Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX
Capítulo 7
Relaciones fatales y justicia: mujeres asesinas en la gobernación de Popayán 1837-1849
Fatal relationships and justice: female assassins in the Popayán Province, 1837-1849
https://doi.org/10.28970/9789585498129
zharitd.21@gmail.com
Licenciada en Historia de la Universidad del Valle. Participó como ponente en el XIX Congreso Colombiano de Historia celebrado en Armenia en el año 2019 y en el II Foro Interno de Estudiantes de Historia de la Universidad del Valle, de 2018, con la ponencia “Del hogar a la prisión: mujeres criminales en la Gobernación de Popayán. 1837-1850”. También fue ponente en el VII Coloquio de Estudiantes de Historia de la Universidad Pontificia Bolivariana con el mismo tema. El capítulo que se presenta en este libro es una síntesis de su investigación de pregrado para optar al título de licenciada en Historia de la Universidad del Valle.
Agudelo Patiño, Esteffy Zharitd. “Relaciones fatales y justicia: mujeres asesinas en la gobernación de Popayán 1837-1849”. Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX, editado por Mabel López Jerez, Editorial Uniagustiniana y Asociación Colombiana de Estudios del Caribe – ACOLEC, 2021, pp. 263-295.
Resumen
En este capítulo se pretende estudiar la forma en
que la mujer se vinculó a la criminalidad en Popayán durante el periodo republicano y cómo operó
la justicia en los casos de homicidio en los que se
veía implicada. El tema se aborda desde una mirada interdisciplinar para establecer un diálogo
entre la historia, la sociología, la antropología y la
criminología. El texto se centra en siete casos de
mujeres asesinas, a quienes ubica en escenarios
contrarios a su deber ser para estudiar los motivos
que las llevaron a alterar el orden social y judicial
de mediados del siglo XIX en la región de Popayán.
Se caracterizan dos tipos de homicidio: el cometido
contra el marido para defender la vida en contextos
de violencia conyugal reiterada (las conyugicidas)
y el ejecutado contra la pareja con la ayuda de un
amante para resolver un triángulo amoroso.
Palabras clave: criminalidad femenina, homicidas
conyugales, orden social, triángulos amorosos, periodo republicano Colombia.
Abstract
This chapter aims to study the way in which women were linked to criminality in Popayán during
the Republican period and how justice operated
in the homicide cases in which they were involved.
The subject is approached from an interdisciplinary perspective to establish a dialogue between
history, sociology, anthropology and criminology.
The text focuses on ten cases of murderous women, whom it places in scenarios contrary to their
duty to study the reasons that led them to alter
the social and judicial order of the mid-nineteenth
century in the Popayán region. Three types of homicide are characterized: the one committed
against the husband to defend life in contexts of
repeated conjugal violence (the spouses), the one
executed against the couple with the help of a lover
to solve a love triangle, and the women who murdered other people (women and men) with brutality to
resolve domestic power tensions.
Keywords: female criminality, conjugal murderers,
social order, love triangles, republican period Colombia.
Introducción
Durante el régimen colonial (siglos XVI a XIX), en la Nueva Granada
se impuso el legado cultural español permeado por imaginarios binarios sobre la mujer (Eva o
María(1)
), sin embargo, en la gobernación
de Popayán aquellas de alto, medio y bajo estamento social, debido
a sus circunstancias particulares, abordaron de maneras diferentes
sus roles en la sociedad(2)
, sin importar los discursos hegemónicos
que se tejían alrededor de ellas y su comportamiento.
Como lo hemos visto en los capítulos anteriores de este libro, las
mujeres de la época fueron mucho más allá de las restricciones
que les atribuía el sistema patriarcal predominante, desde el cual
se postulaba que ellas eran unas eternas menores de edad que debían estar bajo la custodia de una
figura
masculina que garantizara
su utilidad dentro de las familias y el cumplimiento de sus deberes
como perfectas esposas, madres e hijas de Dios, lo que justificaba
el hecho de que se les controlara y vigilara. Sin embargo, el control ejercido por las instituciones
y
sociedad en general no fue del
todo efectivo, al menos para el periodo estudiado, pues algunas, de
manera trasgresora para el momento, se vincularon al mundo del
trabajo, a la escritura, a la política o a la criminalidad, etc.
Este último ámbito, que podría considerarse como un camino hacia la desviación, según la
codificación penal de 1837, que consideraba como delito “la voluntaria y maliciosa violación de la
ley
por
la cual se incurre en alguna pena”(3)
, es el tema del que nos ocupamos en estas páginas; específicamente del delito de homicidio.
Para la época, que las mujeres se vieran inmiscuidas en los caminos de la delincuencia era
impensable,
repudiado y generaba temor en las poblaciones más tradicionalistas, que rechazaban la rebeldía
del sexo femenino y sus conductas inmorales. Particularmente, escandalizaba el homicidio, en el cual
se
veía involucrado un conjunto de infracciones contra las personas y la moral, en el menor de
los casos.
La trasgresión femenina por la vía de la criminalidad, además de ser
un problema para las autoridades, era una vergüenza para las familias y los vecinos, ya que
trascendía
el tiempo y el espacio. Recordemos que “la vergüenza, como el honor, era hereditaria: si el honor
se trasmitía por el padre, la vergüenza se heredaba de la madre”(4)
.
De esta forma, que las mujeres trasgredieran lo instituido para su
sexo implicaba, en primer lugar, desafiar la autoridad masculina y la
capacidad de los maridos de dirigir y mantener en orden su hogar
y a su mujer. Adicionalmente, con su comportamiento criminal las
féminas no solo ofendían a una persona o a su familia, sino, y sobre
todo, a Dios(5)
.
En el periodo de estudio se consideraba que las “malas mujeres”
alteraban el orden legal, social y moral. Dicha creencia residía en
el peso que se le concedió a los elementos religiosos, éticos y morales hasta bien entrado el siglo
XIX,
siglo en el que, a pesar de
los esfuerzos de las élites por aplicar los principios ilustrados y
modernizar algunas instituciones, como aquellas del ámbito judicial, siguió primando la tradición
española producto de tres siglos
de dominación
En el ámbito académico, el estudio de la mujer y la criminalidad
ha despertado el interés de sociólogos, antropólogos, psiquiatras,
abogados, criminalistas e historiadores. Los primeros, desde finales
del siglo XIX, y los últimos, un poco más tarde, pretendieron identificar las razones por las que
una
mujer se insertaba en los senderos de la delincuencia. Cesar Lombroso, considerado uno de los padres
de
la criminología, en su estudio The female ofender (1895)
sería uno de los pioneros en este tema. A partir de los estudios
de antropometría y craneometría, que médicos, antropólogos y
anatomistas como Franz Joseph Gall, Paul Broca y Paul Topinard
venían realizando respecto a la influencia del tamaño cerebral de
las personas en el desarrollo de su inteligencia Lombroso creó su
teoría biológica de la criminalidad femenina. Se pretendía argumentar que “el cerebro de los
individuos
blancos de clase acomodada y sexo masculino fuese más grande que el de las mujeres, los
pobres y los miembros de razas inferiores”(6).
Los postulados de la criminología decimonónica se basaban en las
diferencias físicas entre las mujeres criminales y las que no lo eran,
lo cual supuso separar a las “honradas” de las ladronas y prostitutas,
pues estas últimas eran el ejemplo más claro de la degeneración
física y psíquica en la población femenina, lo que lo llevó a catalogarlas como delincuentes
natas(7)
. Para Lombroso estas mujeres
“tenían menor capacidad craneal, eran menos inteligentes que la
mujer no delincuente y presentaban virilidad en su fisonomía”(8)
,
es decir, eran similares a los hombres y, por ello, tendían a delinquir. No obstante, hay que
aclarar
que, según el criminólogo, los
hombres eran quienes, por naturaleza, poseían la fuerza y la astucia
para cometer los delitos, lo que explicaba su mayor participación
en los actos criminales en comparación con las mujeres.
Al igual que este autor, los teóricos Paul Julius Möbius, William I.
Thomas y Sigmund Freud apoyaban el postulado del origen biológico de la criminalidad y lo atribuían
a
las anomalías fisionómicas
y psicológicas de la mujer, limitaciones que le impedían comprender los ordenamientos jurídicos y
sus
valores. Por el contrario, Edwin H. Sutherland y Otto Pollack, así como la antropóloga Margaret
Mead,
propusieron como tema de discusión el factor social
de la criminalidad.
Partiendo de la asociación diferencial con el entorno y del rol social desempeñado por las
mujeres, argumentaban que la conducta
de una mujer dependía de si se le había enseñado a vivir bajo normas y si sobre ella había recaído
un
mayor control social(9). Por lo
tanto, aquellas que por su condición económica o étnica estaban
en desventaja respecto a las primeras y en quienes la vigilancia
social no funcionaban adecuadamente, solían asociarse con delincuentes y aprender ese comportamiento
porque los criminales se
hacían, no nacían(10).
Ya para finales del siglo XX surgió otra perspectiva de la mujer criminal gracias a los
movimientos feministas que pretendían derribar
estas conclusiones obtenidas en su gran mayoría por hombres(11).
Según expertas como Carol Smart, Maureen Cain, Rita J. Simón y
Freda Adler, entre otras, la incongruencia de los estudios masculinos radicaba en que habían
pretendido
explicar el fenómeno de
la criminalidad a partir de la naturaleza masculina y forzosamente
buscaban ajustar estas teorías a la situación de la mujer, generando consigo discriminación y
prejuicios
sexistas respecto a la delincuencia femenina.
Para estas autoras, la criminalidad femenina estaba relacionada con
“la tesis de la liberación”, dado que en los grupos sociales en donde las mujeres tenían acceso a
las
mismas posiciones sociales que
los hombres se presentaba la disminución de sus diferencias y, con
ello, la delincuencia de las mujeres se iba equiparando a la de los hombres, así como el tratamiento
que
la justicia les daba a ellas. Por
lo tanto, concluyeron que a la par que las mujeres iban adquiriendo
igualdad en el ámbito social y económico, también lo iban haciendo
en la delincuencia(12).
Desde la historiografía, en Colombia se destacan algunas investigaciones sobre criminalidad
femenina entre los siglos XVI a XIX como
las de Beatriz Patiño Millán, Mabel Paola López Jerez y Andrea García Amézquita. La historiadora
Beatriz
Patiño Millán fue una de las
pioneras en el tema en el país, dentro de sus obras más importantes
se encuentran: Criminalidad, ley penal y estructura social en la Provincia de Antioquia 1750-1820,
en la
que aborda la delincuencia entre los antioqueños de la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos
del XIX, y las leyes penales que regulaban estos actos(13). Por otra
parte, Mujeres y el crimen en la época colonial. El caso de la ciudad de
Antioquia, publicado en 1995, se convertiría en un punto de partida
para aquellos que se interesan por la relación mujer-criminalidad
en nuestro país.
En esta publicación, Patiño Millán sería la primera historiadora colombiana en mostrar que
la
mujer tuvo un papel importante dentro de los numerosos conflictos y delitos que se producían en las
relaciones interpersonales, como injurias, lesiones leves y homicidios, ya fuese como víctimas o
agresoras(14). Adicionalmente, resaltó
el papel de las autoridades, quienes, en su intento de perseguir y
sancionar estas conductas, convirtieron los tribunales en escuelas de comportamiento, dado que los
delitos se presentaban en los estamentos sociales bajos como consecuencia de la carencia de un
proceso educativo que moldeara las conductas.
En 2012, Mabel Paola López Jerez publicó la investigación Las conyugicidas de la Nueva
Granada:
trasgresión de un viejo ideal de mujer(15), que clasifica y estudia veintitrés casos judiciales en
donde
la mujer fue judicializada por acabar con la vida de su esposo. La
autora también plantea al económico y social como factores relacionados con el delito femenino, dado
que
las analizadas desempeñaban oficios como labradoras, hilanderas y lavanderas, es decir,
pertenecían a los estamentos sociales bajos. El hecho de que estas
mujeres no contaran con acceso a una educación moral fortalecida
ni a una vigilancia, por haber tenido que salir del ámbito doméstico
para ayudar con el sostenimiento económico de sus familias, les
daba más libertad y explicaba que en la mayoría de los casos adoptaran una actitud rebelde y
contestataria hacia sus esposos y hacia
la sociedad en general.
Por último, el estudio realizado por Andrea García Amézquita(16),
Monjas, presas y “sirvientas”. La cárcel de mujeres del Buen Pastor,
una aproximación a la historia de la política criminal y del encierro
penitenciario femenino en Colombia, 1890-1929, evidencia todas las
prácticas efectuadas por las religiosas de la Congregación del Buen
Pastor de Angers para garantizar la moralización y expiación de las
culpas de las condenadas. En su periodo de encierro, a las presas
se les obligaba a cumplir con estrictas rutinas que implicaban la
realización de diversos oficios “propios de su sexo”, por ejemplo,
barrer, cocinar, etc., y el fortalecimiento de su fe y moral con instrucciones y una educación
religiosa. Para García Amézquita, estas actividades, además de poner en una doble condición a la
mujer
delincuente (presas-sirvientas), eran utilizadas con la finalidad de
reeducarlas para que se introdujeran al orden social establecido.
La autora llega a la conclusión de que esta cárcel, además de ser
una institución de encierro para la corrección de delincuentes, fue
una “organización racional, diseñada en todos sus aspectos para
ser efectiva en el cumplimiento de los objetivos de la comunidad religiosa”(17).
En consonancia con la línea de investigación mujer/criminalidad,
este capítulo pretende hacer un aporte al estudio de las que se vieron involucradas en asesinatos y
fueron condenadas por las leyes
en un contexto en el que la construcción del Estado moderno y la
República liberal se veían como los máximos proyectos a realizar.
Partiendo de lo anterior, analizamos siete expedientes judiciales de
mitad del siglo XIX que reposan en el Archivo Central de Cauca, en
los cuales se evidencia la relación de la mujer con el homicidio; la
legislación, específicamente con el Código Penal de 1837; y la justicia. Esto con el objetivo de
ubicar
a las féminas en escenarios contrarios a su deber ser, estudiar qué motivos las llevaron a cometer
el crimen y observar el tratamiento que les dieron las autoridades
en estos casos particulares. Partiendo de que los expedientes analizados son apenas una muestra, se
seleccionaron con criterios de
completitud, por cuanto se pueden encontrar muchos más que no
se hallan íntegros o están demasiado deteriorados.
Dentro de los expedientes analizados se caracterizan especialmente dos tipos de homicidio y,
con
ellos, sus móviles: el cometido
contra el marido para defender la vida en contextos de violencia
conyugal reiterada (las conyugicidas(18)) y el ejecutado contra la pareja con la ayuda de un amante
para
resolver un triángulo amoroso.
En este mismo orden será presentada la casuística encontrada
dentro de la tesis de pregrado que le da origen a este capítulo(19).
Índice de criminalidad femenina en Popayán a mediados del siglo XIX
En el Archivo Central del Cauca (ACC), Fondo República-Judicial,
reposan 4.414 expedientes judiciales que contienen casos desde
1830 hasta 1860, aproximadamente. Dentro de este acumulado, 503
causas involucran a una o varias mujeres acusadas criminalmente(20)
de participar como cómplices o encubridoras, o de ser las principales ejecutoras en una variedad de
delitos contra las propiedades,
las personas, la moral etc. En lo concerniente al asesinato, se encuentran 57 expedientes en los que
se
judicializó a las mujeres, cifra que, aunque bastante baja en comparación con el número total
de causas femeninas, permite evidenciar los conflictos cotidianos
que sufrían, las circunstancias en que ocurrían y sus maneras de
afrontarlos
En un total de 26 casos la víctima fue el esposo; en 6 expedientes,
sus hijos; en 4 casos, los parientes y en 21, otras personas ajenas
a su círculo familiar. Podemos decir entonces que las principales víctimas de las mujeres asesinas
eran
sus parientes, y en la mayoría
de los casos, su esposo. Los principales motivos del crimen fueron:
la defensa personal y la infidelidad por parte de la mujer, quien por
esconder un “amor ilícito” asesinaba o ayudaba a asesinar a su esposo(21). En los otros casos de
asesinato
que involucran a personas
diferentes al cónyuge aparecen móviles que van desde los celos y la
furia hasta la venganza.
Matar o morir: el caso de las conyugicidas
Según Pablo Rodríguez(22), había pocos acontecimientos tan decisivos en la vida de una mujer como su
matrimonio. Desde niña era
educada y preparada para asegurar que su desempeño como esposa cumpliera con lo establecido por Dios
y
la Iglesia. Ella debía ser
buena, honesta y “engendrar en el corazón de su marido una gran
confianza […] Pagarle con bien, y no con mal, todos los días de su
vida”(23). Esto significaba estar confinada en el hogar, porque, como
lo mencionaba Fray Luis De León, las que encerradas y ocupadas
estén en sus casas, “no darán así a sus maridos motivos de celos
ni se pondrán ellas en peligro”. También debía regir su casa y su
familia; saber coser, cocinar y fregar, así como entregar su vida al
cuidado de su esposo e hijos, siendo amorosa y comprensiva.
“Realizadas las nupcias, su vida se partía en dos. Adquiría la mayoría de edad, de hija
pasaba a
ser esposa, se convertía en madre.
Tal como se esperaba, obtenía dominio sobre su mundo doméstico, y su prole nacía en forma
legítima”(24).
Sin embargo, esa mayoría
de edad a la que se refiere Pablo Rodríguez era relativa, porque en
aquel estado su condición de subordinación al marido no era diferente de la que tenía
respecto a
su padre o hermanos antes del
matrimonio. De acuerdo con Michelle Perrot, la mujer casada era
dependiente jurídica, sexual y económicamente de su marido, por
lo que además de tener que seguir todas las órdenes de su consorte
podía ser “corregida” como un niño desobediente por el jefe de la
casa, depositario del orden doméstico(25).
En nuestro periodo de estudio (1837-1849), -como lo hemos mencionado anteriormente, a pesar
de
la implementación de un nuevo
ordenamiento jurídico como lo fue el código penal de 1837, este no
implicó una renegociación de las tradiciones, prácticas ni costumbres heredadas del Imperio Español,
mucho menos lo fue respecto
a los roles de género, por lo que se siguió legitimando el sometimiento de la mujer y la violencia
de la
que era víctima dentro del
matrimonio. De hecho, algunos sectores de la sociedad consideraban que si el hombre golpeaba a la
mujer,
ello era una respuesta
a su conducta desviada; igualmente, siempre y cuando el castigo
fuese moderado, las autoridades judiciales no lo consideraban
como maltrato(26).
En ocasiones, los maridos sobrepasaban el límite de la “violencia
correctiva”, causándoles graves lesiones a sus esposas, que las dejaban enfermas por varios días o
que,
incluso, les producían la muerte(27). En otras oportunidades, la mujer llevada por el acaloramiento
que despertaban las riñas y discusiones o como reacción para salvaguardar su vida, la cual se veía
en
extremo peligro debido a la forma en la que estaba siendo maltratada, incurría en el conyugicidio.
Así sucedió en los tres casos que veremos a continuación.
El primero de ellos es el de María Celedonia Mosquera, natural y
vecina de la parroquia del Tambo, mayor de veinticinco años, de
oficio labradora y de religión católica apostólica y romana(28), quien
fue acusada por su hermano, Manuel Valentín Mosquera, de haber asesinado a su marido, José Honorio
Caicedo, con un cuchillo
mientras discutían. En su declaración, al preguntársele por los motivos del asesinato la mujer
expuso lo
siguiente:
Que ella no tuvo intención de matar a su esposo, pero que habiendo estado su esposo peleando
con
la confesante y habiéndole pegado algunos golpes, la sacó para afuera agarrándola de
la cintura y con un machete en la mano tratando de darle con
él. Entonces la confesante, que tenía un cuchillo en la mano y
que le había acabado de quitar a su marido lo mató sin intención,
enterrándose su mismo marido el cuchillo al irla a abrazar para
sacarla afuera y cortarle el cabello. Que al ver esto le preparó
un caldo de sustancia para darle hirviendo, que estaba privado.
Que llevaba el cuchillo en la mano todavía y lo puso en su lado,
que también llevaba dos tizones de candela y unos trapos para
quemar y atajarle la sangre. Que le abría ella la boca y le echaba
el caldo, pero ya estaba muerto, y que el pleito se originó porque
su marido no la dejaba ir a Quilcacé a traer remedios para su hermano que estaba enfermo.(29)
En aquella sociedad la mujer debía pedirle permiso al marido antes
de tomar alguna decisión, lo cual no quiere decir que se conformara
con lo estipulado por su pareja, pues, como lo vemos, Celedonia
insistía en que la dejara ir a comprarle los remedios a su hermano,
conducta que desató la ira de su esposo ante la negativa de su mujer
de acatar su decisión. Según las creencias de la época, si la mujer no
entendía por las buenas, al igual que los niños, debía hacerlo por las
malas, por esto su esposo la agredió para impedir que menoscabara su autoridad. Su intención era
demostrarle a la mujer que él era
quien mandaba en su hogar y corregir su conducta sublevada, porque se tenía la idea de que “unos
golpes
a tiempo podían evitar que
la persona se descarriase, y del castigo físico aplicado a su hora, sin
miramientos, pero sometido a la razón, podía depender la bondad,
e incluso la excelencia, del individuo en el futuro”(30).
En el discurso de Celedonia se observa la magnitud que alcanzaba el
maltrato conyugal, que generalmente llegaba a los límites de la sevicia, que, como lo explica Mabel
Paola López Jerez, se diferenciaba
de las lesiones leves (golpes y empujones) y constituía agresiones
graves y sistemáticas que ponían en peligro la vida de la víctima(31).
En ese sentido, dado que Caicedo golpeaba a su mujer con un machete, su castigo puede ser
catalogado de cruel y efectuado con la
intención de ocasionarle un daño severo, acción que generó que
en el acto de exaltación, esta le diese una puñalada que sellaría el
destino de los dos. La agresión le ocasionó la muerte al marido y a
la mujer, la convirtió en una asesina; según el abogado acusador, en
un demonio a quien se le debían atribuir las desavenencias entre
ellos, lo que la hacía acreedora a la pena de último suplicio(32).
Por su parte, en opinión del abogado defensor, la mujer debía ser
absuelta del delito porque el asesinato había sido fortuito: “dice en
su confesión y hay que aceptar en toda esta, pues no hay más pruebas, que, en el acto de cogerla su
esposo de la cintura para sacarla
afuera y cortarle el pelo, se le enterró el cuchillo que ella tenía en
la mano, en esto no hubo intención, ni hubo acto deliberado, hubo
sí una funesta casualidad”(33). El jurista añadía que el hecho de que la mujer confesara su crimen e
intentara auxiliar al esposo era prueba
de su inocencia y estaba cobijada por el artículo 647 del Código
Penal como una atenuante.
Para el juez supremo de letras, aunque estaba probado el hecho
por el que Celedonia era juzgada como reo de asesinato, según lo
dispuesto en el artículo 610 del código, no era claro cuál de los dos
miembros de la pareja había incitado la riña, por lo que la mujer no
podía ser condenada por un asesinato en primer grado y, mucho
menos, a pena de muerte. El 28 de abril de 1849 el juez le aplicó a
María Celedonia una sentencia de cuatro años a trabajos forzados,
que debía cumplir recluida en una casa destinada para tal fin en la
ciudad(34). Adicionalmente, le asignó el pago de las costas procesales,
como era costumbre, “lo que era una pena relativamente dura, si se
tiene en cuenta que la mayoría eran personas pobres”(35). Dado que
la condenada se desempeñaba como labradora, esta suma pudo representar quizás la venta de algún bien
(si
es que lo poseía) o el endeudamiento con un tercero, porque, a diferencia de los hombres,
las mujeres condenadas a trabajos forzados, según el artículo50 del
Código Penal, no podían hacer suyo el producto de su trabajo.
En circunstancias similares a las de María Celedonia Mosquera
ocurrió el conyugicidio perpetrado por María Josefa Cobo, quien
fue acusada ante el juez de haber asesinado a su esposo, Domingo Solarte, de una herida en la parte
lateral izquierda del abdomen
cuando se encontraban discutiendo. Según las declaraciones de
los testigos.
Josefa cobo asesinó a su finado esposo en un acto de acaloramiento, pues se encontraban
peleando, y en un instante de la discusión
Domingo alcanzó una escopeta que tenía colgada y por pegarle
con esta a la procesada sufrió el golpe la Velasco (testigo) que se
hallaba atrás de ella. Luego en el camino de Rulamito hizo el amague de dispararle otra vez la
escopeta
que llevaba, y fue en este acto en donde la Cobo, quien tenía un cuchillo en sus manos, le
causó la herida que lo llevó a la muerte.(36)
En defensa de la mujer, el abogado Pedro Antonio Medina señaló
lo siguiente:
Agotado el sufrimiento de Josefa cobo con los malos tratamientos que diariamente recibía de
solarte en quien no encontró un
fiel amigo, un compañero compasivo, un tierno esposo, sino un
capital enemigo, le dio en el acto de una defensa legítima y con
el objeto de repelar a un adversario atrevido y más poderoso que
ella una pequeña herida de cuya resulta y por falta de una pronta
y escrupulosa asistencia murió el expresado solarte. Este hecho
es el que ha motivado la seguida de esta causa y por él se intenta
hacer sufrir a la Cobo una pena a que no es acreedora; porque
considerando el asunto detenidamente lo único que resulta es
que cumplido con el deber de conservarse y como son excederse
en el derecho de defensa, y nadie ha imaginado jamás que es delito el cumplimiento de una obligación
indispensable en el ejercicio de un derecho. Expuesto y reproduciendo todo lo favorable
que suministra el proceso, el defensor pide a vuestra excelencia
se sirva revocar la sentencia consultada y declarar libre de todo
cargo a la rea.(37)
Como vemos, el abogado señaló la conducta del esposo de atrevida, dada la frecuencia con la
que
violentaba a su esposa y reconoció el derecho de la mujer a defenderse, aun cuando, según
la costumbre, el hombre tenía todo el deber de castigarla por sus
comportamientos desviados o por no obedecerlo. El defensor se
apoyaba en el artículo 468 del Código Penal, que sostenía que “la
mujer que abandonare la casa de su marido, o rehusare vivir con
él, o cometiere graves excesos contra el orden doméstico, o mostrare tan mala inclinación que no
basten
ni corregirla las amigables amonestaciones de su marido, será a solicitud de éste apercibida
por el juez”(38). Del texto el abogado recalcaba la “amonestación amigable”. Ello se debía a que, si
bien
la legislación no excluía el maltrato como forma de castigo para las malas esposas, llamaba a evitar
los excesos, que, de hecho, fueron muy frecuentes en la época de
estudio, pues los maridos solían golpear sistemáticamente y con
crueldad a sus mujeres.
María Josefa fue condenada por asesinato en tercer grado a pagar
la pena de cuatro años de trabajos forzados debido a que en el
homicidio “no se observó premeditación, ni acechanza alguna” por
parte de la mujer para cometer el crimen. Este relato permite ilustrar la dinámica
violencia/resistencia
tanto por parte del hombre
como de la mujer porque, aunque desde todas las esferas se justificaba castigar a las féminas por
pensarse que era responsabilidad
del hombre asegurarse de su buena conducta, como lo demuestran los casos enunciados, algunas de
ellas
reaccionaban a este
mandato y se defendieron de los castigos y “malos propósitos de
sus esposos”(39). El último caso de violencia doméstica que traemos
a colación en este primer apartado y que terminó en tragedia fue
el asesinato perpetrado por María Zambrano contra José Murcia.
El 15 de agosto de 1840, el juez parroquial de San Pablo fue notificado de la muerte de aquel
hombre,
motivo por el cual procedió
al arresto de su esposa, de oficio lavandera, acusada de haber sido
la autora del crimen. También hizo el reconocimiento del cadáver
por medio de peritos juramentados, quienes hallaron “en el lado
izquierdo, en el vacío del pescuezo una herida de cuatro dedos de
profundidad y una de latitud, dirigida hacia el corazón y hecha con
cuchillo”(40). En su confesión la mujer dijo que:
por haber llorado un niño pequeño que tenía el finado acariciando, y haberle mandado que no
lo
meciera porque lloraba y haberle pegado a una de sus hijas, se trabaron en palabras y el difunto
entró a un aposento y sacó unas riendas para pegarle. Que la confesante no ha tenido la intención de
matarlo, porque la confesante, que tenía en sus manos un cuchillo de cocina que cogió para
defenderse, le hizo la herida de que murió a un cabezazo que le
tiró el difunto y se encontró con el cuchillo, al poco rato expiró su
marido y en ese momento salió y lo cogió y abrazó diciendo ¡hay
bendita!, ¿Qué fue lo que hice? ¿Qué fue lo que me sucedió?(41)
Al igual que en los dos casos anteriores, el abogado de María Zambrano apeló al argumento de
la
defensa personal, pues “el acto
amenazador del marido fue el que produjo en la debilidad natural
de una mujer una violencia irresistible” (42). Conforme al artículo 106
del Código Penal: era excusable el homicidio cometido contra su
voluntad, forzado en el acto de cometerla por alguna violencia a
que no haya podido resistir”(43), por lo tanto, solicitaba que la mujer
fuera liberada de los cargos y declarada inocente.
Para el Tribunal del Distrito, el homicidio debía graduarse como voluntario en tercer grado,
puesto que, aunque era claro que la mujer
había asesinado a su esposo, no lo había hecho con premeditación,
por tanto, la condenó a sufrir la pena de cuatro años de trabajos
forzados, cuatro años más de destierro a veinte leguas del lugar en
que cometió el delito y a pagar las costas procesales.Como vemos,
en los hogares de las mujeres de estamentos bajos el mandato de
obediencia, sumisión y paciencia a los maridos no se cumplía. María
Zambrano reconoció que había tomado el cuchillo para defenderse,
lo que la ubica en “un papel activo en la agresión al retar el poder del victimario”(44). Su actitud
contestataria se puede analizar a la
luz de la teoría del rol social, planteada por Margaret Mead(45), quien en su investigación titulada
Sexo
y temperamento en las sociedades
primitivas concluye que la delincuencia femenina se presentaba
cuando las mujeres se revelaban y contradecían el rol socialmente
impuesto para ellas(46).
Por tanto, podría decirse que es en la transformación de su rol tradicional en el hogar que
estas conyugicidas adquieren la confianza
para trasgredir de manera amenazante la supremacía masculina y
resistirse ante los abusos de sus maridos, quienes se suponía eran
las figuras de máxima autoridad. Al desempeñarse como labradoras, lavanderas o hilanderas, aportaban
económicamente a los gastos de su familia y no estaban en su condición normal, es decir, a la
sombra del esposo(47).
En síntesis, estos asesinatos fueron puramente circunstanciales y
la condición de víctimas de golpes y malos tratos fue la que finalmente convirtió a las mujeres en
victimarias. Lo que sugerimos es
que ellas no eran del todo unas asesinas despiadadas que planearon
y ejecutaron a sangre fría un asesinato, como sí ocurrió con las mujeres que veremos a continuación.
El adulterio: “un delito que conduce a otro más horrendo”
El adulterio era una trasgresión sexual en la que una persona casada incumplía la fidelidad
conyugal,
por lo que en la época constituyó una ofensa grave a la intimidad y la armonía matrimonial(48).
Tanto los hombres como las mujeres podían ser judicializados por
este delito, no obstante, según Joaquín Escriche, el delito era castigado de forma diferencial, pues
para la ley, el adulterio lo constituía solo la infidelidad cometida por la esposa(49). Las antiguas
leyes, particularmente Las Siete Partidas, lo proclamaban así: “del adulterio que hace el varón con
otra
mujer no nace daño ni deshonra
a la suya […] del adulterio que hiciese su mujer con otro, queda el
marido deshonrado”(50). Por lo tanto, era común y aceptado que el
esposo engañase a su esposa con una mujer soltera, pero cuando la infidelidad ocurría con una
casada, el
hombre se arriesgaba a
ser judicializado, pues lo que se castigaba era que vulnerara el honor del marido de aquella, que
pusiera en entredicho su virilidad y
que con su conducta ayudase a la mujer a atentar contra la institución familiar.
Esta disposición no varió a lo largo del siglo XIX porque en el Código Penal republicano no
se
decretó un solo artículo que concediera
pena al hombre que engañara a su mujer, antes bien, según el artículo 729, la mujer adúltera debía
ser
castigada con la pérdida de
todos los derechos de la sociedad marital y con la reclusión por el
tiempo que quisiese su marido, siempre y cuando este no sobrepasase el límite de diez años.
Adicionalmente, el artículo 730 consideraba sujeto punible a los cómplices de adulterio,
condenándolos
a sufrir igual tiempo de reclusión que la mujer y al destierro del
distrito parroquial mientras viviese el marido, si así lo decidía aquel.
Pese a los esfuerzos normativos por regular y castigar las relaciones
ilícitas, entre 1837 y 1850 dicha práctica estaba lejos de ser erradicada en la gobernación de
Popayán,
dado que se presentaron 46
causas criminales seguidas a mujeres por este delito. Además, de
los 26 casos de asesinato en los que la víctima fue el esposo, en
12 expedientes el móvil que incentivó el crimen fue una relación
extramatrimonial.
Algunas mujeres, en “un esfuerzo por vivir sus pasiones con libertad”(51), acabaron con la
vida
de
sus esposos o sus rivales, o en su defecto incitaron a sus amantes para que fuesen ellos quienes
ultimarán a sus consortes. Un ejemplo es la causa criminal seguida contra Casimiro Güengüe y Micaela
Valenzuela, vecinos de la
provincia del Chocó, por haber asesinado al esposo de la mujer, de
nombre José María Poso. El 2 de diciembre de 1846, el hijo de la
mujer, Bernabé Poso, dejó en conocimiento de las autoridades el
crimen de la pareja de amantes, ocurrido en realidad cuatro meses
atrás, pero que había mantenido oculto a causa de las amenazas de
su progenitora y del mancebo, “que en caso de que descubriera el
asesinato de su padre tendría que correr igual suerte”(52).
A pesar de que al principio de su confesión Micaela pretendió cambiar los hechos y negar el
cargo,
poco tiempo después, acusada por su propia conciencia, confesó
su misma complicidad: por venganza dice ella de los azotes que
entonces le dio y lo que es más demostrado, por gozar al cabo en
fría y criminal tranquilidad de sus criminales pasiones. En todo
el transcurso del año celebraron varias conferencias en las que
repetían la conjuración contra el infortunado favorecedor del asesinato. Él proponía hacer uso de la
lanza y ella rechazaba este medio sustituyéndolo por envenenarlo, pues creía que de este último
modo quedaría impunido el nefasto adulterio que había cometido
y el atroz asesinato que proyectaban ejecutar.(53)
Al igual que las asesinas por defensa propia, Micaela era maltratada
por su esposo, cuestión que la llevó a llenarse de resentimiento hacia su consorte a lo largo del
tiempo
y a alimentar la sed de venganza. No obstante, a diferencia de aquellas, esta mujer ideó por varios
meses la manera en que podía hacerle pagar a su esposo por todas
las agresiones y el maltrato sufrido. Además de acabar con su verdugo, pretendía llevar con total
libertad su amorío con Güengüe,
por lo que lo incitaba constantemente con promesas de una vida
juntos para que le ayudase a efectuar el plan.
Llegando al fin las vísperas del día del delito a una nueva conjuración, y las sugestiones,
consejos y las promesas de la Valenzuela
de ser su concubina, lo resuelven a perpetrar el delito el sábado
ocho de agosto. En este día salió de su casa Pozo en compañía de
su hijo Bernabé, de su pérfida esposa, y del declarante, y se dirigieron a un monte inmediato con el
objeto de labrar unas paletas
o tablas para canaletas, y después de haberse internado llegó Pozo
a un punto donde se dividía el camino en dos partes y en este punto el declarante que iba atrás le
atravesó con su lanza. Cayó aquel
desgraciado en tierra y entonces (según refiere este) le quitó su
criminal mujer un hacha que llevaba y se la dio a él, quien haciendo uso de ella le acabó de quitar
la
vida. En seguida enterraron el
cadáver e intimaron al joven Bernabé.(54)
Hasta este momento Micaela se mostraba solamente como autora
intelectual del plan, pero con las declaraciones de Güengüe salía a
relucir su participación material y complicidad en el asesinato. Por
lo tanto, el fiscal le solicitó al juez la pena capital para el hombre y
la de complicidad en primer grado para su concubina, lo que le mereció dieciséis años de trabajos
forzados, un año y cuatro meses de
presidio en el establecimiento de reclusión del Segundo Distrito y
tener que presenciar la ejecución de la pena impuesta a su cómplice. Adicionalmente, a ambos se les
demandó el pago de las costas,
daños y perjuicios.
El segundo proceso en el que se judicializó el doble delito (concubinato y asesinato) fue
entablado contra Guillermo del Sol y Rita Becerra por el homicidio alevoso perpetrado el 15 de julio
de
1838 en
la persona de Hilario Casierra, esposo legítimo de la última y primo
del primero, vecinos del río del Patía. La causa inició con el descubrimiento del cadáver de
Casierra en
las márgenes de ese afluente
en la playa denominada Gallinazo.
Dado que las averiguaciones mostraban como principales sospechosos al primo y a la mujer del
difunto, el juez de primera instancia procedió a su arresto para tomar la versión de los hechos,
sin embargo, de manera anticipada, en el acto de captura el hombre les contó a los encargados de
llevarlo preso cómo sucedieron
los hechos y confesó su responsabilidad en el crimen. Al respecto
dijo: que el homicidio resultó de “un incestuoso y adulterino amancebamiento entre él y la esposa de
su
primo porque querían vivir
libremente su amancebamiento y disfrutar de los bienes del asesinado”(55), por ello ingresó a la
casa
aprovechando que el occiso se
encontraba dormido y cometió el crimen. Por su parte, al preguntársele a Rita Becerra sobre su
participación en el asesinato, ella
rindió una versión diferente, según la cual “solo levantó la varilla
del toldo que cubría a su esposo mientras dormía porque obedeció
a aquel que la amenazaba con la muerte”(56), acto seguido, Del Sol
cogió a golpes a Casierra hasta ocasionarle la muerte, después la
mujer y el hombre se dispusieron a botar el cadáver en el río.
Según esto, la participación de la mujer en el crimen de su marido
había sido producto del terror que le había causado ver a su amante
en el silencio de la noche con un machete en la mano, por lo que
no pudo menos que “callar, temer, temblar y permanecer inmóvil
bajo la pena de ser sacrificada en unión de su marido”(57). No obstante, el juez desestimó la
posibilidad
de que Rita Becerra hubiese
actuado obligada por su mancebo, pues permitió que el cadáver de
su marido fuese arrojado al río, se quedó viviendo con el asesino
después del fallecimiento de su esposo, no delató al perpetrador y
lo encubrió cuando le fue preguntado dónde estaba su cónyuge, a
lo cual contestó: “que se había ido a pescar, cuando antes le había
dicho a los testigos Joaquín del Sol, Norberto Rodríguez y Ventura
España que su marido se había perdido”. Para las autoridades, estas
eran pruebas suficientes de que la mujer actuaba deliberadamente
y que era tan culpable como su concubino, motivo por el cual fue
declarada como cómplice y encubridora del delito. Según el artículo 100 que mandaba que los
cómplices
fuesen castigados con las
dos terceras partes de la pena impuesta por la ley a los autores, fue
condenada a cumplir 16 años de trabajos forzados, un año y medio
de reclusión, el pago de las costas procesales y a presenciar, según
el artículo 101, la ejecución de su cómplice.
Por otra parte, pese a que en la mayoría de los casos de asesinato
por triángulos amorosos la víctima fatal fue el esposo de la mujer,
también, y de manera particular, existieron otros episodios donde la persona asesinada por los
amantes
fue la esposa del hombre
involucrado en la relación ilícita, tal como lo narran las causas criminales contra Ana María Millán
y
Dolores Cruz. En el primer caso,
el asesinato se cometió el día 5 de febrero de 1837 entre las nueve
y diez de la noche, cuando “estando ya acostada Rosa María Cruz
Molina y las demás personas de su familia, sin que hubiese luz en
la casa, gritó aquella que la mataban a patadas. Inmediatamente se
levantó Bárbara Morales, prendió luz y acudió luego donde la Molina, a quien halló ya
expirando”(58).
Según los testimonios de los que
acudieron al llamado de auxilio de la mujer, la encontraron toda
ensangrentada junto con su hijo de siete días de nacido, al cual se
encontraba amamantando. Al observarla detenidamente pudieron
notar dos heridas, una en el muslo y otra en el dedo meñique.
Poco después entró a la casa el esposo de la mujer agredida, Ángel Rojas, y al observar el
crimen desnudó y trasladó el cadáver de
su mujer con sus propias manos a otra habitación y ordenó que
no dejaran entrar a nadie extraño a su casa. Al día siguiente, muy
temprano, condujo el cuerpo al panteón, lo enterró y les dijo a los
vecinos que había muerto de pasmo, pues se encontraba recién parida. Entre tanto, a los familiares
les
explicó que las heridas que presentaba Molina se las había hecho con las varillas de la cama(59),
tal vez al haber sufrido un desmayo por los dolores del cólico que
estaba padeciendo.
La explicación resultó muy sospechosa y el hermano del asesino,
José Rojas, acudió al juez parroquial segundo del sitio de Ballano,
jurisdicción de Toro, para que iniciara la investigación. El juez del
sumario ordenó la exhumación y reconoció el cuerpo de Rosa el
9 de febrero. El cadáver no solo tenía las dos heridas de las que
hablaban los testigos, sino cinco más, una de las cuales era en el
corazón y la otra en el empeine, dictamen que ponía en evidencia
que la mujer fue asesinada de la manera más “alevosa y cruel que
pudiera imaginarse”(60), por lo que el caso debía seguir su curso y
no desestimarse.
En la etapa de indagación de testigos salió a relucir el público concubinato de Ángel Rojas
con
Ana María Millán y los comentarios
que esta mujer les hacía a sus vecinos de que el hombre iba a quedar viudo y que su mayor deseo era
casarse con él. Por este motivo, el juez mandó tomar declaración a los infieles, quienes negaron
rotundamente su responsabilidad en la muerte de Rosa María. Pese
a esta declaración y a que no se encontró ni un solo testigo directo
del hecho, para comprobar la culpabilidad de la acusada y el encubrimiento de su amante, el juez se
basó
en las diversas afirmaciones
que aportaban más de “setenta vecinos” que vieron a la sospechosa
con un cuchillo cerca a la casa de la occisa pocos minutos después
del hecho. Finalmente, tras un dilatado juicio criminal, el juez condenó a Ana María Millán a la
pena de
último suplicio, lo mismo que
Ángel Rojas, su cómplice.
Al igual que esta mujer, en otro caso, Dolores Cruz, movida por los
celos, la envidia y la rabia que le producía no poder gozar libremente de su amante, asesinó a la
mujer
de su mancebo, Juana Josefa
Arana. El domingo 12 de marzo de 1843, entre las dos y las tres de la tarde, Juan y Dolores Cruz,
sobre
quienes pesaba el delito de amancebamiento público, estrangularon a Juana Arana en la espesura
del monte del Guayabal de Roldanillo. En sus confesiones ambos
reos declararon que prepararon con anticipación de ocho meses la
muerte de la mujer buscando cuidadosamente la ocasión perfecta
para “cometer el más horrendo asesinato en una persona débil e
indefensa por naturaleza, sin otra esperanza que la de continuar
con su vida de libertinaje”(61).
Desde tiempo atrás, ambos habían concertado reunirse en el punto del Guayabal para ejecutar
el
crimen. Juan sería el encargado de
“sacar a su esposa de su casa con engaños llevándola, al parecer, a
una diversión inocente como el sacar colmenas; premeditado que
manifiesta toda la corrupción de Juan y Dolores cruz al valerse de la
ciega obediencia de una infeliz mujer para sobre seguro y sin dificultad consumar su
intención”(62).Ambos
la cogieron para ponerle el rejo
en el cuello, ambos la ahorcaron y ambos la sepultaron: hechos que
se corroboraron con los reconocimientos que los reos hicieron del
cadáver el día que se exhumó. Juan señaló el lugar de la sepultura y
el palo con el que cometió el crimen, dato en el que se apoyó el juez,
quien los declaró a él y a Dolores Cruz reos de asesinato en primer
grado y los condenó a la pena de muerte, además de declararlos
infames y sujetos al pago mancomunado de las costas procesales.
Estos asesinatos por triángulos amorosos evidencian que las mujeres podían cometer el crimen
por
motivos diferentes a los malos
tratamientos de los que eran víctimas por parte de sus esposos.
Ellas terminaban cometiendo dos delitos infames para la época:
por un lado, el concubinato, que además de constituir una afrenta a la moral cristiana era una
trasgresión al modelo de familia y matrimonio(63) y, por el otro, el asesinato mediante “uniones
criminales”(64) que buscaron, de la manera más alevosa y cruel, sacar del
medio a “personas inocentes”.
Conclusiones
Se cree que la naturaleza femenina, al permitirle a la mujer “dar
vida”, le atribuye un instinto y amor maternal(65), es decir, actitudes
cariñosas y protectoras hacia el prójimo. Sin embargo, como lo hemos visto en este capítulo, en el
periodo 1837-1850 en la República
de la Nueva Granada existió una brecha insondable que separaba
a la mujer ideal de la real. Las asesinas de mediados del siglo XIX,
consideradas por la sociedad de la época como monstruos(66), fueron
trasgresoras porque con su conducta se distanciaron de lo legalmente determinado. Pese a los
discursos
“liberales” y “modernizadores” divulgados por los padres de la patria, en la época se seguía
reproduciendo el imaginario colonial que restringía a la mujer al
ámbito doméstico y que evaluaba su utilidad por labores hogareñas
y familiares realizadas. De ella se esperaba que cuidara abnegadamente de sus hijos y esposo y
llevara
una vida religiosa y ajustada
a la moral.
En este capítulo hicimos foco en otros aspectos de su vida cotidiana y ampliamos su campo de
acción más allá de la familia y la Iglesia
para observar lo que ocurría entre el hogar, las calles y los juzgados
escenarios que contemplaban otras dinámicas sociales y, con ellas,
una nueva configuración de sus relaciones y realidades. En el texto demostramos que estas mujeres
trasgresoras no fueron un agente
histórico pasivo, pues aquí se observan contestatarias, reactivas,
apasionadas y protagonizando conductas que rompían los imaginarios de quienes querían pensar y
sentir
por ellas.
Contrastar los expedientes judiciales, que evidencian una realidad
en un tiempo y un espacio, con los discursos que sobre las mujeres se han creado en la larga
duración
permite visibilizar a la mujer
criminal como un agente histórico importante, que con sus actuaciones dio cuenta de las falencias
sociales, económicas y judiciales
del naciente sistema republicano. Respecto a las circunstancias y
motivaciones que rodearon los crímenes: tres de ellos ocurrieron
en un momento de exaltación, mientras que en los cuatro restantes, por concubinato, estos se dieron
de
manera premeditada. Los
detonantes de estas conductas estuvieron asociados a la dinámica
matrimonial y extramatrimonial, es decir, relaciones fatales que albergaban el amor, el desamor, las
problemáticas de pareja, la violencia conyugal, la defensa personal, las relaciones ilícitas y la
ira.
De los siete casos analizados, en cinco la víctima fue el esposo y en
los dos restantes, las mujeres rivales de las esposas oficiales.
En todos ellos el asesinato se perpetró de manera violenta mediante el uso de armas como
cuchillos, lanzas y machetes. Ese alto grado de violencia, posiblemente, pudo ser el “grito de
rebelión”
y la
exteriorización de una serie de sentimientos de represión, odio, ira
etc. que guardaron especialmente las mujeres a lo largo de su vida.
Así mismo, una forma de reaccionar contra una sociedad que las
controlaba y restringía cotidianamente. Por último, es importante
mencionar que la mujer criminal de mediados del siglo XIX no solo
se veía impulsada por sentimientos de amor y pasión para cometer
el homicidio, existieron otras que, aunque en menor medida, sucumbieron a la venganza y la envidia,
y
bajo sus efectos ejercieron
violencia y asesinaron a sangre fría a personas cercanas a su círculo familiar, a sus vecinas y a
otros
individuos, trascendiendo las
problemáticas de pareja y convirtiendo su conducta violenta en un
asunto de interés y preocupación general.
Notas:
1 Michelle Perrot, Mi historia de las mujeres. 1ª ed. En español. (Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica de Argentina S.A, 2009), 69.
2 Isabel Cristina Bermúdez, Imágenes y representaciones de la mujer en la gobernación de
Popayán. 1ª ed.
(Quito: Corporación Editora Nacional, 2001), 44.
3 Codificación Nacional de todas las leyes de Colombia desde el año 1821. Art. 1.°
del Código Penal de 1837, Título primero: disposiciones generales (Bogotá: Imprenta Nacional, 1924).
4 María Angélica Díaz, “Condición femenina y estatus jurídico. La interpretación
del Derecho según el jurisconsulto J. Escriche”. Anuario, vol. 5 (2003):109-124.
5 Juliano Dolores, “Delito y pecado. La transgresión en femenino”. Política y Sociedad, vol.
46,
n.° 1 y
2 (2009): 79-95.
6 Stephen Jay Gould, La falsa medida del hombre (Barcelona: Editorial Crítica, 2011),
79.
7 César Lombroso, Los criminales (Barcelona: Centro Editorial Presa), 27-32.
8 Eva Casanova Caballer, “Las mujeres delincuentes un estudio de revisión”. Trabajo final de
grado
(Barcelona: Universitat Jaume España, 2017).
9 Otros abordajes criminológicos importantes que explican la incidencia del entorno social
en
los
comportamientos criminales son: la propuesta de Emile Durkheim, la teoría de la anomia, el labelling
approach o teoría del etiquetado, y el
marco teórico de Michel Foucault. Ver: David Garland, Castigo y sociedad moderna.
Un estudio de teoría social (México: Siglo XXI, 2010)
10 Casanova, 14.
11 Casanova, 19.
12 Sobre delincuencia femenina ver: Irene Rodríguez Pina, “Criminología feminista”. Crimina
(Centro para
el Estudio y la Prevención de la Delincuencia, 2016): 1-16.
Varlam Shálamov, Relatos de Kolimá. Ensayos sobre el mundo del hampa, vol. VI
(Barcelona: Minúscula Editorial, 2017).
13 Beatriz Patiño Millán. Criminalidad, ley penal y estructura social en la provincia
de Antioquia 1750-1820. (Medellín: Editorial Instituto para el Desarrollo de Antioquia, 1994).
14 Beatriz Patiño Millán, “Las mujeres y el crimen en la época colonial. El caso de la
ciudad de Antioquia”. En Las mujeres en la historia de Colombia, tomo. II, ed. Camilo
Calderón Schrader (Bogotá: Norma, 1995): 77- 119.
15 Mabel Paola, López Jerez. Las conyugicidas de Nueva Granada, trasgresión de
un viejo ideal de mujer. 1ª ed. (Editorial Pontificia Universidad Javeriana: Bogotá,
2012), 50.
16 Juli Andrea García, “Monjas, presas y ‘sirvientas’. La cárcel de mujeres del Buen
Pastor, una aproximación a la historia de la política criminal y del encierro penitenciario femenino
en
Colombia, 1890-1929”. Tesis de maestría (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2014).
17 García. 73.
18 Los términos conyugicidio o conyugicidas son retomados de López, 2012, quien,
a su vez, los recuperó directamente de los expedientes judiciales de la Nueva Granada entre 1780 y
1830
(Archivo General de la Nación). También fueron empleados
por algunos jurisconsultos en épocas posteriores, como lo muestra Carlos Vidal Riveroll, “Definición
y
descripción de Conyugicidio”. Diccionario Jurídico Mexicano (México: Suprema Corte de Justicia de
México, 1994).
19 Esteffy Zharitd Agudelo Patiño, “Del hogar a la prisión: mujeres criminales en
la Gobernación de Popayán. 1837-1850”. Tesis de pregrado (Buga: Universidad del
Valle, 2019).
20 Que existan 503 expedientes criminales donde se acusaba a la mujer de haber
infringido las leyes republicanas no es garante de que todas ellas fuesen culpables,
puesto que, del total de casos, solo 143 procesadas fueron condenadas y 124 absueltas. Es decir,
comprobaron su inocencia o por falta de pruebas y veracidad de
los testigos no hubo mérito para continuar el proceso. En los 236 casos restantes
no consta la sentencia debido a que los expedientes están inconclusos o a que la
clasificación del fondo que se encuentra en línea y que sirvió para la elaboración de
la investigación no aporta la información suficiente sobre el veredicto de los jueces
respecto a las sentencias.
21 Vale la pena aclarar que dentro de los motivos pasionales que suscitaron el asesinato, la
víctima no
siempre fue el hombre, dado que en un total de cuatro causas
que se consideran dentro de la categoría de otros la persona asesinada fue la esposa.
22 Pablo Rodríguez, “Las mujeres y el matrimonio en Nueva Granada”. En las mujeres en la
historia de
Colombia, tomo. II, ed. Camilo Calderón Schrader (Bogotá:
Norma, 1995): 204-239.
23 Fray Luis De León, “La perfecta casada”, 1583.
24 Rodríguez Pablo, “Las mujeres y el matrimonio, 204.
25 Perrot, 36.
26 Alexander Zambrano Blanco, El infierno de un sacramento: los malos tratos a las
mujeres en matrimonio en Venezuela, 1700-1820. 1ª ed. (Venezuela: Centro Nacional
de Historia, 2009), 109.
27 Si bien dentro del conyugicidio se considera la muerte de alguno de los cónyuges
a manos de su consorte, el uxoricidio ha sido el termino más empleado cuando la
víctima es la esposa.
28 Causa criminal contra María Celedonia Mosquera por homicidio perpetrado en
su esposo, José Honorio Caicedo. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 280 (1849), f.
10v.
29 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 280 (1849), f. 15r.
30 María Rodríguez Shadow y Lilia Campo Rodríguez. “Mujeres: miradas interdisciplinarias”
(México:
Colección Estudios de Género Serie Antropología de las Mujeres, 2019), 194.
31 Mabel Paola López Jerez, “Trayectorias de civilización de la violencia conyugal
en la Nueva Granada en tiempos de la Ilustración. Tesis doctoral. (Bogotá: Universidad Nacional de
Colombia, 2018), 253.
32 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 280 (1849), f. 10 r.
33 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 280 (1849), f. 5.
34 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 280 (1849), f. 17 r.
35 Patiño, 89.
36 Causa criminal contra María Josefa Cobo por el homicidio de su esposo Domingo Solarte.
ACC,
Sección
República, Fondo Judicial. Signatura 161 (1842), f. 6.
37 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 161 (1842), f. 3.
38 Codificación nacional, artículo 468.
39 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 161 (1842), f. 4.
40 Causa criminal contra María Zambrano por el asesinato de su esposo José Murcia. ACC,
Sección
República, Fondo Judicial. Signatura 129 (1841), f. 2.
41 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 129 (1841), f. 2.
42 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 129 (1841), f. 3.
43 Codificación nacional, artículo 106.
44 López, “Las conyugicidas de Nueva Granada”.
45 Gudrun Stenglein, “Revisión crítico-comparada de las principales teorías
científico-sociales
sobre la delincuencia femenina”, Revista Europea de Historia, de las
Ideas Políticas y de las Instituciones Públicas, vol. 5 (2013): 27-104.
46 Para ampliar este tema ver: Becker, Howard. Outsiders, hacia una sociología de
la desviación (Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 2012).
47 Rodríguez, “Criminología feminista”, 7.
48 Díaz, “Condición femenina”, 15.
49 Díaz, “Condición femenina”, 16.
50 Las Siete Partidas. Del sabio rey don Alonso el nono; glosadas por el licenciado
Gregorio López, Oficina de Benito Cano Tomo III, (1789).
51 Causa criminal contra Micaela Valenzuela y Casimiro Güengüe por el homicidio
de José María Poso. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 248 (1846-
1847), f. 1.
52 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 248 (1846-1847), f. 8r.
53 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 248 (1846-1847), f. 12.
54 Causa criminal contra Rita Becerra y Guillermo del sol por el asesinato de Hilario
Casierra. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 112 (1838), f. 14r.
55 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 112 (1838), f. 5r.
56 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 112 (1838), f. 14r.
57 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 112 (1838), ff. 19 y 20.
58 Causa criminal contra Ana María Millán por el homicidio perpetrado en la persona de Rosa
Cruz
Molina. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 107
(1838), f. 2.
59 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 107 (1838), ff. 3-5
60 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 107 (1838), ff. 9-10.
61 Causa criminal contra Dolores Cruz por el homicidio de Juana Arana. ACC, Sección
República,
Fondo Judicial. Signatura 183 (1843), f. 3r.
62 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 183 (1843), f. 3r.
63 Lida Tascón Bejarano, “Sin temor de Dios ni de la real justicia. Amancebamiento
y adulterio en la gobernación de Popayán, 1760-1810”. 1ª ed. (Cali: Universidad del
Valle, 2014), 185.
64 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 183 (1843), f. 6v.
65 Cristina Palomar, “Maternidad: historia y cultura”, Revista de Estudios de Género
La Ventana, vol. 22 (2005), 36.
66 Laura Casas Díaz, “Las malas mujeres. Concepción Arenal y el presidio femenino
en el siglo XIX”. Trabajo fin de grado (Barcelona: Universitat Autónoma de Barcelona, 2018), 4.
Bibliografía
Fuentes primarias
Archivo Central del Cauca (ACC)
ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 112 (1838)
ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 107 (1838)
ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 129 (1841)
ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 161 (1842)
ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 183 (1843)
ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 248 (1846-1847)
ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 280 (1849)
Impresos
Codificación Nacional de todas las leyes de Colombia desde el año 1821. Código
Penal de 1837. Bogotá: Imprenta Nacional, 1924.
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