Ni calladas ni sumisas
Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX

https://doi.org/10.28970/9789585498662
ISBN (digital): 978-958-5498-66-2

Capítulo 3

Del caso de Juana Chicuasuque a una discusión sobre trasgresiones y formas de castigo, 1846


From the case of Juana Chicuasuque to a discussion about transgressions and forms of punishment, 1846

https://doi.org/10.28970/9789585498129

mavedi38@gmail.com

Licenciada en Ciencias Sociales de la Universidad Pedagógica Nacional y magíster en Historia de la Universidad Nacional de Colombia. Se interesa por la historia del delito, el castigo y la cárcel. Formó parte del comité organizador del VI Simposio Internacional de la Red de Historiadoras e Historiadores del Delito en las América (Bogotá) y coordinó la línea Instituciones de castigo y control social. Ha trabajado en la creación de contenidos pedagógicos en ciencias sociales para la educación básica y media.

Venegas Díaz, Maribel. “Del caso de Juana Chicuasuque a una discusión sobre trasgresiones y formas de castigo, 1846”. Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX, editado por Mabel López Jerez, Editorial Uniagustiniana y Asociación Colombiana de Estudios del Caribe ACOLEC, 2021, pp. 117-150.

Resumen



Este artículo examina el expediente judicial por la muerte de la indígena Juana Chicuasuque en Chocontá en 1846, como un ejercicio que problematiza las tensiones entre una trasgresión relacionada con tradiciones indígenas como la yerbatería y las ideas liberales sobre civilización y progreso que buscaban sancionar las prácticas ancestrales a mediados del siglo XIX en la Nueva Granada. En su desarrollo se describe y analiza la escena en la que murió Juana, los motivos por los que fue asesinada y los alegatos a favor de la conmutación de la pena de muerte a los autores de su crimen. En este caso sobresale el abogado Salvador Camacho Roldán, un personaje fundamental en la historia intelectual del momento. El hilo que atraviesa el capítulo y constituye el punto central de reflexión es la violencia sobre el cuerpo como una práctica que debe aprobarse o reprobarse según el sujeto y el propósito que cumple para armonizar relaciones de poder en la sociedad.

Palabras clave: trasgresión, yerbatería, indígenas, violencia, castigo, pena de muerte, Salvador Camacho Roldán

Abstract



This article examines the judicial file for the death of the indigenous Juana Chicuasuque in Chocontá in 1846, as an exercise that problematizes the tensions between a transgression related to indigenous traditions such as yerbatería and the liberal ideas about civilization and progress that sought to sanction ancestral practices in the mid-nineteenth century in New Granada. In its development, it describes and analyzes the scene where Juana died, the reasons why she was murdered and the arguments in favor of the commutation of the death penalty to the perpetrators of her crime. The lawyer Salvador Camacho Roldán, a fundamental character in the intellectual history of the time, stands out in this case. The thread that runs through the chapter and constitutes the central point of reflection is violence on the body as a practice that should be approved or disapproved according to the subject and the purpose it serves to harmonize power relations in society.

Keywords: transgression, yerbatería, indigenous people, violence, punishment, death penalty, Salvador Camacho Roldán.



Introducción
Desarrollo
Conclusiones
Referencias



Introducción


Agustina Lara y Salvador Villagrán eran esposos. Un día murió Agustina y Salvador cayó gravemente enfermo. Finalmente, falleció el 26 de octubre de 1846. Ese día, la madre de Agustina, Mónica Sarmiento, junto con uno de sus hijos, un hermano de Salvador y la esposa de este último, acordaron citar a los nueve días a la indígena Juana Chicuasuque porque creían que había ocasionado la muerte de la pareja.

El martes 3 de noviembre de 1846, cuando Juana llegó a la casa de Mónica, además de los ya referidos, la aguardaban ocho personas: los hijos de Mónica: Pioquinto, Agustín, Justa y Esteban; Ezequiel Villagrán, de siete años y nieto de Mónica; y los familiares del yerno de Mónica: sus hermanos Tiburcio y Francisca, y la esposa de Tiburcio: Agustina Bonifacio. El 4 de noviembre de 1846, Cecilio Guerra informó al alcalde de Chocontá que había encontrado el cadáver de una mujer en el río Funza. El reconocimiento fue hecho por Salvador Porras y Vicente Carmelo.

Con ese aviso se abrió la causa criminal contra “Mónica Sarmiento y socios”(2) por el homicidio de Juana Chicuasuque.

En las sentencias se condenó a muerte a los autores principales –Mónica, Esteban Tiburcio y Agustina Bonifacio–, mientras que a los demás se les atribuyeron otras penas, de acuerdo con las disposiciones de la época(3) . El presidente de la República, Tomás Cipriano de Mosquera, les conmutó la pena de muerte a los autores principales el 31 de mayo de 1848(4) . Así concluyó el proceso.

Hecho este recuento, surgen varias preguntas sobre el caso de Juana Chicuasuque. El capítulo responde algunas de ellas a través de dos elementos centrales en la historia: la violencia en la escena del crimen y los alegatos en contra de la pena de muerte, a la que fueron condenados inicialmente los autores del homicidio. El estudio de la violencia desde estas dos vertientes permite comprender el asesinato de la indígena en una atmósfera de difusión de ideas liberales acerca del castigo y la pena de muerte, a la vez que problematiza los alcances de la trasgresión de la yerbatería en la población neogranadina.

El texto se divide en tres partes, cada una busca agregar progresivamente elementos a la historia en un crescendo de detalles e indicios que aparecen en el expediente judicial y que son cotejados con fuentes secundarias para alcanzar una mejor aproximación a los temas que iluminan el caso(5) . En la primera parte se describe cómo murió Juana. Nos centramos en los medios y recursos que evidencian la violencia física en prácticas punitivas por mano propia que, al parecer, eran recurrentes en un sector de la población. En la segunda parte analizamos qué trasgresión cometió Juana y en virtud de la cual fue objeto de “estropeos”. El propósito de este apartado es evidenciar la violencia que buscaba aplacar y dominar a quienes osaban alterar relaciones de conocimiento y poder.

En la tercera parte se problematizan los argumentos en contra de la pena de muerte para los cuatro reos principales y, en un acápite especial, se aborda la posición de Salvador Camacho Roldán frente al tema. Mostramos la violencia como un elemento indeseable en la aplicación del castigo oficial, pero también el guiño o la aceptación tácita de las autoridades a prácticas punitivas extraoficiales que regulan las relaciones sociales, corrigen a los trasgresores y aseguran la marginalidad de unos frente a otros en casos en los que no alcanza la acción de la ley, como el de Juana. Para concluir, se presentan algunas ideas sobre la violencia, su presencia en los proyectos modernos y en la ejecución del castigo.

David Garland, importante teórico del castigo como una compleja institución que interactúa con esferas socioeconómicas, políticas y culturales, señala que si las sanciones y condenas ocurren fuera del sistema legal –por ejemplo, en la escuela, la familia, las instituciones militares y los centros de trabajo–, se habla de una práctica punitiva(6) , que abarca a la justicia por mano propia. Por el contrario, “el procedimiento legal que sanciona y condena a los trasgresores del derecho penal de acuerdo con categorías y procedimientos legales específicos”(7) , se conoce como castigo o castigo legal. A través de estos dos conceptos se contextualizan las violencias presentes en la historia de Juana y se problematizan sus usos en el desarrollo del presente capítulo.

El expediente judicial en el que reposa el “voluminoso y delicado proceso”(8) contra “Mónica Sarmiento y socios” (inédito) es una fuente idónea para conocer a las mujeres trasgresoras, las violencias relacionadas con ellas y la atmósfera de difusión de las ideas liberales a mediados del siglo XIX en Colombia. Este tipo de fuentes evidencia la voz indirecta de personas iletradas y marginadas, cuyas historias, de otra forma, no se conocerían ni quedarían registradas.

El caso de Juana devela, además, las tensiones en las que vivía parte de la población marginada en la República de la Nueva Granada. Por otro lado, el expediente contiene como primicia la voz de un joven letrado liberal que se alza en los estrados judiciales en contra de la pena de muerte: Salvador Camacho Roldán, el abogado defensor de los cuatro reos. En la pluma de este intelectual(9) —quien formó parte de un grupo social que logró ascender social y económicamente entre 1850 y 1870(10) y fue ponderado como uno de los más destacados jurisconsultos de su época(11)— se evidencia la posición de la élite neogranadina en contra de sujetos, prácticas y saberes que chocan con los ideales de progreso y civilización de la nación, a la vez que se defiende un discurso en contra de la violencia que encarna la pena de muerte. En el capítulo se incluyen extractos del expediente para apreciar la voz del letrado y los argumentos de los sujetos implicados en el crimen de Juana.

Así, sin pretender ser un caso modélico a partir del cual se hagan generalizaciones sobre los fenómenos y las problemáticas que se analizan, es relevante y con él se busca contribuir al estudio de las violencias contra las mujeres indígenas, de la yerbatería y de la pena de muerte en un periodo poco estudiado: el de mediados del siglo XIX(12). Adicionalmente, revela las tensiones en la difusión de las ideas liberales ad portas de los cambios institucionales que estas inspiraron a mediados del siglo XIX (13). Se espera que este capítulo estimule nuevas interpretaciones y discusiones de los temas que aborda. A continuación, se narrará la historia de Juana Chicuasuque. Advertimos que algunas descripciones pueden herir la sensibilidad de los lectores.


La horrorosa escena de la tarde del tres de noviembre


El cuadro con el que se encontraron Salvador Porras y Vicente Carmelo el 4 de noviembre de 1846 en el puente de Pedro Ladino del río Funza, cerca de Chocontá, era digno de un titular en un periódico amarillista: la víctima, Juana Chicuasuque, aparecía “con señales de azotes desde el pescuezo hasta los pies, por delante y por detrás, cuyas señales no se podían contar, con una herida en su pecho o mamila y otras en una sien: con dos parches de pelo arrancado en la cabeza y con gotas de sebo en la cara”(14).

El asombro de las autoridades de la época era evidente. En el expediente aparecen menciones como “la referida escena horrorosa”(15) y “la escena bárbara y cruel que se presentó en casa de Mónica Sarmiento”(16). ¿Qué pasó exactamente aquel día para dejar semejantes huellas en el cuerpo de Juana y causar tal reacción en las autoridades? En el cadáver se evidenciaba una violencia marcada por azotes y tormentos.

“La Chicuasuque fue atraída a aquella fatal casa gozando de completa salud”(17), “indefensa y desapercibida”(18) de lo que le ocurriría. Estando dentro, “Mónica Sarmiento y socios” comenzaron lo que las autoridades calificaron como “estropeos” —expresión que puede ser o bien un eufemismo para referirse a un acto cruel o bien una naturalización de la violencia entre la población—. Según sus mismas confesiones, Esteban, Pioquinto y Agustina Bonifacio le dieron rejazos; no más de doce, confesaron los dos hombres. Francisca le dio tres puños; Justa, “tres palmaditas”(19); Agustín, dos puños, y Tiburcio, “cuando más le habría dado dos latigazos con un lazo y dos puños”(20). Francisca le alcanzó la candela a Mónica para quemarle el cabello (“las mechas”) a Juana e intentó hacer lo mismo con su cuerpo, pero Francisca lo evitó, quitándole el tiesto.

Todo esto ocurrió dentro de la casa en un clima en el que todos los procesados, “a pesar de haber pretendido debilitar la parte que tomaron en el acontecimiento de la tarde del tres de noviembre, no pudieron menos que exponer haber contribuido con su contingente de maltratos para estropear y atormentar a la Chicuasuque”(21).

Luego, Juana fue amarrada por los pezones con una cabuya delgada, la colgaron de una viga y, nuevamente, fue objeto de cruentos “estropeos”. Después, Tiburcio y Esteban la descolgaron. La mujer estaba “un poco viva”(22) y la arrastraron al patio, en donde al poco rato se veía como muerta. Tras preguntarse en voz baja qué harían con ella, “Mónica Sarmiento y socios” consideraron abrir un hoyo en la cementera o tirarla al páramo. Finalmente, “deliberaron arrojar su cadáver al río para sepultar en él el cuerpo de su atroz delito”(23). Juana fue introducida en un costal, Tiburcio lo cargó y fue con Agustín y Pioquinto a arrojar el cuerpo sobre el puente. Los eventos del 3 de noviembre duraron un poco más de una hora y, mientras tanto, la víctima permaneció desnuda, inerme y en completo silencio.

En la “escena horrorosa” destacan los azotes, un castigo muy propio del periodo de la Colonia y, lastimosamente, naturalizado como práctica punitiva en algunos sectores sociales y justificado para infringir violencia contra sujetos considerados inferiores, por ejemplo, los niños y las mujeres. Como acto violento, los azotes evidencian la furia y el ímpetu contra el cuerpo, es decir, se trató de una práctica punitiva atroz.

Los maltratadores de Juana contaban con más recursos económicos que ella. Así lo demuestra el hecho de que fuese citada con el “ardid”(24) de darle una mazorca. Este gesto simboliza poder, ya que quien lo protagoniza tiene comida no solo para consumir sino para “dar y compartir”(25). Por otro lado, “Mónica Sarmiento y socios” contaban con el dinero para sufragar las costas procesales, incluso, Justa ofreció pagarles a los dos testigos de los hechos “porque no se supiera nada”(26). Finalmente, el silencio que guardó Juana mientras era maltratada y su reducción por parte de nueve miembros de una misma familia es señal de que estaba en condiciones de inferioridad respecto a sus maltratadores. “Mónica Sarmiento y socios” tuvieron alguna autoridad sobre Juana y se aprovecharon de ella para azotarla y darle una “lección de subordinación”(27).

La ominosa práctica de azotar, junto con la de atar, colgar y quemar a las mujeres, como lo hicieron con Juana, se presentaba en la Colonia y en la primera mitad del siglo XIX(28) con regularidad. Por ejemplo, en 1807 José de los Reyes azotó a su mujer, parturienta de veinticuatro días, colgándola de pies y manos a las vigas de la casa, hasta dejarle “la piel ayagada”(29). A Paula Zapata (1793) su marido la había flagelado, “reduciéndola a la condición de un animal”(30). Juan Rodríguez (1809-1810) amarró a su esposa Rosa Barea de las muñecas con un lazo y la colgó contra unas vigas de su casa para golpearla con un rejo de dos ramales porque ella había empeñado una gargantilla sin su consentimiento(31). Si bien estos maltratos tuvieron motivaciones diferentes a las de “Mónica Sarmiento y socios”, coinciden en el tipo de víctimas: las mujeres, a quienes se les doblegó como “animales” y se les dejó en estado de postración como efecto de la flagelación.

Ahora bien, a las acciones espontáneas con manos, pies y azotes, que se evidencian contra Juana, se suma un último elemento que ya se venía manifestando: los tormentos. “Mónica Sarmiento y socios” infligieron en su víctima dolores incesantes, no súbitos. La testigo María Guadalupe confesó que “todos se cebaban cruelmente en la desgraciada”(32), le pegaron “como tigres cebados”(33), “Mónica Sarmiento y toda su familia le daban cruelmente”(34), y “todos le pegaban indistintamente”(35). Tiburcio afirmó que Pioquinto le pegó a Juana “sin misericordia”(36). Una evidencia de que querían atormentarla es el hecho de que Mónica intentara quemarle el cabello y que, como lo manifestó la testigo María Guadalupe, luego de sacar a la víctima al patio y dejarla desnuda intentaran hacer una hoguera para incinerarla(37).

La “escena horrorosa” del 3 de noviembre de 1846 en un paraje rural de Chocontá evoca una práctica punitiva que no es sui generis en Colombia: la justicia por mano propia. La pregunta que surge en este punto es por qué Mónica Sarmiento y sus familiares la emprendieron de esa manera contra Juana Chicuasuque. Sin duda, la muerte de Agustina Lara y Salvador Villagrán tuvo relación con el llamado para pegarle. Veamos entonces en qué trasgresión incurrió la víctima y qué motivó la venganza en su contra.

Un ser maléfico

(38)
Salvador Camacho Roldán subrayó en el expediente judicial la razón por la cual Juana fue maltratada: era una yerbosa o yerbatera. El gesto de resaltar ese atributo en cursivas o en comillas dentro del documento tal vez tuvo como propósito hacerlo sobresalir en el caso. Si a esto se suma el hecho de que la mujer fue identificada por las autoridades como indígena, el análisis de los motivos por los cuales “Mónica Sarmiento y socios” la emprendieron contra ella se torna más complejo, pues si bien la condición étnica no es empleada para justificar la violencia de la práctica punitiva, sí permite trazar las tensiones, realidades e imaginarios que la alimentaron:

[…] teniendo Mónica Sarmiento y la mayoría de sus socios o compañeros en el delito la creencia de que Juana Chicuasuque, según ellos dijeron, era una yerbosa o yerbatera(39) que había causado grandes males a las familias de los reos, entre tales la muerte de Agustina, hija de Sarmiento y la de Salvador Villagrán su yerno, y amenazándolos con otros males, combinaron entre algunos de los reos el plan de llamar a la Chicuasuque a la casa de la Sarmiento con el fin de pegarle, como dijeron los mismos reos, para que no les hiciera tanto mal.(40)

Como se entiende por la cita, no todos los que participaron creían que Juana era yerbatera; tampoco estaban seguros de que hubiera ocasionado la muerte de Agustina Lara y su esposo. Francisca Villagrán afirmó que le dio tres puños a Juana y “le dijo yerbatera(41) porque las otras mujeres le decían que había matado a su hermano”(42). Justa acometió en contra de Juana porque oyó que decían que había causado la muerte de su hermana y su yerno(43).

Agustina Bonifacio también manifestó estar presa “por la mortandad de esa mujer, llamada Juana Chicuasuque, de quien decía Mónica Sarmiento que era una yerbatera y le había ocasionado la muerte “a una de sus hijas llamada Agustina”, y a Salvador Villagrán, cuñado de la confesante”(44). Esteban y Tiburcio, por su parte, sostuvieron que no creían que Juana fuera yerbatera. Según el último de ellos, “Mónica Sarmiento los había metido en todo”(45); los demás hombres no se manifestaron al respecto. Visto esto, se puede concluir que el ejercicio de la yerbatería y el fracaso del “enyerbe”, junto con los imaginarios que alimentaban a los victimarios, fueron suficientes para justificar la violencia en contra de Juana.

La yerbatería se entiende como el arte de sanar a través del uso de yerbas y compuestos. ¿Quién era la yerbatera en aquella época? Una curandera no titulada que fabricaba, recetaba y suministraba medicina a través de plantas y sustancias para mejorar la salud de un enfermo(46). Las yerbateras adquirían sus conocimientos sobre las plantas del contexto familiar y de la tradición oral de una población conformada por indígenas, africanos y blancos, quienes, así mismo, contaban con múltiples influencias(47) culturales. Adicionalmente, es preciso aclarar que las yerbateras no pertenecían a un solo estamento social, podían ser indias, negras o, en menor medida, mestizas(48). Teniendo en cuenta el legado prehispánico, así como la poca disposición de facultativos para la época, las yerbateras fueron parte del entorno colonial.

El ejercicio de esta actividad no estuvo exento de tensiones. Si la yerbatera no lograba sanar o causaba la muerte del enfermo con la dosis suministrada, era señalada de bruja o hechicera(49). En esa falta de cálculo estribaban los resquemores hacia los alcances, poder y fines del enyerbe y, en especial, hacia la yerbatera. La creencia respecto a esta mujer era, entonces, que podía utilizar sus conocimientos para sanar o para hacer maleficios y envenenar; aunque ello también ocurriera por accidente.

La yerbatería fue sancionada desde la Colonia como una trasgresión contra la Iglesia. El empleo de plantas a las que se les atribuían propiedades curativas franqueaba los límites que Dios les había dado a los hombres, pues era él quien sanaba, por lo tanto, los que practicaban la yerbatería cruzaban los límites establecidos por las normas eclesiásticas y accedían a un espacio de poder. La divinidad de Dios y el reconocimiento de su omnipotencia se minaban cuando en una comunidad había individuos que lo desconocían y se atribuían la posibilidad de curar o la delegaban en las plantas.

Otro factor por el que esta práctica fue sancionada era la posibilidad de modificar las relaciones entre los individuos, al permitirles acceder en las consultas a espacios de socialización con personas que no eran de su misma comunidad o estamento(50). En el caso de las indígenas, lo anterior adquiría mayores dimensiones porque en ellas convergían dos clases de estereotipos que las hacían trasgresoras: ser mujeres, y como tal, de una constitución débil a través de la cual se creía que el demonio actuaba más libremente(51); y ser indígenas, por lo tanto, asociadas a la figura de Eva: mujer lujuriosa, de instinto criminal y agresiva(52). De esta forma, la yerbatera se situaba en la antípoda de la blanca y española, una mujer de moral intachable y que materializaba los valores de la virgen María(53).

La práctica de la yerbatería empezó a condenarse penalmente desde la Colonia y específicamente con las reformas borbónicas. Dentro de estas se estipuló que el ejercicio de curar a través de plantas quedaba restringido solo a quienes tuvieran formación universitaria(54), lo cual significó sancionar por estafador a quien, valiéndose de conocimientos y técnicas de herbolaria, utilizara la yerbatería; también a los que curaban a través de supersticiones(55). Sin embargo, la escasez de facultativos licenciados para curar enfermedades hizo que, a pesar de la sanción penal, si un enfermo no mejoraba, se llamara a la yerbatera(56).

Pero la sanción a la yerbatería no solo fue institucional, sino también social. Hubo neogranadinos que la cuestionaron y acusaron a quienes la practicaban de haber intentado envenenarlos(57). En las postrimerías del periodo colonial, tanto las autoridades civiles y eclesiásticas como los “nativos cristianizados” equipararon a las yerbateras a hechiceras y rechazaron contundentemente sus prácticas(58). El caso de Juana Chicuasuque reafirma precisamente la aversión a quienes trataban las plantas curativas a mediados del siglo XIX.

“Mónica Sarmiento y socios” reconocieron implícitamente a Juana como homicida “envenenadora”(59) y la acusaron de emplear las yerbas con fines maléficos(60). La muerte de Agustina Lara y Salvador Villagrán los llevó a creer que los merodeaba una indígena que ostentaba un poder tal que podía quitarles la vida, por lo tanto, representaba un peligro. Ellos pensaban que si ya había causado dos muertes, era factible que acabara con más miembros de sus familias. Ante el poder de aquella mujer debía alzarse uno mayor y sobrecogedor, capaz de reprimirla, minarla, amedrentarla.

¿Qué hacer entonces? Podrían haber acudido a las autoridades y comprobar que Juana había administrado sustancias o bebidas venenosas a Agustina Lara y a Salvador con el fin de matarlos. De haber sido cierto, Juana hubiera sido condenada a muerte, como lo disponía el Código Penal de 1837 en el artículo 650, “De los envenenamientos”(61), que englobaba prácticas relacionadas con la yerbatería. Sin embargo, decidieron tomar la justicia en sus manos.

En el expediente se evidencia la rabia contra Juana: la afirmación de Agustina Bonifacio de que “ayudó a cometer el delito porque le dijeron que la Chicuasuque era yerbatera y le dio cólera y le pegó”(62); la confesión de Francisca de que “le dio tres puños en la espalda y le dijo ‘yerbatera’ porque las otras mujeres le dijeron que había matado a su hermano”(63); y la actitud de Justa, quien, al pegarle, le decía “que era una yerbosa”(64).

La magnitud de la violencia sobre el cuerpo de Juana muestra que para “Mónica Sarmiento y socios” el supuesto poder de la indígena era una realidad irrefutable y, por lo tanto, temible. Al “cebarse” de manera tan atroz contra su cuerpo buscaron aplacar el poder que representaba Juana; sosegar la ira y disminuir el temor.

Los imaginarios sobre la yerbatería y el supuesto error en la utilización de las plantas atizaron la violencia desenfrenada con la que se maltrató tan cruelmente el cuerpo de Juana Chicuasuque, dando lugar así a un “furor diabólico”(65), como lo denominó el juez. Una mirada tanto a los argumentos de este funcionario del Distrito Judicial de Cundinamarca como a los del abogado defensor y el presidente de la República, en los oficios que otorgaron la conmutación de la pena de muerte a los autores principales del crimen de Juana, permite explorar la atmósfera de difusión de las ideas liberales en Colombia y las perspectivas de orden civilizatorio sobre la pena de muerte, práctica considerada por estas corrientes como un castigo inhumano y violento. También, comprender la molestia y el desprecio de la élite a prácticas, sujetos y conocimientos alejados de los ideales de progreso y civilización.

Por motivos de conveniencia pública

La muerte de Juana fue castigada con otra muerte, la decretada por la justicia contra los reos. No obstante, el juez del caso le manifestó al presidente de la República que

la piedad, la compasión (que sí pueden tener cabida en el corazón de un Juez, después de haber cumplido con lo que debe a la justicia) lo mueven a dar el último paso de someter el proceso a la consideración de V.E, para que se sirva resolver si hay motivo suficiente de conveniencia pública, para la conmutación de la tremenda pena a que han sido condenados aquellos cuatro desgraciados.(66)

Uno de los motivos esbozados para la conmutación de la pena era la disparidad de intereses y opiniones de los reos(67). El juez sostenía que Esteban y Tiburcio no creían que Juana fuera “yerbosa”, pero Mónica y Agustina Bonifacio sí. A pesar de eso, las dos mujeres no tuvieron la misma participación en los hechos, pues mientras que Mónica “procedió con deliberada intención, y conocimiento”(68), Agustina no(69). Salvador Camacho Roldán, el abogado defensor de los reos, lo expone con mayor atención:

Ocho indios(70) estúpidos fueron a la vez los homicidas de Juana Chicuasuque: distintos en edad, sexo, costumbres e ideas, no era posible que todos coincidieran en un mismo sentimiento respecto de su víctima, ni que todos tuvieran igual voluntad de maltratarla en el mismo grado. Preciso era sí, que fuesen ocho voluntades distintas, distintas en su acción, y que no permitiéndoles su estupidez tener en cuenta al cometer el delito, el efecto de la voluntad de los otros, obtuviesen un resultado contrario a la voluntad de todos; que no habiéndose propuesto dar la muerte a una mujer, resultase que habían cometido un asesinato.(71)

Se ve entonces que, además de tener intenciones y sentimientos diferentes hacia Juana, los reos actuaron como ignorantes que no miden los efectos de sus acciones. El juez lo define como “falta de ilustración”(72), que se evidencia en que tomaron la justicia por sus propias manos. Ellos suponían que actuaban por un bien general y, por creencias obscuras, consideraban que los indígenas utilizaban ciencias maléficas que amenazaban la existencia de su grupo familiar, ello debido a un legado cultural colonial. Camacho Roldán lo amplía:

El delito que hoy se quiere castigar con tanta severidad no fue originado por un sentimiento de maldad refinada, sino antes bien por un pensamiento extraviado de justicia y de conveniencia general. Quisieron sus autores castigar a una mala mujer que por medio de yerbas de efectos ocultos pero maléficos amenazaba su propia existencia y aun la de otros hombres, e impedir que el ejercicio de esa ciencia tenebrosa causase con sus sobrenaturales efectos males mayores. Erigido este principio en precepto legal por el obscurantismo de los conquistadores de nuestro suelo, él se ha conservado y trasmitido hasta nuestros días entre una raza desgraciada a la que no ha podido penetrar la luz de la civilización del siglo.(73)

Según el abogado defensor, los reos actuaron guiados por una falsa creencia introducida por el Imperio español y que pervivía a mediados del siglo XIX en una parte de la población que todavía no había recibido las ideas ilustradas. Por lo tanto, le pidió al presidente de la República que atendiera “solamente a las circunstancias de los delincuentes, porque solo estas pueden servir de termómetro para medir el grado de malicia de un delito”(74).

Además de argumentar los efectos que causó el Imperio español en suelo americano con sus ideas supersticiosas y evidenciar como consecuencia concreta de ese obscurantismo la muerte de Juana, Camacho Roldán, en su petición de conmutación de la pena de muerte, va un paso más allá en la defensa de “Mónica Sarmiento y socios” y, a reglón seguido, admite la posibilidad de que sea verdad que existan conocimientos secretos a la luz de la ciencia europea, potencialmente mortales no solo para Mónica y sus familiares, sino para la humanidad. Por lo tanto, argumenta, el asesinato de la indígena Juana se habría perpetrado en defensa propia:

¿y si esta creencia de los indios [aquella de que las yerbas tienen poderes maléficos que amenazan la existencia de los hombres] no es una mera preocupación, sino una verdad que vela sombría debajo de sus hogares? ¿si es como muy posible, se conservan todavía entre ellos esos misteriosos secretos de los venenos vegetales desconocidos a la ciencia médica de la Europa y fuera del alcance por lo mismo de la acción de las autoridades públicas? Si los poseedores de estos secretos en vez de emplearlos en provecho de la humanidad, son en sus manos un instrumento mortífero de sus odios y de sus venganzas ¿no sería una crueldad castigar con la muerte a esos infelices solo porque tratan de defenderse con la muerte de un ser maléfico de los males que de otro modo no podrían evitar?(75)

Aquí Camacho Roldán apela a la incertidumbre que pueden generar entre las autoridades y las élites los conocimientos que escapan a la ciencia, a la vez que excusa el accionar de los victimarios de Juana como la única salida válida en una situación semejante. No obstante, la justificación de la práctica punitiva que condujo a la muerte de Juana no fue exclusiva de Camacho Roldán, pues el Tribunal de Cundinamarca la compartía. Así lo demuestra el hecho de que en lugar de nombrar un buen fiscal para un caso en el que todos los acusados confesaron su participación en la violenta escena que llevó a la muerte de la indígena, se inclinara por seleccionar a un reconocido abogado defensor para los reos. No en vano, el juez manifestó que Camacho Roldán era un abogado activo e inteligente(76) y también que “ha desempeñado el oficio de tal defensor de un modo honroso y a entera satisfacción del tribunal”(77).

En este punto es importante ahondar en el papel que ocupaban los indígenas en la sociedad decimonónica, pues, tal como lo refleja el expediente, las élites neogranadinas los repudiaban por considerarlos “inferiores y estúpidos, incluso aquellos sedentarios e hispanizados”(78). Si bien se trató de subsanar las diferenciaciones respecto a los indígenas en lo formal y legal, específicamente a través de las constituciones de 1821 y 1843, que los reconocían como ciudadanos aunque sin derecho al voto en gran parte del territorio, la verdad es que en la práctica las élites nunca estuvieron interesadas en su integración política ni los consideraron como sus iguales(79). En los archivos parroquiales a mediados del siglo XIX todavía se hacían distinciones étnicas para mostrar quiénes eran indígenas(80), como en el caso de Juana, que es referida como tal en el expediente de su asesinato.

Los indígenas también eran molestos para las élites en términos económicos, pues si bien no afectaban el patrimonio de los esclavistas como lo hacían los negros, que reclamaban su libertad(81), en la opinión de algunos dirigentes sí obstaculizaban el desarrollo de la República por cuanto mantener los resguardos impedía que las tierras comunales entraran en el mercado y frenaba la mano de obra libre(82). La solución a tal problemática fue ambigua: de un lado, aunar esfuerzos para homogeneizar, en lo económico, lo cultural y lo genético(83), a la población indígena sedentaria; de otro, “ordenar y significar la diferencia”(84), es decir, concederles un espacio social “a esos ‘otros’ que se imaginaban como inferiores y se reducían a categorías como ‘mestizos’ (sin acceso al poder), ‘indios’ y ‘negros’”(85) para justificar relaciones de poder(86).

Dentro de los argumentos de Camacho Roldán tendientes a desvirtuar la pena de muerte para “Mónica Sarmiento y socios”, un recurso compartido con el juez fue considerar a los acusados como sus iguales en calidad de granadinos. Camacho refería la importancia de que se “ahorre la efusión de sangre granadina”(87) de “cuatro semejantes a nosotros”(88), a lo que el presidente asintió afirmando que aquello era “necesidad superior”(89). La autoridad también consideraba que había conveniencia pública en que “el Gobierno manifieste a los granadinos el interés que le inspira la conservación de la vida del más infeliz, del menor, del más desvalido de ellos”(90). En tal sentido, convirtió la conmutación de la pena de muerte a los reos en un asunto político.

En esta postura del juez hay un reconocimiento y una sensibilidad hacia el cuerpo y la humanidad de los reos, pues se trataba de miembros de la República de la Nueva Granada. El hecho se enmarca en la atmósfera de difusión de las ideas liberales a mediados del siglo XIX, dentro de las cuales, aunque se acepta implícitamente la violencia por mano propia en contra de los indígenas, se visibilizan los discursos sobre la humanización de las penas. En este caso y sin importar que sean cercanos o no a los centros de poder, los reos son considerados como granadinos y sus vidas, dignas de conservación.

A lo largo del expediente de Juana se leen apelativos que expresan el rechazo que los tres letrados sentían hacia la pena de muerte, como “espectáculo tan cruento”(91), “pena terrible”(92), “tremenda pena”(93), “cruento sacrificio”(94) y “patíbulo horrendo”(95). Para el juez y el presidente, “excede los límites de la vindicta de la sociedad”(96).

La ejecución de la pena de muerte aparece entonces como el ejercicio de una violencia desbordada sobre el cuerpo del reo. En lugar de generar rechazo y aversión hacia el delincuente, el garrote, que era la forma en la que se ejecutaba la pena(97), incitaba la piedad hacia los condenados. Esta última percepción es la del juez, quien afirma que su ejecución desvirtúa la pena “por la compasión a la que induce”(98). El presidente, por su parte también afirmó que en la pena de muerte “existe más bien la compasión por las víctimas que llaman al crimen”(99).

En la solicitud de conmutación de la pena capital a los autores principales del asesinato de Juana Chicuasuque, Camacho Roldán condensa las anteriores posiciones sobre la crueldad de la pena, que remonta al régimen colonial español, al tiempo que denota la influencia de las ideas liberales que estaban permeando los círculos letrados a mediados del siglo XIX:

Pasaron ya los tiempos de la gentilidad, en que las manos irritadas de uno que dejó de existir se aplacaban con el sangriento holocausto de muchas víctimas humanas. Las tendencias del siglo, los progresos de la civilización y la influencia de los principios de caridad de la religión cristiana, condenan ya la pena de muerte como un espectáculo sangriento inhumano y arbitrario inútil para prevenir los delitos, e inmoral a los ojos de todo pueblo sensible.(100)

Las afirmaciones del abogado defensor denotan, además, la conciliación de las ideas europeas de la humanización de las penas con los principios del cristianismo que sustentaban la organización social neogranadina. Camacho Roldán finaliza su carta solicitándole al presidente que

liberte de un patíbulo horrendo a estos cuatro condenados cuya vida está hoy en manos de VE: y entonces entre lágrimas de felicidad que verterán esos desgraciados devueltos a la vida, ellos bendecirán el nombre de VE. en nombre de un Dios justo y clemente.(101)

Si bien no ha sido posible encontrar otras posiciones del presidente Tomás Cipriano de Mosquera y del juez sobre el particular, lo enunciado refleja el papel estelar de Salvador Camacho Roldán en discusiones referidas al proyecto liberal para la República.

La figura de Camacho Roldán

Hacia mediados del siglo XIX, Salvador Camacho Roldán era uno de los jóvenes neogranadinos más activos en la política nacional. Nació en una familia liberal que se aventuró a emplearse para asegurar su diario vivir, como lo muestra su ingreso al mercado laboral a los catorce años para sostener a su madre y a seis hermanos, a diferencia de la “ociosa clase terrateniente criolla” que ostentaba modos de vida coloniales(102). Perteneció a la generación nacida en los años de la Primera República, educada en escuelas públicas y “expuesta a una variedad de ideas extranjeras mucho más amplia de la que era posible antes de la Independencia”; varones que “habían recibido la influencia de las corrientes liberales —políticas, sociales y económicas— que constantemente ganaban popularidad en el mundo occidental”(103). Estos hombres en formación exigían mayor participación en la política y abogaban por el resquebrajamiento de las estructuras imperantes “que impedían la formación de un Estado moderno”(104), especialmente las coloniales. Para 1848, año en el que participó como abogado en la causa contra “Mónica Sarmiento y socios”, Camacho Roldán tenía apenas veintiún años y empezaba a ser reconocido como ciudadano.

En el ambiente de mediados del siglo XIX hay evidencia de las posiciones del joven Camacho Roldán a favor de las medidas liberales. Por ejemplo, en abril de 1849, junto con Antonio María Pradilla y Medardo Rivas, inició una campaña a favor de la abolición inmediata de la esclavitud(105). La propuesta de los tres jóvenes coincidió con el momento en el que se abolía también la pena de muerte por delitos políticos de rebelión, sedición, traición y conspiración. Por aquel entonces eran evidentes las discusiones entre los liberales gólgotas y los draconianos; estos últimos, llamados así por su apoyo a la pena capital(106). Todo indica que en aquellos años las discusiones sobre la pena de muerte estaban en la atmósfera política nacional, como lo muestra el hecho de que en el Senado se hundiera una iniciativa para abolir dicho castigo en todos los casos en los que se aplicaba(107).

La postura de Camacho Roldán respecto a la pena de muerte se debe entender en el marco de estos debates en los que la supresión de la misma también pudo ser un guiño a castigos utilitaristas como el trabajo, nada desdeñables para un hombre de empresa y “administrador preocupado por la inversión eficiente de recursos”(108), por lo que fue reconocido en su época. Por ejemplo, en el sonado caso de la ejecución de Raimundo Russi, quien dirigió una banda de ladrones en Bogotá en 1851, Camacho Roldán manifestó que la pena de muerte se aplicó a pesar de las solicitudes de conmutación que habían hecho “movidas por el sentimiento de horror a esta pena que ya se había formado y extendido en esos días de predominio de la causa humanitaria”(109). En sus memorias, el joven liberal aducía a la pena capital como una de las “costumbres crueles y estúpidas”(110) que la Independencia había dejado en pie.

Años más tarde indicó que la abolición de ese tipo de condena, lograda en 1863, era una manifestación de los cambios políticos que trajo “la idea liberal”(111), una “feliz iniciativa” que “ha sido uno de los puntos notables en que nuestras costumbres se separan de la tradición española de venganza y de lucha sin misericordia entre los hijos de un mismo país”(112). Lo cual le da completo sentido a su posición como abogado defensor en la causa por la muerte de Juana Chicuasuque.

Sobre esto último llama la atención la cercanía entre algunas frases de Camacho Roldán en el expediente y aquellas de Manuel de Lardizábal y Uribe en Discurso sobre las penas. Por ejemplo, el jurisconsulto español se refiere al imperio de la razón como uno de los pasos de la sociedad para llegar “a la humanidad, civilización y cultura, que es el principal distintivo de nuestro siglo”(113), mientras que Camacho Roldán, como se vio páginas atrás, se refiere a los granadinos como los principales autores de la muerte de Juana Chicuasuque, una “raza desgraciada a la que no ha podido penetrar la luz de la civilización del siglo”(114).

También afirma que “las tendencias del siglo”(115) condenan la pena de muerte; una idea que hace eco de aquella de Lardizábal, según la cual el advenimiento de una costumbre general que ha dejado en desuso la pena de quemar vivo al delincuente, y que es “conforme a la humanidad y el carácter del siglo, sería muy conveniente confirmarla expresamente por las leyes, cuando se trate de la reforma”(116). Finalmente, tanto Camacho Roldán como Lardizábal abogan por la clemencia —del presidente, el primero, y del soberano, el segundo—, “esta virtud que es la más bella prerrogativa del trono”(117) y que, para el abogado de los reos principales por el asesinato de Juana se encarna en la conmutación de la pena de muerte a sus defendidos(118)

De las discusiones sobre la humanización de las penas y contra de la pena de muerte en aquella época se beneficiaron “Mónica Sarmiento y socios”, ya que finalmente fueron exonerados del último suplicio. No obstante, no deja de llamar la atención el doble estándar de las élites respecto a la violencia corporal, pues, por un lado, hay una dosificación de su uso cuando se hace referencia a los acusados, ya que son granadinos y sus vidas son valiosas en un Estado como la Nueva Granada, que busca tener instituciones modernas y con aires democráticos(119). Pero, por otro, la violencia hacia Juana sí se puede tolerar porque apunta hacia los indígenas, sujetos incómodos para los proyectos de progreso y civilización que dicta el modelo europeo.

Ya fuese que Juana hubiera causado la muerte de Agustina Lara y Salvador de forma intencional o no, sus tradiciones indígenas, que se reflejaban en los conocimientos sobre la herbolaria y su continua difusión, contrariaban la doble intención de la élite de homogeneizar a la población o de asignarle un lugar en la sociedad. Por lo tanto, la justicia por mano propia en contra de las yerbateras cobraba sentido por tratarse de “seres maléficos”, a la vez que beneficiaba a la élite, porque le evitaba la fatiga de usar su fuerza para reprimir a aquellas trasgresoras. Entre tanto, en el caso de “Mónica Sarmiento y socios”, ciudadanos granadinos, las sensibilidades hacia el cuerpo sufriente son de otra naturaleza.


Conclusión


La historia relacionada con la muerte de Juana Chicuasuque remite, ineludiblemente, a un énfasis en la violencia como elemento inherente a los proyectos modernos, pero también como parte cada vez menos deseable del castigo legal a mediados del siglo XIX en Colombia. Los proyectos modernos, aunque prometan erradicar la violencia, no pueden subsistir sin ella, ya que está en “el mito fundacional en el que se sustentan”(120). Por ello, en un contexto en el que se clamaba por la humanización de las penas, se “premiaba” el uso de la justicia por mano propia. Parte de la población indígena no encajaba en los proyectos civilizatorios, por lo tanto, la élite llegó a aceptar prácticas que buscaban moldear a esos individuos y homogeneizarlos para que formaran un cuerpo social, como se muestra en la acción deplorable en la que Juana perdió la vida.

De otro lado, el caso de Chicuasuque ineludiblemente remite a una reflexión sobre el paso del castigo sobre el cuerpo al “encarcelamiento penal”(121) como la sanción por excelencia del mundo moderno. En los contextos europeo y estadounidense, Michel Foucault señala que entre finales del siglo XVIII y principios del XIX se extinguió el “castigo-espectáculo”(122), representado en suplicios como el de la pena de muerte(123). El dolor del cuerpo en sí dejó de ser un elemento constitutivo de la pena, y el castigo comenzó a dirigirse hacia el corazón, disposiciones, voluntad y pensamiento del reo(124). Es decir, se castigaría principalmente el alma.

En dicha transición, el italiano Cesare Beccaria fue uno de los primeros juristas en condenar la violencia de los suplicios(125). Consideraba que el fin de las penas no era “atormentar ni afligir a un ser sensible”(126), sino impedir que el reo causara nuevos daños a los ciudadanos y disuadir a los demás de la comisión de actos iguales(127). Por lo tanto, la pena de muerte era inútil e innecesaria(128) y debía desaparecer.

Dicha discusión es muy sugerente e invita a estudios detallados que, como en el caso de Juana, surjan de las realidades y contextos locales. Por lo pronto, a partir del envenenamiento de Agustina Lara y Salvador, que presuntamente hizo la indígena, se entretejió una historia que impactó más allá del contexto rural de Chocontá y puso sobre la mesa importantes tensiones de la sociedad neogranadina. El caso debe quedar, ante todo, como ejemplo de los actos de violencia que, con diferentes matices, han marcado la vida de muchas mujeres en diferentes lugares de América Latina y cuyas raíces históricas se deben trazar y analizar a fondo, como se invita aquí.

Notas:


1 Este capítulo se basa en la investigación realizada para optar el título de Magíster en Historia en la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, titulado “El Centro de Reclusión de Guaduas (1844-1866). Castigo y modernidad en Colombia”. La información que contiene fue ampliada con base en un documento que finalmente no formó parte de la tesis. Agradezco a mi director, el profesor Max S. Hering Torres, a quienes integran su seminario de tesistas y a Diana P. Fique, por los valiosos comentarios y observaciones a este texto.

2 Archivo General de la Nación (AGN), Bogotá, Sección República, Fondo Juzgados y Tribunales, t .27, f. 777r.

3 Francisca y Justa fueron condenadas a pena de dieciséis años de trabajos forzados y dieciséis meses de presidio en la casa de reclusión del primer distrito; Agustín, a dieciséis años de trabajos forzados en Panamá y dieciséis meses de presidio en el del primer distrito; y Pioquinto a ocho años de trabajos forzados en Cartagena y dos años de reclusión en la casa del primer distrito. Además, debieron pagar las costas procesales “mancomunadamente” y resarcir los daños e indemnizar los perjuicios causados. Codificación nacional de todas las leyes de Colombia desde el año de 1821, hecha conforme a la Ley 13 de 1912, 6:527, como aparece en los artículos 74 y 76 del Código Penal de 1837.

4 Por el Decreto del 15 de diciembre de 1843 al presidente se le otorgó la facultad de conmutar la pena capital

5 Se hace referencia al método indiciario planteado en Carlo Ginzburg en Huellas. Raíces de un paradigma indiciario. En Tentativas, 93-155. Morelia: Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2003.

6 Término y definición utilizados por David Garland. Castigo y sociedad moderna. Un estudio de teoría social (México: Siglo Veintiuno, 1990), 33.

7 Garland, 33.

8 AGN, República (JT), t .27, f. 769v

9 Mabel Paola López Jerez afirma que, en el siglo XVIII, fue gracias a los intelectuales de las élites de las principales ciudades del país “que jugaron como procuradores de pobres (defensores públicos), fiscales, abogados acusadores, alcaldes ordinarios, del primer y segundo voto, de la hermandad o jueces que se empezó a extender un discurso civilizatorio de la violencia conyugal”. “Trayectorias de civilización de la violencia conyugal en la Nueva Granada en tiempos de la Ilustración”. Tesis de Doctorado en Historia (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2018), 30.

10 Marco Palacios, El café en Colombia 1850-1970. Una historia económica, social y política, 4.a ed. (México D.F.: El Colegio de Mexico, 2009), 164-165.

11 Salvador Camacho Roldán, Notas de viaje (Colombia y Estados Unidos de América), tomo. I. (Bogotá: Talleres Gráficos del Banco de la República, 1973), VIII.

12 Al respecto, es poca la bibliografía que aborda el tema. La tesis doctoral de Mabel Paola López Jerez sobre la violencia conyugal entre parejas formales e informales en el siglo XVIII y en los primeros once años del siglo XIX cuenta con muy pocos casos de indígenas y ninguno relacionado con esclavizados debido a que se centra en los fondos de Juicios y Asuntos Criminales exclusivamente, dejando de lado otros en los que reposan los expedientes relacionados con esos dos grupos sociales. Los temas también son abordados en los trabajos de Juan Sebastián Ariza, La cocina de los venenos. Aspectos de la criminalidad en el Nuevo Reino de Granada, siglos XVII y XVIII (Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2015); Héctor Cuevas Arenas, Tras el amparo del rey. Pueblos indios y cultura política en el valle del río Cauca, 1680-1810 (Ecuador: Flacso Ecuador, Editorial Universidad del Rosario, 2020). Guillermo Sosa Abella, Labradores, tejedores y ladrones. Hurtos y homicidios en la provincia de Tunja, 1745-1810 (Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, 1993); y César Augusto Aguirre Galindo, “El Paradigmático caso de Cipriana Parra. Una anciana curandera del altiplano cundiboyacense en el emprendimiento en la república neogranadina” (Tesis de pregrado, Universidad Externado de Colombia, 2012).

13 Los discursos liberales de mediados del siglo XIX se han estudiado respecto a la expulsión de los jesuitas, por ejemplo en: José David Cortés Guerrero, La expulsión de los Jesuitas de la Nueva Granada como clave de lectura del ideario liberal colombiano de mediados del siglo XIX, Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, vol. 30 (2003): 199-238. También existe un estudio sobre su discusión en la prensa de opinión entre integrantes de los partidos Liberal y Conservador en Juan Pablo Guerra Lopera, Las reformas liberales en la Nueva Granada a mediados del siglo XIX. De la prensa de opinión a la guerra, Quirón. Revista de Estudiantes de Historia, vol. 1, n.o 1 (diciembre de 2014): 71-82. Finalmente, hay un estudio sobre las nuevas prácticas y sociabilidades entre la élite y otros sectores sociales que suscitaron las reformas liberales en la Nueva Granada a mediados del siglo XIX, en Nelson Enrique Laguna Rodríguez, Documentos plebeyos frente a las reformas liberales del siglo XIX (1848-1863), Vínculos, vol. 6, n.o 1 (2009): 84-97, https://doi. org/10.14483/2322939X.4145.

14 AGN, República (JT) 27, f. 778r.

15 AGN, República (JT) 27, f. 772v.

16 AGN, República (JT) 27, f. 770v.

17 AGN, República (JT) 27, f. 776r.

18 AGN, República (JT) 27, ff. 778v; 778r.

19 AGN, República (JT) 27, f. 774v.

20 AGN, República (JT) 27, f. 773r.

21 AGN, República (JT) 27, f. 776v.

22 AGN, República (JT) 27, f. 773v.

23 AGN, República (JT) 27, f. 777v.

24 AGN, República (JT) 27, f. 778v.

25 Esta conclusión se toma del análisis de Ariza sobre la simbología de la alimentación en el Nuevo Reino de Granada, 156.

26 AGN, República (JT) 27, f. 771r.

27 Alejandra Araya, Azotar. El Cuerpo, prácticas de dominio colonial e imaginarios del reino a la República de Chile, en Formas de Control y Disciplinamiento. Chile, América y Europa, siglos XVI-XIX, ed. Verónica Undurraga y Rafael Gaune (Santiago de Chile: Uqbar Editores, 2014), 212.

28 El azote era frecuentemente empleado por los amos para doblegar a los sujetos esclavizados en la Colonia.

29 Mabel Paola López Jerez, Trayectorias de civilización de la violencia conyugal en la Nueva Granada en tiempos de la Ilustración (Tesis doctoral, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2018), 207.

30 López Jerez, 250.

31 López Jerez, 422.

32 AGN, República (JT) 27, f. 771v.

33 AGN, República (JT) 27, f. 771v

34 AGN, República (JT) 27, f. 771r.

35 AGN, República (JT) 27, f. 770r.

36 AGN, República (JT) 27, f. 773v.

37 AGN, República (JT) 27, f. 770r.

38 AGN, República (JT) 27, f. 839v.

39 Palabras subrayadas en original.

40 AGN, República (JT) 27, ff.769r-770v.

41 Palabra entre comillas en el original.

42 AGN, República (JT) 27, f. 774v.

43 AGN, República (JT) 27, f. 774r.

44 AGN, República (JT) 27, f. 773r.

45 AGN, República (JT) 27, f. 774v.

46 Ariza, 165.

47 Ariza, 121, 164.

48 Ariza, 168.

49 Ariza, 165.

50 Diana L. Ceballos se refiere a los “intermediarios culturales”, quienes se mueven entre diferentes esferas por sus oficios. Por ejemplo, parteras, lavanderas, médicos y comerciantes. Diana Luz Ceballos Gómez, Hechicería, brujería, e Inquisición en el Nuevo Reino de Granada: un duelo de imaginarios (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 1995), 52.

51 Jaime Humberto Borja, Sexualidad y cultura femenina en la colonia. Prostitutas, hechiceras, sodomitas y otras transgresoras, en Las mujeres en la historia de Colombia, ed. Magdala Velásquez Toro, tomo. 3 (Bogotá: Norma, 1995), 49-50.

52 Borja, 66.

53 Borja, 51.

54 Ariza, 80.

55 Ariza, 80-81.

56 Ariza, 100.

57 Ariza, 81.

58 Ariza, 182.

59 Ariza, 151.

60 AGN, República (JT) 27, f. 770v.

61 Codificación nacional de todas las leyes de Colombia desde el año de 1821, hecha conforme a la ley 13 de 1912, 6:527.

62 AGN, República (JT) 27, f. 773r.

63 AGN, República (JT) 27, f. 774v.

64 AGN, República (JT) 27, f. 774r.

65 AGN, República (JT) 27, f. 777v.

66 AGN, República (JT) 27, f. 836v.

67 Otro motivo expuesto por los letrados para pedir la conmutación de la pena de muerte fue que había pasado un año y seis meses entre el crimen y la ejecución de la máxima pena; por lo tanto, la corporal perdía todo el sentido.

68 AGN, República (JT) 27, f. 832r.

69 AGN, República (JT) 27, f. 832r.

70 Creemos que el apelativo “indio” es utilizado por Salvador Camacho Roldán como una forma despectiva para referirse a sujetos iletrados como “Mónica Sarmiento y socios”, mas no porque estos últimos fuesen indígenas; de haberlo sido, hubiera quedado explícito en el expediente judicial, como ocurrió en el caso de Juana.

71 AGN, República (JT) 27, ff. 838v-838r.

72 AGN, República (JT) 27, f. 836r.

73 AGN, República (JT) 27, f. 838r.

74 AGN, República (JT) 27, f. 838v.

75 AGN, República (JT) 27, ff. 838r-839v.

76 AGN, República (JT) 27, f. 769v.

77 AGN, República (JT) 27, ff. 779r-780v.

78 David Bushnell, Colombia, una nación a pesar de sí misma: de los tiempos precolombinos a nuestros días, trad. Claudia Montilla V. (Bogotá: Planeta, 2004), 277.

79 Bushnell, 271.

80 Bushnell, 39.

81 Bushnell, 277.

82 Bushnell, 277.

83 Bushnell, 277.

84 Max S. Hering Torres, Orden y diferencia. Colombia a mediados del siglo XIX, en Ensamblando heteroglosias, ed. Olga Restrepo Forero (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2013), 375.

85 Hering Torres, 375.

86 Además del texto de David Bushnell para abordar la población indígena en la sociedad decimonónica, puede estudiarse el texto de Hans-Joachim König, En el camino hacia la nación. Nacionalismo en el proceso de formación del Estado y de la nación de la Nueva Granada, 1750 a 1856, trad. Dagmar Kusche y Juan José de Narváez (Bogotá: Banco de la República, 1994).

87 AGN, República (JT) 27, f. 839v.

88 AGN, República (JT) 27, f. 838r.

89 AGN, República (JT) 27, f. 835r.

90 AGN, República (JT) 27, f. 837v.

91 AGN, República (JT) 27, ff. 833v; 835r; 838v.

92 AGN, República (JT) 27, f. 838v.

93 AGN, República (JT) 27, f. 836v.

94 AGN, República (JT) 27, f. 838v.

95 AGN, República (JT) 27, f. 839v.

96 AGN, República (JT) 27, ff. 833v; 835r. Si bien el juez y el presidente hacen la misma aseveración, el presidente matiza su afirmación al escribir que la pena de muerte excede los límites de la vindicta pública “en cierta manera” (835r).

97 Según el diccionario de la Real Academia Española, el garrote es el “procedimiento para ejecutar a un condenado comprimiéndole la garganta con una soga retorcida con un palo, con un aro metálico u oprimiéndole la nuca con un tornillo”. La pena del garrote aparece instituida en el artículo 32 del Código Penal de 1837.

98 AGN, República (JT) 27, f. 833v.

99 AGN, República (JT) 27, f. 835r.

100 AGN, República (JT) 27, f. 839v.

101 AGN, República (JT) 27, f. 839v.

102 Iván González Puccetti, Salvador Camacho Roldán: entre la normatividad y el espíritu práctico, en El radicalismo colombiano del siglo XIX, ed. Rubén Sierra Mejía (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas. Departamento de Filosofía, 2006), 42-43, https://repositorio.unal.edu.co/ handle/unal/2941.

103 Bushnell, 148.

104 Cortés, 205.

105 Cortés, 303.

106 Bushnell, 161.

107 José Wilson Márquez Estrada, La nación en el cadalso. Pena de muerte y politización del patíbulo en Colombia: 1800-1910, Revista Historia y Memoria, n.° 5, 2012.

108 González, 41.

109 Salvador Camacho Roldán, Memorias (Bogotá: Editorial Bedout, 1923), 227.

110 Camacho, 52.

111 Camacho, 65.

112 Camacho, 65.

113 Manuel Lardizabal y Uribe, Discurso sobre las penas (Argentina: Editorial del Cardo, 2003), www.biblioteca.org.ar.

114 AGN, República (JT) 27, f. 839v.

115 AGN, República (JT) 27, f. 839v.

116 Lardizabal y Uribe.

117 Lardizabal y Uribe.

118 AGN, República (JT) 27, f. 838v.

119 Cortés, 205.

120 Edwin Cruz Rodríguez, Violencia y Crisis de La Modernidad, en Crisis de La Modernidad, emancipación y alienación, ed. Julio Quiñonez Páez (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2011), 123.

121 Michel Foucault, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, trad. Aurelio Garzón del Camino, 1.a ed. (Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2002), 234.

122 Foucault, 17.

123 La pena de muerte era un suplicio porque no se trataba simplemente de la privación de la vida, sino de la ocasión de “retener la vida en el dolor, subdividiéndola en miles de muertes y obteniendo con ella, antes de que cese la existencia, “‘the most exquisite agonies’”. Foucault, 39.

124 Foucault, 18-24.

125 Foucault, 16.

126 Cesare Beccaria, Tratado de los delitos y de las penas, Historia del derecho 32 (Madrid: Universidad Carlos III de Madrid, 2015), 33.

127 Beccaria, 34.

128 Beccaria, 57.




Bibliografía


Fuentes primarias Archivo General de la Nación (AGN)

Sección República, Fondo Juzgados y Tribunales, t .27, ff. 777- 782; 831-838.

Fuentes secundarias

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