Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX
Capítulo 11
“Mariguaneras”: traficantes de marihuana, entre antisociales y trasgresoras, Cali-Valle del Cauca, 1950-1960
“Mariguaneras”: Marijuana traffickers, among antisocial and transgressor women in Cali, Valle del Cauca, 1950-1960.
https://doi.org/10.28970/9789585498129
judith.gonzalez@correounivalle.edu.co
Candidata a Doctorado en Sociología de Flacso-Ecuador; licenciada y magíster en Historia de la Universidad del Valle. Ha sido profesora hora catedra e investigadora en el Departamento de Historia, en el Instituto de Psicología, la Escuela de Trabajo Social y en el Departamento de Geografía y Ciencias Sociales de la Universidad del Valle, sedes Cali y Buga. Sus intereses académicos se insertan en los campos de la historia de las mujeres en Colombia, la historia intelectual y la cultura letrada de los siglos XIX y XX. Ha publicado varios artículos, capítulos y libros sobre las mujeres y el movimiento sufragista; las mujeres en la Independencia; historias de la prensa y la opinión pública; sociabilidades católicas y laicas, entre otros temas. Es integrante del Centro de Estudios Histórico-Ambientales (CEHA) de la Universidad del Valle.
González Eraso, Judith C. “‘Mariguaneras’: traficantes de marihuana, entre antisociales y trasgresoras, Cali-valle del cauca, 1950-1960”. En López Jerez, M. (ed.). Ni calladas ni sumisas. Trasgresión femenina en Colombia, siglos XVII-XX. Bogotá: Editorial Uniagustiniana y Asociación Colombiana de Estudios del Caribe – ACOLEC, 2021, pp. 397-426.
Resumen
Hasta bien avanzado el siglo XX, el uso y consumo
de la marihuana fue visto por los medios de comunicación, en especial por la opinión pública,
como
un problema de carácter social y legal. El estigma
que sufrieron las mujeres que cultivaron, traficaron
o consumieron la denominada “yerba maldita” estaba asociado desde lo legal a un comportamiento
“desviado” de las normas y las leyes, así mismo, eran
vistas como trasgresoras culturales del modelo de
feminidad asignado a su condición social. Desde las
fotografías y los discursos del diario El País, en este
capítulo visualizaremos e historizaremos a las mujeres denominadas como “antisociales” de la
ciudad
de Cali y el Valle del Cauca entre las décadas del
cincuenta y el sesenta, antes del conocido “boom
cannábico” del setenta, quienes estuvieron vinculadas con actos ilícitos asociados a la
marihuana.
Queremos demostrar que antes de la “bonanza
marimbera” ya existían el cultivo, el tráfico y el consumo de carácter micro, cotidiano y
marginal.
Mujeres y hombres de diferentes razas y edades eran
parte de ese mercado clandestino.
Palabras clave: mujeres, marihuana, traficantes, Diario El País, Valle del
Cauca,
Cali
Abstract
Until the late of the twentieth century, the use and
consumption of marijuana was seen by the media,
especially by public opinion, as a social and legal
problem. The stigma suffered by women who cultivated, trafficked or consumed the so-called
“cursed
weed” was legally associated with behavior that was
“deviant” from the norms and laws, and they were
also seen as cultural transgressors of the model of
femininity assigned to their social status. From the
photographs and discourses of the newspaper El
País, in this chapter we will visualize and historicize the women known as “antisocial” in the
city
of
Cali and Valle del Cauca between the fifties and sixties, before the well-known “cannabis boom”
of
the
seventies, who were linked to illicit acts associated
with marijuana. We want to show that before the
“marijuana bonanza” there was already micro, daily
and marginal cultivation, trafficking and consumption. Women and men of different races and ages
were part of this clandestine market.
Keywords: Women, marijuana, traffickers, El País
newspaper, Valle del Cauca, Cali
Introducción
En Colombia son pocos los estudios historiográficos que se centran
en el tema de los sujetos y su relación con el cultivo, el consumo y
el tráfico de drogas. Sobre la marihuana o cannabis las aproximaciones se han dado más desde
la
historia del tráfico y la legislación
que trató de regularlo. Eduardo Sáenz, uno de los investigadores
más autorizados sobre las drogas y el narcotráfico en Colombia y
América Latina, ha resaltado la vital importancia del tema para el siglo XX. De hecho, hace
unas
décadas se quejaba de que no existían
estudios históricos sistemáticos
que tengan una utilización de archivos, materia prima básica de
los trabajos históricos. Esto, a pesar de que una buena cantidad
de estudios sobre el problema contemporáneo dedican una introducción “histórica” al
problema.
Además, las referencias históricas se refieren generalmente a los orígenes del negocio de
narcóticos en los años sesenta y setenta y no analizan el asunto
en las décadas anteriores.(1)
A pesar de la denuncia que hiciera Sáenz en su momento, algunos
trabajos apenas han hecho énfasis en el ámbito punitivo o en la producción de leyes y
decretos en la
larga duración y otros han abordado el narcotráfico desde la perspectiva actual.
Adicionalmente,
algunos autores han analizado el denominado boom cannábico de
los setenta en relación con el hippismo y la revolución cultural y
juvenil, un mal “made in USA”(2)
que condujo a la alta demanda de la
variedad colombiana denominada Santa Marta Golden(3)
consumida ampliamente por los “jóvenes yanquis”(4). Las mujeres cultivadoras,
traficantes o consumidoras de marihuana aparecen entonces por
fuera de las investigaciones históricas(5)
, al menos desde una perspectiva de raza y género que se centre en las agentes marginales(6)
y traficantes(7)
.
Eduardo Sáenz señaló que en los años cuarenta del siglo XX el
puerto de Barranquilla era la zona de consumo y comercialización
de la marihuana en Colombia, con redes en los departamentos del
Atlántico, Bolívar, Magdalena y Antioquia. En 1952, el Ministerio de
Relaciones Exteriores señalaba a Santa Marta, capital del Magdalena, y a la Sierra Nevada
como los
sitios en donde se cultivaba la yerba y se trasladaba a los Estados Unidos en cargas de
banano. Ya
en la década del sesenta el cultivo estaba presente en departamentos como el Valle del Cauca
y
Caldas. “En el primero, la marihuana
se cultivaba en Cali y Buga, donde eran voluminosas la producción y
el tráfico”(8)
, también en Cauca, Tolima, Huila, Cundinamarca, Bogotá y Quindío, es decir, prácticamente
en toda
la geografía nacional.
Colombia se suscribió a la Convención Única de Estupefacientes en
1961 y el derecho penal paso a ser el principal instrumento implementado por el Estado para
enfrentar las fases del ciclo de la droga,
incluido el consumo(9)
, lo que indica que antes de ese momento la
legislación sobre el tema era dispersa.
Las primeras reglamentaciones sobre el uso de drogas se ubican en
la década del veinte, sobre todo aquellas de carácter farmacológico
y de control médico, como la Ley 11 de 1920. Uprimny y Guzmán
mencionan que la primera norma que imponía la privación de la
libertad por tráfico de drogas era el Código Penal de 1936, que prohibía extraer opio y
alcaloides
de la coca, así como distribuirlos.
La Ley de 1946 cambió el arresto por prisión por penas relativamente bajas, no
obstante, en
las décadas del treinta y el cuarenta
se crearon medidas represivas como el registro de toxicómanos.
A comienzos del cincuenta, la legislación empezó a ocuparse de la
represión del consumo, que fue castigado penalmente por primera
vez entre 1951 y 1955, precisamente con el uso de la marihuana(10).
En la década del cincuenta y tiempo atrás, especialmente en el
veinte, el tráfico de marihuana no era un tema relevante en materia
de criminalidad en Colombia. Este cobraría fuerza apenas entre el setenta y el ochenta,
cuando se
estableció formalmente un sistema
punitivo contra el narcotráfico(11).
Estamos de acuerdo con Eduardo Sáenz cuando afirma que la producción de marihuana en
Colombia fue vista en la época del boom
cannábico de los sesenta y setenta como un mal venido desde afuera. Sin embargo, antes de
ese
momento ya existía todo un mercado
para el consumo doméstico, lo que demostraremos en esta investigación. No obstante, hay que
reconocer que de los Estados Unidos
sí provino “la percepción negativa e ilegal de su cultivo y consumo,
visto como un problema de salud pública”(12) asociado, sobre todo, a
los estratos pobres y racializados, y a los inmigrantes latinos. Para
Howard Becker,
Todos los grupos sociales establecen reglas y, en determinado
momento intentan aplicarlas. Estas reglas sociales definen las situaciones y comportamientos
considerados apropiados, diferenciando las acciones “correctas” de las “equivocadas” y
prohibidas,
[donde la persona que infringe las reglas es vista como “especial” y
etiquetada] como alguien incapaz de vivir según las normas acordadas por el grupo y que no
merece
confianza. Es considerado un
outsider, un marginal.(13)
Esta idea de aplicación de las reglas e infracciones es un mecanismo que hace que
algunas
personas rompan las reglas y otras las
impongan. En nuestro caso, en consonancia con Becker, a través
de las reglas y leyes sobre el consumo de drogas, sobre todo contra
las mujeres infractoras, el Estado usa su poder policial para hacer cumplir lo dictaminado,
pero
también emplea el poder de las leyes
para someter y clasificar. A ello se suma la persuasión de la opinión
pública para crear discursos morales, etiquetas o categorías con la
cuales denominar a las infractoras, antisociales, marginadas y trasgresoras por posesión,
tráfico o
consumo de marihuana.
Los denominados “antisociales” representaron para la época diversos tipos de
“conductas
desviadas” que fueron etiquetadas por
agentes del orden formal, ya se tratara de jueces, policías o médicos, o del orden informal,
como la
familia, la religión y la opinión
pública. Como tal se referían a prostitutas, alcohólicos, drogadictos, homosexuales,
ladrones, vagos
y trastornados mentales.
Estas teorías del etiquetamiento y los procesos de clasificación de
conductas desviadas fueron usados como herramientas de criminalización a través de la
creación de un
perfil, de una conducta,
casi siempre estandarizado, “el ofensor vive en un mundo diferente.
Ha sido etiquetado, y el proceso de criminalización antecede a una
etiqueta. De ese modo, el criminal u ofensor se limita a interactuar
solo con otras personas que estén en su misma situación”(14). Por lo
tanto, el espacio social y la personalidad fueron factores para etiquetar la conducta de los
demás;
métodos usados regularmente en
los años treinta y cincuenta en la criminología, la psiquiatría, la psicología y el derecho.
Aquí no haremos una historia de la desviación, tampoco una patologización de los
sujetos
etiquetados o estigmatizados como
drogadictos, simplemente analizaremos cómo se marginalizó y estigmatizó a las mujeres
traficantes de
marihuana a través de discursos e imágenes que las subalternizaron desde una fuerte carga de
racismo, clasismo y discriminación de género.
El avance de la criminalización
En la década del cincuenta se criminalizaron el consumo y el tráfico
de la marihuana en la legislación colombiana. A los detenidos por
traficar se les aplicó la Ley Lleras, que para 1955 había sido reformada por el Decreto-Ley
004, que
especificaba quiénes eran considerados antisociales: los etiquetados como “caseros”,
“estucheros”,
“vagos”, “marihuaneros” y “atracadores”.
Según Goffman, “la sociedad misma establece los medios para categorizar a las
personas y los
comportamientos de atributos que se
perciben como corrientes y naturales en los miembros de cada una
de esas categorías. El medio social establece las categorías de personas que en él se pueden
encontrar”(15). A primera vista, se crean
los atributos para configurar la “identidad social” que es representada como desviada y
marginal, en
este caso, la de los cultivadores,
traficantes y consumidores de marihuana.
En consonancia con lo expuesto por el autor, el Decreto 1669 de
1964 consideró el uso de drogas como una conducta “antisocial” e
introdujo el término toxicomanía, por tal razón, “se determinó la
aplicación de medidas sanatorias en sitios especiales, hasta obtener la rehabilitación
completa del
consumidor. Además, se penalizó cualquier consumo de sustancia estupefaciente”(16). El
decreto
dictaminó la sentencia y el castigo por el porte, consumo o tráfico
de marihuana. Art. 23: “El que sin permiso de la autoridad cultive, labore, distribuya,
venda,
suministre, aun, cuando sea gratuitamente, use o tenga en su poder, la marihuana (Cannabis
sativa o
Cannabis índica) incurrirá en relegación a colonia agrícola de dos
a cinco años”(17).
A este artículo se añadía el problema del consumidor, quien no iría
a la colonia penal sino a una casa de reposo u hospital: “Cuando
el que use la marihuana requiera tratamiento especial en casa de
reposo u hospital, a juicio de los médicos legistas, se impondrá
como única medida internación en establecimiento adecuado por
el tiempo necesario para su curación”(18).
El artículo 25 se ocupaba de castigar el uso de sitios como casas y
locales para el consumo o venta de marihuana y otros estupefacientes. “El que destine casa,
local o
establecimiento para que se
haga uso de la marihuana o de cualquier sustancia estupefaciente
o permita en ellos tal uso incurrirá en relegación a colonia agrícola
de dos a cuatro años y clausura del establecimiento, casa o local”(19).
Las leyes de colombianas sobre el cannabis estaban en consonancia
con la declaración de las Naciones Unidas, cuya Convención Única
de 1961, enmendada por el Protocolo de 1972, acordó el fundamento
del régimen global del control de drogas. El organismo internacional incluyó en su “lista
amarilla”
de prohibición el uso, la fabricación
o la obtención de resinas y extractos de cannabis. En el Convenio
de 1971 sobre Sustancias Psicotrópicas emitió la llamada “lista verde”, que incluyó el
tetrahidrocannabinol entre las 121 sustancias
sometidas a fiscalización por parte de la Junta Internacional de Fiscalización de
Estupefacientes
(JIFE)(20).
Mujeres de la “yerba maldita” en Cali
Los discursos e imágenes sobre las mujeres traficantes capturadas y expuestas ante la
opinión
pública en las décadas del cincuenta y sesenta en Cali giran en torno a su condición de
“antisociales”
y trasgresoras; son evidentes los factores de distinción asignados
desde el género, la raza, la clase, la edad y el lugar, lo que hace que
las representaciones e imágenes en torno a ellas sea variada.
Se las vinculaba a un espacio de enunciación, es este caso, a uno
territorial y socialmente negativo, como los barrios marginales, las
plazas de mercado, las galerías o las peyorativamente denominadas
“ollas” o “zonas negras o rojas”, sitios de invasión o lugares periféricos. Se trataba de
escenarios
que en el imaginario de lo urbano
moderno eran tildados de ausentes de civilización, sitios “sin Dios
ni ley”, no lugares dentro de la sociedad ideal, y en los cuales sus habitantes eran la
imagen
contrapuesta del “buen ciudadano” y la ciudad modernizada. Espacios visualmente
desagradables,
grotescos y
sucios, que no representaban ningún valor social, pues la marginalidad y la pobreza eran la
cara del
paisaje cotidiano, y la fealdad era
aumentada por sus habitantes.
Estas percepciones sociales estigmatizantes eran frecuentemente
referenciadas en el periódico El País. Así mismo, en las representaciones visuales que
encontramos
en las fotografías que se tomaban
en estos procesos de captura y fotorreportaje son significativos los
elementos de racialización y raza, así como de género; distinciones
a las que se añaden las connotaciones asimétricas de sus protagonistas, derivadas de su
condición
social marginal.
Las mujeres que habitaron en estos espacios eran etiquetadas por
la prensa como “antisociales”, y estigmatizadas como “ladronas”,
“prostitutas” y “criminales”. Eran catalogadas como tales así solo
hubieran sido capturadas traficando con marihuana. Se les estigmatizaba por su estrato
social, lo
cual, para los analistas sociales de
la época, ya demarcaba un horizonte de expectativa como agentes
activos del mundo ilegal y criminal.
Estas mujeres traficantes transgredían el estereotipo de supuesta
fragilidad y dependencia femenina, lo que las situaba por fuera del
espacio idílico “del hogar, dulce hogar”, pues lo doméstico-íntimo
otorgado por el matrimonio no era para ellas, como sí pudo serlo
para sus congéneres blanco-mestizas de clases medias y burguesas.
Dichas trasgresoras circulaban en el espacio público de las conocidas “zonas negras”
u
“ollas”, sitios masculinizados representados
como lugares del hampa, del tráfico y consumo de drogas, alcohol
y prostitución, mundo donde primaban la delincuencia y el crimen, espacios de sociabilidad
marginal
de los cuales hicieron parte
muchas mujeres. Esa es la historia que nos interesa reconstruir, la
de las mujeres trasgresoras que cultivaron, traficaron o consumieron marihuana.
Como lo vimos párrafos atrás, el consumo de esta sustancia ha sido
etiquetado como nocivo e ilegal no solo desde los juicios morales,
sino también desde disposiciones judiciales y médicas. De allí que
según el imaginario social(21) de la época, a sus clientes o consumidores habituales se los
considerara propensos al crimen y la violencia, pues fumarla llevaba a robar y matar. Esta
idea la
encontramos
reflejada en 1945 cuando José Noel Osorio fue acusado de asesinar
a una “bella muchacha”. El investigador judicial lo catalogó como
“marihuanero reconocido, a quien varios lo acusan de haber asesinado en Bogotá a otra
muchacha”. La
víctima, Margarita Muñoz,
fue asesinada con “27 feroces puñaladas” porque no accedió a sus
pretensiones amorosas. Durante la investigación, en la zona de tolerancia de Cali, Dora
Marín afirmó
que conoció a Osorio en Bogotá, y lo acusó de “haber dado muerte a otra mujer en esa
capital”(22).
De otra parte, en un reportaje de 1955 se indicó que en una batida
a los hospedajes, restaurantes y hoteluchos aledaños a las galerías
fueron capturados un gran número de “antisociales”, entre ellos,
200 hombres y 85 mujeres, de las cuales más de cincuenta estaban infectadas con enfermedades
venéreas. Muchas de ellas fueron
ingresadas al Profiláctico Municipal para controlar su dolencia y
otras que tenían antecedentes o demandas pasaron directamente a
la cárcel del Buen Pastor en Cali(23). En las batidas realizadas por la
Policía en estos barrios era común encontrar a mujeres ejerciendo
la prostitución clandestina (práctica sexual de la economía marginal), una forma en que
ganaban los
ingresos para su manutención y
la de sus familias.
La “yerba maldita”
En los años cincuenta se empezó a castigar el consumo de la marihuana(24). Se la consideraba
maldita
porque atentaba contra la moral
católica y los buenos valores. Tales fueron las consideraciones contra Candelaria Benítez y
Cupertina Mejía, quienes a finales de los
años cuarenta traficaban con la “peligrosa droga” a las afueras de
una taberna ubicada en la plaza de mercado en la carrera 10.° entre
calles 13 y 14 en el centro de Cali. Fueron atrapadas por la Policía
con una banda de tres hombres: Claudio Bernal, Rodolfo Mina y
Carlos Isáziga, denominados por el periodista como “una cuadrilla
de viciosos” y “antisociales”, banda que ingería “la siniestra planta
mezclada con aguardiente”; una bebida con la que “celebraban los
más extremados bacanales, lo que unía a estos degenerados a una
apasionada afición por la propiedad ajena”(25). El reportero creía que
las mujeres seducían a sus víctimas dándoles a tomar esa bebida.
Tras su captura, los hombres fueron llevados a la colonia penal de
Alaska, en la ciudad de Buga, y se les condenó a pagar cárcel y trabajos forzados entre seis
meses y
tres años, o igual pena en confinamiento. Las mujeres, entre tanto, fueron remitidas a la
cárcel del
Buen Pastor en Cali.
La introducción de marihuana a los penales o correccionales por
parte de las mujeres sería una práctica comúnmente registrada en
la prensa. A continuación, en la imagen 1 vemos a Nila Sánchez posando para el camarógrafo
cruzada
de brazos y dando la espalda a
la marihuana incautada que trató de entrar a la cárcel de Villanueva
en Cali. “Disimulada en un costal de naranjas, la marihuana era para
el recluso Hernando Rojas, ocupante de la celda 951 del pabellón 3
y amante de Nila”(26).
En el informe presentado por el periodista o policía, casi siempre
se refería y especificaba las relaciones personales de las mujeres
capturadas con los hombres que esperaban la mercancía: si eran
parientes, parejas, amigas, clientes o “amantes”. También se destacaban las estrategias y
tácticas
aplicadas por aquellas que pretendían camuflar la yerba e ingresarla a los penales, como la
de las
naranjas, que intentó Nila, u otras como el uso de niños como caletas o escondites.
No todos los casos de introducción de marihuana a los penales
quedaron registrados en imágenes de prensa, este es el caso de Damaris Popo y Graciela
Palacios en
1957, dos mujeres que pretendían
ingresar tres onzas de marihuana al patio 2 para el recluso Efraín
Palacios escondidas en los pañales de una niña de brazos que cargaba la primera de ellas, a
quien
según el reportero “se notaba nerviosa e impaciente, el recluso era reconocido por traficar
la yerba
dentro de la cárcel de Villanueva, a Graciela se le encontró un papel
en el que le daban indicaciones de cómo ingresar la marihuana”(27).
Como Damaris y Graciela, varias mujeres fueron encarceladas por
el delito de tráfico de la sustancia dentro de la misma cárcel o en diferentes centros
penitenciarios de hombres. Al ser capturadas eran
conducidas a reclusorios o cárceles para mujeres, como le sucedió
en 1960 a Rosalba Martínez, quien pretendía ingresar doscientos
cigarrillos, más o menos diez arrobas de “yerba”, a la cárcel de Villanueva en Cali(28).
Otras mujeres eran capturadas en sus propias viviendas por ejercer
el tráfico, tal es el caso de María Cruz Caicedo y María Cecilia Montaño, cuya morada fue
allanada
por agentes secretos del Servicio de
Inteligencia de Colombia (SIC) del Valle.
La casa estaba ubicada en la calle 14 con carreras 11 y 12, centro de
la ciudad, donde le fueron incautadas “cerca de diez mil papeletas
de marihuana y dos frascos con extraños líquidos que se creen sean
burundanga, como dinero en efectivo y joyas”(29), luego de lo cual
fueron trasladas a la cárcel. También se encontraron paquetes de
semillas de la “yerba verde” para continuar con el cultivo y su posterior tráfico. El dinero
en
efectivo obtenido de esa labor sumaba
417 pesos, también se hallaron seis anillos de oro, lo que demuestra que muchas mujeres
subsistían
gracias a la economía ilegal y
a los negocios de compra y venta de objetos robados en sus propios domicilios.
En las descripciones periodísticas era muy común que la prensa
relacionara a la expendedora con sus clientes y parejas, que eran
capturados infraganti. La captura significaba revivir la escena cotidiana y hacer todo un
performance. En la imagen 2 se muestra a
la pareja de esposos Roberto Caicedo y María Solís, quienes fueron hallados por las
autoridades
cuando fumaban marihuana en “su
propio apartamento”, situado dentro de un café de la carrera 11 con
calles 13 y 14, en el centro de la ciudad.
María se encuentra liando (o “pegando”, en el argot popular) un cigarrillo de
marihuana con
sus propias manos mientras su compañero Roberto la observa. Hay rastros de “yerba”, entre
papeletas
y
cigarrillos, escondidos en el colchón de paja. Estos son encontrados por el policía que
realiza el
allanamiento en la habitación. La
pared del cuarto está adornada por collages de recortes de prensa.
Según el periodista, el lugar “era visitado por otros elementos adictos al peligro
tóxico”(30).
A continuación, se ilustran las capturas de parejas traficantes de
marihuana. En primer lugar, a María Librada Pretelly, quien fue sorprendida con la sustancia
en el
momento en que se disponía a expenderla en el centro de Cali, en la carrera 10 entre calles
14 y 15.
Al ser capturada por agentes del SIC, confesó su delito cuando le
preguntaron si la “yerba maldita” o “veneno verde”, como es llamada, era de su propiedad:
“Yo tenía
una plantación de marihuana a
las orillas del río Cauca, pero ya se terminó”, contestó.
Con la implicada fue capturado Alfonso Méndez, un cliente que saboreaba un
cigarrillo de
marihuana(31). Como él, en la época fueron
reportados varios casos de fumadores capturados mientras consumían(32). En otra redada se
visualiza
a
Ester Julia González y a Juan de
Dios Cortés cuando son capturados por agentes del SIC en el barrio
Terrón Colorado de Cali. Llevaban doce papeletas de marihuana y
semillas revueltas con arena dentro de una bolsa(33).
Las mujeres no solo vendían la yerba, sino que también la trasportaban de un barrio
a otro o
de una ciudad a otra, como Mercy de
Duque y Aurora María Mina, capturadas en la madrugada en la vía “recta Cali-Palmira”
mientras
viajaban en un carro en compañía de
Roberto Antonio Valencia y Ernesto Duque, el esposo de Mercy. En
la cojinería y la guantera del vehículo habían escondido la “yerba
verde” y algunos cigarrillos ya armados(34). Según agentes del SIC,
la plantación de yerba de estos individuos estaba ubicada por los
lados de Buga. A los implicados se les aplicó la Ley Lleras.
Adicionalmente, en la década del sesenta encontramos en Buga a
Araceli Moreno Rodríguez, viuda de Cárdenas, quien como María
Librada Pretelly, ya mencionada, cultivaba la yerba para obtener un
recurso con el cual financiar a su familia. Según el informe policial,
en casa de los Moreno Rodríguez se sembraba para que luego Carmen Castaño distribuyera el
producto
entre los “adictos a la yerba
maldita”. Los funcionarios trataban de esclarecer la forma en que
hacía llegar las papeletas a dos los reclusos de la colonia de Alaska,
quienes, a su vez, la distribuían en el lugar(35).
En la misma ciudad de Buga, Raquel Díaz González, de treinta años,
fue hallada con diez arrobas de marihuana. Días después, en otra
noticia, se aclaró que en realidad se trataba de quince arrobas incautadas en inmediaciones
de Buga
en la vereda Los Mates, corregimiento de San Pedro. El inspector manifestaba haber visto
“los
más grandes cultivos de la fatídica yerba” en el predio que ocupaba
como arrendataria Díaz González, quien en su defensa alegó “que
su compañero de vida marital la había llevado [la planta] hasta ese
lugar, pero ignoró tener conocimiento del mencionado cultivo”(36). Al
ser capturadas, algunas mujeres apelaban al discurso de “la inocencia femenina” y el
desconocimiento
del cargo del que se les imputaba, como sucedió con Raquel.
A finales de la década del cincuenta, en Pradera, jurisdicción de San
Isidro, en la propiedad de Bellavista, del señor Jacinto Flórez, fue
capturada con doce papeletas de marihuana Irma Tulia Parra, quien
distribuía la mercancía en Pradera. Vendía la yerba al trabajador de
la finca Bellavista, Eliécer Díaz, quien camuflaba la plantación en
medio de otros cultivos(37).
Las redes de siembra y compra de marihuana en las zonas rurales
del Valle del Cauca eran parte del llamado “rebusque” dentro del
espacio urbano, mientras que en el rural se trataba de una economía de subsistencia asociada
a la
cotidianidad del campesinado y de
los pobladores rurales más pobres y humildes, quienes no contaban
con grandes hectáreas de cultivo, sino que eran aparceros o arrendatarios de un pequeño lote
de
tierra u ocultaban sus plantaciones
cannábicas a orillas del río Cauca. Mientras que la siembra se desarrollaba en las zonas
rurales, la
distribución o tráfico, se hacía en los
centros y periferias urbanas.
Al parecer, varias de las mujeres que se ganaban la vida traficando
con marihuana fueron capturadas con sus hijos e hijas, con niños
de brazos o muy pequeños, como lo muestra el caso de Damaris
Popo y Graciela Palacios. En otros casos eran capturadas madre e
hija, como María Camacho o Machado y María de la Cruz Machado
en 1960, a quienes se les incautó en su lugar de residencia (casa
11-119 con calle 14) “la yerba maldita”. Además, les fueron hallados
billetes avaluados en $ 1.700 pesos, “que les ofrecieron las marihuaneras a los agentes de
la
Policía que las detuvieron, para tratar
de sobornarlos”(38). El periodista que reportó este caso comenta que
madre e hija “distribuían la marihuana a la cárcel de Villanueva y
otras zonas y establecimientos”, actividad por la cual fueron recluidas en la cárcel del
Buen
Pastor.
También eran capturadas mujeres adultas mayores, como Julia
Rita Muriel, quien fue sorprendida por agentes del Departamento
Administrativo de Seguridad (DAS) en su casa en Cali (calle 17 n.°
12-38), en la que se le decomisaron ocho libras de marihuana que
guardaba dentro de un escaparate. En el interrogatorio no quiso
delatar a su distribuidor, solo aseguró que la compró en Tuluá. Los
agentes llegaron por coincidencia a la casa de Muriel, pues en realidad perseguían a un
“antisocial”
ladrón de bicicletas que se había
escondido en su morada, lo que condujo a la búsqueda y requisa
del lugar(39).
Respecto a estos casos de “madres traficantes” encontramos un reportaje titulado
“Promiscuidad tras las rejas”, que describe los lugares donde eran recluidas estas mujeres:
“Es de
común ocurrencia
ver cómo en la misma celda donde se hallan mujeres marihuaneras,
atracadoras y sindicadas por delitos contra la integridad personal
y la propiedad privada, también se encuentran menores de edad
semi-desnudos soportando el frío de la celda y el hambre, lo que en
muchos casos se prolonga varios días”.
Ese fragmento denota que las mujeres no cumplían su rol social y
cultural de “buenas madres y esposas”. Al parecer, una capturada
podría tener varios hijos o ser madre soltera o cabeza de hogar,
tener relaciones monogámicas seriales o vivir en poliandría y dedicarse también a la
prostitución,
pues el mismo título del artículo
las cataloga, sin más, dentro de la promiscuidad. No se las asocia al
sacramento del matrimonio ni al espacio doméstico, pues ese precepto y ese espacio son su
antítesis
como mujeres trasgresoras.
Para el reportero, que representaba la voz pública de la sociedad,
sin recato alguno, estas mujeres criminalizaban y traficaban con sus
hijos e hijas, pero luego, al ser capturadas los utilizaban para despertar lástima en las
autoridades: “Cuando la mujer es citada ante
el inspector y este considera que es merecedora a una sanción, a ver que se presenta con un
menor,
se busca la manera de que el
niño sea dejado en poder de algún tutor, pero la madre se niega a
ello y manifiesta en la mayoría de los casos que comparte la misma
suerte con su hijo”. El reportero les pide a las autoridades competentes que tomen cartas en
el
asunto, pues se debía evitar que los
“niños se enrutaran por los caminos del mal, corriendo la misma
suerte que sus padres”(40).
Conclusiones
Esta investigación, centrada en un estudio de caso de Cali y el Valle
del Cauca sobre las mujeres trasgresoras que cultivaban, traficaban o fumaban marihuana a
mediados
del siglo XX, es un abrebocas
para que futuras investigaciones ahonden en la historia y la historiografía de la
trasgresión
femenina en relación con diversos campos culturales, políticos, jurídicos, etc. A través de
ellas se
esperaría
poder visibilizar y situar su agencia, discursos y prácticas en los
cambios y continuidades de las sociedades, contextos y tiempos en
los que se desenvolvieron. Una historia del siglo XX colombiano sin
la historia de las drogas es una historia incompleta, así como hacer
una historia de la marihuana sin tener en cuenta a sus agentes productores y consumidores se
queda
en el mero discurso.
Las mujeres marginalizadas y etiquetadas como “antisociales” a
mediados del siglo XX transgredieron los roles y espacios asignados para la época, eran
parte de las
áreas y prácticas de sociabilidades trasgresoras y prohibidas. No se trataba de agentes
pasivos y, a pesar de moverse en el mundo de la ilegalidad, eran
madres, hijas, hermanas, tías y conformaban familias diferentes
al modelo nuclear.
En la década del cincuenta las feministas sufragistas blancas y burguesas, en su
mayoría
casadas, quienes contaban con una casa y
un esposo proveedor (aunque no todas), reivindicaban la igualdad femenina y criticaban la
opresión
sexista mientras gozaban de sus
privilegios de clase y raza, que les permitían viajar, escribir y habitar
los espacios permitidos de la ciudad moderna, así como tener un
estilo de vida confortable(41). Entre tanto, la gran mayoría de las mujeres estaban
excluidas de
aquellos privilegios.
El espacio urbano también era habitado por las mujeres de clase
obrera y las que emigraban del campo a la ciudad y se ganaban
la vida en todo tipo de oficios. Vivían en los sectores populares y
marginales y tenían otras condiciones sociales, económicas y culturales, atravesadas también
por la
raza y la clase, pero que en su
caso las dejaban en desventaja respecto a las blancas burguesas
y de clase media, muchas de ellas también trasgresoras, pero de
manera distinta a las traficantes de drogas, prostitutas, ladronas
y criminales.
Las marginadas circulaban y formaban parte de espacios de rebusque dentro de la
economía
ilegal en galerías, plazas de mercado y
en el centro de la ciudad, donde quedaban ubicados prostíbulos,
cafetines y hoteles. Habitaban los barrios periféricos, sitios de invasión y entornos
rurales.
Viajaban de un lugar a otro, utilizaban la
noche, el día y la madrugada para autogestionar su supervivencia y
la de los suyos.
Este escrito no es una apología o una romantización de la pobreza
y lo marginal, ni una crítica al feminismo hegemónico de la época,
no obstante, trata de rescatar la diversidad de las mujeres que estaban situadas en el
contexto
histórico de mediados del siglo XX.
Hacemos un llamado a entender que ni en ese periodo ni ahora
las mujeres son todas iguales. Están atravesadas por diferencias de clase, raza, género,
orientación
sexual, edad, lugares de habitación
y procedencia.
La apuesta por visibilizar la subalternización de la que fueron objeto las
denominadas
“traficantes o antisociales” es una invitación
a destacar que la subalternidad no es una construcción identitaria,
sino una condición y configuración del otro que está atravesada por
diferentes factores, como los que acabamos de enunciar.
Estas traficantes eran trasgresoras de la ley, de las normas y de los
estereotipos de feminidad. Al parecer, no gozaron de una formación educativa, académica o
política
ni cultivaron los valores morales exigidos por la religión y las buenas costumbres. Debemos
reconocer que no todas tomaban el té, jugaban a las cartas o hablaban de sus derechos como
mujeres;
modelos y estereotipos de
mujer que han sido los más representados en nuestra historiografía
local y regional en el periodo de estudio.
Anexos
Imagen 1. “Nila Sánchez”
Fuente: Diario El País, Año VIII, n.° 2.563 (Cali, junio 28 de 1957), 3
Imagen 2. Pareja capturada, mujer liando un cigarrillo de marihuana
Fuente: “Cuando fumaban marihuana los sorprendió la policía anoche”, Diario El País, Año V. n.°1.633
(Cali. Noviembre 6 de 1954), 3
Imagen 3. Parejas capturadas traficando marihuana
Fuente: “María Librada Pretelly y Alfonso Méndez”, Diario El País, Año V. n.° 1.649, (Cali, noviembre 22 de 1954),
4; “Ester Julia González y Juan de Dios Cortes”, Diario El País, Año: VIII, n.° 2488 (Cali, marzo 27 de 1957), 3
Imagen 4Mujeres traficando marihuana
Fuente: “María Camacho o Machado y María de la Cruz Machado (madre e hija)”.
Diario El País (Cali, noviembre 17 de 1960), 7; “Julia Rita Muriel”, Diario El País (Cali, diciembre 20 de 1960), 7.