Ni calladas ni sumisas
Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX

https://doi.org/10.28970/9789585498662
ISBN (digital): 978-958-5498-66-2

Capítulo 7

Relaciones fatales y justicia: mujeres asesinas en la gobernación de Popayán 1837-1849


Fatal relationships and justice: female assassins in the Popayán Province, 1837-1849

https://doi.org/10.28970/9789585498129

zharitd.21@gmail.com

Licenciada en Historia de la Universidad del Valle. Participó como ponente en el XIX Congreso Colombiano de Historia celebrado en Armenia en el año 2019 y en el II Foro Interno de Estudiantes de Historia de la Universidad del Valle, de 2018, con la ponencia “Del hogar a la prisión: mujeres criminales en la Gobernación de Popayán. 1837-1850”. También fue ponente en el VII Coloquio de Estudiantes de Historia de la Universidad Pontificia Bolivariana con el mismo tema. El capítulo que se presenta en este libro es una síntesis de su investigación de pregrado para optar al título de licenciada en Historia de la Universidad del Valle.

Agudelo Patiño, Esteffy Zharitd. “Relaciones fatales y justicia: mujeres asesinas en la gobernación de Popayán 1837-1849”. Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX, editado por Mabel López Jerez, Editorial Uniagustiniana y Asociación Colombiana de Estudios del Caribe – ACOLEC, 2021, pp. 263-295.

Resumen



En este capítulo se pretende estudiar la forma en que la mujer se vinculó a la criminalidad en Popayán durante el periodo republicano y cómo operó la justicia en los casos de homicidio en los que se veía implicada. El tema se aborda desde una mirada interdisciplinar para establecer un diálogo entre la historia, la sociología, la antropología y la criminología. El texto se centra en siete casos de mujeres asesinas, a quienes ubica en escenarios contrarios a su deber ser para estudiar los motivos que las llevaron a alterar el orden social y judicial de mediados del siglo XIX en la región de Popayán. Se caracterizan dos tipos de homicidio: el cometido contra el marido para defender la vida en contextos de violencia conyugal reiterada (las conyugicidas) y el ejecutado contra la pareja con la ayuda de un amante para resolver un triángulo amoroso.

Palabras clave: criminalidad femenina, homicidas conyugales, orden social, triángulos amorosos, periodo republicano Colombia.


Abstract



This chapter aims to study the way in which women were linked to criminality in Popayán during the Republican period and how justice operated in the homicide cases in which they were involved. The subject is approached from an interdisciplinary perspective to establish a dialogue between history, sociology, anthropology and criminology. The text focuses on ten cases of murderous women, whom it places in scenarios contrary to their duty to study the reasons that led them to alter the social and judicial order of the mid-nineteenth century in the Popayán region. Three types of homicide are characterized: the one committed against the husband to defend life in contexts of repeated conjugal violence (the spouses), the one executed against the couple with the help of a lover to solve a love triangle, and the women who murdered other people (women and men) with brutality to resolve domestic power tensions.

Keywords: female criminality, conjugal murderers, social order, love triangles, republican period Colombia.



Introducción
Desarrollo
Conclusiones
Referencias



Introducción


Durante el régimen colonial (siglos XVI a XIX), en la Nueva Granada se impuso el legado cultural español permeado por imaginarios binarios sobre la mujer (Eva o María(1) ), sin embargo, en la gobernación de Popayán aquellas de alto, medio y bajo estamento social, debido a sus circunstancias particulares, abordaron de maneras diferentes sus roles en la sociedad(2) , sin importar los discursos hegemónicos que se tejían alrededor de ellas y su comportamiento.

Como lo hemos visto en los capítulos anteriores de este libro, las mujeres de la época fueron mucho más allá de las restricciones que les atribuía el sistema patriarcal predominante, desde el cual se postulaba que ellas eran unas eternas menores de edad que debían estar bajo la custodia de una figura masculina que garantizara su utilidad dentro de las familias y el cumplimiento de sus deberes como perfectas esposas, madres e hijas de Dios, lo que justificaba el hecho de que se les controlara y vigilara. Sin embargo, el control ejercido por las instituciones y sociedad en general no fue del todo efectivo, al menos para el periodo estudiado, pues algunas, de manera trasgresora para el momento, se vincularon al mundo del trabajo, a la escritura, a la política o a la criminalidad, etc.

Este último ámbito, que podría considerarse como un camino hacia la desviación, según la codificación penal de 1837, que consideraba como delito “la voluntaria y maliciosa violación de la ley por la cual se incurre en alguna pena”(3) , es el tema del que nos ocupamos en estas páginas; específicamente del delito de homicidio. Para la época, que las mujeres se vieran inmiscuidas en los caminos de la delincuencia era impensable, repudiado y generaba temor en las poblaciones más tradicionalistas, que rechazaban la rebeldía del sexo femenino y sus conductas inmorales. Particularmente, escandalizaba el homicidio, en el cual se veía involucrado un conjunto de infracciones contra las personas y la moral, en el menor de los casos.

La trasgresión femenina por la vía de la criminalidad, además de ser un problema para las autoridades, era una vergüenza para las familias y los vecinos, ya que trascendía el tiempo y el espacio. Recordemos que “la vergüenza, como el honor, era hereditaria: si el honor se trasmitía por el padre, la vergüenza se heredaba de la madre”(4) . De esta forma, que las mujeres trasgredieran lo instituido para su sexo implicaba, en primer lugar, desafiar la autoridad masculina y la capacidad de los maridos de dirigir y mantener en orden su hogar y a su mujer. Adicionalmente, con su comportamiento criminal las féminas no solo ofendían a una persona o a su familia, sino, y sobre todo, a Dios(5) .

En el periodo de estudio se consideraba que las “malas mujeres” alteraban el orden legal, social y moral. Dicha creencia residía en el peso que se le concedió a los elementos religiosos, éticos y morales hasta bien entrado el siglo XIX, siglo en el que, a pesar de los esfuerzos de las élites por aplicar los principios ilustrados y modernizar algunas instituciones, como aquellas del ámbito judicial, siguió primando la tradición española producto de tres siglos de dominación

En el ámbito académico, el estudio de la mujer y la criminalidad ha despertado el interés de sociólogos, antropólogos, psiquiatras, abogados, criminalistas e historiadores. Los primeros, desde finales del siglo XIX, y los últimos, un poco más tarde, pretendieron identificar las razones por las que una mujer se insertaba en los senderos de la delincuencia. Cesar Lombroso, considerado uno de los padres de la criminología, en su estudio The female ofender (1895) sería uno de los pioneros en este tema. A partir de los estudios de antropometría y craneometría, que médicos, antropólogos y anatomistas como Franz Joseph Gall, Paul Broca y Paul Topinard venían realizando respecto a la influencia del tamaño cerebral de las personas en el desarrollo de su inteligencia Lombroso creó su teoría biológica de la criminalidad femenina. Se pretendía argumentar que “el cerebro de los individuos blancos de clase acomodada y sexo masculino fuese más grande que el de las mujeres, los pobres y los miembros de razas inferiores”(6).

Los postulados de la criminología decimonónica se basaban en las diferencias físicas entre las mujeres criminales y las que no lo eran, lo cual supuso separar a las “honradas” de las ladronas y prostitutas, pues estas últimas eran el ejemplo más claro de la degeneración física y psíquica en la población femenina, lo que lo llevó a catalogarlas como delincuentes natas(7) . Para Lombroso estas mujeres “tenían menor capacidad craneal, eran menos inteligentes que la mujer no delincuente y presentaban virilidad en su fisonomía”(8) , es decir, eran similares a los hombres y, por ello, tendían a delinquir. No obstante, hay que aclarar que, según el criminólogo, los hombres eran quienes, por naturaleza, poseían la fuerza y la astucia para cometer los delitos, lo que explicaba su mayor participación en los actos criminales en comparación con las mujeres.

Al igual que este autor, los teóricos Paul Julius Möbius, William I. Thomas y Sigmund Freud apoyaban el postulado del origen biológico de la criminalidad y lo atribuían a las anomalías fisionómicas y psicológicas de la mujer, limitaciones que le impedían comprender los ordenamientos jurídicos y sus valores. Por el contrario, Edwin H. Sutherland y Otto Pollack, así como la antropóloga Margaret Mead, propusieron como tema de discusión el factor social de la criminalidad.

Partiendo de la asociación diferencial con el entorno y del rol social desempeñado por las mujeres, argumentaban que la conducta de una mujer dependía de si se le había enseñado a vivir bajo normas y si sobre ella había recaído un mayor control social(9). Por lo tanto, aquellas que por su condición económica o étnica estaban en desventaja respecto a las primeras y en quienes la vigilancia social no funcionaban adecuadamente, solían asociarse con delincuentes y aprender ese comportamiento porque los criminales se hacían, no nacían(10).

Ya para finales del siglo XX surgió otra perspectiva de la mujer criminal gracias a los movimientos feministas que pretendían derribar estas conclusiones obtenidas en su gran mayoría por hombres(11). Según expertas como Carol Smart, Maureen Cain, Rita J. Simón y Freda Adler, entre otras, la incongruencia de los estudios masculinos radicaba en que habían pretendido explicar el fenómeno de la criminalidad a partir de la naturaleza masculina y forzosamente buscaban ajustar estas teorías a la situación de la mujer, generando consigo discriminación y prejuicios sexistas respecto a la delincuencia femenina.

Para estas autoras, la criminalidad femenina estaba relacionada con “la tesis de la liberación”, dado que en los grupos sociales en donde las mujeres tenían acceso a las mismas posiciones sociales que los hombres se presentaba la disminución de sus diferencias y, con ello, la delincuencia de las mujeres se iba equiparando a la de los hombres, así como el tratamiento que la justicia les daba a ellas. Por lo tanto, concluyeron que a la par que las mujeres iban adquiriendo igualdad en el ámbito social y económico, también lo iban haciendo en la delincuencia(12).

Desde la historiografía, en Colombia se destacan algunas investigaciones sobre criminalidad femenina entre los siglos XVI a XIX como las de Beatriz Patiño Millán, Mabel Paola López Jerez y Andrea García Amézquita. La historiadora Beatriz Patiño Millán fue una de las pioneras en el tema en el país, dentro de sus obras más importantes se encuentran: Criminalidad, ley penal y estructura social en la Provincia de Antioquia 1750-1820, en la que aborda la delincuencia entre los antioqueños de la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del XIX, y las leyes penales que regulaban estos actos(13). Por otra parte, Mujeres y el crimen en la época colonial. El caso de la ciudad de Antioquia, publicado en 1995, se convertiría en un punto de partida para aquellos que se interesan por la relación mujer-criminalidad en nuestro país.

En esta publicación, Patiño Millán sería la primera historiadora colombiana en mostrar que la mujer tuvo un papel importante dentro de los numerosos conflictos y delitos que se producían en las relaciones interpersonales, como injurias, lesiones leves y homicidios, ya fuese como víctimas o agresoras(14). Adicionalmente, resaltó el papel de las autoridades, quienes, en su intento de perseguir y sancionar estas conductas, convirtieron los tribunales en escuelas de comportamiento, dado que los delitos se presentaban en los estamentos sociales bajos como consecuencia de la carencia de un proceso educativo que moldeara las conductas.

En 2012, Mabel Paola López Jerez publicó la investigación Las conyugicidas de la Nueva Granada: trasgresión de un viejo ideal de mujer(15), que clasifica y estudia veintitrés casos judiciales en donde la mujer fue judicializada por acabar con la vida de su esposo. La autora también plantea al económico y social como factores relacionados con el delito femenino, dado que las analizadas desempeñaban oficios como labradoras, hilanderas y lavanderas, es decir, pertenecían a los estamentos sociales bajos. El hecho de que estas mujeres no contaran con acceso a una educación moral fortalecida ni a una vigilancia, por haber tenido que salir del ámbito doméstico para ayudar con el sostenimiento económico de sus familias, les daba más libertad y explicaba que en la mayoría de los casos adoptaran una actitud rebelde y contestataria hacia sus esposos y hacia la sociedad en general.

Por último, el estudio realizado por Andrea García Amézquita(16), Monjas, presas y “sirvientas”. La cárcel de mujeres del Buen Pastor, una aproximación a la historia de la política criminal y del encierro penitenciario femenino en Colombia, 1890-1929, evidencia todas las prácticas efectuadas por las religiosas de la Congregación del Buen Pastor de Angers para garantizar la moralización y expiación de las culpas de las condenadas. En su periodo de encierro, a las presas se les obligaba a cumplir con estrictas rutinas que implicaban la realización de diversos oficios “propios de su sexo”, por ejemplo, barrer, cocinar, etc., y el fortalecimiento de su fe y moral con instrucciones y una educación religiosa. Para García Amézquita, estas actividades, además de poner en una doble condición a la mujer delincuente (presas-sirvientas), eran utilizadas con la finalidad de reeducarlas para que se introdujeran al orden social establecido. La autora llega a la conclusión de que esta cárcel, además de ser una institución de encierro para la corrección de delincuentes, fue una “organización racional, diseñada en todos sus aspectos para ser efectiva en el cumplimiento de los objetivos de la comunidad religiosa”(17).

En consonancia con la línea de investigación mujer/criminalidad, este capítulo pretende hacer un aporte al estudio de las que se vieron involucradas en asesinatos y fueron condenadas por las leyes en un contexto en el que la construcción del Estado moderno y la República liberal se veían como los máximos proyectos a realizar. Partiendo de lo anterior, analizamos siete expedientes judiciales de mitad del siglo XIX que reposan en el Archivo Central de Cauca, en los cuales se evidencia la relación de la mujer con el homicidio; la legislación, específicamente con el Código Penal de 1837; y la justicia. Esto con el objetivo de ubicar a las féminas en escenarios contrarios a su deber ser, estudiar qué motivos las llevaron a cometer el crimen y observar el tratamiento que les dieron las autoridades en estos casos particulares. Partiendo de que los expedientes analizados son apenas una muestra, se seleccionaron con criterios de completitud, por cuanto se pueden encontrar muchos más que no se hallan íntegros o están demasiado deteriorados.

Dentro de los expedientes analizados se caracterizan especialmente dos tipos de homicidio y, con ellos, sus móviles: el cometido contra el marido para defender la vida en contextos de violencia conyugal reiterada (las conyugicidas(18)) y el ejecutado contra la pareja con la ayuda de un amante para resolver un triángulo amoroso.

En este mismo orden será presentada la casuística encontrada dentro de la tesis de pregrado que le da origen a este capítulo(19).



Índice de criminalidad femenina en Popayán a mediados del siglo XIX


En el Archivo Central del Cauca (ACC), Fondo República-Judicial, reposan 4.414 expedientes judiciales que contienen casos desde 1830 hasta 1860, aproximadamente. Dentro de este acumulado, 503 causas involucran a una o varias mujeres acusadas criminalmente(20) de participar como cómplices o encubridoras, o de ser las principales ejecutoras en una variedad de delitos contra las propiedades, las personas, la moral etc. En lo concerniente al asesinato, se encuentran 57 expedientes en los que se judicializó a las mujeres, cifra que, aunque bastante baja en comparación con el número total de causas femeninas, permite evidenciar los conflictos cotidianos que sufrían, las circunstancias en que ocurrían y sus maneras de afrontarlos

En un total de 26 casos la víctima fue el esposo; en 6 expedientes, sus hijos; en 4 casos, los parientes y en 21, otras personas ajenas a su círculo familiar. Podemos decir entonces que las principales víctimas de las mujeres asesinas eran sus parientes, y en la mayoría de los casos, su esposo. Los principales motivos del crimen fueron: la defensa personal y la infidelidad por parte de la mujer, quien por esconder un “amor ilícito” asesinaba o ayudaba a asesinar a su esposo(21). En los otros casos de asesinato que involucran a personas diferentes al cónyuge aparecen móviles que van desde los celos y la furia hasta la venganza.

Matar o morir: el caso de las conyugicidas

Según Pablo Rodríguez(22), había pocos acontecimientos tan decisivos en la vida de una mujer como su matrimonio. Desde niña era educada y preparada para asegurar que su desempeño como esposa cumpliera con lo establecido por Dios y la Iglesia. Ella debía ser buena, honesta y “engendrar en el corazón de su marido una gran confianza […] Pagarle con bien, y no con mal, todos los días de su vida”(23). Esto significaba estar confinada en el hogar, porque, como lo mencionaba Fray Luis De León, las que encerradas y ocupadas estén en sus casas, “no darán así a sus maridos motivos de celos ni se pondrán ellas en peligro”. También debía regir su casa y su familia; saber coser, cocinar y fregar, así como entregar su vida al cuidado de su esposo e hijos, siendo amorosa y comprensiva.

“Realizadas las nupcias, su vida se partía en dos. Adquiría la mayoría de edad, de hija pasaba a ser esposa, se convertía en madre. Tal como se esperaba, obtenía dominio sobre su mundo doméstico, y su prole nacía en forma legítima”(24). Sin embargo, esa mayoría de edad a la que se refiere Pablo Rodríguez era relativa, porque en

aquel estado su condición de subordinación al marido no era diferente de la que tenía respecto a su padre o hermanos antes del matrimonio. De acuerdo con Michelle Perrot, la mujer casada era dependiente jurídica, sexual y económicamente de su marido, por lo que además de tener que seguir todas las órdenes de su consorte podía ser “corregida” como un niño desobediente por el jefe de la casa, depositario del orden doméstico(25).

En nuestro periodo de estudio (1837-1849), -como lo hemos mencionado anteriormente, a pesar de la implementación de un nuevo ordenamiento jurídico como lo fue el código penal de 1837, este no implicó una renegociación de las tradiciones, prácticas ni costumbres heredadas del Imperio Español, mucho menos lo fue respecto a los roles de género, por lo que se siguió legitimando el sometimiento de la mujer y la violencia de la que era víctima dentro del matrimonio. De hecho, algunos sectores de la sociedad consideraban que si el hombre golpeaba a la mujer, ello era una respuesta a su conducta desviada; igualmente, siempre y cuando el castigo fuese moderado, las autoridades judiciales no lo consideraban como maltrato(26).

En ocasiones, los maridos sobrepasaban el límite de la “violencia correctiva”, causándoles graves lesiones a sus esposas, que las dejaban enfermas por varios días o que, incluso, les producían la muerte(27). En otras oportunidades, la mujer llevada por el acaloramiento que despertaban las riñas y discusiones o como reacción para salvaguardar su vida, la cual se veía en extremo peligro debido a la forma en la que estaba siendo maltratada, incurría en el conyugicidio. Así sucedió en los tres casos que veremos a continuación.

El primero de ellos es el de María Celedonia Mosquera, natural y vecina de la parroquia del Tambo, mayor de veinticinco años, de oficio labradora y de religión católica apostólica y romana(28), quien fue acusada por su hermano, Manuel Valentín Mosquera, de haber asesinado a su marido, José Honorio Caicedo, con un cuchillo mientras discutían. En su declaración, al preguntársele por los motivos del asesinato la mujer expuso lo siguiente:

Que ella no tuvo intención de matar a su esposo, pero que habiendo estado su esposo peleando con la confesante y habiéndole pegado algunos golpes, la sacó para afuera agarrándola de la cintura y con un machete en la mano tratando de darle con él. Entonces la confesante, que tenía un cuchillo en la mano y que le había acabado de quitar a su marido lo mató sin intención, enterrándose su mismo marido el cuchillo al irla a abrazar para sacarla afuera y cortarle el cabello. Que al ver esto le preparó un caldo de sustancia para darle hirviendo, que estaba privado. Que llevaba el cuchillo en la mano todavía y lo puso en su lado, que también llevaba dos tizones de candela y unos trapos para quemar y atajarle la sangre. Que le abría ella la boca y le echaba el caldo, pero ya estaba muerto, y que el pleito se originó porque su marido no la dejaba ir a Quilcacé a traer remedios para su hermano que estaba enfermo.(29)

En aquella sociedad la mujer debía pedirle permiso al marido antes de tomar alguna decisión, lo cual no quiere decir que se conformara con lo estipulado por su pareja, pues, como lo vemos, Celedonia insistía en que la dejara ir a comprarle los remedios a su hermano, conducta que desató la ira de su esposo ante la negativa de su mujer de acatar su decisión. Según las creencias de la época, si la mujer no entendía por las buenas, al igual que los niños, debía hacerlo por las malas, por esto su esposo la agredió para impedir que menoscabara su autoridad. Su intención era demostrarle a la mujer que él era quien mandaba en su hogar y corregir su conducta sublevada, porque se tenía la idea de que “unos golpes a tiempo podían evitar que la persona se descarriase, y del castigo físico aplicado a su hora, sin miramientos, pero sometido a la razón, podía depender la bondad, e incluso la excelencia, del individuo en el futuro”(30).

En el discurso de Celedonia se observa la magnitud que alcanzaba el maltrato conyugal, que generalmente llegaba a los límites de la sevicia, que, como lo explica Mabel Paola López Jerez, se diferenciaba de las lesiones leves (golpes y empujones) y constituía agresiones graves y sistemáticas que ponían en peligro la vida de la víctima(31).

En ese sentido, dado que Caicedo golpeaba a su mujer con un machete, su castigo puede ser catalogado de cruel y efectuado con la intención de ocasionarle un daño severo, acción que generó que en el acto de exaltación, esta le diese una puñalada que sellaría el destino de los dos. La agresión le ocasionó la muerte al marido y a la mujer, la convirtió en una asesina; según el abogado acusador, en un demonio a quien se le debían atribuir las desavenencias entre ellos, lo que la hacía acreedora a la pena de último suplicio(32).

Por su parte, en opinión del abogado defensor, la mujer debía ser absuelta del delito porque el asesinato había sido fortuito: “dice en su confesión y hay que aceptar en toda esta, pues no hay más pruebas, que, en el acto de cogerla su esposo de la cintura para sacarla afuera y cortarle el pelo, se le enterró el cuchillo que ella tenía en la mano, en esto no hubo intención, ni hubo acto deliberado, hubo sí una funesta casualidad”(33). El jurista añadía que el hecho de que la mujer confesara su crimen e intentara auxiliar al esposo era prueba de su inocencia y estaba cobijada por el artículo 647 del Código Penal como una atenuante.

Para el juez supremo de letras, aunque estaba probado el hecho por el que Celedonia era juzgada como reo de asesinato, según lo dispuesto en el artículo 610 del código, no era claro cuál de los dos miembros de la pareja había incitado la riña, por lo que la mujer no podía ser condenada por un asesinato en primer grado y, mucho menos, a pena de muerte. El 28 de abril de 1849 el juez le aplicó a María Celedonia una sentencia de cuatro años a trabajos forzados, que debía cumplir recluida en una casa destinada para tal fin en la ciudad(34). Adicionalmente, le asignó el pago de las costas procesales, como era costumbre, “lo que era una pena relativamente dura, si se tiene en cuenta que la mayoría eran personas pobres”(35). Dado que la condenada se desempeñaba como labradora, esta suma pudo representar quizás la venta de algún bien (si es que lo poseía) o el endeudamiento con un tercero, porque, a diferencia de los hombres, las mujeres condenadas a trabajos forzados, según el artículo50 del Código Penal, no podían hacer suyo el producto de su trabajo.

En circunstancias similares a las de María Celedonia Mosquera ocurrió el conyugicidio perpetrado por María Josefa Cobo, quien fue acusada ante el juez de haber asesinado a su esposo, Domingo Solarte, de una herida en la parte lateral izquierda del abdomen cuando se encontraban discutiendo. Según las declaraciones de los testigos.

Josefa cobo asesinó a su finado esposo en un acto de acaloramiento, pues se encontraban peleando, y en un instante de la discusión Domingo alcanzó una escopeta que tenía colgada y por pegarle con esta a la procesada sufrió el golpe la Velasco (testigo) que se hallaba atrás de ella. Luego en el camino de Rulamito hizo el amague de dispararle otra vez la escopeta que llevaba, y fue en este acto en donde la Cobo, quien tenía un cuchillo en sus manos, le causó la herida que lo llevó a la muerte.(36)

En defensa de la mujer, el abogado Pedro Antonio Medina señaló lo siguiente:

Agotado el sufrimiento de Josefa cobo con los malos tratamientos que diariamente recibía de solarte en quien no encontró un fiel amigo, un compañero compasivo, un tierno esposo, sino un capital enemigo, le dio en el acto de una defensa legítima y con el objeto de repelar a un adversario atrevido y más poderoso que ella una pequeña herida de cuya resulta y por falta de una pronta y escrupulosa asistencia murió el expresado solarte. Este hecho es el que ha motivado la seguida de esta causa y por él se intenta hacer sufrir a la Cobo una pena a que no es acreedora; porque considerando el asunto detenidamente lo único que resulta es que cumplido con el deber de conservarse y como son excederse en el derecho de defensa, y nadie ha imaginado jamás que es delito el cumplimiento de una obligación indispensable en el ejercicio de un derecho. Expuesto y reproduciendo todo lo favorable que suministra el proceso, el defensor pide a vuestra excelencia se sirva revocar la sentencia consultada y declarar libre de todo cargo a la rea.(37)

Como vemos, el abogado señaló la conducta del esposo de atrevida, dada la frecuencia con la que violentaba a su esposa y reconoció el derecho de la mujer a defenderse, aun cuando, según la costumbre, el hombre tenía todo el deber de castigarla por sus comportamientos desviados o por no obedecerlo. El defensor se apoyaba en el artículo 468 del Código Penal, que sostenía que “la mujer que abandonare la casa de su marido, o rehusare vivir con él, o cometiere graves excesos contra el orden doméstico, o mostrare tan mala inclinación que no basten ni corregirla las amigables amonestaciones de su marido, será a solicitud de éste apercibida por el juez”(38). Del texto el abogado recalcaba la “amonestación amigable”. Ello se debía a que, si bien la legislación no excluía el maltrato como forma de castigo para las malas esposas, llamaba a evitar los excesos, que, de hecho, fueron muy frecuentes en la época de estudio, pues los maridos solían golpear sistemáticamente y con crueldad a sus mujeres.

María Josefa fue condenada por asesinato en tercer grado a pagar la pena de cuatro años de trabajos forzados debido a que en el homicidio “no se observó premeditación, ni acechanza alguna” por parte de la mujer para cometer el crimen. Este relato permite ilustrar la dinámica violencia/resistencia tanto por parte del hombre como de la mujer porque, aunque desde todas las esferas se justificaba castigar a las féminas por pensarse que era responsabilidad del hombre asegurarse de su buena conducta, como lo demuestran los casos enunciados, algunas de ellas reaccionaban a este mandato y se defendieron de los castigos y “malos propósitos de sus esposos”(39). El último caso de violencia doméstica que traemos a colación en este primer apartado y que terminó en tragedia fue el asesinato perpetrado por María Zambrano contra José Murcia. El 15 de agosto de 1840, el juez parroquial de San Pablo fue notificado de la muerte de aquel hombre, motivo por el cual procedió al arresto de su esposa, de oficio lavandera, acusada de haber sido la autora del crimen. También hizo el reconocimiento del cadáver por medio de peritos juramentados, quienes hallaron “en el lado izquierdo, en el vacío del pescuezo una herida de cuatro dedos de profundidad y una de latitud, dirigida hacia el corazón y hecha con cuchillo”(40). En su confesión la mujer dijo que:

por haber llorado un niño pequeño que tenía el finado acariciando, y haberle mandado que no lo meciera porque lloraba y haberle pegado a una de sus hijas, se trabaron en palabras y el difunto entró a un aposento y sacó unas riendas para pegarle. Que la confesante no ha tenido la intención de matarlo, porque la confesante, que tenía en sus manos un cuchillo de cocina que cogió para defenderse, le hizo la herida de que murió a un cabezazo que le tiró el difunto y se encontró con el cuchillo, al poco rato expiró su marido y en ese momento salió y lo cogió y abrazó diciendo ¡hay bendita!, ¿Qué fue lo que hice? ¿Qué fue lo que me sucedió?(41)

Al igual que en los dos casos anteriores, el abogado de María Zambrano apeló al argumento de la defensa personal, pues “el acto amenazador del marido fue el que produjo en la debilidad natural de una mujer una violencia irresistible” (42). Conforme al artículo 106 del Código Penal: era excusable el homicidio cometido contra su voluntad, forzado en el acto de cometerla por alguna violencia a que no haya podido resistir”(43), por lo tanto, solicitaba que la mujer fuera liberada de los cargos y declarada inocente.

Para el Tribunal del Distrito, el homicidio debía graduarse como voluntario en tercer grado, puesto que, aunque era claro que la mujer había asesinado a su esposo, no lo había hecho con premeditación, por tanto, la condenó a sufrir la pena de cuatro años de trabajos forzados, cuatro años más de destierro a veinte leguas del lugar en que cometió el delito y a pagar las costas procesales.Como vemos, en los hogares de las mujeres de estamentos bajos el mandato de obediencia, sumisión y paciencia a los maridos no se cumplía. María Zambrano reconoció que había tomado el cuchillo para defenderse, lo que la ubica en “un papel activo en la agresión al retar el poder del victimario”(44). Su actitud contestataria se puede analizar a la luz de la teoría del rol social, planteada por Margaret Mead(45), quien en su investigación titulada Sexo y temperamento en las sociedades primitivas concluye que la delincuencia femenina se presentaba cuando las mujeres se revelaban y contradecían el rol socialmente impuesto para ellas(46).

Por tanto, podría decirse que es en la transformación de su rol tradicional en el hogar que estas conyugicidas adquieren la confianza para trasgredir de manera amenazante la supremacía masculina y resistirse ante los abusos de sus maridos, quienes se suponía eran las figuras de máxima autoridad. Al desempeñarse como labradoras, lavanderas o hilanderas, aportaban económicamente a los gastos de su familia y no estaban en su condición normal, es decir, a la sombra del esposo(47).

En síntesis, estos asesinatos fueron puramente circunstanciales y la condición de víctimas de golpes y malos tratos fue la que finalmente convirtió a las mujeres en victimarias. Lo que sugerimos es que ellas no eran del todo unas asesinas despiadadas que planearon y ejecutaron a sangre fría un asesinato, como sí ocurrió con las mujeres que veremos a continuación.


El adulterio: “un delito que conduce a otro más horrendo”

El adulterio era una trasgresión sexual en la que una persona casada incumplía la fidelidad conyugal, por lo que en la época constituyó una ofensa grave a la intimidad y la armonía matrimonial(48). Tanto los hombres como las mujeres podían ser judicializados por este delito, no obstante, según Joaquín Escriche, el delito era castigado de forma diferencial, pues para la ley, el adulterio lo constituía solo la infidelidad cometida por la esposa(49). Las antiguas leyes, particularmente Las Siete Partidas, lo proclamaban así: “del adulterio que hace el varón con otra mujer no nace daño ni deshonra a la suya […] del adulterio que hiciese su mujer con otro, queda el marido deshonrado”(50). Por lo tanto, era común y aceptado que el esposo engañase a su esposa con una mujer soltera, pero cuando la infidelidad ocurría con una casada, el hombre se arriesgaba a ser judicializado, pues lo que se castigaba era que vulnerara el honor del marido de aquella, que pusiera en entredicho su virilidad y que con su conducta ayudase a la mujer a atentar contra la institución familiar.

Esta disposición no varió a lo largo del siglo XIX porque en el Código Penal republicano no se decretó un solo artículo que concediera pena al hombre que engañara a su mujer, antes bien, según el artículo 729, la mujer adúltera debía ser castigada con la pérdida de todos los derechos de la sociedad marital y con la reclusión por el tiempo que quisiese su marido, siempre y cuando este no sobrepasase el límite de diez años. Adicionalmente, el artículo 730 consideraba sujeto punible a los cómplices de adulterio, condenándolos a sufrir igual tiempo de reclusión que la mujer y al destierro del distrito parroquial mientras viviese el marido, si así lo decidía aquel.

Pese a los esfuerzos normativos por regular y castigar las relaciones ilícitas, entre 1837 y 1850 dicha práctica estaba lejos de ser erradicada en la gobernación de Popayán, dado que se presentaron 46 causas criminales seguidas a mujeres por este delito. Además, de los 26 casos de asesinato en los que la víctima fue el esposo, en 12 expedientes el móvil que incentivó el crimen fue una relación extramatrimonial.

Algunas mujeres, en “un esfuerzo por vivir sus pasiones con libertad”(51), acabaron con la vida de sus esposos o sus rivales, o en su defecto incitaron a sus amantes para que fuesen ellos quienes ultimarán a sus consortes. Un ejemplo es la causa criminal seguida contra Casimiro Güengüe y Micaela Valenzuela, vecinos de la provincia del Chocó, por haber asesinado al esposo de la mujer, de nombre José María Poso. El 2 de diciembre de 1846, el hijo de la mujer, Bernabé Poso, dejó en conocimiento de las autoridades el crimen de la pareja de amantes, ocurrido en realidad cuatro meses atrás, pero que había mantenido oculto a causa de las amenazas de su progenitora y del mancebo, “que en caso de que descubriera el asesinato de su padre tendría que correr igual suerte”(52).

A pesar de que al principio de su confesión Micaela pretendió cambiar los hechos y negar el cargo,

poco tiempo después, acusada por su propia conciencia, confesó su misma complicidad: por venganza dice ella de los azotes que entonces le dio y lo que es más demostrado, por gozar al cabo en fría y criminal tranquilidad de sus criminales pasiones. En todo el transcurso del año celebraron varias conferencias en las que repetían la conjuración contra el infortunado favorecedor del asesinato. Él proponía hacer uso de la lanza y ella rechazaba este medio sustituyéndolo por envenenarlo, pues creía que de este último modo quedaría impunido el nefasto adulterio que había cometido y el atroz asesinato que proyectaban ejecutar.(53)

Al igual que las asesinas por defensa propia, Micaela era maltratada por su esposo, cuestión que la llevó a llenarse de resentimiento hacia su consorte a lo largo del tiempo y a alimentar la sed de venganza. No obstante, a diferencia de aquellas, esta mujer ideó por varios meses la manera en que podía hacerle pagar a su esposo por todas las agresiones y el maltrato sufrido. Además de acabar con su verdugo, pretendía llevar con total libertad su amorío con Güengüe, por lo que lo incitaba constantemente con promesas de una vida juntos para que le ayudase a efectuar el plan.

Llegando al fin las vísperas del día del delito a una nueva conjuración, y las sugestiones, consejos y las promesas de la Valenzuela de ser su concubina, lo resuelven a perpetrar el delito el sábado ocho de agosto. En este día salió de su casa Pozo en compañía de su hijo Bernabé, de su pérfida esposa, y del declarante, y se dirigieron a un monte inmediato con el objeto de labrar unas paletas o tablas para canaletas, y después de haberse internado llegó Pozo a un punto donde se dividía el camino en dos partes y en este punto el declarante que iba atrás le atravesó con su lanza. Cayó aquel desgraciado en tierra y entonces (según refiere este) le quitó su criminal mujer un hacha que llevaba y se la dio a él, quien haciendo uso de ella le acabó de quitar la vida. En seguida enterraron el cadáver e intimaron al joven Bernabé.(54)

Hasta este momento Micaela se mostraba solamente como autora intelectual del plan, pero con las declaraciones de Güengüe salía a relucir su participación material y complicidad en el asesinato. Por lo tanto, el fiscal le solicitó al juez la pena capital para el hombre y la de complicidad en primer grado para su concubina, lo que le mereció dieciséis años de trabajos forzados, un año y cuatro meses de presidio en el establecimiento de reclusión del Segundo Distrito y tener que presenciar la ejecución de la pena impuesta a su cómplice. Adicionalmente, a ambos se les demandó el pago de las costas, daños y perjuicios.

El segundo proceso en el que se judicializó el doble delito (concubinato y asesinato) fue entablado contra Guillermo del Sol y Rita Becerra por el homicidio alevoso perpetrado el 15 de julio de 1838 en la persona de Hilario Casierra, esposo legítimo de la última y primo del primero, vecinos del río del Patía. La causa inició con el descubrimiento del cadáver de Casierra en las márgenes de ese afluente en la playa denominada Gallinazo.

Dado que las averiguaciones mostraban como principales sospechosos al primo y a la mujer del difunto, el juez de primera instancia procedió a su arresto para tomar la versión de los hechos, sin embargo, de manera anticipada, en el acto de captura el hombre les contó a los encargados de llevarlo preso cómo sucedieron los hechos y confesó su responsabilidad en el crimen. Al respecto dijo: que el homicidio resultó de “un incestuoso y adulterino amancebamiento entre él y la esposa de su primo porque querían vivir libremente su amancebamiento y disfrutar de los bienes del asesinado”(55), por ello ingresó a la casa aprovechando que el occiso se encontraba dormido y cometió el crimen. Por su parte, al preguntársele a Rita Becerra sobre su participación en el asesinato, ella rindió una versión diferente, según la cual “solo levantó la varilla del toldo que cubría a su esposo mientras dormía porque obedeció a aquel que la amenazaba con la muerte”(56), acto seguido, Del Sol cogió a golpes a Casierra hasta ocasionarle la muerte, después la mujer y el hombre se dispusieron a botar el cadáver en el río.

Según esto, la participación de la mujer en el crimen de su marido había sido producto del terror que le había causado ver a su amante en el silencio de la noche con un machete en la mano, por lo que no pudo menos que “callar, temer, temblar y permanecer inmóvil bajo la pena de ser sacrificada en unión de su marido”(57). No obstante, el juez desestimó la posibilidad de que Rita Becerra hubiese actuado obligada por su mancebo, pues permitió que el cadáver de su marido fuese arrojado al río, se quedó viviendo con el asesino después del fallecimiento de su esposo, no delató al perpetrador y lo encubrió cuando le fue preguntado dónde estaba su cónyuge, a lo cual contestó: “que se había ido a pescar, cuando antes le había dicho a los testigos Joaquín del Sol, Norberto Rodríguez y Ventura España que su marido se había perdido”. Para las autoridades, estas eran pruebas suficientes de que la mujer actuaba deliberadamente

y que era tan culpable como su concubino, motivo por el cual fue declarada como cómplice y encubridora del delito. Según el artículo 100 que mandaba que los cómplices fuesen castigados con las dos terceras partes de la pena impuesta por la ley a los autores, fue condenada a cumplir 16 años de trabajos forzados, un año y medio de reclusión, el pago de las costas procesales y a presenciar, según el artículo 101, la ejecución de su cómplice.

Por otra parte, pese a que en la mayoría de los casos de asesinato por triángulos amorosos la víctima fatal fue el esposo de la mujer, también, y de manera particular, existieron otros episodios donde la persona asesinada por los amantes fue la esposa del hombre involucrado en la relación ilícita, tal como lo narran las causas criminales contra Ana María Millán y Dolores Cruz. En el primer caso, el asesinato se cometió el día 5 de febrero de 1837 entre las nueve y diez de la noche, cuando “estando ya acostada Rosa María Cruz Molina y las demás personas de su familia, sin que hubiese luz en la casa, gritó aquella que la mataban a patadas. Inmediatamente se levantó Bárbara Morales, prendió luz y acudió luego donde la Molina, a quien halló ya expirando”(58). Según los testimonios de los que acudieron al llamado de auxilio de la mujer, la encontraron toda ensangrentada junto con su hijo de siete días de nacido, al cual se encontraba amamantando. Al observarla detenidamente pudieron notar dos heridas, una en el muslo y otra en el dedo meñique.

Poco después entró a la casa el esposo de la mujer agredida, Ángel Rojas, y al observar el crimen desnudó y trasladó el cadáver de su mujer con sus propias manos a otra habitación y ordenó que no dejaran entrar a nadie extraño a su casa. Al día siguiente, muy temprano, condujo el cuerpo al panteón, lo enterró y les dijo a los vecinos que había muerto de pasmo, pues se encontraba recién parida. Entre tanto, a los familiares les explicó que las heridas que presentaba Molina se las había hecho con las varillas de la cama(59), tal vez al haber sufrido un desmayo por los dolores del cólico que estaba padeciendo.

La explicación resultó muy sospechosa y el hermano del asesino, José Rojas, acudió al juez parroquial segundo del sitio de Ballano, jurisdicción de Toro, para que iniciara la investigación. El juez del sumario ordenó la exhumación y reconoció el cuerpo de Rosa el 9 de febrero. El cadáver no solo tenía las dos heridas de las que hablaban los testigos, sino cinco más, una de las cuales era en el corazón y la otra en el empeine, dictamen que ponía en evidencia que la mujer fue asesinada de la manera más “alevosa y cruel que pudiera imaginarse”(60), por lo que el caso debía seguir su curso y no desestimarse.

En la etapa de indagación de testigos salió a relucir el público concubinato de Ángel Rojas con Ana María Millán y los comentarios que esta mujer les hacía a sus vecinos de que el hombre iba a quedar viudo y que su mayor deseo era casarse con él. Por este motivo, el juez mandó tomar declaración a los infieles, quienes negaron rotundamente su responsabilidad en la muerte de Rosa María. Pese a esta declaración y a que no se encontró ni un solo testigo directo del hecho, para comprobar la culpabilidad de la acusada y el encubrimiento de su amante, el juez se basó en las diversas afirmaciones que aportaban más de “setenta vecinos” que vieron a la sospechosa con un cuchillo cerca a la casa de la occisa pocos minutos después del hecho. Finalmente, tras un dilatado juicio criminal, el juez condenó a Ana María Millán a la pena de último suplicio, lo mismo que Ángel Rojas, su cómplice.

Al igual que esta mujer, en otro caso, Dolores Cruz, movida por los celos, la envidia y la rabia que le producía no poder gozar libremente de su amante, asesinó a la mujer de su mancebo, Juana Josefa Arana. El domingo 12 de marzo de 1843, entre las dos y las tres de la tarde, Juan y Dolores Cruz, sobre quienes pesaba el delito de amancebamiento público, estrangularon a Juana Arana en la espesura del monte del Guayabal de Roldanillo. En sus confesiones ambos reos declararon que prepararon con anticipación de ocho meses la muerte de la mujer buscando cuidadosamente la ocasión perfecta para “cometer el más horrendo asesinato en una persona débil e indefensa por naturaleza, sin otra esperanza que la de continuar con su vida de libertinaje”(61).

Desde tiempo atrás, ambos habían concertado reunirse en el punto del Guayabal para ejecutar el crimen. Juan sería el encargado de “sacar a su esposa de su casa con engaños llevándola, al parecer, a una diversión inocente como el sacar colmenas; premeditado que manifiesta toda la corrupción de Juan y Dolores cruz al valerse de la ciega obediencia de una infeliz mujer para sobre seguro y sin dificultad consumar su intención”(62).Ambos la cogieron para ponerle el rejo en el cuello, ambos la ahorcaron y ambos la sepultaron: hechos que se corroboraron con los reconocimientos que los reos hicieron del cadáver el día que se exhumó. Juan señaló el lugar de la sepultura y el palo con el que cometió el crimen, dato en el que se apoyó el juez, quien los declaró a él y a Dolores Cruz reos de asesinato en primer grado y los condenó a la pena de muerte, además de declararlos infames y sujetos al pago mancomunado de las costas procesales.

Estos asesinatos por triángulos amorosos evidencian que las mujeres podían cometer el crimen por motivos diferentes a los malos tratamientos de los que eran víctimas por parte de sus esposos. Ellas terminaban cometiendo dos delitos infames para la época: por un lado, el concubinato, que además de constituir una afrenta a la moral cristiana era una trasgresión al modelo de familia y matrimonio(63) y, por el otro, el asesinato mediante “uniones criminales”(64) que buscaron, de la manera más alevosa y cruel, sacar del medio a “personas inocentes”.


Conclusiones


Se cree que la naturaleza femenina, al permitirle a la mujer “dar vida”, le atribuye un instinto y amor maternal(65), es decir, actitudes cariñosas y protectoras hacia el prójimo. Sin embargo, como lo hemos visto en este capítulo, en el periodo 1837-1850 en la República de la Nueva Granada existió una brecha insondable que separaba a la mujer ideal de la real. Las asesinas de mediados del siglo XIX, consideradas por la sociedad de la época como monstruos(66), fueron trasgresoras porque con su conducta se distanciaron de lo legalmente determinado. Pese a los discursos “liberales” y “modernizadores” divulgados por los padres de la patria, en la época se seguía reproduciendo el imaginario colonial que restringía a la mujer al ámbito doméstico y que evaluaba su utilidad por labores hogareñas y familiares realizadas. De ella se esperaba que cuidara abnegadamente de sus hijos y esposo y llevara una vida religiosa y ajustada a la moral.

En este capítulo hicimos foco en otros aspectos de su vida cotidiana y ampliamos su campo de acción más allá de la familia y la Iglesia para observar lo que ocurría entre el hogar, las calles y los juzgados escenarios que contemplaban otras dinámicas sociales y, con ellas, una nueva configuración de sus relaciones y realidades. En el texto demostramos que estas mujeres trasgresoras no fueron un agente histórico pasivo, pues aquí se observan contestatarias, reactivas, apasionadas y protagonizando conductas que rompían los imaginarios de quienes querían pensar y sentir por ellas.

Contrastar los expedientes judiciales, que evidencian una realidad en un tiempo y un espacio, con los discursos que sobre las mujeres se han creado en la larga duración permite visibilizar a la mujer criminal como un agente histórico importante, que con sus actuaciones dio cuenta de las falencias sociales, económicas y judiciales del naciente sistema republicano. Respecto a las circunstancias y motivaciones que rodearon los crímenes: tres de ellos ocurrieron en un momento de exaltación, mientras que en los cuatro restantes, por concubinato, estos se dieron de manera premeditada. Los detonantes de estas conductas estuvieron asociados a la dinámica matrimonial y extramatrimonial, es decir, relaciones fatales que albergaban el amor, el desamor, las problemáticas de pareja, la violencia conyugal, la defensa personal, las relaciones ilícitas y la ira. De los siete casos analizados, en cinco la víctima fue el esposo y en los dos restantes, las mujeres rivales de las esposas oficiales.

En todos ellos el asesinato se perpetró de manera violenta mediante el uso de armas como cuchillos, lanzas y machetes. Ese alto grado de violencia, posiblemente, pudo ser el “grito de rebelión” y la exteriorización de una serie de sentimientos de represión, odio, ira etc. que guardaron especialmente las mujeres a lo largo de su vida. Así mismo, una forma de reaccionar contra una sociedad que las controlaba y restringía cotidianamente. Por último, es importante mencionar que la mujer criminal de mediados del siglo XIX no solo se veía impulsada por sentimientos de amor y pasión para cometer el homicidio, existieron otras que, aunque en menor medida, sucumbieron a la venganza y la envidia, y bajo sus efectos ejercieron violencia y asesinaron a sangre fría a personas cercanas a su círculo familiar, a sus vecinas y a otros individuos, trascendiendo las problemáticas de pareja y convirtiendo su conducta violenta en un asunto de interés y preocupación general.

Notas:

1 Michelle Perrot, Mi historia de las mujeres. 1ª ed. En español. (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica de Argentina S.A, 2009), 69.

2 Isabel Cristina Bermúdez, Imágenes y representaciones de la mujer en la gobernación de Popayán. 1ª ed. (Quito: Corporación Editora Nacional, 2001), 44.

3 Codificación Nacional de todas las leyes de Colombia desde el año 1821. Art. 1.° del Código Penal de 1837, Título primero: disposiciones generales (Bogotá: Imprenta Nacional, 1924).

4 María Angélica Díaz, “Condición femenina y estatus jurídico. La interpretación del Derecho según el jurisconsulto J. Escriche”. Anuario, vol. 5 (2003):109-124.

5 Juliano Dolores, “Delito y pecado. La transgresión en femenino”. Política y Sociedad, vol. 46, n.° 1 y 2 (2009): 79-95.

6 Stephen Jay Gould, La falsa medida del hombre (Barcelona: Editorial Crítica, 2011), 79.

7 César Lombroso, Los criminales (Barcelona: Centro Editorial Presa), 27-32.

8 Eva Casanova Caballer, “Las mujeres delincuentes un estudio de revisión”. Trabajo final de grado (Barcelona: Universitat Jaume España, 2017).

9 Otros abordajes criminológicos importantes que explican la incidencia del entorno social en los comportamientos criminales son: la propuesta de Emile Durkheim, la teoría de la anomia, el labelling approach o teoría del etiquetado, y el marco teórico de Michel Foucault. Ver: David Garland, Castigo y sociedad moderna. Un estudio de teoría social (México: Siglo XXI, 2010)

10 Casanova, 14.

11 Casanova, 19.

12 Sobre delincuencia femenina ver: Irene Rodríguez Pina, “Criminología feminista”. Crimina (Centro para el Estudio y la Prevención de la Delincuencia, 2016): 1-16. Varlam Shálamov, Relatos de Kolimá. Ensayos sobre el mundo del hampa, vol. VI (Barcelona: Minúscula Editorial, 2017).

13 Beatriz Patiño Millán. Criminalidad, ley penal y estructura social en la provincia de Antioquia 1750-1820. (Medellín: Editorial Instituto para el Desarrollo de Antioquia, 1994).

14 Beatriz Patiño Millán, “Las mujeres y el crimen en la época colonial. El caso de la ciudad de Antioquia”. En Las mujeres en la historia de Colombia, tomo. II, ed. Camilo Calderón Schrader (Bogotá: Norma, 1995): 77- 119.

15 Mabel Paola, López Jerez. Las conyugicidas de Nueva Granada, trasgresión de un viejo ideal de mujer. 1ª ed. (Editorial Pontificia Universidad Javeriana: Bogotá, 2012), 50.

16 Juli Andrea García, “Monjas, presas y ‘sirvientas’. La cárcel de mujeres del Buen Pastor, una aproximación a la historia de la política criminal y del encierro penitenciario femenino en Colombia, 1890-1929”. Tesis de maestría (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2014).

17 García. 73.

18 Los términos conyugicidio o conyugicidas son retomados de López, 2012, quien, a su vez, los recuperó directamente de los expedientes judiciales de la Nueva Granada entre 1780 y 1830 (Archivo General de la Nación). También fueron empleados por algunos jurisconsultos en épocas posteriores, como lo muestra Carlos Vidal Riveroll, “Definición y descripción de Conyugicidio”. Diccionario Jurídico Mexicano (México: Suprema Corte de Justicia de México, 1994).

19 Esteffy Zharitd Agudelo Patiño, “Del hogar a la prisión: mujeres criminales en la Gobernación de Popayán. 1837-1850”. Tesis de pregrado (Buga: Universidad del Valle, 2019).

20 Que existan 503 expedientes criminales donde se acusaba a la mujer de haber infringido las leyes republicanas no es garante de que todas ellas fuesen culpables, puesto que, del total de casos, solo 143 procesadas fueron condenadas y 124 absueltas. Es decir, comprobaron su inocencia o por falta de pruebas y veracidad de los testigos no hubo mérito para continuar el proceso. En los 236 casos restantes no consta la sentencia debido a que los expedientes están inconclusos o a que la clasificación del fondo que se encuentra en línea y que sirvió para la elaboración de la investigación no aporta la información suficiente sobre el veredicto de los jueces respecto a las sentencias.

21 Vale la pena aclarar que dentro de los motivos pasionales que suscitaron el asesinato, la víctima no siempre fue el hombre, dado que en un total de cuatro causas que se consideran dentro de la categoría de otros la persona asesinada fue la esposa.

22 Pablo Rodríguez, “Las mujeres y el matrimonio en Nueva Granada”. En las mujeres en la historia de Colombia, tomo. II, ed. Camilo Calderón Schrader (Bogotá: Norma, 1995): 204-239.

23 Fray Luis De León, “La perfecta casada”, 1583.

24 Rodríguez Pablo, “Las mujeres y el matrimonio, 204.

25 Perrot, 36.

26 Alexander Zambrano Blanco, El infierno de un sacramento: los malos tratos a las mujeres en matrimonio en Venezuela, 1700-1820. 1ª ed. (Venezuela: Centro Nacional de Historia, 2009), 109.

27 Si bien dentro del conyugicidio se considera la muerte de alguno de los cónyuges a manos de su consorte, el uxoricidio ha sido el termino más empleado cuando la víctima es la esposa.

28 Causa criminal contra María Celedonia Mosquera por homicidio perpetrado en su esposo, José Honorio Caicedo. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 280 (1849), f. 10v.

29 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 280 (1849), f. 15r.

30 María Rodríguez Shadow y Lilia Campo Rodríguez. “Mujeres: miradas interdisciplinarias” (México: Colección Estudios de Género Serie Antropología de las Mujeres, 2019), 194. 31 Mabel Paola López Jerez, “Trayectorias de civilización de la violencia conyugal en la Nueva Granada en tiempos de la Ilustración. Tesis doctoral. (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2018), 253.

32 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 280 (1849), f. 10 r.

33 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 280 (1849), f. 5.

34 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 280 (1849), f. 17 r.

35 Patiño, 89.

36 Causa criminal contra María Josefa Cobo por el homicidio de su esposo Domingo Solarte. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 161 (1842), f. 6.

37 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 161 (1842), f. 3.

38 Codificación nacional, artículo 468.

39 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 161 (1842), f. 4.

40 Causa criminal contra María Zambrano por el asesinato de su esposo José Murcia. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 129 (1841), f. 2.

41 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 129 (1841), f. 2.

42 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 129 (1841), f. 3.

43 Codificación nacional, artículo 106.

44 López, “Las conyugicidas de Nueva Granada”.

45 Gudrun Stenglein, “Revisión crítico-comparada de las principales teorías científico-sociales sobre la delincuencia femenina”, Revista Europea de Historia, de las Ideas Políticas y de las Instituciones Públicas, vol. 5 (2013): 27-104.

46 Para ampliar este tema ver: Becker, Howard. Outsiders, hacia una sociología de la desviación (Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 2012).

47 Rodríguez, “Criminología feminista”, 7.

48 Díaz, “Condición femenina”, 15.

49 Díaz, “Condición femenina”, 16.

50 Las Siete Partidas. Del sabio rey don Alonso el nono; glosadas por el licenciado Gregorio López, Oficina de Benito Cano Tomo III, (1789).

51 Causa criminal contra Micaela Valenzuela y Casimiro Güengüe por el homicidio de José María Poso. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 248 (1846- 1847), f. 1.

52 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 248 (1846-1847), f. 8r.

53 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 248 (1846-1847), f. 12.

54 Causa criminal contra Rita Becerra y Guillermo del sol por el asesinato de Hilario Casierra. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 112 (1838), f. 14r.

55 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 112 (1838), f. 5r.

56 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 112 (1838), f. 14r.

57 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 112 (1838), ff. 19 y 20.

58 Causa criminal contra Ana María Millán por el homicidio perpetrado en la persona de Rosa Cruz Molina. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 107 (1838), f. 2.

59 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 107 (1838), ff. 3-5

60 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 107 (1838), ff. 9-10.

61 Causa criminal contra Dolores Cruz por el homicidio de Juana Arana. ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 183 (1843), f. 3r.

62 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 183 (1843), f. 3r.

63 Lida Tascón Bejarano, “Sin temor de Dios ni de la real justicia. Amancebamiento y adulterio en la gobernación de Popayán, 1760-1810”. 1ª ed. (Cali: Universidad del Valle, 2014), 185.

64 ACC, Sección República, Fondo Judicial. Signatura 183 (1843), f. 6v.

65 Cristina Palomar, “Maternidad: historia y cultura”, Revista de Estudios de Género La Ventana, vol. 22 (2005), 36.

66 Laura Casas Díaz, “Las malas mujeres. Concepción Arenal y el presidio femenino en el siglo XIX”. Trabajo fin de grado (Barcelona: Universitat Autónoma de Barcelona, 2018), 4.




Bibliografía



Fuentes primarias

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