Ni calladas ni sumisas
Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX

https://doi.org/10.28970/9789585498662
ISBN (digital): 978-958-5498-66-2

Capítulo 6

“Ocurrí a vuestra merced demandando verbalmente por los alimentos”. Madres, hijos ilegítimos y justicia en las provincias de Cartagena y Santa Marta, 1763-1796


“I have come to your mercy verbally demanding for alimony.” Mothers, Illegitimate children and justice in the Provinces of Cartagena and Santa Marta, 1763-1796

https://doi.org/10.28970/9789585498129

leaalvarez@mail.uniatlantico.edu.co

Estudiante del doctorado en Historia y Estudios Humanísticos: Europa, América, Arte y Lenguas, Universidad Pablo de Olavide de Sevilla (España). Historiadora y magíster en Historia de la Universidad del Atlántico (Colombia). Docente catedrática del programa de Historia y Cátedra universitaria e Integrante del Grupo de Investigaciones Históricas en Educación e Identidad Nacional (Gihein), Facultad de Ciencias Humanas, Universidad del Atlántico. Ha publicado las siguientes investigaciones en coautoría: ¿Mujeres “ciudadanas” ?: El uso de una noción en la temprana República de Colombia (1821-1825) junto con Diana Carolina Quintero y Delito contra las autoridades reales: El homicidio del alcalde ordinario del pueblo de indios de San Juan de Ciénaga (1805-1807) con María Del Mar Garrido De Oro.

Álvarez Hernández, Lea Raquel. “‘Ocurrí a vuestra merced demandando verbalmente por los alimentos’. Madres, hijos ilegítimos y justicia en las provincias de Cartagena y Santa Marta, 1763-1796”. Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX, editado por Mabel López Jerez, Editorial Uniagustiniana y Asociación Colombiana de Estudios del Caribe – ACOLEC, 2021, pp. 233-261.

Resumen



Este texto aborda casos de mujeres de distintas condiciones que se dirigieron ante las justicias del Nuevo Reino de Granada para interponer demandas contra algunos hombres que, según ellas, no cumplían los deberes propios de padres y/o esposos. Usaron los discursos de la época sobre lo que debía ser una recta administración de justicia con el fin de obtener dictámenes judiciales que las favorecieran en sus reclamos. De esa manera se convirtieron en actoras importantes ante los tribunales a los que recurrieron para exigir sus derechos.

Palabras clave: justicia, mujeres, demandas por alimentos, ilegitimidad, trasgresión.


Abstract



This text deals with cases of women from different walks of life who went before the courts of the Nuevo Reino de Granada to file lawsuits against some men who, according to them, did not fulfill their duties as fathers and/or husbands. They used the discourses of the time on what should be an upright administration of justice in order to obtain judicial rulings that favored their claims. In this way they became important actresses before the courts to which they resorted to demand their rights.

Keywords: justice, women, lawsuits for food, illegitimacy, transgression.



Introducción
Desarrollo
Conclusiones
Referencias



Introducción


Dominga Barrera, María Mercedes Sevillano y Manuela Antonia Gómez fueron tres mujeres que entablaron demandas por alimentos ante los tribunales del Nuevo Reino de Granada contra sus exparejas, pese a que dichos hombres no eran sus esposos desde el punto de vista legal o religioso. En este texto analizamos los argumentos que presentaron ante las justicias de las provincias de Cartagena y Santa Marta entre 1763 y 1796.

Desde finales del siglo XX, la historiografía sobre las mujeres ha hecho una revisión de su papel como actoras sociales y de su agencia seleccionando relatos particulares y tratando de reducir la escala de observación para encontrar peculiaridades con el fin de relacionarlas con un contexto más global. A partir de esa perspectiva, el presente trabajo busca mostrar y explicar la participación de las mujeres del periodo neogranadino en relaciones ilegítimas que fueron visibilizadas en el ámbito judicial, específicamente a través de las demandas por alimentos. Pretendemos romper con la idea tradicional de que las mujeres en general fueron seres pasivos e inactivos en la sociedad de la cual hicieron parte y que siempre rigieron su comportamiento con base en las leyes y el papel que les fue asignado.

Al analizar la defensa de sus derechos legales en las contiendas por alimentos nos acercamos a los argumentos que esgrimían las mujeres que estaban envueltas en pleitos derivados de relaciones ilegítimas y advertimos los roles que asumieron en estas circunstancias. De esta forma pretendemos hacer un aporte que contribuya a llenar los vacíos historiográficos que aún existen respecto a la vida de las mujeres y la familia en la época colonial. Dichos vacíos siguen latentes pese a los esfuerzos de grandes historiadoras e historiadores que se esmeran por dar a conocer un tema amplio y con muchas franjas inexploradas, principalmente en el territorio que hoy llamamos Caribe colombiano.

La legislación castellana impuesta por los españoles a los reinos indianos revela una tradición jurídica ligada a los principios judeocristianos y católicos. Esta normativa le asignó a la mujer una función social que reposaba exclusivamente en la maternidad, el cuidado de sus hijos, el marido y, en general, el hogar, siguiendo el ejemplo recibido por la Virgen María. El modelo de la madre de Jesús también representaba la resignación ante el dolor y la humillación ante la muerte del mesías que salvó al mundo del pecado cometido por Eva. Por su parte, esta última era la antítesis de María. Como lo explica Inírida Morales Villegas, “el establecimiento de arquetipos para condicionar la identidad y el comportamiento de los individuos fue una de las estrategias ideológicas empleadas para consolidar la estructura social del régimen colonial”(1) .

La legislación que regía la vida familiar estaba conformada principalmente por las Leyes de Toro, las Siete partidas y los códigos reales borbónicos, que entre 1759 y 1808 instituyeron el ritual del matrimonio como “el fundamento de la familia y de la legitimidad de los descendientes, base esencial de una sociedad sana y ordenada”(2) . Sin embargo, muchas conductas humanas escaparon al control legislativo, que se centraba, sobre todo, en las uniones conyugales de calidades similares.

Para esta época la diferenciación social entre la población en general y las mujeres en particular se hacía a partir del color de la piel, de la calidad y de la raza. Por ejemplo, ante los tribunales no tenían el mismo estatus las blancas de clase alta que una mestiza o una zamba. Muchas veces, las faltas al “deber social” de las primeras fueron más cuestionadas que las de las mestizas, a quienes se les veía “menos mal” demandar a sus parejas, pese a estar en amancebamiento y tener como producto niños ilegítimos.

A pesar de que pudiera pensarse que estas concepciones sociales coartaron significativamente a ciertas féminas para que acudieran a los tribunales, en nuestra investigación encontramos diversas demandas de mujeres de distintas calidades que se quejaron cuando vieron en peligro sus vidas y el bienestar de sus hijos.

A partir de las anteriores apreciaciones, las preguntas que pretendemos responder en este trabajo son las siguientes: ¿en qué consistió la trasgresión social de estas mujeres que defendieron la alimentación de sus hijos ante los estrados judiciales?, ¿cómo instauraron sus reclamaciones? y ¿cómo fueron representadas en los expedientes judiciales y en las leyes de la segunda mitad del siglo XVIII?

La trasgresión es entendida por Max S. Hering Torres como fruto de una contradicción entre el ordenamiento jurídico y la realidad cotidiana vivida desde tiempos coloniales(3) . El autor plantea que es posible que la práctica de transgredir, por tratarse de algo desviado, muchas veces se ignore por su recurrencia y otras se trivialice por la misma cotidianidad. Así que define el concepto de acuerdo con las actuaciones que van en oposición a las normas, por ejemplo, el abuso de los límites y del control. Para él, “la trasgresión refiere una variedad de prácticas: traspasar, irrespetar, infringir, pecar, delinquir y resistir, pero implica, asimismo, crimen y abyección”(4) .

La comprensión de la trasgresión dependerá mucho del contexto en el que se inscriba, pues al definirse como práctica “hace alusión a las acciones de individuos que permiten la ‘producción, negociación, transacción y contestación de significados de redes y relaciones de poder mayores’”(5) . En ese sentido, Inírida Morales Villegas, al referirse a las esclavas y libres negras de la época colonial, explica el mismo término como “el principio de construcción de la identidad de mujer real, producto de la resistencia al estereotipo socialmente impuesto y aceptado”(6) .

El análisis de la trasgresión en la vida de las mujeres en la época colonial rompe con paradigmas como la aparente sumisión a las leyes patriarcales y la inmovilidad ante diversas circunstancias que las afectaban. Así mismo, demuestra que las mujeres no se quedaron inermes cuando vieron vulnerados los derechos fundamentales de sus vástagos. Por lo tanto, defendieron la manutención de sus hijos ilegítimos, procreados en relaciones de amancebamiento, conductas no muy bien vistas por la sociedad. No podemos obviar tampoco a quienes, siendo esposas, también reaccionaron ante las injusticias que percibieron de parte de los padres contra sus hijos.

Respecto al tema de la ilegitimidad podemos decir que hacía referencia tanto a las mujeres cuyas relaciones no se enmarcaban en el orden “natural” divino, como a aquellos hijos nacidos en relaciones “ilícitas”, los cuales eran considerados impuros, pues “nacen de las mujeres que están en la putería […] nacen de las mujeres que tienen algunos por barraganas de fuera de sus casas”(7). .

Encontramos que en el periodo colonial el tema era frecuente y extensivo a los diferentes sectores sociales, aunque se mostrara habitualmente entre los más bajos de la población. Lo claro e innegable es que estas conductas terminaron siendo parte del tejido social de la época. Además, “la ilegitimidad fue, junto al concubinato, el mecanismo primario en que se fundó el mestizaje como proceso socio-racial que dio origen a la sociedad colonial el carácter de multiétnica”(8) .

La ilegitimad pudo haber sido ocasionada por diversos motivos como el crecimiento demográfico, la gran cantidad de mujeres, el mestizaje, la movilidad geográfica o el alto costo de los matrimonios, entre otros. Al producirse embarazos ilegítimos, muchas veces los padres incumplían con la manutención de los hijos, lo que eventualmente ocasionaba una demanda de parte de la mujer. Es fundamental anotar que, aunque en las relaciones no hubiese un vínculo matrimonial, “se reproducían las mismas dinámicas de poder y de relación de las uniones formales, de allí que en situaciones de violencia [o falta de los alimentos a los hijos] exigieran la acción de la justicia y la protección de la mujer”(9) .

La monarquía española mostraba en estos casos su faceta paternalista y mediante la Real Cédula de las Gracias al Sacar”(10) hacía extensivos ciertos beneficios a los nacidos en relaciones no formales. Guiomar Dueñas ha señalado que era común encontrar vástagos en los estamentos inferiores, pero aclara que también se bautizaban niños de padres desconocidos de los estamentos altos y el cura anotaba y dejaba clara la descendencia noble de la criatura(11). En efecto, el párroco sabía cuál era el origen social y en secreto de confesión quedaba resguardado el honor de los progenitores del recién nacido.

Las fuentes analizadas en este capítulo contribuyen a mostrar uno de los problemas familiares que sigue enfrentando la sociedad colombiana, el no reconocimiento de las criaturas por parte de algunos padres que se niegan a brindarles la asistencia que requieren. No podemos igualar las épocas ni los sujetos en cuestión, pero sí identificar las coincidencias históricas del problema ya mencionado, que década tras década empuja a las madres solteras o divorciadas a defender los derechos de sus hijos.

Este trabajo fue elaborado desde la perspectiva de género, entendida como “una herramienta que da cuenta de las complejidades de las acciones y de la vida de mujeres y hombres en diálogo con otras categorías que permiten mostrar las condiciones y circunstancias base de las decisiones políticas y de poder”(12). Además, “gracias al empleo de la categoría género se distingue a los hombres y mujeres, como tales, en un momento histórico y se destaca que, más que naturaleza, son el resultado de un proceso social que configura sus características en cada tiempo y espacio”(13).

En un primer momento se presentarán casos de demandas por alimentos interpuestas por mujeres que tenían “amistades ilícitas” previas. En la segunda parte, tomando en cuenta las narraciones mencionadas, ilustraremos “la vida real” de las mujeres y la que pretendían las leyes. Por último, formularemos unas conclusiones abiertas con el propósito de generar nuevos debates y proponer temas y perspectivas acerca de las formas de trasgresión que las mujeres adoptaron para defenderse a sí mismas y a sus hijos.


Falsas promesas de matrimonio


A la viuda Dominga Barrera, José de los Santos Castro le había prometido matrimonio una de las tantas noches que estuvieron juntos. Corría el año de 1798 y la mujer se encontraba convencida de su próximo casamiento, además estaba embarazada de su prometido. Sin embargo, cuando dio a luz se enteró que el padre de su neonato estaba enamorado de otra mujer y comprometido también con ella.

Molesta y confundida, Dominga tomó a su bebé de dos meses y se dirigió ante el alcalde ordinario de la villa Santa Cruz de Mompox e interpuso una demanda contra el hombre que le había faltado. Curiosamente, dicha mujer no demandó nada para sí misma, sino para su hijo mediante estas palabras: “ocurrí al juzgado de vuestra merced demandándole verbalmente por los alimentos, y precisos gastos de educación con que debe contribuir a su hijo […] vestido, gastos de médico, y botica en cualquier enfermedad”(14).

Mediante una notificación escrita, el alcalde ordinario, don Martín Ribón, mandó a llamar al juzgado a José de los Santos Castro, quien compareció sin oponer resistencia. Ese día fue citada también la mujer. Ahí estaba, frente a frente con el hombre causante de sus disgustos emocionales y económicos. El acusado aceptó haber efectuado compromiso de casamiento con las dos mujeres y propuso dar dos pesos de mantenimiento a su hijo hasta los cinco años. El alcalde le preguntó a María Dominga si estaba de acuerdo con lo propuesto por José de los Santos y ella asintió. Al ver que las dos partes del caso estaban conformes, el juez ordinario profirió dictamen y fijó las fechas en las cuales el padre de Fermín debía pagar la cuota. Finalmente, dio por cerrada la demanda.

Aunque José de los Santos le incumplió la promesa matrimonial a Dominga Barrera, ella no lo demandó por esa falta, que legalmente era castigada como una manera de proteger los esponsales y sancionar relaciones sexuales de las que nacían niños indeseados, lo cual era recurrente en la época colonial. El compromiso matrimonial se hacía antes del casamiento, de palabra y con obsequios que recordaban un acuerdo que podía ser privado entre los dos novios o en compañía de sus padres. A finales del siglo XVIII e inicios del XIX las demandas por incumplimiento del compromiso matrimonial fueron relegadas a un segundo plano por ser tantas y tan comunes en el Nuevo Reino de Granada, tanto así que en 1804 las leyes españolas ordenaron que se hicieran por escrito, de lo contrario no se aceptarían demandas ante los juzgados.

En la práctica, muchos hombres hacían promesas de matrimonio para que las mujeres cedieran al encuentro sexual. Desde luego, dichos matrimonios eran postergados por años, constituyendo un amancebamiento del cual nacían hijos naturales que podían ser legitimados al momento de que los padres contrajeran nupcias y se bautizaran, con la “complicidad absoluta”(15) de la Iglesia.

El incumplimiento a la palabra de matrimonio se presentó en todos los estamentos, desde los indígenas hasta los blancos peninsulares, aunque fuera más visible entre los libres de todos los colores, porque quizás la élite se cuidaba más de no ventilar su deshonor. La secuencia de los hechos pocas veces terminaba bien: una promesa de matrimonio, relaciones sexuales y un embarazo que era determinante para una demanda por alimentos. La frecuencia con la que se presentaban estos casos evidencia un “espacio de libertad para la seducción”(16) en la sociedad neogranadina.

Anotado lo anterior no podemos definir con exactitud los motivos que Dominga Barrera tuvo para no demandar esta falta. Quizás no le interesaba continuar su vida con un hombre que la había traicionado, y solo quiso asegurar el bienestar y la alimentación de su recién nacido. Sus argumentos frente a los tribunales descubren la sagacidad y conciencia de su demanda. Ella presentó el recurso y compareció ante un juez y frente al hombre con quien mantuvo una relación ilícita a razón de “la suma pobreza a la que quedé reducida”(17). Escuchó, alegó y participo en el acuerdo, pues según las leyes, las viudas, como ella, gozaban de una capacidad de representación propia que les era negada a las mujeres casadas.

Hasta este punto el conflicto pareció ser resuelto, pero los problemas en la vida de los implicados y sus familias harían que en 1800 José de los Santos Castro se presentara ante los mismos juzgados en calidad de demandante. El hombre solicitaba que la custodia del niño les fuera otorgada a él y a su esposa, “habiéndose informado de personas prácticas que tiene derecho para reclamarlo a los tres años de edad”(18). El hombre intentaba detener las continuas peleas con su conyugue por el pago de los dos pesos a Dominga Barrera para el mantenimiento de su pequeño hijo, ya que le era “muy gravoso”. El escrito fue enviado a un nuevo alcalde ordinario de primera nominación y, además, subdelegado de las reales rentas de dicha villa y departamento, don Leandro Antonio Cherneca.

Cuando recibió la notificación y citación, Dominga llegó escandalizada ante el alcalde ordinario. Manifestó su negativa a entregar a su hijo antes de lo dictaminado, citó la sentencia anterior y la edad del niño. El nuevo alcalde pidió los documentos que soportaban la decisión del juez anterior y ordenó a José de los Santos pagar en una próxima reunión las mesadas atrasadas. El día de la cita la mujer no llegó y José de los santos se presentó con el dinero.

Al parecer, a la mujer ya no le importaba hablar nuevamente con José de los Santos. Con anticipación había remitido una carta a la Real Audiencia en la que justificaba su antigua relación con el hombre. Señalaba que “la culpa de violar las leyes de mi viudedad” fueron del hombre, pues este le hacía “continuas dadivas […] que quebrantan peñas”. Lo acusó de engañarla y dejarla luego que “sació su apetito” y de no pagar las mesadas para su hijo decretadas por el alcalde ordinario, quien “conocía mi justicia”. Además, agregó ser “constante la antipatía” que le tenía la esposa de José de los Santos Castro, lo cual podía ocasionar que la mujer tratara mal a su niño. Por lo tanto, pidió que por ningún motivo le entregasen su hijo a otra persona, “que aquí en esta villa la justicia es de respectos humanos y no nos mira a los pobres”(19).

La Real Audiencia dictaminó a favor de Dominga Barrera, arguyendo no encontrar motivos de peso para contradecir la sentencia anterior del exalcalde ordinario, con la que las dos partes estuvieron de acuerdo. Además, anotó que si la mujer se sentía agraviada se comunicara de nuevo con la Real Audiencia y en caso de no tener dinero, solicitara un defensor de pobres.

Este caso es relevante porque muestra a una mujer viuda totalmente libre y que se presentó ante los jueces, exigió y citó las leyes que la favorecían, muy seguramente en compañía de un abogado. Respondió sin mesura al que fue su “amistad ilícita” y defendió a su hijo de quien ella consideró un peligro. “El estado de viudez se convirtió así en la condición ideal que le permitió a la mujer gozar de su plena capacidad civil”(20). Sin embargo, las mujeres viudas no fueron las únicas que reclamaron sus derechos y los de sus hijos.

Cabe anotar que era normal que las mujeres viudas quedaran expuestas a relaciones ilícitas, que concibieran hijos en condición de ilegitimidad y que vivieran una vida de “libertinaje” con compañeros ocasionales o duraderos, casi que siempre sin volver a contraer nupcias. Muchas de ellas, de los estamentos medio y bajo, tuvieron que llevar el peso del hogar, y las que contaban con herencias o dotes de padres o esposos debían administrarlas. También hubo quienes se hacían cargo de pulperías y mercados, lavaban y cocinaban, eran aguateras, leñateras, molenderas y costureras, entre otros oficios. En la provincia de Buenos Aires, Claudia Contente señala que las viudas y otras mujeres solteras a finales del siglo XVIII y principios del XIX trabajaban dentro y fuera de sus hogares como jefas de familia y en tareas artesanales(21). Cada día conocían más de política, leyes y demás temas a través de la socialización en sus actividades diarias y obligatorias para la supervivencia, y muchas veces, los oficios a los que se dedicaron las exponían a “una posición incierta y vulnerable respecto a las normas de feminidad y de vergüenza características de la tradición hispánica”(22).


La negra adúltera

Una demanda por alimentos también motivó un recurso interpuesto por María Mercedes Sevillano ante el gobernador de Cartagena en 1782. Esta mulata había sido esclava de doña Leonor Sevillano, quien antes de morir le otorgó la libertad. Estando casada y en ausencia de su marido mantuvo una “ilícita amistad” con el teniente don Pedro Bocio. Las huidas furtivas con el amante dejaron como consecuencia un hijo que dio a luz una madrugada como aquellas en que se escapaba para verse con el teniente. Pero esta vez estaba sola, su amante no quiso volver a verla desde que se enteró de su retraso menstrual; tampoco estaba su esposo, pues había fallecido días antes.

La mujer solicitaba que el teniente le pagara ochenta pesos por los malestares ocasionados durante su preñez, los cuales la habían dejado arruinada. Señalaba que le había enviado muchas razones con personal eclesiástico que medió en su caso, pero el hombre nunca respondió a las solicitudes del cura.

El teniente, al ser avisado de la demanda de la mujer por medio de un oficio, “se denegó manifestando no considerarse obligación alguna a semejante desembolso porque ni tenía por suyo aquel embarazo [pues] dicha mujer que atendida su inferior clase y calidad podía pasar bien con su trabajo de batea y costura”(23). El gobernador de Cartagena, en su calidad de juez del caso, le dio la razón al teniente y, de acuerdo a “su justicia”, exhortó a María Mercedes a desistir de la demanda, dio por terminado el asunto y cerró el caso.

Cuando se agotaban las instancias iniciales en el proceso judicial, que correspondían a los jueces del lugar donde se residía, bien fuera un alcalde de la Santa Hermandad, un alcalde ordinario, uno de primera o segunda nominación o el gobernador, se podía acudir en segunda instancia a la Real Audiencia. Los textos enviados al tribunal eran la última oportunidad para mostrar y convencer a las autoridades de que los derechos del demandante habían sido vulnerados en las etapas previas del proceso.

Por lo tanto, María Mercedes, aconsejada por un abogado de pobres, se dirigió a la Real Audiencia, presidida en ese entonces por el virrey Antonio Caballero y Góngora. La comunicación enviada por la mujer fue devuelta al gobernador de Cartagena, a quien se interrogaba por las razones para cerrar el caso. En su respuesta, el juez señaló que “considerando evacuado el asunto no tuve por necesario informar de ellos a vuestra excelencia […] huyendo de mortificar su vida con tan desagradables especies”(24). Dado que para emitir sentencia las autoridades judiciales debían conseguir que las partes llegaran a un acuerdo, la Real Audiencia solicitó copia del proceso de María Mercedes.

El escrito del gobernador al virrey y las excusas manifestadas por el padre de la criatura dejan claro el desprecio con el cual eran tratados los esclavos y negros libertos por parte de algunas autoridades. Si bien a las mujeres de ese estamento se les exigía un comportamiento mariano, al igual que a las demás de la sociedad neogranadina, el trato hacia ellas era más duro y exigía “un trabajo arduo”, pues las autoridades consideraban que debido a su procedencia, raza y categorización económica poseían “atributos o defectos específicos”(25).

Dentro de los arquetipos difundidos entre los esclavos el de la negra buena se oponía por razones obvias al de la negra mala. Esta última, “desde las perspectivas de los otros constituía el contramodelo de la esclava ideal y desde la perspectiva de las mujeres negras, la trasgresión, es decir, el principio de construcción de la identidad de mujer real, producto de la resistencia al estereotipo socialmente impuesto y aceptado”(26). En este sentido, la mujer negra se resistía a esos prototipos femeninos impuestos, no como un acto de rebeldía contra la sociedad, sino en atención a las necesidades de una mujer real con sus múltiples manifestaciones.

Cuando apeló ante la Real Audiencia, María Mercedes era consciente de que su “ilícita amistad” con el teniente configuraba un adulterio, por eso intentó desvirtuar la imagen de Eva pecadora y señaló ser “una mujer casada […] de arreglada conducta”, que escuchó los ruegos repetidos de don Pedro Bocio para que “condescendiese a sus inhonestos deseos”, hasta que en una noche oscura cuando su esposo se ausentó, como “frágil caí”(27).

Después de esa noche aseguró que no quiso verlo más. Sin embargo, el teniente seguía insistiéndole, así que ella intentó evitarlo durante meses, pues “consideraba que de acceder a ellos peligraba enteramente mi honor [Hasta que] como frágil reincidí en el pecado varias veces de que resultó quedar yo embarazada”(28).

En las sociedades coloniales, “lo que se erige como dogma es resistido y, como en toda resistencia, hay una habitación para la clandestinidad, el secreto, la mesura, la paciencia y el terror”(29). En el caso de María Mercedes, aunque nadie la vio con su amante ni la delató, esa secuencia de la clandestinidad se configuró con las ausencias de su marido. Además, las penurias económicas que ella pasaba en soledad la hicieron acceder a la insistencia del teniente y darles rienda suelta a sus pasiones desenfrenadas.

La mujer intentaba hacerle ver a las autoridades que el suyo había sido un pecado inducido por un hombre que deseaba su cuerpo mientras su esposo habitaba y dormía en otro lugar. Pretendía eximirse de la responsabilidad de sus actos convenciendo a los jueces de que la fragilidad era inherente a ella en tanto mujer. En este sentido, el teniente era el único responsable de las acciones sexuales pecaminosas.

En la legislación hispánica el adulterio configuraba un pecado que ofendía a Dios y a la familia, al tiempo que representaba la “destrucción del orden social”(30). Sin embargo, en este caso la Iglesia medió entre la mujer y el hombre sin prestar demasiada atención al pecado. Tal parece que en el contexto patriarcal paternalista de la época la alimentación de los hijos estaba por encima del pecado sexual. No tuvimos acceso a la sentencia de la Real Audiencia, pero los escritos consultados muestran la rigurosidad con que se llevó a cabo el proceso de la mujer en esta instancia.

Seis hijos ilegítimos

Tal como en el caso anterior, en el cual ante la negativa de las primeras instancias judiciales las madres abandonadas acudían a la Real Audiencia para que se tramitaran sus demandas por alimentos, en 1796 Manuela Antonia Gómez envió comunicación a Santafé para enterar a los jueces de su caso. La mujer vivía amancebada en la villa de Mompox con don Esteban Pupo, administrador de la Real Alcabala del mismo sitio, quien era el padre de seis de sus trece hijos. Un día, cansada y queriendo “huir del pecado, a que me tuvo sujeta, sin temor a Dios, y a la justicia”(31), decidió partir con sus hijos hacia Cartagena, lugar del que era vecina.

Si bien las leyes de Indias señalaban al amancebamiento como uno de los pecados públicos que causaban escándalo, y le ordenaban a los virreyes, presidentes y gobernadores castigarlo(32), al parecer escapaba al control de las autoridades o estaba naturalizado debido a su frecuencia en ciertos territorios. Las trasgresiones sexuales eran transversales a todos los estamentos sociales, pero se combatían con celo en la élite dadas las consecuencias económicas y para el honor que debían enfrentar las familias cuando la mujer era infiel o se fracturaba el matrimonio, base de la sociedad. No obstante, deshacer la unión conyugal era bastante complejo en el caso del sacramento religioso, pues se trataba de un vínculo indisoluble, mientras que las relaciones ilícitas se rompían simplemente a través del abandono.

Manuela argumentó haber dejado a su amante para no seguir pecando contra Dios ni contra la ley y fue clara al responsabilizar a don Esteban Pupo de las relaciones sexuales que dieron lugar a seis de sus hijos. Aseguraba que el hombre la “tuvo sujeta” a vivir con él. Si bien no sabemos a ciencia cierta las razones de fondo por las cuales esta mujer decidió dejar de vivir con el administrador de la Real Alcabala de Mompox, lo que sí podemos observar es que las mujeres podían establecer este tipo de relaciones ilícitas con cierta libertad.

Una vez instalada en Cartagena, con algún dinero que tenía ahorrado y con el compromiso de don Esteban de mandarle la alimentación para sus hijos, la mujer reinició su vida lejos de aquel hombre que ya no le despertaba los mismos sentimientos de tiempo atrás. En este caso, el hecho de que dos personas vivieran en amancebamiento durante años, engendrando gran cantidad de hijos naturales, muestra que la ilegitimidad se fue constituyendo en un factor cotidiano y normal de las sociedades de la época, pues “alcanzó formas y expresiones de vida que indican que se trataba de algo más que un arrebato emocional”(33).

El proceso continuó en enero de 1796, cuando Manuela Antonia interpuso recurso ante la Gobernación de Cartagena, que, a su vez, lo remitió al alcalde ordinario don Manuel de Otoya. Según las declaraciones de Manuela, don Esteban no había querido responder económicamente por la alimentación y enfermedades de sus hijos. No pasó mucho tiempo de la radicación de aquel escrito cuando un día cualquiera el hombre se apareció en la casa de Manuela para rogarle que volviera a Mompox, sin embargo, ella se negó. A raíz de la respuesta, Pupo decidió llevarse a sus hijas, dejándole los dos niños menores y un reducido monto de dinero para los alimentos. Los dos hijos enfermaron y la mujer se vio “precisada a echar mano de varias prendas de oro de que me valí vendiendo unas y empeñando otras”(34).

Manuela Antonia recibió una notificación del alcalde ordinario de Cartagena en abril del 1796 en la que se le informaba que una decisión judicial la obligaba a entregarle el resto de sus hijos al padre. Así que se quejó ante la autoridad e insistió en que Pupo pagara el dinero prometido y le devolviera unos muebles y enseres que había dejado en la casa donde había vivido con él. Para el efecto levantó con el escribano un inventario detallado de todas las pertenencias dejadas en la villa de Mompox y aclaró que no iba a discutir sobre la “quitada” de sus hijos porque se ocuparía en otros oficios “que mui bien /R/ pudiera por aquel derecho que no pueden privar los padres a las madres hasta cierta edad aun asistiéndolos de un todo porque yo he procurado instruirlos en las doctrinas cristiana y primeras letras como lo acredita la certificación del presbítero don Diego Iglesias”(35).

Sin embargo, un mes después Manuela le escribió al virrey, don José de Espeleta, señalando que sus hijos eran maltratados por el padre; mostró una certificación del cura del lugar, quien hacía constar la buena educación que ella les daba, y nuevamente insistía en la devolución de sus muebles. Al parecer, las mujeres solteras hacían uso de su capacidad civil y jurídica sin mayores restricciones. Se dirigían a los juzgados, aun reconociendo el carácter “desviado” de sus conductas y siempre atribuyéndoles la responsabilidad de las mismas a los hombres. Ignoramos cuál fue la decisión del virrey en este caso.


Conclusiones



Las historias aquí analizadas nos permiten comprender que en el periodo de estudio de que trata este capítulo las mujeres fueron consideradas frágiles, sin control de su sexualidad y sin voluntad propia. Así lo señalaban las autoridades, pero también ellas mismas cuando pretendían justificar sus pecados y delitos sexuales. Para defenderse acusaban a los hombres de haberlas provocado mediante la seducción, las dádivas, la insistencia para tener relaciones sexuales esporádicamente o a través de la promesa de formar una familia informal. La responsabilidad de lo ocurrido quedaba en los varones bajo el argumento de que finalmente los pensantes eran ellos.

Hombres y mujeres establecían relaciones fugaces y de largo y mediano plazo sin casarse. Quizás ello se debiera a los costos del matrimonio, a las rígidas reglamentaciones jurídicas o a la flexibilidad de un sector de la sociedad que aceptaba el incumplimiento de las promesas matrimoniales (como el caso de Dominga Barrera) o simplemente no tenía mucho que perder, grandes dotes que retener ni fortunas que heredar.

En todos los casos enunciados la justicia eclesiástica y la civil se abstuvieron de juzgar penalmente a los individuos implicados en el amancebamiento. A las mujeres, quienes se apropiaban de los recursos legales mediante términos como “mi justicia”, “su justicia”, se les permitió entablar libremente demandas por alimentos en favor de sus hijos, recursos que fueron cotidianos a finales de la Colonia y que no desaparecieron a inicios del siglo XIX.

En toda la América española aumentaron las mujeres que llevaron este tipo de casos a los tribunales. Antes de interponer sus demandas, muchas de ellas intentaron llegar a un acuerdo con los hombres fuera del espacio jurídico, haciendo efectivo lo que Valentina Bravo llama “justicia negociada”(36), aunque muchas veces no lo conseguían. Un ejemplo de ello es el caso de María Mercedes Sevillano, quien pretendía que, por consejo de un eclesiástico, el hombre que la embarazó respondiera, al menos económicamente, por su hijo.

Ahora bien, es importante aclarar que las demandas por alimentos no fueron exclusivas de las mujeres con relaciones afectivas informales, pues quienes estaban resguardas por la institución matrimonial también acudieron a los petitorios para defender los derechos que su estado civil les otorgaba tanto a ellas como a sus hijos. Un ejemplo de ello es el caso de doña Josefa De la Rocha, quien, en 1796, desde Santa Marta, demandó a su esposo, el abogado de la Real Audiencia don Manuel Campuzano, por haberse ido a Santafé, no mandar el dinero para la alimentación de sus dos hijas y no estar presente en la casa para ejercer su papel de padre y esposo.

La suya era una familia acomodada, pues doña Josefa de la Rocha figura en los archivos como heredera de las encomiendas de su padre, así mismo, don Manuel Campuzano aparece como titular de cargos muy importantes en la época. En efecto, en una búsqueda por el archivo encontramos que en 1774 el abogado era gobernador interino de lo político en Maracaibo, además letrado. En 1792 y 1793 se posesionó como teniente de gobernador de Santa Marta y auditor de Guerra. En 1785 fue titulado encomendero de Chía, cargo que también se le atribuyó a su esposa.

En 1787 figura en los documentos representando a otro encomendero de Fagua por ser “agregado de Fagua por doña María Josefa de la Rocha su mujer”. En 1781 solicitó ser nombrado abogado de la Real Audiencia en Santafé, y en 1788 representó la reconstrucción de una iglesia en Chía, “como marido, y en conjunta persona de doña María Josefa de la Rocha, encomendera del pueblo de Chía”(37).

Al parecer, la pareja volvió a hacer vida maridable, pues hombre y mujer aparecen juntos en varios negocios de los cuales dejaron registro en Santa Marta, como se anotó. Mencionamos este caso para demostrar que, aunque las demandas por alimentos fueron menores en las clases acomodadas y en los matrimonios formales, también ocurrieron.

En el caso de las mujeres que no eran cobijadas por el sacramento del matrimonio, al no poderse beneficiar de los derechos que este otorgaba, entendieron que sus posibilidades de defensa se restringían a una demanda judicial en la que, además de solicitar recursos para la alimentación de sus hijos, intentaban comprobar la paternidad del demandado. Valga aclarar que en la época el simple hecho de aceptar haber tenido relaciones sexuales valía como prueba de paternidad y obligaba a los hombres a cumplir con una pensión de alimentos para sus hijos ilegítimos(38).

En los casos analizados en este capítulo observamos que las mujeres solteras con hijos podían comparecer ante los juzgados por sí mismas o mediante un abogado o procurador de pobres, quienes cuando las defendían “resaltaban su carencia de luces y su poco entendimiento”(39), argumento que refleja el carácter paternalista de la época monárquica.

Si bien las leyes restringían a la mujer al ámbito del hogar, fueron muchos los vacíos respecto a sus posibilidades de acción en el ámbito jurídico. Por esta razón, “al faltar estos preceptos específicos para regular de manera amplia y sistematizada la capacidad jurídica de la mujer en la esfera del derecho de obligaciones, ellas encontraban en la misma ley la forma de evitar responder a compromisos legales”(40). No obstante, la debilidad expuesta por las mujeres en sus discursos se contradecía en la práctica cuando mantenían a sus hijos sin ayuda paterna o cuando, siendo de estamentos bajos, consiguieron incluso darles dotes a sus hijas para el matrimonio.

En términos cuantitativos es imposible saber las dimensiones del fenómeno analizado en este capítulo, máxime si tenemos en cuenta la frecuencia con que los juicios se desarrollaron de manera verbal. De hecho, los litigios orales fueron cotidianos debido al analfabetismo de muchos de los jueces encargados de los pleitos(41).

María Eugenia Albornoz señala que la abundancia de pleitos que se presentaban diariamente en primera instancia hacía que muchas veces los tribunales se encontraran saturados(42). La idea de los juicios verbales era, entonces, dar una solución rápida e inducir al mutuo acuerdo entre las partes, tal cual ocurrió con Dominga Barrera, cuyo caso analizamos páginas atrás. En caso de manifestarse alguna inconformidad, según Albornoz, las partes buscaban seguir la causa en otro juzgado, tal como hizo la referida Dominga.

Ese y los demás casos nos permiten observar que las mujeres no aceptaban con pasividad las sentencias o los acuerdos orales desarrollados en los tribunales. Un ejemplo es el caso de María Mercedes Sevillano, quien se dirigió a la Real Audiencia y señaló con nombre propio al juez que no le dio trámite a su demanda.

Si bien los juicios verbales parecían rápidos y efectivos, muchos de ellos resultaban problemáticos, pues cuando la causa se quería revivir mediante una nueva demanda o por algún defecto señalado, era necesario buscar certificaciones del juez que había llevado a cabo el pleito verbal, quien podía ya no encontrarse en su cargo. Se entendía que algún escrito, así fuera enunciativo, guardaba la fe del caso. En este sentido, “la justicia era servida” de múltiples maneras: hablando, escribiendo, oyendo, repitiendo o presenciando(43). Las certificaciones eran analizadas nuevamente por parte de los nuevos jueces, quienes se asesoraban con abogados para analizarlas, aunque fueran solo un resumen corto del caso.

Para cerrar, queremos mencionar que la trasgresión que protagonizaron las madres solteras de la Nueva Granada al acudir a los tribunales para solicitar alimentos para sus hijos no es única en el contexto indiano, pues Silvia Mallo(44) menciona para el virreinato de Río de la Plata las constantes quejas que llegaron a la Real Audiencia buscando que a las mujeres se les respetaran sus derechos. La autora también muestra que muchos maridos y padres se quejaron en los tribunales o en los periódicos porque las mujeres no se sujetaban a su autoridad.

Dos casos que menciona y que llaman la atención son los de una mujer que logró la destitución de un alcalde de la Santa Hermandad y otra que amenazó a su padre por sus continuos maltratos y luego lo denunció ante las autoridades. Adicionalmente, señala que las mujeres casadas, solteras y viudas salían a los teatros, fandangos y hacían apuestas en las calles y espacios públicos. Las esclavas muchas veces se veían en espacios abiertos, acudían a bailes sin permiso, llegaban ebrias a las casas de sus propietarios y peleaban a golpes con sus amas. Adicionalmente, a la hora de entablar sus demandas, las mujeres del Virreinato de Río de la Plata reivindicaron el respeto de sus bienes, pertenencias y dineros prestados a crédito producto de su trabajo individual.

Este capítulo nos ha permitido acercarnos a diversos temas que merecen ser atendidos en futuras investigaciones. Por ejemplo, las reclamaciones de las viudas ante los estrados judiciales antes, durante y después de la época de la independencia(45); la administración de justicia y el papel de los procuradores de pobres, quienes debido a su rol como defensores de los “desvalidos” de la época (los ancianos, niños y mujeres) recurrentemente aparecieron en los procesos interpuestos por las madres abandonadas.

Por otro lado, merece la atención analizar en futuras indagaciones cómo las sociedades coloniales, incuestionablemente católicas, se volvieron cada vez más tolerantes y flexibles ante una gran variedad de conductas pecaminosas. Esta flexibilidad y permisividad de la Iglesia hizo de los curas cómplices de las relaciones ilegítimas de los estamentos medios y bajos, mientras que resguardaban el honor de las mujeres en los sectores altos.

Notas:

1 Inírida Morales Villegas, “Mujer negra, mirar del otro y resistencias. Nueva Granada, siglo XVIII”, Memoria y Sociedad, vol. 15 (2003), 53.

2 Asunción Lavrin, “La mujer en la sociedad colonial hispanoamericana”, Historia de América Latina, Leslie Bethell (ed.), vol. 4 (México: Editorial Crítica, 2000): 109- 137. Citado en Leonor Hernández Fox, Normas y transgresiones. Las mujeres y sus familias en las ciudades de Cartagena de Indias y de La Habana (1759-1808) (Bogotá, Uniagustiniana, 2020).

3 Max S. Hering Torres, Nelson A. Rojas, Transgresión y microhistoria (España: Universidad Nacional de Colombia, 2015), 9.

4 Hering, Transgresión y microhistoria, 11.

5 Hering, Transgresión y microhistoria, 11.

6 Morales, Mujer negra, mirar del otro y resistencias, 55.

7 Las Siete Partidas, Partida Cuarta, Título 15, Ley 1.

8 Roraima Estaba Amaiz, “Entre pardo y mestizo: ambigüedad socio-étnica, conflicto y negociación en la incorporación de los libres de color mezclado en el caribe continental tardo-colonial (Costa Rica, Panamá, Cartagena de Indias y Venezuela)”, en Catherine Lacaze, Ronald Soto-Quirós y Ronny J. Viales-Hurtado (eds), Historia de las desigualdades étnico-raciales en México, Centroamérica y el Caribe (siglos XVIII-XXI) (Costa Rica: Universidad de Costa Rica, Ameriber, 2019), 35.

9 Mabel Paola López Jerez, Morir de amor. Violencia conyugal en la Nueva Granada siglos XVI a XIX (Bogotá: Ariel, 2020), 73.

10 Hernández, Normas y transgresiones, 34.

11 Guiomar Dueñas Vargas, Los hijos del pecado. Ilegitimidad y vida familiar en la Santafé de Bogotá Colonial 1750-1810 (Bogotá: Editorial Universidad Nacional, 1997).

12 Julia Tuñón, “Las mujeres y su historia. Balance, problemas y perspectivas” en Elena Urrutia (ed.), Estudios sobre las mujeres y las relaciones de género en México aportes desde diversas disciplinas (México: Colegio de México, 2002), 388.

13 María Himelda Ramírez, “Las mujeres en la Independencia de la Nueva Granada. Entre líneas”, Revista La Manzana de la Discordia, vol. 5, n.° 1 (2010), 47.

14 Archivo General de la Nación, de aquí en adelante, (AGN) Fondos: Civiles (Asuntos) Bolívar -Civiles-Bolívar, SC.11,4, f. 524v.

15 Pablo Rodríguez, Seducción, amancebamiento y abandono en la Colonia (Medellín: Editorial Lealon, 1991), 22.

16 Rodríguez, Seducción y amancebamiento, 66.

17 AGN, SC.11,4, f. 529v

18 AGN, SC.11,4, f. 523r

19 AGN. SC.11,4, f. 526r, 529r, 530v, 535r.

20 Marta Lux Martelo, Mujeres patriotas y realistas entre dos órdenes: Discursos, estrategias y tácticas en la guerra, la política y el comercio (Nueva Granada, 1790-1830) (Bogotá: Editorial Universidad de los Andes, 2014), 71.

21 Claudia Contente, “Las mujeres, sus bienes y el estado civil, entre costumbres y legislación. Las jefas de familia de la campaña de Buenos Aires de los siglos XVII y XIX”, Revista de Historiografía, vol. 26 (2017): 67-83.

22 Dueñas, Los hijos del pecado, 171.

23 AGN. Negros y Esclavos PAN:SC.43,4, D.18. f. 40v.

24 AGN. SC.43,4, D.18. f. 40v.

25 Morales, Mujer negra mirar del otro, 53

26 Morales, Mujer negra mirar del otro, 46.

27 AGN. SC.43,4,D.18. f. 41r.

28 AGN. SC.43,4,D.18. f. 41r.

29 Hermes Tovar Pinzón, La batalla de los sentidos. Infidelidad, adulterio y concubinato a fines de la Colonia, 2ª ed. (Colombia: Universidad de los Andes, 2013).

30 Tovar, La batalla de los sentidos, xv.

31 AGN. Miscelánea, SC.39,42,D.21. f. 577v

32 Las Leyes de Indias con las posteriores a este código vigentes hoy y un epílogo sobre las reformas legislativas ultramarinas por don Miguel de la Guardia, tomo IV Ley XXVI, Biblioteca Judicial, 1889.

33 Rodríguez, Seducción y amancebamiento, 78.

34 AGN. SC.39,42,D.21. f. 210v

35 AGN. SC.39,42,D.21. f. 210v

36 Valentina Bravo, “Le ofreció dinero para que no lo demandase”. Justicia negociada y género en prácticas de resolución de conflictos por pensión de alimentos. Chile Central, 1788-1840, Revista Trashumante: Revista Americana de Historia Social, vol. 11 (2018): 147.

37 AGN, Poblaciones-VAR:SC.46,5,D.35; CO.AGN.SC.37.95.105; Encomiendas:SC.25, 13,D.4; Encomiendas:SC.25,6,D.13; Miscelánea:SC.39,62,D.39, Encomiendas:SC.25, 20,D.5. f. 215v

38 Bravo, “Le ofreció dinero para que no lo demandase”, 150.

39 Bravo, “Le ofreció dinero para que no lo demandase”, 179.

40 Contente, Las mujeres, sus bienes y estado civil, 72-73.

41 En la época era muy común que los jueces fueran iletrados. De hecho, los letrados casi siempre eran los procuradores, quienes contaban con el título académico de abogados. Este fenómeno obedecía a que todos los alcaldes, sin excepción, los capitanes de guerra y gobernadores, entre otras autoridades, cumplían las funciones de jueces, y aquellos puestos recaían en individuos sin alfabetización.

42 María Eugenia Albornoz, “El mandato del silencio perpetuo. Existencia, escritura y olvido de conflictos cotidianos en Chile, 1720-1840” en Tomás Cornejo y Carolina Gonzáles (eds.), Justicia, poder y sociedad en Chile: Recorridos históricos, (Santiago: Universidad Diego Portales, 2007).

43 María Eugenia Albornoz, El mandato del silencio, 5.

44 Silvia Mallo, “La mujer rioplatense a fines del siglo XVIII. Ideales y realidad”, Revista Anuario del IEHS (1992): 117-132.

45 En un trabajo recientemente publicado en coautoría con la Historiadora Diana Quintero, se señala el papel de mujeres viudas o con esposos desaparecidos en las guerras de independencia que se presentaban como ciudadanas antes las justicias y eran reconocidas de esa forma por las autoridades de la Gran Colombia. La intención de las mujeres era reclamar propiedades, pensiones y demás derechos que consideraban suyos al haber muerto sus maridos. Quintero, Diana y Álvarez, Lea. “¿Mujeres ‘ciudadanas’ ?: El uso de una noción en la temprana República de Colombia (1821-1825).” Las ciencias humanas en el Caribe colombiano. Miradas interdiscilinares, editado por Luis Alfonso Alarcón Meneses, Eva Sandrin García Charris y Tomás Caballero Truyol, Barranquilla: Universidad del Atlántico, 2021.



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