos sujetos marihuaneros”, Diario El País (Cali, agosto 5 de 1956), 17.

33 “Foto de Ester Julia González y Juan de Dios Cortes”, Diario El País, Año: VIII. n.° 2488 (Cali, marzo 27 de 1957), 3.

34 “Caen traficantes de marihuana. El SIC descubrió la cadena en la Recta”, Diario El País (Cali, febrero 23 de 1958), 7.

35 “Auto de detención para marihuaneros”, Diario El País, Año: X, n.° 3.442 (Cali, diciembre 8 de 1959), 8.

36 “Mujer tenía diez arrobas de la yerba”, Diario El País, n.° 3.645 (Cali, julio 5 de 1960), 7; “Buga. Incautan 15 arrobas de la yerba maldita”, Diario El País, n.° 3.646 (Cali, julio 6 de 1960), 7.

37 “Descubierta marihuana en Pradera”, Diario El País (Cali, julio 3 de 1959), 7.

38 “Descubren tráfico de marihuana en la ciudad”, Diario El País (Cali, noviembre 17 de 1960), 7.

39 “Por perseguir a un ratero el DAS decomisó 8 libras de marihuana”, Diario El País (Cali, diciembre 20 de 1960), 7.

40 “Promiscuidad tras las rejas”. Diario El País (Cali, marzo 7 de 1959), 7.

41 Ver: Participación Femenina, Agitación Sufragista y Movimiento Social de Mujeres en el Valle del Cauca 1950-1957. Tesis Licenciada en Historia. Estudiantes: Judith C. González E. y Ana María Ortiz M. Universidad del Valle. Departamento de Historia. Dirección: Dra. Gabriela Castellanos, 2008; “Las mujeres y el oficio del periodismo, Cali siglo XX: el caso del periodismo sufragista de Clara Inés Suárez de Zawadzki”, en Gilberto Loaiza Cano (ed.), Historia de Cali siglo XX. Tomo II. Historia Política, 262-278 (Cali: Universidad del Valle, 2012).


Bibliografía

Fuentes primarias

Diario El País. Cali
“Nila Sánchez”, Diario El País, Año VIII. n.° 2.563 (Cali, junio 28 de 1957), 3.

“Dos mujeres detenidas por traficar con la Marihuana”, Diario El País, Año. VIII, n.° 2.409 (Cali, enero 7 de 1957), 3.

“Mujer tenía diez arrobas de la yerba”, Diario El País (Cali, julio 5 de 1960), 7.

“La yerba maldita. Decomisadas diez mil papeletas de marihuana y burundanga”, Diario El País (Cali, abril 14 de 1956), 3.

“Cuando fumaban marihuana los sorprendió la Policía anoche”, Diario El País, Año V. n.°1.633 (Cali, noviembre 6 de 1954), 3.

“Dueños de una plantación de marihuana”, Diario El País, Año V. n.°1.649 (Cali, noviembre 22 de 1954), 4-16.

“De Palmira: Capturados dos sujetos marihuaneros”, Diario El País (Cali, agosto 5 de 1956), 17.

“Foto de Ester Julia González y Juan de Dios Cortes”, Diario El País, Año: VIII. n.° 2488 (Cali, marzo 27 de 1957), 3.

“Caen traficantes de marihuana. El SIC descubrió la cadena en la Recta”, Diario El País (Cali, febrero 23 de 1958), 7.

“Auto de detención para marihuaneros”, Diario El País, Año: X, n.° 3.442 (Cali, diciembre 8 de 1959), 8.

“Mujer tenía diez arrobas de la yerba”, Diario El País, n.° 3.645 (Cali, julio 5 de 1960), 7;

“Buga. Incautan 15 arrobas de la yerba maldita”, Diario El País, n.° 3.646, (Cali, julio 6 de 1960), 7.

“Descubierta marihuana en Pradera”, Diario El País (Cali, julio 3 de 1959), 7.

“Descubren tráfico de marihuana en la ciudad”, Diario El País (Cali, noviembre 17 de 1960), 7.

“Por perseguir a un ratero el DAS decomisó 8 libras de marihuana”, Diario El País (Cali, diciembre 20 de 1960), 7.

“Promiscuidad tras las rejas”. Diario El País (Cali, marzo 7 de 1959), 7.

Diario El Crisol. Cali
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“Decreto 1669 de 1964 Art. 23”. Diario Oficial. Año C. n.° 31430 (Bogotá, 5, agosto, 1964), 3.

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Este libro fue editado por la Editorial Uniagustiniana y la Asociación Colombiana de Estudios del Caribe – ACOLEC. Su texto se compone con letra tipo Lora a 10 pts